Unzué, Martín nueva racionalidad en el Estado poskeynesiano: una revisión de la relación entre lo público y lo privado El contexto en el que se desarrolló la economía capitalista mundial entre los años 30 y 70 está en transformación, y esta constatación empírica obliga a una revisión teórica. Crisis del Estado Benefactor Keynesiano El EBK se desarrolló siguiendo dos lógicas convergentes. En primer lugar como resultado de la expansión de la “conciencia del problema social”. El proceso de industrialización había constituido un movimiento obrero capaz de plantear cuestionamientos de base a los principios del capitalismo. En el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, con el prestigio de la Unión Soviética y de los partidos comunistas occidentales que habían encabezado las resistencias contra el nazismo, esta primera lógica se vio fuertemente reactualizada. En segundo término, el desarrollo de las democracias occidentales creó la tentación de utilizar el Estado como herramienta para gestar apoyo político a través de una legitimación (aprobación o justificación pública de carácter general) centrada en el gasto público. El papel del EB como conjunto de instituciones públicas operando en la distribución directa o indirecta del ingreso se vio legitimado (justificado) frente a los beneficiarios de estas políticas. En el centro de estas dos lógicas se encontraba el Estado en su papel de mediador en la nueva configuración neo-corporativa que asumía el sistema de representación de intereses. En ciertos casos como el de los corporativismos estatales, es decir, los que subordinan las corporaciones al Estado, fundamentalmente los sindicatos como se han dado claramente en América Latina (gobiernos peronistas de los años 40 a 76), se refuerza el poder de control del conflicto social y se facilitan los mecanismos de identificación líder/política distributiva o partido político/política distributiva, lo que reduce las pérdidas en la captación de votos como recompensa del accionar estatal. Sin embargo, el cénit de este papel protagónico que asume el Estado en esta etapa intervencionista va a alcanzarse cuando a las dos tendencias esbozadas se les agregue la justificación económica que se desarrolla a partir de la teoría keynesiana. Frente a las crisis de sobreacumulación, como la de 1929, los niveles de destrucción de ciclos económicos buscan ser atenuados con políticas fiscales y monetarias. El Estado se convierte en el generador de la estabilidad económica y garante del crecimiento sostenido, asegurando la demanda y el pleno empleo que desde el llamado fordismo se requería para absorber los altos costos de la cadena de montaje. Hasta aquí, este Estado ampliado desarrolla dos actividades principales: es agente redistributivo y actor económico, genera una reactivación económica a partir del déficit público. Si el diagnóstico keynesiano de la crisis de 1929 se centraba en el problema de la demanda agregada (que no era suficiente para absorber todos los productos producidos, que se quedaban en los depósitos y terminaban fundiendo a los capitalistas), la solución pasaba por generar esa demanda. ¿Quién iba a aumentar su consumo y su inversión en un momento de crisis cuando la lógica de cualquier inversor privado era reducir su gasto hasta que retorne la normalidad?. Se necesitaba un actor con una racionalidad (una lógica de cálculo) distinta a la del actor privado, y éste sin duda era el Estado; que si bien es el Estado capitalista, puede tomar cierta distancia del imperativo (lógica predeterminante de los cursos de acción) del valor (la generación de ganancia a través de la relación mercantil y la explotación del trabajador), por lo menos en un período de tiempo mucho mayor que un actor privado, que sí está totalmente sometido a la búsqueda de la ganancia económica, fin de su actividad pero también necesidad para no fundirse. La racionalidad del Estado Benefactor Keynesiano Debemos abordar el análisis desde dos niveles distintos. A nivel de la racionalidad del sistema capitalista, el Estado es racional si actúa en coincidencia (si actúa funcionalmente) con las necesidades de acumulación del capital. Es concluyente que esta racionalidad se presenta invariable en el período considerado, por lo tanto no es a ella a la que nos referiremos aquí. A un nivel menos abstracto o