Publicado por primera vez en 1844, El concepto de la angustia es quizá el libro más conocido del danés Soren Kierkegaard (1813-1855), y en él se articulan algunos de los conceptos en los que se apoya el existencialismo cristiano. La angustia se relaciona con el pecado y con la libertad. Engendrada por la nada, alimentada por la impaciencia, surgida como «realidad de la libertad en cuanto posibilidad», la angustia es «el vértigo de la libertad» y al mismo tiempo un medio de salvación que conduce a la fe, a la verdad que años antes de escribir este libro el autor, en su diario íntimo, confesaba buscar como sentido definitivo de su existencia: «Es preciso encontrar una verdad, y la verdad es para mí hallar la idea por la que esté dispuesto a vivir y morir». Soren Kierkegaard El concepto de la angustia ePub r1.0 mandius 20.08.14 Título original: Begrebet Angest Soren Kierkegaard, 1844 Traducción: Demetrio G. Rivero Prólogo y notas: Demetrio G. Rivero Editor digital: mandius ePub base r1.1 Prólogo del traductor El concepto de la angustia y La enfermedad mortal representan el origen frontal del existencialismo, que en esta su propia fuente se manifiesta como una filosofía personalista, concreta y, sobre todo, cristiana. Por eso ningunos otros lugares más a propósito para calar hasta el fondo metafísico que alcanzan los análisis existenciales del pionero danés. Por su parte, el lado noético y las últimas exigencias metódicas del existencialismo de Kierkegaard se hallan preferentemente expuestos en La apostilla no científica a las migajas filosóficas aparecida el día 28 de febrero de 1846, en el intermedio de la publicación de los dos libros anteriores. La lectura del primero de estos tres, el más famoso de todos los de su autor, nos causa la sensación de estar metidos en un inmenso bosque animado por las más altas y sugestivas ideas, agarradas a un subsuelo cristiano y ceñidas a una doble o triple definición de «la esencia de la existencia humana», a saber: «el individuo es él mismo y la especie» y «el hombre es una síntesis de alma y cuerpo, sostenida por el espíritu», «pero también es una síntesis de lo temporal y lo eterno». Así las ideas, que son como árboles, están bien alineadas y dejan casi siempre que se cuele entre ellas la claridad escueta de la respectiva categoría filosófica, sin salirse nunca de los confines dogmáticos del pecado original y dela salvación por la fe. Para ayudar al lector, intentaré darle una impresión somera de mi paso por el bosque, rebotando algunos recuerdos de otros libros y de los diarios de Kierkegaard, pero no muchos, con el fin de no apartarnos demasiado de los límites introductorios de todo prólogo. No se trata de una investigación, sino de una simple orientación provisional. Por esta misma razón llevaré a cabo esta tarea ardua con un cierto desparpajo. En medio del gran bosque habita la angustia, pero esto, con ser muchísimo, no es decir apenas nada. Pues se requiere que instalemos el tema estremecedor de la angustia en su verdadera perspectiva, sin que nos amilane o desoriente el follaje de la melancolía. El esquema de mi impresión es el siguiente: el concepto de la angustia se estructura al mismo tiempo y en muy estrecha relación con otros dos conceptos fundamentales, el del pecado y el de la libertad como cifra de la existencia. Aquella doble definición y estos tres temas son, a mi pobre entender, la entraña de este libro tan espeso. Primer tema: el pecado. ¿Cuál es su esencia? ¿Cuál es la extraña esencia que late en el centro de esta profunda noche relampagueante? Porque el pecado, por lo pronto, es una innegable e indiscutible realidad, si bien una «realidad injustificada». El pecado, como se nos dirá en La enfermedad mortal —que redondea la doctrina kierkegaardiana del pecado—, es una posición, no una negación, «Una categoría de la individualidad», no del «pensamiento especulativo»; y esta cosa de la mala voluntad, no simple ignorancia socrática, sólo es conocida en su misma esencia por el cristianismo, desconocida por el paganismo y por toda religión de inmanencia. El concepto que señala la más radical diferencia cualitativa entre el cristianismo y el paganismo es el del pecado, la doctrina del pecado. Por esta razón el cristianismo supone con toda lógica que ni el pagano ni el hombre natural saben lo que es el pecado. Sí, el cristianismo está suponiendo a gritos que es necesaria la revelación divina para saberlo. Por eso no estamos de acuerdo con esa consideración superficial que da por supuesto que es la doctrina de la reconciliación —o redención— la que establece la diferencia cualitativa entre el paganismo y el cristianismo. No, hay que tomar las aguas desde más arriba, es decir, hay que empezar con el pecado, con la doctrina del pecado, que es también lo que hace el cristianismo. ¿No sería acaso una objeción muy peligrosa contra el cristianismo el que en el paganismo se nos hubiese dado una definición del pecado que aquél tuviera que reconocer como exacta?[1] Desde esta acotación definitiva volvamos a la introducción de este libro, en la que el autor presenta con claridad meridiana el problema de la cientificidad peculiar del pecado. Para ello, partiendo de las exigencias de la metodología y teniendo siempre enfrente las confusiones hegelianas, se empieza por mostrar en detalle y dentro del cuadro de las principales ciencias filosóficas, cómo la Lógica, la Ética y la Psicología son totalmente incapaces de darnos una explicación verdadera del pecado. «En realidad el pecado no tiene domicilio propio en ninguna ciencia. El pecado es objeto de la predicación, en la cual el individuo habla como individuo al individuo.» El pecado es hasta cierto punto ilocalizable en cuanto al concepto. El pecado tiene su lugar determinado; o, mejor dicho, no tiene ningún lugar en absoluto, y ésta es cabalmente su determinación. Si se lo trata en otro lugar cualquiera, entonces resultará indefectiblemente alterado, puesto que se le enfoca desde un ángulo de reflexión inesencial. De este modo quedará alterado su concepto, y al mismo tiempo aquel talante que auténticamente corresponde al concepto exacto. Este talante es el de la seriedad. Por todo ello, el pecado no es un tema científico, un tema de cátedra, sino más bien de púlpito, y de púlpito en diálogo. Inasequible en teoría, incesante y sobrecogedor en la práctica. De toda esta primera parte negativa dela introducción el propio autor hace un balance escueto en sus papeles, dentro del apartado B, que incluye en el tomo que se cita nada menos que 47 páginas de anotaciones en torno a El concepto de la angustia. He aquí ese balance: Como consecuencia de lo desarrollado hasta ahora podría parecer que en definitiva el pecado no encuentra ningún lugar en ninguna de las ciencias, ya que la Metafísica no lo puede apresar, la Psicología es incapaz de superarlo, la Ética no tiene más remedio que ignorarlo y la Dogmática lo explica con el recurso al pecado original, lo que equivale a explicarlo presuponiéndolo. Esta reducción es completamente congrua, pero también es perfectamente congruo que el pecado encuentre su sitio en la totalidad de una nueva cientificidad, que esté prefigurada en la ciencia inmanente y que empiece con la Dogmática, exactamente en el mismo sentido que la primera ciencia comienza con la Metafísica[2] Con este final se nos anuncia el contenido positivo de la segunda parte de la introducción. Un buen anuncio y un buen contenido, de una maravillosa originalidad y de un calado extraordinario. Lo extraño es que los investigadores por lo general no hayan prestado apenas ninguna atención a estas páginas que pueden contarse entre las más importantes y esclarecedoras de toda la trama del mensaje de Kierkegaard, quizá por eso tan varía y contradictoriamente explotado. Pero dejemos esta harina que es de otro costal. Hay, pues, camino en el sentido de hallar un lugar para el pecado en «el gran diálogo de las ciencias». Para esto se tiene que recurrir a una «nueva ciencia» posible, a una «filosofía segunda», cuyo objeto será la trascendencia y la repetición, dela misma manera que el de la «filosofía primera» era la inmanencia o, dicho en griego, la reminiscencia. Esta nueva filosofía es la que arranca de la Dogmática, «la ciencia de la realidad». Ahora, con las espaldas así cubiertas, la nueva Ética se las podrá haber con las manifestaciones de la realidad del pecado en su propio terreno comprometido en el sentido aludido, pues su función no es científica, sino la de acusar, juzgar y recriminar. La Ética opone a la realidad del pecado la realidad del arrepentimiento, «que es la suprema contradicción ética». Por estas razones el camino está ahora mucho más expedito para la Psicología. Ésta no tratará de la realidad del pecado, sino sólo de la posibilidad real del pecado; no de «el hecho de que exista», sino del cómo de su aparición en el mundo. Es decir, que la Psicología, manteniéndose siempre dentro de sus límites infranqueables, no explicará nunca el pecado mismo, sino el estado previo psicológico más aproximado, la situación antecedente, los que podríamos llamar dispositivos del pecado. Porque «el pecado sólo vino al mundo por el pecado». Es preciso de todo punto poner en marcha la investigación desde «ese radicalismo en que el pecado se presupone a sí mismo y encuentra la explicación cristiana en el dogma del pecado original»[3]. El pecado es una cualidad insobornablemente oculta en su mismidad, introducida por el «salto cualitativo» de la libertad personal. Por eso su realidad resulta escandalosa y privatísima. Pero ¿cuál era la situación en que se encontraba la libertad al dar ese salto tremendo? ¿Cuál es la relación primitiva del hombre con el pecado, con cualquier pecado, tanto el del primer hombre como el del hombre posterior? ¿Cuál es el supuesto del pecado, empezando por el pecado original? Éste es el tema principal del libro, y éstas sí que son preguntas y problemas interesantes para la Psicología. En ellos encuentra esta ciencia un ancho campo abierto a su asombro y a sus investigaciones. Y Kierkegaard, psicólogo fuera de serie, se lanza aquí con su «análisis psicológico» a escudriñar «los repliegues más hondos del alma humana» y, rondando siempre los linderos del dogma del pecado original, se llega a situar al borde mismo de la sima de esa cualidad propísima y misteriosa del pecado, sin traspasar nunca los aledaños en que se esconde la fierecilla salvaje. ¡Aventura de caza mayor! ¿Cuál es su pieza? Después de haber practicado la observación psicológica con «más agilidad que un acróbata», con más parsimonia que «un agente de policía» y con «la suficiente originalidad poética» —los tres rasgos característicos de todo auténtico psicólogo, según se nos describen en la segunda parte de la entrada al capítulo II[4]—, el cazador traerá al hombro bien cogida la enorme pieza de la angustia, con todas sus formas bien marcadas, desde la angustia cósmica hasta la angustia demoníaca y dejando al aire, para que se las pueda entrever por la herida, las entretelas de la esencia del hombre, de la existencia misma. En efecto, ese supuesto existencial que se andaba buscando es cabalmente la angustia, por donde se establece, tanto en Adán como en los individuos posteriores, aquella relación primitiva con el pecado, aunque no de un modo absoluto o necesariamente trágico y fatal, sino absolutamente condicional, ya que la angustia es suma ambigüedad dialéctica, es «neutral», y desde ella y sobre ella, como condición, surge libremente por el salto el pecado de todo individuo, todo pecado. Por carecer de esa ambigüedad que la Psicología exige en la proximidad del pecado no pueden ser sus supuestos ni el egoísmo ensoberbecido ni la concupiscencia incentiva, según pretenden unos y otros teólogos en los flancos de Kierkegaard. En cambio, la angustia, en pavorosa cercanía con la nada, que es su «objeto», se constituye en condición originaria de la existencia espiritual, de la libertad, y en ella están insertos de raíz todos los hombres en cada momento de hacerse reales el espíritu y la libertad. Este supuesto, repitámoslo, no es la causa y mucho menos la esencia del pecado original, ni de ningún otro pecado, lo mismo que un supuesto táctico no es la guerra, pero está a medio camino entre la paz y la guerra, dialécticamente dispuesto a ser peón de lo peor o de lo mejor, del pecado o de la salvación, de la desesperación o de la fe. Los teólogos de uno y otro lado pueden muy bien no sentirse a gusto con el jaque mate que constantemente les está denunciando «Vigilius Haufniensis» en todas sus explicaciones «dogmáticas» respectivas, pero lo cierto es que este pseudónimo ha dado una explicación «psicológica» que tiene muchos puntos de verdad, incluso para la Teología. Y, en este sentido, es muy noble que uno de los más prestigiosos teólogos de nuestro tiempo empiece un libro, que es la esperada réplica a éste, con las siguientes palabras, tajantes y solemnes: «No cabe equivocarse al señalar el estudio de Kierkegaard (tan profundo cuanto transparente) sobre El concepto de la angustia como el primer y último intento para dominar teológicamente este tema»[5] A propósito de la Psicología, tal como la entiende y practica Kierkegaard, hemos de añadir que no tiene nada que ver con la Psicología científica al uso, agarrotada en los estrechos cauces del asociacionismo psicofísico o del psicologismo experimental. La de Kierkegaard es más bien una «Tiefenpsychologie» que perfora todas las profundidades e interioridades del alma, hasta detectar en ellas las huellas impresas del espíritu y los polos de las categorías existenciales. En esto hay que insistir mucho, pues Kierkegaard emplea con frecuencia una terminología psicológica y siempre hace hincapié en que no pretende pasar las fronteras del análisis psicológico, como se subraya en el mismo título completo de la obra. Eso sí, sus términos y sus análisis van mucho más allá del contorno de la inmanencia anímica y se adentran en el propio horizonte de la trascendencia espiritual. Digamos que se trata, en realidad, de una Fenomenología, en el sentido actual de este método, aplicado más al modo de Max Scheler que no en la dirección del fundador Husserl, ni en la desviación de Heidegger. De esta suerte Kierkegaard, entre otras cosas, sería no solamente el iniciador de algunos de los temas más aireados en la filosofía contemporánea, sino de su propio método en casi todas las ciencias del espíritu. Nadie que estudie a fondo este libro o La enfermedad mortal, desarrollada de un modo idéntico en su primera parte, nos tachará de exagerados. La afirmación resultará bastante clara para todo aquel que haya tomado a peso el resultado del análisis kierkegaardiano de los fenómenos de la angustia y de la desesperación, que quedan prendidos en las categorías correspondientes y dentro siempre de un esquema riguroso de conceptos. Pues, según se afirma en una breve nota que es todo un programa, el poder emplear su categoría propia es condición sine qua non para que la observación correspondiente sea verdaderamente importante. Cuando el fenómeno se presenta hasta un cierto grado, la mayoría de los hombres fijan su atención en él, pero no pueden explicarlo, porque les falta la categoría; si la tuvieran, poseerían también la llave para abrir los secretos del fenómeno, dondequiera que hubiese un rastro del mismo. Porque los fenómenos puestos bajo la categoría la obedecen como al anillo los espíritus del anillo. Kierkegaard viene a decir, casi al pie de la letra, que los fenómenos sin las categorías son oscuros y permanecen ciegos, y las categorías sin los fenómenos son vacías y permanecen en la pura abstracción. ¿No es acaso la síntesis de ambos momentos en un lazo de conciencia el acierto del método fenomenológico, como su misma denominación proclama? Segundo tema: la libertad. Sabemos muy bien —otra cosa es el modo de entenderlo— que Kierkegaard emplazó en el centro de la cuestión filosófica al individuo existente, a la persona concreta. La pregunta primera dela filosofía es sobre uno mismo y de esta referencia o «relación a la existencia» han de estar transidas todas las preguntas y respuestas a los demás problemas, que confluyen en el del hombre y nunca pueden ser resueltos de manera meramente teórica, sino vital. «¡Vivirlo yo mismo!» Solamente así se iluminará para nosotros el mundo secretísimo de la verdad, desde el mundo del hombre puesto a prueba de interioridad y seriedad en su soledad amenazada, entre la oscuridad esclavizadora del pecado y la «infinitud libre» de la fe. Nuestro autor ha buscado ese «eje de luz» de su mensaje con un brío memorable. Ya el 1 de agosto de 1835 —a los veintidós años de edad— escribía en los diarios íntimos: Lo que me importa es entender el propio sentido y definición de mi ser, ver lo que Dios quiere de mí, lo que debo hacer. Es preciso encontrar una verdad, y la verdad es para mí hallar la idea por la que esté dispuesto a vivir y morir… ¿De qué me serviría que la verdad estuviera frente a mí fría y desnuda, indiferente a si la reconocía o no, provocando más bien un angustioso estremecimiento que una entrega confiada? Con esto no pretendo ciertamente afirmar que yo no admita ya un imperativo del conocimiento, o que a través del mismo haya que operar en los hombres, pero en este caso ha de encarnarse en mí de una manera viva, y esto es a lo que ahora atiendo como a la cosa principal […] Lo que me hacía falta era llevar una vida completamente humana y no solamente una vida de puro conocimiento, hasta llegar a cimentar mis reflexiones mentales sobre algo, sobre algo no objetivo, desde luego, pues en ningún caso sería propiedad mía, sino sobre algo tan hondo como las más profundas raíces de mi existencia, por las que estoy, por así decirlo, inserto en lo divino […] Ese interior actuar del hombre, ese lado de Dios es lo que importa, no una masa de conocimientos; porque así vendrán después tales conocimientos, no como agregados casuales, no como una serie aditiva de unidades meramente yuxtapuestas, sin un sistema, sin un centro focal que reúna todos los radios. ¡Este eje de luz es lo que yo he buscado![6]. Aquel mozo «debilucho» empezaba a ver claro el rumbo que él iba a marcarle también a la Filosofía. Pero aquí, hecha la mención, tenemos que apartarnos del rumbo recién iniciado en el nuevo camino real del conocimiento, que encuentra su expresión madura trece años después de esa explosión juvenil, en La apostilla. Ahora nos urge precisamente otra pregunta: ¿Qué es el individuo? Según las respuestas de Kierkegaard, todas ellas equivalentes, el yo es espíritu, es conciencia, es interioridad, es síntesis en acción, es relación consigo mismo y es, sobre todo, libertad. Ésta es la «joya preciosa» de la personalidad profunda. «¿Qué soy yo mismo? Si quisiera hablar de golpe, designarlo con una respuesta pronta, entonces mi respuesta sería ésta: aquello que es a la par lo más abstracto y lo más concreto, es decir, la libertad»[7]. De ahí que su «categoría favorita» sea la elección, la autoelección: «elegirse uno a sí mismo». Ésta es la doctrina orquestada en la segunda carta de la última parte de La alternativa. Gracias a mi alternativa aparece la Ética. No se trata todavía de la elección de una cosa cualquiera, ni de la realidad de lo que se haya elegido, sino de la realidad de la elección […] En una carta anterior te decía que el hecho de haber amado produce en la naturaleza de un hombre una armonía que jamás se llega a perder del todo; ahora te diré que el hecho de elegir confiere una solemnidad a la naturaleza del hombre, una serena dignidad que no se llega a perder nunca […] Cuando todo está en calma en su contorno, solemne como una noche estrellada, cuando el alma está sola en el mundo entero, entonces se le aparece no un ser superior, sino la potencia eterna en sí misma, el cielo como que se abre, y el yo se elige a sí mismo o, más bien, se recibe a sí mismo. Entonces el alma ha contemplado el bien supremo, lo que no puede ver ningún ojo mortal y que jamás puede ser olvidado. Entonces la personalidad recibe el espaldarazo que la ennoblece para toda la eternidad. Se convierte en lo que ya había sido, se hace a sí misma. Como un heredero, aunque lo fuera de los tesoros de todo el mundo, no posee su herencia hasta que alcanza la mayoría de edad, así tampoco la personalidad, incluso la más rica, no es nada antes de haberse elegido a sí misma, y la más pobre que pueda imaginarse lo es todo en cuanto se elige a sí misma. Porque la grandeza no consiste en esto o en aquello, sino que radica en el hecho de ser uno mismo, y ello está en el poder de cualquier hombre serlo, si él lo quiere[8]. «Mientras que la naturaleza es creada de la nada y yo mismo en cuanto personalidad inmediata soy creado de lanada, en cuanto espíritu libre o nazco del principio de contradicción o nazco del acto de haberme elegido a mí mismo»[9]. En el plano de la personalidad interior, hacedera y auténticamente existente, la libertad tiene un carácter determinante absoluto y constitutivo, es decir, que solamente me nazco por la libre elección de mí mismo real, en un campo infinito de posibilidades, que es el frente de la libertad, y cerniéndome sobre la nada, que es el motivo de la angustia. El hombre tiene raíces, pero se hace árbol, él es el árbol, la verdadera existencia, o la piltrafa de lo que pudo ser. Las posibilidades están en su mano, para jardín o desolación. En medio mucho apuro, mucha angustia, pero no hay más remedio que avanzar, en la realidad o en la apariencia. El simple hecho de nacer no es ya existir. Existir, propiamente, es esa relación espiritual, consciente, interior, activa y libre que uno mantiene consigo mismo y que se va logrando a golpes de decisión, pasión y fe, dado el hecho de haber nacido. El hombre aparece totalmente desnudo en el mundo y, en consecuencia, todo lo tiene que hacer, empezando por sí mismo, que es la única cosa que nunca se le dará hecha, ni que tampoco él hará nunca de una manera externa, puramente estética o histórica —«cuantitativamente»—, sino en continuo salto cualitativo de la libertad personal. «La historia de la vida individual marcha hacia adelante en un movimiento de situación a situación. Toda situación aparece por medio de un salto.» «El salto cualitativo es la realidad.» Para el hombre, pues, todo comienza con la libertad. Kierkegaard ha descrito en este libro de un modo inédito e impresionante la libertad por la que nace el hombre, la libertad en el «punto cero» de la existencia, antes de dar ningún salto todavía, como posibilidad infinita de la que va a surgir el yo en el momento «en que el espíritu está como soñando» y esperando hacerse real. «Esta posibilidad de la libertad no consiste en poder elegir lo bueno o lo malo. Semejante desatino no tiene nada que ver ni con la Sagrada Escritura ni con la verdadera filosofía. La posibilidad dela libertad consiste en que se puede.» Cualquier explicación se hace imposible de raíz si se empieza afirmando que la libertad entra en escena como un liberum arbitrium —que no se logra encontrar por ningún lado; véase Leibniz— que con la misma facilidad elige lo bueno que lo malo. El hablar del bien y del mal como objetos de la libertad equivale a hacer finitas ambas cosas, tanto la libertad como los conceptos del bien y del mal. La libertad es infinita y brota de la nada. Estas últimas frases, aisladas, han dado lugar a que se confunda la doctrina de Kierkegaard sobre la libertad con la de uno que otro extremo del existencialismo, por ejemplo, Sartre. Nada más toto coelo distinto. Lo mismo suele acontecer con la angustia en Kierkegaard y en Heidegger. En parte, sólo en parte, esta flagrante confusión se origina de confundir a Vigilius Haufniensis con todo Kierkegaard. Así se explican innumerables consecuencias dislocadas en los discípulos remotos y en los intérpretes por sólo un libro. Decimos que el motivo parcial de esta confusión es tal pseudónimo, pero sólo parcial. Porque Vigilius Haufniensis estudia en particular al hombre como relación consigo mismo, resaltando su libertad absoluta, pero sin dejar de preparar con suficiente evidencia la doctrina del Anti-Climacus, en quien —como veremos en La enfermedad mortal esa relación consigo mismo que es el hombre solamente tiene consistencia y se lleva a cabo de verdad con el apoyo íntimo en la relación con Dios, que ha creado al individuo y lo ha hecho libre. La existencia es «religada», y la libertad, que es la esencia de la existencia, no puede desentenderse de esa religación para ser verdadera libertad. El «vínculo infinito» de la religación es fundamental para existir. Por eso el que no tiene Dios tampoco tiene ningún yo, ni tiene libertad propiamente tal. En Las obras del amor, ya sin pseudónimo, Kierkegaard habla de esa «última novedad» que se reduce a «enseñar a los hombres la libertad de ser sin Dios en el mundo», la libertad desligada, la libertad del ateísmo. De aquí parten todas las nuevas enseñanzas, como si la soberanía divina fuese un yugo burgués y exotérico y no la consecuencia de la propia esencia del hombre, por el hecho de haber sido creado…, un hecho que continúa siempre. Con este criminal desplazamiento de Dios lo que se consigue no es otra cosa que «la existencia entera se convierta en un único signo de interrogación o en un caos» y «que toda la vida humana se transforme en una inmensa excusa»[10] Además, Vigilius Haufniensis trata especialmente del salto de la libertad en el pecado, de los desvíos de la libertad. Sin embargo, tampoco deja de ser evidente para él que no sólo es posible dar pasos en falso, hacia el pecado y hacia la muerte viviente de la desesperación, sino que también se puede avanzar por una vida auténtica e iluminada, por un camino de perfección. Lo primero es deshacerse, destrozar el instante decisivo, ir a la búsqueda del tiempo perdido, encaminarse hacia la no-libertad, cuando la libertad se hace prisionera a sí misma en la total esclavitud propia del pecado y el total alejamiento culpable de Dios. Lo segundo es conquistarse a sí mismo y llegar a ser realmente libre. «El bien es la libertad.» Ante estas dos realidades diametralmente opuestas estuvo la angustia acuciante de la posibilidad, como situación intermedia y ambigua que no se responsabiliza nunca de las nuevas situaciones introducidas exclusivamente por el salto, el salto en falso del pecado, o el salto de verdad en el bien. En este segundo caso la existencia se dilata y la angustia opresora queda a retaguardia y como desvanecida, en lugar de ser la libertad la que «Se desvanezca con el desmayo —o impotencia— femenino de la angustia». Entonces la libertad resplandece y lo que más revela es a Dios. Existe en las fábulas y en los cuentos de hadas una lámpara que se llama la lámpara maravillosa. Cuando se la frota aparecen los espíritus en ella. ¡Ilusión! Mas la libertad es la lámpara maravillosa; cuando el hombre animado de pasión ética la frota: Dios existe para él. Y observad: el espíritu de la lámpara es un servidor —¡desead la lámpara, vosotros cuyo espíritu es deseo! Pero quien frota la lámpara maravillosa de la libertad se convierte a sí mismo en un servidor […], el Espíritu es el Señor. Éste es el comienzo[11] Así empieza la salvación de la angustia por medio dela fe, y la misma angustia colabora. De esta función salvífica de la angustia se propone tratar, con un título contundente, en el capítulo V, pero el pseudónimo se pierde hablando de la posibilidad y apenas iniciado deja sobre el atril el gran tema de la «santa hipocondría». Ello no significa que Kierkegaard supervalore los aspectos negativos de la angustia y nunca llegue a superarlos; quizá sea éste un déficit del pseudónimo, pero el autor en sus obras completas irá mucho más lejos, hacia una altura que nunca se atisba en la angustia heideggeriana, la altura de la fe y de la alegría en la fe. Para el creyente, «la angustia es en el fondo, a pesar de todo, nada más que una mera impaciencia»[12]. De esta sonora superación hablaré en un prólogo muy próximo. Y tercer tema: la angustia. ¡Ahora sí que ya podemos entrar de lleno en el tema central y envolvente de la obra! Aunque no haremos más que insinuarlo, para que el lector lo recoja entero de primera mano. Éste es uno de los libros que más cuesta leer, significando muchísimo haberlo entendido bien. Su simple lectura es tan frecuente como inútil, por no decir indigesta. ¿Qué es la angustia? «La angustia es la aparición de la libertad en cuanto posibilidad frente a la posibilidad.» «La angustia es la realidad de la libertad en cuanto posibilidad.» La libertad en un principio no era —ni nunca lo es en principio— su misma realidad, sino una posibilidad ilimitada, un gran poder. La libertad al hacerse real comienza, pues, cerniéndose sobre la nada, en una especie de noche que rodea su estado de sueño, de irrealidad inicial, de ignorante inocencia. En este estado hay paz y reposo; pero también hay otra cosa, por más que ésta no sea guerra ni combate, pues sin duda que no hay nada contra lo que luchar. ¿Qué es entonces lo que hay? Precisamente eso: ¡nada! Y ¿qué efectos tiene la nada? La nada engendra angustia. El espíritu, soñando, proyecta su propia realidad, pero esta realidad es nada […] En el estado de vigilia aparece la diferencia entre yo mismo y todo lo demás mío; al dormirse, esa diferencia queda suspendida; y, soñando, se convierte en una sugerencia de la nada. Así, la realidad del espíritu se presenta siempre como una figura que incita su propia posibilidad, pero que desaparece tan pronto como le vas a echar la mano encima, quedando sólo una nada que no puede más que angustiar. «La angustia y la nada son siempre correspondientes entre sí. La angustia queda eliminada tan pronto como aparece de veras la realidad de la libertad y del espíritu.» Con esto ya tenemos bien señalada «la aparición de la libertad ante sí misma en medio de la angustia de la posibilidad, o en medio de la nada de la posibilidad, o en medio de la nada de la angustia». No se pueden dar más datos en una partida de nacimiento dela existencia. Kierkegaard se adentra en el terreno ontológico de la misma y casi llega a pintar, como un miniaturista, ese primer «existencial» de la angustia tan sutil, vaporosa y fluida como la nada que es su objeto, o algo que parece nada de puro posible. El espíritu «inmediato» se estremece ante su propia posibilidad. «La angustia es el vértigo de la libertad.» Hay como un forcejeo o una tentación de la impotencia de la angustia ala potencia de la libertad y a ésta le entran sudores y está a punto de desmayarse entre querer y no querer. «La angustia es una simpatía antipática y una antipatía simpática.» Algo así como la «dulce ansiedad» en los niños. Inconfundible con el miedo y otros fenómenos similares, ya que aquélla es un fenómeno del espíritu, del espíritu que está aún soñando, no puesto en cuanto tal, en mera inmediatez, sin haber constituido en propiedad la síntesis de alma y cuerpo, de finitud e infinitud, de tiempo y eternidad que él ha de sostener decididamente y que sólo con su decisión alcanza «plena subsistencia». ¡Cómo no iba a pasar angustias casi mortales antes de salir de esa niebla que lo envuelve al amanecer, al hacerse hombre verdadero! Ésta es la empresa de ser hombre. La única empresa importante y necesaria. Y el plan de esta empresa muy pocos hombres lo han desarrollado mejor que «el Sócrates de Copenhague», a costa de todo su dinero e incluso de toda su vida terrena. Porque es una empresa donde el dinero y la misma vida temporal no cuentan apenas nada, si no es para regalarlos, como desea el que nos lo da, sacándonos de la nada una vez, pero no dos veces si nosotros no queremos. Aplicar ahora en detalle toda esta doctrina, siguiendo las fases de la angustia, sería tanto como comentar el libro íntegramente y meternos en otros innumerables temas secundarios, pero de un alcance y de una gravedad muy amplios en la Teología y en la Antropología. Así, en lo que atañe a la primera de estas ciencias, en el capítulo I se viene a identificar la angustia descrita con «el estado de inocencia». El autor, que declara estar siempre de acuerdo con el relato bíblico, rechaza de plano como fabulosas y míticas todas las explicaciones dadas hasta la fecha. Unas porque no explican nada y otras porque sólo explican lo que ellas mismas se han inventado. Y aquél trata todavía peor las explicaciones de su Iglesia que las católicas, a las que llama «meritorias fantasías». ¿No es esto demasiada desmitologización, en favor de su propia explicación psicológica? Urs von Balthasar, sobre las huellas de J. Bernhart y de H. de Lubac, intenta llegar a una explicación que al menos parcialmente dé su razón a esa identificación, «sin renunciar a la doctrina católica del estado original». Esto es lo serio. Lo serio no es soliviantarse, sino comprender hasta donde se pueda. En el capítulo II sucede algo parecido con la doctrina acerca del peccatum originale originatum. «El pecado apareció en medio de la angustia, pero también nos trajo consigo angustia.» Ésta es ahora la consecuencia del pecado original y éste, en cuanto originado, no es otra cosa que el «plus» de la angustia acrecentada con y en la relación generacional e histórica. Pienso que podría darse una explicación católica de cierta conformidad con este capítulo más fácilmente que la que Urs von Balthasar ofrece con respecto al primero. Es duro, desde luego, tener que oír que el hombre se encuentra en un principio o en principio, en la misma situación en que se encontraba Adán, de inocencia y de angustia, y que el pecado original en nosotros se reduzca a ese plus solamente «cuantitativo», que a su vez puede ser mayor o menor con respecto a los diversos individuos. Toda interpretación ha de estribar en el significado que Kierkegaard confiere a la palabra y categoría de «lo cuantitativo». No es, ni mucho menos, el significado vulgar, ni siquiera el científico. Es lo contrario en la dirección de «lo cualitativo», que es lo personal, lo estrictamente individual. Así la misma historia no pertenece a esta segunda categoría, sino a la primera, a la cantidad. ¡Chocante! Y, sin embargo, no ha dejado de inculcar la importancia de la historia, anticipando con sus bellas frases no pocas otras hoy campantes. «El individuo tiene historia.» «Todo individuo está esencialmente interesado en la historia de todos los individuos, sí, tan esencialmente como en la suya propia.» «Todo individuo empieza en realidad dentro de un nexo histórico.» Y, entre paréntesis, ¿no es para Kierkegaard toda la vida individual una historia? El individuo, por ser él mismo y la especie, tiene dos costados, el de la individualidad personal y el de la individualidad específica o histórica. El primer costado es el de lo cualitativo, el segundo el de lo así llamado «cuantitativo», pero bien propio en un segundo sentido. «Por eso la perfección intrínsecamente consiste en la plena participación en la totalidad. Ningún individuo puede estar de suyo indiferente a la historia de la raza humana, de la misma manera que tampoco ésta puede estarlo respecto de ningún individuo.» Creo que esto ilumina bastante este rincón entre los más sombríos en el inmenso bosque. Nadie ha dicho nunca que el pecado original originado sea personal, sino específico, que es lo mismo que quiere significar, bien apuntalado, esa escandalosa denominación. Lo contrario sería hacerle negar a Kierkegaard algo que es su punto de partida y su creencia firmísima, hasta tal punto que ello provoca un exceso manifiesto en la totalidad de su mensaje, siempre «en la dirección del problema dogmático del pecado original». DEMETRIO G. RIVERO Algunas obras de y sobre Kierkegaard en castellano De Kierkegaard La enfermedad mortal, Barcelona, Alba, 1999. Diario de un seductor. Arte de amar, Madrid, Espasa Calpe, 2000. Migajas filosóficas o un poco de filosofía, Madrid, Trotta, 2001. Antígona, Sevilla, Renacimiento, 2003. Temor y temblor, Madrid, Alianza Editorial, 2005. Sobre Kierkegaard CAÑAS FERNÁNDEZ, José Luis, Sören Kierkegaard. Entre la inmediatez y la relación, Madrid, Trotta, 2003. HARTSHORNE, M. Holmes, Kierkegaard: el divino burlador, Madrid, Cátedra, 1992. LARRAlSTETA, Rafael, Kierkegaard (1813-1855), Madrid, Ediciones del Orto, 1995. SARTRE, Jean-Paul, Kierkegaard vivo. Una reconsideración, Madrid, Encuentro, 2005. El concepto de la angustia Un mero análisis psicológico en la dirección del problema dogmático del pecado original, por VIGILIUS HAUFNIENSIS, Copenhague, 1844 El tiempo de los distingos ya ha pasado. El sistema los ha superado todos. Por esta razón, quien en nuestros días se empeñe todavía en hacer una que otra distinción será tenido sin más como un ser extravagante, un ser que mantiene su alma prendida a una de las más viejas antiguallas. ¡Enhorabuena! Porque, a pesar de todo, Sócrates siempre seguirá siendo el mismo, es decir, aquel sabio sencillo que se mantuvo firme en la curiosa distinción que él formulara y pusiera en práctica de una manera tan perfecta. Por cierto que el singular Hamann, después de dos milenios de olvido, ha vuelto a hacerse eco admirativo de tan antigua distinción, «pues —según su frase— Sócrates fue grande precisamente porque distinguía entre lo que comprendía y lo que no comprendía». In memoriam Esta obra se la dedico al profesor Poul Martín Moller[1], amante dichoso del helenismo, admirador de Homero, confidente de Sócrates, intérprete de Aristóteles —alegría de Dinamarca en su «Alegría por Dinamarca», el cual, aun «viajando muy lejos», nunca dejó de «recordar el verano danés»— y a quien tanto admiro y tanto echo de menos. Prólogo A juicio mío, quien se disponga a escribir un libro hará muy bien en tener consideradas de antemano todas las diversas facetas del asunto que quiere tratar. Tampoco estará nada mal que, en cuanto ello sea posible, entable conocimiento con todo lo que hasta la fecha se haya escrito sobre el mismo tema. Y si nuestro escritor en ciernes se topa por este camino con alguien que de una manera exhaustiva y satisfactoria haya tratado una que otra parte del asunto, entonces hará muy bien en alegrarse como se alegra el amigo del Esposo, quedándose parado y escuchando con toda atención la voz de éste. Hecho lo cual, con mucha calma y con el entusiasmo propio del enamoramiento, que siempre busca la soledad, ya no necesita más. Nuestro escritor se pone definitivamente a escribir su libro, lo hace con el primor característico del pájaro que canta su canción —si hay alguno que saque provecho o encuentre placer en él, entonces miel sobre hojuelas— y lo edita sin mayores cuidados y preocupaciones, aunque también sin darse la menor importancia, pensando, por ejemplo, que ha agotado todo el asunto o que todas las generaciones de la tierra han de ser benditas por su dichoso libro. Porque cada generación tiene su tarea y no necesita cohibirse con la extraordinaria empresa de pretender serlo todo para las generaciones pasadas y para las venideras. Y cada individuo, dentro de la respectiva generación, tiene su propio afán —como también lo tiene cada día— y le basta y le sobra con cuidarse de sí mismo, no necesitando para nada abarcar toda la contemporaneidad con su paternal y pueblerina preocupación. ¿Para qué hacerse la ilusión de que con el libro que uno acaba de escribir comienzan una era y una época nuevas? ¡Claro que sería una cosa todavía mucho peor el anunciar ese natalicio con la fogosidad artificial delas promesas escritas en un libro; o con las anchas perspectivas, no menos prometedoras, de su enorme significado; o, finalmente, dando seguridades sin cuento para encarecer la cotización de un valor dudoso![1]. Desde luego, no todos los que tienen anchas las espaldas son por ello mismo un Atlas, ni tampoco han llegado a serlo por el hecho de haberse echado encima de ellas todo un mundo. No todos los que dicen: ¡Señor, Señor!, entrarán sólo por eso en el Reino de los cielos; ni todo el que se ofrece a salir fiador por la contemporaneidad entera ha demostrado con ello que es un hombre solvente y responsable; ni tampoco todos los que exclaman: «bravo», «bravísimo» y demás gritos estentóreos han dado pruebas con ello de que se han comprendido a sí mismos y que saben medir el alcance de su admiración. En lo que concierne a mi pobre persona, he de confesar con toda sinceridad que en cuanto autor soy como un rey sin reino, aunque también es verdad que en cuanto tal, con temor y mucho temblor, jamás me he hecho ninguna ilusión ni he reclamado nada. Por esta razón, si a una noble envidia o a una crítica celosa les parece un exceso de mi parte el que lleve un nombre latino, entonces lo cambiaré con mucho gusto y me llamaré, por ejemplo, Christen Madsen[2]. Lo único que deseo es que se me considere como un profano, el cual especula, desde luego, pero manteniéndose a pesar de todo muy lejos de la especulación, por más que personalmente sea un gran devoto de su fe en la autoridad…, algo así como los romanos eran tolerantes en su religiosidad. ¡Eso sí, en lo que respecta a la autoridad humana, soy un fetichista y con igual fervor adoro a quienquiera que se presente, con tal de que a bombo y platillo se haga públicamente notorio que semejante individuo es al que tengo que adorar y que fuera de él no hay otra autoridad ni otro «imprimatur» en el año en curso! Lo que no entra en mi cabeza es cómo ha podido llegarse a tal decisión, ya sea que se haya verificado echando a suertes o por votación, ya sea que la misma dignidad se haya turnado de un individuo a otro, de modo que quien en un momento dado ostenta la autoridad venga a ser una especie de representante civil dentro de un tribunal de conciliación. Y ya no tengo nada más que añadir, si no es despedirme de todos con un adiós cordialísimo, tanto de los que participen de mis puntos de vista como de aquellos que no los participen, tanto de los que lean el libro íntegro como de aquellos que se contenten con el prólogo. Con todos mis respetos, VIGILIUS HAUFNIENSIS Copenhague… Introducción En qué sentido el tema de esta investigación sea un problema que interese a la Psicología y, después de haber sido un problema interesante para ésta, en qué sentido se refiera cabalmente a la Dogmática. Partamos del principio de que todo problema científico ha de tener, dentro del amplio campo de la ciencia, su lugar determinado, su objetivo y sus límites propios; de esta manera armonizará perfectamente con todo el conjunto y nos dará una sintonía apropiada de lo que el conjunto expresa. Este principio no es sólo un deseo piadoso que ennoblezca al hombre de ciencia, dominado por una exaltación entusiástica o melancólica; ni tampoco es meramente un sagrado deber que le vincule al servicio de la totalidad, animándole a que renuncie a todo lo arbitrario y al placer de perder de vista el continente de una manera aventurera. No, este principio constituye además el interés de toda investigación especializada. Por eso, cuando ésta olvida el lugar que le es propio, acontece también —cosa que el lenguaje expresa de un modo automático y con una muy certera ambigüedad— que la misma investigación se olvida de sí misma, se convierte en otra cosa y es capaz, con una sospechosa habilidad, de llegar adonde sea. Y, naturalmente, quien de este modo no se sienta llamado al orden por la ciencia, ni se cuide para nada de impedir que los diversos problemas concretos no se empujen los unos a los otros —como si en un tumulto alocado se tratara solamente de ver quién llegaba antes a una mascarada—, ese tal podrá alcanzar a veces una cierta ingeniosidad, otras se asombrará de haber comprendido, aunque en realidad esté muy lejos de ello, y, finalmente, otras muchas veces habrá encontrado una síntesis de palabras al tuntún unidas con lo más variado. Pero esta ganancia la pagará muy pronto, como se paga toda adquisición ilegal, la cual nunca podrá ser, ni civil ni científicamente, una legítima posesión. Cuando, así las cosas, la última parte de la Lógica lleva por título: la realidad[1] se obtiene con ello la ganancia de dar la sensación de que ya en la misma Lógica se ha alcanzado lo más alto de todo lo que hay, o, si se prefiere, lo más bajo. Sin embargo, la pérdida que ello representa es clamorosa, ya que de este modo ni la Lógica ni la realidad quedan servidas. No la realidad, pues la Lógica no deja paso a la contingencia que es esencial a todo lo real. Pero tampoco queda servida la misma Lógica, pues cuando ésta acaba de pensar la realidad, ha introducido en su mismo cuerpo algo que no puede asimilar, anticipando una cosa que según su misión solamente ha de preparar. El castigo es manifiesto, y consiste en que con ello se ha dificultado y hecho imposible, quizá por largo tiempo, cualquier reflexión en torno a lo que la realidad sea; ya que en este caso la palabra necesita, por así decirlo, disponer de un cierto tiempo para encontrarse a sí misma y olvidar esa gran equivocación. Cuando, así las cosas, en la Dogmática se llama fe a lo inmediato, sin recurrir a ninguna otra definición más aproximativa, entonces se logra la ventaja de poder convencer a todo el mundo de la no necesidad de mantenerse en la fe. Incluso se logra que el mismo creyente auténtico dé por buena esa conclusión, quizá porque no ha visto de pronto la falsedad que hay en todo ello y que propiamente no se debe a consideraciones ulteriores, sino a aquel mismo error de principio[2]. Por su parte, la pérdida que ello implica es evidente, ya que de este modo se le quita a la fe lo que legítimamente le pertenece, es decir, sus presupuestos históricos. También pierde la Dogmática, puesto que así no se le permite empezar por su verdadero comienzo, es decir, dentro de un comienzo previo, anterior a ella misma. De esta manera la Dogmática, en vez de presuponer un comienzo previo, no hace más que echarlo en olvido y empezar de buenas a primeras como si tal punto de partida fuera la misma Lógica. Y ya se sabe, la Lógica comienza cabalmente con el producto más escurridizo de la más fina de todas las abstracciones, a saber, con lo inmediato. Aunque lógicamente correcta, esta abolición automática de lo inmediato constituye dentro de la Dogmática una pura cháchara…, pues ¿a quién se le iba a ocurrir que su voluntad se mantuviera firme junto a lo inmediato —sin ninguna otra definición más aproximativa— una vez que quedaba abolido en el mismísimo momento de mencionarlo? Exactamente lo mismo que el sonámbulo se despierta tan pronto como alguien menciona su nombre. Y cuando, así las cosas, en investigaciones casi sólo propedéuticas se suele emplear la palabra reconciliación para designar el saber especulativo o la identidad del sujeto que conoce y lo conocido, de lo subjetivo-objetivo, etcétera, entonces se echa de ver con facilidad que tenemos delante un espíritu ingenioso, un espíritu que se sirve de su ingeniosidad para esclarecer todos los enigmas. Esto les ocurre, especialmente, a todos aquellos que al tratar una cuestión científica no ponen la prudencia necesaria, ni siquiera aquella prudencia de que se suele hacer gala en la misma vida cotidiana, en la que nadie deja de prestar atención, antes de descifrar un enigma, a todas las palabras que lo componen. Y es lógico, pues en otro caso se correría el riesgo de alcanzar el mérito incomparable de crearse un nuevo enigma con la explicación dada al anterior, teniéndonos que preguntar: ¿quién será capaz de ver en tal explicación una explicación? Por lo general, siempre fue un supuesto de toda la filosofía antigua y de la Edad Media que el pensamiento tiene realidad. Con Kant se hizo dudoso este supuesto. Supongamos ahora que la filosofía hegeliana haya en realidad repensado el escepticismo kantiano. Digamos, entre paréntesis, que siempre será un gran problema averiguar este detalle. Y esto a pesar de todo lo que Hegel y su escuela han hecho, recurriendo a las palabras típicas de «método» y «manifestación», por tapar con una cortina de humo lo que Schelling había confesado más claramente con sus palabras no menos típicas de «intuición intelectual» y «construcción», a saber, que con todo ello no se trataba sino de un nuevo punto de partida. No obstante imaginemos que Hegel, después de recapacitar en dicho escepticismo, ha logrado efectivamente reconstruir lo anterior de una forma más elevada, de tal suerte que el pensamiento no tenga realidad en virtud de una suposición previa. En este caso, ¿será una reconciliación esa realidad del pensamiento lograda de un modo tan consciente? Con esto no se haría otra cosa que situar de nuevo la Filosofía en su antiguo punto de partida, en aquellos días tan lejanos en los que a la palabra «reconciliación» se le confería toda su enorme importancia. Ahora, en cambio, se empieza por poseer una vieja y respetable terminología filosófica: tesis, antítesis y síntesis…, y a renglón seguido se escoge una terminología más nueva, en la que la mediación venga a ocupar el tercer puesto. ¿Acaso significa esto un gran progreso? Ya que la mediación es algo equívoco, que lo mismo puede indicar una relación entre dos como el resultado de la relación, tanto aquello en lo que dos cosas se relacionan como los elementos relacionados. La mediación designa a la par movimiento y reposo. Sólo un examen dialéctico mucho más profundo de la misma mediación podrá decidir si este nuevo hallazgo representa una perfección. Pero, por desgracia, todavía estamos esperando que se haga ese examen. La síntesis ha quedado definitivamente abandonada y se dice mediación. ¡Que así sea! Sin embargo, la ingeniosidad contemporánea reclama todavía más y dice reconciliación. ¿Cuáles son las consecuencias? Que con ello no se saca ningún provecho para las propias investigaciones propedéuticas; ya que éstas, naturalmente, ganan tan poco con un nuevo título como la verdad en claridad o un alma humana en beatitud. Lo que así se logra es confundir de raíz dos ciencias, o sea, la Ética y la Dogmática. Sobre todo cuando tales investigadores, no contentos con haber metido de contrabando la palabra «reconciliación», afirman rotundamente que la Lógica y el logos —que es lo dogmático— se corresponden entre sí, y que la Lógica es propiamente la doctrina del logos[3]. De esta manera se hace que la Ética y la Dogmática se pongan a luchar en torno a la reconciliación en unos confines erizados de peligros. El arrepentimiento y la culpa exigen éticamente la reconciliación a fuerza de suplicios; mientras que la Dogmática, dentro de su receptividad para con la reconciliación ofrecida, se mantiene firme en la concreta inmediatez histórica que le es propia y desde la que arranca en todos sus enunciados al entablar el gran diálogo de las ciencias. ¿Adónde, pues, nos conducirá aquella confusión? Lo más probable es que el mismo lenguaje tenga que celebrar un gran año sabático con el fin de otorgar un descanso suficiente a la palabra y al pensamiento, y así poder empezar por el principio a su debido tiempo. En la Lógica se emplea lo negativo como la fuerza animadora que todo lo pone en movimiento. Y, sin duda, que en la Lógica es absolutamente necesario que haya movimiento, sea como sea, ya por las buenas, ya por las malas. Aquí es donde lo negativo entra en juego con su ayuda, y si lo negativo no puede hacer nada en ese sentido, entonces se recurre a los juegos de palabras y a los simples modos de hablar, de suerte que lo negativo mismo queda convertido en un mero juego de palabras[i][4] Pero, a pesar de todo lo que digan, en la Lógica no debe acaecer ningún movimiento; porque la Lógica y todo lo lógico solamente es[ii], y precisamente esta impotencia de lo lógico es la que marca el tránsito de la Lógica al devenir, que es donde surgen la existencia y la realidad. Por eso, cuando la Lógica se sumerge en la concreción de las categorías, no hace otra cosa que la que se hizo desde un principio. Todo movimiento —si se nos permite emplear momentáneamente esta expresión— es un movimiento inmanente, lo que en el sentido más profundo significa que no es ningún movimiento. Para convencerse de ello no se necesita más que considerar que el concepto mismo de movimiento es una trascendencia que no puede encontrar cabida en la Lógica. Lo negativo es, pues, la inmanencia del movimiento; es lo que desaparece, es lo superado. Si todo sucede de esta manera, entonces no sucede absolutamente nada y lo negativo se convierte en un fantasma. Sin embargo, para lograr que suceda algo en la Lógica, se convierte lo negativo en algo más; es decir, se convierte en aquello que provoca la antítesis, con lo cual ya no es una negación, sino una contraposición. De esta manera, lo negativo deja de ser el mudo reposo del movimiento inmanente y se convierte en lo «otro necesario». De seguro que semejante conversión puede ser altamente necesaria en la Lógica para conseguir poner en marcha el movimiento, pero todo ello ya no tiene nada que ver con lo negativo. Y si abandonamos la Lógica para meternos en el terreno de la Ética, en seguida nos encontraremos con que también aquí, según toda la Lógica hegeliana, lo negativo vuelve a dar muestras de una incansable actividad. La sorpresa de turno nos la depara en esta ocasión el tener que oír que lo negativo es el mal. La confusión ya no puede llegar más lejos; ya no hay ningún límite para la ingeniosidad desatada, y lo que Madame de Stael decía de la filosofía de Schelling, a saber, que hacía a un hombre ingenioso para toda la vida, es válido de todos modos acerca de la filosofía de Hegel. Considérese cuán ilógicos tienen que resultar los movimientos en la Lógica, una vez que lo negativo es el mal; y cuán inmorales en la Ética, dado que el mal es lo negativo. En la Lógica eso es demasiado, y en la Ética demasiado poco. En una palabra, que no es adecuado ni a la una ni a la otra, precisamente por pretender acomodarse en ambas. Porque si la Ética no posee ninguna otra trascendencia, entonces se resuelve esencialmente en Lógica; y ésta deja de ser Lógica si no encierra otra trascendencia que la que sea necesaria para que la Ética salve las apariencias. Quizá todo lo expuesto hasta aquí peque de prolijo en relación al lugar en que se encuentra —en relación al asunto de que se trata no cabe hablar, ni muchísimo menos, de prolijidad—, pero con todo no es en modo alguno superfluo, ya que todos los detalles han sido escogidos teniendo en cuenta el tema de la obra. Los ejemplos están tomados en gran escala, pero lo que acontece en grande puede repetirse en menor escala, de suerte que los equívocos siempre serán parecidos, si bien las consecuencias nocivas sean menores. El que se las da de haber escrito todo un sistema contrae una responsabilidad en grande; mas quien escribe una monografía también puede y debe ser fiel en lo pequeño. La presente obra se ha propuesto tratar el concepto de la angustia de una manera psicológica, pero teniendo siempre in mente y ante los ojos el dogma del pecado original. Por lo tanto, y aunque sólo sea tácitamente, también ha de hacer referencia al concepto del pecado. Sin embargo, el pecado no es un asunto de interés psicológico y, en consecuencia, solamente prestaría un servicio de equivocada ingeniosidad el que pretendiera tratarlo de esa manera. El pecado tiene su lugar determinado; o, mejor dicho, no tiene ningún lugar en absoluto, y ésta es cabalmente su determinación. Si se lo trata en otro lugar cualquiera, entonces resultará indefectiblemente alterado, puesto que se le enfoca desde un ángulo de reflexión inesencial. De este modo quedará alterado su concepto, y al mismo tiempo aquel talante que auténticamente corresponde al concepto exacto[iii], de suerte que se pierda la continuidad del talante auténtico, dando lugar a las fugaces fantasmagorías de los talantes falsos. Por eso, si el pecado es introducido en la Estética, el talante correspondiente resultará frívolo o melancólico, puesto que la categoría en que se funda el pecado es la de la contradicción, y ésta tanto puede ser cómica como trágica. Entonces el pecado queda evidentemente alterado, ya que el talante que corresponde de veras al pecado es el de la seriedad. Y también su concepto queda alterado; pues, cómico o trágico, el pecado se convierte así en algo permanente o simplemente abolido como cosa de poca monta, cuando lo que el concepto del pecado exige es que sea realmente superado. Lo cómico y lo trágico no tienen propiamente ningún enemigo, sino que a lo más se enfrentan con un espantajo que hace llorar, o con un espantajo que mueve a risa. Por otra parte, si se trata el pecado en la Metafísica, el talante correspondiente se tornará indiferencia dialéctica o pura apatía, las cuales consideran el pecado como algo que es inasequible al pensamiento. De esta manera se altera el concepto, pues sin duda el pecado ha de ser superado, pero no como algo a lo que el pensamiento no puede dar vida, sino como algo que realmente está ahí y en cuanto tal afecta a cada individuo. Finalmente, si el pecado se trata en la Psicología, entonces el talante se hará insistencia observadora y tenaz espionaje, todo menos la victoriosa huida de la seriedad apartándose del pecado. De este modo el concepto será también distinto, ya que el pecado queda convertido en una situación. Pero el pecado no es ninguna situación. La idea del pecado consiste en que el concepto correspondiente sea superado sin cesar. En cuanto estado permanente —de potentia—, el pecado propiamente no es; en cambio, de hecho —de actu o in actu— es y siempre vuelve a ser. Su talante en la Psicología no sería más que una curiosidad desapasionada, en tanto que el verdadero talante del caso es la intrépida resistencia de la seriedad. Este talante en la Psicología no es otra cosa que la pesquisa de la angustia, y en su angustia va diseñando los perfiles del pecado, mientras que pasa mucha angustia ante el diseño que ella misma se ha trazado. Al tratarlo de esta manera, siempre resultará el pecado el más fuerte, ya que la Psicología se comporta realmente con el pecado de un modo femenino. Todo esto no quiere decir que semejante estado no encierre su verdad, como tampoco que no aparezca así con mayor o menor intensidad en un momento dado de cualquier vida humana y antes que la Ética haga acto de presencia, pero con este tratamiento el pecado no resulta lo que es, sino más o menos. Por esta razón, tan pronto como se trata del problema del pecado, puede verse inmediatamente, atendiendo al talante descrito, si el concepto correspondiente es exacto. Por ejemplo, si se habla del pecado como de una enfermedad, una anormalidad, un veneno y una desarmonía, entonces el concepto correspondiente también queda falseado. En realidad el pecado no tiene domicilio propio en ninguna ciencia. El pecado es objeto de la predicación, en la cual el individuo habla como individuo al individuo. Por cierto que en nuestra época el afán de alcanzar importancia científica trae locos a los mismos sacerdotes, de tal modo que éstos se han convertido en una especie de profesores de sacristía, empeñados en servir también a la ciencia y estimando que predicar está muy por debajo de su dignidad. Así no tiene nada de extraño que la predicación se le antoje a todo el mundo un arte demasiado pobre. Sin embargo, la predicación es el arte más difícil de todas y el que Sócrates realmente elogiaba: la capacidad del diálogo. Se cae de su peso que para esto no es necesario en absoluto que ninguno de los fieles presentes responda a lo que se dice, ni tampoco serviría de mucho el que uno siempre estuviese hablando. Lo que Sócrates censuraba propiamente en los sofistas —cuando hacía la distinción de que hablaban bien, desde luego, pero que no sabían dialogar— era que podían decir muchas cosas sobre cualquier tema, pero sin la menor idea del momento de la apropiación. Y cabalmente la apropiación interior es el secreto del diálogo. Al concepto del pecado corresponde la seriedad. La Ética podría ser la ciencia en que el pecado encontrase preferentemente sitio. Sin embargo, esto también encierra su gran dificultad. Porque la Ética es aun una ciencia ideal, y esto no solamente en el sentido en que toda ciencia lo es. La Ética quiere introducir la idealidad en la realidad, es decir, que su movimiento no es como el de otros casos, en los que se pretende elevar la realidad hasta la idealidad[iv]. La Ética muestra la idealidad como tarea, presuponiendo que el hombre está en posesión de las condiciones requeridas para realizarla. En este punto la Ética da lugar a una contradicción, ya que ella cabalmente hace hincapié en la dificultad y en la misma imposibilidad. De la Ética se puede decir lo que se afirma acerca de la ley, que es un maestro de la disciplina, cuyas exigencias meramente condenan, pero no dan vida. En este sentido la Ética griega constituía una excepción, la única; pero esto se debía a que rigurosamente no era Ética, sino que contenía un momento estético. Esto está bien claro en su misma definición de la virtud, y también lo está en las frecuentes afirmaciones de Aristóteles, el cual, incluso en la Ética a Nicómaco, solía decir con una deliciosa ingenuidad griega que la sola virtud no hace feliz y dichoso a un hombre, sino que para ello se requieren también la salud, los amigos, los bienes terrenos y la dicha dentro de la propia familia. Cuanto más ideal es la Ética, tanto mejor. La Ética no se debe dejar perturbar por esa vana charlatanería que siempre está diciendo que de nada sirve el que se exija lo imposible; pues sería inmoral el solo hecho de ponerse a oír semejante cháchara…, algo para lo que la Ética no tiene tiempo ni oportunidad. La Ética no tiene nada que hacer con el regateo, que, por otra parte, significa la manera de no alcanzar nunca la realidad. Para alcanzar la realidad es preciso que todo el movimiento siga la dirección contraria. Esta peculiaridad de la Ética —es decir, que sea tan ideal— es lo que tienta a los tratadistas respectivos a emplear categorías distintas, tan pronto metafísicas como estéticas o psicológicas. Pero la Ética, naturalmente, ha de luchar en especial contra todas las tentaciones y, en consecuencia, será imposible que nadie escriba una Ética sin tener a mano otras categorías completamente distintas. Por lo tanto, el pecado solamente pertenece a la Ética en cuanto ésta llega a su mismo concepto con la ayuda del arrepentimiento[v][5] La idealidad de la Ética desaparecería en cuanto que ésta tuviera que asumir el pecado en su seno. La Ética aumenta la dificultad en la medida en que se mantiene encerrada en su idealidad, aunque la Ética nunca será tan inhumana que pierda totalmente devista la realidad, al revés, en correspondencia con la misma realidad siempre intentará presentarse como tarea de todos los