Breve historia del anarquismo Breve historia del anarquismo JAVIER PANIAGUA Colección: Breve Historia www.brevehistoria.com Título: Breve historia del anarquismo Autor: © Javier Paniagua Director de la colección: José Luis Ibáñez Salas Responsable editorial: Isabel López-Ayllón Martínez Copyright de la presente edición: © 2012 Ediciones Nowtilus, S.L. Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid www.nowtilus.com Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización. ISBN-13: 978-84-9967-411-7 Fecha de edición: Septiembre 2012 A Mariano Artés, por su amistad y sentido común. Prólogo ¿Qué es realmente el anarquismo? Capítulo 1. Las bases teóricas del anarquismo Los precursores de la acracia Charles Fourier: el falansterio, base de la armonía social El individuo como centro del universo El primer teórico del anarquismo: Pierre Joseph Proudhon o la contradicción permanente Proudhonianos, cooperativistas y mutualistas Bakunin, el impulso revolucionario anarquista La I Internacional: la disidencia irreconciliable entre Marx y Bakunin El anarquismo se transforma en movimiento social Del colectivismo al comunismo libertario: la contribución de Kropotkin El comunismo libertario: una visión optimista de la humanidad La «propaganda por los hechos» Capítulo 2. La expansión del anarquismo: España, país de anarquistas La llegada de Giuseppe Fanelli a España y los primeros núcleos internacionalistas Un movimiento dividido entre anarcosindicalistas y marxistas La expansión del anarquismo en España La Primera República, los cantones y la Internacional Alcoy, símbolo de la insurrección Insurrección contra organización sindical: la decadencia de FRE El nacimiento de la Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE) La extensión del anarquismo en la España rural y las revueltas campesinas Capítulo 3. El auge del sindicalismo revolucionario o anarcosindicalismo Anarcosindicalismo frente a partidos obreros La acción directa como táctica sindical Las bases intelectuales del sindicalismo revolucionario: la conjunción de marxismo y anarquismo España: Solidaridad Obrera y la creación de la CNT La Semana Trágica en Barcelona y la construcción orgánica del anarcosindicalismo español Hacia la fundación de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) Los anarquistas ante la Revolución rusa de 1917 La creación de la Federación Anarquista Ibérica (FAI) La expansión del anarquismo en Rusia y América Capítulo 4. El intento de una revolución alternativa Los ideólogos españoles de la futura sociedad y las influencias exteriores La comuna como base social y económica Hacia un modelo de transición: entre el comunalismo y el anarcosindicalismo El anarcosindicalismo frente al anarquismo radical Alternativas culturales y organizativas originales de los anarcosindicalistas españoles De la Revolución de Octubre de 1934 al Congreso de la CNT de Zaragoza en 1936 Capítulo 5. Los anarquistas y el poder Los anarquistas en el Gobierno El enfrentamiento con los comunistas: los sucesos de mayo de 1937 Gaston Leval y Diego Abad de Santillán: dos modelos de organización libertaria Las colectivizaciones Un poder menguante: anarquistas en el exilio Capítulo 6. La disolución orgánica del anarquismo Los enfrentamientos del anarquismo español militante: las partidas de guerrilleros Mayo de 1968 ¿Una revuelta anarquista? Anarquismo, ecologismo y tecnología en un mundo globalizado Neoanarcoindividualismo Anarcocapitalismo Conclusión Bibliografía básica Prólogo ¿QUÉ ES REALMENTE EL ANARQUISMO? El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Lord Acton Si todas las ideologías tienen siempre aspectos complejos para encapsularlas en una definición cerrada y exclusiva, el anarquismo es una corriente de pensamiento y de acción que presenta mayores dificultades, si cabe, para conseguir una conceptualización del mismo. En realidad, puede ser tanto una interpretación de las relaciones sociales como una actitud ante el poder, y especialmente el Estado, que generó, a finales del siglo XIX y durante el primer tercio del siglo XX, un movimiento social y sindical con aristas intelectuales y de acción muy diversas. Si queremos una definición enciclopédica nos limitaremos a señalar que los anarquistas pretenden una sociedad sin Estado ni autoridad establecida por cualquier procedimiento que busque reglamentar y normalizar las libres determinaciones de los hombres y mujeres en su convivencia en sociedad. La condición natural del hombre es la libertad y desde ella han de construirse las relaciones sociales; el Estado es una perversión de la naturaleza humana. El movimiento anarquista se ha ido configurando desde posiciones ideológicas diversas. En él han convergido ideas procedentes de la Ilustración, el liberalismo, los economistas clásicos o los denominados impropiamente socialistas utópicos, junto a una creencia en el progreso continuo a través de la ciencia. Sin embargo, esto no es decir mucho, puesto que otras ideologías estarían también defendiendo la eliminación o disminución de los poderes políticos. Sin ir más lejos, el marxismo-leninismo proclamaba que una vez triunfara el comunismo en todo el mundo, después del período de la dictadura del proletariado como clase dirigente, no haría falta ningún poder coercitivo, ni estructuras militares o burocráticas. Sería el final de un proceso histórico donde la lucha de clases habría desaparecido, aunque mientras tanto la clase obrera debía controlar el poder del Estado para impedir que la burguesía y los mecanismos administrativos e ideológicos que habían configurado retomaran su dominio. Además, el término anarquista tiene también connotaciones negativas y así se emplea muchas veces cuando se quiere señalar que algo está descontrolado y sin rumbo, anárquico se configura como sinónimo de desbarajuste, de caos. O se relaciona con la destrucción por sus actividades históricas conectadas con el terrorismo a través de su prédica de la «propaganda por la acción» que provocó, a finales del siglo XIX y principios del XX, diversos atentados contra personalidades o instituciones que representaban, para los llamados también libertarios, el poder de una sociedad que explotaba a la mayoría de las personas. Por todo ello conviene referirse más a anarquismos, porque fueron diversos y, en algunos casos, contradictorios los principios que defendieron la necesidad de estructurar una sociedad sin Estado. Aún con todas estas consideraciones podemos adscribirlo a un movimiento social y político que pretendió, de maneras diversas, eliminar los gobiernos y por tanto los Estados que, aun siendo elegidos de manera democrática, constituyen un poder de dominio injustificable para cualquier sociedad porque consolidan la desigualdad de hombres y mujeres provocando una desproporción entre los que poseen la mayor parte de la riqueza, que son una minoría, y los que trabajan y contribuyen a acrecentarla y viven principalmente de su salario. Lo único que logran los poderes del Estado es mantener los privilegios de los que se han apoderado de los bienes sociales, que deben ser colectivos. Y si existen aparatos gubernamentales que se concretan en el Estado, invariablemente se producirá la división entre oprimidos y opresores aunque se pretenda conquistar el poder para terminar con las desigualdades. Desde la acción política nada se transforma y de ahí su crítica a los partidos socialistas y comunistas que mantendrían las diferencias entre los que mandan y obedecen. El poder, como señaló el escritor lord Acton (1834-1902) y Bakunin asumió plenamente en su trayectoria revolucionaria, corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente, y no se ha de destruir desde dentro del mismo, sino desde fuera. La principal base social del anarquismo estuvo en los trabajadores industriales y los campesinos, aunque tuvo ramificaciones en sectores artísticos o literarios de las vanguardias de finales del siglo XIX y primer tercio del XX, y construyó, también en otros sectores, diversas tendencias que van desde una defensa de una pedagogía libre a grupos naturistas, vegetarianos, partidarios de la eugenesia, esperantistas (el esperanto es un intento de construir un idioma universal), neomalthusianos o pacifistas. Pero aún con la dificultad de caracterizar el anarquismo como una corriente de pensamiento uniforme y sus múltiples ramificaciones, donde es difícil distinguir un nexo común que no sea la desaparición del Estado, tenemos que admitir que muchos de sus seguidores se identificaron con la denominación, y no parece adecuado insistir sólo en que el anarquismo no tiene una unidad básica ni coherencia interna por la mera circunstancia de que en él se incluyen perspectivas teóricas diversas y métodos de acción divergentes y en ocasiones contradictorios. Tendremos que explicar también por qué, si consideramos que bajo su techo se inscriben tendencias diversas y dispares, aceptaron la denominación de anarquistas o libertarios. Es indudable que el anarquismo como movimiento social y sindical mantuvo su poder de convocatoria entre la I Internacional y el final de la Guerra Civil española (1869-1939) y fue en España donde alcanzó su máxima expresión, pero también tuvo su apoyo en Latinoamérica y otros países de Europa. Y fueron los obreros y campesinos los que más se identificaron con él y reivindicaron, desde la acción directa, la colectivización de los medios de producción, sin que por ello tuviera que abolirse la libertad individual. La acracia, no obstante, no se conecta con una clase en la línea que lo hacía el marxismo con el proletariado. Su propósito es liberar a toda la humanidad sin distinción de posición social en el capitalismo imperante, y si tiene mayor fuerza entre los trabajadores, los explotados, es porque estos padecen con mayor virulencia las desigualdades y la injusticia de una sociedad que impone a través del Estado los mecanismos de control para que todo favorezca a los poderosos. «Los anarquistas –diría el italiano Errico Malatesta– no luchan para conseguir el puesto de los explotadores, quieren la felicidad de todos los hombres, de todos sin excepción». Todo lo que posibilitará romper con los convencionalismos sociales y permitir la libertad individual combinada con la igualdad podía ser defendido desde el anarquismo. Obras como Un enemigo del pueblo, del dramaturgo noruego Henrik Ibsen (1828-1906), tuvieron multitud de representaciones en los ateneos libertarios por cuanto mostraban la rebeldía del individuo frente a las costumbres impuestas. De igual manera muchos anarquistas editaron y leyeron con entusiasmo al filósofo Friedrich Nietzsche (1844-1900), quien señaló que la racionalidad con que se pretende gobernar el mundo es una manera de disimular la voluntad de poder y dominio de unos sobre otros. El anarquismo, como movimiento social, por más que respaldó todo lo que suponía rebeldía frente a las tradiciones religiosas o institucionales, consideró que su objetivo fundamental era la destrucción del capitalismo, basado