www.univforum.org Qué es una obra de arte Romano Guardini1 La totalidad de la existencia Una auténtica obra de arte no es, como toda presencia percibida inmediatamente, un mero fragmento de lo que hay, sino una totalidad. Por ejemplo, la silla que tengo delante se encuentra en una relación que se prolonga por todos sus lados. Tan pronto como la tomo con la cámara fotográfica, se hace nítidamente evidente el carácter de corte y fragmento. Pero si la ve Vincent van Gogh, ya en la primera visión se inicia un proceso peculiar: la silla se convierte en centro en torno al cual se congrega todo lo demás del espacio; y a la vez lo conforma de tal modo que sus partes se ordenan en su propia existencia en torno a ese centro. De ese modo, lo que se muestra en el cuadro aparece como un todo. Esta conformación puede tener caracteres muy diversos en cada caso. La composición puede ser evidente, como una figura geométrica, o por completo azarosa en apariencia. Puede residir en las masas de los cuerpos que se muestran en el cuadro o más bien en la atmósfera; en los movimientos representados o más bien en la tonalidad. Siempre se trata de ese proceso por el cual se reúnen en una unidad llena de vida las presencias que están por lo demás entretejidas en la conexión general de la realidad. Ahí se hace perceptible algo que queda mucho más allá del objeto representado, esto es, la totalidad de la existencia en general. Esa totalidad no me la encuentro jamás inmediatamente ante mis ojos. Pues yo mismo soy solamente una parte diminuta de un conjunto inabarcable; y lo mismo todo objeto con que me encuentro; y mi vida no pasa nunca de ser una relación entre fragmento y fragmento. Pero aquí, en el proceso de la conformación artística, ocurre algo peculiar: esa unidad que surge de la cosa que se capta, y de la persona que la capta, tiene un poderío evocador. En torno a ella se hace presente la totalidad de la existencia: el todo de las cosas, la naturaleza, y el todo de la vida humana, la historia, ambas cosas vivas en una sola. 1 Romano Guardini (1885–1968), teólogo y filósofo, es una de las figuras más importantes e influyentes del panorama intelectual alemán del siglo XX. El texto procede de Sobre la esencia de la obra de arte que aparece en el vol. I de Obras de Guardini (Cristiandad, Madrid 1981), pp.318-329. 1 No como lo intentan esos artistas programáticos, es A pesar de tanto decir, esos malos artistas, al dar visiones de conjunto, hablar de arte, son enciclopedias de la existencia, sino por el modo como se pocos los que transforma la presencia aislada en proceso de conformación. Tiene lugar por el cómo, no por el qué de la tienen una obra. A una imagen gigantesca en que se representaran relación auténtica estaciones del año y edades de la vida, agricultura e con él industria, épocas de la historia y personalidades conductoras, le faltaría la fuerza de la presencia: la silla de Van Gogh, en su miserable suelo de baldosas, tiene esa fuerza. En torno a ella resuena la tonalidad del todo. Así surge “mundo” en cada obra de arte. En las diversas artes, ese “mundo” tiene en cada caso un carácter diferente; pero según su esencia última es el mismo en todas las artes –frente a los restantes modos como llega a haber mundo: ciencia, política, educación humana–. El mundo musical es diverso que el pictórico o el arquitectónico. El dato primario de una sinfonía son tiempo y tono, y en ellos, los temas musicales y su relación mutua. El de una pintura son las superficies, las líneas y los colores. El de una catedral son el espacio y la masa, y, desarrollándose en ellos, la relación que ve el arquitecto entre el culto cristiano y determinadas formas de construcción. Estos terrenos artísticos son hondamente diversos entre sí, pero en definitiva quieren lo mismo: dar a la unidad de la esencia del mundo y del hombre una expresión que en realidad no tiene, haciendo resonar en ella la totalidad de la existencia. Finalidad y