hombres, queriendo hacer de cada uno de ellos el hombre verdadero, el hombre cabal y el hombre por excelencia. En medio de la lucha por realizar la tarea de la Ética hace acto de presencia el pecado, pero no como algo que pertenezca casualmente a un individuo cualquiera, sino como algo que va retrotrayéndose cada vez más profundamente, en el sentido de un presupuesto que sin cesar acrece su profundidad y lontananza, al mismo tiempo que trasciende al individuo. En este momento todo está perdido para la Ética, y es precisamente la Ética la que ha contribuido a que todo se pierda. Ha surgido una categoría que se sitúa completamente fuera de su alcance. El pecado original hace la situación todavía más desesperada, es decir, que destaca la dificultad, aunque no recurriendo a la Ética, sino con ayuda de la Dogmática. De la misma manera que toda la antigua teoría del conocimiento y todo el antiguo modo de especular descansan en la presuposición de que el pensamiento tiene realidad, así también toda la Ética antigua se apoya en el supuesto de que la virtud es hacedera. El escepticismo del pecado es totalmente extraño al paganismo. Para la conciencia moral de los antiguos el pecado viene a ser como el error respecto de sus conocimientos, una excepción aislada que no demuestra nada. Con la Dogmática comienza la ciencia que, en contraste con aquella ciencia estrictamente llamada ideal, parte de la realidad. La Dogmática comienza con lo real para elevarlo hasta la idealidad. Esta ciencia no niega la presencia del pecado, al revés, lo presupone y lo explica suponiendo el pecado original. Sin embargo, siendo muy raro el tratamiento puro de la Dogmática, no es extraño que muchas veces nos encontremos con que el pecado original ha sido introducido de tal manera dentro de sus límites que queda esfumada la impresión del origen heterogéneo de la Dogmática, cuando lo propio sería que esa impresión quedara bien manifiesta. Claro que no es éste el único ejemplo de semejante confusión, pues lo mismo nos acontece al encontrar en ella un dogma acerca de los ángeles, o de la Sagrada Escritura, etc. Por tanto, la Dogmática no tiene que explicar el pecado original; su única explicación es suponerlo. Algo así como en el caso de aquel remolino de que tanto hablaba la especulación griega en torno a la naturaleza, que por cierto era un motor extraño que ninguna ciencia era capaz de comprender. Todos concederán sin mayor dificultad que es exacto lo que acabamos de decir respecto de la Dogmática cuando, en otra ocasión, tengamos tiempo de llegar a comprender los méritos imperecederos que en el ámbito de esta ciencia contrajo Schleiermacher. Claro que este pensador ya hace mucho tiempo que quedó arrinconado, para dar paso al entusiasmo por Hegel. Sin embargo, Schleiermacher era todo un pensador en el bello sentido griego de la palabra, un pensador que sólo hablaba de lo que sabía, mientras que Hegel, a pesar de sus extraordinarias dotes y colosal erudición, no logra con toda su aportación hacernos olvidar nunca que él era, en el sentido alemán de la expresión, un profesor de filosofía en gran escala, empeñado en explicarlo todo a cualquier precio. Por lo tanto, la nueva ciencia empieza con la Dogmática, exactamente en el mismo sentido en que la ciencia inmanente comienza con la Metafísica. Aquí vuelve a hallar la Ética nuevamente su puesto, en cuanto ciencia peculiar que propone a la realidad como tarea la conciencia que la Dogmática tiene de la misma realidad. Esta Ética no ignora el pecado, ni tampoco pone su idealidad en exigencias ideales, sino que su idealidad consiste en la conciencia penetrante de la realidad, de la realidad del pecado. Eso sí, ha de mantenerse limpia de toda superficialidad metafísica y de cualquier concupiscencia psicológica. Fácilmente se echa de ver la diversidad del nuevo movimiento y que la Ética de que ahora hablamos pertenece a un orden de cosas distinto. La primera Ética encallaba en la pecaminosidad del individuo. Digamos que esta pecaminosidad —en tanto que el pecado del individuo se ensanchaba en el horizonte del pecado de toda la raza— no podía explicarla la Ética, sino que las dificultades se hacían mucho mayores y moralmente todavía más enigmáticas. En este punto interviene la Dogmática y ayuda a la solución mediante el pecado original. La nueva Ética presupone la Dogmática y con ella el pecado original; y gracias a ella ya puede explicar el pecado del individuo, al mismo tiempo que propone la idealidad como tarea. Sin embargo, no hay aquí un movimiento de arriba abajo, sino de abajo arriba. Aristóteles, como es bien sabido, puso en uso la denominación πρώτη φιλσοφία[6] y con ella quiso significar más próximamente lo metafísico, aunque también incorporó dentro de esa definición una no pequeña parte de lo que según nuestros conceptos entra en el campo de la Teología. De suyo es perfectamente lógico que en el paganismo se tratase la Teología en ese lugar. Esa misma falta de capacidad de reflexión auténticamente infinita es la que hacía que el teatro tuviese dentro del paganismo una concreción que lo convertía en una especie de culto divino. Prescindiendo de esta ambigüedad, podríamos conservar la denominación de filosofía primera[vi][7], entendiendo por ella la totalidad científica que puede llamarse étnica y cuya esencia es la inmanencia o, dicho en griego, la reminiscencia. En este caso, por secunda philosophia habría que entender aquella cuya esencia es la trascendencia o la repetición[vii]. El concepto, pues, del pecado no tiene domicilio propio en ninguna ciencia. Sólo la segunda Ética está en condiciones de tratar sus manifestaciones, pero no su origen. El concepto del pecado será una pura confusión en cuanto lo coja en sus manos cualquiera otra de las ciencias. Esto es lo que pasa —para no apartarnos de nuestro anterior tema— si la Psicología se ocupa de él. El objeto de la Psicología tiene que ser algo estable, que permanezca en una quietud algo movida, pero que no sea una pura inquietud, algo que no cesa de reproducirse y reprimirse. Sin embargo hay algo permanente de lo que el pecado no cesa de estar surgiendo, aunque con libertad, no con necesidad, ya que todo lo que brota necesariamente constituye un determinado estado, por ejemplo, toda la historia de la planta es un estado. Esto permanente de lo que el pecado brota, este su supuesto dispositivo, esta posibilidad real del pecado…, todo esto sí que representa un objeto interesante para la Psicología. En este sentido, esta ciencia puede ocuparse y estar ocupada con el problema de cómo es posible que surja el pecado, pero no del hecho de su existencia. Y, en su interés psicológico, esta ciencia puede llevar tan lejos el problema que aparezca en su horizonte como si el pecado existiera, si bien el hecho de que exista en realidad es otro asunto típicamente distinto. Lo que interesa a la Psicología es verificar cómo ese supuesto del pecado va extendiéndose más y más a los ojos de una contemplación y de una observación cuidadosamente psicológicas. Hasta tal punto, que la Psicología está como dispuesta a terminar haciéndose la ilusión de que el pecado existe en medio de toda esa trama. Claro que esta última ilusión pone de manifiesto la incapacidad de la Psicología y que ya no sirve para más. Psicológicamente hablando es muy exacto que la naturaleza humana ha de estar constituida de tal forma que haga posible el pecado. Pero la pretensión de convertir en realidad la posibilidad del pecado es algo que subleva a la Ética y suena a blasfemia en los oídos de la Dogmática. Y esto porque la libertad nunca es una posibilidad, sino que es una realidad desde el mismo momento en que hay libertad. El sentido de esta afirmación equivale al de aquella otra de una filosofía relativamente antigua[8] según la cual la existencia de Dios es necesaria por el solo hecho de ser posible. La Ética entra en acción tan pronto como el pecado se pone realmente, y no deja de seguirle todos sus pasos. En cambio no le preocupa cómo el pecado llegó a la existencia, si no es en la medida en que también es cierto para ella que el pecado en cuanto tal ha hecho su aparición en el mundo. Sin embargo, la Ética se preocupa mucho menos todavía de la posibilidad del pecado que de sus mismos orígenes. Al llegar aquí, más de uno querría preguntar a tiro hecho en qué sentido y hasta qué punto persiguen su objeto las observaciones de la Psicología. La respuesta es bien sencilla, tanto en razón del mismo tema como atendiendo a lo que venimos diciendo. A saber, que toda observación de la realidad del pecado —en cuanto esa realidad puede ser objeto del pensamiento— cae fuera del campo propio de la observación psicológica y pertenece propiamente a la Ética. Esto no quiere decir que la realidad del pecado sea un objeto de observación para la Ética, puesto que esta ciencia no practica tal método, sino que más bien acusa, juzga y actúa. Otra consecuencia evidente de lo anteriormente dicho es que la Psicología no tiene nada que hacer con el detalle de la realidad empírica, a no ser en cuanto ésta se sitúa fuera del pecado. La Psicología en cuanto ciencia nunca se entretendrá empíricamente con el detalle que le está sometido, si bien es verdad que ese detalle podrá ser científicamente representado de una manera adecuada en la medida en que la Psicología se torne más concreta. Lo curioso es que en nuestro tiempo esta ciencia —que como ninguna otra ciencia tiene el derecho de casi llegar a emborracharse con la espumosa variedad de la vida— se ha vuelto tan sobria y ascética como un despiadado verdugo de sí mismo. La culpa, desde luego, no es de ella misma, sino de quienes la cultivan. En cambio (por contraste con la variedad de la vida), a la Psicología le está vedado todo el contenido de la realidad del pecado y sólo su posibilidad le pertenece hasta cierto punto. En la perspectiva ética nunca aparece, naturalmente, la posibilidad del pecado, y la Ética no se deja embaucar ni tampoco pierde el tiempo con semejantes consideraciones en torno a la posibilidad. Estas consideraciones son precisamente las que entusiasman a la Psicología, y así no es nada extraño que ésta se pase las horas muertas dibujando los perfiles y calculando los ángulos de la posibilidad, sin que nada ni nadie le distraiga de este menester, algo así como lo que ocurría con el absorto Arquímedes. Sin embargo, mientras se va sumergiendo de ese modo en la posibilidad del pecado, la Psicología está sin saberlo poniéndose al servicio de otra ciencia, la cual no hace más que esperar a que aquélla quede lista y así empezar por sí misma y ayudar a la Psicología en el esclarecimiento del asunto. Esta otra ciencia no es la Ética, pues ya hemos dicho que la Ética no tiene nada que hacer con la posibilidad. Esta otra ciencia es cabalmente la Dogmática, y aquí es donde vuelve a hacer acto depresencia el problema del pecado original. La Dogmática esclarece el tema del pecado original, es decir, la posibilidad ideal del pecado, al mismo tiempo que la Psicología ha ido sondeando su posibilidad real. En cambio, la segunda Ética no tiene nada que hacer con la posibilidad del pecado o con el pecado original. La primera Ética ignora el pecado y la segunda Ética incluye en sus dominios la realidad del pecado, y aquí no puede entrar la Psicología si no es mediante un abuso o falta de comprensión. Si lo expuesto hasta aquí es exacto, entonces se verá sin dificultad con cuánta razón le he dado a la presente obra el subtítulo de «análisis psicológico»; también quedará claro —en la medida en que tratamos a conciencia de su relación dentro de las ciencias— en qué sentido el tema correspondiente pertenece a la Psicología, aunque orientándose a su vez a la Dogmática. A la Psicología se la ha llamado la doctrina del espíritu subjetivo. Si se ahonda un poco más en esta misma dirección, en seguida nos salta a la vista de qué forma la Psicología, al llegar al problema del pecado, se trastrueca inevitablemente en la doctrina del espíritu absoluto[9]. Ahora bien, éste es el campo de la Dogmática. La primera Ética presupone la Metafísica, la segunda presupone la Dogmática, pero ésta también la completa de tal manera que aquí, como en todas las demás partes, aparece siempre el supuesto (del pecado original). Tal era la tarea de esta introducción. Todo lo dicho puede ser exacto, mientras la misma investigación en torno al concepto de la angustia puede que sea completamente inexacta. Silo es o no lo es, se verá muy pronto. I. La angustia como supuesto del pecado original y como medio de su esclarecimiento, precisamente retrocediendo en la dirección de su origen 1. Indicaciones históricas relativas al concepto del «pecado original» ¿Se identifica acaso este concepto con el del primer pecado, con el pecado de Adán, con la caída? Es indudable que la Teología ha dado por buena muchas veces semejante identificación y que, en consecuencia, la tarea propuesta de esclarecer el pecado original ha venido a coincidir dentro de la misma Teología con la tarea de explicar el pecado de Adán. Y como por este camino el pensamiento se tropezaba con no pocas dificultades, no se ha dudado en buscar expeditamente una salida. Al fin de cuentas se pretendía esclarecer algo en torno al asunto, y para ello se ha introducido un supuesto fantástico, declarando de seguida que la pérdida del mismo venía a constituir las consecuencias de la caída. De esta manera se logró la ventaja de que todo el mundo concediese de buen grado que el estado descrito en tal suposición no se encontraba en la tierra, pero así se pasaba por alto otra duda no menos embarazosa, a saber, la de si tal estado había existido alguna vez en el mundo, cosa bastante necesaria por cierto en el caso de afirmar su pérdida. Con todo esto la historia de la humanidad llegó a alcanzar unos comienzos fantásticos, Adán quedó situado fantásticamente aparte y el sentimiento religioso y la imaginación obtuvieron lo que deseaban, es decir, un prólogo divino…, en tanto que el pensamiento no obtuvo nada. A Adán se le mantenía fantásticamente aparte de dos maneras: o el supuesto era dialéctico-fantástico, en especial dentro del catolicismo, según el cual Adán perdía el donum divinitus datum, supranaturale et admirabile; o era histórico-fantástico, en especial dentro de la Dogmática Federal[1] la cual se perdió dramáticamente a sí misma en una imaginaria perspectiva de la conducta de Adán como mandatario de toda la humanidad. Ambas explicaciones, como es obvio, no esclarecen nada, ya que la primera no hace más que eludir con explicaciones expeditas lo que ella misma se ha inventado y la segunda solamente inventa algo que no explica nada. ¿Consistirá, pues, la diferencia entre el concepto del pecado original y el concepto del primer pecado en que el individuo sólo tiene parte en aquél por su relación con Adán y no por su relación primitiva con el pecado? En este caso se vuelve a situar a Adán, fantásticamente, fuera de la historia. Entonces el pecado de Adán es algo más que pasado, es un plus quam perfectum. El pecado original es lo presente, es la pecaminosidad, y Adán sería el único hombre en que no hubo pecaminosidad puesto que ésta fue introducida por él. En una palabra, que la Teología no ha demostrado así el menor empeño por esclarecer el pecado de Adán, sino que ha pretendido explicar el pecado original en sus consecuencias. Pero esta explicación es como si no existiera para el pensamiento. Por eso es bien comprensible que un libro simbólico afirme la imposibilidad de la explicación y que al mismo tiempo esa afirmación no esté en contradicción con la explicación dada. Los artículos de Esmalcalda enseñan expresamente: peccatum haereditarium tamprofunda et tetra est corruptio naturae, ut nullius hominis ratione intelligipossit, sed ex scripturae patefactione agnoscenda et credenda sit[2] Esta declaración se concilia a la perfección con las explicaciones dadas, pues en éstas no hemos de ver determinaciones teoréticas propiamente tales, sino más bien la expresión del sentimiento religioso —de dirección marcadamente ética— que se desahoga en su indignación a causa del pecado original, asumiendo el papel del que acusa y que en definitiva, con un apasionamiento casi femenino y con la exaltación propia de una muchacha enamorada, sólo se preocupa en hacer más y más repugnante la pecaminosidad y a sí mismo dentro de ella, de suerte que no haya palabras suficientemente duras como para designar el horror de la participación del individuo en la pecaminosidad. Un somero balance de las diversas confesiones nos pondrá de manifiesto una gradación ascendente en este sentido, verificando cómo al final se alza aquí con la victoria la profunda piedad protestante. La Iglesia griega llama al pecado original: ἁμάρτημα προτοπατορικόν[3] Esto significa que aquella Teología no cuenta en modo alguno con un concepto, ya que esas palabras no encierran más que una simple etiqueta histórica, una etiqueta que no señala lo presente como hace el concepto, sino sólo lo históricamente concluido. Tertuliano lo llama vitium originis, lo cual es sin duda un concepto, pero con la dificultad de que esa forma de expresión permite que lo histórico pueda seguir considerándose en última instancia como lo decisivo. San Agustín lo llama peccatum originale —quia originaliter traditur—, y esto supone el concepto, el cual queda todavía mucho más claramente definido mediante la distinción agustiniana del peccatum originans y el originatum. El protestantismo rechaza las definiciones escolásticas, por ejemplo, las de carentia imaginis Dei o defectus justitiae originalis; a la par que también rechaza la afirmación de que el pecado original sea una pena, según lo declara la Apología de la Conf. Augustana: concupiscentiam poenam esse non peccatum, disputant adversarii. Rechazadas ambas cosas, el protestantismo empieza a avanzar por ese clímax entusiástico que se cifra en palabras como vitíum, peccatum, reatus, culpa. Aquí lo único que importa es dejar que se desborde la elocuencia del alma destrozada, con lo que no es nada extraño que más de una vez irrumpan algunas ideas totalmente contradictorias en medio del discurso acerca del pecado original, como cuando se dice: nunc quoque afferens iram Dei iis, qui secundum exemplum Adami peccarunt[4] Otras veces, a aquella elocuencia dolorida no le interesa lo más mínimo nada que tenga relación con el pensamiento y se despacha a su gusto afirmando cosas espantosas en torno al pecado original, como es el caso de la Formula Concordiae cuando declara lo siguiente: quofit, ut omnes propter inobedientiam Adae et Hevae in odio apud Deum simus[5]. Sin embargo, dicha fórmula es lo bastante precavida como para no dejar de protestar en contra de que se piense tal cosa, pues de pensarlo así el pecado se convertiría de seguro en la sustancia misma del hombre[i]. Tan pronto como desaparece el entusiasmo dela fe y dela contrición, ya nadie echa mano de semejantes categorías, las cuales sólo sirven para que la ingeniosidad intelectual soslaye el conocimiento del pecado. Claro que el hecho de que hoy se necesiten otras categorías no es un indicio fehaciente de la perfección de nuestro tiempo, exactamente en el mismo sentido que tampoco lo es el que hoy estén de más las leyes draconianas. Todo este palmarés fantástico que acabamos de contemplar vuelve a desplegarse con cabal consecuencia en otro punto dela Dogmática, a saber, en la doctrina dela reconciliación. Esta doctrina enseña que Cristo ha dado plena satisfacción por el pecado original. Pero ¿qué pasa entonces con Adán? Él trajo, desde luego, el pecado original al mundo. ¿Acaso no fue éste un pecado actual en él? O ¿tendremos que afirmar que el pecado original significa lo mismo para Adán que para cualquier otro miembro de la raza? En este caso quedaría anulado el concepto. Y de no ser así, ¿fue acaso pecado original toda la vida de Adán? ¿No engendró en él este primer pecado otros pecados, es decir, pecados actuales? El yerro de la anterior perspectiva se pone aquí de manifiesto con una claridad meridiana, puesto que se ha situado a Adán tan fantásticamente fuera dela historia que viene a ser el único que se halla excluido dela redención. Mientras mantengamos a Adán situado aparte de un modo fantástico, siempre estaremos en una confusión total respecto de este gran problema, y esto cualquiera que sea la forma de plantearlo. Por tanto, la explicación del pecado de Adán será la misma del pecado original y no podrá valer para nada toda otra explicación que pretenda esclarecer el caso de Adán, pero no el pecado original; o, al revés, que pretenda explicar el pecado original, pero no lo que a Adán atañe. La razón de esto es muy honda y constituye nada menos que la esencia de la existencia humana. Esta razón no es otra que la de que el hombre es individuo y en cuanto tal consiste en ser a la par sí mismo y la especie entera, de tal suerte que toda la especie participa en el individuo y el individuo en toda la especie[ii]. Si no se hace hincapié en esto, entonces o caemos en la singularización numérica del pelagianismo, el socinianismo y la escuela filantrópica[6] o nos perdemos en lo fantástico. El prosaísmo de la razón consiste en hacer que la especie se disuelva numéricamente en un singular irrevocable. Por contraste, la fantasización consiste en hacer gozar a Adán el bien intencionado honor de ser más que la especie entera, o el dudoso honor de estar situado fuera de la especie. En todo momento, pues, el individuo es sí mismo y la especie. Ésta es la perfección del hombre vista como estado. Aquí tenemos además una contradicción; pero una contradicción es siempre la expresión de un problema; ahora bien, un problema es un movimiento, y un movimiento que va a parar al mismo problema de que partió es un movimiento histórico. Por lo tanto, el individuo tiene historia, y si la tiene el individuo también la tiene la especie. Todos los individuos tienen la misma perfección, y cabalmente por eso jamás podrán quedar separados los individuos unos de otros como meros números, cosa esta tan imposible como la de que el concepto de la especie se convierta en un fantasma. Todo individuo está esencialmente interesado en la historia de todos los demás individuos, sí, tan esencialmente como en la suya propia. Por eso la perfección intrínsecamente consiste en la plena participación de la totalidad. Ningún individuo puede estar de suyo indiferente a la historia de la raza humana, de la misma manera que tampoco ésta puede estarlo respecto de ningún individuo. De aquí se deduce que míentras que la historia de la raza no cesa de progresar, el individuo comienza sin cesar desde el principio, precisamente por ser sí mismo y la especie, y por ello el motor constante de la misma historia dela raza. Adán es el primer hombre, él es a la vez él mismo y la especie. Nosotros no nos vinculamos a él en virtud de la belleza estética; ni nos asociamos con él en virtud de un sentimiento valeroso que, por así decirlo, no nos permita dejarlo en la estacada como el culpable de todo; ni tampoco es la fuerza del entusiasmo de la simpatía y la persuasión de la piedad la que nos decide a participar la culpa con él, algo así como el niño que desea ser culpable juntamente con su padre; ni tampoco, finalmente, es la fuerza de una compasión obligada la que nos enseña a tolerar lo que no tenemos más remedio que tolerar. No, nada de eso, sino que es la fuerza del pensamiento la que nos impele a no separarnos de él. Por esta razón, todo intento de es clarecer el significado de Adán para toda la raza como caput generis humaní naturale, seminale, foederale —para no recordar más que algunas expresiones dogmáticas— es un intento confusivo. Adán no es esencialmente distinto de la especie, pues en este caso no existiría la especie; ni tampoco es la especie, ya que también en este caso dejaría de existir la especie: él es sí mismo y la especie. Por eso lo que explica a Adán explica a la especie, y viceversa. 2. El concepto del «primer pecado» Según los conceptos tradicionales, la diferencia entre el primer pecado de Adán y el primer pecado de cualquier otro hombre es la siguiente: que el pecado de Adán tiene como consecuencia la pecaminosidad y cualquier otro primer pecado la supone como condición. De ser esto así, Adán quedaría realmente fuera de la especie humana y ésta no comenzaría con él, sino que tendría un comienzo fuera de sí misma, lo que es contrario a todos los conceptos. No hace falta poseer ojos de lince para ver que el primer pecado es algo distinto de un pecado cualquiera, es decir, de un pecado como muchos otros; y también se ve con toda facilidad que es algo distinto de un pecado, en el sentido de relacionar un pecado con otro como el número 1 con el número 2. El primer pecado es una determinación cualitativa, el primer pecado es el pecado. Éste es el misterio de lo primero y algo que constituye un escándalo para el pensamiento abstracto, el cual opina que una vez no es ninguna vez y que muchas veces ya son algo. Claro que semejante cosa no tiene ni pies ni cabeza, puesto que en tal caso: o esas varias veces significan cada una por su parte tanto como la primera, o todas juntas significan muchísimo menos. Por este motivo nos enfrentamos con una superstición cuando en la Lógica se intenta hacernos creer que mediante un continuo determinar cuantitativo se logra hacer surgir una nueva cualidad; y, por otra parte, representa una reticencia imperdonable que, después de no ocultar ciertamente que tal cosa no sucede así en absoluto, se encubran con todo las consecuencias que de ello se siguen para toda la inmanencia lógica, ya que no por eso se lo deja de incorporar, afirmándolo, dentro del movimiento lógico. Esto último es lo que hace Hegel[iii]. Sin embargo, la nueva cualidad aparece con lo primero, con el salto y con el carácter súbito de lo enigmático. Si el primer pecado significase numéricamente un pecado, entonces no habría historia correspondiente y el pecado no tendría historia ni en el individuo ni en la especie. Porque la condición para ello siempre es la misma, aunque no por eso la historia de la especie sea en cuanto tal la del individuo, ni la del individuo la de la especie, a no ser en la medida en que la contradicción nunca deja expresar el problema. El pecado vino al mundo por el primer pecado. Esto se ha de afirmar cabalmente de la misma manera del primer pecado de cualquier hombre posterior a Adán, es decir, que por él viene el pecado al mundo. Afirmar que éste no existía antes del primer pecado de Adán equivale en relación con el pecado mismo a hacer una reflexión completamente incidental e impertinente, que no puede arrogarse en modo alguno la significación o el derecho de engrandecer el pecado de Adán o empequeñecer el primer pecado de cualquier otro hombre. Sin duda que representa una herejía lógica y ética elhecho de que se quiera como defender que la pecaminosidad en un hombre se va determinando cuantitativamente durante un cierto período, hasta que al final, en un momento dado y mediante una generación espontánea, llega a engendrar el primer pecado en un hombre. Pero esto no sucede así, de la misma manera que tampoco el estudiante Trop, que no obstante era maestro en eso delas determinaciones cuantitativas, llegó nunca por este camino a obtener la licenciatura en Derecho[7] Dejemos que los matemáticos y los astrónomos se sirvan, en cuanto ello sea posible, de magnitudes infinitamente pequeñas, pero esto no le sirve a uno en la vida para aprobar un examen y mucho menos para explicar lo que sea el espíritu. Si el primer pecado de cualquier otro hombre posterior a Adán brotase de ese modo de la pecaminosidad, entonces habría que afirmar que definirlo como el primero no pasaba de ser una definición inesencial y que, en cambio —si se puede concebir semejante cosa—, la definición esencial sería la de su número corriente en el fondo común, siempre en baja, de la especie humana. Sin embargo, esto no es así; y además, en este punto, lo de aspirar al honor de ser el primer inventor es tan mezquino, ilógico, inmoral y anticristiano como pretender, no pensando lo que se dice, eludir la propia responsabilidad con el pretexto de no haber hecho nada que no hayan hecho también los demás. La existencia de la pecaminosidad en el hombre, el poder del ejemplo, etc., etc., no son más que determinaciones cuantitativas que no explican nada[iv], a no ser que se suponga que un solo individuo es la especie entera, en vez de admitir que cada individuo es él mismo y la especie. La narración que el Génesis hace del primer pecado ha sido considerada con no poca insolencia como un mito, sobre todo en nuestros días. Para ello, naturalmente, no deja de haber sus buenas razones, puesto que en su lugar se ha puesto cabalmente un mito, por cierto un mito bien mediocre, ya que cuando la inteligencia cae en lo mítico difícilmente se puede esperar otra cosa fuera de la charlatanería. Aquella narración genesíaca es la única concepción del asunto que encierra consecuencia dialéctica. En realidad todo su contenido se concentra en esta proposición: el pecado vino al mundo por medio de un pecado. De no ser así, el pecado habría aparecido como algo fortuito, que no admitía ninguna explicación. Sin embargo, la dificultad para la inteligencia la constituye justamente el triunfo de la explicación, esa su profunda consecuencia, según la cual el pecado se presupone a sí mismo y viene al mundo de tal manera que ya está supuesto en cuanto existe. El pecado, pues, entra al mundo súbitamente, es decir, mediante un salto; ahora bien, este salto pone además la cualidad, y en el mismo momento de ser puesta la cualidad tiene lugar el salto en la cualidad, de suerte que la cualidad supone el salto y el salto supone la cualidad. Esto representa un escándalo para la inteligencia, que con la mayor rapidez se apresura a concluir que eso es un mito. En compensación, la misma inteligencia inventa un nuevo mito, negando el salto y haciendo del círculo una línea recta, y así todo marcha a las mil maravillas. Siguiendo este procedimiento, la inteligencia empieza por fantasear un poco sobre cómo sería el hombre antes de la caída, y a medida que aquélla más se desata a hablar sobre el particular sin ton ni son, insensiblemente se va convirtiendo la supuesta inocencia en pecaminosidad…, y así hela ahí en escena. La argumentación dela inteligencia en esta ocasión podría compararse muy bien con una cháchara infantil que hiciese las delicias de unos cuantos niños jugando al corro, por ejemplo: un león, dos leones, tres leones… Pantaleón…, ahí lo tenéis, no puede caber duda, porque se sigue con toda consecuencia de lo procedente. De haber algo en el mito de la inteligencia, ello sería lo siguiente: que la pecaminosidad antecede al pecado. Pero si esto es verdad, es decir, que la pecaminosidad ha aparecido en el mundo mediante una cosa distinta del pecado, entonces queda anulado ipso facto el concepto. En cambio, si ha aparecido mediante el pecado, entonces es éste el que la ha precedido. Esta contradicción es la única que revela consecuencia dialéctica y guarda las riendas tanto en lo que se refiere al salto como en lo que se refiere a la inmanencia —queremos decir: la inmanencia posterior. Por lo tanto, el pecado ha venido al mundo por medio del primer pecado de Adán. Sin embargo, esta afirmación en la forma corrientemente empleada suele implicar una reflexión por completo superficial y que sin duda ninguna ha contribuido muchísimo a aumentar el caudal de las incomprensiones en que flota todo este asunto. Es una verdad como un templo que el pecado ha entrado en la escena del mundo, pero expresado esto así es algo que no afecta a Adán. Si deseamos expresarnos con todo rigor y exactitud, deberíamos decir que por el primer pecado entró la pecaminosidad en Adán. De ningún hombre posterior se nos ocurre afirmar que por su primer pecado haya venido la pecaminosidad al mundo, si bien ésta, a pesar de todo, viene de un modo análogo por medio de este primer pecado, de un modo que no es esencialmente distinto. Por eso, lo exacto y riguroso sería afirmar que solamente hay pecaminosidad en el mundo en cuanto es introducida por el pecado. El hecho de haberse expresado de otra forma respecto de Adán no tiene otro motivo que el prurito de que aparezca bien patente en todas partes la consecuencia de la fantástica relación entre Adán y la especie. Su pecado es el pecado original. Fuera de esto no se sabe nada de él. Ahora bien, el pecado original visto en Adán es con exclusividad aquel primer pecado. ¿Será acaso Adán el único individuo que no tiene historia? Entonces la especie comenzaría con un individuo que no es un individuo, con lo cual quedaría anulado tanto el concepto de la especie como el del individuo. Pero si cualquier otro individuo de la especie puede significar con su historia algo para la historia de la raza humana, entonces también Adán puede hacerlo; claro que si Adán sólo significase algo para la historia en virtud de aquel primer pecado, entonces quedaría anulado el concepto de la historia, o, lo que es lo mismo, la historia habría pasado en el mismo momento de iniciarse[v]. Como, en definitiva, la especie no comienza de nuevo con cada individuo[vi], es claro que la pecaminosidad de la especie tiene una historia. Sin embargo, esta historia va avanzando según determinaciones cuantitativas, en tanto que el individuo participa en ella con el salto de la cualidad. Ésta es la razón de que la especie no comience de nuevo con cada individuo, pues en este caso no existiría la especie; en cambio, cada individuo comienza de nuevo con la especie. Por eso, cuando se pretende afirmar que el pecado de Adán trajo al mundo el pecado de la especie, entonces una de dos: o esta opinión se apoya en supuestos fantásticos, con lo que quedaría anulado todo concepto, o se puede afirmar con igual derecho lo mismo acerca de cualquier individuo que por medio de su primer pecado introduce la pecaminosidad. Hacer empezar la especie humana con un individuo que esté fuera de la especie es un mito de la inteligencia, un mito parecido al que hace que la pecaminosidad comience de otro modo que con el pecado. Lo único que se consigue con eso es retardar el problema, pues éste queda como es natural referido al hombre número 2 en busca de una explicación, o mejor dicho, al hombre número 1, ya que el supuesto número 1 quedó realmente convertido en cero. La relación de generación suele ser la que con más frecuencia engaña y ayuda a poner en marcha toda clase de representaciones fantasmagóricas. ¡Como si el hombre posterior fuera esencialmente distinto del primero en virtud de la descendencia! La descendencia no es más que la expresión de la continuidad dentro de la historia de la especie, la cual nunca deja de moverse según determinaciones cuantitativas, y por lo mismo de ningún modo es capaz de producir un individuo. Una especie animal jamás producirá un individuo, por más que aquélla se conserve durante miles y miles de generaciones. Si el segundo hombre no descendiese de Adán, no sería el segundo hombre, sino una repetición vacía y, en consecuencia, tampoco de ahí habría surgido la especie ni el individuo. De este modo, cada Adán particular no hubiera pasado de ser una estatua aislada, sin más definición que la de la indiferente categoría del número, y esto en un sentido todavía menos profundo que el que significa la habitual designación por números de los niños de un hospicio, todos ellos vestidos con blusitas azules. En este caso, cada individuo habría sido a lo sumo sí mismo, no sí mismo y la especie; ni tampoco habría llegado a tener historia, como no la tiene un ángel, pues el ángel solamente es sí mismo y no participa en ninguna historia. Apenas necesito insinuar que en esta interpretación no me hago reo de ningún pelagianismo, ya que éste deja que cada individuo, sin preocuparse para nada de la especie, juegue su pequeña historia dentro de su propio teatro privado. En cambio, según nuestra concepción, la historia de la especie va siguiendo tranquilamente su camino y dentro de ella ningún individuo viene a comenzar en el mismo sitio de otro, sino que cada individuo comienza de nuevo y, no obstante, en el mismo momento se encuentra precisamente allí donde debía empezar dentro de la historia. 3. El concepto de «la inocencia» En este punto —como en general en todos, caso de que en nuestros días se quiera trabajar por alcanzar algunas categorías dogmáticas— hemos de empezar olvidando lo que Hegel nos ha descubierto con el afán de ayudar a la Dogmática. En este sentido, uno se siente extrañamente contrariado al ver cómo algunos teólogos dogmáticos que de ordinario dan pruebas de que su deseo es no salirse de la ortodoxia han hecho suya a este propósito la advertencia favorita de Hegel, según la cual el destino de lo inmediato consiste en que sea abolido. ¡Como si la inmediatez y la inocencia fueran completamente idénticas! Hegel, consecuente hasta más no poder, ha volatilizado tantísimo todos los conceptos dogmáticos, que al final éstos sólo cuentan con la existencia reducida de meras expresiones lógicamente ingeniosas. No se necesitaba que Hegel hubiese venido para decirnos que lo inmediato ha de ser abolido, ni tampoco representa un mérito inmortal para aquél el haberlo dicho, ya que ni siquiera en el sentido del pensamiento lógico es ello exacto, puesto que lo inmediato, una vez que nunca ha existido, no tiene por qué ser abolido. El concepto de la inmediatez pertenece propiamente a la Lógica; por el contrario, el concepto de la inocencia pertenece a la Ética. Y, claro está, todo concepto ha de ser tratado en conexión con la ciencia a la que pertenece, ya sea que pertenezca a ella de tal manera que allí se lo desarrolle del todo, ya sea que se haga esto presuponiéndolo. En una palabra, que es inmoral afirmar que la inocencia tiene que ser abolida. Aunque fuera cierto que también ella quedaba anulada en el mismo momento de nombrarla, sin embargo, la Ética siempre nos prohibiría el que olvidásemos que la inocencia no puede ser anulada más que por una culpa. Por eso mismo da muestras de demasiada ingeniosidad, al mismo tiempo que coge el rábano por las hojas, el que habla de la inocencia como si se tratara de la inmediatez. Esto suele hacerse de dos maneras: o bien, haciendo desaparecer con lógica resolución impertinente lo que de suyo es lo más fugaz de todo; o bien, lamentándose con una profunda emoción estética de aquella inocencia que ya no se tiene. Todo hombre, en realidad, pierde la inocencia del mismo modo que la perdió Adán, es decir, mediante una culpa. Porque si no la perdiera por medio de una culpa tampoco sería la inocencia lo que se había perdido; y, por otra parte, el hombre jamás habría llegado a ser culpable si no hubiera sido inocente antes que culpable. En lo que se refiere a la inocencia de Adán, no han solido faltar las más varias representaciones fantasmagóricas. En algún tiempo, estas representaciones alcanzaron una enorme dignidad simbólica, por ejemplo, en aquella época en que no estaba tan gastado como ahora el terciopelo que cubre los púlpitos de las iglesias, ni tampoco el que servía de alfombra para que la humanidad diera los primeros pasos. Otras veces, tales representaciones han llegado a tener una existencia más nómada y aventurera, sólo como invenciones sospechosas de la poesía. Así, a medida que se le iba adornando a Adán con mayor fantasmagoría, tanto más inexplicable se hacía el que pudiera pecar y tanto más horrendo resultaba su pecado. Lo cierto es que Adán había desbaratado para siempre toda aquella gloria y con ello se convirtió a los ojos delos hombres y por turnos en una figura sentimental o chistosa, melancólica o frívola, históricamente destrozada o fantásticamente jovial…, todo, menos una consideración ética que comprendiese lo esencial de la trama. En cambio, por lo que toca a la inocencia de los hombres posteriores —es decir, de todos a excepción de Adán y Eva—, las representaciones correspondientes no fueron de tanto vuelo. El rigorismo moral no tuvo ojos para ver los límites que imponía la Ética, pero con todo fue lo bastante noble como para creer que los hombres no aprovecharían la ocasión de una desbandada total, sobre todo siendo tan fácil escabullirse; por su parte, la frivolidad no tuvo ojos absolutamente para nada. Contra ambos, digamos que la inocencia sólo se pierde por medio de la culpa y que todos los hombres la pierden de un modo esencialmente idéntico a como la perdió Adán. Para la Ética no tiene ningún interés el hacer que todos los hombres fuera de Adán sean espectadores conmovidos e interesados por la culpabilidad pero no culpables; ni tampoco para la Dogmática tiene ningún interés el hacer que todos sean espectadores interesados y simpatizantes de la reconciliación, pero no reconciliados. El que con tanta frecuencia se haya perdido el tiempo —tanto el de uno mismo como el destinado a los estudios de la Dogmática y de la Ética— en considerar qué hubiese sido de no haber pecado Adán es sin duda un hecho que evidencia que no se ha entrado en el asunto con el debido ánimo, ni tampoco, consiguientemente, con un concepto adecuado. Al inocente jamás se le hubiese ocurrido preguntar de esa manera, pero el culpable peca cuando pregunta de ese modo. Porque este último, en su curiosidad meramente estética, pretende ignorar que él mismo ha traído la pecaminosidad al mundo y ha perdido la inocencia mediante una culpa. De ahí que la inocencia no sea, como sucede con lo inmediato, algo que ha de ser abolido y cuya definición es serlo; no, la inocencia no es algo que en realidad no existe, algo que incluso al ser abolido, cabalmente al serlo y por ello mismo, aparece existiendo como lo que era antes del hecho de su abolición, si bien ahora ya está suprimido. La inmediatez no queda suprimida por la mediación con cierta posteridad, sino que la segunda ya en el mismo momento de su propia aparición empieza por suprimir a la primera. Por eso la supresión de la inmediatez es un movimiento inmanente dentro de la misma inmediatez; o, si se quiere, un movimiento inmanente dentro de la mediación, pero con sentido contrario y mediante el cual la segunda presupone a la primera. En cambio, la inocencia es algo que queda suprimido por una trascendencia, precisamente porque la inocencia es algo…, mientras que la expresión más apropiada para designar la inmediatez es la que Hegel emplea acerca del ser puro, es decir, nada. A esto se debe también el que cuando la inocencia queda anulada por una trascendencia nos encontremos con otra cosa completamente distinta de la primera, en tanto que la mediación es precisamente la inmediatez. La inocencia es una cualidad, es un estado que de suyo muy bien puede existir. Por eso no tiene ningún sentido la prisa lógica por abolirlo. Lo que debiera hacer la Lógica era guardarse la prisa para sí misma e incluso procurar aumentarla, ya que por mucho que corra en su propio terreno siempre llegará demasiado tarde. La inocencia no es una perfección que haya que echar de menos, pues el que tiene deseos de inocencia demuestra bien a las claras que la ha perdido y con ello comete un nuevo pecado, a saber, el pecado de perder el tiempo en vanos anhelos. La inocencia tampoco es una imperfección de la que deba uno apartarse más tarde o más temprano, puesto que la inocencia se basta siempre a sí misma y el que la pierde —de la única manera que se puede perder, es decir, mediante una culpa, no como él quisiera acaso haberla perdido— no ha de ser tan insensato que se le ocurra hacer elogios de su perfección a costa de la inocencia. También en este caso la narración del Génesis viene a darnos la explicación adecuada de la inocencia. La inocencia es ignorancia. La inocencia no es en modo alguno el puro ser de lo inmediato, sino que es ignorancia. Desde una perspectiva foránea se suele considerar la ignorancia como destinada al saber, pero éste es un asunto que en nada afecta a la ignorancia. Es evidente que con esta interpretación no me hago reo de ningún pelagianismo. La especie tiene su historia y en ella la pecaminosidad continuamente progresa según sus propias determinaciones cuantitativas, pero la inocencia siempre y solamente se pierde por medio del salto cualitativo del individuo. Es indudable que esta pecaminosidad que representa el progreso de la especie puede manifestarse más o menos influyente en el individuo que la asume dentro de sus actos, pero esto siempre será un más o menos, una determinación cuantitativa que no constituye nunca el concepto de la culpa. 4. El concepto de «la caída» Aquí nos tropezamos de entrada con un gran problema. Si la inocencia —como se acaba de afirmar— es la ignorancia y, por otra parte, la pecaminosidad de la especie no deja de estar presente con sus determinaciones cuantitativas en la ignorancia del individuo y mediante el acto de éste viene a manifestarse aquélla como culpabilidad personal del individuo, ¿no tendremos entonces una diferencia entre la inocencia de Adán y la de cualquier otro hombre posterior? Ya hemos dado la respuesta a este problema, pues dijimos que un simple «plus» no constituye una cualidad. También podría parecer que era mucho más fácil explicar cómo pierden la inocencia los hombres que siguen a Adán. Sin embargo, esto sólo es una apariencia. Las meras determinaciones cuánticas, tanto las más elevadas como las inferiores, no sirven de nada en la explicación propia del salto cualitativo; por esta razón, si yo puedo explicar la culpa en un hombre posterior, puedo explicarla igualmente bien en Adán. Solamente la costumbre y, sobre todo, la irreflexión y la estupidez ética han podido dárselas de que era más fácil explicar lo primero que lo segundo. De esta manera se quiere escapar a la meridiana luz solar de la consecuencia, que le cae a uno a plomo sobre la cabeza. Y lo que se pretende en definitiva es encontrar halladera la pecaminosidad, formar parte de ella como un pelotón, etc., etc. Pero todo esto es una molestia inútil, porque la pecaminosidad no es una epidemia que se propague como la viruela, «y toda boca ha de ser tapada»[8]. Es verdad que un hombre puede afirmar con la mayor seriedad del mundo que ha nacido en la miseria y que su madre lo engendró en pecado, pero no es esto lo que en realidad debe preocuparle en primer término. Lo terrible para un hombre empieza en el momento en que él mismo introduce el pecado en el mundo y se echa toda esa carga sobre sus espaldas. En cambio, es un contrasentido el pretender afligirse estéticamente por la pecaminosidad. El único que inocentemente se afligía por la pecaminosidad fue Cristo, mas esta su aflicción no era por la pecaminosidad como un destino al que no tuviera más remedio que acomodarse, sino que se afligía por ella habiendo elegido libremente el portar sobre sus hombros todos los pecados del mundo y sufrir su castigo. Todo esto cae fuera de las definiciones estéticas, porque Cristo era más que un individuo. Por lo tanto, la inocencia es la ignorancia. Pero ¿cómo se pierde? No es mi propósito hacer recuento aquí de todas las hipótesis ingeniosas y absurdas con que los pensadores y los proyectistas, que sólo por curiosidad estaban interesados en este gran asunto humano que se llama pecado, han sobrecargado los comienzos de la historia. Por una parte, no deseo que los demás pierdan su tiempo escuchando la narración del tiempo que yo he perdido adentrándome en el montón de esas doctrinas; y, por otra, quiero que sepan que todas esas doctrinas vagan fuera de la historia, por unas regiones nebulosas en que las brujas y los proyectistas luchan a porfía por ver quién cabalga mejor en los palos de escoba o en los mangos de las sartenes. La ciencia que tiene algo que ver con la explicación es la Psicología, que ha de tener muy buen cuidado de no traspasar con sus análisis los umbrales de la misma explicación y, sobre todo, de no querer aparentar que ha llegado a explicar lo que ninguna ciencia explica, si no es la Ética, que alcanza en este asunto los límites más avanzados, gracias a los supuestos que se le ofrecen a través de la Dogmática. Sin embargo, no hay que hacerse demasiadas ilusiones con la explicación psicológica, de suerte que de tanto hacer hincapié en ella lleguemos a opinar que no es inverosímil que el pecado viniese de esa manera al mundo. Con esto la confusión sería total. La Psicología tiene que mantenerse dentro de sus límites, entonces su explicación no carecerá nunca de una peculiar importancia. En la exposición de la doctrina paulina hecha por Usteri[9] podemos encontrar una explicación psicológica de la caída desarrollada con toda corrección y claridad. Pero al presente la Teología se ha tornado tan especulativa que desprecia semejantes cosas. Es mucho más cómodo, naturalmente, el esclarecer el asunto diciendo que lo inmediato tiene que ser abolido; y todavía es más cómodo lo que a veces hace la Teología, a saber, eclipsarse a los ojos de los adoradores especulativos en el momento decisivo de la explicación. La exposición de Usteri tiende a demostrar que fue cabalmente la prohibición de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal la que motivó el pecado de Adán. En esta exposición no se pasa por alto lo ético, al revés, se concede que su propio cometido se circunscribe a tratar de los dispositivos previos a aquello que brota con el salto cualitativo de Adán. Por lo demás, mi intención no es la de seguir desarrollando aquí todo el contenido de dicha exposición tal como se nos ha dado. Todo el mundo lo conoce o, al menos, puede conocerlo muy bien recurriendo al mismo autor[vii]. Lo que le falta a la explicación aludida es que no quiere pasar por ser justamente una explicación psicológica. Esto no es en realidad ningún reproche; ya que, intencionadamente, no ha sido ésa la tarea que el autor se ha propuesto, sino la de exponer la doctrina de san Pablo y ajustarse a lo bíblico. Sin embargo, hemos de advertir a este propósito que la influencia de la Biblia ha resultado perjudicial con no poca frecuencia. Porque cuando se emprende una investigación determinada se suelen llevar muy metidos en la cabeza ciertos pasajes clásicos y de esa manera la propia explicación y saber determinan muchas veces no siendo más que un arreglo fácil de esos pasajes, como si el verdadero conjunto le fuese a uno totalmente extraño. Lo mejor será seguir en todo un rumbo más natural, todo lo que se pueda; eso sí, estando siempre muy dispuestos y con el mayor respeto a referir la propia explicación a los criterios de la Biblia, de suerte que si no confronta con ellos se procure encontrar una nueva explicación que sea satisfactoria en este sentido. De esta manera nunca se llegará a la absurda posición de tener que entender una explicación antes de entender lo que se trata de explicar; ni tampoco se llegará a ocupar una posición tan astuta que se aprovechen los lugares escriturísticos de un modo similar al de aquel monarca persa que empleaba el toro sagrado para protegerse en su lucha contra los egipcios. Si se hace que la prohibición motive la caída, entonces es aquélla la que despierta la concupiscencia. Aquí la Psicología ya se ha salido de su propio terreno. La concupiscencia es una determinación del pecado y de la culpa, antes del pecado y de la culpa, no siendo, sin embargo, ni culpa ni pecado, es decir, puesta por ellos. Con esto se enerva el salto cualitativo y se hace de la caída algo sucesivo. En este caso, tampoco se entiende cómo la prohibición despierta la concupiscencia, y esto por más que tanto la experiencia pagana como la cristiana nos constaten que el hombre siente atracción por lo prohibido. Porque la experiencia no es algo de lo que nos podamos aconsejar sin más, pues está todavía por resolver en qué período de la vida humana se experimenta tal cosa. Por otra parte, esta categoría intermedia de la concupiscencia no es ambigua, con lo que en seguida se echa de ver que no puede ser la base de una explicación psicológica. La expresión más enérgica —y realmente la más positiva— acerca de la presencia del pecado original en el hombre es la que emplea la Iglesia protestante precisamente al afirmar que los hombres nacen con la concupiscencia —«omnes homines secundum naturam propagati nascuntur cum peccato, h. e., sine metu Dei, sine fiducia erga Deum et cum concupiscentia»[10]—. Y, sin embargo, la doctrina protestante establece una diferencia esencial entre la inocencia de Adán y la del hombre posterior…, si es que se puede hablar de inocencia en este último caso. La explicación psicológica no debe escamotear con palabras el aspecto principal del asunto de que se trata. Lo que tiene que hacer es mantenerse en su elástica ambigüedad, que es como la plataforma en que aparece la culpa a través del salto cualitativo. 5. El concepto de «la angustia» La inocencia es ignorancia. En la inocencia no está el hombre determinado como espíritu, sino sólo anímicamente determinado en unidad inmediata con su naturalidad. El espíritu está entonces en el hombre como soñando. Esta concepción concuerda perfectamente con la de la Biblia, la cual, al negarle al hombre en el estado de inocencia el conocimiento de la diferencia entre el bien y el mal, condena todas las meritorias fantasías católicas. En este estado hay paz y reposo; pero también hay otra cosa, por más que ésta no sea guerra ni combate, pues sin duda que no hay nada contra lo que luchar. ¿Qué es entonces lo que hay? Precisamente eso: ¡nada! Y ¿qué efectos tiene la nada? La nada engendra la angustia. Éste es el profundo misterio de la inocencia, que ella sea al mismo tiempo la angustia. El espíritu, soñando, proyecta su propia realidad, pero esta realidad es nada, y esta nada está viendo constantemente en torno a sí a la inocencia. La angustia es una categoría del espíritu que sueña, y en cuanto tal pertenece, en propiedad temática, a la Psicología. En el estado de vigilia aparece la diferencia entre yo mismo y todo lo demás mío; al dormirse, esa diferencia queda suspendida; y, soñando, se convierte en una sugerencia de la nada. Así, la realidad del espíritu se presenta siempre como una figura que incita su propia posibilidad, pero que desaparece tan pronto como le vas a echar la mano encima, quedando sólo una nada que no puede más que angustiar. Éste es su límite, mientras no haga más que mostrarse. Casi nunca se ve tratado el concepto de la angustia dentro de la Psicología; por eso mismo debo llamar la atención sobre la total diferencia que intercede entre este concepto y el del miedo, u otros similares. Todos estos conceptos se refieren a algo concreto, en tanto que la angustia es la realidad de la libertad en cuanto posibilidad frente a la posibilidad. Ésta es la razón de que no se encuentre ninguna angustia en el bruto, precisamente porque éste, en su naturalidad, no está determinado como espíritu. Cuando consideramos los caracteres dialécticos de la angustia, no podemos por menos de verificar que están cabalmente dotados de la ambigüedad psicológica. La angustia es una antipatía simpática y una simpatía antipática. Pienso que no hay que tener ojos de lince para ver que ésta es una definición psicológica en un sentido completamente distinto que el que entrañaba la definición de la concupiscencia. Por cierto que el lenguaje corriente nos viene a confirmar lo mismo de un modo perfecto, ya que suele decirse: una angustia suave, una dulce ansiedad…, y también se dice: una angustia extraña, una angustia tímida, etc. La angustia que hay en la inocencia no es, por lo pronto, ninguna culpa; y, además, no es ninguna carga pesada, ni ningún sufrimiento que no pueda conciliarse con la felicidad propia de la inocencia. Por ejemplo, observando a los niños atentamente, nos encontraremos esta angustia señalada de la forma más precisa como una búsqueda de aventuras o de cosas monstruosas y enigmáticas. El hecho de que se den niños en los que no se encuentra esta angustia no prueba nada; tampoco se da en los animales, y cuanto menos espíritu, menos angustia. Esta angustia pertenece tan esencialmente al niño, que éste no quiere verse privado de ella; aunque le angustie, la verdad es que también le encadena con su dulce ansiedad. Esta angustia existe en todas aquellas naciones que han conservado los rasgos de la infancia como típicos de la ensoñación del espíritu; y las naciones serán tanto más profundas cuanto con mayor ahínco conserven ese tesoro. El creer que esto es una desorganización no pasa de ser una burda tontería. La angustia tiene aquí el mismo significado que el que encierra la melancolía en un momento muy posterior, a saber, cuando la libertad, una vez que ha recorrido las formas imperfectas de su historia, está a punto de alcanzarse a sí misma en el sentido más profundo[viii]. Del mismo modo que es totalmente ambigua la relación de la angustia con su objeto, es decir, con algo que no es nada —cosa que el propio lenguaje corriente tampoco deja de destacar con mucha exactitud: angustiarse por nada—, así también el tránsito que aquí pueda tener lugar entre la inocencia y la culpa ha de ser dialéctico, tan dialéctico que ponga de manifiesto que la explicación es, ineludiblemente, psicológica. El salto cualitativo está fuera de toda ambigüedad, pero el que se hace culpable a través de la angustia es sin duda inocente. Porque no fue él mismo, sino que fue la angustia, es decir, un poder extraño el que hizo presa en él; no fue él mismo, fue un poder que él no amaba, un poder que le llenaba de angustia… y, no obstante, él es indudablemente culpable, pues sucumbió a la angustia, amándola al mismo tiempo que la temía. En el mundo no hay nada más ambiguo que esto. Por eso mismo es ésta la única explicación psicológica, que por cierto —para repetirlo una vez más— no trata de explicar el salto cualitativo. Cualquier representación del asunto sobre la base de que la prohibición incitó al hombre a pecar o que eltentador le engañó no encerrará la suficiente ambigüedad sino para aquellos que lo estudien con una aplicación superficial. En realidad, semejantes representaciones tergiversan la Ética, introducen una mera determinación cuantitativa como factor decisivo y pretenden halagar a los hombres con ayuda de la Psicología y a costa de la Ética; sin embargo, todos los que lleven una vida seriamente moral han de rechazar tales halagos, convencidos de que representan una nueva y más profunda tentación. El hecho de la aparición de la angustia es la clave de todo este problema. El hombre es una síntesis de alma y cuerpo. Ahora bien, una síntesis es inconcebible silos dos extremos no se unen mutuamente en un tercero. Este tercero es el espíritu. En el estado de inocencia no es el hombre meramente un animal; porque si el hombre fuera meramente un animal en algún momento de su vida, no importa cuándo, entonces jamás llegaría a ser hombre. Por lo tanto, el espíritu está presente en la síntesis, pero como algo inmediato, como algo que está soñando. En la medida de su presencia indudable, el espíritu es en cierto modo un poder hostil, puesto que continuamente perturba la relación entre el alma y el cuerpo. Esta relación, desde luego, es subsistente, pero en realidad no alcanza la subsistencia sino en cuanto el espíritu se la confiere. Por otra parte, el espíritu es un poder amigo, ya que cabalmente quiere constituir la relación. Ahora salta la pregunta: ¿Cuál es la relación del hombre con este poder ambiguo? ¿Cómo se relaciona el espíritu consigo mismo y con su condición? Respuesta: esta relación es la dela angustia. El espíritu no puede librarse de sí mismo; tampoco puede aferrarse a sí mismo mientras se tenga a sí mismo fuera de sí mismo; el hombre tampoco puede hundirse en lo vegetativo, ya que está determinado como espíritu; tampoco puede ahuyentar la angustia, porque la ama; y propiamente no la puede amar, porque la huye. Aquí nos encontramos con la inocencia en su misma cúspide. Es ignorancia, pero no una brutalidad animalesca, sino una ignorancia que viene determinada por el espíritu, aunque en realidad es angustia, pues su ignorancia gira en torno a la nada. Aquí no hay ningún saber acerca del bien o del mal y todas las demás secuelas; aquí, por el contrario, toda la realidad del saber se proyecta en la angustia como fondo inmenso de la nada correspondiente a la ignorancia. Todavía reina la inocencia en este momento, pero basta el sonido de una sola palabra para que se concentre inmediatamente la ignorancia. La inocencia, como es obvio, no puede entender esa palabra, mas la angustia ha hecho con ello, por así decirlo, su primera presa y ya posee en lugar de la nada una palabra enigmática. En este sentido, cuando en el Génesis se afirma que Dios dijo a Adán: «pero no comas del árbol de la ciencia del bien y del mal», es claro de todo punto que Adán no comprendió lo que significaban esas palabras. Pues, ¿cómo podía entender la distinción del bien y del mal, si tal distinción no existía para él antes de haber gustado el fruto del árbol prohibido? Si se supone, pues, que la prohibición es la que despierta el deseo, entonces tenemos ahí un saber en vez de la ignorancia, ya que Adán, necesariamente, tuvo que poseer un saber acerca de la libertad desde el momento en que había experimentado el deseo de usarla. Por consiguiente, ésta es una explicación a destiempo. No, la prohibición le angustia en cuanto despierta en él la posibilidad de la libertad. Lo que antes pasaba por delante de la inocencia como nada de la angustia se le ha metido ahora dentro de él mismo y ahí, en su interior, vuelve a ser una nada, esto es, la angustiosa posibilidad de poder. Por lo pronto, Adán no tiene ni idea de qué es lo que puede; en otro caso se supondría ciertamente —cosa que sucede con harta frecuencia— lo que viene después, a saber, la distinción entre el bien y el mal. Sin embargo, en tal estado primitivo sólo existe la posibilidad de poder como una forma superior de ignorancia y como una forma superior de angustia, ya que en cierto sentido más eminente cabe afirmar que en Adán hay y no hay esa posibilidad y que, en el mismo sentido, él la ama y la huye. Después de las palabras de la prohibición siguen las palabras de la sanción: «ciertamente morirás». Adán, naturalmente, no comprende en absoluto lo que significa eso de tener que morir; sin embargo, dando por supuesto que esas palabras le fueron dirigidas a él, nada impide que desde el primer momento se hiciese una idea del espanto que encerraban. A este respecto digamos que incluso el animal puede entender muy bien la expresión mímica y el movimiento en la voz del que habla, sin que por ello haya entendido las palabras. Si se admite que la prohibición es la que llegó a despertar el deseo, entonces también tenemos que admitir que las palabras del castigo dieron lugar a una representación terrorífica. He aquí otro motivo de embrollo. Pero no, este espanto no es más que angustia, porque Adán no ha entendido lo que se le ha dicho y, por ende, es otra vez la ambigüedad de la angustia la única que domina la situación. Ahora se acerca todavía más aquella posibilidad de poder que la prohibición puso en vela, pues tal posibilidad pone de manifiesto una nueva posibilidad como consecuencia suya. De esta manera la inocencia ha sido conducida hasta sus linderos extremos. La inocencia dentro dela angustia está en relación con lo prohibido y con el castigo. No es culpable, y, sin embargo, hay ahí una angustia, algo así como si la inocencia estuviera perdida. La Psicología ya no puede avanzar más, pero hasta aquí sí que puede llegar; y, sobre todo, ella siempre tiene en su mano, observando la vida humana, la posibilidad de mostrar eso mismo una y mil veces. En los últimos párrafos anteriores me he ajustado a la narración bíblica. He dejado que la prohibición y la amenaza del castigo viniesen de fuera. Con esto, naturalmente, se habrán mosqueado no pocos pensadores. Pero no importa, ello sólo representa una dificultad que provoca la risa. La inocencia es la que puede hablar muy bien aquí. ¿Acaso no está lleno el idioma de expresiones para todo lo espiritual, expresiones que son propiedad de la inocencia? En este punto lo único que se necesita es suponer que Adán habló consigo mismo. Con esto desaparecerá la imperfección que hay en la narración, a saber, que otro hable a Adán de lo que éste no entiende. Porque del hecho de que Adán pudiese hablar no se sigue estrictamente el que también pudiera comprender lo dicho. Esto hay que tenerlo muy en cuenta a propósito de la distinción entre el bien y el mal: sin duda que esta distinción se asienta en el mismo lenguaje, pero sólo existe para la libertad. La inocencia puede muy bien tener en sus labios tal distinción, mas en realidad ésta no existe para ella, o no encierra otro significado que el que acabamos de señalar en lo que precede. 