en la propiedad privada, porque sólo en una sociedad edificada desde la libertad y desde la igualdad podría existir verdadera justicia. Los pensadores clásicos que contribuyeron a cimentar la ideología anarquista desde Godwin hasta Bakunin y Kropotkin, incluyendo en parte a Proudhon, creyeron que la legislación de los Estados tenía como fin último proteger la propiedad privada. Las leyes emanadas de los gobiernos lo único que pretenden es mantener los privilegios o intereses de las clases privilegiadas. En esta perspectiva algunos de sus más destacados militantes intentarán concretar en los años treinta del siglo XX los contenidos de una sociedad libertaria y superar las propuestas de principios morales abstractos en que estaba inmerso el ideal libertario. Ya no consistía sólo en la denuncia de los males de las desigualdades sociales, sino en fijar el camino de lo que se estipulaba como socialismo o comunismo libertario. Las críticas a los desbarajustes que produjeron la industrialización y el primer capitalismo en la clase obrera son iguales o parecidas en el marxismo y el anarquismo. Ambos denunciarían la pobreza de las condiciones de vida de muchos trabajadores de las nuevas industrias, de los artesanos y campesinos por un salario que apenas alcanzaba para sobrevivir. Las duras condiciones de los niños y las mujeres en las minas, talleres y fábricas provocarán que se articulen protestas continuas que harán que marxistas y anarquistas planteen la abolición del capitalismo, aunque con estrategias divergentes, porque para uno la conquista del poder era un elemento clave para alterar las relaciones de poder, mientras que los libertarios consideraban sustancial la desaparición del Estado. Estas diferencias de planteamientos no sólo eran un problema de táctica o estrategia. Venían condicionadas por unas bases filosóficas dispares. Karl Marx había tomado del filósofo Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) el método dialéctico de tesis, antítesis y síntesis para aplicarlo al proceso histórico y transformarlo en la lucha de clases, en la cual burguesía y proletariado pugnarían en la sociedad contemporánea para mantener o conquistar el poder, además de considerar el Estado la fase final de los procesos históricos donde se permite la acción individual. Es, en suma, el que construye la sociedad y Marx interpretará que aunque este no tenga que ser necesariamente permanente es imprescindible para facilitar el cambio social. En cambio, Bakunin, tal vez sin saberlo, estaría más en la línea de Immanuel Kant (1724-1804), quien basó toda su concepción de la moral y de la ética en la razón, en la conciencia de lo que está bien o mal, y desde esta perspectiva el ser humano era previo a la sociedad y extraía sus normas morales con carácter universal. Igual que existe un principio categórico, «haz de tu conducta una norma que sirva para todos los hombres y mujeres», también puede haber un «imperativo revolucionario» que nos impulse a transformar la sociedad. Es el individuo quien construye la sociedad desde la libertad, que se fundamenta en la conducta práctica, y no está determinado que los humanos estén permanentemente en guerra, como pensaba Thomas Hobbes (1588-1679), el autor del Leviatán, ni que de ello se derive la necesidad de un Estado fuerte para evitar el enfrentamiento permanente. No es precisa la existencia del mismo, puesto que la naturaleza humana tiene como condición vivir en sociedad, sin leyes que determinen la forma de convivencia. No obstante, en el anarquismo siempre predominó la acción por encima de la teoría, tanto en su vertiente anarcosindicalista como en acciones individuales a través de la propaganda por el hecho —fue el comienzo del terrorismo moderno— con el asesinato de dirigentes o atentados a instituciones públicas; pero también mediante la sociabilidad, la educación, las relaciones libres y la defensa de la naturaleza. Había que tomar impulso y destruir la sociedad opresora como paso previo a la construcción de las nuevas fórmulas de relaciones sociales donde debía combinarse la libertad con la igualdad. Esa mezcla de liberalismo y socialismo será la base en que se sustenta el ideal libertario. En la historia que aquí se describe, el anarquismo español tiene un papel estelar por cuanto fue el país donde tuvo mayor arraigo y durante más tiempo. Un país donde la base de las reivindicaciones obreras se articulaba a través del sindicalismo de la CNT y en las zonas industriales como Cataluña, donde era hegemónico, o Valencia y parte de Andalucía, tanto en zonas urbanas como Málaga o Sevilla como en las rurales. Todavía los historiadores discuten cómo pudo ser que el socialismo marxista arraigara en Madrid, País Vasco o Castilla-La Mancha con predominio de campesinos o artesanos, y entre comerciantes o trabajadores industriales de Euskadi, mientras que en Cataluña, la zona más industrial de España, tuviera una influencia clara el anarcosindicalismo. Las bases teóricas del anarquismo LOS PRECURSORES DE LA ACRACIA La construcción ideológica del anarquismo se desarrolla desde finales del siglo XVIII hasta el primer tercio del siglo XX. Una serie de autores, que responden a contextos históricos diferentes, expusieron sus propuestas de abolición del Estado y las condiciones para que existiera, con garantías, libertad individual y colectiva. En muchos casos, las motivaciones de estos escritores son muy diversas, pero de alguna manera fueron reivindicados por los militantes libertarios como base de sus presupuestos teóricos y como justificación de sus propuestas de organización social. William Godwin (1756-1836), pastor anglicano durante un tiempo, abandonó la carrera eclesiástica y dedicó parte de su vida a configurar un mundo nuevo. En 1793 publicó su libro más importante: Investigación acerca de la Justicia y su influencia en la virtud y la dicha generales. Recogiendo las ideas de Rousseau, Helvecio y D’Holbach, autores encuadrados en la Ilustración del siglo XVIII, y magnetizado por los acontecimientos de la Revolución francesa, defiende la educación generalizada como el camino auténtico hacia la razón, fuente única de sabiduría. Recibió la influencia del norteamericano Thomas Paine, uno de los promotores de la independencia estadounidense, quien no negaba la necesidad del Gobierno, pero defendía en su folleto El sentido común (Common Sense) la preeminencia de la sociedad sobre el Estado. Estimaba Paine que muchas veces suponía un obstáculo a la expansión natural de la sociedad, al contrario de lo que había formulado Hobbes en el siglo XVII de que este había nacido para evitar las luchas de intereses contrapuestos que se da en la naturaleza humana, cuya tendencia va dirigida a satisfacer todos los deseos que en muchas ocasiones son contradictorios entre sí y tienden a enfrentarse. Para Hobbes, el Estado sería el garante de la paz entre los humanos para vivir en sociedad. Sólo eliminando la Administración estatal con sus gobiernos, pensaba Godwin, puede conseguirse la verdadera justicia, porque ante los estados los seres humanos abdican de sus propios juicios. Y de igual modo, habrá que evitar la expansión de las naciones, causa de muchas injusticias, ya que los nacionalismos no pueden considerarse realidades sociales naturales; únicamente la comunidad autosuficiente es el auténtico cauce para la libertad individual y colectiva. Los gobiernos no son más que la expresión de los intereses de las clases y poderes dominantes y, por tanto, las leyes elaboradas responden a su defensa. En este sentido, el castigo infligido por violar la ley no tiene justificación teórica, pues esta se sustenta en la arbitrariedad de quien la establece y no en la libertad de la razón de los hombres y las mujeres. Desde esta perspectiva, la propiedad privada no tiene, para Godwin, fundamento social ni jurídico: una minoría disfruta los beneficios del trabajo de lo que produce una inmensa mayoría. Igualmente, la moral convencional de la época es puesta en tela de juicio. El matrimonio es una institución que obliga a dos personas a una convivencia falsa, permanente y dominadora, estableciendo una posesión de los cónyuges, sin tener en cuenta el propio desarrollo de cada uno. No obstante, no predicó con el ejemplo: se casó dos veces, la primera, a los cuarenta y un años, con Mary Wollstonecraf, de treinta y ocho, escritora que fue una pionera en la defensa de los derechos de la mujer en una sociedad dominada por los hombres. Murió al nacer su hija Mary, quien más tarde se enamoraría del poeta Shelley, escaparía de casa en contra de la voluntad de su padre y en 1818 publicaría su famoso Frankenstein. Con su segunda esposa, Mrs. Clairmont, tendría otra hija, quien durante un tiempo sería amante de Lord Byron y de cuya unión nacería una niña. Su obra, pese a no estar censurada, no tuvo gran repercusión en su época, salvo en un pequeño núcleo de poetas ingleses –Wordswordth, Coleridge y el propio Shelley–. Al parecer, el primer ministro William Pitt, el Joven, afirmó que un libro (Investigación acerca de la Justicia…) que costaba tres guineas no podía originar ninguna revolución. A finales del siglo XIX, con un movimiento anarquista en auge, teóricos como Kropotkin recuperarían sus obras, destacándolo como claro antecedente del pensamiento libertario. También la Revolución francesa fue una fuente de inspiración para los anarquistas, por cuanto apreciaron que en muchos de los movimientos populares de aquellos años estaban latentes sus ideas. El teórico anarquista Kropotkin, de quien hablaremos largo y tendido a lo largo de esta obra, escribió un libro sobre La gran Revolución francesa (1909), destacando los sentimientos antiautoritarios que despertaron durante el proceso revolucionario: la lucha federal de los girondinos contra los jacobinos, o la posición de autores como el marqués de Condorcet, matemático, defensor de la educación laica y crítico de la centralización jacobina. De igual modo, la figura de Babeuf y su «Conspiración de los iguales» de 1776, con la pretensión de proclamar un comunismo social, influyó en el pensamiento libertario. En este acontecimiento participaría, y posteriormente lo narraría, el aristócrata florentino Filippo Buonarroti, nombrado ciudadano francés por la Convención. Fue un prototipo de revolucionario romántico, un inspirador de sociedades secretas –los llamados carbonari– que pretendió extender la revolución por Europa desde su refugio en Ginebra y abolir la propiedad privada. De alguna manera, su figura es un antecedente de Bakunin (otro de los grandes protagonistas, como veremos, de este libro) y de los métodos de insurrección revolucionaria. El historiador austriaco y defensor del anarquismo Max Nettlau señalaría en La anarquía a través de los tiempos (1902) que Babeuf y sus correligionarios habían configurado un comunismo ultraautoritario, pero que sirvió como ejemplo de la lucha por llevar los principios revolucionarios más allá de la simple reclamación de la libertad y