sentido Forma parte de la obra de arte el tener sentido, pero no el tener finalidad. No existe con miras a una utilidad técnica o a una ventaja económica ni a una instrucción o mejora didáctico-pedagógica, sino en obsequio a la conformación patentizadora. No se propone nada, sino que “significa”; no “quiere” nada, sino que “es”. Naturalmente, la obra concreta, con bastante frecuencia, sirve además para finalidades. Los edificios, por ejemplo, están ahí para que en ellos vivan personas o se realicen acciones de la vida pública o actos religiosos. Hay obras poéticas que están estrechamente unidas con el culto o con las relaciones sociales. Los monumentos recuerdan algo pretérito –originalmente, garantizaban la pervivencia de los muertos–, y así sucesivamente, hasta las diversas formas del arte aplicado, que, en efecto, entran en todos sentidos en la industria utilitaria. Todo eso es evidente. Sólo que un edificio cumple las exigencias prácticas de la necesidad de habitar aunque no sea hermoso y un monumento recuerda a los príncipes que murieron aun cuando no tenga cualidades artísticas. Aquí se podría replicar que también forma parte de las exigencias de la habitación esa sensación de estar envuelto y de sentirse penetrado que sólo proviene de los espacios bien conformados y de las instalaciones de conjunto convincentes; del mismo modo que el difunto ha de ser ensalzado y honrado por el monumento, y eso sólo ocurre cuando la obra es bella. Pero con tales exigencias ya se está en el terreno del arte propiamente dicho, y se hace patente así su determinación de objetivos. En realidad, se trata aquí de un entrecruzamiento de sentidos, como pasa también en otros casos, por ejemplo, en la ciencia. La ciencia es conocimiento metódicameníe perfecto, que no tiene en sí otros objetivos que queden fuera de ella misma, sino que sólo se busca por amor a 2 la verdad. Claro está que también se la necesita para alcanzar algo: toda la técnica descansa en conocimiento aplicado. Sin embargo, tan pronto como se ha entendido por una vez qué es la verdad, se sabe que sólo tiene en sí misma su sentido esencial. Igualmente ocurre con el arte. En la obra concreta pueden enlazarse los puntos de vista de la configuración con las más diversas intenciones de la utilidad práctica: una reflexión pura y exacta mostrará siempre que la radical altura de sentido de la obra de arte no queda abolida por eso. En definitiva, la obra se crea para que exista y revele. Pero así se hace tanto más importante la cuestión de qué significa para el hombre la obra de arte como tal. Hemos visto cómo el artista, observando y configurando, lleva la esencia del objeto a más pura patencia. En esa misma patentización hace también evidente su propio ser y, por tanto, el ser humano en general. Y ambos elementos, de tal modo que no sólo tienen lugar a la vez, sino lo uno en lo otro; en la mirada, valoración y percepción del hombre, la cosa adquiere una nueva plenitud de sentido; y recíprocamente, en la cosa llega el hombre a la conciencia y desarrollo de sí mismo. Pero al ocurrir esto, resuena en la obra la totalidad de la existencia y la azarosa forma parcial se convierte en símbolo del todo. Como el proceso de la formación tiene lugar en materia real –color, piedra, sonido, lenguaje–, su resultado se hace obra objetiva, y perdura. Al percibirlo quien no es creador, puede participar en el proceso de que ha surgido. El artista, “nacido para ver, puesto para contemplar”2 ha logrado así algo que no le atañe sólo a él personalmente, sino al hombre en general. Esto queda conservado en la obra y puede ser entendido, percibido e imitado por otros. Por todo esto, la obra de arte tiene otro carácter que el que puede ser propio de una cosa cualquiera, por grande, útil o preciosa que sea. No está ahí por sí misma, sino hecha por el hombre y, por tanto, no pertenece sólo al “primer” mundo, que está dado de antemano, la naturaleza, sino al “segundo”, que