6. La angustia como supuesto del pecado original y como medio de su esclarecimiento, precisamente retrocediendo en la dirección de su origen Permítasenos ahora repasar con todo detalle y exactitud la narración del Génesis. Además, al hacer este ensayo, procuremos desechar la idea fija de que esa narración es un mito, recordando al mismo tiempo que ninguna época ha sido tan diligente como la nuestra en eso de fabricar mitos de la inteligencia, hasta tal punto que incluso produce mitos en el momento mismo en que intenta exterminarlos todos. Adán, según la narración genesíaca, fue creado por Dios, dio nombres a los animales —ya tenemos aquí el lenguaje, aunque de un modo todavía tan imperfecto como el de los niños, que lo aprenden conociendo los diversos animales en su abecedario ilustrado—, pero no contaba con una compañía adecuada. Entonces fue creada Eva, siendo formada de una de sus costillas. Eva entabló con él una relación todo lo íntima que pudo, pero, a pesar de ello, se trataba todavía de una relación externa. Adán y Eva constituyen solamente una repetición numérica. En este sentido, lo mismo daba que hubiese un solo Adán o mil Adanes. Esto por lo que respecta a la descendencia de la especie humana de una sola pareja. A la naturaleza no le gusta la superfluidad sin sentido. Por eso, si se admite que la humanidad desciende de muchas parejas, entonces ha habido un determinado momento en que la naturaleza estuvo en condiciones de absoluta superfluidad. Pero tan pronto como es puesta la relación de la generación, ya no hay ni siquiera un solo hombre que esté de sobra, pues cada individuo es sí mismo y la especie. Siguen luego la prohibición y la sanción. La serpiente, sin embargo, era más astuta que todos los animales de la tierra y sedujo a la mujer. No pocos sentirán aquí el afán de llamar a esto un mito. ¡Sea!, pero sin olvidar en todo caso que éste es un mito que no perturba para nada el pensamientos ni tampoco embrolla el concepto como lo hacen los mitos de la inteligencia. El mito exterioriza siempre lo que es interior. Aquí hay que empezar por prestar atención al hecho de que la mujer es tentada primero, y que luego ella tienta al varón. Más adelante, en otro capítulo, intentaré desarrollar en qué sentido es la mujer el sexo débil, según se dice; y además, trataré de cómo la angustia es más propia de la mujer que del varón[ix]. En las páginas anteriores hemos recordado con insistencia que la interpretación expuesta en esta obra no viene a negar la propagación de la pecaminosidad a través de la generación; o, dicho con otras palabras, que la pecaminosidad en la generación tiene su historia. Lo único que no deja nunca de afirmarse es que aquélla progresa continuamente según determinaciones cuantitativas, en tanto que el pecado siempre seintroduce mediante el salto cualitativo del individuo. En este mismo punto en que estamos, podemos descubrir muy bien ese progreso cuantitativo de la generación. Eva es lo derivado. Sin duda que ha sido creada de la misma manera que Adán, pero partiendo de una creatura anterior. Sin duda que es inocente del mismo modo que Adán, mas hay en ella como la sombra de una disposición. Esta disposición, desde luego, no existe todavía, pero con todo puede interpretarse como un guiño de la pecaminosidad puesta por la procreación. Y esta pecaminosidad, a su vez, es lo derivado que predispone al individuo, por más que no le haga culpable. Recuérdese aquí lo dicho en el apartado 5 acerca de las palabras de la prohibición y de la sanción. La imperfección que hay en la narración —a saber, de qué modo se le ha podido ocurrir a nadie el decirle a Adán lo que éste era absolutamente incapaz de comprender— cae por tierra con sólo pensar que el que habla es el lenguaje y, en consecuencia, es Adán mismo el que está hablando[x]. Ahora hay que retroceder un poco, pues nos hemos olvidado de la serpiente apenas mencionarla. Que conste que no soy amigo de ingeniosidades. En este sentido, Deo volente, no me cansaré nunca de hacer frente a las tentaciones de la serpiente infernal, que así como al principio se dedicó a echar lazos a Adán y Eva, con el de curso de los tiempos se ha puesto a tentar a los escritores para que sean ingeniosos. Y dicho esto, tampoco dejaré de confesar lisa y llanamente que no me es posible enlazar ninguna de mis ideas concretas con la serpiente del relato bíblico. Por otra parte, con lo de la serpiente está ligada una dificultad completamente distinta, a saber, que de ese modo se hace que la tentación venga de fuera. Esto está en total contradicción con la misma enseñanza de la Biblia, en concreto contra el conocido texto clásico de Santiago, según el cual«Dios no tienta a nadie ni puede ser tentado por nadie», sino que «cada uno es tentado por sí mismo»[11] Por lo tanto, quien haciendo que el hombre sea tentado por la serpiente crea haber prestado un servicio a Dios y con ello estime estar de acuerdo con la afirmación de Santiago: «que Dios no tienta a nadie»…, ese tal choca inmediatamente con la afirmación adjunta: «que Dios no es tentado por nadie». Es una cosa evidente, puesto que al inmiscuirse la serpiente en la relación entre Dios y el hombre, el atentado de aquélla contra el hombre se convertirá también en una tentación indirecta contra Dios. Y, como si esto fuera poco, se choca además contra lo tercero, «que cada uno es tentado por sí mismo». En este momento sobreviene la caída. La Psicología no puede explicar la caída, ya que es el salto cualitativo. Sin embargo, vamos a considerar por unos instantes las consecuencias, tal como se nos exponen en ese relato. De este modo fijamos los ojos una vez más en la angustia como supuesto del pecado original. Las consecuencias fueron dos: que el pecado vino al mundo y que quedó establecida la sexualidad, sin que lo uno pueda separarse de lo otro. Esta dualidad es de la mayor importancia para esclarecer el estado primitivo del hombre. Porque si el hombre no fuese una síntesis que descansaba en un tercero, ¿cómo una sola cosa habría tenido dos consecuencias? Y, además, si no fuera una síntesis de alma y cuerpo sustentada por el espíritu, tampoco habría sido posible que la sexualidad quedase introducida juntamente con la pecaminosidad. Dejemos a un lado las fantasmagorías de los proyectistas y admitamos simplemente la existencia de la diferencia sexual con anterioridad a la caída, haciendo con todo la salvedad de que en realidad no existía, ya que no se da en la inocencia. En este respecto la misma Escritura está de nuestra parte. En la inocencia era Adán en cuanto espíritu un espíritu que estaba soñando. Por consiguiente, la síntesis no es real, pues lo que une es cabalmente el espíritu, y éste todavía no está puesto en cuanto tal. En los brutos puede desarrollarse la diferencia sexual de una manera instintiva, pero el hombre, precisamente por ser una síntesis, no puede tenerla así. Cuando el espíritu se pone a sí mismo, pone también la síntesis, pero no sin antes haberla traspasado por separado. Ahora bien, el ápice de lo sensible es exactamente lo sexual. El hombre sólo puede alcanzar este ápice en el momento en que el espíritu se hace real. Antes de este momento el hombre no es animal, pero tampoco es propiamente hombre, y al hacerse hombre no resulta tal sino en la medida en que también es animal. Por lo tanto, la pecaminosidad no es la sensibilidad[12] De ninguna manera; pero sin el pecado ninguna sexualidad, y sin la sexualidad ninguna historia. Un espíritu perfecto no tiene ni la una ni la otra. Ésta es la razón de que la diferencia sexual quede abolida con la resurrección de la carne; y por esa misma razón no tienen historia los ángeles. Aunque el arcángel San Miguel hubiese consignado todas las hazañas en las que estuvo presente como mensajero de Dios, incluso llevándolas a cabo…, sin embargo, hemos de afirmar que todo eso no sería su historia. Sólo con la sexualidad está puesta la síntesis en cuanto contradicción, pero también —cosa que acontece con todas las contradicciones— como tarea cuya historia comienza en el mismo momento. Ésta es la realidad, que viene precedida por la posibilidad de la libertad. Por cierto que esta posibilidad no consiste en poder elegir lo bueno o lo malo. Semejante desatino no tiene nada que ver ni con la Sagrada Escritura ni con la verdadera filosofía. La posibilidad de la libertad consiste en que se puede. En un sistema lógico es demasiado fácil decir que la posibilidad pasa a ser la realidad. En cambio, en la misma realidad ya no es tan fácil y necesitamos echar mano de una categoría intermedia. Esta categoría es la angustia, la cual está tan lejos de explicar el salto cualitativo como de justificarlo éticamente. La angustia no es una categoría de la necesidad, pero tampoco lo es de la libertad. La angustia es una libertad trabada, donde la libertad no es libre en sí misma, sino que está trabada, aunque no trabada por la necesidad, mas por sí misma. No habría ninguna angustia si el pecado hubiese venido al mundo por necesidad —lo que es una contradicción—. Ni tampoco la habría si el pecado hubiera entrado al mundo mediante el acto de un liberum arbitrium abstracto —el cual no ha existido nunca en el mundo, ni al principio ni después, puesto que no es más que una absurdidad de la mente—. Es una insensatez el que se pretenda explicar lógicamente el ingreso del pecado en el mundo. Esta insensatez solamente les puede caber en la cabeza a los que de una manera ridícula se despepitan por conseguir una explicación. Si se me permitiera expresar un deseo, pediría que ningún lector fuese tan caviloso como para preguntar: y ¿qué si Adán no hubiera pecado? Desde el instante en que queda puesta la realidad, empieza la posibilidad a caminar a su lado como una nada que tienta a los hombres insensatos. ¡Ah, cuándo podrá la ciencia traer a mandamiento a los hombres y echarse un freno a sí misma! A quien haga una pregunta tonta, hay que procurar no responderle, pues de lo contrario uno será tan imbécil como el que interroga. La insensatez de la pregunta no está tanto en ella misma como en el hecho de dirigírsela a la ciencia. A pesar de todo lo dicho, bien podríamos rastrear un cierto rasgo de cordura en medio de tanta necedad silos interrogadores, imitando a la lista Elsa[13] llena de cavilaciones, se quedaran en casa con su pregunta y convocaran en ella a todos los amigos de idéntico caletre. La ciencia, en cambio, no puede esclarecer semejantes problemas. Porque toda ciencia radica o en una inmanencia lógica, o en la inmanencia dentro de una trascendencia, trascendencia que aquélla no puede explicar. El pecado es cabalmente esa trascendencia, ese discrimen rerum en que el pecado entra en el individuo en cuanto individuo. El pecado no entra de otra manera en el mundo, ni nunca jamás ha entrado de otro modo. Por eso hace el payaso el individuo que es tan estúpido como para preguntar por el pecado como algo que no le concierne. Porque una de dos: o ese individuo ignora en absoluto de qué se habla, y es imposible que nunca lo llegue a saber; o lo sabe y lo comprende, al mismo tiempo que no ignora que ninguna ciencia es capaz de esclarecérselo. No obstante, la ciencia ha estado a veces demasiado inclinada a acceder con hipótesis cavilosas a todos esos deseos sentimentales, si bien al final terminaba concediendo que semejantes hipótesis no aportaban una explicación suficiente. Esto es, por lo demás, completamente cierto; pero la confusión está en que la ciencia no sea lo bastante enérgica como para rechazar de plano tales cuestiones insensatas, sino que, al revés, les ha dado a entender a los supersticiosos, confirmándolos en sus esperanzas, que muy bien podría surgir sin tardar mucho uno de esos proyectistas científicos que fuese el hombre que diera en el blanco. Se comenta que el pecado vino al mundo hace seis mil años, y se dice esto exactamente con el mismo énfasis que se pone al afirmar que ya hace cuatro mil que Nabucodonosor se convirtió en buey[14]. Así no es de extrañar que la explicación resulte a tono con lo dicho. Con todo esto lo que se logra es convertir en la cosa más difícil aquello que en cierto sentido es lo más sencillo del mundo. Lo que el hombre más simple comprende muy bien a su manera —porque entiende que no hace justamente seis mil años que el pecado ha venido al mundo—, eso mismo, recurriendo al arte de los proyectistas, lo ha lanzado la ciencia al aire como si fuera una pregunta de concurso, una pregunta que nunca ha sido todavía respondida satisfactoriamente. El hombre, cualquiera que sea, no tiene otra manera de llegar a comprender cómo ha entrado el pecado en el mundo si no es partiendo única y exclusivamente de su misma interioridad. El que pretenda aprenderlo de otro hombre, eo ipso lo entenderá mal. La única ciencia que tiene algo que hacer aquí es la Psicología, la cual, sin embargo, nunca dejará de confesar que su explicación es muy limitada y que no puede ni quiere explicar más, de tal suerte que no se trata de una explicación. Porque todo quedaría embrollado en cuanto una ciencia, cualquiera que sea, estuviese en condiciones de explicarlo. Es ciertísimo que todo hombre de ciencia debe olvidarse de sí mismo. Pero, en este sentido, también es una suerte que el pecado no sea un problema científico; y, consiguientemente, ningún hombre de ciencia ni tampoco ningún proyectista pueden sentirse de veras obligados a olvidar cómo vino el pecado al mundo. Si ellos lo quieren, si quieren olvidarse tan generosamente de sí mismos, entonces, con su celo enorme por esclarecer todos los asuntos de la humanidad, resultarán tan cómicos como aquel consejero áulico que de tanto dar a propios y extraños sus tarjetas de visita se le llegó a olvidar al fin su propio nombre. O también puede suceder que su entusiasmo filosófico les haga tan olvidadizos de su propia persona que necesiten a su lado una esposa de buena pasta y sobria a quien puedan hacerle sus preguntas decisivas, como en el caso de Soldino[15], el cual, estando también en cierta ocasión entusiásticamente olvidado de sí mismo y perdido en la objetividad de la charla, le preguntaba a Rebeca: «¡Rebeca, soy yo el que está hablando!». Es muy lógico que las ideas que he expuesto les parezcan altamente acientíficas a los hombres de ciencia que son la admiración de mis muy respetados contemporáneos. No podía ser de otra manera, puesto que esos hombres, al manifestar ante sus huestes una preocupación y un afán tan extraordinarios por el sistema, de seguro que también tienen que estar muy preocupados por encontrar un sitio para el pecado dentro del sistema. Por su parte, esas huestes comunitarias pueden muy bien afanarse, y si lo desean con carácter exclusivo, por incluir en sus piadosas oraciones a tan profundos investigadores, los cuales encuentran sitio tan ciertamente como encuentra sus gafas el que las busca no notando que las tiene puestas. II. La angustia como pecado original progresivamente considerado Con la pecaminosidad quedó puesta la sexualidad. En ese mismo instante comienza la historia de la especie humana. La angustia progresa del mismo modo que lo hace la pecaminosidad dentro de la especie, es decir, según determinaciones cuantitativas. La consecuencia del pecado original o, dicho con otras palabras, la presencia del pecado original en el individuo… es una angustia sólo cuantitativamente diferente de la de Adán. En el estado de inocencia —y, desde luego, es necesario que también podamos hablar de un estado semejante en el hombre posterior a Adán— el pecado original ha de contar con la ambigüedad dialéctica de la que surge la culpa en virtud del salto cualitativo. En cambio, no hay ninguna dificultad en que la angustia sea más refleja en un individuo posterior que en el mismo Adán, por la sencilla razón de que en el primero se hará sentir el peso del incremento cuantitativo que va aumentando a medida que la especie avanza. Sin embargo, la angustia de suyo no representa jamás, ni ahora ni al principio, una imperfección en el hombre; al revés, es menester afirmar que la angustia es tanto más profunda cuanto más original sea el hombre, una vez que el individuo, al ingresar en la historia de la especie, tiene la obligación de apropiarse ese supuesto de la pecaminosidad en el que está implicada su propia vida individual. En este sentido se puede decir que la pecaminosidad ha adquirido un mayor dominio y que el pecado original se halla en período de crecimiento. El que se den hombres que no sientan en absoluto ninguna angustia es un hecho que hay que interpretar partiendo de la idea de que tampoco Adán habría experimentado ninguna angustia si hubiera sido meramente un animal. El individuo posterior lo mismo que Adán es una síntesis que tiene que ser sostenida por el espíritu. Pero se trata de una síntesis derivada y, por consiguiente, queda establecida con ella la historia de la especie. Aquí radica el más o el menos de la angustia que haya en el individuo posterior. No obstante, la angustia correspondiente no es angustia por el pecado, puesto que todavía no existe la distinción entre el bien y el mal, distinción que sólo aparece con la realidad de la libertad. Si tal distinción ya existe antes de que la libertad se haga real, entonces no pasará de ser algo así como una idea presentida, que a su vez muy bien puede significar un más o menos dentro de la historia de la especie. El que la angustia sea más refleja en el individuo posterior como consecuencia de su participación en la historia de la especie —historia comparable con un hábito, que indudablemente equivale a una segunda naturaleza en nosotros, pero que a pesar de todo no es una nueva cualidad, sino solamente un progreso cuantitativo— es un hecho que dimana de que la misma angustia entre ahora en el mundo con un segundo significado, además del que ya tenía. El pecado apareció en medio de la angustia, pero también nos trajo una angustia consigo. Porque la realidad del pecado es tal que no tiene consistencia. De un lado, la continuidad del pecado es aquella posibilidad que causa angustias; de otro, la posibilidad de una salvación es a su turno una nada que el individuo ama y teme al mismo tiempo, ya que siempre es ésta la relación que media entre la posibilidad y la individualidad. Esta angustia sólo queda superada en el momento en que la salvación sea realmente establecida. La nostalgia del hombre y de la criatura no es —según se ha solido afirmar con no poco sentimentalismo— un dulce anhelo. Para esto sería necesario que el pecado estuviese desarmado del todo. Sin duda que me darán la razón en lo que estoy diciendo todos aquellos que intenten situarse de verdad en el estado de pecado, al mismo tiempo que toman nota del modo de manifestarse en sus almas la correspondiente esperanza de salvación. Por cierto que todos éstos se sentirán bastante cohibidos ante el desparpajo estético de semejante sentimentalismo. Pues, mientras sólo hablemos de esperanzas, el pecado seguirá conservando la hegemonía dentro del hombre y no podrá por menos de mirar con malos ojos todo lo que se refiera a la esperanza —de esto trataremos más adelante—. Baste decir ahora que cuando la salvación queda establecida, la angustia pasa a ocupar un puesto de retaguardia, lo mismo que la posibilidad. Esto no significa que la angustia quede aniquilada, al revés, si se la utiliza rectamente, entonces empieza a hacer un nuevo papel[i]. La angustia que el pecado trae consigo llega a alcanzar una proximidad acuciante cuando el individuo mismo comete personalmente un pecado, pero en todo caso también está presente de una manera oscura como un más o menos dentro de la historia cuantitativa de la especie. Por esa razón no es nada difícil tropezarse aquí con el fenómeno de que a alguno le parezca que se hace culpable meramente en virtud de la angustia que le acecha tan de cerca, cosa que no se puede afirmar que le ocurriera a Adán. Sin embargo, lo cierto es que todo individuo sólo se hace culpable por sí mismo. Claro que también es verdad que lo cuantitativo dentro de la relación generacional ha alcanzado aquí su punto álgido y causará no pequeño desconcierto en cualquiera de las perspectivas en que no se mantenga firmemente la indicada diferencia entre lo cuantitativo y el salto cualitativo. De este fenómeno se hablará más adelante. Por lo general es algo que suele ignorarse; y no cabe duda de que esto es lo más cómodo. Otras veces se suele considerar de una forma sentimental y conmovedora, no sin cierta simpatía cobarde, dando gracias a Dios por no haber llegado a ser uno de ésos. ¡Ay, no caen en la cuenta de que semejante acción de gracias constituye una traición contra Dios y contra uno mismo! Y también se les pasa por alto que la vida siempre oculta fenómenos análogos en los que no es nada improbable que uno sevea comprometido. Desde luego, hemos de tener simpatía con todo el mundo, pero ésta sólo será verdadera cuando estemos profundamente convencidos de que lo que le ha sucedido a un hombre determinado nos puede acontecer a todos. Sólo así seremos de provecho para los demás y también para nosotros mismos. Es bien imbécil el médico de un manicomio que se crea en posesión de una cordura vitalicia y piense que su pequeña inteligencia no sufrirá ningún daño por muchos años que viva. Indudablemente que este médico es en cierto sentido más cuerdo que los locos que están a su cuidado, pero por otra parte es mucho más imbécil que todos ellos y de seguro que no curará apenas a nadie. Por lo tanto, la angustia significa ahora dos cosas. En primer lugar, la angustia dentro de la cual el individuo pone personalmente el pecado por medio del salto cualitativo. Y, en segundo lugar, la angustia que ha venido y sigue viniendo con el pecado; esta angustia, consiguientemente, también viene al mundo —si bien de un modo cuantitativo— cada vez que un individuo peca. * * * No es mi propósito escribir una obra erudita, ni tampoco perder el tiempo buscando pruebas de confrontación literaria. Los ejemplos que se aducen en los libros de Psicología carecen con frecuencia de la debida autoridad psicológico-poética. Son traídos a colación como hechos aislados, como simples pruebas notariales. Precisamente por esta razón, uno no sabe a qué carta quedarse, es decir, si llorar oponerse a reír viendo los enormes esfuerzos que el pedante solitario de turno realiza por lograr sacar de tales ejemplos una especie de regla general. En cambio, el que se ha ocupado de una manera metódica con la Psicología y con la observación psicológica llega a adquirir al final una flexibilidad típicamente humana que le capacita para improvisar en seguida suspropios ejemplos. Seguramente que estos ejemplos no comportan la autoridad de lo fáctico, pero no por eso dejan de gozar de otra clase de autoridad muy peculiar. Sin embargo, esa flexibilidad no se alcanza sin ciertas condiciones. Por lo pronto, el observador psicológico ha de tener más agilidad que un acróbata para poder deslizarse por los repliegues más hondos del alma humana y remedar las diversas posturas que allá en el fondo adoptan los hombres. Después, a la hora de confidencias, su silencio ha de encerrar algo de seductor y voluptuoso, de tal suerte que los secretos confidenciales encuentran agradable eso de salir a la superficie y ponerse a charlar entre ellos en un ambiente de soledad y calma artificialmente conseguidas. Y, finalmente, aquél también ha de poseer en su alma la suficiente originalidad poética para hacer en seguida un resumen total y sacar una regla general de aquellas cosas que en el individuo nunca se dan sino de un modo fragmentario e irregular. Una vez que el observador se halla perfeccionado de esta manera, ya no necesita ir a buscar sus ejemplos en los repertorios literarios ni exhumar viejas reminiscencias, sino sólo sacar del agua, como quien dice, todas sus observaciones, que se mantienen bien frescas y todavía vivas y coleando en medio de una maravillosa gama de colores. Ni siquiera necesita complicarse la vida yendo de acá para allá con el afán de fijar su atención en esto o aquello. Al revés, lo único que tiene que hacer es quedarse tranquilo en su misma habitación, como un agente de policía que, sin embargo, sabe todo lo que pasa. Lo que necesita puede modelarlo en seguida; lo tiene inmediatamente a mano en virtud de su experiencia general, del mismo modo que en una casa bien instalada no es necesario ir a la calle a buscar agua, sino que la tiene uno en el piso gracias a la alta presión. Si, a pesar de todo esto, nuestro observador tiene alguna duda ocasionalmente, no tardará mucho tiempo en salir de la misma, pues está tan bien orientado en lo concerniente a la vida humana y posee una mirada tan agudamente inquisitiva que pronto sabrá adónde dirigirse para encontrar con facilidad una determinada individualidad que sirva al experimento. Sus observaciones serán más fidedignas que las de ningún otro, aunque no las apoye con nombres y citas eruditas, por ejemplo: que en Sajonia había en cierta ocasión una muchacha aldeana en la que un médico observó…,o que en Roma hubo un emperador del que tal historiador nos cuenta, etc., etc. —como si hechos semejantes no ocurrieran más que una sola vez cada mil años—. ¿Qué interés tendría entonces la Psicología? Por eso, nosotros tratamos de las cosas que suceden todos los días, suponiendo que el observador esté allí. Sus observaciones han de tener un sello de frescura y el interés de la realidad; para ello basta que él tenga la precaución de controlarlas. Con este fin procura imitar en sí mismo cualquier talante y cualquier estado de alma que haya descubierto en otra persona. Luego mira si puede engañar con la imitación a la otra persona, arrastrándola a una ejecución tan extremosa que ya no sea más que su propia creación en fuerza de la idea. Así, cuando se quiere observar una pasión, se empieza por elegir el individuo adecuado. Éste es el momento de conseguir artificialmente aquel ambiente de calma, silencio y soledad que es preciso para sonsacarle el secreto. Después se ejercita uno mismo en lo que acaba de llegar a conocer, hasta estar en condiciones de poder engañarlo. A continuación se trazan los rasgos esenciales de la pasión observada y se le presenta al sujeto del experimento en toda su grandeza sobrenatural. Si este juego ha sido bien llevado, entonces el individuo correspondiente no podrá por menos de sentir un alivio y una satisfacción indescriptibles, algo así como los que experimenta un loco cuando alguien logra apresar y poner al aire de un modo poético, impulsándola aún más lejos, la idea fija que tiene embargado al primero. Si no se tiene éxito en la empresa, entonces hay que buscar la causa en algún que otro error dentro de la ope ración misma o quizá en el hecho de que el individuo experimentado era un ejemplar mediocre. 1. La angustia objetiva El empleo de esta fórmula de «angustia objetiva» podría llevarnos a pensar, en primer lugar, en aquella angustia peculiar de la inocencia, que por cierto no es otra cosa que la reflexión de la libertad en sí misma y sin salirse de su posibilidad. A este propósito sería bien pobre la réplica de quien nos objetase el haber olvidado con ello que ahora nos encontramos ya en otro punto distinto de nuestra misma investigación. En cambio, representaría una gran oportunidad el recordar que la distinción de angustia objetiva cobra su auténtico significado al discriminarla de la angustia subjetiva. Tal distinción, así entendida, no cabe mencionarse en el estado de inocencia de Adán. La angustia subjetiva, entendida en el sentido más estricto, es la angustia instalada en el individuo como consecuencia de su propio pecado. De la angustia en este sentido se tratará más adelante, en otro capítulo. Entendiendo así los términos, cae por tierra esa contradicción que parece encerrar la fórmula de «angustia objetiva» y, al mismo tiempo, la angustia aparece cabalmente como lo que es, es decir, como algo subjetivo. Por eso, la distinción entre angustia objetiva y subjetiva pertenece a una nueva consideración, en la que precisamente se tiene en cuenta el mundo y el estado de inocencia del individuo posterior. Con esta división que hacemos aquí, queremos designar como angustia subjetiva aquella que acompaña la inocencia del individuo y que corresponde a la angustia adamítica, pero con la particularidad de que se diferencia cuantitativamente de ella en virtud de las determinaciones cuánticas de la generación. En cambio, por angustia objetiva entendemos el reflejo de esa pecaminosidad de la generación en todo el ámbito del mundo. En el apartado 2 del capítulo anterior indicábamos que la expresión «con el pecado de Adán vino la pecaminosidad al mundo» entrañaba una reflexión muy superficial. Éste es el lugar apropiado para retornar a esa expresión y desvelar la verdad que ella encierra a pesar de todas las confusiones. Nuestra consideración deja a Adán en el mismo momento en que ha pecado y queda enfocada hacia el punto de partida del pecado de cualquier individuo posterior. Este cambio de perspectiva es necesario una vez que ha sido puesta la generación. Porque el concepto del individuo quedaría eliminado si la pecaminosidad de la especie hubiese sido introducida con el pecado de Adán en el mismo sentido que lo fue, por ejemplo, el modo erecto de andar de los hombres. Todo esto ya quedó expuesto en las páginas anteriores, a la par que protestábamos contra ese prurito experimental que pretende tratar del pecado como si fuera una curiosidad más. En este punto se estableció además el siguiente dilema: o se empezaba suponiendo un interrogador que no sabía lo que preguntaba, o se suponía otro interrogador que sabiendo el alcance de la pregunta, no obstante, hacía que su presuntuosa ignorancia se convirtiera en un nuevo pecado. Sólo si tenemos muy en cuenta todo esto nos revelará aquella expresión su verdad limitada. «Lo primero» pone la cualidad. Esto supuesto, Adán pone el pecado en sí mismo, pero también para toda la especie. Sin embargo, el concepto de la especie es demasiado abstracto como para que pueda poner una categoría tan concreta como la del pecado, que cabalmente es puesto en cuanto el mismo individuo como tal lo pone. Por esta razón, la pecaminosidad en la especie nunca pasará de ser una aproximación cuantitativa, la cual, desde luego, comienza con Adán. Aquí radica la enorme significación, mayor que la de ningún otro individuo, que Adán representa dentro de la especie humana; y, también, en esto consiste la verdad que hay encerrada en aquella expresión. Esto tiene que concederlo cualquier ortodoxia que busque comprender bien su propio cometido, ya que la ortodoxia enseña que tanto la especie humana como toda la naturaleza han caído bajo el pecado en virtud del pecado de Adán. Con todo, hay que hacer la salvedad que con respecto a la naturaleza el pecado no ha podido entrar en ella en calidad de pecado. Por lo tanto, al venir el pecado al mundo, aquél alcanzó esta importancia para la creación entera. Esa efectividad del pecado en la existencia no humana es la que yo he designado con el nombre de angustia objetiva. Muy bien puedo señalar lo que se quiere decir con esa fórmula recurriendo a unas palabras de la Sagrada Escritura, a saber: ἀπολκαραδοκία τῆς[ii]. Si aquí se habla de un «anhelar de las criaturas», entonces es más claro que el agua que éstas se encuentran en un estado de imperfección. Cuando se emplean expresiones y conceptos como deseo, anhelo, espera y otros similares, se suele pasar por alto que todos ellos implican un estado anterior y que éste, por consiguiente, no deja de estar presente y de hacerse valer mientras la nostalgia se desarrolla. El estado en que se encuentra el que está a la espera no es un estado en que aquél se halle metido por casualidad o algo por el estilo, de suerte que el que espera lo encuentre completamente extraño; no, es un estado que él mismo produce en tanto espera. La expresión de una nostalgia semejante es la angustia; pues en la angustia se anuncia aquel estado del cual el individuo desea salir, y precisamente se anuncia porque el solo deseo no basta para salvarlo. En qué sentido la creación se hundió en la ruina con el pecado de Adán; de qué forma la libertad —en cuanto fue puesta justamente por el abuso que se hizo de ella— haya proyectado un reflejo de la posibilidad y un temblor de coparticipación sobre las criaturas; hasta qué punto tiene que suceder esto por cuanto el hombre es una síntesis cuyos contrastes extremos quedaron establecidos desde el principio y que después, cabalmente por el pecado del hombre, llegaron a oponerse entre sí de una manera aún mucho más acentuada…, todas éstas son cuestiones que desbordan el campo de la investigación psicológica y pertenecen propiamente a la Dogmática, en concreto a la doctrina de la redención, en cuyo esclarecimiento esa ciencia explica el supuesto dela pecaminosidad[iii]. Esta angustia desparramada en la creación puede llamarse con todo derecho angustia objetiva. No la produjo la misma creación, sino el hecho de que sobre ésta viniera a reflejarse el resplandor de una luz muy distinta, precisamente porque con el pecado de Adán —y otro tanto acontece siempre que el pecado se introduce en el mundo quedó degradada la sensibilidad hasta convertirse en pecaminosidad. Fácilmente se echa de ver que este modo de concebir la cosa incluye también una negación palmaria de los puntos de vista racionalistas, según los cuales la sensualidad en sí misma es pecaminosidad. La sensibilidad se hace pecaminosidad una vez que el pecado vino al mundo y cada vez que el pecado viene al mundo, pero lo que aquélla llega a ser no lo fue de antemano. Franz von Baader ha protestado con mucha frecuencia contra la tesis de que la pobreza o la sensualidad en cuanto tal sea la pecaminosidad. Mas si aquí no se anda con mucho cuidado, se incurre desde otro lado muy distinto en el pelagianismo. En realidad, el propio Baader no ha tenido en cuenta la historia de la especie humana al fijar sus ideas características. En la progresión cuantitativa de la especie —es decir, de una manera que no toca a la esencia misma— la sensibilidad es pecaminosidad; en cambio, no lo es en relación al individuo, sino hasta el momento en que éste, pecando personalmente, vuelve a hacer de la sensibilidad pecaminosidad. Algunos pensadores de la escuela de Schelling[iv] han prestado una atención especial a la alteración[v] que ha sufrido la creación con el pecado. Aquí se ha hablado también dela angustia que tiene que haber en la naturaleza inanimada. Pero en seguida ha quedado debilitada toda la efectividad de este gran pensamiento, ya que esa escuela tan pronto nos lo presenta como un problema de la filosofía de la naturaleza, que es tratado ingeniosamente con ayuda de la Dogmática, como tan pronto nos lo ofrece a guisa de un concepto dogmático que se solaza con el resplandor de la mágica esplendidez de la consideración naturalista. Creo que ya es hora de cortar por lo sano una digresión que solamente inicié con el afán de traspasar por unos instantes los límites de la presente investigación. La angustia nunca jamás volverá a ser lo que fue en Adán, puesto que por él entró la pecaminosidad en el mundo. Aquella angustia ha llegado a tener hoy una doble analogía en virtud del último hecho señalado: la de la angustia objetiva en la naturaleza y la de la angustia subjetiva en el individuo, de las cuales esta segunda contiene «un más» con respecto a aquella angustia adamítica y la primera «un menos». 2. La angustia subjetiva Cuanto más profunda es la reflexión con que uno se atreva a poner la angustia, tanto más fácil podría parecer el conseguir transformarla en culpa. Una buena advertencia, sin embargo, es la de que no nos dejemos engañar por determinaciones aproximativas, porque ningún «más» produce el salto, ni ningún «más fácil» facilita en verdad la explicación. Si no se hace hincapié en esto, entonces se corre el riesgo de chocar de repente con el curioso fenómeno de que todo vaya saliendo tan fácilmente que el tránsito no sea más que una simple transición…, o el riesgo de que uno nunca pueda poner fin al curso de sus propias ideas, ya que la observación puramente empírica nunca puede darse tampoco por acabada. Por más que la angustia se torne cada vez más reflexiva, no por eso deja de conservar la culpa —que brota en medio de la angustia con el salto cualitativo— el mismo grado de responsabilidad que la de Adán, continuando la angustia en el mismo grado de ambigüedad que la caracteriza desde el principio. El pretender negar que todo individuo posterior tiene o ha de suponerse que tuvo alguna vez un estado de inocencia análogo al que disfrutó Adán sería algo como para sublevar a cualquiera, y con el mismo motivo, como paralizar todo pensamiento. Porque, en ese caso, tendríamos un individuo que no era un individuo, sino que se relacionaba a su especie como un mero ejemplar, y esto a pesar de que al mismo tiempo debería ser considerado bajo la determinación propia del individuo, es decir, de la culpabilidad. La angustia puede compararse muy bien con el vértigo. A quien se pone a mirar con los ojos fijos en una profundidad abismal le entran vértigos. Pero, ¿dónde está la causa de tales vértigos? La causa está tanto en sus ojos como en el abismo. ¡Si él no hubiera mirado hacia abajo! Así es la angustia el vértigo de la libertad; un vértigo que surge cuando, al querer el espíritu poner la síntesis, la libertad echa la vista hacia abajo por los derroteros de su propia posibilidad, agarrándose entonces a la finitud para sostenerse. En este vértigo la libertad cae desmayada. La Psicología ya no puede ir más lejos, ni tampoco lo quiere. En ese momento todo ha cambiado, y cuando la libertad se incorpora de nuevo, ve que es culpable. Entre estos dos momentos hay que situar el salto, que ninguna ciencia ha explicado ni puede explicar. La culpabilidad del que se hace culpable en medio de la angustia es ambigua hasta más no poder. La angustia es una impotencia femenina en la que se desvanece la libertad. La caída, hablando en términos psicológicos, siempre acontece en medio de una gran impotencia. Y, además, la angustia es una de las cosas que mayor egotismo encierra. En este sentido ninguna manifestación concreta de la libertad es tan egotista como la posibilidad de cualquier concreción. Ésta es, una vez más, la opresión que trae consigo el comportamiento ambiguo del individuo, su situación de simpatía y antipatía simultáneas. En la angustia reside la infinitud egotista de la posibilidad, la cual no le tienta a uno como una elección que haya que hacer, sino que le angustia seduciendo con su dulce ansiedad. En el individuo posterior a Adán la angustia es más refleja. Esto se puede expresar de otro modo, diciendo que la nada —que es el objeto de la angustia— parece que se torna más y más un algo. No decimos que de hecho se torne algo, o que realmente signifique algo; ni tampoco afirmamos que el puesto de la nada lo haya venido a ocupar el pecado u otra cosa cualquiera. Porque aquí, respecto de la inocencia del individuo postadamítico, sigue estando en vigor lo que se afirmaba acerca de la inocencia del mismo Adán. Todo esto sólo existe para la libertad, y sólo existe en cuanto el propio individuo pone el pecado mediante el salto cualitativo. Por lo tanto, la nada de la angustia es aquí un complejo de presentimientos que se autorreflejan y aproximan insistentemente al individuo, si bien considerados de una manera esencial todavía siguen significando una nada dentro de la angustia. Naturalmente que no se trata de una nada con la que el individuo no tenga nada que hacer, sino de una nada que está en comunicación vital con la ignorancia de la inocencia. Estos reflejos constituyen una predisposición que esencialmente no significa nada antes de que el individuo se haya hecho culpable; en cambio, al hacerse culpable el individuo mediante el salto cualitativo, constituyen el supuesto desde el cual el individuo se remonta más allá de él mismo, una vez que el pecado se presupone a sí mismo. Claro que éste no se presupone con anterioridad a haber sido puesto, lo que sería una predestinación…, sino solamente en cuanto es puesto. Ahora analizaremos más de cerca qué es ese algo que la nada de la angustia pueda significar en el individuo posterior. Para el análisis psicológico representa verdaderamente el valor de algo. Pero este análisis no olvidará en ningún momento que quedarían invalidadas todas las consideraciones sobre el tema en cuanto se supusiera que elindividuo se hacía culpable, sin más, con ese algo. Este algo —que significa, por consiguiente, el pecado original tomado en el sentido estricto— es: a) La consecuencia de la relación generacional Es evidente que aquí no se trata de lo que muy bien podría traer ocupados a los médicos, por ejemplo, que un ser humano ha nacido con tal o cual deformidad. Tampoco nos es lícito hablar de obtener un resultado por medio de cuadros estadísticos. Lo único importante, aquí como en todas partes, es la autenticidad del talante correspondiente. Cuando, concretamente, se enseña que el granizo y la mala cosecha hay que atribuirlos al diablo, es probable que el que lo dice tenga una intención bonísima, pero lo dicho no pasa de ser en realidad una pura ingeniosidad que debilita el concepto del mal y lo adereza con unos tonos casi humorísticos; lo mismo que es una broma estética hablar de las imbecilidades del diablo… O cuando, de esta manera, en el concepto de «la fe» se hace valer lo histórico de una forma tan exclusiva que se olvide su primitiva originalidad en el individuo mismo, con lo que la fe, en lugar de ser una infinitud libre, se convierte en una pequeñez finita. La consecuencia de semejante trastrueque es que se acaba hablando de la fe como el Jerónimo de Holberg[1] el cual le reprocha a Erasmo el haber incurrido en no pocos errores heréticos a propósito de la fe, precisamente porque éste admitía que la tierra es redonda y no plana, poniéndose así en contradicción con lo que las generaciones, unas tras otras y sin salir de su paz bucólica, han venido creyendo a pies juntillas. De este modo también se puede errar en la fe llevando pantalón bombacho, siendo así que todas las gentes del lugar llevan pantalones vaqueros… O, finalmente, cuando se hacen cuadros estadísticos sobre la situación de la pecaminosidad en el mundo, trazando sobre el mapa el coeficiente de la misma y ayudándose con diversos colores y escalas superpuestos para lograr en un momento dado una fácil vista panorámica. En este último caso tenemos un intento de tratar el pecado como si fuera una notable curiosidad de la naturaleza, que, como es obvio, no habría por qué eliminarla, sino sólo tomar nota de ella del mismo modo que se hace con la presión atmosférica o con la cantidad de lluvia caída. Es claro que la media así obtenida vendría a representar un contrasentido muy diferente que el que encierran los datos de esas ciencias puramente empíricas. Y no cabe duda de que sería de un efecto mágico enorme, aunque también muy ridículo, el que alguien nos viniera diciendo con la mayor seriedad del mundo que la media de pecaminosidad correspondía en pulgadas a 3⅜ por cada hombre…, esto, ya se entiende, hablando en general, porque luego tenemos determinadas marcas regionales: en el Languedoc, por ejemplo, esa media es de 2¼, en cambio en la Bretaña es de 3⅞. Estos ejemplos no son más superfluos que los de la introducción, puesto que están sacados de la esfera concreta en la cual se moverá lo que sigue en este mismo capítulo. Por el pecado se convirtió la sensibilidad en pecaminosidad. Esta proposición encierra un doble significado. Con el pecado se torna pecaminosidad la sensibilidad, y con Adán vino el pecado al mundo. Ambas afirmaciones deben equilibrarse mutuamente en todo momento, pues de lo contrario se expresa algo que no es verdad. El que de hecho la sensibilidad se convirtiera un día en pecaminosidad constituye la historia de la generación; pero el que hoy la sensibilidad se torne pecaminosidad, esto es el salto cualitativo del individuo. Hemos llamado la atención[vi] acerca de que la creación de Eva prefiguraba ya, simbólicamente, las consecuencias de la relación generacional. Ella era en algún modo la señal de lo derivado. Y lo derivado nunca es tan perfecto como lo original[vii]. Sin embargo, la diferencia es aquí solamente cuantitativa. El individuo posterior es esencialmente tan original como el primero. La diferencia está para todos los individuos posteriores en bloque, en la derivación, con la particularidad de que ésta puede significar a su vez un más o un menos para el individuo. Esa derivación de la mujer contiene además la explicación de en qué sentido ella sea más débil que el varón. Esto es algo que se ha admitido en todos los tiempos con una plena unanimidad por parte de los varones, siendo lo mismo a este respecto el discurso de un «pachá» que el de cualquiera de los caballeros románticos. Sin embargo, por muchas que sean las diferencias, nunca podrá discutirse la esencial igualdad del hombre y de la mujer. La expresión de tales diferencias consiste en que la angustia se refleja más en Eva que en Adán. Y esto se debe al hecho de que la mujer sea más sensible que el hombre. Aquí no se trata, naturalmente, de una situación empírica o de un promedio, sino de la diversidad de la síntesis. Porque, al ponerse el espíritu, inevitablemente será mayor la divergencia mutua si hay «Un más» en una de las partes de la síntesis; y, entonces, la angustia también encontrará, dentro de la posibilidad de la libertad, un mayor campo de acción. En el relato del Génesis es Eva la que seduce a Adán. Pero de esto no se sigue en modo alguno que su culpa sea mayor que la de Adán, y todavía menos que la angustia sea una imperfección, puesto que, bien al contrario, su grandeza es un presagio de la perfección. Nuestra investigación nos ha dado ya ocasión de ver que existe una correspondencia entre la sensibilidad y la angustia. Tan pronto como aparece la relación generacional queda también de manifiesto cómo lo que se dijo acerca de Eva no pasaba de ser un indicio de la propia relación con Adán de todos sus descendientes en esta esfera, a saber, que la angustia va aumentando a medida que la sensualidad aumenta con la generación. Por lo tanto, la consecuencia de la relación generacional significa «Un más» de que no se puede eximir ningún individuo. Esto es el «plus» de todos los descendientes con respecto a Adán, pero de tal suerte que ello nunca pueda constituir por sí solo una diferencia esencial entre el individuo posterior y el mismo Adán. Antes de pasar a otra materia trataré de aclarar un poco más de cerca la afirmación de que la mujer tiene más sensibilidad y siente más angustia que el varón. La mujer es más sensible que el varón. Nos lo demuestra, por lo pronto, su propia constitución física. Nuestro cometido, sin embargo, no es seguir por estos rumbos propios de la Fisiología. Lo que sí haré, en cambio, es demostrar mi afirmación por otro camino, considerando a la mujer estéticamente bajo su punto de vista ideal, que es, en concreto, el de la belleza. Precisamente esta circunstancia de que ése sea su punto de vista ideal es la que pone de manifiesto que ella tenga más sensibilidad que el varón. Un poco más adelante la consideraré a la luz ética de su punto de vista ideal correspondiente, es decir, el de la procreación. Y, entonces, tal circunstancia de que ése sea su nuevo punto de vista ideal que mostrará cabalmente que ella es más sensible que el varón. Cuando la belleza es lo decisivo, produce una síntesis de la que el espíritu queda excluido. Éste es el secreto de todo el helenismo. De ahí esa seguridad y apacible gravedad que reina en el ámbito de la belleza griega, pero también esa especie de angustia en que flota estremeciéndose —por más que el hombre helénico no lo notara— toda su belleza plástica. La exclusión del espíritu es la que explica esa despreocupación característica de la belleza griega, pero también es el motivo de su honda pena inexplicable. Esto no quiere decir que la sensibilidad sea pecaminosidad, pero sí un cierto enigma insondable que nos llena de angustia. Y, por eso mismo, la ingenuidad siempre va acompañada de una nada inextricable como es la de la angustia. Sin duda la belleza griega concibe al hombre y a la mujer de un modo esencialmente idéntico, esto es, no los concibe espiritualmente; y, sin embargo, se puede afirmar que dentro de esa igualdad de la concepción griega subsiste todavía una diferencia. Lo espiritual encuentra su expresión en el rostro. Y así, a pesar de todo, en la belleza masculina el rostro y la fisonomía representan un papel más esencial que en la belleza femenina, si bien la eterna juventud de lo plástico impide constantemente que aparezca lo más profundo de la espiritualidad. No entra en mis propósitos el exponer esto con más detalle, por eso me conformo con señalar la diversidad aludida con una única referencia. Venus sigue siendo igualmente hermosa aunque se la represente durmiendo, incluso sea así más hermosa que nunca, y, no obstante, es cabalmente el sueño la expresión de la ausencia del espíritu. A esto se debe el que el hombre dormido sea tanto menos bello cuanto más vieja y espiritualmente desarrollada se halle su individualidad. El niño, en cambio, nunca es más bello que cuando está dormido. Venus emerge de las aguas marinas y es representada en una actitud de reposo, o en una actitud que precisamente sirva para relegar a un plano de ínesencialidad la importancia de la expresión de su rostro. Sí, por el contrario, se trata de representar un Apolo —o lo mismo diera un Júpiter—, a nadie se le ocurriría representarlo durmiendo. En este caso Apolo resultaría feo, y Júpiter ridículo. Con Baco pudiera hacerse una excepción, pero éste constituye justamente dentro del arte griego la indiferencia entre la belleza masculina y la femenina, y por esta razón sus formas son también femeninas. En un Ganimedes, en cambio, es ya mucho más esencial la expresión del rostro. Cuando se tuvo otra imagen de la belleza, en el romanticismo, se volvió a repetir con todo la misma diversidad y, nuevamente, dentro de la esencial igualdad. En tanto que la historia del espíritu —y éste es justamente el secreto del espíritu que nunca carezca de historia— no teme manifestarse en la faz del varón, de tal suerte que se olvide todo lo demás en favor de la claridad y nobleza de sus rasgos…, por lo que respecta a la mujer, ésta causará un efecto estético de una manera distinta, concretamente como totalidad, si bien la importancia del rostro sea ahora mayor que en el clasicismo. La expresión, pues, de lo femenino ha de ser una totalidad que no tenga ninguna historia. Por eso, el silencio no es solamente la más alta sabiduría de la mujer, sino también su belleza suprema. Considerada a la luz de la Ética, la mujer culmina en la procreación. Por eso afirma la Sagrada Escritura que el deseo de la mujer tiene que polarizarse en el hombre. Claro que también el deseo del hombre está dirigido hacia la mujer, pero la vida de aquél no culmina en este deseo, fuera de los casos en que el hombre lleve una vida mediocre o perdida. Ahora bien, el hecho de que la mujer culmine en este orden de cosas demuestra bien a las claras que la mujer es más sensible. La mujer siente más angustia que el varón. Esto no se debe a que ella tenga menos fuerzas físicas, etc., ya que aquí no se trata en absoluto de semejante angustia. Esto, de suyo, se debe a que la mujer es más sensible, al mismo tiempo que está tan esencialmente determinada por la espiritualidad como pueda estarlo el hombre. Para mí, situado en esta perspectiva, es por completo indiferente todo lo que los hombres digan a propósito de que la mujer sea el sexo débil; en este sentido, como es obvio, no habría mayor dificultad en que ella experimentase menos angustia que el varón. Pero aquí siempre tratamos de la angustia en la dirección de la libertad. Y así, cuando contra toda analogía la historia genesíaca nos presenta a la mujer seduciendo al hombre, no hemos de ver en ello, precipitadamente, una pura arbitrariedad, puesto que meditándolo a fondo se nos revela como lo más normal del caso. En definitiva, aquella seducción fue justamente una seducción femenina en cuanto Adán de hecho sólo por la intervención de Eva se dejó seducir por la serpiente. En los demás casos, siempre que se habla de seducción, el mismo lenguaje —encantar, persuadir, etc.