fraternidad y hacer factible la igualdad real: «La libertad de 1789 –diría Nettlau–, perdió, pues, su iniciativa en Francia y en todas partes de Europa, lo que fue una gran interrupción de una bella floración apenas comenzada». CHARLES FOURIER: EL FALANSTERIO, BASE DE LA ARMONÍA SOCIAL En la primera mitad del siglo XIX, una serie de autores y activistas revolucionarios destacan por sus propuestas de organizar la sociedad perfecta para alcanzar el mayor grado de satisfacción posible de todos sus integrantes (Owen, Saint-Simon, Cabet, Blanqui, Blanc, Fourier, etc.). El momento culminante de muchos de aquellos proyectos fue la revolución de 1848. Calificados de socialistas utópicos, el término no parece muy riguroso por la diversidad de análisis y de programas que engloba, en muchos casos contrapuestos. Fue Frederick Engels, el amigo de Marx, quien divulgaría el concepto de utópicos en su folleto Del socialismo utópico al socialismo científico (1881), que condicionó en el futuro la interpretación marxista de estos autores sin matizaciones sobre cada uno. Señaló que los utópicos partían de una concepción previa de la naturaleza humana sin tener en cuenta la evolución histórica que había desembocado en el capitalismo, en contraposición al socialismo marxista o científico, basado, según él, en la investigación de los procesos sociales. En todo caso, sus obras o acciones forman parte de la preocupación europea por solucionar los desequilibrios y desigualdades de la sociedad industrial emergente. Uno de aquellos precursores que realizó críticas y planteó propuestas con las que se identificarían los anarquistas fue Charles Fourier (1772-1837), comerciante nacido en Beçanson, al igual que Victor Hugo y Joseph Proudhon. En sus escritos intentó diseñar el modo de organización social partiendo de una crítica radical de las condiciones de vida de la época: la pobreza era la causa principal de los desórdenes sociales y tenía su raíz en el fraccionamiento de la propiedad individual de la tierra. El Estado servía sólo para la defensa de los intereses capitalistas, y desde esta perspectiva cuestionó la libre competencia industrial que suponía el dominio de los más fuertes. Los intermediarios –comerciantes y banqueros– eran agentes improductivos que imponían sus normas a los agricultores y manufactureros, controlando la distribución de los bienes en su propio beneficio. Fourier formuló una ley de características cosmológicas aplicada a la naturaleza humana: la ley de atracción de las almas, que creía complementaria de la que Newton había desarrollado para los cuerpos físicos. El alma está compuesta de doce pasiones y se vincula a un órgano del cuerpo humano. Todo ello se relaciona con los planetas y estrellas del espacio, porque el ser humano forma parte del universo y su comportamiento influye en el grado de armonía de todo el cosmos. Si la humanidad encuentra la adecuada organización social, su influencia se ejercerá en todos los cuerpos celestes a través de la «solidaridad universal». El mecanismo para terminar con las injusticias sociales y alcanzar la armonía es el falansterio. En él, un grupo de personas (1.620 es el número ideal) se reúnen para trabajar y promover la libre expresión de sus inclinaciones. Todo ello se hace sobre una superficie de unas dos mil hectáreas, en las que se construye un gran «palacio social» de aproximadamente dos mil doscientos pies de longitud, con dos grandes alas y tres pisos de altura. El centro del edificio contiene el comedor, la biblioteca o el salón de reuniones, mientras que una de las alas alberga los talleres ruidosos, y la otra, habitaciones para los residentes e invitados. El granero se instala en un extremo y, en medio, una gran plaza para las fiestas o el esparcimiento. Los campos cultivados se ubicarán tras el palacio. Los servicios de alimentación y distribución estarán centralizados y de esa manera las mujeres serán libres y no tendrán que ocuparse de las faenas caseras, lo que convirtió a Fourier en un precursor de la defensa de la emancipación femenina. La educación de los niños constituiría una tarea prioritaria. Recibirán una formación igualitaria, orientada a descubrir las habilidades y las tendencias de cada uno, para utilizarlas de la mejor manera posible, dedicándose el 78 % a la agricultura y el resto a otras actividades. Sin embargo, el falansterio no tendrá una estructura comunista. Cada individuo será titular de una cuenta por los servicios que realiza, de acuerdo con un baremo establecido por el Consejo de Administración, y cuya renta difiere según los trabajos realizados, pues pensaba que no todos debían alcanzar el mismo nivel de riqueza ya que cierta desigualdad era importante para conseguir la armonía social. Todos, no obstante, habrán de contribuir mediante la cooperación a la producción de bienes y existirá la alternancia de los diversos trabajos para evitar la monotonía y el aburrimiento, que produce desestabilización y cansancio en las relaciones sociales. La base de la economía falansteriana radica en la agricultura; la industria tiene, en el sistema productivo, un papel secundario. Los campesinos han descubierto desde siempre el verdadero camino del trabajo asociativo, y son capaces, por ejemplo, de coordinarse para llevar su leche a un mismo lugar para fabricar el queso gruyère, como ocurre en la zona del Jura, tema que desarrollará años más tarde Kropotkin a través de su teoría del «apoyo mutuo». El resultado final será la desaparición de las diferencias entre campo y ciudad. Fourier contó con varios seguidores que glosaron o pretendieron poner en práctica sus propuestas. Victor Considérant (1806-1892) fue uno de los más sobresalientes. Fundó una colonia falansteriana, «Reunión», en Texas, que no cuajó. Su aportación teórica no encaja, no obstante, en la tradición de los antecedentes del anarquismo, al participar en política como miembro de la Asamblea Nacional francesa durante la revolución de 1848 y proponer una democratización de los partidos políticos. La influencia de Fourier se dejó sentir en España, principalmente en la provincia de Cádiz, mientras que Saint-Simon, partidario del sistema industrial, tuvo mayor aceptación en Cataluña. En 1842 se tradujo el libro de Abel Transon Teoría societaria de Carlos Fourier o el arte de establecer en todo el país asociaciones doméstico-agrícolas de 400 familias. Incluía una biografía de Fourier, a quien se calificaba de «continuador de Cristo». El escritor y político Sixto Cámara, demócrata radical, autor de La cuestión social, se inspiró, en parte, en las ideas del pensador francés. Igualmente se aprecia su influjo en los primeros artículos y escritos del republicano Fernando Garrido. Pero fue sobre todo Joaquín Abreu, exiliado en Francia por sus actividades políticas revolucionarias, quien a su regreso difundiría el pensamiento de Fourier. Otros seguidores propusieron fundar un falansterio: Manuel Sagrario de Veloy presentó en 1841 un proyecto a la Diputación Provincial de Cádiz para su instalación en el término de Jerez de la Frontera con la denominación de falansterio de Tempul. La propuesta tuvo en la época un amplio respaldo de las clases sociales y políticas dirigentes gaditanas, sin que fuera considerada «revolucionaria». EL INDIVIDUO COMO CENTRO DEL UNIVERSO Si Godwin y Fourier pueden ser considerados, por sus críticas y proyectos, como dos antecedentes del pensamiento anarquista contemporáneo, otros autores, tal vez menos divulgados, contribuyeron también a configurar el ideal ácrata de un mundo sin coacciones gubernamentales, como los franceses Ernest Coeurderoy y Joseph Déjacques, participantes activos en la revolución de 1848. El primero publicó Revolución en el hombre y en la sociedad, ¡Hurra! o La revolución de los cosacos, (1854) en las que defendía la necesidad de destruir las bases políticas y sociales vigentes para hacer posible el nacimiento de un hombre nuevo. Déjacques entronca más directamente con la concepción libertaria. Su figura se diluye en la aventura y el misterio: fue poeta, pintor de brocha gorda, escritor y aventurero. Vivió en Nueva Orleans y en Nueva York, ciudad donde editó Le Libertaire entre 1858 y 1860, la publicación donde apareció por capítulos su trabajo más importante: El Humanisferio: utopía anarquista. En 1899 vio la luz en un volumen avalado por figuras del anarquismo francés, como Éliseé Reclus y Jean Grave, que lo consideraron el primer antecedente expreso del comunismo libertario, aunque se suprimieron determinados párrafos en los que defendía la violencia revolucionaria. La obra está en la línea de las propuestas de Fourier y en parte de las de Proudhon, que analizaremos más adelante, e influiría en autores como William Morris, principalmente en su obra Noticias de ninguna parte (1890). Pretendía la unión del trabajo intelectual y manual, con una confianza absoluta en el progreso de la ciencia, que conseguiría controlar plenamente la naturaleza. Abogó por eliminar las grandes concentraciones y defendió los métodos violentos, claro antecedente de la «propaganda por el hecho» practicada años más tarde por los anarquistas, que consistirá en que un grupo compacto de revolucionarios decididos debía llevar a cabo la acción directa, destruyendo todo tipo de instituciones, a las que había, necesariamente, que eliminar para construir una sociedad libre. Henry Thoreau (1817-1862), estadounidense antiesclavista, en su obra Sobre el deber de la desobediencia civil (1849) señala el camino de la resistencia pasiva a la autoridad. Defendió postulados antiautoritarios: «el mejor Gobierno es el que gobierna menos». Su libro Walden o La vida en los bosques (1854) tiene un carácter casi autobiográfico –Thoreau vivió aislado en una cabaña que él mismo había construido– en su lucha por alcanzar la libertad total del individuo. El máximo representante del anarquismo individualista fue el alemán Max Stirner (1806-1856), seudónimo de Johann Schmidt, vinculado en su juventud a la filosofía hegeliana, que acabaría rechazando. Su vida transcurrió monótona, sin más participación revolucionaria que las reuniones con el teólogo Bruno Bauer y su agrupación de jóvenes radicales. Poco sabemos de sus dos años de actividad como docente de las hijas de la clase media de un liceo de Berlín, pero escribió un folleto, El falso principio de la educación (1841) en el que defiende la personalización como el eje del proceso educativo: «La cultura –decía– proporciona superioridad y hace del que la posee un señor». Aunque nunca utilizó el término «anarquista», su libro El único y su propiedad (1843) es un tratado de defensa a ultranza del individuo por encima de las imposiciones colectivas y, por tanto, del Estado, el cual tiene como objetivo imitar las posibilidades de la persona, imponiendo sus leyes despóticas y coartando la plena soberanía de los seres humanos. Es desde la plena libertad del yo como pueden establecerse las federaciones voluntarias, y todas las propagandas o ideologías que sustentan