surge del encuentro del hombre con la naturaleza. Pero entre los productos de ese segundo mundo, que es deber del hombre formar, tiene una posición especial, aunque condicionada y limitada de mil maneras; tiene un acabamiento y una totalidad que la capacitan para ser símbolo de la existencia en general, del todo. Toda obra de arte auténtica, aun la más pequeña, lleva adherido el mundo; un ámbito conformado, lleno de contenidos de sentido, en que se puede penetrar mirando, oyendo, moviéndose. Ese ámbito está estructurado de otro modo que el de la realidad inmediata. No sólo es más justo, más hermoso, más profundo, más vivo que el de la vida diaria, sino que tiene una cualidad propia: la cosa y el hombre están abiertos en él. En el ámbito de la existencia diaria el hombre y la cosa están atados y velados. Lo que se puede percibir de ellos expresa su ser, pero también lo oculta. Toda relación va de una cerrazón a otra, a través de lejanía y extrañeza. El acto de intuición y representación del artista ha llevado el ser a expresión más plena. Lo interior está también “fuera”, es presencia y puede verse; lo exterior ahora está también “dentro”, se siente y se percibe y puede asumirse en la propia experiencia. Pero precisamente por este proceso se ha hecho poderosa la unidad, presente y perceptible la totalidad. Ahora está superada la separación. En el ámbito de la obra están cerca las cosas entre sí y el hombre respecto a las cosas, de un modo diverso al del mundo inmediato. Por eso el contemplador, al entrar en ese mundo y percatarse de él, puede vivir él mismo en la totalidad. 2 Goethe, Fausto, II, acto V. ( N. del T.). 3 Lo que aquí se requiere al captar la obra de arte no es sólo ver u oír, como ante los demás objetos que nos La belleza es la rodean; ni aun un disfrute y satisfacción, como ante señal de una alguna cosa placentera. La obra de arte, más bien, abre un plenitud y acierto espacio en que el hombre puede entrar, respirar, moverse interior; algo y tratar con las cosas y personas que se han hecho refulgente que patentes. Pero para eso tiene que esforzarse; y aquí, en un irrumpe cuando un momento determinado, se hace evidente ese deber que para los hombres de hoy es tan apremiante como apenas ser ha llegado a ser ningún otro: el de la contemplación. Nos hemos vuelto como debe activistas, y estamos orgullosos de ello; en realidad hemos dejado de saber callar, y concentrarnos, y observar, asumiendo en nosotros lo esencial. Por eso, a pesar de tanto hablar de arte, son tan pocos los que tienen una relación auténtica con él. La mayor parte, ciertamente, sienten algo bello, y a menudo conocen estilos y técnicas, y a veces buscan también algo interesante por su materia o incitante a los sentidos. Pero la auténtica conducta ante la obra de arte no tiene nada que ver con eso. Consiste en callar, en concentrarse, en penetrar, mirando con sensibilidad alerta y alma abierta, acechando, conviviendo. Entonces se abre el mundo de la obra. Pero en su ámbito, el que contempla percibe también que ocurre algo con él. Llega a otra situación. Se afloja la cerrazón que rodea su ser; más o menos, en cada ocasión, según la profundidad con que penetre, según la viveza con que la comprenda, la proximidad en que se sitúe respecto a ella. Se hace él mismo más evidente; no reflexionando teóricamente, sino en el sentido de una iluminación inmediata. Se aligera el peso de todo lo que hay en uno que no ha sido penetrado al vivir. Se da uno cuenta más hondamente de la posibilidad de hacerse él mismo auténtico, puro, pleno y configurado. Lo ético y la belleza Unas breves palabras sobre qué relación hay entre la obra de arte y lo moral. La estética de la Antigüedad dijo que mediante la tragedia el espectador experimenta una katharsis, una purificación. Al vivir la representación del destino trágico, su propio interior queda sacudido y purificado, y, en cierto sentido, puede empezar una vida nueva. Lo que dijo