— concede sin excepción la iniciativa al varón. Voy a mostrar con una observación experimental lo que, por lo demás, es un hecho que se puede dar por reconocido en todo el ámbito de la experiencia. Supongamos una muchachita inocente a quien un hombre al pasar le lanza una mirada anhelante. La muchachita, desde luego, se llenará de angustia. También puede suceder que se llene de indignación y otros sentimientos parecidos, pero por lo pronto se llenará de angustia. En cambio, si nos imaginamos a una mujer que lanza una anhelosa mirada sobre un jovencito inocente, entonces la reacción de éste no será la de la angustia, sino a lo sumo una cierta vergüenza teñida de repugnancia, precisamente porque él está más determinado en cuanto espíritu. Con el pecado de Adán vino la pecaminosidad al mundo, y también la sexualidad, de suerte que ésta tomó entonces para él la significación de pecaminosidad. Lo sexual quedó así puesto. En el mundo se han escrito y se han dicho de viva voz muchísimas cosas al tuntún en torno a la ingenuidad. Sin embargo, sólo la inocencia es ingenua, y a la par ignorante. Hablar de ingenuidad cuando ya se tiene conciencia de lo sexual equivale a irreflexión o afectación, y a veces a algo todavía mucho peor, a un encubrimiento de los placeres correspondientes. Esto no quiere decir, de ninguna manera, que el hombre peque porque haya dejado de ser ingenuo. Éstos no son más que insípidos galanteos con los que se pretende embaucar a los hombres, apartando su atención de lo verdadero y de lo moral. Es innegable que hasta ahora no se ha dado todavía una respuesta suficiente y, sobre todo, muy pocas veces con la debida disposición de ánimo, a toda la magna cuestión de la importancia de lo sexual y su significación en las diversas esferas particulares. Salir con chistes sobre este asunto representa un arte bien mediocre; hacer advertencias tampoco resulta difícil; ni tampoco es tan arduo predicar sobre ello dejando la dificultad fuera; eso sí, lo que es un verdadero arte es hablar de ello de una manera auténticamente humana. En este punto no ganamos nada con que el teatro y el púlpito se encarguen de darnos la respuesta, pero de tal modo que en una de esas plataformas se sienta enojo por decir lo que en la otra se afirma y, en consecuencia, resultando una y otra explicación clamorosamente diversas. Con esto, como es bien patente, lo único que se hace es dejar el tema como estaba y echar sobre las espaldas de los hombres —sin que uno por su parte ni siquiera ponga un dedo para ayudar a levantarla— la pesada carga de tener que buscar por sí mismos el sentido de ambas explicaciones mientras los respectivos maestros nunca cesan de exponer cada uno la suya. Este abuso ya sehabría notado hace muchísimo tiempo si los hombres de nuestra época no se hubieran perfeccionado tanto en el arte irreflexivo de malbaratar la vida que de raíz era tan hermosa. Lo que los hombres ahora quieren, en medio de esa frivolidad, es apretar rabiosamente sus filas en cuanto se oye hablar a un charlatán cualquiera sobre una que otra idea grandiosa y genial, cuya ejecución exige a su vez que todos se unan con una fe inquebrantable en el poder de la asociación. Esta fe, naturalmente, no es menos admirable que la de aquel cervecero que vendía su cerveza unos céntimos más barata que el precio de costo, contando, sin embargo, que esto le traería pingües ganancias…, «pues —según decía el cervecero— en estas ocasiones no es la calidad la que cuenta, sino la cantidad enorme de las masas». Estando así las cosas, no me extraña nada que en nuestros tiempos ya nadie se preocupe de semejante problema. Pero tengo la seguridad de que si Sócrates viviera hoy no habría dejado de meditarlo a fondo y, a la par, estoy convencidísimo de que en tal caso —aunque él podía hacerlo mucho mejor que yo y, por así decirlo, de una manera mucho más divina— me habría dicho: «¡Oh, amigo mío, qué bien haces en pensar en estas cosas tan dignas de ser meditadas! Sí, uno podría pasar las noches enteras en diálogo y, no obstante, sin llegar nunca a penetrar del todo el admirable portento de la naturaleza humana». Esta convicción es para mí de un valor infinitamente más alto que todos los «hurras» de la contemporaneidad; pues tal convicción me convierte el alma en una roca inquebrantable, mientras los aplausos la harían vacilar. Lo sexual en cuanto tal no es lo pecaminoso. La propia ignorancia de lo sexual —entendiendo con ello una ignorancia realmente presente— sólo está reservada al animal y, por eso mismo, éste siempre se encuentra atado a la ceguedad del instinto y siempre marcha a ciegas. Una ignorancia peculiar, porque implica también un ignorar lo que no es, es la del niño. La inocencia es un saber que equivale a ignorancia. Su diferencia de la ignorancia moral es bien notoria, ya que aquélla está determinada en la dirección de un cierto saber. Con la ignorancia[2] empieza un saber cuya primera determinación es la ignorancia. Éste es el concepto del pudor —Schaam—. El pudor entraña angustia precisamente porque en el ápice de la diferencia de la síntesis que es el hombre, el espíritu no sólo se encuentra determinado como perteneciendo al cuerpo, sino como cuerpo con determinada diferencia sexual. El pudor, desde luego, es un saber acerca de la diferencia de los sexos, pero no implica una relación con esa diferencia sexual. Lo que significa que el impulso no ha hecho, en cuanto tal, acto de presencia. El auténtico significado del pudor está en que el espíritu, por así decirlo, no las tiene todas consigo en ese ápice extremo dela síntesis. Por eso es tan enormemente ambigua la angustia del pudor. Por lo pronto, no hay en ello ni la más mínima huella de placer sensual; y, sin embargo, impera una cierta vergüenza. ¿De qué? ¡Denada! Y, sin embargo, el individuo puede morirse de vergüenza; y el pudor herido es el más hondo delos dolores, precisamente porque es el más inexplicable de todos. Éste es el motivo de que la angustia del pudor sea capaz de despertarse por sí misma. No obstante, aquí importa mucho, como es natural, que no sea el placer el que pretenda desempeñar ese papel. Un ejemplo de este cambio de papeles lo encontramos en uno de los cuentos de F. Schlegel[viii]. En el pudor queda puesta la diferencia sexual, pero sin la orientación correspondiente del uno al otro sexo. Esto acontece con el impulso. Mas como el impulso no es lo mismo que el instinto o no es sólo instinto, tenemos que aquél siempre encierra un determinado telos, el de la propagación, que es hacia lo que se mueve. En cambio, lo estático es el amor[3] lo puramente erótico. El espíritu no está todavía continua y conjuntamente puesto. El erotismo cesa tan pronto como el espíritu es puesto en cuanto tal, no como mero constitutivo de la síntesis. La más alta expresión pagana de esto mismo nos la da la afirmación clásica de que lo erótico es lo cómico. Esto, naturalmente, no hay que entenderlo en el sentido de la interpretación que le dé un libertino cualquiera, confundiendo lo erótico y lo cómico y empleándolo como materia estupenda de sus bromas lascivas; al revés, lo que aquí decide es la fuerza y preponderancia de la inteligencia, neutralizando tanto lo erótico como la correspondiente relación moral en la indiferencia del espíritu. Por cierto que ésta es una consideración de muy hondo calado. La angustia del pudor consistía en que el espíritu se sentía extraño, pero ahora el espíritu ya ha vencido totalmente y mira lo sexual como algo extraño y cómico. El pudor, como es obvio, no podía tener esta libertad de espíritu. Lo sexual es la expresión de esa enorme contradicción que radica en el hecho de que el espíritu inmortal esté determinado como genus. Esta contradicción se manifiesta como un pudor profundo que oculta ese hecho y no se atreve a comprenderlo. En lo erótico se llega a comprender esta contradicción gracias a la belleza; pues la belleza es cabalmente la unidad de lo psíquico y lo corporal. Mas esta contradicción que el erotismo llega a esclarecer en medio de la belleza representa para el espíritu dos cosas a lavez: la belleza y lo cómico. Por eso la expresión que el espíritu nos da de lo erótico es la de que esto último es al mismo tiempo lo bello y lo cómico. A esta altura ya no hay ningún reflejo sensual sobre lo erótico —pues ello sería voluptuosidad y, en tal caso, el individuo seguiría estando muy por debajo de la belleza del erotismo—, sino que ha empezado a dominar la madurez del espíritu. Sólo muy pocos hombres, naturalmente, han llegado a comprender esto en toda su pureza. Sócrates, en cambio, sí que llegó a comprenderlo. Y así, cuando Jenofonte le hace decir a Sócrates que se debe amar a las mujeres feas, hemos de ver en esta afirmación —como en todas las de Jenofonte con respecto a la vida de Sócrates— un caso de filisteísmo estrecho y abominable, que se parece a cualquier cosa menos a Sócrates. El sentido de esa frase está en que Sócrates ha relegado el erotismo a una zona de indiferencia y ha expresado correctamente la contradicción que hay en el fondo de lo cómico por medio de la correspondiente contradicción irónica: que se debe amar a las feas[ix][4]. Con todo, muy pocas veces se da una concepción semejante conservando toda su belleza sublime. Para eso sería menester que coincidieran de un modo admirable tanto una feliz evolución histórica como unas extraordinarias dotes originales. Porque en este punto, tan pronto como aparecen las objeciones, por muy lejanas que sean, nos encontramos eo ipso metidos en una concepción repugnante y afectada. En el cristianismo, lo religioso ha suspendido el erotismo, no precisamente en virtud de una incomprensión ética, como si fuera lo pecaminoso, sino considerándolo como algo indiferente, ya que en cuanto al espíritu no hay ninguna diferencia entre el hombre y la mujer. Aquí no queda lo erótico irónicamente neutralizado, sino suspendido, por cuanto la tendencia cristiana es hacer que el espíritu avance. Mientras que en medio del pudor el espíritu sentía angustia y miedo al apropiarse la diferencia sexual, ahora, en cambio, la individualidad salta de pronto fuera de la misma y, en vez de profundizar éticamente en ella, la sujeta a una explicación tomada de las más altas esferas espirituales. Éste es uno de los aspectos peculiares de la concepción monacal, importando muy poco, al fin de cuentas, que se la considere dentro de un rigorismo ético o como una contemplación meditativa[x]. Y del mismo modo que la angustia está puesta en medio del pudor, así también está presente en todo goce erótico. No porque este goce sea pecaminoso, ¡de ninguna manera! Por esto mismo, tampoco sirve de nada —en este sentido, se entiende— que el párroco bendiga diez veces seguidas a la pareja recién casada. Incluso cuando lo erótico se exprese de la manera más bella y pura y moral que sea posible, sin el menor rastro de reflexión voluptuosa que empañe su alegría…, incluso entonces estará presente la angustia, aunque no perturbando la alegría del goce, sino como formando parte integrante con todo ello. Es muy difícil hacer observaciones a este respecto. Ante todo hay que tener aquí la precaución, como hacen los médicos, de no tomar nunca el pulso sin haberse asegurado de antemano que no es el de uno mismo el que se observa, sino el del propio paciente. Así hay que tener mucho cuidado de que el movimiento que aquí se observa no sea el de esa típica intranquilidad que no es más que la pura reacción del observador ante sus propias observaciones. Una cosa, sin embargo, hay del todo cierta, y es la de que los poetas, al describir el amor —por muy puro e inocente que nos lo representen—, nunca dejan de hacerlo sin que la angustia entre también en juego. Analizar esto con más detalle es asunto de un «esteta». Nosotros nos contentamos con preguntar: ¿Y por qué esa angustia? Porque el espíritu no puede estar presente en el momento culminante de lo erótico. Hablo, claro está, como podría hacerlo un griego. Porque sin duda que el espíritu está allí presente, ya que es él quien constituye la síntesis; pero, a pesar de ello, no puede expresarse en lo erótico y se siente extraño. Es como si el espíritu le dijera al erotismo: «¡Amigo mío, yo no puedo representar aquí el papel del tercer hombre y por lo mismo me ocultaré mientras eso dure!». Esto es cabalmente la angustia y lo que, en definitiva, también constituye el pudor, pues no puede caber duda de que supone una solemne estupidez el creer que en este punto ya está todo arreglado con la bendición de la Iglesia o con que el marido se mantenga fiel a su esposa. Más de un matrimonio ha sido ya profanado sin que se mezclase ningún extraño en el asunto. Esto no significa que la angustia simultánea no pueda ser a veces una amistosa y dulce compañía, que es precisamente lo que acontece cuando el erotismo es puro, inocente y bello. Por eso los poetas tienen razón que les sobra cuando hablan de una dulce ansiedad. Por lo demás, se cae de su peso que la angustia tiene que ser en este punto mucho mayor en la mujer que en el hombre. Retornemos ahora a una de nuestras afirmaciones anteriores, en concreto a lo que dijimos acerca dela consecuencia de la relación generacional en el individuo, que es «lo más» que hay que poner a cuenta de cualquiera de los individuos posteriores al compararlos con Adán. En el momento de engendrar es cuando el espíritu está como más lejos y, en consecuencia, cuando la angustia es máxima. En medio de esta angustia se crea el nuevo individuo. En el instante del nacimiento culmina la angustia por segunda vez en la mujer, y en ese mismo instante viene al mundo un nuevo individuo. Al dar a luz, como es bien sabido, la mujer está llena de angustia. Ello tiene su explicación fisiológica, pero la Psicología también ha de darnos una explicación propia. La mujer, al dar a luz, vuelve a estar en ese punto álgido de uno de los extremos de la síntesis, y ésta es la razón de que el espíritu tiemble. Es natural, ya que en ese instante el espíritu no ejerce ninguna de sus funciones y ha quedado como en suspenso. La angustia, sin embargo, es una expresión de la perfección de la naturaleza humana y es por eso por lo que solamente en las razas humanas inferiores encontramos analogías de un alumbramiento tan fácil como el que se da en los animales. Pero cuanto más haya de angustia, tanto más habrá de sensibilidad. El individuo procreado es más sensible que el primitivo, y este «más» es cabalmente el plus común de la generación que hay que poner a cuenta de todos los individuos posteriores al compararlos con Adán. Ahora bien, este «plus» de angustia y sensibilidad que todos los individuos posteriores tienen con respecto a Adán puede significar, a su vez, como es lógico, un más o menos en el individuo particular. Aquí hay diferencias, las cuales son de veras tan terribles que nadie, ciertamente, se atreve a meditar en ellas en el sentido más profundo, es decir, con una auténtica simpatía humana —simpatía que necesariamente implica que el meditador profundo esté convencido, con una seguridad inquebrantable, de que nunca se ha dado ni se dará en el mundo «un más» de tal naturaleza que por simple transición llegue a convertir lo cuantitativo en cualitativo. Fuera ya del paréntesis, digamos que, a pesar de todo, la misma vida proclama bien en alto cuán verdaderas son aquellas palabras de la Sagrada Escritura en las que se nos enseña que Dios castiga en los hijos las iniquidades de los padres hasta la tercera y cuarta generaciones[5]. De nada sirve querer soslayar lo espantoso de esta declaración descolgándose con la sugerencia de que esas palabras encierran una doctrina judía. El cristianismo, por su parte, nunca ha reconocido en ningún individuo particular el privilegio de que éste comenzara desde un principio en el sentido de la exterioridad. Porque todo individuo empieza en realidad dentro de un nexo histórico y, en este aspecto, las consecuencias naturales siguen teniendo hoy el mismo valor que siempre tuvieron. La única diferencia está en que el cristianismo nos enseña a elevarnos por encima de ese «más» y juzga que quien no lo hace así es porque no quiere hacerlo. Ahora la angustia del espíritu —al tener que asumir la sensibilidad— es mayor que nunca, precisamente porque la sensibilidad viene definida como «un más». El máximum reside aquí en esa cosa terrible de que la angustia ante el pecado engendre el pecado. En cambio, si se empieza suponiendo que en el individuo son innatos los malos apetitos, la concupiscencia, etc., entonces no se obtiene esa ambigüedad en la que el individuo se hace a la vez culpable e inocente. El individuo se desvanece en medio de la peculiar impotencia de la angustia, y cabalmente por eso es tanto culpable como inocente. No entra en mis propósitos el aducir aquí ejemplos detallados de este «más y menos» infinitamente fluctuante. Para que tales ejemplos tuvieran algún significado, sería necesaria una prolija y cuidadosa exposición psicológicoestética de los mismos. b) La consecuencia de la relación histórica Si tuviera que expresar con una sola frase ese «plus» que hay que poner a cuenta de todos los individuos posteriores al compararlos con Adán, diría que consiste en que la sensibilidad pueda significar pecaminosidad. Este hecho encierra simultáneamente tres cosas: en primer lugar, el oscuro saber de que ése sea el significado de la sensibilidad; en segundo lugar, un oscuro saber de lo que el pecado pueda significar por otra parte; y, finalmente, una apropiación históricamente descabellada de los datos históricos encerrados en el de te fabula narratur, con lo que quedan soslayados tanto el aspecto principal del asunto como la originalidad del individuo, al mismo tiempo que éste queda sin más confundido con la especie y la correspondiente historia. Nosotros no decimos que la sensibilidad sea pecaminosidad, sino que es el pecado lo que la convierte en tal cosa. Ahora bien, pensando en los individuos posteriores a Adán, no cabe duda de que cada uno de ellos se encuentra en un contorno histórico dentro del cual es notorio que la sensibilidad puede significar pecaminosidad. Es claro que no lo significa para el individuo mismo, pero con todo está por medio ese saber que acrecienta la angustia. En este caso el espíritu no sólo tiene que hacer frente a la oposición de la sensibilidad, sino también a la de la pecaminosidad. También es una cosa clara que el individuo inocente no llega aún a comprender ese saber, pues esto sólo sucede cuando se lo comprende cualitativamente. No obstante, dicho saber representa por su parte una nueva posibilidad, de suerte que la libertad —que en su respectiva posibilidad se relaciona con lo sensible— llega a experimentar una angustia todavía mayor. Es evidente que este «plus» común puede significar un más o menos para el individuo particular. Así, para llamar la atención prontamente sobre una diferencia colosal: desde que el cristianismo ha venido al mundo y con él se nos ha ofrecido para siempre la redención, ha quedado también como difundida una luz de mayores contrastes —desconocidos en el paganismo— por todo el ámbito de la sensibilidad. Esa luz, en definitiva, viene a robustecer la afirmación de que la sensibilidad es pecaminosidad. Dentro de la diferencia cristiana aquel «plus» puede tener otra vez el significado de un más o menos. Esto dependerá de la relación de cada individuo inocente con su contorno histórico. En este aspecto las causas más diversas son capaces de provocar el mismo fenómeno. La posibilidad de la libertad se anuncia en la angustia. Ahora una simple advertencia puede hacer que el individuo se desvanezca en la angustia —no ha de olvidarse que yo siempre hablo en términos de pura Psicología y que jamás prescindo del salto cualitativo—, y eso por más que la advertencia estuviera calculada para producir precisamente el efecto contrario. Porque el espectáculo de lo pecaminoso muy bien puede salvar a un individuo y hundir a otro. Como un chiste también puede provocar el mismo efecto que la seriedad, y viceversa. O el hablar y el callar pueden producir el efecto contrario al que se esperaba. En este sentido no hay límites, lo que patentiza una vez más la exactitud definitiva de que se trata de «Un más o menos» cuantitativos, ya que lo cuantitativo es cabalmente un límite infinito. Nos atrasaría mucho, desde luego, el meternos ahora a comprobar lo dicho, recurriendo a diversas observaciones de tipo experimental. Sin embargo, ¡la vida es tan rica para el que sabe contemplarla con los ojos bien abiertos! En este caso no es nada necesario emprender largos viajes, por ejemplo, a París o a Londres. Y, si no se tienen aquellos ojos, de nada sirve viajar mucho. La angustia, por lo demás, vuelve a tener aquí la misma ambigüedad de siempre. En este punto puede producirse el máximum que corresponda a aquel de que hablábamos antes, a saber, que el individuo en la angustia ante el pecado llegue efectivamente a pecar. En este último caso concreto, el máximum consiste en que el individuo se hace culpable no precisamente al estar angustiado por llegar a serlo, sino en cuanto es tenido por culpable. Fuera de esto, el supremo «plus» en esta dirección consiste en que el individuo, ya desde los primeros brotes de su uso de razón, se encuentre instalado e influido de tal manera que la sensibilidad forme para él un todo compacto con la pecaminosidad. Este supremo «plus» revestirá para él la forma del choque más penoso cuando no encuentre en todo el ambiente ni siquiera un solo punto de apoyo. Y, por último, este «plus» alcanzará el ápice sumo con su presencia en el individuo cuando éste, embrollándolo todo, se confunda a sí mismo con su propio saber histórico acerca de la pecaminosidad y en medio de los sudores lívidos de la angustia, olvidando la reclamación de la libertad —«si tú obras así…»—, termine bonitamente por subsumirse en cuanto tal individuo en semejante categoría. Lo que hemos indicado aquí tan brevemente que sólo una experiencia lo bastante rica sea capaz de comprender que se ha dicho mucho, y esto con precisión y claridad, ya ha sido objeto muchas veces de no pocas consideraciones. Estas consideraciones suelen llevar casi siempre por título: sobre el poder del ejemplo. Es innegable q ue se han dicho —aunque no precisamente en estos últimos tiempos superfilosóficos— cosas muy buenas sobre el particular, pero con frecuencia se echan también de menos las categorías psicológicas intermedias que sirvan de enlace para explicarnos cómo el ejemplo llega a producir su efecto. Por otra parte, no suele ser nada infrecuente que en estas esferas se trate del asunto con no poca negligencia y sin notar que un mínimo error en el más pequeño detalle puede embrollar toda la enorme contabilidad de la vida. La atención psicológica se fija exclusivamente en el fenómeno aislado y al mismo tiempo no tiene del todo dispuestas sus categorías eternas, como tampoco cuida lo suficiente de salvar a la humanidad entera en el momento en que está dedicada a salvar a cada individuo particular —y esto cueste lo que cueste— dentro de la especie. El ejemplo, según se dice, no ha dejado de tener influencia incluso en los niños. De esta manera se empieza por suponer que el niño era en realidad un angelito, pero que el ambiente corrompido lo ha precipitado en la corrupción. Se sigue hablando, sin acabar nunca, de lo enormemente corrompido que está el ambiente…, y así, sin que haya otra cosa por medio, ya tenemos al niño corrompido. Sin embargo, ¿quién podrá poner en duda que el concepto queda anulado si se llega a tal corrupción por un simple proceso cuantitativo? Lo que pasa es que la gente no suele atender a estas cosas. Eso sí, lo que no deja de suponerse es que el niño está tan degenerado de raíz que no saca en absoluto ningún provecho de los buenos ejemplos. Claro que, esto supuesto, se tiene muy buena cuenta de que el niño no alcance tal degeneración que a la postre se crea con el perfecto derecho no sólo de mofarse de sus progenitores, sino también de todos los discursos y pensamientos verdaderamente humanos, algo así como la rana paradoxa no puede por menos de reírse y desafiar la clasificación que los naturalistas hacen de las ranas. Hay muchos hombres que saben considerar una determinada parcela, pero no son capaces al mismo tiempo de tener la totalidad in mente. Semejantes consideraciones, por muy meritorias que sean en otros aspectos, no hacen más que fomentar la confusión. Sin salirnos del último tema, tampoco es raro que se empiece por suponer que el niño era como la mayoría de los niños, es decir, ni bueno ni malo, pero se encontró con buenas compañías y resultó bueno, o se juntó con malas compañías y resultó malo. ¿Qué se ha hecho de las categorías intermedias? ¿Dónde están las categorías de enlace? Porque es imprescindible echar mano de una categoría intermedia que tenga la ambigüedad suficiente para poder abrigar la idea —sin esto, desde luego, la salvación del niño es una ilusión— de que el niño, en cualesquiera circunstancias, siempre es capaz de hacerse tanto culpable como inocente. Si no se tienen a mano y con la debida claridad estas categorías de enlace, entonces se pueden dar por perdidos —y con ellos al mismo niño— los conceptos de pecado original, pecado, especie humana e individuo. * * * Por lo tanto, la sensibilidad no es pecaminosidad; pero siempre que se pone el pecado, tanto al principio como en lo sucesivo, éste nunca deja de convertir la sensibilidad en pecaminosidad. Es claro que hoy la pecaminosidad significa además otra cosa. Nosotros, sin embargo, no tenemos aquí nada que hacer con los demás significados que el pecado pueda encerrar, ya que lo único que nos interesa ahora es profundizar mediante el análisis psicológico en ese estado que precede al pecado y que, psicológicamente, predispone más o menos al pecado. La diferencia entre el bien y el mal surgió en el mismo momento de comer el fruto del árbol prohibido; y junto con esa diferencia apareció también la diversidad sexual en cuanto impulso. Ninguna ciencia puede explicar cómo sucedió tal cosa. Por cierto que es la Psicología precisamente la que más se acerca en este punto y la que explica la última aproximación, a saber, la aparición de la libertad ante sí misma en medio de la angustia de la posibilidad, o en medio de la nada de la posibilidad, o en medio de la nada de la angustia. Si el objeto de la angustia fuese un algo, entonces no tendríamos ningún salto, sino una mera transición cuantitativa. El individuo posterior tiene en su haber un determinado plus con respecto a Adán y, a su vez, cuenta dentro de ese plus con un más o menos con respecto a los otros individuos, pero en todo caso sigue teniendo valor de verdad esencial el principio de que el objeto de la angustia es una nada. Insistiendo, si su objeto fuese un determinado algo, un algo que esencialmente considerado —es decir, en la dirección de la libertad— significase algo, entonces no tendríamos un salto, sino una mera transición cuantitativa que confundiría todos nuestros conceptos. Incluso cuando afirmo que para un individuo está puesta antes del salto la sensibilidad como pecaminosidad, hay que tener muy en cuenta que tal posición no es todavía esencial, ya que dicho individuo no lo supone y entiende esencialmente así. E incluso cuando yo digo que en el individuo procreado hay puesto un plus de sensibilidad, no hay que olvidar nunca que en relación al salto se trata de un plus sin importancia. Por nuestra parte, desde luego, no hay ninguna dificultad en que se prefiera alguna otra categoría psicológica intermedia si es que la ciencia dispone de una tal categoría dotada de las mismas ventajas que la angustia encierra, tanto desde el punto de vista dogmático como ético y psicológico. Tampoco hay que tener los ojos de lince para comprender que lo aquí expuesto viene a concordar admirablemente con la habitual explicación que se da del pecado, diciendo que es «lo egoísta». Pero el que se mete de lleno en esta ultima definición no encuentra por ninguna parte la oportunidad de explicar la anterior dificultad psicológica, a la par que nos define el pecado de una manera demasiado «pneumática», no advirtiendo suficientemente que al cometer el pecado éste trae consigo tanto una consecuencia sensible como una consecuencia espiritual. A este propósito es inconcebible que, después de haberse declarado tantas veces en la ciencia más reciente que el pecado es egoísmo, nadie haya reparado en que cabalmente por eso mismo no existe la posibilidad de que su explicación encuentre sitio en ninguna ciencia. Es una cosa obvia, ya que el egoísmo es precisamente el dominio de lo particular y, en consecuencia, solamente el individuo en cuanto tal puede saber lo que ello significa. En cambio, visto el egoísmo bajo categorías universales, éste puede significar un sinnúmero de cosas, de tal suerte que todas ellas no signifiquen absolutamente nada. Esto quiere decir que la definición del pecado como egoísmo puede ser muy exacta, especialmente si desde el punto de vista de la ciencia no dejamos de sostener al mismo tiempo que esa definición es tan sin contenido que no significa absolutamente nada. Por último, en esta definición de «lo egoísta» no se tiene en cuenta para nada la distinción entre pecado y pecado original, ni tampoco se tiene la preocupación de en qué sentido el uno explique al otro, el pecado al pecado original y el pecado original al pecado. Todo se reduce a tautologías tan pronto como se intente hablar científicamente acerca de este egoísmo; o, a lo más, se darán muestras de mucha ingeniosidad, embrollándolo todo. ¿Quién olvida que la Filosofía natural[6] ha encontrado este egoísmo expandido por toda la creación? ¿Que incluso lo encontró en el movimiento de las estrellas, aunque nunca dejen de estar sujetas a la obediencia bajo la ley del universo? ¿O que lo centrífugo de la naturaleza venía a ser lo egoísta reinando en ella? Cuando se ha llevado un concepto tan lejos, lo mejor sería que uno se marchara con aquél a un paraje no menos lejano y procurase dormir allí tamaña borrachera, sin que se le ocurra volver hasta que haya recobrado la sobriedad. En este sentido, nuestro tiempo se ha mostrado incansable en eso de hacer que cada cosa lo signifique todo. ¡Cuántas veces no hemos visto ya a uno que otro mistagogo ingenioso dedicándose con un celo y diligencia enormes a prostituir toda una mitología con el solo fin de transformar, gracias a su mirada de águila, cada uno de los mitos en un capricho de su chirimía! ¿Y acaso no hemos visto también muchas veces cómo toda una terminología cristiana quedó plenamente corrompida al caer en las manos de algunos especulativos llenos depretensiones? Si no se empieza por poner en claro qué significa «ego», de poco o nada sirve el afirmar que el pecado es lo egoísta. «Ego» significa precisamente la contradicción de que lo universal sea puesto como lo individual. Por eso, solamente se podrá hablar de egoísmo cuando se haya alcanzado el concepto de lo individual. Ahora bien, aunque para estas fechas hayan vivido ya millones y millones de semejantes «egos», ninguna ciencia será con todo capaz de enunciar lo que ellos representan, a no ser que caiga de nuevo en sus típicas afirmaciones, completamente generales[xi]. Esto es lo maravilloso de la vida, que cualquier hombre —con tal de que sepreste atención— sabelo que las ciencias ignoran, puesto que sabe quién es él mismo. Y esto es también lo más profundo de aquella famosa sentencia helénica γνῶϑι σαυτόν[xii][7] que desde ya hace de masiado tiempo viene entendiéndose a la alemana, es decir, a propósito de la conciencia pura del yo, que es lo que constituye la vacuidad del idealismo. Ésta es, pues, la razón pintiparada para tratar de entender helénicamente esa sentencia y, sobre todo, llegarla a entender tal como la habrían entendido los griegos si hubieran conocido los supuestos cristianos. En todo caso, el auténtico «yo» sólo es puesto mediante el salto cualitativo. En el estado anterior no se puede hablar de semejante cosa. Por eso, al pre tender explicar el pecado por el egoísmo, uno no hace más que complicarse en oscuridades cada vez mayores, dado que, contrariamente, el egoísmo sólo surge con el pecado y en el pecado. Los que afirman que el egoísmo fue la ocasión del pecado de Adán nos ofrecen una explicación que no es más que un juego al escondite, algo así como si el intérprete hallase lo que él mismo había escondido con anterioridad en un rincón cualquiera. Si se dice que el egoísmo fue la causa del pecado de Adán, se traspasa con ello el estado intermedio y la explicación correspondiente gana a su vez una sospechosa facilidad. A esto hay que añadir que por ese camino no se llega a saber nada acerca del significado de la sexualidad. Aquí vuelvo a estar otra vez en mi antigua trinchera. Lo sexual, desde luego, no es la pecaminosidad, pero si Adán —permitiéndome sólo por unos instantes emplear un lenguaje acomodaticio y mediocre— no hubiese pecado, entonces lo sexual nunca habría existido en cuanto impulso. No se puede pensar que un espíritu perfecto esté determinado sexualmente. Esto concuerda con la doctrina de la Iglesia sobre la forma de vida después de la resurrección de la carne, concuerda con las representaciones que la Iglesia se hace acerca de los ángeles y, finalmente, concuerda con las categorías dogmáticas en torno a la persona de Cristo. De esta manera, mientras que Cristo —y con esto sólo intentamos hacer una leve indicación— es tentado en toda clase de pruebas por las que tenemos que pasar los hombres, con todo no se menciona jamás ni siquiera una sola tentación en este sentido; cosa que se explica precisamente por haber Él resistido todas las tentaciones. La sensibilidad no es pecaminosidad. La sensibilidad en el estado de inocencia no es tampoco pecaminosidad y, sin embargo, en ese estado hay sensibilidad, puesto que Adán sin duda tuvo necesidad de la comida y de la bebida, etc. En la inocencia está ya puesta la diferencial sexual, pero no en cuanto tal. Sólo en el momento de cometer el pecado queda también puesta la diferencia sexual en cuanto impulso. Aquí, como en todas partes, debo prohibirme el sacar cualquier consecuencia sin sentido, como, por ejemplo, la de que la verdadera tarea en este punto consistiría en hacer abstracción de todo eso, es decir, en eliminar todo lo sexual en el sentido externo. La verdad es que de nada sirven todas las abstracciones una vez que lo sexual ha sido puesto como punto culminante de la síntesis. La tarea consiste, naturalmente, en incorporarlo a la esfera del espíritu. Afirmemos, entre paréntesis, que aquí radican todos los problemas morales que plantea lo erótico. La realización de esa tarea representa la victoria del amor en el hombre, y con esta victoria el espíritu llega a triunfar de tal suerte que se ha olvidado lo sexual y sólo se recuerda como olvidado. Cuando esto acontece, la sensibilidad ha quedado transfigurada en el espíritu y con ello disipada la angustia. Si ahora comparamos esta concepción —llamémosla cristiana o como se quiera— con la concepción griega, se ha ganado con ella, creo yo, mucho más que lo que se ha perdido. Porque, ciertamente, se ha perdido una parte de la melancólica jovialidad[8] erótica; pero, en contrapartida, se ha alcanzado una categoría espiritual que el helenismo no conoció. En realidad, los únicos que pierden son todos esos que todavía siguen viviendo como si hiciera ya seis mil años que el pecado vino al mundo y no fuese más que una mera curiosidad que no les afectaba para nada. Que éstos pierden es indudable, puesto que, de una parte, no llegan a conquistar la jovialidad griega, que justamente no se puede conquistar, sino sólo perder; y de otra parte, tampoco consiguen la categoría eterna del espíritu. III. La angustia como consecuencia de ese pecado que consiste en la ausencia de la conciencia del pecado En los dos capítulos anteriores hemos dejado bien asentado que el hombre es una síntesis de alma y cuerpo, constituida y sostenida por el espíritu. La angustia era —para emplear una nueva expresión, si bien dice lo mismo que se ha dicho en lo precedente y, por otra parte, alude a lo que va a seguir—, la angustia, repito, era el instante en la vida del individuo. Hay una categoría que los filósofos modernos están empleando a cada paso, tanto en las investigaciones lógicas como en las concernientes a la Filosofía de la Historia, a saber, la categoría de transición. Sin embargo, todavía no nos han explicado nunca y a fondo el contenido de la misma. Se la usa de buenas a primeras, y mientras Hegel y su escuela han llenado de asombro al mundo entero con la idea genial de que la filosofía debe comenzar sin ningún supuesto —o, lo que es lo mismo, que a la Filosofía no debe preceder nada fuera de esa total ausencia de supuestos—, todos ellos siguen usando impertérritos la transición, la negación y la mediación —es decir, los principios del movimiento en el pensamiento hegeliano— sin molestarse lo más mínimo en señalarles a su vez un lugar correspondiente dentro del desarrollo sistemático. Si esto no es un supuesto, ¡que venga Dios y lo vea! Pues, ¿quién dirá que no es un supuesto colosal el emplear ciertas cosas que no se explican en ninguna parte? Pero se pretende que el sistema sea un prodigio de transparencia e introspección, que, de tanto mirar de hito en hito y de una manera onfálico-psíquica a la nada central, termine esclareciéndose entero y creando todos sus contenidos en virtud de su misma fuerza interior. Esta íntima diafanidad sería cabalmente la del sistema. No obstante, la cosa no es así, y el pensamiento sistemático parece rendir homenaje a la misteriosidad en todo lo que atañe a sus más íntimas conmociones. La negación, la transición y la mediación son tres agentes —agentia— camuflados, sospechosos y secretos que vienen a poner en marcha todos los movimientos. Con todo, Hegel no consentiría jamás que se designase a estos tres agentes con el nombre de cabezas inquietas, al revés, ellos cuentan con el permiso soberano del colosal suabo para intervenir tan desembarazadamente que incluso en la Lógica se encuentran expresiones y giros tomados de la temporalidad de la transición, por ejemplo: «luego»; «cuándo»; «como existente esto es esto»; «en cuanto deviene es tal cosa», y así sucesivamente. Pero que sea de esto lo que quiera. ¡Que la Lógica se las entienda como pueda para salir de los apuros en que se ha metido! La palabra «transición» es, y siempre lo será dentro dela Lógica, una pura ingeniosidad. Su propio lugar está en la esfera de la libertad histórica, ya que la transición es una situación y, además, es real[i]. Platón vio muy bien la dificultad de incorporar la transición a la metafísica pura, por lo cual no tiene nada extraño que le haya costado tantos esfuerzos la categoría del instante[ii]. Ignorar la dificultad no significa en modo alguno «ir más allá» que el mismo Platón; ignorarla, engañando piadosamente al pensamiento para poner a flote la especulación y en marcha el movimiento dentro de la Lógica, equivale a tratar la especulación como si ésta fuera un asunto bastante limitado. A este propósito y como cosa bien curiosa, recuerdo que en cierta ocasión le oí decir a uno de esos especuladores que no se debía prestar de antemano demasiada atención a las dificultades, pues en tal caso nunca sería posible arribar a la especulación. Si lo único que importa es arribar a la especulación y no que la especulación que uno lleva a cabo sea una verdadera especulación, entonces, naturalmente, hay que afirmar con toda la resolución del mundo que sólo nos tenemos que cuidar de especular. Esta resolución es tan digna de alabanza como la del hombre, que, no teniendo oportunidad ninguna de ir en coche propio hasta el parque de atracciones, nos dijese: «¡No os preocupéis, amigos, que en el ómnibus podemos ir perfectamente!». Claro que al parque de atracciones se puede ir con coche propio y también es muy probable que se llegue en el ómnibus. En cambio, difícilmente llegará a la especulación el que quiere hacerlo tan pronto que ni siquiera pierda un minuto en resolver el problema de las exigencias previas. La transición es un estado en la esfera de la libertad histórica. Sin embargo, para entenderlo con rectitud, es menester no olvidar que lo nuevo surge con el salto. Porque, de no tenerse esto muy en cuenta, la transición alcanzaría una preponderancia de tipo cuantitativo sobre la elasticidad del salto. El hombre, según queda dicho, es una síntesis de alma y cuerpo, pero también es una síntesis de lo temporal y lo eterno. Esto ya se ha dicho bastantes veces y no seré yo el que objete nada en contra. Mi deseo, en verdad, no es el de descubrir novedades; al revés, mi mayor alegría y ocupación favorita siempre será la de meditar en aquellas cosas que parecen completamente sencillas. Por lo que atañe a la segunda de esas síntesis, en seguida se echa de ver que está formada de una manera distinta que la primera. En esta primera constituían el alma y el cuerpo los dos momentos de la síntesis y el espíritu era lo tercero, con la particularidad de que sólo se podía hablar propiamente de síntesis en cuanto el espíritu quedaba puesto. La segunda síntesis tiene exclusivamente dos momentos: lo temporal y lo eterno. ¿Dónde está aquí lo tercero? Y si no hay ninguna tercera cosa, entonces tampoco hay realmente síntesis, ya que una síntesis que encierra una contradicción nunca puede llegar a ser perfecta sin un tercero. En este caso, afirmar que la síntesis encierra una contradicción es exactamente lo mismo que decir que no hay tal síntesis. Esto nos obliga a hacernos la siguiente pregunta: ¿qué es lo temporal? Si el tiempo se define justamente como la sucesión infinita, entonces es claro que también hay que definirlo como presente, pasado y futuro. Esta última definición será, con todo, inexacta tan pronto como se estime que radica en eltiempo mismo, ya que sólo aparece en cuanto el tiempo se relaciona con la eternidad y en cuanto ésta se refleja en el tiempo[1] Si en la sucesión infinita del tiempo se pudiera encontrar un punto de apoyo firme, es decir, un presente que nos sirviese como fundamento divisorio, entonces sin duda que aquella división sería totalmente exacta. Pero no tenemos ningún momento que sea ese presente que se busca, ya que precisamente cada momento no es más que la suma de todos los momentos, un proceso, un pasar de largo y, por consiguiente, no hay en el tiempo ni presente, ni pasado, ni futuro. Si algunos creen en la posibilidad de mantener esa división es porque —sin caer en la cuenta de que con ello queda frenada la sucesión infinita— no hacen más que espaciar un momento, o porque solamente ponen en juego la fuerza de la representación y, en consecuencia, convierten el tiempo en un objeto de la representación y no del pensamiento. Pero incluso obrando así no se logra salir del error, pues hasta para la representación es la infinita sucesión del tiempo un presente infinitamente vacío. Esto es una parodia de lo eterno. Los indios hablan de una dinastía que reinó setenta mil años. De los distintos reyes no se sabe nada, ni siquiera, según supongo, sus mismos nombres. Si tomamos este ejemplo como un símbolo del tiempo, esos setenta mil años son para el pensamiento un infinito desaparecer; para la representación, en cambio, se extienden y se dilatan hasta convertirse en la ilusoria intuición de una nada infinitamente vacía[iii]. Por el contrario, tan pronto como se haga que lo uno suceda a lo otro, quedará puesto el presente. No obstante, el presente no es el concepto del tiempo, a no ser que se lo piense como infinitamente vacío y, por añadidura, como típico e infinito desaparecer. Si no se tiene esto en cuenta, y por muy rápidamente que se lo haga desaparecer, quedará puesto el presente, y una vez puesto, se le hará entrar también en las definiciones del pasado y del futuro. Lo eterno, en cambio, es el presente. Para el pensamiento lo eterno es el presente en cuanto sucesión abolida —el tiempo era la sucesión que pasa—. Para la representación lo eterno es un avanzar que a pesar de todo no se mueve del sitio, ya que lo eterno equivale para ella a lo infinitamente lleno. En lo eterno tampoco se da ninguna discriminación del pasado y futuro, pues el presente está puesto como la sucesión abolida. Por lo tanto, el tiempo es la sucesión infinita. La vida que es en el tiempo y que sólo pertenezca al tiempo no tiene ningún presente. A veces, desde luego, se tiene la costumbre de definir la vida sensible diciendo que es en el instante y sólo en el instante. En este caso se entiende por instante la abstracción de lo eterno, convirtiéndolo en una parodia de la eternidad, en cuanto se pretende hacer lo presente. El presente es lo eterno o, mejor dicho, lo eterno es el presente y éste es la plenitud. Éste es el sentido en que los latinos afirmaban la presencia de la divinidad —praesentes dii—, y con esa misma palabra, aplicada a la divinidad, designaban también su poderosa asistencia. El instante viene a designar lo presente como algo que no tiene ningún pasado ni futuro; y en esto radica cabalmente la imperfección de la vida sensible. Lo eterno también viene a designar lo presente que no tiene ningún pasado ni futuro, pero ésta es la perfección de la eternidad. Si, en definitiva, se pretende emplear el instante para designar el tiempo, haciendo que el primero signifique la eliminación puramente abstracta del pasado y del futuro y que así sea el presente, entonces hemos de afirmar taxativamente que el instante no es en modo alguno el presente, por la sencilla razón de que semejante intermediario entre el pasado y el futuro, concebido de un modo meramente abstracto, no existe en absoluto. Esto manifiesta bien a las claras que el instante no es una mera determinación temporal, ya que ésta sólo consiste en pasar, de tal suerte que el tiempo no será más que tiempo pasado si para definirlo no tenemos otras categorías que las que se descubren inmediatamente en él. En cambio, si el tiempo y la eternidad se ponen en contacto, ello tiene que acontecer en el tiempo, y henos aquí ante el instante. La palabra «instante» —en danés, se entiende[2] es una expresión figurada y, por consiguiente, no es tan fácil habérselas con ella. Con todo, se trata de una hermosa palabra, digna de nuestra atención. Nada hay tan rápido como la mirada y, sin embargo, es conmensurable con el contenido de lo eterno. Así, cuando Ingeborga mira hacia Frithjof por encima del mar, nos ofrece con ello una imagen de lo que esa palabra figurada significa[3]. Una explosión de sus sentimientos, un sollozo, una palabra de ella, encerrarían sin duda con su sonoridad una mayor determinación temporal; estarían más cerca de ser lo presente a punto de desaparecer y no significarían tan acentuadamente la presencia de lo eterno…, aunque también es verdad que un sollozo, una palabra, etc., tienen la virtualidad de aligerar la carga que pesa sobre el alma, precisamente porque basta que se mencione la pena que a uno le oprime para que sólo con eso ya empiece a ser una cosa del pasado. Por eso una mirada es algo que sirve para designar el tiempo; pero, entiéndase bien, en cuanto el tiempo se halla en ese conflicto fatal que provoca el entrar en contacto con la eternidad[iv]. Lo que nosotros llamamos el instante, lo llama Platón τὸ ἐξαίφνης. Cualquiera que sea la clave etimológica de esta expresión, sin embargo, siempre estará en relación con la categoría de lo invisible. Para el griego no podía ser de otra manera, ya que concebía de un modo igualmente abstracto el tiempo y la eternidad, una vez que le faltaba el concepto de la temporalidad y, en última instancia, le faltaba el concepto de espíritu. En latín se dice momentus, que en cuanto derivado del verbo movere no expresa de suyo otra cosa que el mero desaparecer[v]. El instante, así entendido, no es en realidad un átomo del tiempo, sino un átomo de la eternidad. Es el primer reflejo de la eternidad en el tiempo. Pudiéramos decir que es como el primer intento de la eternidad para frenar el tiempo. Por eso el helenismo no llegó a entender el instante, pues, si bien concibió el átomo de la eternidad, no llegó a comprender que este átomo era el instante. Los griegos no lo definían mirando hacia adelante, sino hacia atrás; porque el átomo de la eternidad era esencialmente para ellos la eternidad misma, con lo que, naturalmente, ni el tiempo ni la eternidad llegaron a gozar de sus legítimos derechos. La síntesis de lo temporal y de lo eterno no es una segunda síntesis, sino la expresión de aquella misma síntesis en virtud de la cual el hombre es una síntesis de alma y cuerpo, sostenida por el espíritu. El instante existe tan pronto como queda puesto el espíritu. Por eso se puede decir con toda razón, censurándolo, que fulano o mengano sólo viven en el instante, ya que esto acontece a causa de una arbitraria abstracción. La naturaleza no radica en el instante. Con la temporalidad sucede lo mismo que con la sensibilidad; ya que la temporalidad parece ser mucho más imperfecta y el instante mucho menos significativo quela aparentemente segura persistencia de la naturaleza en el tiempo. Y, sin embargo, acontece todo lo contrario, pues la seguridad de la naturaleza se funda en que el tiempo no tiene absolutamente ninguna importancia para ella. Sólo con el instante comienza la historia. Por el pecado se convirtió la sensibilidad del hombre en pecaminosidad, al mismo tiempo que se hizo inferior a la del bruto y, no obstante, esto se debe cabalmente al hecho de que aquí comienza lo superior, es decir, que ahora comienza el espíritu. El instante es esa cosa ambigua en la que entran en contacto el tiempo y la eternidad —con lo que queda puesto el concepto de temporalidad—, y donde el tiempo está continuamente seccionando la eternidad y ésta continuamente traspasando el tiempo. Sólo ahora empieza a tener sentido la división aludida: el tiempo presente, el tiempo pasado y el tiempo futuro. En seguida nos damos cuenta con esta división de que el futuro significa en cierto modo mucho más que el presente y que el pasado, puesto que el futuro es en cierto sentido la totalidad de la que el pasado no es más que una parte; y además, el futuro puede significar, también en cierto sentido, la misma totalidad. Esto se debe a que lo eterno significa primariamente lo futuro; o, dicho con otras palabras, a que lo futuro es el incógnito en que lo eterno, inconmensurable con lo temporal, quiere mantener a pesar de ello sus relaciones con el tiempo. El lenguaje vulgar suele identificar a veces lo futuro y lo eterno, y así se dice «la vida futura» en el sentido de «la vida eterna». No es extraño que los griegos, al carecer en un sentido hondo del concepto de lo eterno, tampoco tuvieran el concepto del futuro. Por esta razón no se les puede echar en cara a los griegos que su vida estuviese perdida en el instante y, más exactamente, ni siquiera se puede afirmar que estuviese perdida. La realidad es que los griegos, al faltarles la categoría del espíritu, tomaban la temporalidad tan ingenuamente como la sensibilidad. El instante y el futuro ponen a su vez el pasado. Si la vida helénica ha encarnado en general alguna categoría temporal, ésta no ha sido otra sino la del pasado; pero, bien entendido, no en cuanto éste se define en relación con el presente y el futuro, sino definido como simple pasar, que es de suyo la definición general del tiempo. Aquí nos revela todo su significado la reminiscencia platónica. La eternidad de los griegos es algo que está a las espaldas como lo pasado, ingresándose en ello exclusivamente en el sentido regresivo[vi][4] Sin embargo, esto de hacer de la eternidad lo pasado no es más que un concepto totalmente abstracto, y esto tanto si la definición anterior queda delimitada más próximamente con perfiles filosóficos —es el caso de ese «morir al mundo» en cuanto hablan de ello los filósofos— como si se la delimita con perfiles históricos. Por lo general, en las mismas definiciones conceptuales del pasado, del futuro y dela eternidad puede aparecer bien clara la manera de definir el instante. Si no existe el instante, entonces lo eterno viene avanzando por detrás como lo pasado. Es como si hiciéramos avanzar a un hombre por un camino, pero sin que diese un paso. ¿Cuál sería el resultado? Que el mismo camino, en cuanto recorrido, vendría como avanzando detrás de nuestro hombre. En cambio, si se da positivamente el instante, aunque sólo sea como discrimen, entonces lo futuro es lo eterno. Por fin, si se da positivamente el instante, entonces hay eternidad, y también hay futuro, el cual vuelve otra vez como el pasado. Esto se ve con toda claridad en la concepción griega, judía y cristiana. El concepto en torno al cual gira todo en el cristianismo —aquello que lo renovó todo es la plenitud de los tiempos. Ahora bien, esta plenitud es el instante en cuanto eternidad; y, sin embargo, esta eternidad es también el futuro y el pasado. Si no se atiende a esto, ni siquiera un solo concepto se podrá librar de ciertos aditamentos heréticos y traidores, los cuales acabarán por anular el concepto. De esta manera, si no sacamos al futuro de su estrecho cerco y sólo lo consideramos como una mera continuación del pasado, podemos estar seguros de que los conceptos de conversión, redención y salvación perderán el significado que encierran para la historia del mundo y para el desarrollo histórico de cada individuo. Y, por su parte, si no sacamos al pasado de su estrecho cerco y sólo lo consideramos en una misma línea de continuidad con el presente, entonces quedarán arrumbados los conceptos de resurrección y juicio. Pensemos otra vez en Adán y recordemos de paso que todo individuo posterior comienza de un modo completamente idéntico a como lo hizo Adán, si bien aquél lo haga dentro de la diferencia cuantitativa, la cual es consecuencia tanto de la relación generacional como de la relación histórica. Por consiguiente, el instante existe para Adán lo mismo que para todo individuo posterior. La síntesis de lo anímico y de lo corporal tiene que ser puesta por el espíritu; ahora bien, el espíritu es lo eterno, y por eso existe tan sólo cuando el mismo espíritu pone la primera síntesis a la par que la segunda, es decir, la síntesis de lo temporal y lo eterno. El instante no existe mientras no sea puesto lo eterno, o a lo sumo existe como discrimen. De esta manera —y una vez que el espíritu se define dentro del estado de inocencia como un espíritu que está soñando— lo eterno se manifiesta como lo futuro, ya que ésta, según dijimos, es la primera expresión de lo eterno, su incógnito. Por eso —según vimos en el capítulo anterior— del mismo modo que el espíritu, en cuanto era posibilidad del espíritu —es decir, de la libertad—, se expresaba en la individualidad como angustia al tener que ser puesto con la síntesis o, dicho con mayor exactitud, al tener él mismo que poner la síntesis…, así también ahora el futuro, en cuanto posibilidad de lo eterno —es decir, de la libertad—, es a su vez angustia en el individuo. Ésta es la razón de que la libertad se llene deescalofríos al manifestarse la posibilidad de la misma ante sus propios ojos, apareciendo en ese momento la temporalidad con el mismo atuendo que lo hacía la sensibilidad, esto es, en el sentido de la pecaminosidad. Volvamos a indicar aquí que ésta no es más que la última expresión psicológica de la última aproximación, del mismo tipo, al salto cualitativo. La diferencia entre Adán y el individuo posterior consiste en que el futuro es más reflexivo para el segundo que para Adán. Este «más» —hablando en términos psicológicos— puede significar algo espantoso, pero respecto del salto cualitativo su significado es el de una cosa inesencial. La más alta diferencia con relación a Adán estriba ahora en que el futuro parece anticipado por el pasado; o en que se tiene la angustia de haber perdido la posibilidad antes de que ésta haya existido. Lo posible corresponde por completo al futuro. Lo posible es para la libertad lo futuro, y lo futuro es para el tiempo lo posible. A ambas cosas corresponde en la vida individual la angustia. De ahí que con un lenguaje exacto y correcto se enlace la angustia con el futuro. A veces, desde luego, solemos decir que nos angustiamos del pasado. Esto parece que contradice lo anterior. Pero si se mira mejor, veremos que al hablar así lo único que hacemos es enfocar de uno u otro modo el futuro. Porque para que el pasado me cause angustia es necesario que esté en una relación de posibilidad conmigo. Si me angustio por una desgracia pasada no es precisamente en cuanto pasada, sino en cuanto puede repetirse, es decir, hacerse futura. Si tengo angustia por una mala acción pasada, entonces es que no la he relacionado esencialmente conmigo en cuanto pasado, sino que hay algo en mi vida que de una manera más o menos subrepticia le impide ser pasada. Pues si realmente fuese pasada, entonces no podría angustiarme, sino sólo arrepentirme. Si no lo hago, es precisamente porque con anterioridad me he permitido convertir en dialéctica mi relación con ella, y así aquella mala acción se ha tornado en sí misma una posibilidad y no algo pasado. Si me angustio por el castigo es porque éste ha sido puesto inmediatamente en una relación dialéctica con la culpa —de lo contrario soportaría mi castigo—, lo que significa que me angustio por algo posible y futuro. Con esto hemos vuelto adonde nos encontrábamos en el capítulo primero. La angustia es el estado psicológico que precede al pecado, hallándose tan cerca de él, tan angustiosamente cerca de él, que ya no puede estarlo más. Esto no quiere decir que la angustia explique el pecado, pues éste brota cabalmente con el salto cualitativo. La temporalidad es pecaminosidad[vii] desde el momento en que el pecado queda puesto. No decimos que la temporalidad sea pecaminosidad, como tampoco decíamos que lo fuese la sensibilidad. Sin embargo, con la introducción del pecado empieza la temporalidad a significar pecaminosidad. Por eso peca todo aquel que, haciendo abstracción de lo eterno, sólo vive en el instante. Si Adán no hubiera pecado —permitiéndome otra vez y sólo por unos instantes el empleo de un lenguaje acomodaticio y mediocre—, sin duda que habría pasado instantáneamente a la eternidad. Por el contrario, una vez introducido el pecado, de nada sirve el que se quiera hacer abstracción de la temporalidad, como tampoco vale de nada abstraer de la sensibilidad[viii]. 1. La angustia de la falta de espiritualidad A pesar de ser tan verdadero lo que hemos expuesto anteriormente —a saber, que la angustia es el último estado psicológico del que irrumpe el pecado mediante el salto cualitativo—, sin embargo, basta echar una mirada a la vida de los hombres para persuadirnos de que todo el paganismo, así como la repetición de éste dentro del cristianismo, se mueve en unas determinaciones de tipo meramente cuantitativo de las que no llega a despegarse el salto cualitativo del pecado. Este estado, no obstante, no es un estado de inocencia, sino que, considerado desde el punto de vista del espíritu, es cabalmente un estado de pecaminosidad. Es bastante curioso —supuesto que la conciencia del pecado apareció por primera vez, formalmente, con el cristianismo— que la ortodoxia cristiana siempre haya enseñado que el paganismo estaba en pecado. La ortodoxia, sin embargo, tiene razón al afirmarlo; si bien es necesario que se explique un poco más exactamente. En una palabra, que con esas determinaciones de tipo cuantitativo el paganismo no hace otra cosa, por así decirlo, que dar largas al tiempo, sin llegar nunca al pecado en su sentido más profundo…, pero esto es precisamente el pecado. Es fácil demostrar que lo anterior tiene validez respecto del paganismo. La cosa cambia bastante cuando se trata del paganismo dentro del cristianismo. Porque la vida de los paganocristianos no es ni culpable ni tampoco inocente, es una vida que en realidad desconoce toda diferencia entre el presente, el pasado, el futuro y la eternidad. La vida y la historia de estos cristianos lleva el sesgo típico de la escritura antigua, cuando las letras se precipitaban sobre el papel sin conocer ningún signo de puntuación y garrapateando todas las palabras y todas las frases unas con otras. Si lo miramos con ojos estéticos, todo esto resulta eminentemente cómico. Porque, la verdad, es una cosa hermosa oír el murmullo de un riachuelo que acompaña el curso de la vida, pero ¡qué cosa más cómica que el espectáculo de una suma de criaturas racionales convertidas en un murmullo sempiterno y sin sentido! Yo no sé si la Filosofía podrá hacer uso de esta plebe como de una categoría que le sirva de substrato para una grandeza superior, como es el caso, por ejemplo, de ese batiborrillo vegetal encharcado que va convirtiéndose poco a poco en tierra y en seguida empieza a ser turba y luego otras cosas. En cambio, mirándolo con los ojos del espíritu, toda esa existencia es pecado, y esto es lo menos que podemos hacer por ella, ya que con tal afirmación le estamos exigiendo que tenga la debida espiritualidad. Esto que acabamos de decir no es válido acerca del paganismo. Porque semejante existencia sólo puede encontrarse dentro del cristianismo. Ello es debido a que cuanto más en alto se emplaza el espíritu, tanto más profunda se manifiesta su pérdida, y cuanto más encumbrados estaban los que se han perdido, tanto más desgraciados son en su contentamiento οἱ ἀπηλγηκότες[ix][5] Si comparamos esta beatitud peculiar de la falta de espíritu con la situación de los esclavos en el paganismo, bien podemos afirmar que la esclavitud, a pesar de todo, tiene sentido, pues no es de suyo absolutamente nada. Por el contrario, la perdición propia de la inespiritualidad es lo más espantoso de todo; ya que la desdicha del hombre sin espiritualidad consiste cabalmente en que mantenga una relación con el espíritu…, relación que en sí misma no es nada. Por eso la inespiritualidad de que estamos hablando puede poseer hasta cierto punto todo el contenido de la espiritualidad, pero —¡nótese bien!— no como cosa espiritual, sino como broma, galimatías, frases hechas, etc. También puede poseer la verdad, pero —¡nótese bien!— no como verdad, sino en cuanto rumor y comadreo. Esto es, a los ojos de la Estética, lo infinitamente cómico de la falta de espíritu; pero en general no se suele fijar la atención en ello, pues los mismos que tendrían que hacer el balance correspondiente, unos más y otros menos, no están bien seguros en todo lo que concierne al espíritu. Por eso cuando se trata de exponer la falta de espiritualidad se le hacen decir con gusto puras chácharas, y esto porque no se tiene el coraje de permitir que la falta de espíritu se exprese en su propio lenguaje. Esto no es, ni más ni menos, que inseguridad. El hombre sin espiritualidad puede decir absolutamente lo mismo que haya dicho el espíritu más rico, con la sola diferencia de que el primero no lo dice en virtud del espíritu. El hombre sin espiritualidad se ha convertido en una máquina parlante. Por eso no tiene nada de extraño que pueda aprender de memoria una retahíla de textos filosóficos tan bien como una confesión de fe o un recital político. ¿Acaso no es muy curioso que el único ironista de la historia y el mayor de todos los humoristas[6] coincidan en afirmar —una cosa que, por otra parte, parece ser la más sencilla de todas— que se debe distinguir entre lo que se entiende y lo que no se entiende? Claro que también cabe aquí la pregunta: ¿qué dificultad hay en que el hombre más falto de espíritu llegue a hacer esa misma afirmación al pie de la letra? Porque sólo hay una prueba de la espiritualidad, y esta prueba es la del espíritu mismo en cada uno de nosotros. El que quiera otras pruebas quizá logre hacer un acopio enorme de ellas, pero le servirán de poco, pues ya esta catalogado como «falto de espíritu». En el hombre sin espiritualidad no hay ninguna angustia; es un hombre demasiado feliz y está demasiado satisfecho y falto de espíritu como para poder angustiarse. Con todo, ésta es una razón bien triste, y podemos asegurar que la diferencia entre el paganismo y la inespiritualidad estriba en que el primero caminaba hacia el espíritu y la segunda, en cambio, ya esta de vuelta, alejándose constantemente del espíritu. Por esta razón, si así se quiere, el paganismo es simple ausencia del espíritu y en este sentido es muy distinto de la positiva falta de espíritu. Y por eso mismo es aquél infinitamente preferible. La falta de espíritu es un estancamiento de la espiritualidad y una caricatura de la idealidad. De ahí que la falta de espíritu no sea precisamente necia cuando nos viene con todas sus retahílas, sino que lo es, sobre todo, en el sentido en que de la sal se dice en la Sagrada Escritura: «si la sal se vuelve insípida[7], ¿con qué se salará?». Su extravío total, pero también su seguridad satisfecha, consisten cabalmente en ese no entender nada en el sentido espiritual ni tomar nada a pecho como auténtica tarea, sin que por eso deje de rozarlo todo con su lívido chismorreo. Si alguna vez es tocada por el espíritu e instantáneamente empieza a tener convulsiones como una rana galvanizada, entonces aparece un fenómeno que corresponde por completo al fetichismo pagano. Para los faltos de espíritu no hay ninguna autoridad, pues saben muy bien que para el espíritu no la hay; pero como ellos, desgraciadamente, no tienen ninguna espiritualidad, helos ahí convertidos en unos perfectos idólatras, y esto a pesar de todo su saber. Con la misma veneración adoran a un tonto de capirote que a un héroe, pero, sobre todo, su auténtico fetiche será siempre el charlatán. Hemos dicho que en la falta de espíritu no hay ninguna angustia, ya que ha quedado excluida de la misma manera que también lo está el espíritu. Sin embargo, la angustia está al acecho. Hay la posibilidad de que un deudor cualquiera logre sustraerse felizmente de su acreedor y mantenerlo alejado con muy buenas palabras, pero existe un acreedor que jamás se quedó corto, y este acreedor es el espíritu. Por eso, considerando las cosas desde el punto de vista del espíritu, la angustia también se halla presente en la falta de espíritu, aunque oculta y enmascarada. Solamente el tener que contemplar este espectáculo le llena a uno de escalofríos. Porque sin duda que ya sería una cosa espantosa el imaginarse la propia figura de la angustia sin ningún atuendo que la camuflara, pero esta figura nos espanta todavía más cuando, por necesidad, viene disfrazada para no presentarse como lo que en realidad es. Es verdad que no se contempla a la muerte sin un escalofrío cuando ésta se presenta en su auténtica figura, es decir, como el siniestro esqueleto armado con la guadaña, pero al que la observa entre bastidores le causa todavía mucho más pavor verla entrar disfrazada en escena —como una desconocida que se ha puesto el disfraz para burlarse de los hombres que se imaginan poderse burlar de ella— y comprobar cómo los encadila a todos con sus buenas maneras y los arrastra a la loca algazara del placer sin freno. 