el orden social están constriñendo la libertad del pensamiento y la capacidad de creación individual. Su obra quedó olvidada hasta que fue recuperada por el escritor Henry Mackay en su novela Los anarquistas (1891) como antecedente del filosofo alemán Friedrich Nietzsche, quien también tuvo cierta aceptación en los círculos libertarios por su negación de la moral tradicional, y de hecho sus libros Aurora, meditación sobre los prejuicios morales, o Así habló Zaratustra, contaron en España, a principios del siglo XX, con varias ediciones que llenaron las estanterías de las bibliotecas de los ateneos libertarios o casas del pueblo. La influencia de ambos estuvo poco relacionada con las reivindicaciones del socialismo o con las del comunismo libertario. Stirner no cuestionó la propiedad privada ni la división del trabajo intelectual y manual; para él lo sustancial era que los individuos no estuvieran atados a organizaciones que, habiendo nacido para un fin, con el paso del tiempo se hacen inservibles y no cumplen con el objetivo propuesto. Incluso fue crítico con el progreso moderno, al que acusaba de no solucionar las aspiraciones humanas. Lo importante es el reconocimiento de que cada uno es único y de ahí que no puedan existir normas superiores que establezcan leyes universales, aunque proclamen la libertad teórica. En todo caso será algo otorgado desde fuera y no necesariamente asumido por cada una de las personas, que son las únicas que pueden decidir por su propia voluntad. Sin embargo, tanto Nietzsche como Stirner contribuyeron de manera decisiva a la configuración teórica del llamado anarquismo individualista, en el que también podían inscribirse algunos literatos vanguardistas, quienes se sintieron atraídos por el movimiento libertario, del cual recibieron apoyo. El dramaturgo y poeta noruego Henrik Ibsen, con su obra Un enemigo del pueblo, contó con muchas representaciones populares por su crítica a los convencionalismos sociales. Autores españoles, como Eduardo Marquina, Ramiro de Maeztu, José Azorín, Julio Camba, Jacinto Benavente, Joan Maragall, Ramón Gómez de la Serna o Pío Baroja, adoptaron, en mayor o menor medida, actitudes nietzscheanas en sus inicios, que les llevaron a simpatizar con el movimiento anarquista y a colaborar en publicaciones como La Revista Blanca. Un historiador español del pensamiento anarquista, José Álvarez Junco, señaló en 1976 que ello no significaba que «ambas corrientes se identificasen». El anarquismo de nuestros escritores, al igual que en otros países, era en realidad una forma de encauzar su protesta estética o su capacidad creadora. El individualismo anarquista tuvo mayor arraigo en Estados Unidos: Benjamín Tucker publicó en 1893 En lugar de un libro, colección de artículos periodísticos donde defiende la compatibilidad de una libertad ilimitada, siempre que se acople al interés común y no perjudique la de los demás. Editó la revista Liberty (1881-1907), desde la que proponía la desaparición de los monopolios del Estado y, en concreto, la emisión de dinero o la posesión de la tierra. Otro autor, el filosofo y jurista Lysander Spooner (1808-1887) rechazó la teoría contractual de la legitimación estatal y puso de manifiesto cómo lo escrito en la Constitución estadounidense contrasta con la realidad vivida por una mayoría de norteamericanos. Más tarde se convertiría en un seguidor del proudhoniano Joshia Warren, de quien hablaremos en breve. EL PRIMER TEÓRICO DEL ANARQUISMO: PIERRE JOSEPH PROUDHON O LA CONTRADICCIÓN PERMANENTE Al tipógrafo autodidacta francés Joseph Proudhon (1809-1864) el éxito le lIegó a los treinta y un años, después de publicar un folleto que alcanzaría gran popularidad en los ambientes revolucionarios de su época, ¿Qué es la propiedad? (1830), donde respondía con contundencia: «La propiedad es un robo.» Pero el tono radical de la expresión no correspondía a los análisis y a las propuestas de su pensamiento. Bakunin, quien le conoció en París, dejó escrito que Proudhon «fue una perpetua contradicción: un genio vigoroso, un pensador revolucionario». Proudhon pasa por ser el primer teórico del anarquismo moderno. Retrato del pintor Gustave Courbet, 1865. Museo del Petit Palais, París. La propiedad de los medios de producción, la tierra o las manufacturas, pensaba, no pueden disfrutarse al antojo de los individuos, obteniendo un beneficio –renta, arrendamiento, alquiler, interés del dinero, comisión, etc.– sin ninguna intervención en el trabajo. Para él resulta injustificable el rentista y, desde esta perspectiva, critica la explotación del trabajo de los patronos a los obreros, porque todos los productores tienen derecho a acceder a la propiedad. La naturaleza no discrimina y extiende sus bienes a la totalidad de las personas; por tanto, nuestro trabajo es el resultado de una acumulación colectiva, al igual que el talento y la ciencia forman parte de muchas generaciones y no de un individuo aislado. La humanidad necesita de todos para sobrevivir y, en este sentido, lo que recibimos y lo que damos está estrechamente relacionado, y forma parte del patrimonio social común que se ha ido acumulando a lo largo de siglos. Desde estos presupuestos, Proudhon defiende la igualdad de todos, pero no cree que esta se consiga mediante la propiedad colectivizada, controlada por el Estado, que resulta tan perjudicial como la individual. En su obra principal, Sistema de contradicciones económicas o filosofía de la miseria (1846), expone las bases fundamentales de su pensamiento. Parte de la filosofía de Hegel, que conoció por lecturas indirectas o en contacto con exiliados alemanes en París, como Marx, para interpretar que las contradicciones están siempre presentes en la sociedad, pugnando permanentemente y sin que, necesariamente, tenga que llegarse a una síntesis superadora. La naturaleza humana está igualmente compuesta de contrarios y en ella se mezclan la razón y el irracionalismo, la paz y la violencia, y según las circunstancias en que se desenvuelva predominará una u otra. Por ello es imprescindible establecer los mecanismos sociales necesarios para que prevalezca la razón sobre los instintos destructivos. El propio Proudhon parecía responder, en su temperamento, a esa contradicción. Fue partidario de una vía pacífica frente a la acción violenta revolucionaria, pero al mismo tiempo defendía la pena de muerte, criticó a los judíos y se mostró contrario al amor libre y defensor de la familia, asignándole a la mujer un papel exclusivo como ama de casa para el mantenimiento del hogar familiar. Se opuso a todo tipo de nacionalismo político, aunque curiosamente defendió el proteccionismo económico. Propuso como resultado final una «Federación mundial de pueblos», mientras consideraba imprescindible mantener las «barreras nacionales» para que se mantuvieran las condiciones de trabajo: «Si nosotros compramos el hierro inglés, ganaremos con ello doscientos millones, pero nuestras fábricas sucumbirán, nuestra industria metalúrgica quedará desmantelada y cincuenta mil obreros se encontrarán sin trabajo y sin pan.» Hacía una distinción entre la soberanía política y la independencia económica y arremetía contra la libertad de comercio, considerándola una conspiración contra la clase trabajadora de cada nación. Lo sustancial en Proudhon es su rechazo del Estado y de la política como actividad cotidiana. Vivió varios años exiliado por su enfrentamiento con el emperador francés Napoleón III y, pese a su pensamiento central de abolición del Estado, justificó desde diversos medios de comunicación la participación de los obreros en los procesos electorales, afirmando no obstante que el voto no soluciona el problema de la justicia. En su libro De la capacidad política de la clase trabajadora (1865) propone unas relaciones productivas basadas en el mutuo consentimiento, solidario, y en la igualdad de los intercambios. Su descubrimiento de una asociación de trabajadores de Lyon donde se practicaba el cooperativismo le proporcionó el fundamento de lo que entendía que tenía que ser la base de la organización futura. La cooperación libre estaba en la esencia misma de la naturaleza social y surgía espontáneamente cuando no había cortapisas. Un mundo de productores donde se «promete y asegura servicio contra servicio, valor contra valor, crédito contra crédito, garantía contra garantía» y donde se sustituye la arbitrariedad de los intercambios por la incertidumbre de los contratos, eliminando así toda posibilidad de especulación y suprimiendo lo aleatorio del mercado capitalista. En efecto, Proudhon pensaba que el mercado en el capitalismo estaba loco y que cada vez dependía más de factores ajenos a la producción para que los valores de los productos se alteraran. Si los intercambios se hicieran a precio de coste y se rompiera el círculo de los intereses especulativos, los burócratas de los Gobiernos no tendrían razón de ser, y de igual modo desaparecerían los financieros y rentistas, que obtienen beneficios sin contribuir a la producción. La propiedad privada no era, por tanto, un derecho inalienable del ser humano y debía ser sustituida por la «posesión», a la que sí deben tener acceso todos los productores a través de un crédito gratuito, mediante el Banco del Pueblo, al tiempo que el Sindicato General de la Producción y el Consumo tendría la misión de vigilar y regular el funcionamiento del mercado, elaborando los datos estadísticos e informando de las necesidades y del movimiento de los productores. Lo sustancial es que cada trabajador reciba el valor adecuado de lo que produce, mediante la cooperación mutua de los grupos que espontáneamente se unen para crear un Estado solidario, que conduce a los pactos federales, sin necesidad de burocracias gubernamentales. Ese era para Proudhon el verdadero sentido de la anarquía, palabra que usó en su doble significado: construcción de una nueva sociedad y en el sentido habitual de desorden y desorganización social. Marx fue su mayor crítico y le dedicaría varios sarcasmos en Miseria de la filosofía, editado en 1847: «La obra de Proudhon –decía– no es un simple tratado de Economía política, ni un libro ordinario; es una Biblia: Misterios, Secretos avanzados del seno de Dios, Revelaciones». También en su libro más importante, El capital, mantendría contra el pensador francés sus acusaciones de escasa preparación para comprender los mecanismos económicos del capitalismo, y ponía como ejemplo su desconocimiento de la relación entre el precio de coste de las mercancías y el valor de las mismas. PROUDHONIANOS, COOPERATIVISTAS Y MUTUALISTAS Proudhon ha sido considerado el representante ideológico de una sociedad de campesinos y artesanos libres que luchaba contra un proceso de industrialización imparable en Europa y arremetía contra sus condiciones de vida y de trabajo, cada día más deterioradas. Sin embargo, sus ideas sirvieron para fomentar diversos proyectos de cooperación y asociación obrera. Sus seguidores fueron denominados mutualistas, que, alejados