Aristóteles del drama de gran estilo se aplica, según su modo y medida, a toda obra auténtica, y ahí queda radicada la significación ética del arte. Pone en un determinado movimiento la interioridad del contemplador: la purifica, la ordena y la aclara. Eso puede ocurrir también mediante el contenido como tal, si se presenta algo grande, sublimador, puro. Pero esto no sería nada peculiar de la obra de arte; su aportación entonces consistiría meramente en hacer todavía más impresionante, mediante la conformación, el contenido que ya por sí fuera éticamente operante. Pero más allá de esto hay un efecto peculiar, propio sólo de la obra de arte, y que radica en el hecho de la conformación en cuanto tal. Es tanto mayor cuanto de modo más auténtico, más puro y más poderoso se haya cumplido ese proceso de que hablábamos antes. El hombre está ocupado procurando llegar a ser esa imagen que se le presenta como su deber, por situación y coyuntura. Si tropieza con una obra que ha llegado a madurez y claridad, entonces influye en su disposición interior para llegar a esa imagen, fortalece su voluntad de transformación y le promete cumplimiento. De ahí procede la 4 peculiar confianza que la auténtica obra de arte comunica a quien es receptivo, y que no tiene nada que ver con el aleccionamiento teórico o el empeño. Es una sensación inmediata de poder empezar de nuevo, y el deseo de hacerlo de modo adecuado. Ciertamente, aquí es también el lugar para hablar de algo que a menudo se nombra de modo barato, y por lo regular prematuramente: esto es, de la belleza. Sin decir nada exhaustivo, por supuesto; intentarlo sería algo tan estéril como querer decir qué es la verdad. Mejor dicho, quizá más estéril, pues la belleza es algo definitivo, que presupone tanto la verdad como el bien. Por tanto, debemos limitarnos a muy poco. La belleza no es una ornamentación superpuesta que se añade cuando todo lo demás está hecho, sino que radica en lo anterior. La filosofía medieval ha enseñado que es el “esplendor de la verdad”. Con ello no se trata de remitir la belleza a cosas de entendimiento, sino decir que es la señal de una plenitud y acierto interior; algo refulgente que irrumpe cuando un ser ha llegado a ser como debe. La idea es convincente, y vale también para la obra de arte. De todos modos, se debe examinar con mayor exactitud qué se entiende por la palabra “belleza”. Por lo general, se piensa en lo gracioso, en lo encantador, en lo espléndido; a no ser que en realidad sólo se aluda a alguna excitación sensorial. La belleza es algo que abarca mucho más. Aparece cuando la esencia de la cosa y de la persona alcanzan su clara expresión. Tan pronto como ha aparecido en la presencia, haciéndose abierta y manifiesta, la obra refulge. Entonces queda superado el peso del dato primitivo, del mero contenido tanto como del mero material. Todo es vivo y ligero, todo es “forma”, tanto si se trata de una escultura griega de la época clásica, que entusiasma inmediatamente por su gracia, como si es una obra de Grünewald, en que nada es “bello” en el sentido habitual, pero en que todo habla, hasta la línea más pequeña y el último elemento de color. El realismo de la Edad Moderna enseña que se trata de captar la realidad tal como se presenta, indiferentemente de como pueda ser de corriente o de repelente. En contraposición a él, y, sin embargo, desde la misma actitud básica, el expresionismo dice que para el artista sólo se trata de manifestar lo que experimenta, y que para eso ha de utilizar los fenómenos del mundo circundante, hasta la suprema violencia. Bajo la influencia de este modo de ver y otros análogos, se han despreciado las artes que son “bellas” en un sentido inmediato de armonía. También por el lado del nuevo arte abstracto se pueden oír juicios de menosprecio sobre un ánfora griega o una Madonna de Rafael, o un adagio de Beethoven. Pero son modas. En realidad hay obras en que aparecen de modo peculiar lo encantador, lo