2. La angustia dialécticamente definida en el sentido del destino Por lo general, suele decirse que el paganismo yace en el pecado; acaso fuera más exacto decir que yace en la angustia. El paganismo, sobre todo, es sensibilidad, pero una sensibilidad que tiene cierta relación con el espíritu, sin que éste haya sido todavía puesto como espíritu en el sentido más profundo de la palabra. No obstante, esa posibilidad es cabalmente la angustia. Si ahora, concretando más, preguntamos cuál es el objeto de la angustia, la respuesta no puede ser otra que la de siempre: ese objeto es la nada. Porque la angustia y la nada son siempre correspondientes entre sí. La angustia queda eliminada tan pronto como aparece de veras la realidad de la libertad y del espíritu. Esto supuesto, cabe hacer otra pregunta: ¿Qué significa más próximamente la nada de la angustia dentro del paganismo? Respuesta: esa nada es el destino. El destino es una relación cabalmente externa con el espíritu, una relación entre el espíritu y algo que no es espíritu, pero con lo que el espíritu mantiene a pesar de todo una relación espiritual. El destino puede significar las cosas más opuestas, puesto que es la unidad de la necesidad y de la casualidad. No siempre se ha tenido esto en cuenta. Con frecuencia se ha hablado del fatum pagano —al mismo tiempo que se distinguían dos modalidades, la de la concepción oriental y la de la concepción griega— como si éste fuera la necesidad. Incluso se ha conservado un resto de esta necesidad en la misma concepción cristiana, entendiendo por destino lo casual, lo inconmensurable con la idea de la Providencia. Las cosas, sin embargo, no son así, puesto que el destino es precisamente unidad de necesidad y casualidad. Esto se suele expresar de una manera muy significativa diciendo que el destino es ciego. En efecto, quien avanza a ciegas se mueve tanto necesaria como casualmente. Una necesidad que no esté consciente de sí misma es eo ipso pura casualidad en relación con el momento siguiente. Por tanto, el destino es la nada de la angustia. Es una nada, ya que la angustia desaparece tan pronto como entra en escena el espíritu, pero entonces también desaparece el destino, pues su lugar lo viene a ocupar la Providencia. Acerca del destino se puede muy bien afirmar lo que san Pablo dice acerca de los ídolos: «no hay ningún ídolo en el mundo»[8] pero, a pesar de todo, los ídolos son objeto de la religiosidad de los paganos. En el destino, pues, encuentra la angustia del pagano su objeto, su nada. El pagano no puede entrar en relación con el destino, pues éste tan pronto es lo necesario como es lo casual. Y, sin embargo, está en relación con él, y esta relación es la angustia. El pagano ya no puede estar más cerca del destino. Los intentos que el paganismo ha hecho en este sentido son lo bastante profundos como para arrojar una nueva luz sobre el particular. Quien nos venga a descubrir el destino tendrá que ser tan ambiguo como el propio destino. Esto era, precisamente, lo que ocurría con el oráculo. Éste podía dar a entender también las cosas más opuestas. Por eso, la relación del pagano con el oráculo vuelve a ser la de la angustia. Tal es el motivo del tragicismo profundamente misterioso en que está envuelto el paganismo. La tragedia en este caso no consiste en que la sentencia del oráculo sea ambigua, sino en el hecho de que el pagano no tenga la valentía necesaria para dejar de aconsejarse por él. El pagano se halla en relación con el oráculo, no se atreve a dejar de pedirle consejo e incluso en el momento de la consulta se encuentra en una relación ambigua —de simpatía y antipatía— con él. Y ahora, para colmo, piénsese en las explicaciones del oráculo. El concepto de culpa y de pecado no llega a aparecer, en el sentido más profundo, dentro del paganismo. Si hubiese aparecido, el paganismo se habría hundido bajo el peso que encierra la contradicción de que un hombre se torne culpable por obra del destino. Porque ésta es, en realidad, la suprema contradicción, y en medio de ella irrumpe precisamente el cristianismo. El paganismo no alcanza a comprender semejante contradicción, pues procedía con demasiada ligereza en la determinación del concepto de culpa. El concepto de pecado y de culpa pone cabalmente al individuo en cuanto individuo. Entonces ya no se habla de ninguna relación con el resto del mundo ni con todo lo pasado. Entonces sólo se habla de que el individuo es culpable y de que, a pesar de todo, llega a serlo por obra del destino, es decir, por obra de todo aquello de lo que no se habla. De esta manera el individuo llega a ser algo que pone en entredicho el concepto de destino, y, no obstante, lo llega a ser por obra del destino. Cuando se entiende esta contradicción de un modo erróneo, el resultado es también un concepto equivocado del pecado original. En cambio, bien entendida, nos proporciona el verdadero concepto; a saber, un concepto tal que deje bien a salvo la proposición de que el individuo es a la vez sí mismo y la especie, y además, que el individuo posterior no es esencialmente distinto del primero. En la posibilidad de la angustia, la libertad se desvanece dominada por el destino; en el momento inmediato se reincorpora la libertad en su realidad, pero sabiendo muy bien que se ha hecho culpable. La angustia en su punto más álgido —donde es como si el individuo se hubiese tornado ya culpable— no es todavía la culpa. El pecado no sobreviene, pues, ni como una necesidad ni como una casualidad, y ésta es la razón de que al concepto del pecado corresponda: la Providencia. La angustia pagana relativa al destino se da también dentro del cristianismo dondequiera que el espíritu esté presente, pero sin que todavía haya sido esencialmente puesto en cuanto espíritu. Este fenómeno nunca es más claro que cuando se analiza el caso de un genio. Por lo pronto, el genio es en cuanto tal una preponderante subjetividad. Pero todavía no ha sido puesto en cuanto espíritu, sino que es precisamente el espíritu quien ha puesto al genio en cuanto tal. En el sentido de la inmediatez puede ser espíritu —y esto es lo que nos llama a error, como si sus dotes excepcionales fuesen espíritu formalmente tal—, pero en todo caso tiene delante y fuera de sí otra cosa que no es espíritu y él mismo mantiene una relación exterior con el espíritu. Por eso el genio está descubriendo constantemente el destino, y cuanto mayor sea el genio, más lo descubrirá. Para la falta de espíritu, naturalmente, todo esto no es más que una insensatez, pero en realidad es algo grande. Y lo es, porque ningún hombre nace con la idea de la Providencia, y está en un craso error el que crea que la va adquiriendo con la educación —sin que por eso vaya yo a negar la importancia de la educación—. El genio demuestra su enorme poderío, primitivo y casi cósmico, cabalmente al descubrir el destino…, aunque entonces también demuestra su impotencia. El destino es el límite de todo espíritu inmediato, cosa que siempre es el genio, y por cierto que en un sentido eminente con respecto a todos los demás espíritus de esa categoría. Bien distinta del destino es la Providencia, pero ésta sólo aparece, formalmente, en el horizonte del pecado. Ésta es la razón de que el genio tenga que sostener una lucha gigantesca antes de alcanzar ese nivel. Si, en definitiva, no lo alcanza, entonces podemos estudiar muy bien en su caso todo lo que concierne al destino. El genio es como una omnipotencia aparte que, en cuanto tal, querría hacer tambalear al mundo entero. Por eso, para que haya cierto orden, aparece juntamente con el genio otra figura, a saber, la del destino. Éste no es nada, es el genio mismo el que lo descubre, y cuanto mayor sea el genio, más lo descubrirá; pues esa figura no es más que una anticipación de la Providencia. Ahora bien, si el genio se reduce a ser meramente un genio y se vuelve hacia fuera, llevará entonces a cabo las hazañas más asombrosas y, sin embargo, continuamente estará sucumbiendo al destino, si no externa, palpable y visiblemente para los demás, al menos interiormente. De ahí que la existencia de un genio sea siempre como una aventura, y nunca dejará de serlo mientras no retorne a sí mismo, interiorizándose profundamente. El genio lo puede todo y, sin embargo, está pendiente de una bagatela, de una bagatela que nadie llega a ver, pero a la que el mismo genio le confiere con su impotencia un poderoso significado. Ésta es la razón de que un subteniente, cuando es un genio, pueda llegar a emperador y dominar a todo el mundo, de suerte que no haya más que un solo imperio bajo un solo emperador. Pero, también, ésta es la razón de que estando todo un ejército formado en orden de batalla —con todas las condiciones a su favor, condiciones que quizá ya no existan un momento después— y tan ansioso de entrar en combate que un nutrido y glorioso grupo de sus héroes le va a pedir de rodillas al emperador que dé cuanto antes la voz de mando…, ¡ay, él no pueda darla, pues tiene que esperar hasta el 14 de junio! Y ¿por qué? Porque éste era el día de la batalla de Marengo. Ésta es la razón de que estando todo preparado y el mismo emperador al frente de sus legiones, esperando sólo a que salga el sol y con ello sentirse enardecido para pronunciar la arenga que ha de electrizar a los soldados, e incluso habiendo salido el sol más espléndido que nunca y constituyendo un espectáculo que los llenaba a todos de entusiasmo y enardecimiento…, ¡ay, les llene a todos menos a él, pues el sol no amaneció para él tan espléndido aquel día de Austerlitz y solamente este sol de Austerlitz da la victoria y el entusiasmo! De ahí la inexplicable pasión con que un hombre semejante puede enfurecerse muchas veces contra un pobre hombre cualquiera, con la particularidad de que ordinariamente aquél es un modelo de amabilidad y humanidad incluso con sus enemigos. Pero, ¡ay del hombre, ay de la mujer, ay del niño inocente, ay del animalito de la tierra, ay del pájaro con su vuelo, ay del árbol con sus ramas, ay de todos éstos en cuanto le estorben lo más mínimo en el momento en que él está recibiendo sus augurios! Las cosas exteriores en sí mismas no significan nada para el genio; por eso no puede ser comprendido por nadie. Todo depende de cómo el mismo genio lo entienda en la proximidad de su amigo secreto el destino. Todo puede estar perdido; y tanto el hombre más simple como el más inteligente pueden estar de acuerdo en disuadirle de sus infructuosos intentos. Pero el genio sabe que él es más fuerte que el mundo entero, lo único que necesita en este sentido es haber descubierto un comentario que no encierre ninguna duda en torno al texto invisible en que lee la voluntad del destino. Si lo que lee es a la medida de sus deseos, entonces el genio le dice al patrón de la nave con su omnipotente voz: «¡Avante, patrón, que llevas al César y toda su fortuna!». Y puede ser que el genio triunfe en todos los campos, pero en el mismo momento en que recibe tan faustas noticias, quizá suene también una palabra simultánea cuya significación no entienda ninguna de las criaturas, ni siquiera Dios de los cielos —ya que en cierto sentido ni Dios mismo entiende al genio—, y esta palabra baste para que el genio caiga completamente desarmado. Así está situado el genio fuera de lo común. Es grande gracias a su fe en el destino, y lo es tanto al triunfar como al hundirse; porque tanto si triunfa como si sucumbe se lo debe a sí mismo, o, mejor dicho, le debe ambas cosas al destino. Por lo general, solamente se suele admirar su grandeza cuando triunfa, pero en realidad nunca es más grande que cuando cae delante de sí mismo. Esto hay que entenderlo en el sentido de que el destino no se anuncia de una manera externa. Al revés, precisamente en el momento en que, hablando humanamente, todo está ganado, es cuando el genio descubre el texto sospechoso y fatal, cayendo completamente vencido. Viéndole caído, uno no tiene más remedio que exclamar: «¡Qué gigante ha tenido que ser el que lo ha derrumbado!». Por eso ningún otro pudo hacer esto fuera del genio mismo. Aquella fe que puso a sus pies reinos y países, de suerte que los hombres creían estar viendo el desarrollo de un cuento…, esa misma fe lo llegó a derribar y su caída fue un cuento todavía mucho más legendario e insondable. Por esta razón el genio siente angustia en horas bien distintas a aquellas en que se sienten angustiados los hombres corrientes. Éstos empiezan a descubrir el peligro en el mismo momento del peligro; hasta ese momento están seguros, y una vez pasado el peligro, vuelven a estarlo. El genio nunca es más fuerte que en el momento del peligro; en cambio, la angustia le sobrecoge en un momento antes y un momento después, es decir, en esos dos momentos de fluctuación en que tiene que habérselas con ese gran desconocido que es el destino. Quizá su angustia sea mayor exactamente en el momento después, ya que la impaciencia de la certeza crece en razón inversa a la parvedad de la distancia, puesto que siempre hay más que perder a medida que se acerca la victoria, y más que nunca en el mismo momento de la victoria. Pero el motivo decisivo de tal angustia está en que la consecuencia del destino es precisamente su inconsecuencia. El genio en cuanto tal es incapaz de tomarse a sí mismo en cuenta religiosamente, y por eso nunca llega al pecado ni a la Providencia. Por la misma razón permanece siempre en esa relación de angustia con el destino. Jamás ha existido un genio sin esta angustia, a menos que no haya sido también religioso. Si el genio se mantiene fijo en los límites de su propia inmediatez y de su dirección centrífuga, será entonces grande y sus hazañas asombrosas, pero nunca se alcanzará a sí mismo ni será grande para sí mismo. Todas sus empresas se polarizarán hacia fuera, pero el núcleo planetario de las irradiaciones peculiares del genio —si me es lícito emplear este lenguaje— no tendrá nunca existencia propia. La importancia que el genio tenga para sí mismo siempre será nula o, a lo sumo, tan sospechosamente nostálgica como el júbilo popular con que toda la población de las islas Feroe iba a recibir la noticia de que vivía en las islas un nativo de tales méritos, verdaderamente inmortales, que había escrito en varias lenguas europeas algunas obras que llenaban de asombro a Europa entera y con las que confería una nueva estructura a todas las ciencias, pero con la particularidad de que este feroano insigne no tenía nada escrito en el idioma isleño, e incluso lo había olvidado del todo con el de curso de los tiempos y en medio de tan enormes empresas. El genio nunca llega a ser significativo para sí mismo en el sentido más profundo de la palabra y, en todo caso, su significación nunca rebasará los límites que el destino tenga señalados en la esfera de la dicha, la desgracia, la gloria, el honor, el poder y la fama imperecedera. Como se ve, todas éstas son categorías temporales; y es inútil que se busquen otras categorías de más profundo porte dialéctico para delimitar la angustia que sobrecoge al genio. En este orden, el último motivo de su angustia sería el que se le tuviese por culpable, pero de tal suerte que la angustia no se refiera entonces a la misma culpa, sino a una apariencia de ella, como una mera cuestión de honor. Este estado de alma sería un asunto muy apropiado para una obra poética. Cosas semejantes le pueden suceder a cualquier hombre, pero el genio las tomaría en seguida tan a pecho que ya no le tendríamos luchando con los hombres, sino con los misterios más hondos de la existencia. Hace falta tener coraje, desde luego, para entender que semejante existencia genial es, a pesar de todo su brillo y su gloria y su importancia, un pecado. Difícilmente lo comprenderá así quien no haya aprendido con anterioridad a acallar el hambre del alma llena de nostalgias. Y, sin embargo, es así. Y no es ninguna demostración en contra, el hecho posible de que tal existencia sea dichosa hasta cierto punto. En realidad, se pueden considerar sus dotes excepcionales como un medio de distracción, sin que en ningún momento de su empleo lleguen a elevarse por encima de las categorías en que radica lo temporal. El genio y el talento sólo se legitiman en su sentido más profundo cuando uno reflexiona religiosamente sobre sí mismo. Consideremos, por ejemplo, un genio como Talleyrand; en él se daba sin duda alguna la posibilidad de reflexionar profundamente sobre la vida. Pero Talleyrand no quiso seguir este camino, prefirió seguir aquellos impulsos que le volcaban hacia fuera. Su admirado genio de la intriga se desplegó de una manera extraordinaria; la fuerza de su elasticidad y el grado de saturación de su genio —para usar una expresión que los químicos emplean en el caso de los ácidos corrosivos— han llenado de asombro a todo el mundo. Pero, con todo esto, nunca dejó de pertenecer a la temporalidad. ¡Qué gran genio religioso podía haber sido Talleyrand si hubiera desdeñado la temporalidad como pura inmediatez y se hubiese vuelto hacia sí mismo y hacia lo divino! Mas también, de haberlo sido, ¡qué tormentos no habría tenido que soportar! Seguir las categorías de la pura inmediatez siempre es una cosa fácil en la vida, séase grande o pequeño; claro que la recompensa también es proporcionada, lo mismo para el grande que para el pequeño. Y el hombre que, falto de la suficiente madurez espiritual, no comprenda que incluso una gloria inmortal a través de todas las generaciones de la historia no es más que un valor temporal; ni comprenda que tales cosas —cuya búsqueda mantiene a tantas almas humanas sin poder conciliar el sueño, acuciadas por el deseo y por el ansia de ellas— son bien míseras en comparación con la verdadera inmortalidad que está destinada a todo hombre, y que si solamente estuviese reservada a uno solo sería lo bastante como para que todos los demás sintiéramos razonablemente una auténtica envidia…, ese hombre, desde luego, no llegará muy lejos en su explicación del espíritu y de la inmortalidad. 3. La angustia dialécticamente definida en el sentido de la culpa Se ha dicho con no poca frecuencia que el judaísmo es el punto de vista de la ley. También podríamos expresar esto mismo diciendo que el judaísmo se halla hundido en la angustia. Pero la nada de la angustia significa en este caso algo bien distinto del destino. En esta nueva esfera resulta mucho más paradójica la verificación de aquella formula: «angustiarse por nada», puesto que la culpa es ciertamente algo. Y, sin embargo, es exacto que la culpa no es nada mientras sólo sea objeto de la angustia. Esta ambigüedad se funda en la índole misma de la relación correspondiente; ya que una vez que aparezca la culpa como lo que formalmente es, desaparecerá la angustia para dar lugar al arrepentimiento. De lo contrario, la relación siempre será —como es propio de la angustia— tanto de simpatía como de antipatía. Esto podrá parecer otra paradoja, pero no lo es; porque la angustia, a la par que se siente amedrentada, sigue manteniendo una comunicación astuta con su propio objeto y no puede ni quiere apartar la vista de él —pues en cuanto el individuo quisiera hacerlo, surgiría el arrepentimiento—. A no pocos les parecerá muy difícil de entender lo que estamos diciendo. ¡Qué le vamos a hacer! En cambio, la cosa no será nada oscura para aquellos que con la debida imperturbabilidad de ánimo hayan sido capaces de fiscalizar divinamente —si es que puedo expresarme así— no tanto el comportamiento de los demás cuanto el suyo propio. Aparte de esto, la misma vida presenta bastantes casos en los que el individuo que es presa de la angustia aparece mirando fijamente a la culpa, con unos ojos que delatan poco menos que un ferviente anhelo, y sin que por eso la deje de temer. La culpa tiene sobre los ojos del espíritu ese poder de encantamiento que es tan característico de la mirada de la serpiente. En este punto está la verdad parcial de la concepción de los carpocracianos[9] según los cuales sólo se alcanza la perfección a través del pecado. Esto puede ser verdad en el momento mismo de la decisión, cuando el espíritu inmediato se pone como espíritu mediante el espíritu; en cambio, sería una blasfemia afirmar que es preciso realizarlo in concreto. Precisamente ésta es la razón de que el judaísmo aventaje al helenismo, y también puede verse en ello el papel que juega la simpatía en la relación de la angustia judía con respecto a la culpa, hasta tal punto que por nada del mundo suprimiría el judaísmo esa relación con el fin de hacer suyas las expresiones más leves del helenismo, tales como la de destino, suerte y desgracia. La angustia que habita en el judaísmo es la de la culpa. La culpa es un poder que se expande por todas partes y que, sin embargo, nadie es capaz de comprender en su sentido más profundo, a pesar de que ese poder envuelve a la existencia misma. La explicación correspondiente solamente la dará una cosa que sea de idéntica naturaleza, de igual modo que el oráculo correspondía al destino. El puesto del oráculo en el paganismo equivale al del sacrificio protocolaria la que impone que dentro del judaísmo. Por eso, nadie puede entender tampoco el sacrificio. Éste es el motivo de ese profundo tragicismo peculiar del judaísmo, que guarda cierta analogía con la relación del paganismo frente al oráculo. El judío se refugia en el sacrificio, pero no le sirve de nada, ya que el verdadero recurso en este caso sería la desaparición de la relación de la angustia con la culpa, quedando remplazada por una relación real. Como no sucede así, es muy natural que el sacrificio resulte ambiguo, según nos lo pone de manifiesto su misma repetición. La consecuencia última de todo esto sería un escepticismo absoluto en cuanto se tratase de reflexionar sobre el acto mismo del sacrificio. De ahí que vuelva a tener ahora plena vigencia aquella afirmación defendida con ahínco en las páginas anteriores, a saber, que sólo con el pecado se da la Providencia; sí, sólo con el pecado aparece la Redención, y su sacrificio no se repite. Esto no tiene su fundamento en lo que conciertos reparos podríamos llamar la perfección externa del sacrificio, sino que cabalmente la perfección del sacrificio corresponde al hecho de que haya quedado establecida la relación real del pecado. El sacrificio siempre tendrá que repetirse mientras no se establezca la relación real del pecado. Digamos entre paréntesis que así es como el sacrificio se repite indudablemente dentro del catolicismo, si bien se reconoce por otra parte la perfección absoluta de aquél. Nuestras breves indicaciones en lo que atañe al campo dela historia universal se reiteran dentro del cristianismo en los distintos individuos. El caso del genio nos revelará también aquí con claridad meridiana algo que no deja de darse en los individuos de menor originalidad, pero se da de tal manera que ya no es tan fácil cifrarlo en una categoría. El genio sólo se distingue en general de cualquier otro hombre en cuanto que dentro de sus supuestos históricos empieza a conciencia de un modo tan primitivo como Adán. Podemos decir que la existencia es puesta a prueba cada vez que nace un genio, ya que éste recorre y revive todo lo que ha quedado atrás, hasta que al fin se consigue a sí mismo. Por esta razón el saber que un genio tiene del pasado es completamente distinto del que nos ofrecen los panoramas histórico-universales. En las páginas anteriores hemos indicado cómo el genio puede quedar varado dentro de los límites de su peculiar inmediatez. La explicación emparejada de que tal estancamiento constituye un pecado representa también de nuestra parte una auténtica deferencia cortés para con el genio. Toda vida humana está religiosamente dispuesta. Pretender negarlo es confundirlo todo y sin remedio, al mismo tiempo que quedan abolidos los conceptos de individuo, especie e inmortalidad. Sería muy de desear que los hombres empleasen su sagacidad precisamente en este punto, pues en él radican problemas dificilísimos. Decir de un hombre que es un sujeto intrigante que debería hacerse diplomático o agente de policía, y de otro que tiene tal talento mímico para lo cómico que debería hacerse actor, y de un tercero que no tiene en absoluto ningún talento y que debiera solicitar del Ayuntamiento el cuidado de las estufas municipales…, decir todo esto es dar muestras de una bien anodina concepción de la vida, aunque mejor sería afirmar que en ese caso no se posee absolutamente concepción alguna, ya que meramente se dice lo que se cae de su peso. En cambio, el gran problema está en explicar cómo mi existencia religiosa entra en relación y se expresa en mi existencia exterior. Pero ¿quién se molesta en nuestro tiempo con semejantes meditaciones? Y esto teniendo en cuenta que nunca se ha manifestado la vida terrena con mayor fuerza que hoy lo hace como un instante pasajero y fugaz. Sin embargo, en vez de sacar partido de esto y aferrarse a lo eterno, lo único que hacen los hombres, precisamente con tan alocada búsqueda del instante, no es otra cosa sino echar a perder la propia vida y la del prójimo, e incluso la del instante mismo. Lo único que importa es no quedarse atrás y poder siquiera una vez tomar parte en el espléndido vals del instante. ¡Entonces ya se ha vivido! Y le tienen a uno envidia todos aquellos desdichados que, si bien no hayan nacido para eso, no hacen más que estar precipitándose constantemente en la vida, sin nunca alcanzar lo que anhelan. ¡Entonces ya se ha vivido! Pues, se dice, ¿qué hay más valioso en una vida humana que la corta belleza de una muchacha en flor? ¡Una belleza que ya ha brillado extraordinariamente si antes de caer marchita al amanecer fue capaz de tener encandilados durante una noche a los corros de los bailarines! En cambio, los hombres no tienen tiempo para meditar cómo una existencia religiosa penetra y transforma una existencia exterior. Por eso, caso de no perderse en el torbellino de la desesperación, los hombres suelen aferrarse con todas sus fuerzas a lo que tienen más a mano. De esta manera quizá lleguen a ser algo grande en el mundo; y si de vez en cuando van a la iglesia, entonces ya no cabe pedir más. Lo que parece indicar que lo religioso es para algunos individuos lo absoluto y para otros no lo es[x]. Si esto fuera cierto, la vida no tendría ningún sentido. Aquella meditación se hará, naturalmente, tanto más difícil cuanto más alejadas estén las tareas externas de lo religioso en cuanto tal. Un actor cómico, por ejemplo, necesitaría una enorme capacidad de concentración religiosa para asumir en este sentido semejante tarea exterior. Por mi parte no niego que tal asunción sea realizable, pues quien es algo entendido en la esfera de lo religioso sabe muy bien que esto es más maleable que el oro y encierra una conmensurabilidad absoluta con todas las cosas. El fallo de la Edad Media no fue precisamente la falta de concentración religiosa, sino el haberse parado demasiado pronto. Aquí vuelve a aparecer otra vez el problema de la repetición: ¿hasta qué punto puede adueñarse de nuevo de sí misma, incluso en el más insignificante detalle, aquella personalidad que ha empezado a concentrarse religiosamente? En la Edad Medía se cortaba este movimiento. Cuando una personalidad, en el intento de conquistarse de nuevo a sí misma, tropezaba, pongamos por ejemplo, con su talento humorístico, con cierto sentido para lo cómico, etc., etc., empezaba por destruir todo esto como si se tratara de una imperfección. En nuestros días se piensa con demasiada ligereza que semejante comportamiento era una insensatez. Porque, ¿qué más se podía pedir si se tenía talento humorístico y sentido de lo cómico? ¿Acaso no se era entonces un niño mimado de la fortuna? Semejantes explicaciones, desde luego, no encierran ni la más remota sospecha acerca del problema en cuestión. Sin duda que los hombres nacen hoy con la inteligencia mucho más despejada que en los tiempos pasados, pero también son, en su gran mayoría, ciegos de nacimiento respecto de lo religioso. No obstante lo que dijimos antes, encuéntranse también en la Edad Media algunos ejemplos en los que la consideración aludida fue desarrollada con mayor alcance. Así, por ejemplo, cuando un pintor tenía religiosamente una idea cabal de su talento, y no podía ejercitarlo en obras destinadas al templo, no por eso se amilanaba, sino que como todos sabemos semejante artista concentraba con la misma devoción todo su espíritu para pintar una Venus, y realizaba su vocación artística con la misma devoción que aquel que prestando sus servicios a la Iglesia lograba cautivar la mirada de los fieles con la representación de la belleza celestial. Sin embargo, en lo que concierne a todo este capítulo, habrá que esperar todavía bastante hasta que aparezcan aquellos individuos que, a pesar de sus dotes externas, no escojan el camino ancho, sino el camino del dolor y la estrechez y la angustia, tratando de encontrarse religiosamente en ellos y experimentando mientras tanto como la pérdida de algo cuya posesión nos seduce enormemente. No se puede negar que tal lucha exige un esfuerzo descomunal, ya que en algunos momentos casi se sentirán arrepentidos por haber ingresado en ese camino y pensarán con melancolía, hasta llegar casi a desesperarse algunas veces, en aquella vida sonriente que hubiera sido la suya de haber seguido el impulso inmediato de su talento. No obstante, el que esté atento oirá sin duda alguna —cabalmente en el momento más terrible de su agobio, cuando todas las cosas estén como perdidas para él porque el camino que ha escogido resulta intransitable y, por otra parte, el camino sonriente del talento ha sido desechado por propia iniciativa— una voz que le dice: «¡Adelante, hijo mío! Levanta el ánimo, porque el que lo pierde todo lo ganará todo». Ahora quisiéramos considerar el caso de un genio religioso, es decir, un genio que no quiere estancarse dentro de los límites de su propia inmediatez. Este genio aplaza para más adelante la cuestión de si llegará algún día a volverse hacia fuera. Lo que hace, por lo pronto, es volverse hacia sí mismo. En este proceso de interiorización la figura que le sigue los pasos es la de la culpa, de la misma manera que el destino es la figura que acompaña al genio inmediato. Porque cuando aquél se vuelve hacia sí mismo, eo ipso se vuelve hacia Dios, y en definitiva es una regla protocolaria la que impone que todo espíritu finito que quiera ver a Dios ha de empezar sintiéndose culpable. Al volverse, pues, hacia sí mismo, ya está descubriendo la culpa. Cuanto mayor sea el genio, con tanta mayor profundidad descubrirá la culpa. Para mí es una alegría y una señal gozosa el hecho de que todo esto se les antoje una insensatez a los faltos de espíritu. El genio no es como la mayoría de la gente, ni tampoco le satisface la idea de llegar a ser uno de tantos. Esto no es debido a que el genio desprecie a los hombres, sino a que se siente atareado consigo mismo de una manera original, en tanto que todos los demás hombres y sus explicaciones acostumbradas le traen sin cuidado. El que el genio descubra tan profundamente la culpa, demuestra bien a las claras que este concepto está muy presente en su mente in sensu eminentiori, lo mismo que lo está el concepto contrario, o sea, el de la inocencia. Otro tanto acontecía con el genio inmediato en relación con el destino; la verdad es que todo hombre mantiene una pequeña relación con el destino, pero no pasa de ahí, se queda en la charlatanería, no notando lo que Talleyrand —cosa que ya había dicho antes Young— descubrió, si bien no lo llevara a la práctica con tanta perfección como lo hacen los propios charlatanes: que el lenguaje existe para ocultar las ideas, es decir, que no se tiene ninguna. Al interiorizarse, el genio descubre la libertad. No teme al destino, puesto que para él no existen tareas en la dirección de la exterioridad, constituyendo la libertad su bienaventuranza. Claro que aquí no se trata de una libertad para hacer esto o aquello en el mundo, para llegar a ser rey y emperador o el candidato de la rufianesca electoral, sino que se trata de la libertad de saber a conciencia que él es libertad. Sin embargo, cuanto más alto se eleva un individuo, tanto mas caro tiene que comprarlo todo, y así el orden de las cosas reclama que junto con esta libertad esencial aparezca una segunda figura, es decir, la de la culpa. Esto es lo único que teme el genio. En el caso anterior lo que se temía era al destino. No obstante el temor del genio no es aquí —en el caso precedente era cabalmente el motivo decisivo— un temor de ser considerado a los ojos de los demás como culpable, sino que lo que se teme es serlo. En el mismo grado en que el genio descubre la libertad, en el mismo grado pesa sobre él, en el estado de la posibilidad, la angustia del pecado. Solamente teme la culpa, pues ésta es lo único que le puede robar la libertad. Se echa de ver con facilidad que aquí la libertad no es en modo alguno obstinación o libertad egoísta en el sentido finito. Sobre esta base se ha pretendido con demasiada frecuencia explicar el origen del pecado. Pero por este camino se pierde miserablemente el tiempo, ya que partiendo de esa base se multiplican las dificultades y no se explica nada. Interpretando así la libertad, ésta se opondría a la necesidad, lo cual demuestra que se ha concebido la libertad dentro de una categoría puramente mental. No, lo opuesto de la libertad es la culpa; y esto es lo supremo en la esfera de la libertad, que es precisamente ella la que tiene que habérselas consigo misma de un modo constante y exclusivo, al mismo tiempo que en su posibilidad proyecta la culpa y, por consiguiente, la pone por sí misma; incluso cuando la culpa queda realmente puesta, la pone la libertad por sí misma. Si no se atiende a esto es porque con cierta sutileza se ha confundido la libertad con algo completamente distinto, a saber, con la fuerza. La libertad, desde luego, teme la culpa, pero esto no quiere decir que tema reconocerse culpable cuando lo es, sino que lo que teme es hacerse culpable. De ahí que la libertad, una vez puesta la culpa, retorne en seguida como arrepentimiento. Con todo, la relación de la libertad con la culpa es por lo pronto una posibilidad. Aquí se revela de nuevo el genio, precisamente porque no se aparta de su primitiva resolución, ni va a buscar otra nueva fuera de sí mismo y en medio de todo el mundo, ni tampoco se contenta con los habituales regateos. Sólo dentro de sí misma puede la libertad llegar a saber si es libertad o si ha sido puesta la culpa. Por eso no hay nada más ridículo que suponer que la pregunta de si se es un pecador o se es culpable pertenece, como una más, a aquellas cuestiones de las que se dice: «Apréndanse de memoria». La relación de la libertad con la culpa es la angustia, ya que la libertad y la culpa son todavía una posibilidad. Pero en el momento en que la libertad clava los ojos en sí misma de ese modo tan característico suyo, es decir, con toda su pasión y ardiendo en deseos, no queriendo por nada del mundo que se le acerque la culpa, de suerte que ni siquiera la empañe un polvillo de ésta…, en ese mismo momento y sin que lo pueda evitar la encontramos mirando también de hito en hito a la misma culpa, y este su mirar fijo constituye la ambigüedad de la angustia. Exactamente de la misma manera que la renuncia de una cosa representa dentro de la posibilidad la apetencia correspondiente. Ahora es cuando se nos revela con toda claridad en qué sentido existe para el individuo posterior un plus en la angustia que lo domina y que no existía en la de Adán[xi]. La culpa es una representación mucho más concreta y en la relación de la posibilidad con la libertad se va tornando cada vez más posible. Finalmente parece como si las culpas del mundo entero se reunieran en torno del individuo posterior haciéndole culpable, y como si él —cosa que viene a ser lo mismo— al hacerse culpable lo llegase a ser en las culpas del mundo entero. Porque la culpa tiene la peculiaridad dialéctica de no ser transferible. El que se hace culpable llega a serlo también en aquello que ocasionó la culpa, ya que ésta propiamente nunca tiene un motivo externo, de suerte que el que cae en la tentación es personalmente culpable de la misma tentación. En la relación de la posibilidad todo esto se muestra todavía de un modo engañoso. En cambio, tan pronto como con el pecado real surge el arrepentimiento, éste ya nunca deja de tener como objeto propio el pecado real. En la posibilidad de la libertad tiene validez el siguiente principio: cuanto con mayor fuerza se descubra la culpa, tanto más grande será el genio, pues la grandeza del hombre depende única y exclusivamente de la energía con que mantenga la relación con Dios. Y esto ocurre incluso si en esta relación con Dios se da una expresión totalmente incorrecta como la del destino. Cerremos este capítulo comparando al genio inmediato con el genio religioso. El destino se apodera al final, aprisionándolo, del genio inmediato, y podemos afirmar que éste es su momento culminante. Porque sin duda este momento no es propiamente el de su más espléndida realización exterior, cuando todos los hombres contemplan su hazaña llenos de asombro e incluso a los peones se les caen las herramientas de la mano para quedarse boquiabiertos y como en éxtasis, sino que el mometo culminante es aquel en que tal genio se derrumba íntimamente por obra del destino y ante sus propios ojos. Pues bien, del mismo modo es como la culpa se adueña, aprisionándolo también, del genio religioso. Éste es su momento culminante, el momento de su mayor grandeza. No precisamente el momento en que el espectáculo de su piedad es como la solemnidad de un extraordinario día de fiesta, sino aquel en que este genio se hunde por sí mismo y ante sus propios ojos en el abismo de la conciencia del pecado. IV. La angustia del pecado o la angustia como consecuencia del pecado en el individuo El pecado vino al mundo por medio del salto cualitativo, y así sigue viniendo constantemente. Podría creerse, una vez que se ha dado el salto aludido, que la angustia también ha quedado abolida, ya que ésta fue definida como la aparición de la libertad ante sí misma en la posibilidad. Ahora bien, el salto cualitativo es la realidad, y en este sentido han quedado indudablemente abolidas tanto la posibilidad como la angustia. La cosa, sin embargo, es bien distinta. Porque, de una parte, un solo momento no constituye la realidad y, por otra parte, la nueva realidad introducida es una realidad injustificada. Por tanto, la angustia retorna nuevamente en relación con la realidad introducida y con lo por venir. Mas ahora el objeto de la angustia es algo determinado, su nada es algo real, pues ha quedado establecida in concreto la diferencia entre el bien y el mal[i] y, en consecuencia, la angustia ha perdido su típica ambigüedad dialéctica. Esto vale tanto para Adán como para el individuo posterior, pues el salto cualitativo los hace totalmente iguales. Cuando el pecado se establece en el individuo mediante el salto cualitativo, queda también establecida la diferencia entre el bien y el mal. Nosotros no nos hemos hecho cómplices en ninguno de los lugares de nuestra obra de esa insensatez que afirma que el hombre tiene que pecar. Al revés, siempre hemos protestado contra todo saber meramente experimental y siempre hemos dicho, repitiéndolo ahora una vez más, que el pecado se supone a sí mismo como le pasa también a la libertad, y que ni el uno ni la otra pueden explicarse por algo previo. Cualquier explicación se hace imposible de raíz si se empieza afirmando que la libertad entra en escena como un liberum arbitrium —que no se logra encontrar por ningún lado; véase Leibniz— que con la misma facilidad elige lo bueno que lo malo. El hablar del bien y del mal como objetos de la libertad equivale a hacer finitas ambas cosas, tanto la libertad como los conceptos del bien y del mal. La libertad es infinita y no brota de nada. Por eso, afirmar que el hombre peca necesariamente es lo mismo que querer convertir el círculo del salto en una línea recta. El hecho de que semejante conducta les parezca a muchos altamente plausible es un síntoma muy claro de que para la mayoría de los hombres sea el aturdimiento el estado más natural de todos y, además, que en todas las épocas han sido legión los que consideraron muy elogiable esa manera de pensar que en vano fue bautizada a lo largo de los siglos como λόγος ἀργός —Crisipo—, ignava ratio —Cicerón—, sophisma pigrum y la raison paresseuse —Leibniz. La Psicología vuelve a tener ahora la angustia como objeto propio, pero ha de avanzar con precaución. La historia de la vida individual marcha hacia adelante en un movimiento de situación a situación. Toda situación aparece por medio de un salto. El pecado, si no se lo para, sigue viniendo al mundo de la misma manera que lo hizo la primera vez. Cada una de sus repeticiones no es, a pesar de todo, una simple consecuencia, sino un nuevo salto. A cada uno de estos saltos le precede, como su máxima aproximación psicológica, una situación. Esta situación es el objeto de la Psicología. En toda situación está presente la posibilidad y por consiguiente la angustia. Así acontece desde que fue introducido el pecado, pues solamente en el bien se da la unidad de la situación y del tránsito. 1. La angustia ante el mal a) El pecado, una vez cometido, es ciertamente una posibilidad abolida, pero también es una realidad injustificada. En este sentido la angustia puede muy bien relacionarse con él. El mismo pecado ha de ser negado a su vez, puesto que se trata de una realidad injustificada. Éste es el trabajo que aborda la angustia. Aquí encuentra precisamente su mejor palestra la astucia sofística de la angustia. Mientras la realidad del pecado tiene asida una mano de la libertad en su helada diestra —como el Comendador la de Don Juan—, la otra mano libre gesticula con las ilusiones, los engaños y las elocuentes llamadas del hechizo[ii]. b) El pecado, una vez cometido, trae consigo su consecuencia, por más que ésta sea una consecuencia extraña a la libertad. Esta consecuencia se anuncia a sí misma y la angustia se relaciona con su llegada, que constituye la posibilidad de una nueva situación. Por mucho que se haya hundido un individuo, todavía puede hundirse más, y este «puede» es el objeto de la angustia. Cuanto más se relaje aquí la angustia, tanto más claramente se dará a entender que la consecuencia del pecado le ha calado al individuo insuccum et sanguinem[1] y que el pecado ha obtenido carta de naturaleza en dicha personalidad. El pecado, naturalmente, significa aquí lo concreto; porque nunca se peca de un modo abstracto, o en general. Ni siquiera del pecado[iii] de querer retrotraerse por encima de la realidad del pecado se puede afirmar que sea un pecado abstracto, ya que este pecado no ha existido nunca. No es necesario conocer mucho a los hombres para darse cuenta en seguida de la sofística que emplean, a saber: comportarse siempre de tal manera que sólo choquen en un punto único, pero que esté cambiando sin cesar. La angustia quiere eliminar la realidad del pecado, mas no del todo, sino hasta cierto punto. O, dicho con mayor exactitud, la angustia acepta hasta cierto punto la permanencia de la realidad del pecado, pero, nótese bien, solamente hasta cierto punto. Por eso no es nada extraño que incluso se ponga a jugar un poco con las categorías cuantitativas. Sí, cuanto más desarrollada sea la angustia, tanto más lejos llevará ese juego. ¡Ah!, pero tan pronto como las bromas y el pasatiempo de la determinación cuantitativa pretendan trabar al individuo dentro del salto cualitativo —que está al acecho como el oso hormiguero que espera, en el embudo abierto en la arena blanda, a que aparezcan las hormigas—, tan pronto como eso suceda, la angustia empezará a retirarse con toda cautela, refugiándose primero en un reducto que se pueda defender y todavía sin pecado, y luego irá a refugiarse en otro. Porque es una cosa muy rara que se dé una conciencia de pecado unida profunda y seriamente con la expresión del arrepentimiento. Sin embargo, por consideración a mí mismo, por consideración alas ideas y al mismo prójimo, tendré mucho cuidado para no expresarme en este caso del modo en que probablemente lo hubiese hecho Schelling, el cual en alguna parte nos habla del genio de la acción en el mismo sentido en que pudiera hacerlo acerca del genio de la música, etc., etc. Así es como algunas veces, incluso sin caer en la cuenta de ello, se llega a destruirlo todo con una sola palabra que pretende ser explicativa. Todo se ha perdido, desde luego, si cada hombre no participa esencialmente en lo absoluto. Por eso, en la esfera de lo religioso no se debe hablar acerca del genio como si se tratara de un don especial que solamente se les concede a algunos individuos; porque el don consiste aquí en que se quiera, y a quien no quiera se le ha de guardar al menos la consideración de no tenerle lástima. El pecado, hablando en términos éticos, no es ninguna situación. Por su parte, toda situación es siempre la última aproximación psicológica con respecto a la situación inmediata. Ahora bien, la angustia nunca deja de estar presente como posibilidad de la nueva situación. En la situación primeramente descrita, en la letra a, la angustia es más perceptible; en cambio, en la b desaparece por momentos. Pero, a pesar de todo, en el segundo caso la angustia acecha desde fuera al individuo y, considerada desde el punto de vista del espíritu, es mayor que en ningún otro caso. La angustia en a se refiere a la realidad del pecado, de la cual hace brotar sofísticamente la posibilidad, en tanto que éticamente peca. La angustia ejecuta aquí un movimiento contrario al que realiza desde la inocencia; pues en ésta, hablando en términos de Psicología, saca la realidad de la posibilidad del pecado, si bien tal realidad a los ojos de la Ética siempre surja mediante el salto cualitativo. En b la angustia se refiere a la posibilidad extrema del pecado. Si la angustia disminuye en este punto, entonces explicaremos el hecho afirmando que la consecuencia del pecado es la que vence. c) El pecado, una vez cometido, es una realidad injustificada. Es realidad y como tal es incorporada por el individuo a la esfera de los remordimientos. Sin embargo, el remordimiento no se torna libertad del individuo, sino que en relación con el pecado queda reducido a mera posibilidad; con otras palabras, el remordimiento no puede abolir el pecado, lo único que puede es entristecerse por él. El pecado avanza en el sentido de su consecuencia y los remordimientos le siguen paso a paso, pero siempre con un instante de demora infranqueable. El remordimiento se impone a sí mismo la obligación de contemplar lo que es horroroso de ver, pero a semejanza de aquel loco Rey Lear —«¡pieza arruinada de la creación!»—[2] ha perdido las riendas del gobierno y solamente ha conservado el poder de apesadumbrarse. La angustia alcanza ahora su cima más alta. Los remordimientos han perdido la razón y la angustia se concentra en los remordimientos. La consecuencia del pecado sigue avanzando y arrastra consigo al individuo, como si fuera una mujer a quien el verdugo arrastra por los cabellos, mientras ella grita de desesperación. La angustia va delante y descubre la consecuencia antes de que ésta sobrevenga. Es como si uno mismo notase por todo su cuerpo las señales de la tormenta que se avecina. Sí, la tormenta cada vez está más próxima. El individuo se estremece hasta los huesos, igual que el caballo que con grandes resuellos se encabrita en el mismo lugar en que otra vez se espantó. El pecado triunfa. La angustia se lanza desesperada en los brazos del remordimiento, el cual osa hacer un último esfuerzo. Para él la consecuencia del pecado es una pena aflictiva y, por su parte, la perdición viene a ser la consecuencia del pecado. Todo está perdido para él, su sentencia acaba de ser pronunciada, su condenación es segura y el gravamen punitivo de su sentencia consistirá en que el individuo sea arrastrado durante la vida entera hasta el lugar de la ejecución. En una palabra, que el remordimiento se ha vuelto loco. Estas sugerencias macabras se podrán comprobar por la vida misma en no pocas ocasiones. Raramente se encontrará tal estado de alma en las naturalezas del todo corrompidas, pues, por lo general, solamente se da en las naturalezas más profundas. Sin duda es preciso poseer una originalidad bien significativa, a la par que un tesón de voluntad insensata, para no caer en las formas descritas en a y b. No hay ninguna dialéctica que sea capaz de refutar el sofisma que logra forjar en cada momento el remordimiento loco. Este remordimiento entraña una contrición que tanto en el lenguaje como en la dialéctica de la pasión le hace mucho más potente que el verdadero arrepentimiento. En otro sentido, claro está, es mucho más impotente. Sin embargo, es muy curioso ver —y no lo habrá dejado seguramente de notar todo el que haya observado este fenómeno— cuán enormes son las dotes suasorias y la elocuencia que semejante arrepentimiento despliega para desarmar todas las dificultades que se le pongan al paso y convencer de su postura a todos los que se le acercan. Esta defensa constituirá para él una distracción pasajera y en seguida lo encontraremos nuevamente sumido en su peculiar estado de desesperación. De nada servirá que otros pretendan conjurar este espanto con palabras y frases hechas. Lo único que se conseguirá por este camino es verificar a ciencia cierta que todas esas prédicas no son más que balbuceos de niño en comparación con la elocuencia elemental de que dispone el que se retuerce de remordimientos. Por lo demás, este fenómeno igualmente puede presentarse en relación con la sensibilidad —caso de la bebida, los estupefacientes, el libertinaje, etc.— como en relación con las facultades superiores del hombre —soberbia, vanidad, ira, odio, terquedad, perfidia, envidia, etc.—. El individuo, por ejemplo, puede arrepentirse de sus arrebatos coléricos, y cuanto más profunda sea su naturaleza, tanto más hondo será el arrepentimiento. Pero éste no le puede hacer libre, en esto se equivoca. ¿Qué le pasa a nuestro hombre? Que cuando aparece de nuevo la ocasión —ocasión que la angustia ya había descubierto de antemano— se ponen a vacilar todas sus ideas y la angustia chupa la fuerza del arrepentimiento. Entonces le entran vértigos y es como si la cólera hubiese vencido otra vez. Nuestro hombre presiente ya la nueva ola de contrición que inundará su libertad en el momento siguiente, pero llega este momento y la que vence es la cólera. Cualquiera que sea la consecuencia del pecado, el hecho de que aparezca el fenómeno con las debidas proporciones será siempre un signo de una naturaleza más profunda. El que este fenómeno se vea raramente en la vida —esto es, que haya que ser observador para descubrirlo con mayor frecuencia— se debe a que es algo que se oculta y muchas veces es desalojado del todo, por ejemplo, cuando los hombres usan algunas reglas de prudencia con las que hacen abortar este feto de la vida suprema. Los hombres no quieren complicarse las cosas y saben que basta aconsejarse con fulano y mengano para verificar, sin otro expediente, que se es una persona normal como lo son la mayoría y, además, nunca faltarán dos señores responsables que atestigüen que la cosa es así. Desde luego, el medio más probado para librarse de las inquietudes del espíritu es hacerse inespiritual cuanto primero mejor. Si esta operación se realiza a tiempo, entonces todas las cosas irán a las mil maravillas. Y en lo que respecta a las inquietudes del espíritu, lo mejor será dar con una explicación que las niegue o que, a lo sumo, afirme que han de ser consideradas como ficciones poéticas demasiado picantes. En los tiempos antiguos el camino de la perfección era estrecho y solitario, y la peregrinación por este camino siempre estaba sujeta a descarríos, siempre expuesta a las violencias ladronescas del pecado y siempre acosada por las flechas del pasado, tan peligrosas como aquellas de las hordas escitas; ahora, en cambio, se viaja hacia la perfección en tren y en buena compañía, y sin que uno se entere de nada —de lo concerniente a la perfección, se entiende— ya se está en la meta. Lo único que de veras puede desarmar los sofismas de los remordimientos es cabalmente la fe, o sea, el coraje de creer que esa misma situación es un nuevo pecado y el coraje de renunciar a la angustia sin angustia. Pero sólo la fe puede llevar a cabo esta obra, sin que por ello aniquile la angustia, sino arrancándose constantemente y con eterna frescura de las garras de la misma. Sólo la fe puede llevar a cabo esta obra, ya que solamente en la fe es posible la síntesis, y esto eternamente y en cada momento. Fácilmente se comprende que todo lo que acabamos de exponer pertenece a la Psicología. Para la Ética toda la cuestión estriba en que se emplace debidamente al individuo en relación al pecado. Conseguido esto, ya tenemos al individuo arrepintiéndose en el pecado. Y en ese mismo momento, viendo la cosa desde la idea, pasa a ser incumbencia de la Dogmática. El arrepentimiento es la suprema contradicción ética; en parte porque la Ética, al no exigir más que la idealidad, tiene que contentarse con constatar la llegada del arrepentimiento; y, en parte, porque el arrepentimiento resulta dialécticamente ambiguo con respecto a lo que tiene que suprimir. Esta ambigüedad sólo la suprime la Dogmática por medio de la reconciliación, en la cual se esclarece el concepto del pecado original. Además, el arrepentimiento retarda la acción, siendo esta última la propiamente reclamada por la Ética. Por fin, el arrepentimiento no tiene más remedio que convertirse en objeto de sí mismo, ya que el instante del arrepentimiento se convierte en un déficit de la acción. Por este motivo tenemos que considerar como auténtica explosión ética, llena de energía y coraje, la de aquellas palabras del viejo Fichte cuando afirmaba que no había tiempo para arrepentirse. Claro que Fichte se quedó así sin llevar el arrepentimiento hasta su mismo extremo dialéctico, donde aquél una vez puesto pretende eliminarse con un nuevo arrepentimiento y en donde, consiguientemente, termina por desplomarse del todo. En este párrafo —cosa que también se puede afirmar, en general, acerca de todo este libro— han quedado expuestas las que desde el punto de vista psicológico podríamos llamar posiciones psicológicas de la libertad frente al pecado o, si se prefiere, estados psicológicos aproximativos. Pero, en ningún caso, pretenden ser explicaciones éticas del pecado. 2. La angustia ante el bien (lo demoníaco) En nuestro tiempo se oye hablar mucho menos que antes acerca de lo demoníaco. Por lo general ya no se atiende para nada a aquellos pasajes aislados que el Nuevo Testamento nos ofrece sobre este punto. Los teólogos, por su parte, prefieren explicar dichos pasajes recurriendo a ciertas observaciones más o menos profundas en torno a uno que otro pecado contra la naturaleza. En estas observaciones se pueden encontrar a su vez no pocos ejemplos de cómo la bestialidad ha llegado a alcanzar tanta fuerza sobre el hombre que éste casi estaba manifestándose de una forma típicamente animal en algunos de sus sonidos inarticulados, o en la mímica y en la mirada. En esto, naturalmente, hay grados. A veces, la bestialidad alcanza una marcada preponderancia en los rasgos faciales del hombre —lo que Lavater llamaría: su expresión fisonómica—, otras veces se trata solamente de un cierto reverbero, algo así como un relámpago que cruza por el rostro humano y nos delata lo que hay allá dentro. En relación con esto último, ¿quién de nosotros no ha comprobado alguna vez cómo una mirada o un gesto de locura repentinos, más rápidos incluso que el instante más fugaz, hacían parodia, burla y chacota del hombre inteligente, sesudo e ingenioso con quien estábamos conversando? Las acotaciones de los teólogos sobre el particular puede que sean totalmente exactas, pero lo que aquí importa es el fondo del problema. Generalmente se describe este fenómeno de tal manera que resulta evidente a todas luces que aquello de que se está hablando es la esclavitud del pecado. Yo no acierto a describir mejor este estado que recordando aquel juego en el que dos se ocultan bajo una capa para hacerse pasar por una sola persona y, naturalmente, mientras la una habla, la otra gesticula al tuntún, sin que sus gestos guarden ninguna relación con las palabras que se dicen. Éste es, poco más o menos, el modo con que el bruto se ha revestido de la figura del hombre, caricaturizándole constantemente con sus gesticulaciones y tarascadas. Sin embargo, la esclavitud del pecado no es todavía lo demoníaco. Una vez que el hombre peca y permanece en el pecado son posibles dos formaciones o grupos, de los cuales uno ya ha quedado descrito en el apartado anterior. Si no se atiende a esto, es imposible definir lo demoníaco. En la primera formación tenemos que el hombre está en pecado, pero se angustia por el mal. Esta formación, vista desde una perspectiva más elevada, se halla en el bien; pues, por eso mismo, tiene el individuo angustia del mal. La segunda formación es lo demoníaco. El individuo está en el mal y se angustia ante el bien. La esclavitud del pecado es una relación forzada con el mal, pero lo demoníaco es una relación forzada con el bien. Por eso, lo demoníaco sólo aparece debidamente cuando es acosado por el bien, el cual se le acerca por fuera de su límite. En este sentido es muy digno de notar cómo en el Nuevo Testamento lo demoníaco sólo llega a manifestarse cuando Cristo hace acto de presencia en su contorno. Y, entonces, ya sean los demonios legión —véanse Mt., VIII, 28-34; Me., V, 1-20; Le., VIII, 26-39—, ya se trate de un demonio mudo —Le., XI, 14—, el fenómeno siempre es el mismo, es decir, de angustia ante el bien; pues la angustia puede expresarse con igual perfección en la mudez que en el grito. El bien significa, como es obvio, la reintegración de la libertad, la redención, la salvación, o como se la quiera llamar. En los tiempos antiguos se hablaba con mucha frecuencia acerca de lo demoníaco. Claro que aquí no tiene mayor importancia el hacer estudios —o el haberlos hecho con anterioridad— que lo pongan a uno en forma para recitar o simplemente citar un montón de libros curiosos y eruditos. Bastará con que se bosquejen sin mayor dificultad los diversos puntos de vista, todos ellos posibles e incluso reales en distintas épocas determinadas. Esto, desde luego, puede encerrar su importancia, una vez que la diversidad de puntos de vista nos podrá conducir hasta la definición del concepto que se busca. En primer lugar, lo demoníaco puede enfocarse desde el punto de vista estético-metafísico. En este caso el fenómeno cae dentro de categorías tales como desgracia, destino, etc., permitiendo ser considerado por analogía con la demencia congénita u otras desgracias similares. El fenómeno provoca entonces compasión. Pero del mismo modo que estar siempre ardiendo en puros deseos es la más vil de todas las habilidades del solitario empedernido, así también la compasión, en el sentido en que se la toma de ordinario, suele ser la más miserable entre todas las virtuosidades y destrezas de los que viven en sociedad. La compasión, en ese sentido, está muy lejos de beneficiar al que sufre, más bien es una tapadera que encubre el propio egoísmo. Porque no resulta nada cómodo el ponerse a pensar profundamente en semejantes fenómenos y la compasión nos sirve como de salvoconducto para seguir transitando por la superficialidad. La compasión solamente cobrará su auténtico sentido cuando el compasivo se conduzca en ella y con respecto al que sufre, de tal manera que comprenda con la mayor rigurosidad que es su propia causa la que está en juego…, sólo será auténtica compasión cuando el compasivo sepa identificarse con el que sufre de tal suerte que su lucha por buscar una explicación al mal del otro sea también una lucha por sí mismo, habiendo renunciado de antemano a todo lo que sea vacuidad intelectual, sentimentalidad o cobardía. Y, cosa curiosa, es más que probable que el compasivo empiece entonces a darse cuenta de que el que compadece es distinto del que padece en cuanto que su sufrimiento es aún mayor. Si la compasión se comporta así con lo demoníaco, entonces ya no se tratará de proferir algunas palabras de consuelo, dar una limosnita o simplemente encogerse de hombros; pues si uno se lamenta, será porque tiene algo de que lamentarse. Es claro que lo demoníaco nos puede alcanzar a todos si ello es una cosa del destino. Esto es innegable. Sin embargo, en nuestra época llena de cobardía se hace todo lo posible con el fin de mantener a distancia cualquier pensamiento recoleto. Para conseguirlo se recurre a toda clase de distracciones y de empresas sonadas a bombo y platillo, algo así como en los bosques de América se encienden fogatas y se dan alaridos o golpes de címbalo para mantener alejados a los animales salvajes. A esto se debe también el que en nuestra época se sepa tan poco acerca de las más altas inquietudes del espíritu y, en cambio, todo el mundo sepa tantas cosas en torno a los innumerables conflictos frívolos entre hombre y hombre u hombre y mujer, conflictos que inevitablemente traen consigo la refinada vida de los grandes salones y las deliciosas tardes en sociedad. Pero si la auténtica compasión humana asume el papel de fiadora y deudora de los sufrimientos ajenos, entonces no tendrá más remedio que empezar poniendo en claro hasta qué punto entra en juego el destino y en qué medida lo hace la culpa. Y es preciso que esta distinción sea llevada a cabo con toda la pasión de la libertad, no solamente con una pasión apesadumbrada, sino también enérgica. De esta suerte se mantendrá dicha distinción, aunque todo el mundo se hunda, e incluso aunque uno crea que la propia entereza inamovible va a causar algún daño irreparable. En segundo lugar, lo demoníaco ha sido tratado por la vía del enjuiciamiento ético. De todos es de sobra conocido con qué espantoso rigor se lo ha perseguido, descubierto y castigado. Los hombres de nuestro tiempo se llenan de escalofríos con el solo relato de esos hechos, a la par que se ponen blandos y se enternecen con la sola idea de que en nuestra época ilustrada ya no se trate a los seres humanos de modo semejante. ¡Sea, y en hora buena! Pero ¿acaso es mucho más digna de alabanza la pura compasión sentimental? No me toca a mí juzgar o condenar aquella conducta antigua, mi oficio en este punto es de mero espectador. Con todo, creo que el hecho de que tal conducta fuese tan severa éticamente nos viene a demostrar precisamente que su compasión era de mejor quilate. Esa conducta, al pretender identificarse en espíritu con el fenómeno expuesto, no encontraba de él otra explicación sino la de la culpa. Por eso, al comportarse así, aquellos hombres estaban completamente convencidos de que el mismo endemoniado, atendiendo a su mejor posibilidad, debía en última instancia desear que se empleasen con él la máxima crueldad y rigor[iv]. ¿No ha sido —para aducir un ejemplo tomado de una esfera similar—, no ha sido acaso san Agustín el que aconsejaba diversas penas, incluso la de muerte[3] contra los herejes? ¿Acaso no tenía compasión? ¿O acaso no tendremos que decir que su conducta se diferencia de la de nuestro tiempo en que su compasión no le hacía un cobarde? Porque, desde luego, no era un cobarde, y prueba de ello es que de haber él estado en el mismo caso, no hubiera dejado de exclamar: ¡ya que he caído tan bajo, quiera Dios que haya una Iglesia que no me excluya de su redil y me abandone lejos de ella, sino más bien que use conmigo todo su poder! Sin embargo, como afirma Sócrates en alguna parte, en nuestro tiempo se teme que el médico emplee el bisturí y el cauterio, aunque no lo haga con otro fin que el de curarnos. Finalmente, se ha considerado lo demoníaco desde un punto de vista terapéutico. El tratamiento inicial ha sido el corriente: ¡polvos y píldoras…, ah, y sin que se olviden las lavativas! Es decir, que el doctor y el boticario se han puesto de acuerdo una vez más. El paciente ha quedado internado para que los demás no se amedrenten. En nuestra animosa época nadie se atreve a decirle al enfermo que se va a morir, ni se atreve a llamar al sacerdote por miedo a que aquél se muera del susto, ni tampoco se osa decirle al enfermo que otro acaba de morir de la misma enfermedad apenas hace unas horas. El paciente, pues, ha quedado internado; la compasión suele preguntar alguna vez por él, y el médico ha prometido hacer lo más pronto posible un cuadro estadístico y calcular así la media correspondiente. Y, naturalmente, cuando se haya obtenido ese promedio, todo quedará más claro que el agua. Para la perspectiva terapéutica el fenómeno es puramente algo físico y somático; y, en consecuencia, se actuará como lo suelen hacer los médicos con frecuencia y como concretamente lo hacía un médico de los cuentos de Hoffmann, esto es, atacando la pipa y afirmando al mismo tiempo: ¡la cosa es bastante grave! La posibilidad de estos tres puntos de vista tan distintos nos viene a demostrar la ambigüedad característica del fenómeno, esto es, que en alguna manera pertenece a todas las esferas, tanto a la somática como a la psíquica y a la neumática[4]. Esto indica que lo demoníaco tiene un alcance mucho mayor del que se le supone habitualmente. La explicación no es otra sino la de que el hombre constituye una síntesis de alma y cuerpo sostenida por el espíritu. Por eso, la desorganización en una de estas esferas no puede por menos de repercutir en las otras restantes. Ahora bien, si definitivamente se cae en la cuenta del enorme alcance que ello tiene, entonces es muy probable que quede al descubierto cómo no pocos entre los mismos que estudian el fenómeno se hallan implicados en él y cómo se encuentran huellas del mismo en todos y cada uno de los hombres, y esto tan de cierto como cada hombre es un pecador. Pero creo que ya va siendo hora de que precisemos un poco el concepto de lo demoníaco, después de haber visto cómo con el decurso de los tiempos ha