de la acción política y manteniendo una actitud pacífica, pretendían el fomento del crédito y el establecimiento de cooperativas de producción y consumo en la línea iniciada por el pensador francés. En Alemania, Suiza y España tuvo partidarios, pero fue en Francia, lógicamente, donde su obra adquirió la máxima difusión. Personajes como Darimon, Tolain, Limousin, el periodista Vermorel, entre otros, fueron activos difusores de los ideales proudhonianos y contribuyeron a que en diversos sectores obreros de ese país se crearan sociedades de resistencia que participaron activamente en la fundación de la I Internacional, en 1864, defendiendo el mutualismo. El español Ramón de la Sagra, residente en Cuba y París entre 1823 y 1849, intentó impulsar el Banco del Pueblo. Pero será sobre todo Francisco Pi i Margall, líder del republicanismo federal español, quien adoptara muchas de sus ideas y las difundiera al traducir sus escritos a partir de 1868. Fueron estas traducciones las que comenzaron a leer trabajadores más concienciados, vinculados al principio a los grupos republicanos más radicales. Ello sin duda influyó en el apoliticismo que adoptarían amplias capas del movimiento obrero español y que enlazaría con el anarquismo del siglo XX. Proudhon no fue el único en desarrollar una propuesta basada en la cooperación y la ausencia de un Gobierno centralizado; el estadounidense Joshia Warren (1798-1874) también expresó ideas similares. Warren pensaba que el valor de las mercancías tenía que estar determinado por la acumulación de trabajo y la utilidad del producto, lo que significaba que los intercambios fueran equivalentes a los costes de producción, sin valores añadidos por los intermediarios. En 1843 fundó la Aldea de la Equidad, en el estado de Ohio, para levantar un aserradero cooperativo, practicando el principio de intercambiar trabajo por trabajo y la abolición de cualquier jerarquía. El sastre alemán Wilhelm Weitling (1817-1875), uno de los precursores en la formación del movimiento obrero alemán, mantuvo relaciones con Marx y Bakunin. Fue miembro de la organización clandestina revolucionaria llamada Liga de los Justos, para quienes Marx y Engels redactaron el Manifiesto comunista en 1847. Publicó en 1838 La humanidad, cómo es y cómo debiera ser, que contiene cierto misticismo religioso y, en 1842, Garantías de la armonía y la libertad, donde defiende un comunismo primitivo basado en el predominio de los artesanos. Sin embargo, tras su exilio en Nueva York, defendió un mutualismo muy parecido al de Proudhon: propuso un banco de cambio, que habría de proporcionar créditos sin interés a los trabajadores, destruyendo el monopolio de los financieros. De igual modo, veía en las cooperativas la fórmula más adecuada para encauzar la estructura de la futura economía social que terminaría con las instituciones políticas y proporcionaría un buen funcionamiento de una sociedad libre y justa. BAKUNIN, EL IMPULSO REVOLUCIONARIO ANARQUISTA Mijaíl Bakunin fue, sobre todo, un hombre de acción revolucionaria más que un pensador, pero su personalidad sirvió para consolidar el movimiento anarquista, al que supo conectar con el naciente obrerismo. Sin él el anarquismo hubiera sido, tal vez, una de tantas teorías surgidas en el siglo XIX dentro del proceso de transformaciones sociales, económicas y mentales que produjo la Revolución Industrial. Sus biógrafos han destacado sus rasgos de hombre corpulento, con abundante cabellera, larga barba y potente voz que impresionaba a sus interlocutores. Nació cerca de Moscú, en 1814, en el seno de una aristocrática familia que tenía siervos a su cargo para el cultivo de las tierras. Sin embargo, el patrimonio fue deteriorándose a medida que los precios del trigo experimentaban un retroceso en los mercados internacionales. A los catorce años entró en el ejército, pero cuando llega a oficial en 1835 abandona la carrera militar y se gana la vida como profesor de Matemáticas. Sus lecturas de los filósofos alemanes Fichte, Kant, Schelling y Hegel, así como sus contactos con intelectuales rusos como Herzen y Ogarev, que acabaron en una amistad permanente, cambiaron el sentido de su vida. Viajó por las principales ciudades de Europa y participó en conspiraciones revolucionarias, fundando sociedades secretas que le hicieron blanco de la policía de la mayoría de los países europeos. En París trabó relaciones con Proudhon y Marx, y fue expulsado de Francia por sus ataques al zar y sus actividades entre los exiliados polacos. En 1848, en plena efervescencia revolucionaria, Bakunin interviene en las barricadas parisienses alentando a los obreros y artesanos, convirtiéndose en el prototipo de agitador. Fue también un decidido defensor de la causa de la liberación de los pueblos eslavos y en el Congreso Paneslavista de Praga de 1848 abogó por la federación de todos ellos para destruir el Imperio austrohúngaro. Intervino en el levantamiento de la ciudad de Dresde, en colaboración con el músico Wagner. Detenido por el ejército prusiano, fue condenado a muerte en 1850, pero se le conmutó la pena. Aceptada su extradición a Austria, donde de nuevo es condenado a la pena capital, se le indultó y fue entregado a la justicia rusa, que lo encarceló hasta 1857. Escribió una carta al zar, que algunos califican de arrepentimiento y de perdón, y que, en parte, sirvió para reforzar la idea de que, en realidad, era un agente de la policía zarista, hecho rotundamente negado por sus seguidores. Deportado a Siberia, en Tomsk contrae matrimonio con Antonia Kviavtovki, hija de un funcionario de origen polaco. Sus relaciones no fueron fáciles y se ha especulado con su impotencia y tendencias homosexuales, ya que los tres hijos de ella no parece que los hubiera engendrado Bakunin. Consigue escapar de Siberia en 1861, rumbo a Japón, para trasladarse a San Francisco y Nueva York, desde donde regresará a Londres, lugar de residencia de muchos revolucionarios exiliados. Allí redactó dos folletos, A mis amigos rusos y polacos y La causa del pueblo, en los que destacaba el papel revolucionario de los campesinos. Bakunin siguió alentando aventuras revolucionarias y en 1863 participó en la insurrección polaca y también impulsó la sublevación de Finlandia contra el zar, sin ningún éxito. Se instala en Italia –en Florencia y en Nápoles–, y comprueba que los agricultores napolitanos viven en condiciones miserables, lo que refuerza su concepción de que de ellos saldría la auténtica clase revolucionaria. Con un grupo de seguidores, antiguos partidarios del patriota republicano Mazzini, a quien conoció en Londres, funda la liga secreta Fraternité lnternationale, que servirá de base para la extensión de la Internacional por los principales núcleos de Italia. Para esta liga secreta escribe en 1865 un «catecismo revolucionario» en el que proponía la abolición del Estado, la libertad de los individuos y las asociaciones de productores. A partir de la Fraternité concibe otra organización secreta, la Alianza de la Democracia Social. Bakunin vivió como un bohemio y fue un profesional de la agitación revolucionaria. Acuciado por problemas económicos, que fueron una constante en gran parte de su vida, se trasladó a Ginebra en 1867, donde contactó con los artesanos de la región relojera del Jura, que mantenían organizaciones reivindicativas dispersas por toda la zona. Allí trabó amistad con uno de sus más leales seguidores, el maestro James Guillaume, cuyo libro Ideas sobre la organización social (1876) cabe ser considerado como un primer compendio de propuestas orgánicas sobre la sociedad libertaria colectivista. En dicho texto se defiende que los pequeños propietarios agrícolas se unirán para coordinar sus actividades utilizando medios comunes, sin contar con los gobiernos. Bakunin asistiría a una reunión convocada por una entidad heterogénea denominada Liga por la Paz y la Libertad, en la que estaban personalidades como Victor Hugo, Garibaldi, Herzen o Stuart Mili, y cuyo programa, poco concreto, consistía en unir Europa bajo un gobierno republicano. No consiguió, pese a sus intentos, que la Liga se decantase en defensa de los principios revolucionarios. En 1868 creó la Alianza Internacional de Democracia Socialista, de características y nombre parecido a la constituida en Italia, y pidió el ingreso en la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), que impulsada, entre otros, por Marx había sido fundada en el St. Martin Hall de Londres el 28 de septiembre de 1864. LA I INTERNACIONAL: LA DISIDENCIA IRRECONCILIABLE ENTRE MARX Y BAKUNIN Cada año, la AIT celebraba un congreso en el que se discutían las propuestas teóricas de los grupos heterogéneos que habían contribuido a su creación –exiliados revolucionarios, como Marx, proudhonianos franceses, asociaciones obreras inglesas–. La Internacional era un movimiento con escasa consistencia orgánica en sus inicios que, poco a poco, fue adquiriendo fuerza propia, con propuestas que aludían al colectivismo de los medios de producción y de la tierra. La huelga fue considerada «una necesidad en la actual situación de lucha entre el capital y el trabajo». El objetivo consistía en orientar la lucha obrera para conseguir la emancipación de todos los asalariados, que según el lema de la Internacional había de ser obra de los propios trabajadores. Desde estos presupuestos se estimuló la creación de asociaciones obreras generales (sindicatos) que deberían extenderse por todos los Estados. En el III Congreso, celebrado en Bruselas (1868), Bakunin es admitido como miembro de la AIT, con la condición, aceptada por él, de que disolviera la Alianza e incorporara sus secciones a la estructura de la Internacional. Sin embargo, la organización bakuninista seguiría –con mayor o menor fuerza– actuando clandestinamente en Suiza, Italia y España. Durante el IV Congreso de Basilea (1869) Bakunin, que intentaba por aquellas fechas traducir al ruso El capital de Marx, propuso una resolución sobre la abolición de la herencia, desechada y criticada por este, para el que suponía una desviación del camino adecuado para las reivindicaciones obreras. Lo importante en el marxismo era la superación de las relaciones de producción capitalista. Comenzó entonces una profunda divergencia, ensanchada con el tiempo. Bakunin había reconocido la capacidad teórica de Marx y este elogió, en los años de la revolución de 1848, su empuje revolucionario, pero no estuvo de acuerdo con su defensa de la causa eslava. Ahora su rechazo se hizo cada vez más intenso: «El gordo Bakunin –decía en una carta Marx a Engels, el 27 de julio de 1869– está detrás de todo, esto es evidente. Si este maldito ruso piensa realmente, con sus intrigas, ponerse a la cabeza del movimiento obrero, debemos evitar que pueda hacer daño». La Guerra franco-prusiana de 1870 fue un nuevo motivo de enfrentamiento. Marx pensó que el triunfo prusiano favorecía los intereses de la clase obrera alemana, a la que consideraba vanguardia teórica del movimiento