particular, las particularidades del Estado le van a permitir actuar con una lógica propia que lo diferencia claramente de los actores privados. Es en este nivel de “racionalidad estrecha” donde la adecuación de la racionalidad funcional requiere una ruptura sobre la que nos detendremos. El proceso de concientización de las particularidades del Estado es clave para lograr legitimar a un Estado que actúa siguiendo reglas de juego propias, distintas de las que rigen a los actores privados dentro del mercado. Muestra características muy peculiares puesto que tiene los medios para imponer sus decisiones por encima de los intereses de los actores privados. En primer lugar, la legitimidad del Estado nacional construida en torno a la idea de “interés nacional”, de “modernización incluyente”, cuenta con el monopolio de la actividad legislativa que le permite modificar desde el terreno de lo jurídico el juego en el terreno económico. Y es importante observar que el reconocimiento del Estado como un actor especial ya existía en el liberalismo clásico. Todo el proceso de construcción de un imaginario social colectivo en torno a la idea de nación, reasegura la supervivencia del Estado más allá de las condiciones económicas y le permite desafiar la lógica del mercado que es indiscutible para la supervivencia de cualquier actor privado En segundo lugar, el monopolio de la fuerza como último instrumento para imponer acciones nos remite a la clásica definición weberiana (“El Estado es aquella comunidad humana que en el interior de un determinado territorio - el concepto de territorio es esencial para la definición -reclama para sí- con éxito -el monopolio de la coacción física legítima-”). Este poder físico constituye sin duda el último recurso que tiene el Estado y que lo diferencia de los actores privados hasta tal punto que le va a permitir, en un caso excepcional, podríamos decir de peligro de todo el sistema social que le compete, mudar racionalmente su comportamiento evadiendo la condena penalizadora del mercado, es decir, la desaparición física a manos de la competencia. El punto central es que la racionalidad económica de los actores privados los hace buscar irremediablemente la ganancia económica a corto plazo como único modo de subsistir en el mercado. El imperativo de los actores privados en el mercado es el logro de utilidades económicas. Sin embargo, en las postrimerías de la crisis del 29 así como al finalizar la Segunda Guerra Mundial, era necesario un actor con una lógica diferente, capaz de romper este accionar que amenazaba con constituir un círculo vicioso eterno. El Estado era el único actor diferente y con poder para superar la racionalidad individual. Es un meta- actor, con actividad económicamente orientada y ejercida racionalmente con un fin determinado, aunque este no es la búsqueda de ganancia económica para el Estado sino la reactivación de la economía en su conjunto. Nacionalizaciones, creación de empresas por motivos de seguridad nacional, soberanía económica, modelo de desarrollo (es el caso de las industrias latinoamericanas que se crearon al amparo del modelo de sustitución de importaciones), son algunas de las formas que fue tomando este Estado como actor dentro del terreno económico. Esto significó que el Estado comenzó a crear empresas públicas, o nacionalizar empresas existentes, o subsidiar el desarrollo de empresas privadas (en principio con cierta preferencia por las de capital nacional) como medio para reactivar la economía, incentivando la producción, la inversión y el empleo. Es fundamental comprender que si el Estado daba “pérdida económica” esto no era un simple problema de mala administración, falta de interés y esfuerzo por resguardar la “cosa pública”, o por la incontrolable corrupción de las instituciones estatales, sino porque el objetivo era que ese Estado subsidie a toda la economía a través de su déficit. El mecanismo resultó sencillo y muy redituable desde el punto de vista político, lo que contribuyó a que su generalización sea bastante rápida. Los gobiernos podían actuar sin reparar en gastos. El objetivo no era que el Estado hiciera negocios rentables, que emprendiera tareas productivas, sino que gastara dinero y de ese modo reactivara la economía en crisis Por lo tanto estas empresas no tienen la misma racionalidad