llegado a significar las cosas más diversas y cómo, finalmente, se lo ha hecho avanzar hasta significar cualquier cosa. A este propósito no estará nada mal que se note bien desde el principio el lugar que hemos asignado al tema dentro de toda esta obra. Por lo pronto, no se puede tratar de lo demoníaco dentro de la inocencia. De otra parte, es menester desechar cualquier idea fantástica acerca de una cierta forzosidad al mal, etc., con lo que el hombre resultaría completamente malo[5]. En este punto se nos aparece clara la flagrante contradicción de aquella conducta tan severa de los tiempos pasados. Se suponía la forzosidad de que acabamos de hablar y, sin embargo, se castigaba a conciencia. El castigo, desde luego, no se daba meramente por razones de legítima defensa, sino también para salvar al delincuente…, a unos con un castigo más suave, a otros con la pena de muerte. Pero si se podía hablar aún de salvación, entonces no estaba el individuo, a pesar de todo, enteramente en poder del mal; y si es que estaba enteramente en poder del mal, ¡qué contradicción más grande el castigarle! Si nos preguntamos ahora hasta qué punto es lo demoníaco un problema psicológico, nuestra respuesta no puede ser otra sino la de que ello es un estado. Desde este estado puede brotar de continuo el acto pecaminoso particular. Pero el estado es una posibilidad, aunque en relación a la inocencia sea, a su vez, como es obvio, una realidad puesta mediante el salto cualitativo. Lo demoníaco es angustia ante el bien. En el estado de inocencia no estaba puesta la libertad en cuanto libertad, y su posibilidad constituía la angustia en la personalidad. En el estado de endemoniamiento se ha invertido esa relación. La libertad ha quedado establecida como no-libertad, pues se ha perdido la libertad. La posibilidad de la libertad es aquí nuevamente angustia. La diferencia no puede ser más absoluta, ya que la posibilidad de la libertad se manifiesta aquí en relación con una esclavitud que es exactamente lo contrario de la inocencia, pues ésta es una categoría en la dirección de la libertad. Lo demoníaco es la no-libertad que quiere clausurarse en sí misma. Sin embargo, esto siempre será una imposibilidad, puesto que tal esclavitud siempre entraña una relación, que nunca deja de existir por más que aparentemente haya desaparecido por completo. Está ahí en el fondo, y la angustia se desenmascara en el momento mismo del contacto. A este propósito, véase lo que hemos dicho antes en torno a los relatos evangélicos. Lo demoníaco es ensimismamiento y apertura involuntaria Estas dos definiciones vienen a significar de suyo la misma cosa, pues el ensimismamiento es cabalmente mutismo, y cuando éste tiene que romperse, ello ha de acontecer contra su voluntad. Porque la libertad, que está totalmente postrada en la no-libertad, se rebela al entrar en comunicación con la libertad de fuera y, en definitiva, traiciona la esclavitud en que está hundida; de la misma manera que es el propio individuo el que contra su voluntad se traiciona en medio de la angustia. Por eso, el ensimismamiento se toma aquí en un sentido completamente determinado, ya que, en el sentido en que de ordinario se usa esa palabra, muy bien puede significar la más alta libertad. Así, por ejemplo, Bruto y Enrique V de Inglaterra —mientras fue príncipe, se entiende— eran hombres taciturnos, hasta que un buen día se demostró que su reserva no fue más que una especie de pacto con el bien. Semejante reserva venía, pues, a identificarse con una cierta dilatación, y nunca se dilata una personalidad en un sentido más bello y más noble que cuando lo hace encerrándose en el seno materno de una gran idea. La libertad es cabalmente lo dilatativo. Y es precisamente a lo contrario de todo esto a lo que yo creo que se lo puede bautizar con la denominación excelente de ensimismamiento esclavizado. De ordinario, se suele emplear acerca del mal una expresión más metafísica, diciendo que es lo negativo; la expresión ética de lo mismo es justamente la de clausura, sobre todo si se atiende a los efectos del mal en el individuo. Porque lo demoníaco no se encierra en su clausura con alguna otra cosa que lo acompañe allá dentro, sino que se encierra sólo; y en esto consiste la profundidad peculiar de la existencia, a saber, en que la propia esclavitud se haga a sí misma prisionera. La libertad es siempre comunicativa —por cierto que no hay ningún inconveniente en que aquí se tenga también en cuenta la significación religiosa de este término—. La no-libertad, por el contrario, se encierra cada vez más dentro de sí misma y no desea tener ninguna comunicación. Indicios de esto se pueden observar también en todas las esferas. Ello se revela en la hipocondría, en el afán antojadizo; también se revela en las grandes pasiones, cuando éstas en su profundo desconcierto introducen la táctica del silencio[v]. Así las cosas, basta que la libertad se ponga un poco en contacto con dicha clausura para que ésta se angustie. El lenguaje habitual encierra a este propósito una expresión altamente reveladora, a saber, cuando acerca de alguien se dice que «se le traba la lengua». El ensimismamiento es cabalmente mutismo; el lenguaje y la palabra son, en cambio, lo salvador, lo que redime de la vacía abstracción del ensimismamiento. Si ahora suponemos que lo demoníaco significa X, y que la relación con ello de la libertad foránea también significa X, tendremos que la ley de la manifestación de aquello será la de romper a hablar con no poco disgusto y a la fuerza. Porque en el lenguaje radica la comunicación. De ahí que un endemoniado aparezca en el Nuevo Testamento diciéndole a Cristo, cuando le tiene ya cerca: τί ἐμοὶ Καὶ σοί[6]; e, insistiendo, afirma que Cristo viene a perderle, es decir, aquí hay angustia por el bien. También podríamos citar el caso de aquel otro endemoniado que le rogaba a Cristo que se fuera por otro camino[7]. (Cuando una persona se angustia por el mal —véase el apartado anterior— busca refugio en la salvación.) La vida ofrece abundantes ejemplos, sobre esto mismo, en todas las esferas y grados posibles. Un criminal empedernido no quiere confesarse reo por nada del mundo; en esto estriba precisamente lo demoníaco, en que no quiera comunicarse con el bien a través de los sufrimientos del castigo. Contra semejante criminal existe un método que apenas se usa. Este método es el del silencio y el de la fuerza de la mirada. Imaginad a un inquisidor que tenga la suficiente energía física y elasticidad espiritual para resistir sin aflojar siquiera ni uno solo de los músculos de su rostro, que tenga la suficiente fuerza para resistir así incluso durante dieciséis horas, y entonces veréis que al fin triunfará en su propósito de que el reo confiese como un niño. Ningún hombre que tenga remordimientos de conciencia es capaz de soportar el silencio. En cambio, si se le mete en una prisión solitaria, no hace más que embotarse. ¡Ah, pero ese silencio, mientras el juez está en la presidencia y los secretarios sólo esperan a levantar acta! ¿No constituye acaso la más honda y perspicaz de las preguntas? ¿No es, aunque admisible, la más atroz de todas las torturas? Sin embargo, que nadie crea que es fácil de poner en práctica semejante método. ¡Ni muchísimo menos! Lo único que puede forzar al mudo ensimismado a que hable es un demonio superior —pues cada diablo tiene su período de reinado—, o el bien que es capaz de guardar un silencio absoluto. Fuera de esto, que nadie se haga ilusiones, que nadie piense ser tan astuto que pueda poner en aprietos a un demonio mudo, sujetándole a un examen de calculado silencio. Porque lo más probable en este caso es que quede confundido el propio examinador y que éste termine dando muestras de tenerse miedo a sí mismo y rompiendo inevitablemente el silencio. Frente a los demonios inferiores y frente a los hombres de una naturaleza inferior —que son los que no tienen intensamente desarrollado el conocimiento serio de Dios—, siempre sale victorioso el que está herméticamente cerrado en sí mismo, y esto porque los primeros no son capaces de resistir y porque los segundos están acostumbrados a vivir inocentemente al día y con el corazón a flor de labio. Es increíble el poder que el ensimismado puede llegar a ejercer sobre tales hombres, hasta hacer que al fin casi se pongan de rodillas suplicándole una sola palabra que rompa el silencio agobiante. Pero también indigna ver que se aplasta a los débiles de ese modo. Quizá más de uno crea que cosas semejantes solamente se dan entre los jerarcas o entre los jesuitas, y que si se quiere una idea clara del fenómeno no hay más remedio que pensar en Domiciano, Cromwell, el duque de Alba o en un general de la Compañía, algo así como si éstos fueran los únicos apelativos correspondientes. Pero no son los únicos, pues se trata de una cosa mucho más frecuente. Sin embargo, es necesario ser cauto al juzgar el fenómeno, porque aunque éste sea el mismo, muy bien puede acontecer que los motivos sean totalmente contrarios; como, por ejemplo, cuando la personalidad que practica el despotismo y la tortura de la reserva descrita desea íntimamente hablar e, incluso, está esperando un demonio superior que sea capaz de poner las cosas al descubierto. Claro que también puede suceder que quien practica la tortura de la reserva se conduzca egoístamente en relación con su propia reserva. Solamente sobre este tema sería yo capaz de escribir una obra entera, y esto a pesar de no haber estado nunca ni en París ni en Londres, según es uso y regla entre los expertos de nuestro tiempo. ¡Como si de este modo se llegase a aprender gran cosa, fuera de las chácharas y sabias reflexiones de los viajantes de comercio! A un observador, supuesta la debida atención a sí mismo, le son más que suficientes cinco hombres, otras cinco mujeres y diez niños para descubrir todos los estados posibles del alma humana. Lo que yo pudiera decir a este respecto tampoco dejaría de tener su importancia, especialmente para aquellos que han de tratar con niños o mantienen alguna relación con ellos. Porque es muy importante que el niño sea edificado en la idea del ensimismamiento noble y elevado, a la par que se le arma contra los peligros del falso ensimismamiento. En el sentido de lo externo es bien fácil saber el momento preciso en el que ya se le puede dejar al niño, sin temor alguno, que ande por su propia cuenta; en el sentido espiritual ya no es tan fácil. En este último sentido la tarea es muy difícil, y no cabe liberarse de ella tomando una niñera para el vástago o comprándole unas andaderas. El arte consiste, en este caso, en estar continuamente presente y no presente, con el fin de que el niño pueda desarrollarse por sí mismo, y sin que, por otra parte, uno nunca deje de tener una clara visión de conjunto de su desarrollo. El arte consiste en dejar que el niño actúe por su propia cuenta en el máximo grado y en la mayor medida posible, pero de tal suerte que ese aparente abandono no sea óbice para que se sepa, de una manera inadvertida, todo lo que el niño hace. Para esto todos pueden encontrar fácilmente tiempo, incluso los que son funcionarios palatinos, lo que hace falta es que quieran. Porque el que quiere lo puede todo. Y, desde luego, han contraído una responsabilidad eterna tanto el padre como el educador que lo hicieron todo por el niño que se les confió, pero no supieron impedir que llegase a hacerse un reservado empedernido. Lo demoníaco es reserva cerrada y angustia por el bien. Si ahora designamos lo demoníaco por una X, y suponemos también que su contenido correspondiente es una X —adviértase bien que dentro de esta X cabe tanto lo más espantoso como lo más insignificante, tanto lo más terrible, lo que muchos quizá ni siquiera sueñan que se puede dar realmente en la vida como la bagatela de la que ninguno se preocupa[vi]—, ¿qué significa entonces la X con que podemos designar el bien? Esta X significa apertura[vii]. Esta palabra, a su vez, puede significar lo más sublime —liberación en sentido eminente —o una cosa insignificante, por ejemplo, que se diga de pronto algo que es puramente casual. Pero esta posibilidad de diversos significados nunca debe inducirnos a error, pues la categoría es la misma. Los fenómenos estudiados tienen de común el ser demoníacos, por más que la diferencia entre los mismos sea aterradora. La apertura es aquí el bien; puesto que la apertura es la primera expresión de la salvación. Por eso dice un antiguo adagio que basta atreverse a pronunciar la palabra para que desaparezca la magia de cualquier hechizo. Y ésta es también la razón de que el sonámbulo se despierte cuando se pronuncia su nombre. Los conflictos de la clausura ensimismada, al tratar de abrirse, pueden ser a su vez infinitamente diversos y revestir los más varios matices. Porque la exuberancia vegetativa de la vida espiritual no es menor que la de la naturaleza, yla diversidad de situaciones espirituales es aún mayor que la de las mismas flores. Por lo pronto, el ensimismado puede tener el deseo de que su clausura se le abra desde fuera, como si éste fuese un hecho que le acontece, estando él totalmente pasivo. Digamos, entre paréntesis, que esto es un error, ya que implicaría una relación de tipo femenil con la libertad puesta en la apertura, o con la misma apertura que es la que pone la libertad. Por ello, muy bien puede subsistir la esclavitud en que se estaba, si bien el estado del ensimismado sea ahora más feliz. En segundo lugar viene el ensimismamiento que busca la apertura hasta cierto grado, pero conservando un pequeño resto de su peculiar propiedad, con el fin concreto de comenzar a ensimismarse otra vez en cuanto le plazca. Éste es el caso de los espíritus inferiores, que son incapaces de hacer nada en grande. En tercer lugar, también puede suceder que el ensimismado desee la apertura, pero con tal de que se le mantenga de incógnito. Ésta, por su parte, es la más aguda de todas las contradicciones dentro del fenómeno del cabal ensimismamiento. Sin embargo, no faltan ejemplos de lo mismo en no pocas existencias de carácter poético. Y, finalmente, la apertura ya ha triunfado, pero en el mismo momento de su triunfo realiza el ensimismado un último intento, siendo lo bastante astuto como para convertir la apertura misma en una mixtificación y salirse con la victoria[viii]. Pero no me parece oportuno desarrollar más este tema, pues no acabaríamos nunca con él aunque nos ciñéramos a una simple mención algebraica de sus rasgos principales. ¿Qué sería si lo quisiéramos describir a fondo, o si se rompiera el silencio del ensimismado para que todos pudieran escuchar sus monólogos? Pues el monólogo es cabalmente su lenguaje habitual; por eso se dice del ensimismado, cuando se le quiere caracterizar, que es un hombre que habla consigo mismo. Pero aquí no aspiro más que a dar «allem einen Sinn, aber keine Zunge»[8] que es la amonestación que el ensimismado Hamlet les hizo a sus dos amigos. No obstante lo que acabo de decir, señalaré brevemente un conflicto especial, cuya contradicción es terrible, tanto como lo pueda ser el propio ensimismamiento. Lo que el ensimismado oculta en su clausura puede ser tan espantoso que no se atreva a manifestarlo a nadie, ni siquiera a sí mismo. Es como si tuviera la impresión de que manifestarlo equivalía a cometer un nuevo pecado o a ser tentado otra vez. Para que ocurra este fenómeno es preciso que en el individuo se dé una mezcla de pureza e impureza, mezcla que poquísimas veces se da. Por eso lo más frecuente es que suceda en aquellos casos en los que el individuo no tuvo dominio de sí mientras cometía el acto nefasto. Por ejemplo, el caso de un hombre que durante una borrachera hizo algo que luego recuerda oscuramente, aunque sabe muy bien que se trataba de una salvajada tan grande que casi le resulta imposible reconocerse a sí mismo. Otro tanto puede acontecer con un hombre que estuvo internado en un manicomio y conserva todavía un recuerdo de aquel calamitoso estado anterior. El criterio decisivo sobre si el fenómeno es o no es demoníaco nos lo dará la posición que el individuo mantenga respecto de la apertura, es decir, si quiere o no quiere penetrar y asumir con toda su libertad aquel hecho funesto. Porque el fenómeno será demoníaco tan pronto como no sea esto lo que el individuo quiere. Éste es un principio que hay que sostener con toda firmeza; de suerte que, en caso negativo, incluso el individuo que desee abrirse no dejará por ello de ser esencialmente demoníaco. Pues tal individuo tiene dos voluntades: una inferior, impotente, que es la que busca la apertura, y otra mucho más fuerte que se aferra al ensimismamiento. El hecho de que la segunda sea la más fuerte muestra bien a las claras que el individuo en cuestión es esencialmente demoníaco. Tratemos, por fin, del ensimismamiento que equivale a la apertura involuntaria. Un hombre dejará escapar tanto más fácilmente su secreto cuanto más débil sea originariamente su personalidad, o en la medida del agotamiento que la elasticidad de su libertad haya padecido al servicio de la reserva cerrada. El roce más insignificante, una mirada de soslayo o cualquier cosa parecida pueden ser harto suficientes para que se desate ese parloteo —trágico o cómico en conformidad con el contenido de la reserva misma— propio deventrílocuo. Semejante parloteo puede encerrar una expresión directa o indirecta, como en el caso del loco que traiciona su demencia señalando a otro hombre con el dedo y diciendo a la par: «¡Me resulta una persona muy antipática! ¡De seguro que está loco!». La apertura puede expresarse también en auténticas palabras, con lo que el desgraciado termina por confiarle su secreto ocultísimo al primero que se presente. O puede denunciarse en los gestos y en las miradas, pues hay miradas con las que el hombre revela involuntariamente lo que oculta en su interior. Hay miradas acusadoras que delatan algo que al espectador casi le da miedo llegarlo a comprender; hay miradas contritas y suplicantes que ciertamente no tientan nuestra curiosidad a que siga descifrando todo el contenido de los involuntarios signos telegráficos que aquéllas hacen. También puede ser verdad que, en relación con el contenido de la misma reserva, todo ello no sea de suyo más que una cosa casi cómica. Por ejemplo, cuando lo que de ese modo se revela en medio de la angustia de la involuntariedad no son más que ridiculeces, pequeñeces, mezquinas vanidades, puerilidades, alardes de una envidia mediocre, pamplinas médicas de maniático, etc., etc. Lo demoníaco es lo súbito Lo súbito es, desde otra perspectiva distinta, una nueva expresión para designar el fenómeno del ensimismamiento. Lo demoníaco se define como ensimismamiento cuando la reflexión correspondiente se hace sobre el contenido; en cambio, se define como lo súbito cuando se reflexiona sobre el tiempo. El ensimismamiento era el efecto de la negativa relación social de la personalidad. Con lo que aquél no hacía otra cosa sino cerrarse más y más a toda comunicación. Ahora bien, la comunicación es, a su vez, la expresión de la continuidad, y la negación de la continuidad es lo súbito. Podría pensarse que el ensimismamiento implicaba una extraordinaria continuidad, pero acontece exactamente lo contrario. Claro que, comparado con la insípida y sentimental dispersión de la personalidad —siempre a la caza o siempre presa de las impresiones pasajeras—, no deja aquél de tener una cierta apariencia de continuidad. Con lo que mejor puede ser comparada esta continuidad del ensimismamiento es con el vértigo característico de la peonza que, apoyada en su punta, no cesa de dar vueltas en torno de sí misma. La personalidad del ensimismado siempre mantendrá una cierta continuidad con el resto de la vida humana, a no ser que el ensimismamiento se dispare del todo por los derroteros de la completa locura, que es el lastimoso perpetuum mobile de la monotonía. Precisamente en relación a esta cierta continuidad del ensimismado con el resto de la vida humana se nos presenta ahora la aparente continuidad del ensimismamiento, antes mencionada, como lo súbito. En un momento la tenemos ahí y en el momento siguiente ya está lejos, y cuando la creímos desaparecida del todo hela de nuevo ahí íntegra y plenamente. No es posible incorporarla o transformarla en una auténtica continuidad. Ahora bien, tal manera de manifestarse es cabalmente típica de lo súbito. Si lo demoníaco fuese algo somático, entonces nunca sería lo súbito. Cuando se repite la fiebre o los arrebatos de locura, etc., siempre se llega al final a descubrir la ley de semejante repetición, y esta ley elimina hasta cierto punto lo súbito. Sin embargo, lo súbito no conoce ninguna ley. No es algo que pertenezca a los fenómenos de la naturaleza, sino que es un fenómeno psíquico, una manifestación de la no-libertad. Lo súbito es, como lo demoníaco en general, angustia ante el bien. El bien significa aquí continuidad, ya que la primera manifestación de la salvación es la continuidad. Pero mientras que la vida de la personalidad ensimismada transcurre en cierta continuidad limitada con el resto de la vida, consérvase el ensimismamiento en dicha personalidad como un abracadabra de la continuidad, comunicándose sólo consigo mismo y, en consecuencia, apareciendo siempre como lo súbito. Lo súbito, atendiendo al contenido de la reserva, puede llegar a significar algo espantoso; pero también puede acaecer que el efecto de lo súbito resulte cómico a los ojos del espectador. En este sentido toda personalidad tiene un poco de subitaneidad, de la misma manera que no hay ninguna personalidad que no tenga un pequeño acopio de ideas fijas. No es mi propósito el de seguir desarrollando este tema; solamente quisiera recordar una vez más, haciendo hincapié en mi categoría, que lo súbito siempre tiene su razón de ser en la angustia ante el bien, porque siempre se trata de ciertas cosas en las que la libertad no quiere internarse, penetrándolas. A lo súbito le correspondería propiamente, y dentro de los grupos en que se clasifican las diversas formas de la angustia ante el bien, el papel de la debilidad. Tenemos también otra vía para esclarecer cómo lo demoníaco es lo súbito. Para ello bastará que se considere desde un ángulo puramente estético el problema de cuál sea la mejor manera de representar lo demoníaco. Si se desea representar a Mefistófeles, muy bien puede dársele el papel de la réplica. En este caso, lo que se pretende no es tanto encarnar la idea peculiar de Mefisto cuanto servirse de él como agente que pone en marcha la acción dramática. Lo que quiere decir que propiamente no se representa al mismo Mefistófeles, sino que se hace de él un bosquejo más o menos difuminado, convirtiéndole en una cabeza intrigante y llena de ingeniosa malignidad. De este modo, sin embargo, se volatiliza del todo su carácter; y a este propósito tenemos una leyenda popular que ha puesto el dedo en la llaga. Cuenta esta leyenda que el diablo estuvo sentado tres mil años cavilando cómo hacer caer al hombre…, hasta que, al fin, se le ocurrió el modo de hacerlo. El acento recae aquí en esos tres mil años, y la idea que sugiere este número esprecisamente la del ensimismamiento peculiar de lo demoníaco, que siempre está incubando. Si no se quiere, pues, volatilizar a Mefistófeles del modo indicado, hay que escoger necesariamente una forma distinta de representarlo. Entonces se verá que Mefistófeles es esencialmente mímico[ix]. Las palabras más terribles, alzándose desde el abismo de la maldad, no son capaces de producir el efecto que causa la subitaneidad del salto, que es uno de los factores de lo mímico. Por horribles que puedan ser las palabras —aunque sean un Shakespeare, un Byron, un Shelley quienes rompan el silencio—, siempre conservarán el poder liberador que les es propio. Porque sin duda que toda la desesperación y todos los horrores del mal reunidos en una sola palabra nunca llegarán a ser tan terribles como el silencio mismo. Por tanto, lo mímico puede expresar muy bien lo súbito, sin que esto signifique que lo mímico en cuanto tal sea lo súbito. En este sentido es bien meritoria la representación que nos ha hecho de Mefistófeles el maestro de ballet Bournonville. ¡Qué espanto no le sobrecoge a uno cuando ve que Mefistófeles entra saltando por la ventana y se queda enhiesto en la posición del salto! Este brío en el salto —que recuerda el brinco del ave de rapiña o de la fiera salvaje— es de un efecto extraordinario, porque nos causa un espanto reduplicado, una vez que por lo general siempre arranca de una perfecta inmovilidad. Por eso Mefistófeles tendrá que andar lo menos posible, pues el andar mismo es una especie de transición al salto y encierra como un barrunto de la posibilidad de éste. Y por esta misma razón la entrada en escena de Mefistófeles en el ballet aludido no hay que tomarla como un golpe de teatro, sino como una idea muy profunda. La palabra y el discurso, por breves que sean, siempre encierran una cierta continuidad. La razón de esto, vistas las cosas totalmente en abstracto, no es otra sino la de que aquéllos tienen su resonancia en el tiempo. Por contraste, lo súbito es la completa abstracción de la continuidad, de lo anterior y de lo siguiente. Otro tanto acontece con Mefisto. Todavía no se le ha visto y, sin embargo, ya está ahí, como un relámpago, con toda su figura, y la rapidez de su aparición no puede expresarse de un modo más enérgico que haciéndole permanecer en escena en la misma actitud del salto. El efecto se debilita si el salto se convierte en marcha. En cambio, representando así a Mefistófeles, su aparición en escena nos produce el efecto de lo demoníaco, que es algo que viene más súbitamente que el ladrón en la noche, ya que a éste nos lo figuramos viniendo a hurtadillas. Pero, además, Mefistófeles revela de esta manera su propia esencia, que cabalmente en cuanto demoníaca es lo súbito. Así, es como lo demoníaco es lo súbito avanzando hacia adelante, así es como ello aparece en el hombre, así es el hombre mismo en cuanto está endemoniado, ya sea que esté plena y totalmente poseído del demonio, ya sea que éste lo habite solamente en una mínima parte. Así es siempre lo demoníaco, así es como le entran angustias a la no-libertad, y así es como se mueve su angustia. De aquí nace su tendencia a la mímica, no en el sentido de la belleza, sino en el sentido de lo súbito y lo abrupto. Esto es algo que puede observarse con frecuencia en la vida misma. Lo demoníaco es vacuidad y aburrimiento De la misma manera que a propósito de lo súbito he llamado la atención sobre el problema estético de la forma concreta de representación de lo demoníaco, así también ahora volveré a plantear la misma cuestión para dilucidar lo que acabo de decir. Porque tan pronto como se le conceda la palabra a un demonio y se le quiera representar, se hace también evidente la necesidad de que el artista que haya de resolver semejante problema esté bien enterado de las categorías correspondientes. El artista sabe que lo demoníaco es de esencia mímica; sin embargo, no puede llegar a lo súbito, porque se lo impide la réplica. Pero no pretende sentar plaza de chapucero, como lo sería sin duda si se creyera capaz de producir un efecto auténtico profiriendo palabras en tromba o con otros recursos parecidos. Por eso, el verdadero artista elige exactamente lo contrario, es decir, el aburrimiento. A la continuidad que corresponde a lo súbito se la podría llamar muy bien «inanición». El aburrimiento y la inanición son concretamente una continuidad en la nada. Ahora podemos interpretar de un modo algo distinto la cifra que nos da la leyenda popular anteriormente citada. Los tres mil años ya no señalan la dirección de lo súbito, sino que ese tremendo espacio de tiempo nos evoca la idea del vacío y de la aterradora falta de contenido del mal. La libertad avanza tranquila siguiendo una línea de continuidad; lo contrario de esta marcha tranquila es lo súbito, pero también lo es ese señuelo de tranquilidad que se impone a nuestra imaginación cuando vemos a un hombre que da la impresión de estar muerto y enterrado en vida. Un artista que comprenda esto verá claramente que, al mismo tiempo de encontrar la forma concreta de la posible representación de lo demoníaco, ha encontrado también una forma de expresar lo cómico. El efecto cómico puede alcanzarse exactamente del mismo modo. Porque, dejando a un lado todas las peculiares notas éticas de la maldad y sirviéndose sólo de las notas metafísicas que caracterizan la vacuidad, se logra inevitablemente lo trivial, que es algo a lo que con toda facilidad se le puede arrancar un aspecto cómico[x][9]. La vacuidad y el aburrimiento significan a su vez ensimismamiento. En relación a lo súbito, la categoría del ensimismamiento hace hincapié en el contenido. En cambio, si se toma la categoría de «lo vacío», «lo aburrido», entonces es esta categoría la que hace hincapié en el contenido, y el ensimismamiento señala entonces el continente de ese contenido. De esta manera queda completa la cadena de todo este proceso en busca de la definición del concepto, ya que la forma de la vacuidad es cabalmente el ensimismamiento. Pero lo que no se debe olvidar nunca es que, con arreglo a mi terminología, no es posible estar herméticamente ensimismado en Dios o en el bien, puesto que tal ensimismamiento significa precisamente la más alta dilatación de la personalidad. Cuanto más se desarrolle la conciencia en el hombre de este modo concreto, tanto más dilatada será su personalidad, y esto aunque por lo demás se desentienda del mundo entero. Si quisiera atenerme a las modernas terminologías filosóficas, podría afirmar que lo demoníaco es «lo negativo», es decir, una nada, como las sílfides, que por detrás están huecas. Pero no me gusta mucho usar esa expresión, ya que tal terminología está en todas las bocas y se ha hecho tan amable y fluida con semejante concurrencia que muy bien puede significar lo que a uno se le antoje. Para que yo emplease esta expresión con pleno consentimiento, tendría que significar la forma de la nada, de la misma manera que la vacuidad corresponde al ensimismamiento hermético. Con todo, lo negativo tiene el fallo de estar definido más bien hacia fuera, es decir, según la relación a la cosa que es negada; en cambio, el ensimismamiento nos define justamente la situación. Por mi parte, y atendidas las advertencias anteriores, no tengo nada que objetar contra el que quiera tomar lo negativo como expresión de lo demoníaco. Pero dudo muchísimo que tal expresión pueda quitarse de la cabeza —si me es lícita la metáfora— todas las quimeras que le han metido en ella los adalides de la Filosofía de nuestra época. Lo negativo se ha ido convirtiendo poco a poco en una figura de vodevil. Es una palabra que siempre me hace reír, de la misma manera que uno no tiene más remedio que reírse cuando en la vida real o en una de las canciones de Bellmann[10] pongo por ejemplo, se encuentra con alguno de esos personajes bufos que primero ha sido trompetero, luego guarda de consumos, después tabernero, más adelante otra vez cartero, etc., etc. Así se ha explicado la ironía como lo negativo. El primer inventor de esta explicación ha sido Hegel. Lo curioso es que Hegel no entendía gran cosa en asunto de ironías. Nadie se preocupa ya de que fuera Sócrates el primero que introdujo la ironía en el mundo yle puso nombre a la criatura. La ironía de Sócrates era precisamente el ensimismamiento, un ensimismamiento que comenzaba por abstraerse de los hombres y encerrarse consigo mismo para dilatarse en lo divino…, un ensimismamiento que empezaba por cerrar todas sus puertas —y se burlaba de los que quedaban a la parte de fuera— para hablar con Dios en secreto. Todo el mundo, en cambio, emplea hoy esa palabra a propósito de uno u otro fenómeno casual, y así cualquier cosa es ironía. A renglón seguido, vienen los repetidores que, a pesar de sus balances de la historia universal, en los que desgraciadamente está ausente toda contemplación profunda, saben tanto de los conceptos que barajan como acerca de las uvas pasas sabía aquel estudiante bonachón que al hacerle en el examen de la Escuela de Comercio la difícil pregunta: «¿De dónde vienen las pasas?», ni corto ni perezoso respondió: «Nosotros vamos a buscarlas a la tienda de la esquina». Volvamos otra vez a nuestra definición de lo demoníaco como angustia ante el bien. Sin duda que lo demoníaco no sería angustia del bien si, por una parte, la propia esclavitud no lograra plenamente cerrarse en símisma ehipostasiarse, y si, por otra parte, no fuese precisamente eso lo que aquélla busca de continuo[xi]. Claro que en esto último se da una enorme contradicción, a saber, que la propia esclavitud quiera algo cuando cabalmente ha perdido la voluntad. Por todas estas razones no es nada extraño que la angustia se manifieste en este caso con mayor nitidez que nunca en el mismo momento del contacto. Añadamos que el endemoniamiento total tiene la misma calificación que el parcial. En este sentido importa muy poco que el endemoniamiento de una personalidad concreta signifique algo terrible, o sea, tan pequeño como lo pueda ser una mancha en el sol o una insignificante pinta blancuzca en un ojo de gallo. Todos los endemoniados sienten la misma angustia ante el bien, tanto los que lo están en una parte pequeñísima como los que lo son de pies a cabeza. La servidumbre del pecado, desde luego, es también no-libertad, pero su dirección, según se expuso anteriormente, es bien distinta y su angustia lo es ante el mal. Si no se mantiene esto con ahínco, entonces no se puede explicar absolutamente nada. La no-libertad o lo demoníaco es, pues, un estado. Así es considerado por la Psicología. La Ética, por el contrario, sólo atiende a cómo de ahí brota constantemente el nuevo pecado; pues solamente en el bien se da la unidad de la situación y del movimiento. La libertad, sin embargo, puede perderse de diferentes maneras y, en consecuencia, lo demoníaco también será de diversa índole. Ahora pretendo considerar esta diversidad bajo las rúbricas siguientes. Primero: la pérdida somático-psíquica de la libertad. Segundo: la pérdida neumática de la libertad. El lector ya habrá visto bien claro, después de todo lo que he dicho, que tomo el concepto de «lo demoníaco» muy ampliamente, si bien esta amplitud no sea más vasta que la que el mismo concepto alcanza en la realidad. De poco sirve convertir lo demoníaco en una especie de monstruo prehistórico que nos llena de pavor y en seguida se echa en olvido…, puesto que ya hace muchos siglos que no ha vuelto a aparecer en el mundo. Esta suposición es una insensatez enorme, pues acaso nunca haya estado lo demoníaco tan extendido como en nuestros tiempos. ¡Sólo que en la actualidad aparece especialmente en las esferas espirituales! 3. La pérdida somático-psíquica de la libertad No es mi propósito desarrollar aquí una pomposa investigación filosófica sobre la relación del alma y el cuerpo. No investigaré, por ejemplo, en qué sentido el alma misma llega a producir su propio cuerpo, ya se entienda esto a la manera helénica o a la alemana; o en qué sentido sea la libertad la que mediante un acto de corporización —evocando con ello una expresión de Schelling— pone su cuerpo. Todas estas cosas están aquí de más, y para cumplir mi cometido en el tema propuesto me basta decir, expresándome conforme a mis pobres medios, que el cuerpo es órgano del alma y, consiguientemente, también del espíritu. Tan pronto como cese esta relación de subordinación, tan pronto como el cuerpo se rebele y la libertad se confabule con él contra sí misma, ya tenemos que se ha introducido la no-libertad en calidad de lo demoníaco. Por si todavía hay alguno que no haya entendido con la debida exactitud la diferencia entre lo expuesto en este apartado y lo expuesto en el anterior, volveré a ponerla otra vez en claro. Supongamos que hay desorden, pero que la libertad no se ha pasado ella misma al campo de la insurrección. En este caso, naturalmente, habrá angustia, la angustia propia de toda situación revolucionaria, pero siempre —sin salirnos del caso— será una angustia del mal, no una angustia del bien. Se comprenderá fácilmente que lo demoníaco en esta esfera está sujeto a una gama inmensa de matices y grados diversos. Algunos de estos matices son tan sutiles que solamente los descubrirá el enfoque de una observación microscópica, y algunos otros tan dialécticos que será menester una gran destreza en la aplicación de la categoría para ver que tales matices se inscriben en su peculiar dominio. Así son matices de lo demoníaco, o pueden serlo, algunos fenómenos psicológicos como, por ejemplo, la exagerada sensibilidad, la irritabilidad exagerada, la tensión nerviosa, el histerismo y la hipocondría. Esto es lo que hace tan difícil el hablar de ello in abstracto; es como si sólo se dieran fórmulas algebraicas. Sin embargo, esto es todo lo que puedo hacer aquí. El caso más extremoso en esta esfera es aquel que también se suele denominar por lo común: descarrío bestial. Lo demoníaco de esta situación se revela en que respecto de la salvación se dicen las mismas palabras que dijo aquel endemoniado que aparece en el Nuevo Testamento: τί ἐμοὶ καὶ σοί. Por eso se evita cualquier contacto, ya sea que éste se presente realmente y a los ojos del individuo como una amenaza que viene a echarle una mano para que recupere la libertad, ya sea que ese contacto sea del todo fortuito. Esto último ya es bastante, pues la angustia tiene una agilidad extraordinaria. De esta manera no es extraño que la réplica —la cual delata bien a las claras el horror de toda esa situación— de semejante endemoniado sea casi siempre: «¡Ya sé que soy un desgraciado, pero déjame en paz!». Tampoco es raro oírle decir a uno de estos individuos, mientras saca a colación una determinada época de su vida pasada: «¡Ah, en aquel tiempo quizá hubiera podido ser salvado!». Indudablemente que no se puede imaginar una réplica más tremenda que ésta. A este individuo no le angustia el castigo, ni las palabras tronantes; angústiale, en cambio, cualquier palabra que pretenda ponerse en relación con la libertad totalmente hundida en la esclavitud. También existe otra forma típica de expresión para la angustia contenida en este fenómeno. Muchas veces se da entre semejantes endemoniados una compenetración en la que se asocian tan angustiosa e indisolublemente que no hay amistad comparable con su intimidad. El médico francés Duchatelet nos ofrece algunos ejemplos de esto en su obra[11]. Además, esta sociabilidad de la angustia se manifestará por todas partes dentro de esta esfera. La misma sociabilidad nos confiere una certeza de la presencia de lo demoníaco. Porque cuando nos encontramos con la situación análoga como expresión de la servidumbre del pecado, no se manifiesta la sociabilidad, ya que la angustia es entonces por el mal. Y con esto doy por terminada mi investigación sobre el particular. La cosa principal para mí es en este caso tener en orden mi esquema. 4. La pérdida neumática de la libertad a) Observaciones generales Esta serie o forma de lo demoníaco está muy extendida, y en ella nos topamos con los más diversos fenómenos. Lo demoníaco, naturalmente, no depende del diverso contenido intelectual, sino de la relación de la libertad con el contenido dado[xii] y, también, con el contenido posible en relación con la intelectualidad. Y esto en virtud de que lo demoníaco puede manifestarse de muchas maneras. Citemos algunas nada más. Lo demoníaco puede manifestarse como indolencia que deja el pensar para otra vez; como curiosidad que es simplemente curiosidad; como innoble autoengaño; como voluptuosidad femenina que se abandona a los demás; como ignorancia distinguida; o, finalmente, como activismo estúpido. Desde el punto de vista intelectual el contenido de la libertad es la verdad, y la verdad es la que hace al hombre libre. Por eso precisamente la verdad es obra de la libertad, de suerte que ésta nunca deja de producir la verdad. Es claro que ahora no estoy pensando en las agudezas típicas de la Filosofía novísima, la cual sabe a la perfección que la necesidad del pensamiento es también su libertad; y, en consecuencia, al mencionar la libertad del pensamiento, no hace más que hablar del movimiento inmanente del pensamiento eterno. Tales agudezas del ingenio sólo sirven para embrollar y dificultar la comunicación entre los hombres. Por el contrario, lo que yo digo es algo muy simple y sencillo, a saber, que la verdad solamente existe para el individuo en cuanto él mismo la produce actuando. Si la verdad existe de cualquier otro modo para el individuo y éste no hace más que impedir que ella exista para él del modo dicho, entonces es que tenemos delante un fenómeno peculiar de lo demoníaco. La verdad siempre ha tenido muchos anunciadores estentóreos, pero el problema está en saber si un hombre quiere reconocer la verdad profundamente —dejando que ella le penetre toda su esencia y sujetándose a todas sus consecuencias—, o si, en casos de apuro, no prefiere cualquier escapatoria o escondrijo, después de haberle dado un beso de Judas a la consecuencia. Creo que en nuestro tiempo ya se ha hablado bastante de la verdad y ya va siendo hora de que se destaquen la certeza y la interioridad, no precisamente en un sentido abstracto —al modo de Fichte—, sino de un modo absolutamente concreto. La certeza y la interioridad —que sólo se dan en la acción y sólo se obtienen por medio de la acción— son las que deciden si un individuo está o no está endemoniado. Todas las actitudes falsas quedarán desenmascaradas en cuanto quede bien fijada la categoría. Así, por ejemplo, resultará más claro que el agua que la arbitrariedad, la incredulidad, el burlarse de la religión y otras cosas por el estilo no carecen de contenido —como cree la opinión general—, sino que delatan carencia de certeza, exactamente en el mismo sentido que la superstición, el servilismo y la beatería. Los fenómenos negativos carecen justamente de certeza porque estriban en la angustia del contenido. Para mí no es ningún placer proferir juicios sensacionales sobre toda nuestra época en bloque, pero quienquiera que haya observado un poco atentamente a la generación actual estará de acuerdo conmigo si afirmo que el desconcierto que en ella reina y la causa de su angustia y de su inquietud radican sin duda en el hecho de que la certeza esté disminuyendo constantemente, y esto al mismo tiempo que la verdad crece en volumen y en sentido masivo, e incluso en claridad abstracta. Pongamos algunos ejemplos. ¿Qué esfuerzos extraordinarios, tanto metafísicos como lógicos, no se han hecho en nuestros días para encontrar una nueva prueba de la inmortalidad del alma? ¿Una prueba definitiva y que combinara con absoluta justeza todas las anteriores? Y, cosa harto notable, mientras esto sucedía, la certeza no ha dejado de disminuir. Lo que pasa es que la idea de la inmortalidad encierra en sí misma tal poder, tiene en sus consecuencias tanta fuerza y comporta tanta responsabilidad el aceptarla, que casi de seguro transformaría la vida entera del hombre de un modo que se teme. Por eso quiere uno liberarse y tranquilizar su alma forzando el pensamiento para que encuentre una nueva prueba. Pero ¿qué otra cosa es semejante prueba, sino una buena obra en el sentido puramente católico de la expresión? Añadamos, sin salirnos del ejemplo, que toda individualidad de este tipo, que sólo sepa darnos pruebas de la inmortalidad del alma, mas sin que esté personalmente persuadida de la misma, experimentará siempre alguna angustia en cualquiera de los fenómenos aquí descritos. Por cierto que la conmoción del menor de estos fenómenos le impone ya de suyo a semejante individualidad una comprensión mucho más definitiva que la que tiene acerca de lo que significa el hecho de que el hombre sea inmortal. Pero no quiere dar su brazo a torcer; al revés, le saca de quicio y le descompone horriblemente el que un hombre del todo sencillo le venga hablando de un modo totalmente sencillo sobre la inmortalidad. Claro que la interioridad puede faltar también en la dirección opuesta. Y así no es nada imposible que un partidario de la más rígida ortodoxia esté endemoniado. Este tal lo sabe todo, es sumiso ante lo santo, la verdad es para él un cúmulo de ceremonias, habla de que hay que acudir ante el altar de Dios y sabe muy bien las veces que hay que postrarse en el lugar sagrado. Sí, todo lo sabe como aquel que puede demostrar un teorema matemático usando las letras A B C, pero que no da pie con bola en cuanto use las letras D E F. Por eso siente angustias tan pronto como oye algo que no es literalmente idéntico. ¡Cuánto no se asemeja este tal a uno de esos especulativos modernos que han inventado una nueva prueba de la inmortalidad del alma, pero que habiendo caído en peligro de muerte ya no pudieron desarrollar el argumento porque no llevaban consigo sus famosos cuadernos! ¿Qué es lo que les falta a unos y a otros? Les falta la certeza. Tanto la superstición como la incredulidad son formas de la no-libertad. En la superstición se le concede a la objetividad un poder similar al de la cabeza de Medusa, es decir, el poder de petrificar la subjetividad. En este caso, la propia esclavización no quiere que se deshaga el hechizo de la objetividad por nada del mundo. En cambio, la más alta y también, aparentemente, la más libre expresión de la incredulidad es la burla. Fáltale precisamente la certeza y por eso se burla. ¿Y no evocaría la existencia de muchos burlones, si fuese posible escudriñar sus entresijos, aquella angustia que hacía exclamar al endemoniado: τί ἐμοὶ καὶ σοί? De ahí el fenómeno curioso de que haya muy poca gente que sea tan vanidosa y tan ávida de los aplausos momentáneos como lo es el burlón. Pongamos un segundo ejemplo. ¿Con qué celosa industria, con qué pérdida de tiempo, sudores y materiales de escritorio no se han esforzado los especulativos de nuestros días por encontrar una prueba definitiva de la existencia de Dios? Pero en el mismo grado en que aumentaba la excelencia del argumento parecía disminuir la certeza. Porque la idea de la existencia de un Dios, tan pronto como haya cobrado en cuanto tal una importancia concreta para la libertad del individuo, adquiere una omnipresencia que no puede por menos de representar algún embarazo para cualquier individualidad sinuosa, aunque ésta no desee precisamente hacer el mal. Se necesita, desde luego, una interioridad profunda para vivir en hermosa e íntima armonía con esa idea. Tal convivencia es una obra de arte todavía mayor que la de ser un modelo de maridos. Por eso no es nada extraño que las individualidades de ese tipo se sientan muy desagradablemente afectadas cuando oyen hablar sencilla y simplemente de que hay un Dios. La demostración de la existencia de Dios es algo que le tiene a uno ocupado, tanto metafísica como eruditamente, sólo en algunas ocasiones; en cambio, la idea de Dios trata de imponerse en todas las ocasiones. ¿Qué es, pues, lo que le falta a semejante individualidad? Le falta interioridad. Claro que, también aquí, la interioridad puede faltar en la dirección opuesta. Los llamados devotos suelen ser con frecuencia un objeto de burla para el mundo. Ellos mismos lo explican diciendo que el mundo es malo. Sin embargo, esto no es del todo verdadero. Porque el «devoto», visto desde un ángulo puramente estético, resulta cómico cuando no es libre en relación con su vida piadosa, es decir, cuando le falta interioridad. En este sentido el mundo tiene derecho a mofarse de él. ¿No sería una cosa cómica que un patizambo, incapaz de iniciar ni siquiera un solo movimiento de danza, pretendiera presentarse como maestro de baile? Pues lo mismo acontece con lo religioso. Muchas veces seles ve a tales devotos en la actitud de estar como contando en voz baja, exactamente lo mismo que aquel individuo que no puede bailar, pero que sabe perfectamente marcar el ritmo con los labios, aunque desgraciadamente nunca lo haya podido marcar con los pies y tomado parte en la danza. De esta manera sabe el «devoto» que lo religioso es absolutamente conmensurable, que no es algo que pertenezca a ciertos momentos y ocasiones, sino algo que uno siempre lo puede tener consigo. ¡Ah, pero otra cosa es la realidad! Porque cuando el devoto aludido tiene que poner en práctica la conmensurabilidad de lo religioso, entonces ya no es libre, entonces se le ve cómo musita y cuenta muy suavemente por lo bajo, y cómo, a pesar de todos sus susurros, se arma un lío y todo lo precipita con sus miradas célicas, sus manos entrecruzadas, etc., etc. Ésta es la razón de que semejantes individuos se angustien tanto cuando chocan con cualquier otro individuo que no se ajuste a su misma pauta. Y entonces, para recobrar fuerzas, tienen que recurrir a consideraciones de tanto peso como la de que el mundo odia a la gente piadosa. La certeza y la interioridad son, pues, la subjetividad, aunque no en un sentido completamente abstracto. En general, la desgracia del saber contemporáneo está en que todo se haya vuelto tan enormemente grandioso. La subjetividad abstracta es exactamente tan difusa e incierta como la objetividad abstracta, y a ambas les falta la interioridad en el mismo grado. Si se habla in abstracto de la cosa anterior, entonces no se la ve claramente, y en este caso es correcto afirmar que la subjetividad abstracta carece de contenido. Pero si se habla de ello in concreto, entonces la cosa es muy clara; pues a la individualidad que quiere hacer abstracción de sí misma le falta cabalmente interioridad, del mismo modo que le falta a la individualidad que se convierte en un simple maestro de ceremonias. b) Esquema del fenómeno en que la interioridad está excluida o ausente La ausencia de interioridad es siempre una categoría de la pura reflexión. Por esta razón será doble cualquiera de las formas de este fenómeno. Es probable que se esté poco inclinado a comprenderlo así, puesto que se ha hecho una costumbre tan inveterada el hablar de las categorías propias del espíritu de una manera completamente abstracta. De ordinario se suele poner la inmediatez frente a la reflexión —o interioridad—, y a renglón seguido viene la síntesis —o sustancialidad, subjetividad e identidad—, llamándose esta última, a su vez: razón, idea o espíritu. Pero en el dominio de la realidad misma no sucede así. En este dominio la inmediatez es también inmediatez de la interioridad. Por eso la falta de interioridad sólo sobreviene con la reflexión. Por lo tanto, cualquier forma de falta de interioridad será o actividad-pasividad opasividad-actividad, y tanto en un caso como en el otro siempre radicará en la autorreflexión. La misma forma, a medida que se torne más y más concreta la determinación de la interioridad, recorrerá una considerable gama de matices. Un proverbio muy antiguo dice que entender y entender son dos cosas bien distintas. Y ésta es la pura verdad. La interioridad es un entender; pero, en concreto, se trata de cómo ha de entenderse este entender. Entender un discurso es una cosa, y otra muy distinta entender aquello en que el discurso hace hincapié; entender lo que uno mismo dice es una cosa y entenderse a sí mismo en lo dicho es otra bien distinta. Cuanto más concreto sea elcontenido de la conciencia, tanto más concreta será la comprensión, y tan pronto como ésta quede fuera en relación con la conciencia, estaremos ante un fenómeno de esclavitud en trance de acabar con la libertad. Tómese, por ejemplo, una conciencia religiosa bastante concreta, es decir, una conciencia que contenga además un momento histórico. En este caso la comprensión ha de responder a esa circunstancia señalada. De ahí que puedan darse en este punto ejemplos de dos formas análogas de lo demoníaco. Así, cuando un ortodoxo rígido emplea toda su diligencia y toda su erudición en demostrar que cada palabra del Nuevo Testamento proviene de tal o cual apóstol, da muestras con ello de que su interioridad va desapareciendo poco a poco, hasta que en definitiva acaba por entender algo completamente distinto de lo que quería entender. Cuando, por otra parte, un librepensador emplea toda su agudeza en mostrar que el Nuevo Testamento ha sido escrito lo más pronto en el siglo II, lo que demuestra con ello, sobre todo, es que tiene miedo de la interioridad; a esto se debe su tozudo empeño por catalogar el Nuevo Testamento entre todos los demás libros[xiii]. El contenido más concreto de una conciencia es cabalmente la conciencia de sí, la conciencia del individuo mismo. Ésta no es la conciencia del yo puro, sino simplemente la conciencia del propio yo, el cual es tan concreto que ningún escritor, ni el del léxico más rico ni el que haya poseído la máxima fuerza en la expresión plástica, ha logrado jamás describir un solo yo semejante, y esto por la sencilla razón de que cada uno de los hombres es semejante yo de una manera exclusiva. Esta conciencia del propio yo no es una mera contemplación. Quien crea tal cosa muestra bien a las claras que no seha entendido a símismo. ¿No ha comprobado acaso que él mismo está, simultáneamente, en trance de devenir? ¿Cómo iba a ser entonces un objeto acabado de la contemplación? Por lo tanto, esta conciencia del yo es un acto, y este acto es a su vez la interioridad. Y tantas veces como la interioridad no responda a esa conciencia, otras tantas tendremos una forma de lo demoníaco, en cuanto que la falta de interioridad se manifieste como angustia de su adquisición. Si la ausencia de interioridad ocurriese de un modo mecánico, entonces perderíamos el tiempo y las energías hablando de ella. Pero no es éste el caso, sino que en todo fenómeno correspondiente se da una actividad, aunque ésta empiece con una pasividad. Los fenómenos que comienzan con una actividad son los que saltan más a la vista y, como es natural, su comprensión es mucho más fácil. Lo grave aquí es que suele olvidarse que esta activi dad trae a la zaga una cierta pasividad, y que al hablar de lo demoníaco nunca se toma en consideración el fenómeno opuesto. Ahora desarrollaré algunos ejemplos para mostrar que el esquema dado es correcto. Incredulidad-superstición. Son dos formas absolutamente paralelas. Ambas carecen de interioridad, y la sola diferencia está en que la incredulidad se muestra pasiva en medio de una actividad y la superstición es activa dentro de una pasividad. Una de estas formas, si se quiere, es más masculina y la otra es más femenina, pero el contenido de ambas siempre será la autorreflexión. Desde un punto de vista esencial son totalmente idénticas. Tanto la incredulidad como la superstición son angustia por la fe. La incredulidad, sin embargo, comienza con la actividad propia de la no-libertad, mientras que la superstición tiene su comienzo en la pasividad de la misma. Por lo general, solamente se considera la pasividad de la superstición y por eso, según se apliquen categorías ético-estéticas o éticas, parece menos distinguida o más disculpable. En la superstición, desde luego, hay una debilidad que fácilmente puede llamar a engaño; no obstante, siempre ha de haber en ella toda la actividad que sea necesaria para que pueda conservar su pasividad. La superstición es incrédula consigo misma y, al revés, la incredulidad es supersticiosa en el mismo sentido. El contenido de ambas es la autorreflexión. La comodidad, la cobardía y la pusilanimidad de la superstición encuentran mejor permanecer en ella que abandonarla; la terquedad, el orgullo y el envalentonamiento de la incredulidad estiman, por su parte, que es más audaz permanecer en ella que abandonarla. La forma más refinada de semejante autorreflexión siempre será aquella que trate de hacerse interesante a sus mismos ojos, deseando salir de tal situación, aunque en realidad siga en ella con no poca satisfacción propia. Hipocresía-escándalo. Son también dos formas paralelas. La hipocresía comienza con una actividad, el escándalo con una pasividad. Por lo general, al escándalo se le juzga con mayor suavidad; de hecho, si el individuo permanece en él, se necesita que ponga en juego una actividad tan grande que mantenga en vilo los sufrimientos del escándalo y no los suelte nunca. En el escándalo hay una receptividad —pues un árbol y una piedra no se escandalizan— que tiene que entrar en cuenta al abolir el escándalo. En cambio, la pasividad del escándalo se encuentra más a gusto permaneciendo tranquila donde está y dejando, por así decirlo, que las consecuencias del escándalo se vayan aumentando con los intereses simples y con los intereses compuestos de la misma cuenta. Por eso la hipocresía es escándalo de sí mismo, y el escándalo es hipocresía consigo mismo. A ambos les falta interioridad y no se atreven a entrar en símismos. Ésta es la razón de que toda hipocresía termine siendo hipocresía con uno mismo, ya que el hipócrita se escandaliza en definitiva de sí mismo o, dicho con otras palabras, se convierte a sí mismo en objeto de escándalo. Y ésta es también la razón de que todo escándalo —si no es eliminado— termine siendo hipocresía ante los demás, puesto que el escandalizado, mediante la profunda actividad con la que persevera en el escándalo, ha convertido en otra cosa muy distinta aquella receptividad de que hablábamos antes, y por eso ahora no tiene más remedio que ser hipócrita ante los demás. No es la primera vez que se ha dado en la vida el caso de un individuo escandalizado que al final empleó el escándalo como una hoja de parra para cubrir lo que hubiese estado mucho mejor tapado con un manto de hipocresía. Orgullo-cobardía. El orgullo comienza con una actividad, la cobardía con una pasividad, pero por lo demás son idénticos. Efectivamente, en la cobardía hay toda la actividad que sea necesaria para que la angustia del bien pueda mantenerse. El orgullo es una profunda cobardía. Es tan cobarde que no quiere comprender la verdadera esencia del orgullo. Por eso, tan pronto como se le impone esa comprensión, se acobarda, se desvanece como un estampido y estalla como una pompa dejabón. La cobardía, por su parte, es un profundo orgullo. Pues es tan pusilánime que no quiere comprender ni siquiera las exigencias del orgullo mal entendido. Pero, cabalmente al encogerse de esa manera, muestra bien a las claras su orgullo, al mismo tiempo que no deja de anotar en su cuaderno que hasta la fecha no ha sufrido ninguna derrota. Esto significa que la cobardía se enorgullece según la expresión negativa del orgullo, es decir, en cuanto nunca ha sufrido todavía ninguna pérdida. En la vida, sin duda, se ha dado también el caso de un individuo muy soberbio que a la par era lo bastante pusilánime como para nunca atreverse a nada, como para querer ser lo menos posible, con el fin, claro está, de no ser herido en su orgullo. Aquí se podía hacer un experimento curioso. A saber, poner uno junto a otro a un individuo de carácter soberbio-activo y a un individuo de carácter soberbio-pasivo. ¡Entonces veríamos, precisamente en el momento en que el primero se hundía, cuán soberbio de raíz era el cobarde![xiv]. c) ¿Qué son la certeza y la interioridad? Dar una definición sobre el particular es ciertamente muy difícil. No obstante he aquí mi respuesta: son seriedad. Ésta es una palabra que la entiende cualquiera. Pero, por otra parte, no deja de ser una cosa bastante curiosa que ésa sea precisamente una de las palabras en que menos se medita. Después de haber asesinado al rey, prorrumpe Macbeth en estas palabras: Vonjetzt gibt es níchts Ernstes mehr im Leben: Alles ist Tand, gestorben Ruhm und Ghade! Der Lebenswein íst ausgeschenkt![12]. Macbeth, desde luego, era un asesino, y por eso tienen estas palabras en su boca una verdad que sobrecoge de espanto. Pero no sólo Macbeth, sino cualquier individuo que haya perdido la interioridad puede afirmar también con toda razón: «der Lebenswein ist ausgeschenkt», sin dejar de añadir por los mismos motivos: «Jetzt gibt es nichts Ernstes mehr im Leben, alles ist Tand». Porque la interioridad es cabalmente el manantial que salta hasta la vida eterna, y lo que brota de este manantial es precisamente seriedad. Cuando el Eclesiastés dice que «todo es vanidad», está pensando concretamente en la seriedad. Por el contrario, cuando después de haber perdido la seriedad se afirma que todo es vanidad, tal afirmación puede representar a su vez: o bien una expresión activo-pasiva de aquella pérdida —caso de la obstinación en la melancolía— o bien una expresión pasivo-activa de la misma —caso dela frivolidad y dela chocarrería—. Ambos casos nos ofrecen sobrada oportunidad tanto para llorar como para reír, pero la seriedad se ha perdido. No existe, que yo sepa, ninguna definición de la seriedad. Esto me alegra, no precisamente porque sea un entusiasta del pensar moderno que ha abolido la definición y en el que todo se escurre y precipita, sino porque respecto de los conceptos existenciales siempre denota buen tacto el abstenerse de las definiciones. En efecto, ¿cómo podría recogerse dentro de la forma de la definición lo que cada uno ha entendido de una manera completamente distinta y lo que cada uno ha amado de un modo absolutamente peculiar? ¿Y quién no experimentará una marcada repugnancia a encerrar todo esto en unas definiciones que tan fácilmente nos lo convierten en algo extraño y muy diverso? Al hombre que ama de veras no le proporcionará apenas ningún placer ni satisfacción, y mucho menos ningún provecho, el andar ocupado con la definición de la esencia del amor. Quien viva todos los días, y con más razón los festivos, en trato íntimo con la idea de que existe un Dios difícilmente consentirá en echar a perder ese contacto diario —o tenerlo que dar por perdido— so pretexto de haber logrado pergeñar una definición de la esencia divina. Pues bien, lo mismo ocurre con la seriedad…, es una cosa tan seria que cualquier definición de la misma ya representa por sí sola una enorme ligereza. Y no digo esto porque mis ideas sean oscuras o porque tema caer en sospechas —de no saber a punto fijo de lo que estoy hablando— por parte de uno que otro especulativo superinteligente, es decir, uno de esos cerebros empeñados en seguir la evolución de los conceptos como el matemático sigue la de sus demostraciones y que, en consecuencia, acaban preguntándose como el matemático, aunque a propósito de cosas completamente distintas: ¿qué demuestra todo esto? No, no temo tales sospechas, pues a mi entender lo que estoy diciendo aquí demuestra cabalmente, mejor que cualquier evolución conceptual, que yo sé con toda seriedad de lo que se trata. Aunque en definitiva no me sienta inclinado