proletario europeo, mientras que Bakunin rechazaba la expansión germánica, nefasta para la liberación de los pueblos. En marzo de 1871, derrotada Francia en Sedán y firmado un armisticio con Prusia que supuso el triunfo de las condiciones del canciller Bismarck, la ciudad de París se alzó en armas el día 18 contra la Asamblea Nacional, constituida, después de la capitulación, con mayoría monárquica. Revolucionarios de todo tipo –neojacobinos, republicanos, internacionalistas– proclamaron la Comuna con el apoyo de la Guardia Nacional. Quedó establecido un salario igual para todos, se decretó la separación de la Iglesia y el Estado y se aprobó la enseñanza gratuita, entre otras medidas. Los talleres y las fábricas abandonadas por sus propietarios pasaron a las asociaciones obreras, encargadas de su administración. La Comuna fue derrotada, después de dos meses de resistencia, por las tropas reorganizadas del nuevo Gobierno francés, presidido por Thiers con el apoyo de Bismarck, a pesar de la resistencia de los communards, que sufrieron una fuerte represión, con un número considerable de víctimas, unos diecisiete mil muertos. Para la mayoría de los Gobiernos europeos, la Comuna fue un símbolo de revolución social y se prestó a perseguir a los internacionalistas. El análisis de este acontecimiento puso de manifiesto las profundas divergencias entre Marx y Bakunin. Para este, la Comuna representó un ejemplo de lucha antiautoritaria, mientras que para aquel significaba el primer intento de control del poder por parte de la clase obrera. Además, Marx sacó la conclusión de que la Internacional debía acrecentar el control de todas sus secciones, estructurándose una organización centralizada desde el Consejo General y no una mera coordinación de las diferentes federaciones, como pretendía la Federación Jurasiana, con Guillaume a la cabeza. En la Conferencia que celebró la Internacional en Londres en 1871, las posturas de Marx y Engels salieron adelante, mientras que recibieron una fuerte crítica las actividades desarrolladas por Bakunin, a quien se acusó de provocar la división en el seno de la Federación Suiza. A ella asistió Anselmo Lorenzo, uno de los fundadores de la sección española de la AIT en 1868, quien en su libro El proletariado militante refleja su visión de los hechos. En una carta dirigida a sus compañeros, Anselmo Lorenzo afirmaba: «Si lo que Marx ha dicho de Bakunin es cierto, este es un infame, y si no, lo es aquel; no hay término medio: tan graves son las censuras y acusaciones que he oído». En el V Congreso de La Haya, en 1872, el movimiento internacionalista se escindió, lo que significó, en la práctica, la desarticulación de la AIT. La discusión siguió girando en torno a los poderes del Consejo General. Marx, en ausencia de los delegados italianos, que defendían tesis contrarias, impuso su criterio de que el Consejo General «está obligado a cumplir las resoluciones de los Congresos y vigilar que en cada país se apliquen estrictamente los principios, los estatutos y los reglamentos». Bakunin y Guillaume fueron expulsados, acusados de seguir manteniendo, secretamente, la Alianza, que continuaba actuando en varias secciones de la Internacional, según constaba en el informe elaborado por Paul Lafargue, yerno de Marx, sobre la situación española. Dos maneras de entender la organización y la lucha obrera entraban en colisión: Marx era partidario de una estructura centralizada que posibilitara la participación de los trabajadores en los procesos de creación de partidos políticos, marcando las diferencias con los movimientos no obreros. En cambio, Bakunin creía en un federalismo autonomista y rechazaba la participación política de los trabajadores, pues la política los desviaba de la verdadera revolución, cuyo fin prioritario era acabar con el Estado. EL ANARQUISMO SE TRANSFORMA EN MOVIMIENTO SOCIAL En septiembre de 1872 se reunieron en un congreso, en la ciudad suiza de Saint-Imier, delegados españoles, suizos, italianos y franceses (un total de quince), representantes del sector antiautoritario, partidarios de las tesis de Bakunin. No reconocieron los acuerdos de La Haya y sus resoluciones constituirían las guías del movimiento libertario a través de un «Pacto de Amistad, de Solidaridad y de Defensa Mutua entre las Federaciones libres», en el que se proponía la destrucción del poder político como primer deber del proletariado, y la solidaridad de la acción revolucionaria «fuera de toda política burguesa». Muchas federaciones ratificaron los acuerdos de Saint-Imier (Bélgica y España en 1872, y Holanda, Italia y Gran Bretaña en 1873). Lo que supuso, en un principio, el triunfo de las propuestas bakuninistas. En el siguiente Congreso de Ginebra (1873) participaron ya veintiocho delegados, que elaboraron nuevos estatutos que suprimían el Consejo General, sustituyéndolo por una Oficina Administrativa de Coordinación y Correspondencia. Fue proclamada la huelga revolucionaria como la táctica más adecuada para acelerar la revolución. Entretanto, los que no se habían unido a esta escisión, los partidarios de Marx, celebraron también el mismo año un Congreso en Ginebra, de escasa trascendencia. El Consejo General se trasladó a Estados Unidos y allí, en 1876, en la Conferencia de Filadelfia, la AIT –sector autoritario– quedó disuelta. Tampoco fueron mejor las cosas para los antiautoritarios a partir de 1874, cuando la persecución de los Gobiernos de Italia y España se hizo más intensa y la Internacional tuvo que pasar a la clandestinidad. Dibujo satírico publicado en el semanario La Tramontana en el que los obreros llevan detenidos a políticos, clero, jueces y burgueses. Sin embargo, por aquellos años, Bakunin sufría ya un deterioro irreversible de su salud, aunque aún tuvo tiempo para redactar una síntesis de su pensamiento: Estado y anarquía, que junto con Dios y el Estado, publicado en 1871, constituyen su aportación más importante al pensamiento anarquista. El aristócrata italiano Cario Cafiero le dejó una villa de su propiedad, cerca de Locarno, y la posibilidad de administrar parte de su fortuna, con el propósito de constituir un núcleo desde el que expandir la revolución mundial. Pero Bakunin tenía ya escasas fuerzas y dedicó parte de su tiempo al descanso y a generar gastos suntuosos. Cafiero reaccionó expulsándolo de su residencia. La degradación física aumentó y su estado de ánimo entró en una fase de escepticismo. Escribió a su amigo Guillaume: «Es inútil lo imposible. Debemos ver la realidad tal cual es y darnos cuenta de que, por el momento, las masas populares no desean el socialismo». A pesar de su creciente pesimismo, aún tuvo fuerzas para participar en el fracasado levantamiento de Bolonia en 1874. Era la última contribución del veterano de las barricadas a una manera de entender la revolución. Quiso así ser coherente con la trayectoria de su vida, que acabó en Berna en 1876. Bakunin supo conectar con amplias capas sociales de su época, que asumieron el antiestatismo y el federalismo autonomista. Su visión de los cambios que experimentaba la Europa capitalista sería asumida por muchos círculos obreros, principalmente en Francia, España e Italia. A pesar de los cambios de la industrialización, la mayoría de las naciones seguía manteniendo una estructura económica agrícola, con núcleos manufactureros aislados, una presencia de artesanos significativa y un campesinado que iba, poco a poco, perdiendo su estabilidad y reclamaba el acceso a la propiedad de la tierra frente a unos propietarios que intentaban maximizar sus beneficios, sacando el máximo rendimiento. Para Marx y Engels, el protagonista de las transformaciones revolucionarias era el proletariado industrial, y consideraban que la conquista del poder político por un partido obrero era básica para encauzar el triunfo del socialismo. Los anarquistas pensaban, en cambio, que la revolución no era patrimonio irremisible de una clase. Su objetivo final era la libertad de la humanidad entera, sin distinciones sociales. Si las ideas anarquistas podían tener un mayor arraigo entre obreros, artesanos y campesinos era consecuencia de padecer más intensamente la explotación, pero todos, hombres y mujeres, sufrían, fuera cual fuera su condición, las nefastas consecuencias de la desorganización capitalista. Los libertarios transmitieron un discurso moralista que iba conectado a una concepción global de las relaciones sociales. No sólo consistía en colectivizar los medios de producción, sino que se trataba de crear una humanidad nueva y alcanzar la mayor felicidad posible. En ello podían colaborar todas las personas convencidas de la necesidad de los cambios, de ahí que, por ejemplo, en España mantuvieran en muchas ocasiones una estrecha relación con los republicanos. El anarquismo, por tanto, no debía concebirse como la ideología de una clase, y su defensa podía hacerla cualquiera que estuviera convencido de sus propuestas y posibilidades de futuro. La crisis de la Internacional y la muerte de Bakunin acabaron con una época. Otra generación intentó remodelar los medios para hacer triunfar la revolución libertaria. Nuevos teóricos y nuevas fórmulas ampliarán el movimiento anarquista, que tendrá una presencia destacada en muchos países europeos hasta la Revolución rusa de 1917. Pero será fundamentalmente en España donde se mantendrá en primera línea hasta el final de la Guerra Civil en 1939. DEL COLECTIVISMO AL COMUNISMO LIBERTARIO: LA CONTRIBUCIÓN DE KROPOTKIN Si Bakunin dedicó la mayor parte de su vida a la acción, organizando insurrecciones o interviniendo en las que surgían en Europa, el príncipe Piotr Alexandrovich Kropotkin (1842-1921), otro aristócrata ruso como él, fue el teórico que le proporcionó al anarquismo su consistencia ideológica. Hasta entonces, las ideas predominantes se centraban en el colectivismo, que resultaba una amalgama de elementos tomados de Proudhon, Guillaume, Bakunin y la tradición sindicalista. La propiedad de los medios de producción sería colectiva y estarían gestionados por las sociedades obreras, el salario equivaldría a lo realizado por cada uno. Con la desaparición del Estado y sus instituciones de gobierno, la armonía económica y social se impondría en una sociedad regida por principios científicos. Kropotkin dio un vuelco completo a esta concepción de la futura sociedad libertaria y formuló las bases en las que la mayoría del anarquismo militante de finales del siglo XIX y principios del XX iba a fundamentar sus reivindicaciones. Testimonios de distinto signo señalan que el aristócrata ruso era un hombre apacible y bondadoso. Nació en Moscú y su familia, perteneciente a la alta nobleza, poseía grandes extensiones de tierra, en la que trabajaban más de diez mil siervos. En 1857 entró en el cuerpo de elite imperial de pajes de San Petersburgo, destinado al servicio de las fiestas de la corte, donde tuvo ocasión de comprobar el boato de la familia del zar. Cuando alcanzó el grado de oficial, eligió como destino los cosacos