económica que las del sector privado, sino que son meros instrumentos del Estado para desarrollar sus políticas keynesianas. El error habitual es tachar de ineficientes a estas empresas por ser fuertemente deficitarias, sin ver que no eran actores privados, sino formas del “Estado expandido”. Las empresas públicas eran, en primer lugar, generadoras de empleo, lo que explica el exceso de personal muchas veces causante de la falta de rentabilidad. Por otra parte las empresas públicas solían fijar “precios políticos” que no llegaban a generar rentabilidad y en muchos casos tampoco cubrían los costos operativos. Esto implicaba un subsidio a toda la sociedad que se beneficiaba utilizando los servicios públicos a precios inferiores a los que hubiese fijado una empresa privada (lo que generaba condiciones monopólicas u oligopólicas al no permitir el desarrollo de la competencia). El rol del Estado como redistribuidor va a ir ligado a dos aspectos fundamentales: una dimensión ética y otra económica. En el aspecto ético la noción de Justicia se relaciona al deber del Estado de asegurar a todos los ciudadanos iguales oportunidades de desarrollo a partir de una cierta igualación de las condiciones de “partida” en la competencia, y un nivel de subsistencia mínimo. Por otro lado, la “solidaridad” se va a expresar a través del Estado paternalista, y el desarrollo de servicios públicos desmercantilizados donde el Estado cumple gratuitamente sus obligaciones sin hacer distinciones, con el objetivo de poner un piso a la miseria de los que no son capaces de triunfar en el mercado. De este modo se genera la esfera de lo público como respuesta a un mercado excluyente, lo que apela a valores supremos y “extra - materiales” que la lógica económica utilitarista (instrumentación de medios aptos para conseguir un fin, sin consideraciones éticas) no contempla. En cuanto a los motivos económicos que impulsan la redistribución del ingreso por parte del Estado, Keynes una vez más nos da la respuesta: “Consideramos como regla psicológica fundamental de cualquier sociedad actual que, cuando su ingreso real va en aumento, su consumo no crecerá en una suma absoluta igual, de manera que tendrá que ahorrarse una suma absoluta mayor”. De esto se desprende que los individuos con ingresos mayores consumen una proporción menor de sus ingresos que los más pobres, y por lo tanto ahorran más. Si lo que se busca es un aumento del consumo y no del ahorro, una redistribución del ingreso es un camino adecuado. El Estado emprende esta tarea a través de dos instrumentos básicos: la estructura tributaria progresiva para reducir el ingreso de los sectores que reciben mayores ingresos, y todo lo que constituye el salario indirecto con el fin de aumentar el poder adquisitivo de los trabajadores. Los cambios actuales A partir de la década de 1970 vivimos una fuerte transformación que va a invalidar esta lógica del Estado Keynesiano con la reimplantación del discurso neoliberal El avance de lo privado sobre lo público (entendido aquí como lo estatal) va a terminar reintroduciendo al Estado en el mercado, y de esta forma sometiéndolo a los condicionantes económicos de la ley del valor. La adopción de este nuevo discurso implica un cambio en la racionalidad “estrecha” del Estado, pero también una revisión de todo el sistema de generación de consenso que sostuvo la legitimidad del EBK. Desde el terreno teórico de la economía como disciplina se comienza a contrarrestar el discurso keynesiano con la “nueva economía clásica”. La economía como “ciencia” va a restaurar la confianza en el mercado como mejor asignador de recursos. La hora del desmantelamiento de la intervención estatal en los mercados comienza a sonar desde una parte importante y bien posicionada de la comunidad académica. El Estado debe comenzar a tomar criterios de eficiencia en términos de cálculo costo/beneficio que había abandonado en las últimas cuatro décadas. Pero la revisión del accionar del Estado debe ser vista como un problema esencialmente político, donde se produce una enorme redistribución del poder entre los actores sociales. El Estado modifica su posición y esto es impulsado por los sectores que ven en una nueva configuración, la posibilidad de mejorar sus condiciones reales. Desde esta óptica el discurso económico sólo va a ser un instrumento