a dar una definición de la seriedad o hablar de ella en el tono bromista de la abstracción, añadiré con todo algunas observaciones orientadoras. En la Psicología de Rosenkrantz[xv] encontramos una definición del talante. En la página 322 se dice que el talante es la síntesis del sentimiento y de la conciencia del yo. En la exposición anterior explica Rosenkrantz de un modo excelente: «dass das Gefühl zum Selbstbewusstsein sich aufschliesse, und umgekehrt, dass der Inhalt des Selbstbewusstseins von dem Subject als der seinige gefühlt wird. Erst diese Einheit kann man Gemüht nennen. Denn fehlt die Klarheit der Erkenntniss, das Wissen vom Gefühl, so existiert nur der Drang des Naturgeistes, der Turgor der Unmittelbarkeit. Fehlt aber das Gefühl, so existiert nur ein abstracter Begriff, der nicht die letzte Innigkeit des geistigen Daseins erreicht hat, der nicht mit dem Selbst des Geistes Eines geworden ist» —pp. 320 y 321-[13] Si ahora retrocedemos en busca de la definición que el autor nos da del sentimiento como unidad inmediata del espíritu, es decir, «seiner Seelenhaftigkeit und seines Bewusstseins»[14] según se afirma en la página 242; y se recuerda además que en la definición de la Seetenhaftigkeit está apuntada la unidad con la determinación natural inmediata, entonces tendremos, reuniéndolo todo, una representación cabal de la personalidad concreta. Ahora bien, la seriedad y el talante se corresponden entre sí de tal manera que la seriedad es una expresión más alta y al mismo tiempo la más profunda que se pueda dar de lo que es el talante. Éste es una determinación de la inmediatez; la seriedad, en cambio, es la originalidad adquirida del talante, su originalidad defendida en la responsabilidad de la libertad, su originalidad reafirmada en el goce de la felicidad beatífica. Esta originalidad del talante a través de su desarrollo histórico manifiesta precisamente lo eterno de la seriedad, y es también la razón de que la seriedad nunca pueda convertirse en hábito. Rosenkrantz trata de los hábitos solamente en la Fenomenología, no en la Neumatología; pero también en ésta han de tratarse aquéllos, pudiendo afirmar que el hábito hace su aparición en el mismo momento en que lo eterno desaparece de la repetición. Porque siempre tendremos una sucesión y una repetición mientras se adquiera y se conserve la originalidad propia dela seriedad; por el contrario, no tendremos más que un simple hábito desde el momento en que falte la originalidad en la repetición. El hombre serio lo es cabalmente por la originalidad con que se reincorpora a la repetición. Es verdad que se suele hablar acerca de que un sentimiento vivo e íntimo conserva esa originalidad, pero no es menos verdad que la intimidad del sentimiento es como un fuego capaz de enfriarse en cuanto la seriedad no lo sostenga; y, por otra parte, la intimidad del sentimiento es insegura en cuanto al estado de ánimo, es decir, que unas veces es más íntima que otras. Pongamos un ejemplo para hacerlo todo lo más concreto posible. Un párroco tiene que rezar todos los domingos y en voz alta las plegarias imperadas por la Iglesia, o tiene que bautizar cada domingo a varios niños. Supongamos que el párroco se entusiasma…, mas el fuego se irá extinguiendo poco a poco por este camino; supongamos que al ejercitar esa tarea quiera conmover a todos, estremecerlos…, pero unas veces más y otras veces menos. Solamente la seriedad es capaz de repetir lo mismo cada domingo de una manera regular y con la misma originalidad[xvi]. Pero eso mismo, a lo que la seriedad tiene que retornar con idéntica seriedad, no puede ser otra cosa que la seriedad misma; delo contrario, elresultado será la pedantería. La seriedad significa en este sentido la misma personalidad, y sólo una personalidad seria es una personalidad real, y sólo ella puede hacer algo con seriedad, puesto que para hacer algo con seriedad es necesario, sobre todo, que se sepa cuál es el objeto dela seriedad. En la vida se suele hablar con bastante frecuencia en torno a la seriedad. De fulano, por ejemplo, se dice que se ha vuelto serio considerando la cuantía de la deuda pública, y mengano tratando de las categorías, y zutano a propósito de una simple representación teatral. La ironía es la que descubre tanta seriedad por todas partes, encontrando suficiente campo para su faena; pues todo el que se torna serio a destiempo es eo ipso cómico, y esto por más que los contemporáneos —disfrazados de un modo igualmente cómico— y la opinión general de los mismos le tomen a uno muy en serio. Por eso no existe ningún criterio más seguro para medir la profundidad de la valía de un determinado individuo que el de averiguar, por sus propias manifestaciones indiscretas o sonsacándole el secreto, qué es lo que le hizo tornarse serio en la vida. Pues sin duda que todo hombre nace con talante, pero nadie nace teniendo ya seriedad. Esa expresión: «qué es lo que le hizo tornarse serio en la vida», ha de entenderse, naturalmente, en el sentido más riguroso, aplicándola a aquello que para el individuo constituya de la manera más honda el punto de arranque de su seriedad. Porque muy bien puede suceder que un individuo, después de haberse tornado serio a causa del objeto de la seriedad, trate diversas cosas de un modo evidentemente grave, pero la cuestión capital siempre será aquí si se hizo serio a propósito del objeto mismo de la seriedad. Este objeto lo tenemos todos bien a mano, puesto que tal objeto lo somos nosotros mismos. De ahí que siempre será un bufón, a pesar de toda su seriedad, el hombre que no se hizo serio respecto de sí mismo, sino respecto de otras cosas, todas quizá muy grandes y estruendosas. Ese hombre podrá engañar a la ironía durante algún tiempo, pero al final, volente Deo, acabará siendo cómico; ya que la ironía tiene celos de la seriedad. En cambio, el hombre que se hizo serio de la manera adecuada demostrará cabalmente la robustez de su espíritu cuando trate todas las demás cosas de un modo ligero, es decir, apelando unas veces al sentimiento y otras a la broma. En este caso, ¡no faltaba más!, a los bufones mistureros de la seriedad les correrá por toda la espalda un escalofrío alver que nuestro hombre toma a broma las cosas que a ellos les tornan tremendamente serios. Lo que nunca debe ignorar el hombre es que la seriedad misma no tolera ninguna broma. Si olvida esto, puede acontecerle lo que le aconteció a Alberto Magno, a saber, que se tornó de repente estúpido al pretender orgullosamente que su especulación prevaleciese sobre el misterio de la divinidad[xvii][15] O también le puede acontecer lo que le sucedió a Belerofonte, quien al servicio de la idea cabalgó seguramente en su Pegaso, pero cayó a tierra (o al mar, según otra leyenda) cuando quiso abusar de Pegaso para que éste le llevara a una cita con una mujer terrestre. La interioridad, la certeza, son seriedad. Esto tiene un aspecto un poco pobre. Si, al menos, hubiera afirmado que la seriedad es la subjetividad, la pura subjetividad o la subjetividad trascendental…, ¡entonces, desde luego, habría dicho algo con el suficiente empaque como para poner serio a más de uno! Claro que también puedo expresar lo que es la seriedad de otro modo un poco distinto. Tan pronto como falta la interioridad, cae el espíritu en lo finito. Por eso la interioridad es la eternidad o, dicho con otras palabras, es la determinación de lo eterno en el hombre. En definitiva, si de veras se quiere estudiar lo demoníaco, bastará con que se atienda solamente a las diversas maneras habituales de concebir lo eterno dentro de la individualidad. Por este camino, prontamente, se tendrá noticia cabal del fenómeno. En este sentido nos ofrece nuestra época un ancho campo para la observación. Porque hoy se habla muchísimo de lo eterno; unos lo rechazan y otros lo admiten, pero tanto los unos como los otros —atendiendo a la forma de sus negaciones o de sus afirmaciones— delatan con ello una enorme falta de interioridad. Pues carece de interioridad y de seriedad todo el que no haya entendido lo eterno de una manera adecuada, es decir, de una forma absolutamente concreta[xviii]. No es mi deseo extenderme mucho sobre este tema, pero voy a poner de relieve algunos puntos: 1. Se niega lo eterno en el hombre. En el mismo instante de negarlo ya se «ha vertido el vino de la vida», y cualquier individuo que lo niegue será un endemoniado. En cuanto se afirme lo eterno, empezará a ser lo presente una cosa distinta de lo que se quiere que sea. Se teme esta transmutación, y así es como le entran a uno angustias por el bien. Un hombre puede negar lo eterno cuantas veces quiera, incluso en la misma hora de la muerte, pero no logrará con ello quitarle totalmente su vida. A veces se admite lo eterno en un cierto sentido y hasta cierto grado, pero es temido en su otro sentido y en su grado superior. Tampoco esto sirve de nada, pues mientras selo niegue, sea poco o mucho, nunca quedará uno liberado de ello. Por cierto que en nuestros días seteme muchísimo lo eterno, y esto a pesar de que se lo reconoce con fórmulas abstractas y lisonjeras para lo eterno. De la misma manera que los distintos gobiernos viven hoy en día cohibidos por el temor a ciertas cabezas inquietas, así también no son pocos los individuos que en la actualidad viven temerosos ante una determinada cabeza inquieta que, no obstante, representa la auténtica seguridad… a los ojos de la eternidad, se entiende. En estas circunstancias no es extraño que se vocee el instante y se escamotee bonitamente la eternidad, destruyéndola, con el recurso de una vida desparramada en el mero instante. Con lo que, analógicamente, se hace bueno el dicho de que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. Pero, ¿por qué esa prisa tan espantosa? Pues si no hay eternidad, entonces el instante será ciertamente tan largo como si hubiera eternidad. Sin embargo, la angustia de la eternidad convierte el instante en una pura abstracción. Por otra parte, esa negación de la eternidad puede expresarse directa e indirectamente de muy diversas maneras. Por ejemplo, como burla, como una prosaica borrachera de sensatez, como activismo irreflexivo, como entusiasmo por lo temporal, etc., etc. 2. Se concibe lo eterno de una manera completamente abstracta. Lo eterno es como la frontera de montañas azules que limita con lo temporal, de tal suerte que el que vive con todas sus fuerzas afincado en la temporalidad nunca llega a la frontera. El individuo que otea en tal dirección es sin duda un soldado fronterizo, un soldado que está fuera del tiempo. 3. Se introduce la eternidad en el tiempo, doblegándola por medio de la fantasía. Así interpretada produce un efecto mágico. No se sabe si es un sueño o una realidad, y se tiene la impresión de que ella misma se ha puesto a jugar dentro del instante, clavándole sus ojos de una manera melancólica y soñadora, algo así como el rayo de luna que flota tembloroso en el bosque o la sala por ella iluminados. De este modo, la idea de lo eterno resulta un pasatiempo quimérico y el correspondiente estado de ánimo siempre será: ¿soy yo el que sueña, o es la eternidad la que sueña en mí? O quizá la fantasía tome la eternidad pura y simplemente como objeto suyo, sin esa ambigüedad coqueta de antes. Esta interpretación ha encontrado una expresión determinada en la tesis de que «el arte es una anticipación de la vida eterna»[16] Sin embargo, la poesía y el arte son tan sólo una reconciliación de la fantasía, de tal manera que muy bien pueden tener el acierto de la intuición, pero en modo alguno la profundidad de la seriedad[17]. Lo que se hace es acicalar la eternidad con los oropeles de la fantasía… y a renglón seguido empieza uno a tener nostalgias de aquélla. Se contempla la eternidad con unos ojos apocalípticos y se quiere hacer como de Dante, si bien el Dante, por grandes que fueran las concesiones que hizo a la fantasía, nunca suspendió la efectividad del veredicto ético. 4. La eternidad, finalmente, se concibe de un modo metafísico. Tantas veces se repite el sonsonete del yo-yo, que al fin se convierte uno mismo en lo más ridículo de todo: en el yo puro, en la conciencia eterna del yo. Tantas veces se habla de la inmortalidad, que uno termina siendo no precisamente inmortal, sino la inmortalidad misma. Pero a pesar de todo esto, se cae en la cuenta de repente de que no se ha logrado introducir la inmortalidad en el sistema y, entonces, se decide dedicarle un sitio en los apéndices. Respecto de esta ridiculez podemos recordar aquella sentencia verdadera de Poul M. Moller, según la cual la inmortalidad tiene que estar presente en todas partes. Ahora bien, si la eternidad es omnipresente, entonces la temporalidad se convierte en algo por completo distinto de aquello que desearíamos que fuese. O quizá se conciba la eternidad de un modo tan metafísico que la temporalidad quede conservada cómicamente en ella. Desde un punto de vista puramente estéticometafísico la temporalidad siempre es cómica, pues se trata de una contradicción y lo cómico radica de suyo en esta categoría. Mas si se interpreta la eternidad de un modo puramente metafísico y, a pesar de ello, se le quiere incorporar por uno o por otro motivo la temporalidad, entonces nos encontramos con no pocas cosas bastante cómicas, por ejemplo, la de que el espíritu eterno conserve el recuerdo de haber estado más de una vez en apuros económicos. Claro que todo este trabajo que se ha llevado a cabo para mantener en pie la eternidad no es más que una pena perdida y una falsa alarma. Porque ningún hombre es inmortal de un modo puramente metafísico, ni tampoco es ése el camino de que ningún hombre se llegue a convencer de su inmortalidad. En cambio si el hombre se torna inmortal de un modo completamente distinto, nunca se impondrá lo cómico. Por más que el cristianismo enseñe que el hombre ha de dar cuenta de cualquier palabra ociosa que haya dicho, y nosotros lo entendamos esto simplemente, refiriéndolo al recuerdo total de lo que hicimos —cosa de la que ya en esta vida se presentan a veces algunos síntomas clarísimos—, por más que la doctrina del cristianismo no pueda esclarecerse por contraste con nada mejor que aquella idea helénica de los «inmortales» que tenían que empezar bebiendo de las aguas del río Leteo para olvidar…, de todo esto, sin embargo, no se sigue en absoluto que el recuerdo tenga que resultar cómico, ni de una manera directa, ni tampoco indirecta. No directamente, acordándose de las ridiculeces que hicimos en la vida; ni tampoco indirectamente, como si aquellas ridiculeces debieran convertirse en decisiones esenciales. Precisamente porque dar cuenta de lo que hicimos y el juicio correspondiente son lo esencial, obrará este elemento esencial con todo lo que no lo sea como lo hacían las aguas del Leteo, es decir, borrándolo. ¡Claro que entonces también se mostrarán como esenciales muchas de las cosas que se creyeron de poca monta! Pero podemos afirmar que elalma no estuvo esencialmente presente en las bufonadas de la vida, en sus incidencias y tortuosidades. Por eso quedará todo estoborrado. ¡Desgraciada el alma que estuvo esencialmente metida en todo ello! ¡A buen seguro que para ella no tendrán todas estas cosas un significado cómico! Cuando se ha meditado a fondo en lo cómico, cuando se lo ha estudiado activamente y siempre sehan tenido ideas claras de su categoría, compréndese con facilidad que lo cómico pertenece cabalmente a la temporalidad, que es el teatro de la contradicción. Metafísica y estéticamente no es posible frenar lo cómico e impedir que acabe tragándose toda la temporalidad. Y la misma suerte correrá todo aquel que esté lo bastante desarrollado como para usarlo, pero no lo bastante maduro como para distinguir claramente una cosa de otra. En cambio, en la eternidad queda eliminada toda contradicción y lo temporal es traspasado y conservado por la eternidad. Pero en ella no hay ninguna huella delo cómico. No obstante, no se quiere meditar seriamente en la eternidad, sino que se siente angustia ante ella y la angustia busca cien escapatorias. Mas esto es cabalmente lo demoníaco. V. La angustia junto con la fe como medio de salvación En uno de los cuentos de los hermanos Grimm se relata la historia de un mozo que salió a correr aventuras con el solo fin de aprender a horrorizarse. Dejemos a este aventurero que siga su camino, sin preocuparnos ahora de si llegó o no llegó a encontrar algo capaz de infundirle espanto. Lo que sí quisiera dejar bien claro es que ésa es una aventura que todos los hombres tienen que correr, es decir, que todos han de aprender a angustiarse. El que no lo aprenda se busca de una u otra manera su propia ruina: o porque nunca estuvo angustiado, o por haberse hundido del todo en la angustia. Por el contrario, quien haya aprendido a angustiarse de la debida forma ha alcanzado el saber supremo. El hombre no podría angustiarse si fuese una bestia o un ángel. Pero es una síntesis, y por eso puede angustiarse. Es más, tanto más perfecto será el hombre cuanto mayor sea la profundidad de su angustia. Sin embargo, esto no hay que entenderlo —como lo suele entender la mayoría de la gente— en el sentido de una angustia por algo exterior, por algo que está fuera del hombre, sino de tal ma nera que el hombre mismo sea la fuente de la angustia. Sólo en este sentido ha de entenderse lo que se dice acerca de Cristo: «que se angustió hasta la muerte»; y también así se ha de entender lo que el mismo Cristo le dice a Judas: «Lo que has de hacer, hazlo pronto». Ni siquiera las terribles palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», que a Lutero tanto le horrorizaban cada vez que predicaba sobre ellas…, ni siquiera estas palabras, repito, expresan el dolor con tanta fuerza como las anteriormente citadas. La razón es bien sencilla, ya que con las últimas palabras se designa la situación en que Cristo se encontraba, mientras que con las primeras se designa la relación a un estado todavía inexistente. La angustia es la posibilidad de la libertad. Sólo esta angustia, junto con la fe, resulta absolutamente educadora. Y esto en la medida en que consuma todas las limitaciones finitas y ponga al descubierto todas sus falacias. A este propósito se puede afirmar que no ha existido ningún gran inquisidor que tuviera preparados tormentos tan espantosos como los de la angustia; y que no ha habido ningún espía que como la angustia supiera atacar con tanta astucia a los sospechosos, precisamente en el momento en que se manifestaban más débiles, o embaucándoles para que ellos mismos se metieran en el garlito como corderos; y, finalmente, que nunca ha habido un juez que con tanta perspicacia acertase a examinar una y mil veces al acusado como lo hace la angustia, la cual no le suelta en ninguna ocasión, ni en las diversiones, ni en medio del bullicio, ni en el trabajo, ni durante el día, ni durante la noche. El educando de la angustia es educado por la posibilidad, y solamente el educado por la posibilidad está educado con arreglo a su infinitud. Por eso la posibilidad es la más pesada de todas las categorías. Es verdad que generalmente se suele afirmar lo contrario, que la posibilidad es muy ligera y que la realidad es muy pesada. Pero ¿a quiénes se les oye afirmar semejante cosa? A algunos pobres diablos que no han sabido nunca lo que es posibilidad y que, por otra parte, en cuanto la realidad les ha mostrado bien a las claras que nunca sirvieron ni servirán para nada de provecho, se han puesto a refrescar de un modo falaz una determinada posibilidad. ¡Una posibilidad tan bella y tan encantadora! —a sus ojos, se entiende—, porque en el fondo, tal posibilidad, y esto en el mejor de los casos, no es más que una cierta simplicidad juvenil, de la que más bien deberían avergonzarse. Por esta razón, naturalmente, la idea que ellos tienen de la posibilidad, afirmándola tan fácil, no apunta más que a una posibilidad de dicha, éxito, etc. Pero la posibilidad no es esto. ¿Cómo lo iba a ser si sólo se trata de una invención fraudulenta para camuflar la perversión humana y así tener motivos para lamentarse de la vida y la Providencia, a la par que se tiene la oportunidad de darse uno mismo importancia? No, en la posibilidad es todo igualmente posible, y quien haya sido educado de veras por la posibilidad habrá llegado a comprender con no menor perfección las cosas que nos infunden espanto como las que nos hacen sonreír. Cuando uno de estos hombres haya pasado por la escuela de la posibilidad y sepa, con mayor seguridad que el niño conoce su abecedario, que no puede exigir absolutamente nada de la vida, que el espanto, la perdición y ruina habitan puerta con puerta a la vera de todo ser humano; cuando, por añadidura, uno de estos hombres haya comprobado a fondo que cualquier angustia que llegó a sobrecogerle en un momento dado no dejó tampoco de volver a la cita en el momento sí guiente…, entonces, sin duda, este hombre dará otra explicación de la realidad, la ensalzará y se acordará, incluso cuando la realidad sea más aplastante, que a pesar de todo ella es muchísimo más ligera que lo era la posibilidad. Solamente la posibilidad puede educar de esta manera, pues la finitud y las circunstancias finitas en que se le ha señalado un puesto al individuo sean pequeñas y vulgarísimas o hagan época en la historia, sólo educan finitamente. En este caso siempre es posible engaitar las circunstancias, siempre se puede sacar de ellas algo distinto, andar con regateos y rebajas, mantenerse uno fuera hasta cierto punto e impedir que se aprenda absolutamente nada de las mismas. Es más, de tener que sacar alguna lección de las circunstancias, es preciso que el individuo a su vez posea en sí mismo la posibilidad y forme con sus propias manos la cosa de la que ha de aleccionarse, y esto aunque en el próximo momento tal cosa no reconozca en absoluto que él la formó, sino que lo deja desarmado del todo. Ahora bien, para que un individuo sea educado de un modo tan absoluto e infinito por la posibilidad, se necesita que él, por su parte, sea honrado respecto de la posibilidad y que tenga fe. Por fe entiendo yo aquí lo que con mucha exactitud consigna Hegel —eso sí, a su modo, siempre tan típico— en alguna parte de su obra, a saber, la certeza interior que anticipa la infinitud. Si se administran honradamente los descubrimientos de la posibilidad, entonces ésta descubrirá también todas las limitaciones finitas, pero idealizándolas en la forma de la infinitud y anegando al individuo en la angustia, hasta que éste, por su parte, las venza en la anticipación de la fe. Lo que estoy diciendo quizá les parezca a muchos un discurso sombrío y mediocre. No me extraña, pues se trata de gentes que incluso sejactan de no angustiarse nunca. A estas gentes les respondería yo que ciertamente no debemos angustiamos por los hombres y por las cosas finitas, pero teniendo muy en cuenta que solamente el que haya recorrido la angustia de la posibilidad estará bien educado para no caer presa de la angustia…, no porque evite los horrores de la vida, sino porque éstos siempre serán insignificantes en comparación con los de la posibilidad. Si mi interlocutor, no obstante, insiste en la opinión de que su grandeza estriba en el hecho de no haberse angustiado nunca, entonces no tendría por mi parte ningún inconveniente, sino sumo gusto, en ofrecerle la explicación que a mí me merece el fenómeno de tal jovialidad, a saber, que todo ello es debido a su falta enorme de espiritualidad. Nunca alcanzará la fe el individuo que ande engañando a la posibilidad, que es la única que le puede educar a uno. Su fe será en este caso una mera prudencia de las cosas finitas, lo mismo que su escuela no ha sido otra que la de la finitud. Ahora bien, a la posibilidad se la engaña de todos los modos; puesto que, de no ser así, bastaría con que uno, quienquiera que éste sea, se asomase un poco a la ventana para ver que la posibilidad no necesitaba otro incidente como punto de partida de sus peculiares ejercicios. Hay un cuadro de Chodowiecki que representa la rendición de Calais[1] contemplada por cuatro temperamentos; el propósito del artista ha sido que las diversas impresiones se reflejaran en la fisonomía de los diferentes temperamentos. La vida más corriente de todas tiene sin duda bastantes acontecimientos, pero la cuestión más importante gira en torno de la posibilidad en el individuo y si éste, dentro de la posibilidad, es honrado consigo mismo. De un anacoreta indio, que había vivido dos años enteros alimentándose solamente del rocío que cae del cielo, se cuenta que vino un buen día a la ciudad y que, habiendo degustado el producto de la vid, se hizo un bebedor consumado. Esta historia, como otras muchas por el estilo, puede entenderse de varias maneras. Puede hacérsela cómica o, si se quiere, trágica. Sin embargo, cualquier personalidad que sea educada por la posibilidad tendrá bastante con una sola historia de esta clase. Porque tan pronto como haya adquirido esa educación, quedará totalmente identificada con aquel infeliz, no conociendo ningún portillo, dentro de los muros de la finitud, por el que pueda escaparse. Ahora la angustia de la posibilidad ya ha hecho presa en nuestro individuo, hasta que redimido lo tenga que depositar en los brazos de la fe. Nuestro individuo no encontrará reposo en ninguna otra parte, porque cualquier otro punto de reposo no es más que cháchara, aunque a los ojos de los hombres sea prudencia. Ésta es la razón de que la posibilidad sea tan absolutamente educadora. En la realidad nunca ha habido un hombre tan desdichado que no conservase un pequeño resto de esperanzas, y por eso dice la sensatez con no poca exactitud: el que es listo no ignora cómo salir de los apuros. En cambio, el que haya seguido el curso íntegro que la posibilidad nos da en la asignatura de las desgracias lo ha perdido todo, absolutamente todo y como nadie lo perdiera nunca en la realidad. Pero si este individuo no anduvo engañando a la posibilidad que le quería educar, si no trató de embaucar a la angustia que quería su salvación…, entonces, como contrapartida, lo volverá a recobrar todo, como nadie lo recobró nunca en la misma realidad, aunque lo recobrara todo centuplicado. La razón es bien sencilla, ya que el discípulo de la posibilidad llegó a alcanzar la infinitud, mientras que el alma del otro se fue extinguiendo en la finitud. En la realidad nadie se hundió nunca tan hondo que no pudiera hundirse todavía más, o que no existiera algún otro o muchos que se habían hundido más que él. ¡Ah, pero qué tiene esto que ver con el que se hundió en la posibilidad! ¡El vértigo se asomaba a su mirada, y sus ojos estaban tan desorbitados que ya no era capaz de divisar, mientras se ahogaba, la congruencia de los criterios que los hombres de circunstancias le proponían como tabla de salvación! ¡Y sus oídos estaban tan embotados que ya no oía las cotizaciones estupendas que se hacían de los hombres en los corros bursátiles de la época! ¡No, nuestro hombre ya no oía decir a la gente: que él era tan bueno como lo pueda ser cualquiera de la masa! Nuestro hombre, pues, se hundió del todo en la posibilidad. Pero, ¡en ese mismo momento empezó a emerger desde la profundidad del abismo y con mayor celeridad que todas las cosas gravosas y terribles de la vida! Lo que no se puede negar es que el discípulo de la posibilidad, si bien no esté expuesto como los discípulos de la finitud a entrar en relación con malas compañías o a descarriarse de uno u otro modo, sin embargo, está propenso a correr un riesgo muy grave, el del suicidio. Estará perdido, desde luego, si al comienzo de su educación característica llega a entender mal la angustia, de tal forma que ésta no le conduzca a la fe, sino que le aparte de ella. En cambio, el que se inicie bien en su formación permanecerá junto a la angustia y no se dejará engañar por sus innumerables falacias, al mismo tiempo que recordará con exactitud todo lo pasado. Por su parte, los ataques de la angustia terminarán siendo espantosos, pero, por muy tremendos que ellos sean, aquél no los rehuirá. La angustia será para él un espíritu a su servicio y le conducirá, mal que le pese, adonde él quiera. Cuando ella se anuncie, cuando ella dé a entender insidiosamente que acaba de inventar algunos medios terroríficos completamente nuevos y que ha llegado a ser más espantosa que nunca, entonces él no retrocederá, ni menos tratará de alejarla con ruidos y algarabía, sino que le dará la bienvenida y la saludará de una manera festiva, como Sócrates que hizo vibrar en el aire, a modo de brindis, la copa de la cicuta mortal. Así nuestro hombre se encerrará a solas con la angustia y como un paciente hospitalizado le dirá al cirujano en el momento mismo de comenzar la dolorosa operación: ¡estoy dispuesto! Y la angustia le inundará el alma entera y escudriñará todos sus entresijos; y, angustiando, expulsará todo lo finito y todas las mezquindades que haya en ella; y, finalmente, lo conducirá a donde él quiera. Los hombres, por lo general, desearían estar presentes en el momento de producirse uno de esos acontecimientos extraordinarios que causan sensación en la vida, o cuando un héroe histórico reúne en torno a sí a otros héroes para llevar a cabo una de sus heroicas hazañas, o cuando sobreviene una gran crisis y todo alcanza la mayor trascendencia. Es un deseo bien natural, pues todo esto —muy posiblemente— educa. Sin embargo, hay un método mucho más fácil para educarse de un modo mucho más radical. Tomad a un discípulo de la posibilidad, colocadlo en medio de los páramos de Jutlandia, donde no ocurre ningún acontecimiento, donde el mayor suceso es la estrepitosa toma de vuelo del urogallo…, pues bien, yo os digo que ese hombre tendrá una experiencia vital más perfecta, más exacta y más profunda que la que pueda tener el que, no habiendo sido educado por la posibilidad, haya cosechado los mayores aplausos en el teatro de la historia universal. Por todo ello, al formarnos para la fe, la misma angustia irá extirpando precisamente lo que es típico producto suyo. La angustia descubre el destino, pero en cuanto el individuo pretenda confiarse al destino, la angustia cambiará de dirección y mantendrá alejado al destino. Pues tanto el destino como la angustia, y tanto la angustia como la posibilidad, no son más que fórmulas mágicas. Por eso, mientras que en relación con el destino la individualidad no se transforme a sí misma de la manera aludida, nunca dejará tampoco de conservar un cierto resto dialéctico, que ninguna finitud podrá exterminar. Esto es tan evidente como que jamás perderá su fe en la lotería el individuo que no la pierda por convencimiento íntimo, sino solamente perdiendo una y otra vez siempre que juega un décimo. La angustia entra en baza, con toda presteza, tan pronto como el individuo quiera escabullirse de algo o enjuagarse en algo, e incluso tratándose de la cosa más insignificante. La cosa en sí misma quizá sea una bagatela y vista desde fuera, desde el ángulo de la finitud, quizá el individuo no pueda sacar ningún partido ni aprender nada de ella, pero la angustia no se anda con titubeos, sentencia en corto, impone en seguida el triunfo de la infinitud y de la categoría, con lo que el individuo queda desarmado. Muy bien puede suceder que semejante individuo no tema el destino en el sentido externo, sus avatares y sus derrotas; pues la angustia misma que hay en él ha suplantado con su labor educadora al destino y, en consecuencia, se lo ha arrebatado todo, absolutamente todo, como ningún destino se lo puede quitar a uno. Sócrates afirma en el Cratilo que es una cosa terrible ser engañado por uno mismo, ya que entonces siempre se tiene al embaucador en casa. Así también podemos afirmar nosotros que es una dicha inmensa tener en la propia casa un engañador de la talla de la angustia, que nos embauca de una manera piadosa y constantemente está como destetando al nulo antes de que la finitud haya tenido tiempo de ejecutar ninguna de sus chapuzas. Este tema guarda una relación especial con la situación de nuestra época. En ella, por un lado, no es nada fácil encontrar una personalidad que esté así educada por la posibilidad. Pero, por otro lado, nuestra época encierra una peculiaridad magnífica para todas aquellas personas que tengan un cierto fondo y deseen de veras conocer el bien. Porque cuanto más pacífica y sosegada sea una época, cuanto con mayor exactitud todo siga en ella su curso regular —hasta tal punto que el bien llegue a alcanzar su recompensa en este mundo—, tanto más fácilmente podrá engañarse el individuo en lo que atañe a sí mismo, no sabiendo a ciencia cierta si todas sus aspiraciones no perseguirán en definitiva un fin meramente finito, por muy bello que éste sea. Tal no es, desde luego, el cariz de nuestra época. En los tiempos que corremos no se necesita ni siquiera haber sobrepasado los dieciséis abriles para comprender que el que ahora tenga que subir al tablado del teatro de la vida se asemeja muchísimo a aquel hombre que en el camino de Jericó cayó en manos de los ladrones[2]. De ahí que el hom bre que no quiere hundirse en la miseria de la finitud no tenga más remedio hoy en día que lanzarse con todas sus fuerzas hacia la infinitud. Todo esto viene a ser como una orientación preambular en estrecha relación con la educación propia de la posibilidad. Claro que esta orientación sería completamente nula si no fuese por la misma posibilidad, en cuanto ésta colabora a que aquélla se lleve a cabo. Así las cosas, y una vez que la prudencia humana haya puesto en práctica todos sus innumerables cálculos y hasta crea haber ganado ya la partida, sobreviene la angustia —cuando en realidad todavía no se ha perdido ni ganado la partida— y le hace una cruz al mismo diablo. En llegando a este punto ya no puede nada la prudencia humana, y sus combinaciones más hábiles desaparecen como una broma ante el nuevo caso que la angustia acaba de formar, recurriendo a la omnipotencia peculiar de la posibilidad. La angustia está siempre presente, incluso cuando se trate de la cosa más insignificante, y tan pronto como el individuo, haciendo únicamente alarde de astucia, pretenda darle un giro distinto a la cosa; o tan pronto como aquél quiera zafarse de algo y todas sean probabilidades a favor de su éxito…, ya que la realidad nunca es un examinador tan exigente como la angustia. Si el individuo la rechaza, so pretexto de que la cosa en cuestión es una bagatela, entonces la angustia convertirá esa bagatela en una cosa importante, del mismo modo que el lugar de Marengo alcanzó importancia en la historia de Europa en virtud de la gran batalla que allí se librara. Sin embargo, una individualidad nunca quedará plenamente libre de los lazos de la prudencia, mientras ella misma no los desate todos de la manera indicada. Pues la finitud no hace más que explicar las cosas de un modo parcelario, nunca totalmente; y, por otro lado, el individuo que guiado por la prudencia no hizo más que equivocarse en su vida —cosa que si se atiende a la realidad resulta inconcebible—, puede muy bien echarle la culpa de sus equivocaciones a la prudencia misma y, en consecuencia, se esforzará por ser todavía más prudente en el futuro. La angustia, con la ayuda de la fe, educa al individuo para que descanse en la Providencia. Y lo mismo acontece con la culpa, que es la otra cosa que la angustia nos descubre. Está perdido en la finitud quien solamente por la misma finitud llegue a conocer su culpabilidad. La cuestión de si un hombre es culpable no se puede resolver finitamente, a no ser de un modo externo, jurídico y sumamente imperfecto. Por eso, quien llegue a conocer su culpa sólo por analogías con sentencias policíacas o de los tribunales de justicia nunca comprenderá propiamente que él sea culpable. Porque si un hombre es culpable, lo es infinitamente. ¿Que acontecería, por tanto, con un individuo semejante, sólo educado por la finitud, si no fuera condenado como culpable por la policía o por la opinión pública? Que se tornaría eo ipso una de las cosas más ridículas y lastimosas que podamos imaginarnos en el mundo, o sea: ¡un modelo de virtudes, que aventajaría un poco en bondad a la mayoría de las gentes de la feligresía, pero a quien le faltaba aún bastante para ser tan bueno como el párroco! ¿De qué ayuda no iba a estar necesitado en la vida un tipo semejante, si ya antes de su muerte se le podía incluir en una colección de «vidas ejemplares»? De la finitud se pueden aprender muchas cosas, pero no a angustiarse, a no ser en un sentido muy mezquino y pernicioso. En cambio, quien de veras haya aprendido a angustiarse podrá muy bien iniciar un ritmo de baile cuando las angustias de la finitud cierren su corro plañidero, o cuando los discípulos de la misma pier dan la razón y los ánimos. En este aspecto nos solemos engañar con no poca frecuencia en la vida. El hipocondríaco siente angustias por cualquier pequeñez, pero empieza a respirar cuando aparece lo importante. Y ¿por qué? Porque la importante realidad no es nunca tan espantosa como la posibilidad que él mismo ha conformado, habiendo consumido todas sus fuerzas en esa tarea conformadora de la posibilidad…, mientras que ahora, frente a la realidad, puede concentrar íntegramente todas sus fuerzas. Sin embargo, el hipocondríaco no es más que un autodidacta imperfecto en comparación con aquel que es educado por la posibilidad. La razón de esta imperfección reside en el hecho de que la hipocondría depende en parte del cuerpo y es, consiguientemente, algo incidental[i]. El verdadero autodidacta —cabalmente por serlo y en la misma medida en que lo sea— es teodidacta, según nos ha dicho otro escritor[ii][3] o digamos, para no emplear una expresión de tan marcado sesgo intelectual, que aquél es αὐτουργός τις τῆς φιλοςφίας y en el mismo grado ϑεουργός[iii][4]. Por eso, quien en relación con la culpa esté educado por la angustia nunca podrá descansar hasta que lo haga en la Providencia. Aquí termina esta investigación, precisamente en el mismo punto en que empezara. Pues la angustia pasa a ser el objeto de la Dogmática tan pronto como la Psicología haya acabado con ella. Notas [1] Samlede Vaerker, t. XI, pp. 226-227. << [2] Papirer V, B 4912. << [3] Samlede Vaerker Xl, p. 226. << [4] Kierkegaard, a conciencia, limita el tema al campo de la Psicología y hace gala demaestría en la aplicación del método correspondiente. Esto es lo que ha querido significar dándole el nombre de «Vigilius Haufniensis» al pseudónimo de turno. «Vigilius» equivale al latín «vigil» —‘vigilante, observador, espectador’— y «Haufniensis» es el adjetivo latinizado para designar al habitante de Copenhague —‘porteño’—, habitante de esta ciudad cuyo nombre quiere decir: ‘Puerto de compradores’, Kiibenhavn. Para verificar con mayor exactitud lo que el autor pretende significar con tal pseudónimo, cf. Papirer V, A 34. << [5] Urs von Balthasar, El cristiano y la angustia, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1964. << [6] Papirer I, A 75. << [7] Samlede Vaerker II, p. 231. << [8] Samlede Vaerker II, pp. 191-192. << [9] Ibídem, pp. 232-233. << [10] Samlede Vaerker IX, pp. 135y ss. << [11] Samlede Vaerker VII, pp. 123-124. << [12] Papirer X, 2 A 384. << [1] P. M. Moller nació en 1794 y murió en 1838. Fue profesor de filosofía en las universidades de Oslo (Cristianía) y Copenhague. Pero, sobre todo, fue poeta y helenista. Tradujo al danés a Homero y, en parte, a Aristóteles. Escribió una historia de la filosofía griega. La poesía a que hace referencia la dedicatoria, «Alegría por Dinamarca», la escribió durante un largo viaje (1819-1821) que realizó al Lejano Oriente como capellán de barco velero. El joven Kierkegaard, su discípulo, está bastante influenciado por Moller, como lo prueban sus primeros escritos, sobre todo los Diapsalmata. A él y Sibbern les debe Kierkegaard en gran parte el típico giro existencial de su filosofía y la liberación del yugo hegeliano. En este aspecto es muy curiosa la recomendación que Moller le trasmitió desde su propio lecho de muerte por medio de Sibbern: «Dile al pequeño Kierkegaard que tenga mucho cuidado en no prescribirse un excesivo plan de estudios, pues esto me ha dañado a mí muchísimo». << [1] Esto último es, indudablemente, una cáustica ironía contra el sistema de Hegel. << [2] Como quien dice, en castellano: Juan Pérez, o López. << [1] El autor nos va a poner ahora, en sucesión inmediata y con el mismo inicio literario, tres ejemplos de la anterior desviación metódica y de flagrante intromisión de unas ciencias en otras, destruyendo la armonía que entre ellas debiera reinar y atropellándolo todo. Una vez desbrozado el camino, y de cara al tema de su propia investigación —el pecado y la angustia—, el autor intentará colocar las cosas en su sitio, haciendo de paso un balance y una nueva división de la ciencia de suma importancia programática. En este sentido, la presente introducción dista muchísimo del pequeño prólogo, tan ligero y travieso. << El primer ejemplo de la desviación es ese de que el último título de la Lógica sea precisamente la realidad. Como es claro, la Lógica que está en la picota es la de Hegel. Sin embargo, en La ciencia de la Lógica, Hegel trata en último término de la doctrina del concepto. La realidad aparece como tema de la tercera sección de la parte anterior, la segunda, que versa toda ella sobre la doctrina de la esencia. Por lo tanto, no hay que tomar la expresión de Kierkegaard al pie de la letra, sino en el sentido de que Hegel, partiendo del ser puro, casi nada o pura nada, va al canzando todas y cada una de las realidades, hasta llegar a la última reducción del idealismo absoluto: «todo lo racional es real y todo lo real es racional» —estas últimas palabras aparecen concretamente en la introducción a la Filosofía del Derecho. En cambio, por lo que se refiere al segundo ejemplo, en el que en seguida se confundirá la fe con lo inmediato —sin más definición— o también, en lo referente a las «investigaciones casi sólo propedéuticas» del tercer ejemplo, no podemos afirmar que el autor aluda a Hegel, sino que directamente se enfrenta ahora con algunos de los seguidores de la derecha hegeliana dentro de la propia Universidad de Copenhague, entre ellos Rasmus Nielsen y Hans L. Martensen, sucesor este último de Mynster —primer primado de la Iglesia danesa— y a quien Kierkegaard atacaría diez años después desde otro ángulo y de una manera mucho más feroz. [2] O «falsedad fundamental», como dice el texto recurriendo a una expresión griega: πρῶτον ψεῦδος. << [3] Dentro de la filosofía griega —a pesar de la ambigüedad de las afirmaciones y concepciones respectivas— el logos siempre equivalió en el fondo al «pensamiento» humano, oscuramente divinizado. Incluso al final, en el período neoplatónico, tan religioso y místico, no se puede confundir su doctrina y su común predicación del logos con el logos cristiano, con el Verbo que se hizo carne y senos ha revelado. En este último sentido afirma Kierkegaard que el logos es lo dogmático. En cambio, Hegel los ha confundido del todo. Cabalmente, esta confusión, como muy bien nos lo ha mostrado Hans Leisegang, es el principio histórico de la Lógica hegeliana. << [i] Por ejemplo: «Wesen ist was ist gewesen»; «ist gewesen» es el pretérito perfecto de «sein», luego «Wesen» es «das aufgehobene Sein», es decir, el «Sein» que ha sido. ¡Esto es un movimiento lógico! Si alguien se tomara la molestia de entresacar y poner en un montón todos los duendes y fantasmas aventureros que pueblan la Lógica hegeliana —tanto según ésta salió de las manos del maestro como atendiendo a las mejoras con que la han completado sus discípulos— y que como mozos de cuerda arriman el hombro a la enorme tarea del movimiento lógico, entonces es casi seguro que alguna de las generaciones posteriores se iba a llenar de asombro al constatar que ciertas agudezas fuera de serie, por no decir todas, habían desempeñado en su día un gran papel dentro de la Lógica. Y esto no sólo como aclaraciones marginales o ingeniosas observaciones, sino en cuanto geniales directrices del movimiento, hasta constituir en definitiva la maravilla de la Lógica de Hegel, dándole alas para que el pensamiento lógico pueda volar sin ninguna dificultad. Claro que con anterioridad a esa supuesta investigación nadie habría sospechado el truco, puesto que el manto de la admiración encubría todo el tinglado, algo así como cuando Lulú entra corriendo en escena sin que ninguno vea la máquina instalada para lograr semejante efecto. La introducción del movimiento en la Lógica es el mérito de Hegel, y en comparación con este mérito casi no merece la pena mencionar ese otro inolvidable mérito de Hegel —que desde luego tuvo, pero que él mismo empezó por menospreciar, para lanzarse por los derroteros de lo incierto—, a saber, el mérito de haber legitimado de muchas maneras las determinaciones categoriales y su ordenación. (N. del A.) << [4] Hasta aquí la nota del autor, tan satírica. Hemos respetado el texto alemán del comienzo, aunque hemos puesto en castellano el relleno del mismo, que casi todo él está en latín. Ese texto hegeliano lo ha extractado el autor del final del primer párrafo del libro segundo de La ciencia de la Lógica, en el que se dice: «Die Sprache hat im Zeitwort Sein, das Wesen in der vergangenen Zeit: gewesen, behalten; denn das Wesen ist das vergangene, aber zeitlos vergangene Sein»; y unas páginas más adelante se añade: «das Wesen ist das aufgehohene Sein». En la traducción castellana de esta obra del coloso suabo, magníficamente editada (en 1956) por la Hachette argentina y magníficamente hecha por Rodolfo Mondolfo y su esposa Augusta, puede leerse —en el t. II, pp. 9 y 15-la siguiente versión de ambos textos: «El idioma alemán ha conservado la esencia (Wesen) en el tiempo pasado (gewesen) del verbo ser (sein); en efecto, la esencia es el ser pasado, pero el pasado intemporal»; y después, «La esencia es el ser superado». << [ii] La eterna expresión de la Lógica es —cosa que los eleatas aplicaron por equivocación a la existencia—: «Nada nace, todo es». (N. del A.) << [iii] En nuestro tiempo se ha olvidado por completo que también la ciencia, tan plenamente como la poesía y el arte, presupone un talante, tanto en el que la produce como en el que la recibe; de tal manera que una falta en la modulación adecuada causará efectos no menos perturbadores que otra falta en la evolución del pensamiento. Por otra parte, no es raro que nuestro tiempo lo haya olvidado, pues en él se ha olvidado también completamente la interioridad y lo que significa la categoría de la apropiación, en virtud de la inmensa alegría que confiere la enorme magnificencia que se cree poseer, o a la que se ha renunciado caprichosamente como en el caso del perro que prefería la sombra. Sin embargo, toda falta engendra su propio enemigo. La falta del pensamiento provoca la enemistad de la dialéctica, y el desplazamiento o falsificación del talante caen en la adversidad de lo cómico. (N. del A.) << [iv] Si se considera esto a fondo, se tendrá una buena ocasión para ver qué gran ingeniosidad encierra el hecho de que la última parte de la Lógica se intitule precisamente la realidad. ¡Cuando ni siquiera la Ética la alcanza! Por eso, hemos de decir que la realidad con que concluye la Lógica no significa más, en el sentido de la realidad, que aquel ser con el que comienza. (N. del A.) << [v] Sobre este punto encontrará el lector varias observaciones en la obra Temor y temblor, publicada por Johannes de Silentio, Copenhague, 1843. En ella, el autor hace muchas veces que la deseada idealidad de la Estética venga a encallar en la exigida idealidad de la Ética, para que con el choque de ambas salga a la luz la idealidad religiosa, que es cabalmente la idealidad de la realidad; una idealidad, consiguientemente, no menos deseable que la de la Estética y no imposible como la de la Ética. Esta idealidad es tan típica que surge de un salto dialéctico y viene acompañada tanto de un talante positivo: «he aquí que todo es nuevo», como de un talante negativo, que consiste en la pasión del absurdo, a la que corresponde el concepto de repetición. Porque hay dos posibilidades, o bien la existencia entera queda interrumpida con la exigencia de la Ética, o bien se abre paso a las condiciones requeridas para salir de este estancamiento y así toda la vida y la existencia comienzan desde un principio, no precisamente en una línea de continuidad inmanente con lo anterior —lo que sería una contradicción—, sino a través de una auténtica trascendencia. Entonces, esta trascendencia instala un verdadero abismo entre la repetición y la primera existencia, de tal suerte que sólo representa una manera figurativa de hablar el que se afirme que lo anterior y lo posterior se relacionan mutuamente. Algo así como cuando se dice que la totalidad de los seres acuáticos se relaciona con la totalidad de los que viven en el aire o sobre la tierra. Claro que con respecto a esto último hay más de un científico que opine que la primera totalidad ha de preformar en su imperfección y de un modo prototípico todo lo que en la segunda se manifiesta. A propósito de esta categoría se puede consultar La repetición, de Constantino Constantius, Copenhague, 1843. << Este último libro, desde luego, es una obra estrafalaria, y lo curioso es que así lo quiso el autor intencionadamente. Sin embargo, en cuanto yo sepa, él ha sido el primero que con energía se ha fijado en la repetición y nos la ha puesto delante de los ojos con la carga peculiar de su concepto, para explicar por medio de ella la relación que hay entre lo étnico y lo cristiano, destacando el ápice invisible y ese discrimen rerum en que las ciencias chocan unas con otras hasta que surja la nueva ciencia. Pero C. Constantius vuelve a ocultar en seguida lo que ha descubierto, camuflando el concepto con el ropaje bromístico de la correspondiente descripción. Es difícil decir por qué ha hecho semejante cosa, o más bien es difícil de comprenderlo. Claro que él mismo nos afirma que ha escrito de esa forma «para que no puedan entenderle los herejes». Por otra parte, no pretendiendo otra cosa que tratar el tema estética y psicológicamente, era natural que la forma fuese humorística. Tal efecto lo consigue admirablemente, unas veces haciendo que las palabras lo signifiquen todo, otras significando lo más insignificante. De esta suerte, el tránsito de un sentido a otro —o, mejor dicho, el constante estar cayendo de las nubes— es provocado sin cesar por los contrastes bufos que escalonan la obra. No obstante, nuestro autor no ha dejado de señalar con bastante concisión, precisamente en la pág. 34, toda la entraña del asunto: «La repetición constituye el interés de la Metafísica, y a la par aquel otro interés en que la Metafísica encalla; la repetición es la contraseña de toda intuición ética; la repetición es conditio sine qua non de todo problema dogmático». La primera proposición alude a la tesis de que la Metafísica no tiene que ser interesante, algo así como lo que Kant afirmaba respecto de la Estética. La Metafísica queda desplazada en el mismo momento en que entre en juego el interés. Por eso se ha subrayado la palabra «interés». En la realidad entra en juego todo el interés propio de la subjetividad, y aquí encalla la Metafísica. En segundo lugar, de no estar puesta la repetición, la Ética se convierte en un poder despótico; y es muy probable que ésta sea la razón que ha inducido al autor a decir que la repetición es la contraseña de la intuición ética. Y, por último, si la repetición está ausente, la Dogmática no podrá existir en absoluto, puesto que la repetición arranca de la fe, y ésta es el órgano de todos los problemas dogmáticos. En el dominio de la naturaleza la repetición reviste una necesidad inquebrantable. En el dominio del espíritu la tarea no consiste en que se le sonsaque a la repetición una que otra variación y así encontrarse uno mismo en cierto modo a sus anchas a la sombra de la repetición…, como si el espíritu solamente estuviera en una relación extrínseca con sus repeticiones, en virtud de las cuales el bien y el mal alternasen en él a la manera en que lo hacen el verano y el invierno dentro del ciclo de la naturaleza. No, la tarea en este orden ha de consistir en transformar la repetición en algo interior, en la propia tarea de la libertad, en su más alto interés, de suerte que realmente se vea si la interioridad es capaz, mientras todo cambia a su alrededor, de poner en práctica la repetición. Aquí el espíritu finito se desespera. Esto es lo que ha querido indicar C. Constantius echándose personalmente a un lado y dejando que la repetición apareciera en el hombre joven en virtud de lo religioso. Por esta razón, Constantino nos dice muchas veces que la repetición es una categoría religiosa, demasiado trascendente para él; ya que importa un movimiento en fuerza del absurdo. Y lo mismo quiere significar cuando en la pág. 142 nos advierte de que «la eternidad es la auténtica repetición». Por cierto que todo esto se le ha pasado por alto al eminente profesor Heiberg, que ha pretendido buenamente y en cuanto alcanzan sus conocimientos —eso sí, con la finura y elegancia habituales en él, como si se tratara del mismo regalo que por el Año Nuevo hace a todo el mundo colaborar en el sentido de convertir la mencionada obra en una elegante y linda bagatela. En realidad, lo único que ha hecho es llevar el asunto allí donde Constantino comenzaba o, si se quiere, y para recordar otra obra recientemente aparecida, allí donde lo había dejado el esteta de La alternativa en el breve ensayo titulado La rotación de los cultivos. Yo no sé si Constantino se habrá sentido realmente halagado al participar de ese modo el raro honor que le incorpora a uno de los círculos innegablemente selectos. En este caso, y a mi modo de ver las cosas, nuestro autor ha cambiado mucho desde que escribió su libro, de suerte que podemos afirmar, según la costumbre, que ha contraído una especie de locura astronómica. Pero, por otra parte, no creo que un autor como él, un autor que escribe precisamente para ser mal entendido, haya perdido de ta manera los estribos como para no encajar con la suficiente ataraxia el hecho de que el profesor Heiberg no le entienda. De no ser así, su locura también sería astronómica. Sin embargo, no temo que haya sucedido tal cosa, pues la circunstancia de que hasta la fecha no le haya respondido ni una palabra al eminente profesor es un síntoma clarísimo de que sigue teniendo plena conciencia de sí mismo. (N. del A.) [5] La nota es importante, ya que de una parte y en punta del arrepentimiento constituye el contrafuerte de toda la introducción, y por otra parte nos ofrece una clave de primera mano para dilucidar hasta cierto punto el sentido radical de una de las categorías más resistentes entre todas las kierkegaardianas. ¡Que ya es decir! Esa categoría se puso en circulación con los dos libros a que la nota alude en primer lugar, sobre todo con el segundo, que lleva su mismo título. Ambos libros vieron la luz el mismo día, el 16 de octubre de 1843. Esa categoría encierra, a suvez, la clave de todo el mensaje de Kierkegaard, distinguiéndolo toto coelo del sistema de Hegel: repetición contra mediación. << [6] ‘Filosofía primera’. Por su parte, el mismo Aristóteles nos dio entre sus definiciones de la metafísica la de ciencia teológica (τεολογικὴ ἐπιστήμη). En consecuencia, Kierkegaard da a entender con su crítica que no admite una teología natural «como parte de la metafísica». Sin embargo, las siguientes consideraciones son muy dignas de atención en este mismo aspecto fundamental. << [vi] Schelling recordaba este nombre aristotélico en favor de su distinción entre una filosofía negativa y una positiva. Lo que nuestro filósofo entendía por filosofía negativa era la Lógica, cosa que estaba suficientemente clara. En cambio, para mí resultaba mucho menos claro lo que Schelling entendía propiamente por filosofía positiva, fuera de que por otra parte no cabía lugar a dudas que lo que él quería poner en circulación era cabalmente una filosofía positiva. Pero aquí no tenemos tiempo de meternos en más honduras en cuanto a este punto, puesto que el deber me impone no salirme de mi propia concepción. (N. del A.) << [7] Esta evocación de Schelling tiene un tono muy personal, ya que Kierkegaard había asistido en los dos años anteriores, aunque cada día con mayor desilusión y al final nada, a las clases de aquél en Berlín. Luego se lamentará de haber sido tan tonto, en aquella ocasión, que le diera pena de un estudiante sueco que había bajado con él a la gran ciudad precisamente para asistir a las clases del aristotélico Trendelenburg, que entonces era tenido por kantiano. Véase Papirer VIII, A 18. << [vii] Esto ha sido recordado a su vez por Constantino Constantius, al indicar éste que la inmanencia siempre encalla en el interés. Sólo con este último concepto aparece propiamente la realidad. (N. del A.) << [8] Se alude a la filosofía de Leibniz, en su variación al argumento «ontológico». << [9] El autor, como bien se ve, avanza aquí sobre la misma terminología de Hegel. Éste, en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, estudia la Psicología en cuanto tercer momento del «espíritu subjetivo». Luego, su discípulo y biógrafo Rosenkrantz —que con Michelet forma el centro de los seguidores de Hegel— escribirá su Psychologie oder die Wissenschaft vom subjektiven Geist. << [1] Esta tendencia teológica apareció en Holanda a mediados del siglo XVII, por iniciativa de J. Cocejus. Se llama «federal» porque distinguía dos pactos —foedus— entre Dios y el hombre, el del «estado de inocencia», o justicia original, y el del «estado de la gracia», que vino a sustituir al primero una vez que Adán lo había cancelado en cuanto representante del género humano. << [2] Solamente traduciremos algunos párrafos latinos que el autor refiere dentro del texto, por ejemplo éste: «El pecado original es una corrupción de la naturaleza tan profunda y horrenda que no puede ser comprendido por ninguna inteligencia humana, sino admitido y creído en virtud dela revelación bíblica». << [3] El adjetivo griego ha de escribirse así: πρωτοπατορικόν, y todo ello significa en castellano: ‘pecado del primer padre’. << [4] El autor mismo amaña esta frase, evocando conjuntamente unas palabras del capítulo 2 de la Confesión Augustana y otras de la Epístola a los Romanos, V, 14. La frase quiere decir: «también ahora ello atrae la ira divina sobre aquellos que pecaron conforme al ejemplo de Adán». << [5] «Lo que hace que todos nosotros seamos odiados por Dios a causa de la desobediencia de Adán y Eva.» Esta Formula Concordiae es un escrito confesional luterano que data del 1577. Retrocediendo un poco, anotemos ahora que la Apología dela Confesión Augustana —confesión de la dieta de Augsburgo— fue escrita por Melanchthon en 1531, y que los artículos de Esmalcalda fueron redacción personal de Lutero y luego aprobados —en 1537— por la famosa Liga que en 1530 formaron los protestantes para defender también sus creencias contra Carlos V. << [i] El hecho de que la Form. Conc. prohibiese pensar tal cosa merece ser alabado precisamente como síntoma dela enérgica pasión con que ella acierta a establecer el choque entre el pensamiento y lo impensable. Esa energía es muy de admirar frente al pensamiento moderno que anda demasiado suelto. (N. del A.) << [ii] Por eso mismo, si un individuo particular pudiera desgajarse totalmente de la especie, su exclusión modificaría al mismo tiempo toda la especie; en cambio, si un bruto quedara excluido de su especie, ésta no se alteraría en lo más mínimo. (N. del A.) << [6] Escuelas que han negado o vienen a negar con sus sutilezas el dogma del pecado original. << [iii] En general, esta tesis acerca de la relación entre la determinación cuantitativa y la nueva cualidad tiene una larga historia. Toda la sofística griega consistió realmente en un establecer nada más que una determinación cuantitativa, a lo que se debía el que no concediese mayor discriminación que la de la igualdad y la desigualdad. En la filosofía moderna, Schelling empezó por sacar partido de meras determinaciones cuantitativas para esclarecer todas las diferencias, pero luego le echó eso mismo en cara a Eschenmayer, que lo defendía en su tesis de doctorado. Hegel estableció el salto, pero en la Lógica. Rosenkrantz —en su Psicología— admira a Hegel por tal motivo. En su ultima obra —que versa sobre Schelling— el propio Rosenkrantz censura a éste y vuelve a hacer el elogio de Hegel. Sin embargo, la desgracia de Hegel está precisamente en que al mismo tiempo quiera y no quiera hacer valer la nueva cualidad, puesto que pretende hacerlo en la Lógica. Pero ésta no tiene más remedio que adquirir una conciencia distinta de sí misma y de su significado en cuanto se reconozca ese principio. (N. del A.) << [7] Este Trop es un personaje del sainete de Heiberg titulado El crítico y la bestia —Recensenten og Dyret—, en el que aquél aparece como el perpetuo estudiante de Derecho, atestiguando que muchísimas veces ha estado a punto de salir airoso de sus exámenes. << [iv] Otra cosa es lo que todo esto pueda significar por añadidura como formando parte de la historia de la raza y como trampolín para el salto, si bien nunca pueda explicar el salto. (N. del A.) << [v] Lo que hay que tratar siempre es de introducir a Adán en la especie, exactamente en el mismo sentido que cualquier otro individuo. La Dogmática debería atender con especial interés a este punto, sobre todo con vistas al dogma de la reconciliación. La doctrina de que Adán y Cristo se corresponden mutuamente no explica nada en absoluto, sino que todo lo confunde. Puede existir alguna analogía, pero la analogía es algo imperfecto dentro del concepto. Sólo Cristo es un individuo que es más que un individuo; por eso precisamente no apareció Cristo al principio, sino en la plenitud de los tiempos. (N. del A.) << [vi] La contradicción ha quedado formulada en el apartado 1, a saber, que el individuo siempre comienza de nuevo, mientras que la historia de la especie no hace más que avanzar. (N. del A.) << [8] Véase la Epístola a los Romanos III, 19. << [9] Leonardo Usteri es un teólogo suizo, más o menos dependiente de Schleiermacher. Kierkegaard cita solamente la primera parte del título de su obra, que completo es: Exposición de la doctrina paulina con referencia a los restantes libros del Nuevo Testamento. << [vii] Todo el que quiera pensar a fondo sobre este asunto hará muy bien en conocer lo que Franz von Baader, con el rigor y la autoridad acostumbrados, ha expuesto en muchos de sus escritos acerca del significado de las tentaciones respecto de la consolidación de la libertad. Además, se prestará mucha atención al estudio simultáneo que el mismo Baader ha hecho para poner de manifiesto el contrasentido que encierra el considerar las tentaciones desde una perspectiva alicorta, como si la tentación sólo lo fuese para el mal, o como si su sentido consistiera en hacer que los hombres caigan, siendo así que la tentación ha de considerarse como el contrapeso necesario de la libertad. Tampoco es aquí necesario recoger todo lo que Baader nos ha dicho sobre el particular, pues sus escritos estén al alcance de todo el mundo. Por otra parte, no nos es lícito seguir en este lugar las ideas de Baader al pie de la letra, pues me parece que se ha saltado las categorías intermedias. Por ejemplo, si el tránsito de la inocencia a la culpa sólo se explica por medio del concepto de la tentación, entonces fácilmente se le pone a Dios en una relación casi experimental con el hombre; y, por añadidura, se pasa por alto la correspondiente observación psicológica e intermedia, una vez que la concupiscencia sigue siendo a pesar de todo la categoría de enlace; y, por último, en todo ello tenemos más bien una investigación dialéctica del concepto de la tentación que no una explicación psicológica del tema aledaño. (N. del A.) << [10] «Todos los hombres, propagados según la naturaleza, nacen con el pecado, esto es, sin temor de Dios, sin confianza en Dios y con la concupiscencia»: este texto pertenece también a la Conf. Aug. << [viii] A propósito de este tema puede consultarse La alternativa, Copenhague, 1843;sobre todo, atendiendo a que la primera parte versa acerca de esta melancolía, con su simpatía y su egoísmo angustioso, que es lo que se esclarece en la segunda parte. (N. del A.) << [ix] Con esto no queda zanjada, ni muchísimo menos, la cuestión de la imperfección de la mujer en relación con el varón. Aunque la angustia le pertenezca más a ella que al hombre, sin embargo, la angustia no es en absoluto ninguna señal de imperfección. La imperfección que cabría mencionar aquí radica en otra cosa distinta, a saber, en que la mujer trata de salir de la angustia buscando un apoyo más allá de sí misma, buscándolo en otro ser humano, concretamente en el varón. (N. del A.) << [x] A más de uno se le ocurrirá intervenir en este punto, diciéndonos que, así las cosas, queda por resolver la cuestión de cómo aprendió a hablar el primer hombre. ¡Exacta la pregunta! Pero, a la par, hemos de responder que su solución cae totalmente fuera del alcance de la presente investigación. Que nadie crea, erróneamente, que con esta respuesta evasiva y de muy moderna traza filosófica pretendo dármelas de que en otra obra sería capaz de solucionar esa gran cuestión. Digamos, no obstante, que una cosa es segura, a saber, la de que no cabe admitir que los mismos hombres hayan inventado el lenguaje. (N. del A.) << [11] Véase la Epístola de este apóstol, I, 13 y 14. << [12] La palabra danesa sanselighed se repetirá muchísimo en adelante. En su primera acepción significa sencillamente ‘naturaleza física’, todo lo que tiene carácter de corpóreo, de sensible y sensitivo. Otra acepción muy frecuente es la de ‘sensualidad’. En la traducción casi siempre preferimos la primera para no comprometer el concepto del autor con un matiz particular ajeno a su mente. << [13] «Elsa la Lista» es un título de los famosos Cuentos de la infancia y del hogar de los hermanos Grimm. Como este triste cuento es uno de los menos famosos, permitásenos condensar la primera parte del mismo: En el repentino banquete de pedida, Elsa baja al sótano a buscar cerveza por encargo de su padre. Al contemplar una piqueta que los albañiles habían dejado allí colgada por descuido, Elsa se pone a pensar qué será de su hijo, aún sólo posible, si se le cae aquella piqueta encima de su pequeña cabeza. Entonces, olvidada del encargo, la pobre Elsa no puede contener las lágrimas. Los comensales van bajando, uno a uno, al sótano y se quedan acompañándola en un mar de lágrimas. Hasta que al final baja el novio, que se había quedado solo, y los saca a todos del trance, no sin hacer elogios de su juiciosa prometida. << [14] Véase el libro de Daniel, IV, 25 y ss. << [15] Soldino era un librero de Copenhague. Su negocio estaba en la «Gronegade», una calle muy céntrica y muy pequeña. Algunos comentaristas detallan incluso su fecha de nacimiento —1774— y muerte —1837—. Otros detallan que su mujer no se llamaba Rebeca, sino Ana, sin hache o con hache. Lo cierto es que Soldino era una figura fabulosa ya en sus últimos años, que coincidían con los de Kierkegaard joven. La anécdota a que este último hace referencia sucedió un buen día en que un cliente entró a comprar un libro; como de costumbre, Soldino estaba en la tienda acompañado de su esposa; mientras el primero, subido en una escalerilla, buscaba el libro en el estante…, el cliente hablaba con la buena mujer, e imitaba tan bien la voz del dueño que es cuando éste, «olvidado de sí mismo y perdido en la objetividad de la charla», le hizo a Rebeca tan decisiva pregunta. A propósito, esta chusca pregunta de Soldino no es muy distinta de la que cierra la segunda y última parte del cuento «Eisa la Lista». << [i] Véase el capítulo 5. (N. del A.) << [ii] Epístola a los Romanos, VIII, 19. (N. del A.) << [iii] Porque es así como tiene que establecerse la Dogmática. Toda ciencia ha de situarse sin titubeos en su propio punto de partida y no vivir a expensas de amplias digresiones por el campo de las demás. En este sentido podemos afirmar que la Dogmática, íntegramente, resultará problemática y fluctuante si comienza empeñándose en explicar la pecaminosidad en sí misma o en demostrar su correspondiente realidad. Por este camino, desde luego, jamás tendremos una ciencia dogmática. (N. del A.) << [iv] El mismo Schelling habla muchas veces de angustia, cólera, tormento, sufrimiento, etc. No obstante, siempre hemos de estar un poco desconfiados ante semejante terminología, no sea que confundamos las repercusiones del pecado en la creación con determinados estados y talantes del mismo Dios, según el alcance que Schelling da también a dichos términos. En efecto, este pensador designa con esas expresiones los dolores de la divinidad o, dicho de un modo demasiado atrevido, los dolores de parto de la divinidad creadora. Con tales expresiones figuradas pretende designar Schellinglo que él mismo ha llamado otras veces, no sin ciertos titubeos, «lo negativo»; Hegel, por su parte, ha sido más decidido en este punto y nos ha definido «lo negativo» como lo dialéctico, esto es, το ἕτερον. La misma ambigüedad vuelve a manifestarse en Schelling cuando éste habla de una melancolía derramada sobre toda la naturaleza y de una cierta tristeza que embarga a la divinidad. No obstante, la idea capital de Schelling es que la angustia —etc.