leve, lo libre, lo gozoso, lo elevado y lo espléndido. Pueden volverse superficiales, y entonces la belleza es mera apariencia. Pueden también –y no es raro que ocurra– malentenderse por referencia a tal belleza superficial. Así, se puede afirmar que Rafael, a pesar de las innumerables reproducciones –o precisamente por ellas–, es un artista casi desconocido. Primero hay que descubrírselo a uno mismo, entonces se sentirá uno entusiasmado ante una perfección última, como cuando se oye una sinfonía de Mozart o cuando se tiene entre las manos un ánfora griega de la época clásica. Querer negar esa belleza no es mejor que el sentimentalismo que se combate. Obras como las mencionadas pertenecen a las grandes cimas, y lo que es grande hay que dejar que lo sea. 5 La relación con la realidad Finalmente, también es parte esencial de la obra de arte que no esté en la realidad con su auténtica peculiaridad. Lo real en ella son los colores, los sonidos que se oyen, los materiales de que está construido el edificio; pero todo eso no es lo auténtico. Ello consiste en esa relación mutua, antes aludida, de esencia de la persona y esencia de la cosa, apareciendo en la patencia de la expresión. Lo auténtico de la obra no se encuentra en el dominio de la realidad, sino en el de la representación ciertamente, para pasar desde ahí a lo real, esto es, a los materiales, objetivándose así. No por eso se ha de decir que sólo lo material sea real; el espíritu lo es también e incluso lo es en más alto grado que la materia. Un acto de conocimiento es más real que un cristal o un árbol; pero no es real su contenido: aquello que, al conocer, tengo interiormente en mi presencia. Esto está representado, pensado, lo cual quiere decir: es irreal. De modo análogo ocurre con la obra de arte. Su manera de ser es irreal, no por espiritual, sino por ser contenido de representación. El friso del Partenón, por ejemplo, representa la El Partenón, en su procesión que iba a la Acrópolis en la fiesta de las especie, es tan difícil Panateneas, para ofrecer allí el solemne sacrificio en el de comprender y templo de Atenea. ¿Qué hay en él de real? La piedra en requiere tan grande que está esculpido, pero no las formas en sí. Estas no se encuentran en el mismo ámbito y espacio que las del esfuerzo como la Museo, en tal o cual lugar, iluminado de tal o cual filosofía de Platón manera, sino que estuvieron una vez en la imaginación de su creador y luego están en la imaginación de quien se ponga ante ellas. A la pregunta de dónde han estado después que murió el artista, y dónde se quedan cuando el visitante deja de pensar en ellas, sólo se puede responder: Entonces ya no están “ahí” ellas mismas en absoluto, sino sólo su posibilidad. Suena extraño, pero así es. Las figuras representadas por la obra del escultor: los adolescentes que llevan los animales del sacrificio, las muchachas que presentan las vestiduras de la diosa, los jinetes en los hermosos caballos, potentes y de nobles movimientos; todos ellos viven, respiran, siguen marchando, mientras lo que permanece como palpable y “real” son sólo piedras cuya superficie ha recibido un determinado modelado. Estas siguen estando ahí siempre; hasta un animal corriendo por su camino tropieza con ellas. Pero las figuras sólo comienzan a levantarse en el espíritu del observador que las mira. Tampoco es real lo auténticamente peculiar de una catedral. Son reales las piedras, las vigas, las relaciones estáticas. Pero lo que pensaba propiamente el arquitecto era otra cosa: un espacio con una forma determinada, lleno de vida, vida él mismo, una entidad espacial con pulso y aliento. Columnas que son fuerzas que se elevan; arcos como impulsos en constante realización; cubiertas como cavidades que rematan la obra de cerramiento; y, expresándose en todo esto, una determinada manifestación de lo que se llama “casa de Dios entre los hombres”. Pero eso solamente empieza a surgir cuando un hombre receptivo