para generar la conciencia de crisis del Estado interventor propiciando con un discurso cubierto de una supuesta objetividad científica y/o técnica y por lo tanto, desinteresadamente apolítica, el retorno a la esfera de lo privado de la mayor parte posible del terreno ocupado por el Estado. Como lo expresa Offe, el discurso técnico pretende reducir el conflicto que es, por otra parte inevitable, al dejar perdedores claros en el camino. Por otro lado, la dimensión de la tarea a emprender requiere la generación de consenso político para realizar la desestructuración, y es aquí donde se debe tener en cuenta la solidez del régimen político, es decir, el sobrante de legitimación que puede exponer en la reforma y de la eficacia de la sustitución de discursos legitimantes. Privatizaciones El concepto de privatización se muestra como el más representativo del proceso de transformación al que nos estamos refiriendo. En él se encuentra presente la idea de transferencia de ciertos roles en la generación y distribución de servicios del Estado a empresas privadas. Nos hallamos frente a una reasignación de incumbencias que se justifica por criterios de eficiencia, y de confianza en la competencia como principal mecanismo para lograrla. Las privatizaciones significan una revisión de la relación entre lo público y lo privado donde la dimensión del primer espacio se ve reducida en favor del segundo. El avance de la nueva configuración conlleva una explosión de las relaciones mercantilizadas y por lo tanto monetizadas que trae como consecuencia la marginación de los que no logran su inclusión en la esfera económica. Al modelo incluyente del EB, donde el ciudadano por su pertenencia “política” era beneficiario inmediato de una serie de servicios públicos gratuitos o subsidiados, le sucede el modelo “excluyente” de las relaciones mercantilizadas, donde sólo se accede al consumo como recompensa al éxito del mercado Los criterios éticos de solidaridad social se abandonan y la marginación o exclusión social pasa a ser aceptada como parte de las reglas del juego. Sin embargo, la instalación de esta lógica económica donde prevalece el individualismo descomprometido se rastrea claramente en el apogeo del modelo de intervención del EBK. A medida que se fueron profundizando las políticas sociales, se fue debilitando la justificación “política” de las mismas. Particularidades de la transformación en países periféricos El proceso de inclusión del Estado en el mercado implica nuevas pautas de evaluación de la acción del mismo. Al igual que una empresa privada, el Estado debe ser eficiente, productivo, y en ciertos casos, claramente superavitario (que dé ganancias). Es algo evidente que en el capitalismo las empresas privadas buscan la maximización de sus beneficios (crecimiento de sus ganancias). Sin embargo que el Estado tenga excedentes no es algo que esté tan claramente aceptado. El Estado al ser superavitario genera algún sector deficitario (que da pérdidas) en la economía y el planteo neoliberal busca solamente que el mercado no se vea perturbado por fuerzas ajenas a él (como sería la intervención del Estado por medio de leyes o empresas públicas). Por lo tanto, en los países desarrollados donde se lleva adelante la transformación de la racionalidad “estrecha” para su adecuación a las nuevas necesidades del proceso de acumulación, se tiene por objetivo la reducción de los déficits estatales, y en el mejor de los casos, el logro de un presupuesto equilibrado. El fenómeno de los Estados que buscan el superávit operativo se muestra característico de los casos de Estados con grandes deudas externas. Es aquí donde las reformas se presentan como imperativas, obligando a avanzar en el abandono de la lógica de acción política y su reemplazo por la racionalidad económica, desmantelando todos los servicios que son deficitarios (por ej. gastos en salud y educación). Paralelamente, en esos países como los latinoamericanos, donde las instituciones sociales están menos desarrolladas por la ausencia de trayectorias democráticas fruto de pasados autoritarios, donde la oposición a la economización del Estado por parte de los perjudicados por esta transformación, se manifiesta con menor fuerza. En consecuencia, países de por sí con distribuciones del ingreso no equitativas, Estados con escasa autonomía