— principalmente designa los sufrimientos de la divinidad al ponerse a crear. << En Berlín nos volvió a hablar Schelling de lo mismo, aunque de un modo todavía más exacto. Para ello comparaba a Dios nada menos que con Goethe y Joh. von Müller, los cuales sólo estaban a gusto cuando producían. A este propósito Schelling recordaba también que una felicidad que no se puede comunicar es una verdadera desdicha. Lo saco a colación por cuanto estas manifestaciones de Schelling ya han aparecido impresas en un folleto de Marheineke. Este último ironiza sobre ellas. Por mi parte creo que no se debiera hacer tal cosa, pues un vigoroso y pletórico antropomorfismo siempre es muy valioso. El fallo está más bien en otra cosa, y en ello tenemos un ejemplo de qué extraño resulta todo cuando se tergiversan los métodos peculiares de la Metafísica y de la Dogmática, tratando la Dogmática metafísicamente y la Metafísica dogmáticamente. (N. del A.) [v] Esta palabra «alteración» expresa muy bien la ambigüedad. Pues se dice «alterar» en el sentido de cambiar, tergiversar, sacar algo de su estado primitivo —de suerte que la cosa se convierte en otra distinta—, pero también se dice «alterarse» en el sentido de asustarse, cabalmente porque ésta es en el fondo la primera consecuencia inevitable. En cuanto que yo sepa, el latino no emplea esa palabra, sino que en su lugar dice —lo que no deja de ser bastante curioso— adulterare. El francés dice: «altérer les monnaies» y «étre altéré». Entre nosotros y en el lenguaje corriente se suele usar solamente en el sentido de asustarse, y así no es raro oír al hombre de la calle que exclama: «jeg blev ganske altereret» (‘¡estoy asustadísimo!’). Al menos yo he oído decir esto a una vendedora. (N. del A.) << [1] L. Holberg, célebre poeta cómico danés (1684-1754), le dedicó una de sus comedias a Erasmo, Erasmus Montanus. Lo curioso es que no es monsieur Jeronimus el que lo dice, sino que es Jesper Fronvogt elque se lo dice a Jerónimo a propósito de Erasmo. << [vi] En el apartado 6 del capítulo 1. (N. del A.) << [vii] Esto, naturalmente, sólo es válido en cuanto a la especie humana, ya que el individuo está determinado como espíritu. Por el contrario, en las especies animales cada ejemplar posterior es tan bueno como el primero; o, dicho con mayor exactitud, ser ahí el primero no significa absolutamente nada. (N. del A.) << [2] Aquí el traductor se ve tentado a poner «inocencia» en vez de «ignorancia», no sería el primero que lo ha hecho. Sin embargo, ninguna de las ediciones críticas, empezando por la original danesa, da ningún derecho a tomarse tan expedita licencia. << [viii] Cf. Obras completas —Siimtliche Werke—, t. VII, p. 15, en la historia de Merlín. (N. del A.) << [3] Aquí emplea el autor la palabra Elskov. Se trata, pues, del amor correspondiente al «estadio estético», amor inmediato puramente instintivo y erótico, sujeto del todo al placer, a la sensibilidad y al instante pasajero. No es ningún amor «decisivo», como el que corresponde al «estadio ético» —véanse los Dos diálogos sobre el primer amor y el matrimonio—, y está infinitamente apartado del amor —caridad—, véanse Las obras del amor. << [ix] Así ha de entenderse también lo que Sócrates le dice a Cristóbulo acerca del beso. Creo que todo el mundo estará de acuerdo conmigo si afirmo que es una imposibilidad el que Sócrates hablase en serio, tan patéticamente, acerca de lo peligroso de los besos. Nadie discrepará tampoco, creo yo, sí decimos que Sócrates no tenía nada que ver con esa mojigatería temblona que no se atreve a mirar a una mujer a la cara. Es verdad que el beso en los países meridionales y en otras naciones más apasionadas significa bastante más que aquí en el Norte. En este sentido —como puede verse, según Bayle, en la Dissertatio de osculis de Kempises bien tajante la afirmación que hace el Puteanus en una carta dirigida a Juan Bautista Saccus: nesciunt nostrae virgines ullum libidinis rudimentum oculis aut osculis inesse, ideoquefruuntur. Vestraesciunt. Sea de esto lo que quiera, lo cierto es que a Sócrates, ni en cuanto irónico ni en cuanto moralista, no le va el hablar de esa manera acerca de los besos. Porque cuando se exagera como moralista, entonces lo único que se consigue es avivar la llama del placer e incitar al discípulo a que, casi contra su voluntad, se ponga a ironizar contra su maestro. << La relación de Sócrates con Aspasia viene a demostrarnos lo mismo. Sócrates alternaba con ella, sin importarle un comino la vida equívoca que ésta llevaba. Sócrates no buscaba otra cosa en casa de Aspasia sino aprender de ella —Ateneo—, y lo curioso es que tampoco estaba desprovista del talento aleccionador, pues, como es bien sabido, los hombres solían llevar consigo a sus esposas a casa de Aspasia con el solo afán de que aprendieran de ella. Eso sí, en el caso de que Aspasia hubiera querido influir sobre él con todos sus encantos, es casi seguro que Sócrates le habría dado a entender muy finamente que hay que amar alas feasy que no debía en absoluto esforzarse tanto en tal acoso encantador, pues él tenía bastante con Jantipa para alcanzar sus fines —véase la descripción que hace Jenofonte sobre la idea que se había formado Sócrates de sus relaciones con Jantipa. Como, por desgracia, es un hecho repetidísimo el que la gente se embarque en cualquier lectura con ideas preconcebidas, no es ninguna maravilla que todo el mundo participe en la idea fija de que un cínico tiene que ser, casi inevitablemente, una persona disoluta. Sin embargo, a mi parecer, es cabalmente en el caso del cínico donde cabría la posibilidad de encontrar también un ejemplo de aquella concepción que considera el erotismo como lo cómico. (N. del A.) [4] La comprensión de esta nota supone, con algunas variaciones, el conocimiento de algunos textos clásicos que aparecen en las Memorables y en el Symposion de Jenofonte. Por lo que se refiere a la concepción de este último acerca de Sócrates, Kierkegaard ya escribió lo suyo en su misma tesis doctoral, en torno al concepto de la ironía. En cuanto a la cita latina, que el autor recoge del Diccionario famoso de P. Bayle, digamos que su autor es belga, y el destinatario, italiano: «Nuestras jóvenes no saben que en las miradas o en los besos haya ningún indicio de lascivia, y por eso se entregan a ellos sin el menor reparo. Las vuestras, en cambio, lo saben». << [x] Por muy extraño que le pueda parecer a quien no está acostumbrado a mirar cara a cara los fenómenos, hemos de afirmar, sin embargo, que existe una completa analogía entre la concepción que Sócrates tiene del erotismo como lo cómico y la actitud de un monje con respecto a las mulieres subintroductae. El abuso, naturalmente, sólo tiene que ver con aquellos que tampoco carecen del mismo sentido del abuso. (N. del A.) << [5] Éxodo, XX, 5. Y, también lo mismo, en el Deuteronomio, V, 9. << [6] Estas tres preguntas irónicas, con la puntilla inmediata, apuntan de lleno a Schelling y sus prosélitos, en cuanto «filósofos de la naturaleza». << [xi] Bien vale la pena reflexionar sobre esto; pues cabalmente en este punto ha de hacerse patente hasta dónde alcanza el principio moderno de que el pensamiento y el ser son una misma cosa. Y esto con tal de que, por un lado, no se eche a perder ese principio con malentendidos extemporáneos y en parte estúpidos; y, por otro lado, tampoco se desee tener en él un principio supremo que nos dé carta blanca para pensar desatinadamente. Hecha esta advertencia, digamos que lo universal solamente es en cuanto se piensa y se puede pensar —no meramente de una manera experimental, sino pensada, sin que en este sentido haya límite, pues ¿acaso hay algo que no se pueda pensar?—, y, además, es tal y como permite ser pensado. El secreto de lo individual está precisamente en su comportamiento negativo con respecto a lo universal, en su repulsión. Por lo tanto, tan pronto como se piense que no existe tal repulsa, queda eliminado lo individual; y tan pronto como se la piense, quedará ella misma transformada, de suerte que no se piensa en ella, sino solamente se la imagina, o se piensa en ella, y entonces uno no hace más que imaginarse que la ha incorporado al pensamiento. (N. del A.) << [xii] La sentencia latina «unum noris omnes» (‘si conoces a uno, los conoces a todos’) expresa lo mismo de una manera descuidada, y expresa con exactitud realmente lo mismo si por el unum se entiende el conocedor mismo, a la par que no anda espiando en torno al omnes, sino que se aferra seriamente a lo único que son realmente todos. Los hombres, por lo general, no suelen creer que esto sea así, e incluso opinan que se trata de un excesivo orgullo. La razón está más bien en que ellos mismos son demasiado cobardes y perezosos como para atreverse a conquistar personalmente la comprensión del orgullo auténtico. (N. del A.) << [7] ‘Conócete a ti mismo’. << [8] El autor introduce aquí la palabra alemana Heiterkeit, que también significa ‘apacibilidad’, ‘serenidad’. Hegel la usa muchas veces a propósito de los griegos. Por nuestra parte, hemos preferido la traducción más pronta: «jovialidad», con la que juega paradójicamente el adjetivo «melancólica». Pero preferimos esta paradoja y no complicar aquí, directamente, a la palabra sophrosyne. << [i] Por esta razón no hay que entender lógicamente, sino en el sentido de la libertad histórica, la afirmación aristotélica según la cual la transición de la posibilidad a la realidad es una κίνησις; (‘movimiento’). (N. del A.) << [ii] El instante, en definitiva, es considerado por Platón de una manera puramente abstracta. Si queremos orientarnos en la dialéctica del instante, es preciso que partamos de la idea de que éste es el no-ser enfocado a la luz de la categoría del tiempo. El no-ser (τὸ μὴ ὄν;τὸ κενόν para los pitagóricos) ocupó a la filosofía antigua todavía más que a la moderna. Los eleatas lo concibieron ontológicamente de tal suerte que todo lo que se afirmaba del no-ser solamente venía enunciado por el contraste: sólo el ser es. Si continuamos la pista de este tema, verificaremos que vuelve a aparecer en todas las esferas. Siguiendo el punto de vista propedéutico-metafísico, se llegó entonces a formular el siguiente principio: quien enuncia el no-ser no dice absolutamente nada. Platón combatiría semejante contrasentido en el Sofista, y de un modo más mímico ya había hecho lo mismo en uno de sus diálogos anteriores, en el Gorgias. Por su parte, finalmente, los sofistas utilizaron el no-ser en las esferas prácticas, de suerte que con ello quedaban anulados todos los conceptos morales: el no-ser no es, ergo todo es verdadero…, todo es bueno…, no hay en absoluto ningún engaño, etc., etc. Contra esto combate Sócrates en muchos de los diálogos. Pero, sobre todo, es Platón el que ha tratado este punto en el Sofista, haciendo —cosa que acontece con todos los diálogos platónicos— que lleguemos a intuir de una manera artística lo que el mismo diálogo enseña. Pues el sofista —cuya definición y concepto anda buscando dicho diálogo— se nos manifiesta él mismo como un no-ser, precisamente al tratar del no-ser. De esta manera aparecen luchando al mismo tiempo el concepto y el ejemplo característico, y en esta lucha es batido el sofista, pero sin que sea aniquilado del todo —¡qué más quisiera él!—, sino de suerte que dé la cara en todo momento y a pesar de toda su sofística no se la pueda encubrir como hacía Marte con su armadura. << En la filosofía moderna no se ha dado ni siquiera un paso más, que fuera decisivo, en la interpretación del no-ser; y, sin embargo, se sigue creyendo una filosofía cristiana. La filosofía griega y la filosofía moderna se instalan del modo siguiente: todo gira en ellas movido por el afán de que el no-ser llegue a existir; puesto que eliminarlo y hacerlo desaparecer se estima que sería una cosa demasiado fácil. En cambio, la perspectiva cristiana se sitúa en esta posición: el no-ser existe en todas partes como la nada de que fueron hechas las cosas, como apariencia y vanidad, como pecado, como sensibilidad alejada del espíritu, como temporalidad olvidada de la eternidad; y, en consecuencia, importa muchísimo quitarlo de en medio para que aparezca el ser. Sólo en esta dirección se concibe con exactitud histórica el concepto de la redención, tal como el cristianismo lo ha traído al mundo. Si se concibe en la dirección contraria —partiendo el movimiento de que el no-ser no tiene existencia—, entonces queda la redención como evaporada y puesta del revés. Platón expone su doctrina del instante en el Parménides. Este diálogo trata de mostrar la contradicción en los conceptos mismos, cosa que Sócrates expresa con tanta precisión que no hay en ello ningún motivo para que se llene de vergüenza aquella antigua y hermosa filosofía de los griegos, pero que, por el contrario, bastaría para poner en vergüenza a una filosofía más reciente y petulante, la cual no se hace grandes exigencias a sí misma como se las hacía la griega, sino que más bien se complace en exigir mucho a los hombres y a la admiración que éstos han de tributarle. Sócrates observa que no sería nada extraño que alguien pudiese mostrar algo contradictorio —τὸ ἐναντίον— en lo que respecta a una cosa particular que participe de lo diverso. En cambio, continúa Sócrates, sería muy de extrañar que alguno estuviese en condiciones de demostrar una contradicción en los mismos conceptos: ἀλλ’ ἀεὶ ὅ ἐστιν ἕν, ἀυτὸ τοῦτο πολλὰ ἀποδείζει καὶ αὖ τὰ πολλά δὴ ἕν, τοῦτο ἤδη ϑαυμάσομαι. Καὶ περὶ τῶν ἄλλων ἀπάντων ὡσαύτως (129be). El modo de avanzar es, sin embargo, el propio de una dialéctica experimental. Se supone que la unidad —τὸ ἕν— es y no es, y a renglón seguido se sacan las consecuencias correspondientes para la unidad misma y para todo lo demás. Es aquí donde interviene el instante, esa extraña esencia —ἄτοπον se dice en griego, que por cierto es una expresión excelente para lo que aquí se quiere designar— que está situada entre el movimiento y el reposo, sin que con todo exista en ningún determinado tiempo, sino que constantemente está entrando y saliendo del tiempo para poner en reposo lo que se mueve y en movimiento lo que reposa. Por eso el instante es, en general, la categoría de la transición —μεταβολή—; ya que Platón demuestra que del mismo modo que el instante entra en la transición de la unidad a la pluralidad y de la pluralidad a la unidad, o de la igualdad a la desigualdad, etc., así también entra en lo que no es ni ἕν ni πολλά, o no está separado ni confundido: οὔτε διακρίνεται οὒτε ξυγκρίνεται (157 a). Con esto conquistó Platón el gran mérito de haber puesto el dedo en la dificultad, pero, a pesar de todo, el instante sigue siendo una sorda abstracción atomística, que tampoco queda aclarado una vez que se lo ignora. Ahora bien, si la Lógica ha de declarar sin ambages que no está en su poder la categoría de la transición —y si la tuviera, sería de todo punto necesario que dicha categoría encontrase un lugar en el sistema mismo, aunque, por otra parte, también actuase en el sistema—, ello viene a significar bien claramente que el instante pertenece a las esferas históricas y a cualquier saber que se mueva dentro de un supuesto histórico. Esta categoría es de la mayor importancia para trazar los límites que nos separan de la filosofía del paganismo, e igualmente de toda especulación pagana dentro del mismo cristianismo. Sin salirnos todavía del Parménides, volvemos a encontrar en este diálogo otro texto en el que repercuten las consecuencias de que el instante sea semejante abstracción. Pues mientras que en el diálogo se supone que la unidad cae bajo la categoría del tiempo, se está poniendo constantemente de manifiesto la enorme contradicción de cómo la unidad —τὸ ἕν— tan pronto se hace más vieja y más joven que ella misma y que la pluralidad —τὰ πολλά— como tan pronto no es ni más joven ni más vieja que ella misma y que la pluralidad (151 e). Por una parte se afirma categóricamente que tiene que darse la unidad, y a renglón se guido se la define como participación en una esencia —o en una esencialidad— dentro del tiempo presente:τὸ δὲ εἶναι ἀλλο τί ἐστι ἤ μέϑεξις οὐσίας μετὰ χρόνου τοῦ παρόντος (151 e). En el desarrollo detallado de las contradicciones que el tema representa, vamos viendo cómo lo presente —τὸ νῦν— oscila incesantemente entre varios significados: lo presente, lo eterno y el instante. Este ahora —τὸ νῦν— está situado entre el «era» y el «será», y la unidad no puede saltarlo cuando avanza desde lo pasado a lo futuro. Por eso la unidad queda apresada en el interior del ahora, y no es que se haga más vieja, sino que lo es. La abstracción de la filosofía moderna culmina en el puro ser; ahora bien, el puro ser es para la eternidad la más abstracta de todas las expresiones y, en cuanto es la nada, vuelve a ser una vez más el mismo instante. Con esto se demuestra de nuevo cuán importante es el instante, ya que solamente con esta categoría puede conseguirse darle a la eternidad su peculiar importancia. Esto se logra precisamente al hacer que la eternidad y el instante se conviertan en dos contraposiciones extremas, mientras que de ordinario y conforme a la herejía dialéctica vienen a significar lo mismo. Por eso hemos de afirmar de un modo categórico que sólo con el cristianismo empiezan a ser comprensibles tanto la sensibilidad como el tiempo y el instante, precisamente en cuanto sólo se torna esencial la eternidad. (N. del A.) [1] A todo lo largo de este libro, que apunta en una dirección teológica, estamos palpando una presencia constante de Kierkegaard en toda la historia de la filosofía. La nota anterior, inmensa, es un ejemplo con respecto a la filosofía antigua. «La nada como objeto de la angustia» era un antecedente clamoroso de Heidegger. Y ahora, he aquí el tiempo. Y, sin embargo, entre Kierkegaard y Heidegger hay una distancia infinita, hay por medio una traición, según ha afirmado W. Lowrie. En el horizonte del tiempo heideggeriano no aparece para nada la eternidad, y así todo se esfuma en la pura historicidad ininteligible; en cambio, para Kierkegaard el tiempo y la eternidad se tocan en el instante y así cobran sentido «los tres éxtasis del tiempo» en función de la plenitud de la eternidad. Leamos las páginas siguientes como quien lee un verdadero texto fundacional y, no obstante, olvidado. << [iii] Esto es, por lo demás, el espacio. El iniciado encontrará con facilidad, precisamente en este punto, una prueba de la exactitud de mis desarrollos. En efecto, el tiempo y el espacio son completamente idénticos para el pensamiento abstracto —siempre nacheinander y nebeneinander: ‘uno tras otro’ y ‘uno junto a otro’—; y también para la representación llegarán a identificarse…, e incluso son verdaderamente idénticos en la definición de Dios como «Omni-presente». (N. del A.) << [2] Oieblikket es la palabra danesa para el instante. Exactamente lo mismo que en alemán: Augenblick. Al pie de la letra: ‘ojeada’. Pero predomina el sentido figurativo, y así los daneses siempre nos dirán cuando nos ruegan una brevísima espera: et Oieblik, ‘¡un momento!’. << [3] Se trata de una saga de Tegnér, romántico sueco, recogida en sus Frithjofs Saga (1825). Es muy probable que Kierkegaard se inspirase para esta referencia en una de las láminas que ilustran el libro. Suponemos que esa lámina —con lo que evocamos un ejemplo más meridional y bellísimo de lo mismo— no es muy distinta, en su significación, del famoso cuadro en que A. Feuerbach nos representa a Ifigenia desterrada y mirando sobre el mar hacia su patria. << [iv] Es curioso que el arte griego culmine en la escultura, a la que cabalmente le falta la mirada. Esto tiene su profunda razón de ser en el hecho de que los griegos desconocieron, en el sentido más hondo, el concepto del espíritu y, en consecuencia, tampoco llegaron a comprender profundamente la sensibilidad y la temporalidad. El cristianismo, en contraposición absoluta con lo anterior, nos ofrece la representación plástica de Dios como un gran ojo. (N. del A.) << [v] En el Nuevo Testamento se encuentra una descripción poética del instante. San Pablo dice que el mundo perecerá en un instante, en un abrir y cerrar de ojos: ἐν ἀτόμω καὶ ἐν ῥιπῂ ὀϕφαλμοῦ (1 Cor., XV, 52). Con esto expresa también él que el instante es conmensurable con la eternidad, puesto que el momento de sucumbir expresa en el mismo instante la eternidad. Haré intuitivo con una imagen lo que quiero decir, y ruego que se me perdone lo que en esa imagen pudiera haber de chocante. Había una vez en Copenhague dos actores a los que casi de seguro ni siquiera se les pasó por las mientes que en su ejecución artística se iba a encontrar también un profundo significado. Nuestros buenos actores aparecían en escena, se situaban frente a frente y empezaban a representar de una manera muy mímica algún conflicto apasionado. Cuando la acción mímica estaba casi en el apogeo y los ojos del espectador pendían de la historia dramática, esperando ansiosos el final, precisamente entonces nuestros actores la interrumpían de pronto y se quedaban como petrificados en la expresión mímica del momento. El efecto era sumamente cómico —o podía serlo—, ya que el instante se hacía conmensurable con la eternidad de un modo fortuito. El efecto de la escultura tiende precisamente a que la expresión eterna se exprese de una manera eterna; en cambio, lo cómico de nuestra historia consistía en la eternización de la expresión fortuita. (N. del A.) << [vi] Piénsese una vez más en esa categoría en la que yo hago tanto hincapié, es decir, en la repetición, mediante la cual se ingresa en la eternidad en el sentido progresivo. (N. del A.) << [4] Aquí es preciso añadir por nuestra parte que José Luis L. Aranguren ha hecho un esfuerzo considerable entre nosotros por desvelar algunas de las categorías «forjadas» por el danés. En la parte central de su Ética —pp. 191 y 192— salen a relucir precisamente el «instante» y la «repetíción». El balance en torno al primero de estos conceptos es definitivo. En cambio, me parece que Aranguren se aleja radicalmente de Kierkegaard en el esclarecimiento de la repetición. Veamos las palabras con que cierra el balance correspondiente: «Como se ve, así como el “instante” ahonda en el presente —frente al vivir en el superficial, disipado y atomizante “ahora”— abriendo desde él el porvenir, la “repetición” vuelve la vista atrás, asume y retiene lo sido, frente al “olvido” del pasado». Para Kierkegaard, según nos lo acaba de reafirmar, la repetición apunta y mira «hacia adelante» —forlaends— y no «vuelve la vista atrás» —baglaends—. En una palabra, que el instante y la repetición son dos categorías o «actos privilegiados», según los llama Aranguren, que guardan para el forjador una estrechísima relación mutua, siempre progresivos y tocando o constituyendo —«apropiativamente»— la trascendencia. Por lo demás, esta cuestión quedó poco menos que zanjada en la introducción de esta misma obra. Allí, como cosa de mucha monta, Kierkegaard venía a introducir también una «nueva Ética» dentro del marco de lo que él llamaba «filosofía segunda», «cuya esencia es la trascendencia o la repetición», mientras que la esencia de la así llamada «filosofía primera» «es la inmanencia o, dicho en griego, la reminiscencia». Otra vez, bien claro, «repetición contra recuerdo» y no contra «olvido». << [vii] La definición de la temporalidad como pecaminosidad implica también la muerte como castigo. Esto significa un cierto avance; y una analogía de lo mismo puede encontrarse, si se quiere, en el hecho de que incluso en el aspecto externo la muerte suele anunciarse tanto más espantosa cuanto más perfecta sea la estructura del organismo. Así, por ejemplo, el animal en putrefacción apesta el aire, en tanto que la muerte y la putrefacción de las plantas esparcen unos aromas casi más gratos que la misma fragancia de su floración. En un sentido mucho más profundo sepuede decir que cuanto más se encumbre al hombre, tanto más espantosa será su muerte. El bruto propiamente no muere; la muerte, en cambio, se manifiesta con todo su espanto cuando el espíritu está puesto como espíritu. Por eso mismo la angustia de la muerte está en correspondencia con la angustia del nacimiento. A este propósito no perderé ni un minuto en repetir todo lo que se ha dicho de la muerte como metamorfosis; a veces, desde luego, eso que se ha dicho es verdad, pero otras muchas sólo han sido ingeniosidades; en parte se ha dicho con entusiasmo, pero en la mayoría de los casos sólo por frivolidad. En el momento de la muerte encuéntrase el hombre en el ápice extremo de la síntesis; es como si el espíritu no pudiera estar presente, pues el espíritu no puede morir y, sin embargo, tiene que esperar, ya que el cuerpo sí que ha de morir. La visión pagana de la muerte era más suave y atractiva, como también la sensibilidad del paganismo era más ingenua y su temporalidad más despreocupada; pero, en cambio, a aquélla le faltaba lo que pudiéramos llamar el supremo significado de la muerte. Si leemos el bello tratado en que Lessing describe cómo el arte antiguo representaba la muerte, no podemos negar que nos atraviesa el alma una onda de agradable melancolía al contemplar la imagen de aquel genio durmiente, o la hermosa solemnidad con que el genio de la muerte inclina su cabeza y apaga la antorcha. Hay en todo esto, si así se quiere, algo que le tienta y le anima a uno a confiarse a semejante guía, un guía tan apaciguado como un recuerdo con el que no se recuerda nada. Pero, por otro lado, también hay algo muy desagradable en el seguimiento de este guía silencioso; porque, en verdad, no oculta nada, su figura no es ningún incógnito y, por la misma razón, como es él, así es la muerte, y con ésta todo lo demás se acabó. Hay también una insondable melancolía en el gesto amistoso que este genio hace al inclinarse sobre el moribundo, al mismo tiempo que con el soplo del último beso apaga el postrer resplandor de la vida, mientras que todo lo vivido fue ya desapareciendo poco a poco. Y así, la muerte seha quedado sola, como un misterio profundamente inextricable que, sin embargo, nos ha venido a explicar que la vida entera no era más que un juego, en el que todo terminaba, tanto las cosas grandes como las pequeñas, huyendo como los niños de la es cuela…, hasta que al fin se marchó la misma alma, es decir, el maestro de escuela. Claro que aquí también reina plenamente el mutismo de la aniquilación: todo no era más que un juego de niños, y ahora el juego ha terminado para siempre. (N. del A.) << [viii] Lo aquí expuesto hubiera podido encontrar también su sitio adecuado en el capítulo primero. No obstante, hemos preferido colocarlo en este lugar, por la sencilla razón de que nos sirve como la mejor introducción para lo siguiente. (N. del A.) << [ix] Cf. Efesios, IV, 19. (N. del A.) << [5] En la versión castellana de la Biblia de Nácar-Colunga se dice: los «embrutecidos». Mejor sería traducirlo por: «los que han perdido todo sentimiento», o «los que no se duelen de nada». << [6] El propio autor ha anotado en otro lugar y reiteradamente que la denominación de «ironista único» corresponde a Sócrates y que en cambio, cosa queya no era tan fácil de prever, la denominación emparejada corresponde justamente a Hamann. Cf. Papirer, t. V, B 44 y B 5514 Véase también el motto inicial de este mismo libro. << Kierkegaard además de sus Obras nos ha dejado sus Papeles. Éstos —en la única edición completa que existe de los mismos— llenan veinte volúmenes, varios más que las Obras. Se dividen en tres partes, simultaneadas. La parte A contiene los famosos «diarios», de los que sólo se conocen extractos por las diversas traducciones, siendo hasta ahora los más extensos los de la traducción italiana de C. Fabro —tresvolúmenesy los de la francesa de Ferlov y Gateau —cinco volúmenes—. La parte B contiene anotaciones y ensayos en torno a las mismas obras del autor, e incluso alguna obra completa que Kierkegaard no quiso editar entre las demás, como es el caso de El libro de Adler en el t. VII, sección segunda. En el citado t. V, según anunciábamos ya en nuestro mismo prólogo, le dedica nada menos que 47 páginas a El concepto de la angustia. Finalmente, la parte C en cierra trabajos de diversa índole. La investigación en torno a la vida y al pensamiento de Kierkegaard no puede avanzar segura sin este material copioso e insustituible. De ahíla necesidad imperiosa de que todo investigador de esa vida y de esa obra empiece por saber danés. Billeskov Jansen nos cuenta a este propósito una anécdota bien curiosa al comenzar el prólogo de un librito suyo acerca del estilo literario de Kierkegaard. Dice que una vez, en la primavera de 1948 y con ocasión de un congreso de Filosofía, viajaba con otros muchos de los congresistas en el tren de Roma a Florencia. A su lado se sentaba un francés, y cuando éste se enteró de que aquél era de Dinamarca, lo abrazó efusivamente, diciendo: «¿Usted danés? ¡Qué suerte!»; y volviéndose a los demás viajeros filósofos: «El señor es danés. Él puede leer las obras de Kierkegaard en el original y, además, puede leer todos los papeles póstumos de Kierkegaard, mientras que nosotros tenemos que contentarnos con extractos». [7] El autor pone también aquí necia (dum), concordando con el texto griego de los lugares evangélicos citados: Mt., V, 13,y Le., XIV, 34. << [8] Cf. 1 Cor., VIII, 4. En todas las traducciones de la Biblia, incluso en la danesa, se dice: «sabemos que el ídolo no es nada en el mundo». << [9] Nombre dado a los herejes que profesaban las doctrinas de Carpócrates de Alejandría (siglo II). Según ellos, no se podía llegar a la perfección sino una vez recorridos todos los caminos del pecado, incluso los más nefandos. << [x] Entre los griegos no podía plantearse de este modo el problema de la religiosidad. Con todo es muy hermoso leer lo que Platón nos dice en algunos de sus textos y ver cómo saca partido de ello. Una vez que Epimeteo había provisto al hombre con toda clase de dones, se acercó a Júpiter y le preguntó si en último término no debía repartir también la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, lo mismo que había hecho con todos los demás dones y de tal suerte que uno solo de los hombres recibiera aquella capacidad, así como otro había recibido el don de la elocuencia, otro el de la poesía y un tercero el del arte. Pero Júpiter respondió que aquella capacidad tenía que repartirse por igual a todos los hombres, ya que les pertenecía a todos ellos de una manera igualmente esencial. (N. del A.) << [xi] Sin embargo, no se debe olvidar que la analogía con el caso de Adán encierra aquí no poca inexactitud, ya que en el individuo posterior no nos encontramos con la inocencia, sino con la conciencia reprimida del pecado. (N. del A.) << [i] El problema de qué sea el bien es un problema que acosa con peculiar insistencia a nuestra época, ya que entraña una importancia decisiva para la cuestión acerca de las relaciones de la Iglesia, el Estado y el orden moral. Con todo, es necesario tomar muchas precauciones a la hora de responder a ese problema. Hasta la fecha es el tema de la verdad el que de modo raro ha obtenido la preferencia, por cuanto se ha entendido y explicado la famosa trilogía: «la belleza, el bien y la verdad», en la misma esfera de la verdad —entendida ésta en el sentido del conocimiento—. Pero el bien no admite en absoluto que se lo defina. El bien es la libertad. La diferencia entre el bien y el mal sólo existe para la libertad y en la libertad, y tal diferencia nunca existe in abstracto, sino exclusivamente in concreto. A esto se debe el que los inexpertos encuentren no pocas dificultades embarazosas en el método socrático, cuando Sócrates reduce de repente el bien —esa cosa en apariencia infinitamente abstracta— a las cosas más concretas. El método es completamente correcto, lo único en que fallaba Sócrates —aunque en el sentido griego tenía razón para obrar de esa manera— era al concebir el bien por su lado externo, es decir, concebirlo como lo útil, como lo que tiene una finalidad finita. Sin duda que la diferencia entre el bien y el mal existe para la libertad, pero in abstracto. Este error proviene de que se convierte la libertad en otra cosa, en un mero objeto de la mente. Sin embargo, la libertad nunca ha existido como abstracción. Por eso, cuando sin estar ella misma en ninguna de las dos partes, se pretende concederle a la libertad un momento para que elija entre el bien y el mal, lo único que se logra en ese preciso momento es que la libertad no sea libertad, sino una pura reflexión sin sentido. Y ¿para qué sirve entonces el experimento, si no es para confundirlo todo? Si —sit venia verbo— la libertad permanece en el bien, entonces no sabe en absoluto nada del mal. En este sentido se puede afirmar acerca de Dios —no es mía la culpa si alguno lo interpreta al revés— que no conoce el mal. Con esto no quiero decir en modo alguno que el mal sea meramente lo negativo, lo que hay que superar; pero el absoluto castigo del mal consiste en que Dios no sepa nada de él, ni quiera ni pueda saberlo. En este sentido se emplea en el Nuevo Testamento la preposición ἀπό para significar el alejamiento de Dios, la absoluta ignorancia —si puedo expresarme así— que Dios tiene acerca del mal. Si se concibe a Dios de un modo finito, entonces sería muy cómodo para el mal el hecho de que Dios lo ignorase, pero como Dios es infinito, su ignorancia es la aniquilación en vivo…, porque el mal no puede prescindir de Dios, ni siquiera para ser el mal. A este propósito citaré un texto dela Sagrada Escritura; en la segunda Epístola a los Tesalonicenses I, 9, se dice de aquellos que no conocen a Dios ni obedecen al Evangelio: οἵτινφτς δίχην τίσουσιν ὄλεθρον αἰώνιον, ἀπὸ προσώπου τοῦ κυρίου, χαὶ ἀπὸ τῆς δὸξης τῆς ἰσκύος αὐτοῦ. (N. del A.) << [ii] Dada la forma de la presente investigación no me es posible señalar cada una de las situaciones particulares sino con rasgos muy breves, casi algebraicos. No es éste el lugar de una verdadera descripción. (N. del A.) << [1] ‘Hasta el jugo y la sangre’; en castellano decimos «hasta la médula». << [iii] Aquí, se entiende, hablamos en términos éticos; pues la Ética no mira a la situación, sino a cómo ésta se convierte en el mismo momento en un nuevo pecado. (N. del A.) << [2] Esta exclamación es de Gloster, act. IV, ese. VI: «O ruin’d piece of nature!». Kierkegaard, como de costumbre, recoge la cita de Shakespeare en su traducción alemana de Schlegel y Tieck: «O du zertrümmert Meisterstück der Schopfung!». << [iv] Sin duda, no está éticamente muy maduro el que, incluso en medio de sus mayores sufrimientos, no sea capaz de experimentar algún consuelo y alivio cuando alguien tenga la valentía de decirle que lo que le pasa no es obra del destino, sino algo propiamente culpable. En cambio, da pruebas de madurez ética el que siente consuelo y alivio cuando se le dice eso con seriedad y sinceridad. Pues nada hay que tema tanto una personalidad éticamente desarrollada como esa palabra mágica del destino y otras zarandajas estéticas que, bajo la máscara de la compasión, pretenden robarle su joya preciosa, es decir, la libertad. (N. del A.) << [3] San Agustín aconsejó ciertamente contra los donatistas el empleo de la fuerza para traerlos al buen camino. Pero en ningún caso, que se sepa, aconsejó la pena de muerte, sino todo lo contrario. Tertuliano, en cambio, sí que lo hizo. << [4] Adjetivo derivado de la palabra griega πνεῦμα —πνευματικός: ‘pneumático’— que etimológicamente significa ‘viento’, ‘soplo’, y que en la traducción latina equivale a spiritus —‘espíritu’, ‘espiritual’—. En este último sentido la tomamos aquí, dejando a un lado la complicación de las innumerables acepciones que ha ido teniendo y la no menos complicada aplicación que de ella se ha hecho en el Nuevo Testamento y en la Patrística. Kierkegaard, por su parte, nunca ha dejado de acentuar en esta línea la tricotomía de cuerpo (σῶμα), alma (ψυχή) y espíritu (πνεῦμα) en el hombre, al mismo tiempo que defiende y define la síntesis de un modo excepcional. De ahora en adelante pondremos siempre sin p el adjetivo correspondiente a la tercera palabra, por la misma pauta que lo hacemos siempre con los derivados de la segunda. << [5] Por ejemplo, en el caso de los posesos. Añadamos que hemos traducido por «forzosidad al mal» la expresión danesa: Forskrivelse til det Onde, para no implicar al autor, innecesariamente, en la polémica de la predestinación. Es verdad que Forskrivelse puede significar esto, pero él la emplea en el sentido más obvio de ‘prescripción’, ‘obligación’, ‘forzosidad’. << [v] Ya hemos dicho, y lo repetimos aquí una vez más, que lo demoníaco tiene un alcance muy distinto del que ordinariamente se le atribuye. En el párrafo anterior han quedado indicados los grupos correspondientes que se mueven en otro sentido; aquí sigue una segunda serie de grupos peculiares. La clasificación no resultará nada difícil para el que siga el hilo de mi exposición. Si se encuentra una mejor, escójase en buena hora; pero no estará nada mal que en estos dominios se tenga un poco de prudencia, pues de lo contrario todo será un embrollo. (N. del A.) << [6] ‘¿Qué hay entre tú y yo?’—o ‘¿qué tengo yo que hacer contigo?’—; véanse Me., V, 7, y Le., VIII, 28. << [7] En el Nuevo Testamento no se encuentra ningún pasaje concreto que corresponda a esta referencia, al menos poniendo las palabras aludidas en boca de un endemoniado. Se trata, pues, de una equivocación, de un quid pro quo provocado muy probablemente por el recuerdo de Me., V, 17,y Le., VIII, 37. << [vi] El poder emplear su categoría propia es condición sine qua non para que la observación correspondiente sea verdaderamente importante. Cuando el fenómeno se presenta hasta un cierto grado, la mayoría de los hombres fijan su atención en él, pero no pueden explicarlo, porque les falta la categoría; si la tuvieran, poseerían también la llave para abrir todos los secretos del fenómeno, dondequiera que hubiese un rastro del mismo. Porque los fenómenos puestos bajo la categoría la obedecen como al anillo los espíritus del anillo. (N. del A.) << [vii] Con todo cuidado he empleado aquí la palabra «apertura», pero lo mismo hubiese podido llamar aquí al bien: diafanidad. E incluso habría escogido otra palabra distinta de tener motivos para temer que alguien iba a entender mal la palabra «apertura» y sus relaciones con lo demoníaco, como si de continuo se hablara aquí de algo externo, por ejemplo, de una confesión palpablemente abierta, en voz alta…, confesión que en cuanto puramente externa no serviría absolutamente de nada. (N. del A.) << [viii] Se echa de ver con toda facilidad que el ensimismamiento descrito no es más que mentira o, si se prefiere, falsedad. Ahora bien, la falsedad es aquí lo mismo que la esclavitud, la cual se angustia al abrirse. Por esta razón se le llama también al diablo «el padre de la mentira». Naturalmente que hay una enorme diferencia entre mentira y falsedad, entre mentiras y mentiras o entre falsedades y falsedades, pero la categoría siempre será idéntica. (N. del A.) << [8] «A todo un sentido, pero no una lengua.» Kierkegaard, una vez más, cita por la traducción alemana ya aludida. La frase íntegra de Hamlet está casi al final de la ese. II, act. I: «And whatsoever else shall hap tonight, give it an understanding, but no tongue». Según la traducción castellana de Astrana Marín: «y cualquier cosa que esta noche ocurra lo confiéis al pensamiento, pero no a la lengua». << [ix] El autor de La alternativa (Enten-Eller) ha llamado la atención sobre el hecho de que Don Juan es esencialmente musical. En ese mismo sentido cabe afirmar acerca de Mefistófeles que es esencialmente mímico. Lo mímico y lo musical han corrido la misma suerte, es decir, se ha creído que todo podía llegar a ser mímico e, igualmente, que todo podía llegar a ser musical. Existe un ballet que se titula Fausto. Si su autor hubiera comprendido realmente lo que significa concebir a Mefistófeles de una manera mímica, nunca se le habría ocurrido hacer de Fausto un ballet. (N. del A.) << [x] Podemos afirmar que la interpretación que el pequeño Winslóv hacía del papel de Klister en Los inseparables era verdaderamente profunda porque acertó muy bien con el aspecto esencialmente cómico del aburrimiento. Que un noviazgo que cuando es verdadero entraña sin duda ninguna el contenido propio dela continuidad, se convierta precisamente en todo lo contrario, en un infinito vacío…, ¿no es acaso un hecho de enorme efecto cómico en cuanto se destaque el aburrimiento que ello implica? La comicidad en este caso no está, desde luego, en que Klister sea una mala persona, o le sea infiel a su novia, etc., etc.; al revés, Klister esta íntimamente enamorado, lo que pasa es que en sus relaciones con la novia viene a ser una especie de empleado excedente, que es cabalmente el puesto que ocupa en las oficinas aduaneras. Claro que también es injusto que en la representación de la obra citada se saque partido, cómicamente, del puesto que Klister ocupa en la aduana. Porque, ¿qué culpa tiene el pobre Klister de no figurar en la plantilla? Otra cosa muy distinta es que le pase lo mismo en relación con su enamoramiento, pues en este punto no es criado de nadie, sino dueño de sí mismo. (N. del A.) << [9] C. Winslóv —1796-1834— fue en su época uno de los más destacados actores del Teatro Real de Copenhague. Y Klister, por su parte, es el personaje central de la graciosa comedia Los inseparables —De Uadskillelige—, de J. L .Heiberg, que critica en ella los noviazgos que duran muchos años. Doce, nada menos, duraron las relaciones de Amalia —familiarmente, «Malle»— con el señor Klister. Por cierto que el mismo nombre, aplicado a un hombre, es de los más cómicos que puedan encontrarse en el diccionario de la lengua danesa, ya que Klister significa exactamente ‘engrudo’. << [10] K. M. Bellmann —1740-1795— es un poeta y músico sueco, cantor de la vida popular de Estocolmo y sus alrededores. Sus obras principales son: Fredmans Epistlar y Fredmans Siinger, es decir, Cartas y Canciones de un hombre pacífico. Lo cierto es que Bellmann vivió una vida agitada y pasó en ella por muy diversos cargos, de suerte que yo no sé si Kierkegaard trae aquí su ejemplo en un doble sentido. << [xi] Esto hay que tenerlo siempre muy en cuenta a pesar de lo demoníaco mismo y de todas las ilusiones que fomenta el lenguaje habitual, que aveces emplea tales expresiones en torno a este estado de endemoniamiento que uno no sabe a qué atenerse, olvidando fácilmente que la propia esclavitud es un fenómeno de la libertad, es decir, un fenómeno que no puede explicarse según categorías de las ciencias de la naturaleza. Aunque la propia esclavitud nos diga con las afirmaciones más enérgicas que ella no se quiere a sí misma, podemos estar seguros de que no dice verdad y que siempre hay en ella una voluntad que es más fuerte que el deseo. El estado mismo puede engañar enormemente, tanto que no es nada difícil inducir a un hombre hasta la desesperación si frente a toda su sofística logramos mantener firme y constantemente la pureza de la categoría. Nadie debe tener miedo a poner en práctica semejante procedimiento, pero al mismo tiempo ha de tener mucho cuidado para no aventurarse por estas esferas con meros experimentos juveniles. (N. del A.) << [11] El libro de Parent-Duchatelet a que el autor se refiere llevaba por título: De la prostitution dans la ville de París, y apareció en el año 1836. << [xii] En el Nuevo Testamento encontramos la expresión σοφία δαιμονιώδης (Santiago, III, 15). La verdad es que la categoría no resulta nítida tal y como se la describe en ese pasaje. En cambio, si se atiende al texto del cap. II, 19:καὶ τὰ δαιμόνια πιστεύουσι καὶ φρίσσουσι’ entonces sí que seve en el saber demoníaco la relación de la propia esclavitud con el saber dado. (N. del A.) << [xiii] Por lo demás, lo demoníaco puede tener en la esfera religiosa una falaz semejanza con los escrúpulos. La naturaleza de éstos nunca podrá ser discriminada de una manera abstracta. Así, por ejemplo, un cristiano practicante puede caer en una angustia tal que le dé miedo acercarse a comulgar. Esto es un escrúpulo o, mejor dicho, la actitud de ese cristiano respecto de la angustia pondrá de manifiesto si es o no es un escrúpulo. En cambio, una naturaleza demoníaca puede haber llegado tan lejos y su conciencia religiosa puede haberse hecho tan concreta, que el entender puramente personal del entender sacramental sea precisamente la interioridad de que se angustia y de la que procura evadirse en medio de su angustia. Un individuo semejante se adentrará por la dirección emprendida solamente hasta cierto punto, después se parará en seco, querrá arreglárselas de un modo meramente intelectual y también querrá, de una u otra manera, llegar a ser algo más que una individualidad empírica, históricamente determinada y prisionera de la finitud. Así, el hombre asediado por los escrúpulos religiosos querrá acercarse a aquello de lo que los mismos escrúpulos pretenden mantenerlo alejado. Por lo contrario, el que esté endemoniado deseará personalmente alejarse de ello. A esto le impulsará su voluntad más fuerte —es decir, la voluntad de la propia esclavización—, mientras que su voluntad más débil le empujará en el sentido opuesto, en el sentido del acercamiento. Esto hay que tenerlo siempre muy en cuenta, pues de lo contrario se avanza un poco a ciegas y se piensa en lo demoníaco de una manera tan abstracta que es imposible haya existido nunca en la realidad. ¡Como si la voluntad de la propia esclavitud tuviese en cuanto tal un carácter constitutivo! Pero esto no es así, sino que la voluntad de la libertad, por muy débil que ella sea, nunca deja de estar presente en todas las contradicciones interiores del yo. Si alguien desea materiales relativos al escrúpulo religioso, los encontrará en gran abundancia en la Mística, de Görres. Confieso, sin embargo, con toda sinceridad, que nunca he tenido elvalor de leer todo este libro ordenadamente. ¡Tal es la angustia que rezuma! A mi juicio, Görres no siempre ha sabido distinguir entre lo demoníaco y el escrúpulo, motivo por el que hay que aprovecharlo con mucha cautela. (N. del A.) << [xiv] Descartes, en su Tratado de las pasiones, ha llamado la atención sobre el hecho de que a toda pasión le corresponde otra contraria, siendo la admiración la única excepción de esta regla. La exposición detallada que hace Descartes es bastante floja, pero a mí me ha interesado mucho que hiciese una excepción con la admiración o el asombro, porque éste es según las ideas de Platón y Aristóteles, como todo el mundo sabe, la pasión de la filosofía, la pasión con que empieza todo filosofar. Por lo demás, a la admiración le corresponde la envidia; y a este propósito la filosofía moderna de seguro que también hablaría de la duda. Pero en esto radica justamente el error fundamental de la filosofía moderna, en querer empezar con lo negativo, en vez de hacerlo con lo positivo. Porque esto será siempre lo primero, exactamente en el mismo sentido en que se dice omnis affirmatio est negatio, donde en primer lugar se pone la affirmatio. Esta cuestión acerca de si el puesto de lo primero le pertenece a lo positivo o a lo negativo es de la mayor importancia. Herbart es el único filósofo moderno que se ha declarado sin ambages en favor de lo positivo. (N. del A.) << [12] Véase el act. II, esc. III, del Macbeth. El autor, una vez más, cita y comenta la famosa traducción alemana, anteriormente aludida, de Shakespeare. El lector, por lo general, no tendrá mayor dificultad con el texto alemán que el autor inserta, si lo compara con el original inglés o con la traducción castellana y en prosa de Astrana Marín. Helos aquí: << … from this instant, There’s nothingserious in mortality: Ali is but toys: renown and grace is dead; The wine of life is drawn… «… desde este instante no hay nada serio en el destino humano: todo es juguete; gloria y renombre han muerto. ¡El vino dela gloria se ha esparcido!». Esto último está mejor al pie dela letra: el vino dela vida se ha vertido. [xv] Para mí constituye una alegría el suponer que mi lector ha leído en todo caso tanto como yo mismo. Esta suposición nos ahorra muchas cosas tanto al que lee como al que escribe. Supongo, pues, que el lector conoce la obra mencionada. De no ser así, le aconsejo que la conozca cuanto antes, pues se trata de una obra francamente buena. El único reparo es que el autor, que por lo demás se distingue por su sano juicio y su humano interés por la vida humana, manifiesta de ordinario una fanática veneración por los esquemas vacíos, hasta hacerse ridículo algunas veces. El desarrollo que el autor hace en los distintos capítulos de la obra suele ser muy bueno la mayoría de las veces, y lo único que con frecuencia resulta ininteligible es el pomposo esquema previo y cómo pueda ajustarse la exposición concreta de los temas a semejante esquema. Como ejemplo de esto último referiría yo a las páginas 209-211: Das Selbst-und das Selbst. l. Der Tod. 2. Der Gegensatz von Herrschaft und Knechtschaft. (N. del A.) << [13] «Que el sentimiento se abre a la conciencia del yo, y al revés, que el contenido de la conciencia del yo es sentido por el sujeto como suyo. Solamente esta unidad puede llamarse talante —así traducimos al castellano la palabra alemana Gemüt o su correspondiente danesa Gemyt, por cierto una palabra muy difícil por sus muchas oscilaciones significativas, ya que mientras unos la supervaloran, otros la abaten demasiado; a este propósito puede aleccionar mucho el cap. XI de la II parte de la Ética de Aranguren—. Porque si falta la claridad del conocimiento, el saber del sentimiento, entonces sólo existe el impulso del espíritu natural, la hinchazón de la inmediatez. Pero si falta el sentimiento, entonces sólo hay un concepto abstracto, un concepto que no ha alcanzado la intimidad última de la existencia espiritual, que no se ha hecho una sola cosa con el yo del espíritu». << [14] «De su complexión anímica y de su conciencia.» << [xvi] En este sentido hay que entender lo que Constantino Constantius decía —precisamente en La repetición, p. 6—: «La repetición es la seriedad de la existencia»; y que, por el contrario, la seriedad de la vida no consiste en ser caballerizo del rey, y esto por más que el tal caballerizo, cada vez que monta su caballo, lo haga con toda la seriedad del mundo. (N. del A.) << [xvii] Véase Marbach, Geschichte der Philosophie, II parte, p. 302, nota: Albertus repente ex asinafactus philosophus et exphilosopho asinus. Véase también Tennemann, Gesch. d. Phil., tomo VIII, parte segunda, p. 485, en la nota. A este propósito tenemos una narración todavía más precisa acerca de otro escolástico, Simón Tornacensis, el cual opinaba que Dios no podía por menos de estarle agradecido porque había demostrado la Trinidad, pudiendo muy bien haber hecho lo contrario, pues… profecto si malignando et adversando vellem, fortioribus argumentis scirem illam infirmare et deprimendo improbare. En recompensa de ello, el buen hombre cayó en una total fatuidad y tuvo que dedicar dos años enteros a aprender de nuevo las letras del abecedario. Sobre este particular puede leerse Tennemann, obra y tomo citados, en la nota de la p. 314. Después de todo, que sea de esto lo que quiera y no nos metamos ahora en la cuestión de si este escolástico dijo realmente tal cosa. Y hagamos lo mismo respecto de otra frase que se le atribuye y en la que está incluida la blasfemia de los tres grandes engañadores, tan famosa en la Edad Media. Lo cierto es que el Tornacensis no carecía de una esforzada seriedad en la tarea dialéctica o especulativa, pero le faltaba del todo la seriedad en la comprensión de sí mismo. Casos parecidos a los de esta historia se dan no pocos, y en nuestro tiempo la especulación se ha arrogado una tal autoridad que casi ha llegado a intentar que Dios se tambaleara desde sus mismos cimientos, como un monarca que se sienta angustiosamente en su trono y está esperando a que la asamblea nacional tenga a bien declararlo monarca absoluto o meramente constitucional. (N. del A.) << [15] Por mi parte, no creo necesario traducir el texto latino, referente a san Alberto Magno, con que se abre esta nota puramente anecdótica, por no decir cabalística. En cuanto al texto probable del Tornacensis, he aquí la traducción: «ciertamente que si me dejara llevar por el ánimo de la malicia y el afán de oposición, podría debilitarla con argumentos más fuertes e impugnarla hasta abatirla del todo». Finalmente, los tres grandes engañadores de la blasfemia famosa son Moisés, Cristo y Mahoma. << [xviii] Indudablemente hay que entender en este sentido aquella frase de Constantino Constantinus que reza así: la eternidad es la auténtica repetición. (N. del A.) << [16] Ésta es la tesis de P. M. Moller en su tratado acerca de la inmortalidad, titulado Om Muligheden af Beviserfor Menneskets Udodelighed. De este tratado afirma Hans Brix que no es más que un sermón de profano en la materia. Kierkegaard, como seve, no compartía estas ideas fantásticas de su amigo. Cf. etiam mi primera nota en este mismo libro, prescindiendo de las de mi prólogo. << [17] Estas dos palabras subrayadas aparecen en alemán dentro del texto; primero Sinnigkeit, y después Innigkeit. << [1] De Chodowiecki, pintor alemán del siglo XVIII, no se conoce ningún cuadro ni dibujo con el título de La rendición de Calais, sino más bien sobre la despedida del famoso calvinista Jean Calas al separarse de su familia para ir al horrendo suplicio. Este suplicio injusto motivó, a instancias de la viuda, el no menos famoso escrito de Voltaire Sur la tolérance a l’occasion de la mort de Jean Calas. Por lo demás, esta equivocación de títulos entre La rendición de Calais y Les Adieux de Calas en que incurre Kierkegaard no altera para nada el partido que se pretende sacar de la representación de los cuatro temperamentos. << [2] Véase Lc., X, 30. << [i] Hamann toma, pues, la palabra «hipocondría» en un sentido más elevado cuando —en el t. VI de sus Obras completas, p. 194— dice: «Esta angustia en el mundo es, a pesar de todo, la única prueba de nuestra heterogeneidad. Pues si nada nos faltase, no lo haríamos mejor que los paganos y los filósofos trascendentales, los cuales no saben nada de Dios y están encandilados como unos necios por la amada naturaleza. Si no nos faltase nada, tampoco tendríamos ninguna nostalgia. De ahí que esta impertinente inquietud, esta santa hipocondría, sea quizá el fuego con el que hemos de salar a los animales destinados al holocausto, preservándonos así de la corrupción del siglo en que vivimos». (N. del A.) << [ii] Véase La alternativa. (N. del A.) << [3] Aquí Kierkegaard cita precisamente a uno de sus primeros pseudónimos, en concreto al consejero Guillermo, el cual, en la segunda carta que compone la segunda parte de dicha obra, nos dice: «El individuo encontrará por sí mismo los deberes particulares que le incumben, y en este sentido será en vano que los busque siguiendo indicaciones de los demás; aquí será de nuevo autodidacta como es teodidacta, y al revés». Samlede Vaerker, t. II, p. 292. A propósito de la palabra «teodidacta», «instruido por Dios», añadamos que ya san Pablo la empleó en la primera Epístola a los Tesalonicenses, IV, 9. << [iii] Véase el Banquete de Jenofonte, donde Sócrates usa estas palabras refiriéndose a sí mismo. (N. del A.) << [4] La primera expresión significa en realidad: ‘el que cultiva personalmente la filosofía’, a semejanza del labrador que cultiva la tierra con sus propias manos y no con las de los criados. La segunda expresión, por analogía, viene a significar: ‘el que trabaja al servicio de Dios, o con la ayuda divina’. <<