entra en la catedral, y parándose y marchando, mirando y respirando, con ojos, frente y pecho, con la sensitividad de su entera figura, capta en torno aquel mudo crecer constante, aquel surgir y pesar, aquel formarse y abovedarse, aquel cubrir y desvelar, aquel festejar y exultar. ¡Pero todo eso, sin embargo, no es real! Lo “real” que hay en la obra de arte, las superficies y masas, los colores y materiales, los sonidos con sus leyes armónicas; todo eso tiene carácter de indicación por la cual el artista se pone de acuerdo con el contemplador sobre lo que realmente 6 pretende. Esto se encuentra en ese espacio irreal que el hombre logra abrir mediante su mirada e imaginación, y desde el cual se pone en tensión hacia la realidad. Naturalmente, no se puede separar de lo real exterior, sino que está unido a ello, forma con ello esa unidad característica que precisamente se llama “obra de arte”. Está configurado con referencia a eso real, más aún, está visto de antemano con referencia a ello. El escultor no ve “la procesión de las Panateneas” exactamente como podría pintarla un pintor, o dibujarla un artista gráfico, o describirla un narrador, sino que de antemano ve de modo escultórico las personas y caballos y toros de la procesión; más exactamente, con referencia a las posibilidades de expresión del mármol, en la luz de Atenas, en determinado lugar del Partenón. A pesar de eso, lo auténtico y peculiar queda tras la realidad empírica, en el ámbito de la imaginación., Y ahí debe adelantarse el contemplador, guiado por la indicación de lo visible. Debe convocar esa autenticidad, elevarla a la visión interior y hacer que llegue a ser viva mediante el espíritu y el corazón. Pero eso lo logra en cuanto que se esfuerza –y ya eso lo desconocen muchos, que sea necesario esforzarse, concentrarse, penetrar, aprender y ejercitarse, porque ven en la obra de arte sólo una cosa para horas de ocio, una “diversión”, mientras que, por el contrario, pertenece al orden de las cosas altas, que presenta exigencias para poderse comunicar–. El Partenón, en su especie, es tan difícil de comprender y requiere tan grande esfuerzo como la filosofía de Platón. Pero, prescindiendo de esto, el contemplador logra llamar a su presencia lo auténtico de la obra de arte en la medida en que le está concedido, exactamente en esa medida. Las esculturas del Partenón podrían estar por la calle, descubiertas ante la mirada de cualquiera; quedarían guardadas en su propia esplendidez. De su fulgor, cada transeúnte vería lo que estuviera concedido a sus ojos. Aquí tiene vigencia una estricta ordenación, que a menudo se percibe dolorosamente y que sin embargo es una bendición. Es bueno que las cosas importantes no sean cosas de todos; pero hay que darse cuenta de que esta ordenación no está determinada por ningún privilegio de posesión o de situación social, sino por las dotes de la mirada, por la energía del espíritu, por la viveza del corazón. Uno, que haya crecido con todas las posibilidades de la educación puede ser ciego para la auténtica obra de arte; otro, a quien la dificultad de la vida no le haya dado ocio ni incitación puede percibirla del modo más sensible. Esa posibilidad que la obra de arte concede al hombre para pasar desde la realidad en que está y vive a la esfera no real de la representación da lugar a uno de los dones más preciosos que puede otorgar: su paz. La realidad excita, choca con la voluntad, incita a reaccionar. Aquí, por el contrario, las formas son de una plenitud inagotable y de profundísima vida, pero sólo representadas. Estremecen, producen anhelo, dan felicidad, sin entrar en la lucha de la existencia real. En cuanto el contemplador no confunde la obra de arte con la realidad, que se puede tener y usar, y por la que se puede estar amenazado y trastornado, sino que la reconoce como forma que patentiza un sentido elevándose en lo no real, todo exhala una paz singular, que sólo aquí se hace accesible.