y mercados oligopólicos, emprenden procesos de transformación que de por sí van a agravar estas características. La corrupción, una condición performativa La corrupción es uno de los ámbitos en los cuales el espacio público interactúa con el privado dentro de un marco de ilegalidad. Por lo tanto no se podría tener corrupción en una sociedad que no haya constituido como dos ámbitos separados el dominio público y el privado. El problema de la corrupción se presenta en la actualidad como un tema central, omnipresente en todas las campañas electorales y en los medios de comunicación. Sin embargo, nada nos hace pensar que estemos viviendo un momento de exacerbación de la corrupción. El discurso deslegitimador contra el EBK centró sus baterías en la ineficiencia del mismo. La introducción de los valores de la rentabilidad económica privada en el sentido común de la ciudadanía ha hecho de la corrupción uno de los problemas principales. El pago de sobreprecios por parte del Estado y el no pago al Estado por parte de los privados fruto de acuerdos ilegales, terminan minando las posibilidades de que el Estado, como una empresa privada, logre resultados económicos satisfactorios. La corrupción y la búsqueda de la eficiencia y la productividad como banderas del desmantelamiento del EBK se muestran a todas luces incompatibles. Por otro lado, existe una demanda para que el ajuste sea respetado por el Estado superviviente. Los perjudicados por la pérdida del rol del Estado exigen que los funcionarios compartan el ajuste, y del mismo modo, este reclamo que se manifiesta en la opinión pública lleva a la medios de comunicación a hacerse eco del tema. En el caso de los Estados endeudados donde predominan burocracias ineficientes y gobiernos clientelísticos (reparten favores materiales y políticos a cambio de votos), y donde el imperativo del superávit se presenta como una imposición no renunciable, el problema es aún más dramático. Paralelamente, la nueva configuración de la distribución del poder económico, con el surgimiento de mega - actores (por lo menos a nivel nacional) fortalecidos por sus participaciones en los procesos de privatización, generan polos de poder capaces de infiltrar sus intereses en los Estados residuales, los cuales carecen de la independencia necesaria para actuar eficientemente en el control de las actividades de los monopolios creados. Por lo tanto, la demanda de un Estado con funcionarios no corruptos no se debe a una vuelta de la dimensión ética, sino a la persistencia del discurso generado para deslegitimar al EB, opina Unzué. Sin embargo, ese mismo discurso acentúa las virtudes del accionar del individuo persiguiendo sus propios beneficios. Por lo tanto, ese discurso hegemónico del cual también participan los funcionarios públicos, alberga una contradicción esencial. El funcionario que maximiza racionalmente sus beneficios a través de su incorporación a un circuito ilegal, del cual extrae ganancias concretas, no logra generar el objetivo de eficiencia del sistema que el mismo discurso enuncia y esto es una novedad producto del cambio en la selección de objetivos de los Estados. Las salidas de la contradicción circulan por dos carriles: la acentuación de la reducción del Estado y de sus servicios, lo cual implicaría llevar más allá de lo previsto la desarticulación del Estado, con los previsibles costos de legitimidad presentes, y las restricciones que puede imponer el conflicto de intereses o; en segundo lugar, un redimensionamiento de ciertos sectores del Estado para generar el control necesario. Los posibles escenarios de futuro que surgen de la necesidad de superar la disfuncionalidad de la corrupción son básicamente los siguientes: la salida a través de la reducción del Estado al mínimo que cada sociedad pueda tolerar, con el consecuente declive del espacio público y también del ámbito de acción sujeto a criterios públicos que siempre subsisten en el Estado; o bien la adopción de una salida mixta donde se genere un fortalecimiento del Estado dentro de la lógica del discurso productivista. En esta opción, la generación de un Poder Judicial independiente y eficiente se debe complementar con la incorporación del principio de la competencia dentro del propio Estado, lo que requiere la descentralización y la atomización del poder real del mismo.