de Amur, en Siberia, desde donde exploró varias regiones. Sus notas y escritos significaron un avance para el conocimiento geográfico de la época y fue considerado un geógrafo experto que colaboró con la Enciclopedia Británica. Allí entró en contacto con algunos compañeros que habían conocido a Bakunin y comenzó la lectura de Proudhon. Kropotkin empezó como geógrafo y acabó siendo el principal teórico de la revolución libertaria. En 1917 regresó a Rusia cuando se produjo la Revolución rusa y rebatió los procedimientos bolcheviques. En 1868 abandonó el ejército para dedicarse por entero a la geografía en la Universidad de Moscú. Desde entonces, su sensibilidad se inclinó hacia las duras condiciones de los campesinos, sobre todo, a partir de una expedición a Finlandia. En 1872, en su visita a Zúrich y Ginebra, entró en contacto con los miembros de la Federación del Jura de la I Internacional, y conoció, después, al médico belga César de Paepe, uno de los impulsores del movimiento obrero de la época. Cuando regresó a Rusia tenía decidido luchar contra la situación de su país: estableció relación con los focos revolucionarios y apoyó la lucha de los trabajadores textiles. Detenido y encarcelado en la fortaleza de Pablo y Pedro, donde también estuviera Bakunin, enfermó de escorbuto. Internado en un hospital, se fugó en 1876, pasando por peripecias dignas de una novela de aventuras. A partir de entonces vivió en varias ciudades europeas, primero en Edimburgo y Londres, después en Suiza, en Le Chaux-de-Fonds. Fue editor de Le Revolté, e hizo amistad con el francés Elisée Reclus, bibliotecario y geógrafo cuya obra El hombre y la Tierra alcanzaría gran difusión. Antiguo communard, Reclus vivía exiliado y fue uno de los primeros defensores del comunismo libertario. Desde 1878, Kropotkin compartió su vida con Sofía Ananiev, una estudiante ucraniana de origen judío que formó parte de los grupos nihilistas rusos y vivía exiliada en Suiza. Él participó en los congresos de la Internacional antiautoritaria de Veviers y asistió a la reunión de Gante de la Internacional Socialista, que pretendió infructuosamente la reunificación del movimiento obrero. Después del atentado y la muerte del zar Alejandro II, la represión contra los círculos rusos de la oposición en el exilio se incrementó, y Kropotkin fue expulsado por la publicación de una serie de artículos, que después serían recopilados en el libro Palabras de un rebelde. Se asentó en el pueblo francés de Thonon, en las proximidades del lago Leman, y colaboró en diversas publicaciones, como la Enciclopedia Británica. Detenido en Lyon en 1882, acusado de estar afiliado a la Internacional, y condenado a cinco años de cárcel, logró la libertad en 1886 gracias a la presión de intelectuales que pidieron insistentemente su excarcelación. Se refugió en Inglaterra para evitar ser extraditado, y a partir de entonces vivió en Londres hasta 1917, año en que regresó a su país después del triunfo de la Revolución rusa. Su vida en la capital británica adquirió un tono de sosiego y tranquilidad que le permitió escribir y pronunciar conferencias, convirtiéndose en un patriarca de los ideales anarquistas respetado por todos los revolucionarios. Sin embargo, su participación en el movimiento libertario internacional se redujo apreciablemente, e incluso causó decepción entre muchos ácratas, defensores del antimilitarismo, al escribir un manifiesto a favor de los aliados durante la Primera Guerra Mundial. Kropotkin mantuvo relaciones con los socialistas fabianos de Londres, que eran intelectuales defensores del socialismo, y con la Liga Socialista de William Morris, autor de la obra Noticias de ninguna parte, muy difundida en los medios libertarios, donde perfilaba un futuro sin gobiernos. De la pluma de Kropotkin salieron libros como La conquista del pan (1892), Campos, fábricas y talleres (1889), La ayuda mutua (1902), La moral anarquista (1891) y Ética (1922), obra póstuma formada en su mayor parte por compilaciones de colaboraciones publicadas en revistas libertarias como Le Revolté o Freedom, órgano de expresión de un número de seguidores que aglutinó en la capital inglesa. EL COMUNISMO LIBERTARIO: UNA VISIÓN OPTIMISTA DE LA HUMANIDAD Kropotkin configuró su pensamiento en torno a tres ejes. Una primera cuestión fue cómo organizar la producción y el consumo en una sociedad libre. Su propuesta partía de la colectivización de todos los medios de producción y de los bienes obtenidos, base fundamental para conseguir un comunismo sin jerarquías gubernamentales. Creía que podría catalogar las verdaderas necesidades de la humanidad eliminando lo superfluo y logrando una verdadera racionalización de la economía. La comuna autosuficiente constituiría el elemento esencial de la nueva organización, lo que implicaría la desaparición de las diferencias entre el campo y la ciudad, la descentralización industrial y la erradicación, por tanto, del concepto de división del trabajo introducido por Adam Smith. Las relaciones entre comunas serán armoniosas porque no regirá ya el principio de máximo beneficio individual que el capitalismo ha establecido con la lucha por conquistar mercados y eliminar competidores. No concebía la comuna como un reducto similar a un pequeño municipio. Debía abarcar una dimensión que fuese adecuada para poner en marcha todo su plan de integración social y económica. Kropotkin pensaba en una extensión parecida a algunos estados de Estados Unidos, como Ohio o Idaho. Desde esta perspectiva, el movimiento revolucionario había de comenzar por expropiar todas las industrias y propiedades agrícolas para alcanzar el principio que consideraba más justo e igualitario de «a cada cual según sus necesidades». Todo ello lo sustenta en lo que puede considerarse el segundo punto esencial de su pensamiento: el apoyo mutuo. Este representa una respuesta al darwinismo social, defendido por distintos pensadores sociales que extrapolaban los enunciados de Darwin –las especies animales y vegetales subsisten y evolucionan en función de su fortaleza y de su manera de adaptarse al medio– a los individuos y pueblos que perviven en la sociedad en función de su capacidad de lucha y su voluntad. Kropotkin proponía una interpretación más amplia del evolucionismo: también la cooperación era algo esencial a la naturaleza humana, y la ayuda recíproca constituía una práctica común, como lo demuestran los biólogos en las especies animales o los etnólogos en el estudio de las comunidades primitivas. Cuando se renuncia a los instintos de solidaridad por el predominio de la codicia, la historia de la humanidad trastoca su verdadero sentido, propiciando el despotismo y la jerarquización social. El tercer elemento está centrado en su concepción moral y ética. Recogiendo las ideas centrales de la obra del escritor, poeta y ensayista francés Jean-Marie Guyau, Estado de una moral sin obligaciones ni sanciones (1885), que también fue estudiada por Nietzsche, Kropotkin analiza el comportamiento humano y su repercusión en la futura sociedad armónica. Sólo una moral basada en la libertad, solidaridad y justicia puede superar los instintos destructivos que también forman parte de la naturaleza humana. En todo caso, la ciencia ha de ser guía del fundamento ético y nunca la referencia a principios sobrenaturales. Lo que impulsa a actuar no son los ángeles o los diablos, sino la necesidad de satisfacción natural, y en este sentido el comportamiento no es diferente a la valoración moral, de la misma manera que sentimos rechazo o agrado ante los estímulos de la naturaleza, como un olor agradable o desagradable, por ejemplo. La investigación de la estructura social conducirá, apoyándose en el estudio de la historia, al conocimiento de las necesidades humanas, base para el desarrollo de una sociedad libre, donde hombres y mujeres podrán articular sus vidas con plena satisfacción. La obra de Kropotkin, que no formuló propuestas concretas sobre cómo había de organizarse el nuevo mundo, contribuyó de manera decisiva a la aceptación del comunismo libertario por los núcleos anarquistas, en algunos casos con fuertes polémicas con quienes aún defendían el colectivismo de raíz proudhoniana y bakuninista. Esta disparidad de enfoques afectó a las relaciones con el movimiento obrero. Los colectivistas confiaban más en sus conexiones con el sindicalismo y, por tanto, en la lucha reivindicativa y organizativa, mientras que los comunistas parecían respaldar fórmulas más insurreccionales y conspirativas, pero sin que pueda trazarse una línea entre unos y otros. Las posiciones, en muchos casos, se entremezclan y se ven condicionadas según las circunstancias y los países. LA «PROPAGANDA POR LOS HECHOS» En la mayoría de las naciones europeas y americanas surgieron grupos anarquistas que discutían sobre el futuro revolucionario, confiados en que la evolución de los acontecimientos sociales conduciría inexorablemente a la sociedad libertaria. Desde esta posición, muchos centraron en la educación la clave para cambiar las mentalidades, y de ahí que intentaran una alternativa a la cultura dominante o apoyaran las iniciativas de vanguardia que podían romper con la moral y los comportamientos comúnmente aceptados. La potenciación de escuelas al margen de las oficiales, o el apoyo a las que defendían los republicanos franceses o españoles, por ejemplo, clasificadas de racionalistas y laicas, se entrecruza con la difusión de una literatura propia, con una estética accesible a todos, que ayudara a expandir el ideal ácrata. En este sentido hay que entender las conexiones con el naturalismo, vegetarianismo, antitabaquismo, amor libre, o la difusión del esperanto como lengua universal, que constituían para los anarquistas formas de renovación de hombres y mujeres. En otros casos los grupos practicaron una posición más activa. Partiendo de la tradición insurreccional, que no había dado los frutos deseados, propugnaron la necesidad de actuar contra los representantes del poder establecido, para despertar las conciencias revolucionarias y acelerar así el proceso de construcción del comunismo libertario. La «propaganda por los hechos» fue la práctica más significativa de esta estrategia, que ha servido durante mucho tiempo para asociar anarquismo y terrorismo. Su esquema se contraponía a la exclusiva difusión de las ideas mediante la educación o la divulgación. Como ya expresara el revolucionario napolitano Carlo Pisacane en 1857, aquellos actos terroristas no son más que el resultado de los hechos, y los pueblos no serán libres por ser educados, sino que serán educados cuando sean libres. Esta visión fue recogida, en parte, por Bakunin y sus seguidores, aunque sin un significado demasiado definido. Este había entrado en contacto durante su estancia en Berna, en 1869, con su compatriota Nechaev, turbio personaje del que se especuló sobre su pertenencia a los servicios secretos rusos, que defendía el terrorismo como método. Juntos firmaron un Catecismo revolucionario –folleto de igual nombre que el que escribiera Bakunin para La Fraternité–, en el que propugnaban la destrucción total del Estado. En la reunión celebrada en Londres en 1881, denominada Congreso Internacional Anarquista, a la que asistieron personalidades como Kropotkin o el italiano Errico Malatesta, se abordó la cuestión en medio de fuertes discusiones. De alguna manera, la «propaganda por los hechos», también llamada «por la acción», había tenido su respaldo en la última sesión de la Internacional Anarquista surgida en Saint-Imier, donde se expuso la solidaridad con atentados y levantamientos acontecidos en algunos países europeos, tales como el perpetrado por el ruso Zasulich contra el gobernador de San Petersburgo, los alzamientos de Benavente, en Italia, o los de Estados Unidos en Chicago. Hubo publicaciones, como Drapeau Noiro o Lutte Sociale, que dieron hasta lecciones para la fabricación de bombas. Malatesta fue un teórico anarquista italiano que cuestionó que el anarquismo sólo tuviera viabilidad a través del sindicalismo. Kropotkin, en su época de residencia en Suiza, había escrito en Le Revolté que «nuestra acción ha de ser la revolución permanente, de palabra y por escrito, con el cuchillo, el fusil o la dinamita»; aunque nunca mostró entusiasmo por el eslogan «propaganda por los hechos», pensaba más en los levantamientos populares. Algunos anarquistas combinaron las tesis de la «propaganda por la acción» con las opiniones de Kropotkin y Marx. A partir de los últimos decenios del siglo XIX, los marxistas impulsaron la creación de partidos obreros. Fueron principalmente los socialistas alemanes y franceses quienes fundaron en 1889 la II Internacional, en París. Al principio admitió a representantes de sindicatos obreros, organizaciones sociales y personalidades independientes, pero pronto se decantó por la participación parlamentaria y delimitó su actuación a los partidos socialistas que iban surgiendo en el mundo. Los grupos anarquistas que estuvieron presentes en las primeras sesiones fueron expulsados formalmente en el Congreso celebrado en Londres en 1896, al no encajar sus ideas de rechazo de la acción política. A medida que los levantamientos insurreccionales fracasaban o las huelgas generales acababan en derrotas, algunos libertarios intentaron superar la impotencia mediante actos selectivos, dirigidos contra personajes de relieve –políticos, empresarios, reyes, militares, instituciones, edificios públicos, teatros, procesiones religiosas–, que para ellos simbolizaban la opresión del capitalismo. Se pretendía evidenciar la posibilidad de destruir todas las representaciones de la sociedad vigente. Probablemente también ejerció alguna influencia el movimiento de los nihilistas rusos, que propugnaban la destrucción de todo lo que consideraban viejo y caduco, para poder construir un nuevo mundo. El asesinato del zar Alejandro II en 1881 quiso interpretarse como un testimonio de que podía destruirse a alguien a quien muchos consideraban inaccesible e inviolable. Las consecuencias de una serie de actos motivados por la «propaganda por la acción» se percibieron en Europa y América entre 1880 y los primeros años del siglo XX. En cierta literatura y en la mentalidad de mucha gente quedó la imagen de que los libertarios eran, sobre todo, terroristas. Así lo reflejan relatos como los de Joseph Conrad (El agente secreto, de 1907) o Henry James (La princesa Casamassina, de 1902). La legislación de distintos países se endureció contra todo lo que hacía referencia al anarquismo, al que atribuían una conjura internacional para destruir el orden establecido. Incluso en 1898, políticos y delegados policiales se reunieron, por primera y última vez, en Roma en una Conferencia Internacional Antianarquista, a fin de coordinar las acciones. Los anarquistas aprendieron las bases químicas para fabricar explosivos. En ocasiones resulta difícil distinguir entre revolucionarios convencidos del terrorismo como método y cualquier grupo o individuo armado con fines delictivos que reivindicase sus acciones en nombre de la acracia. Así ocurrió con el francés Clement Deval, conocido ladrón, quien llegó a declarar en su juicio que sólo pretendía la distribución de la riqueza, o el legendario y enigmático Ravachol, que colocaba bombas en las viviendas de aquellos jueces que instruían causas contra obreros, y fue ejecutado en 1892, tras matar a un viejo ermitaño con la excusa de entregar el dinero robado a la causa libertaria. Otros, en cambio, enfocaron sus atentados claramente conscientes de su carácter reivindicativo, aunque en sus acciones murieran inocentes, como sucedió en la explosión en el café Terminus, en la estación Saint-Lazare de París, atribuida a Emily Henry. Los asesinatos del presidente de la República francesa, Carnot; del de Estados Unidos, Mackinley; del rey de Italia, Humberto I; de la emperatriz Isabel de Austria, la famosa Sissi de novelas y películas, o del presidente del Consejo de Ministros español, Cánovas del Castillo, a manos del italiano Angiolillo, son una estela representativa de la táctica de la propaganda por el hecho. En otros casos las acciones fueron más amplias: la explosión en la bolsa de París, la bomba que el anarquista galo Vaillant arrojó en la Asamblea francesa en 1893, la lanzada en el Liceo de Barcelona el 7 de noviembre del mismo año o la de la calle de Cambios Nuevos, también en Barcelona, al paso de la procesión del Corpus en 1896, que ocasionó seis muertos y varios heridos. Este último suceso desencadenó una fuerte represión indiscriminada, con más de cuatrocientos detenidos, y los denominados «procesos de Montjuich», que sin las suficientes garantías jurídicas condenaron a varios encartados: en diciembre de 1896, un consejo de guerra, celebrado a puerta cerrada, dictó varias penas de muerte y de cárcel. Una campaña internacional denunciando torturas, apoyada en testimonios personales, se extendió por los países europeos. Los anarquistas lo pusieron como ejemplo de las acciones represivas que son capaces de realizar los gobiernos, más sangrientas y arbitrarias que los posibles delitos atribuidos a sus militares. Los anarquistas insistieron en publicar las penalidades y torturas que padecieron en el castillo de Montjuich de Barcelona después de los atentados del Liceo y de la calle de Cambios Nuevos. Portada de unos de los folletos de propaganda sobre las torturas en el castillo de Montjuich publicado por el diario El Progreso. La expansión del anarquismo: España, país de anarquistas Anarquistas y socialistas lucharían por un espacio común en toda Europa, con medios e interpretaciones divergentes. La futura revolución respondía a análisis diferentes de la realidad social; y, por tanto, los planteamientos de la organización y la lucha contra el capitalismo reflejarían esa disparidad de criterios. Para Marx y Engels, el proletariado nacido de la industrialización era el eje del progreso y, a través de organizaciones políticas específicas, debía pugnar para arrebatar el poder a la burguesía y establecer el socialismo. Pero en aquella Europa de finales del siglo XIX, una mayoría de países seguía manteniendo una economía agraria, con núcleos industriales aislados y un campesinado que veía perder la estabilidad secular ante unos propietarios interesados en obtener el máximo rendimiento de sus cosechas, en un mercado más amplio y con mayor competencia. Para los bakuninistas, los pequeños propietarios, los jornaleros sin tierra, los arrendatarios, el denominado lumpen proletariado, correspondiente a los sectores más bajos de la economía capitalista, es decir, trabajadores sin cualificación que realizaban las faenas más duras, o los obreros de los oficios en crisis, sumidos en un mundo cada día más controlado por el maquinismo y la producción en serie, podían desarrollar un mayor ímpetu de transformación social y eran más proclives a un cambio radical de las estructuras vigentes que los obreros de las nuevas fábricas. Tampoco creían que la revolución fuese patrimonio de una clase. Lo importante era la liberación de la humanidad entera, sin distinción social; y si los ideales de transformación arraigaban con mayor fuerza entre obreros y campesinos, era a consecuencia de que estos sufrían con mayor intensidad la explotación social y económica. En última instancia, es la autoridad política el elemento clave que condiciona las estructuras dominantes, como escribiera Bakunin en el programa de la Alianza: «Si existe un mal en la historia humana, ese mal es el principio de autoridad […] y la fuente de todas las catástrofes, todos los crímenes y todas las infamias de la historia». Entretanto, los partidarios de Marx insistieron en sus propuestas. Este elaboró una circular en la que resaltaba las diferencias infranqueables con el anarquismo bakuninista: «Anarquismo, este es el caballo de batalla de su dueño, de Bakunin, que no ha hecho más que tomar los rótulos de los sistemas socialistas […]. Proclama la anarquía en las filas del proletariado como el medio más eficaz de romper la poderosa concentración de las fuerzas sociales y políticas de los explotadores». Los marxistas trasladaron el Consejo Federal a Filadelfia, lo que en la práctica significó el fin de la AIT. Tampoco se desarrollaron mejor las cosas para los antiautoritarios. La represión por parte de los Gobiernos de Italia y España, núcleos de mayor fuerza de los bakuninistas, se acentuó a partir de la Comuna de París, y los internacionalistas tuvieron dificultades para desarrollar sus actividades, lo que les llevó a la clandestinidad. LA LLEGADA DE GIUSEPPE FANELLI A ESPAÑA Y LOS PRIMEROS NÚCLEOS INTERNACIONALISTAS Tardarían todavía más de un año los círculos obreros españoles en conocer que el 28 de septiembre de 1864 se había fundado, como ya se dijo, en la sala St. Martin’s Hall de Londres, la AIT. Culminaban así las relaciones que habían mantenido los sindicatos británicos y franceses, junto al impulso dado por una serie de exiliados de distintos países residentes entonces en la capital británica, ciudad acogedora de refugiados de otros Estados, como el propio Marx, la figura más sobresaliente de entre los allí reunidos. El semanario catalán El Obrero, fundado por el tejedor Antonio Gusart, defensor del cooperativismo, publicó la noticia en noviembre de 1865. La AIT (recordemos la I Internacional) fue, desde sus inicios, una amalgama de organizaciones sindicales, generalmente poco estructuradas y de adhesiones individuales, revolucionarias o reformistas sociales de la época que representaban a pequeños círculos interesados en los cambios de la sociedad capitalista y liberal del siglo XIX. Los distintos congresos celebrados entre 1866 y 1871, año de la Comuna de París e inicio de su declive, marcaron los ideales que guiarán al movimiento obrero en su trayectoria futura, pero evidenciaron también las diferencias de tácticas y estrategias para alcanzar el final deseado: un mundo con los medios de producción colectivizados y en el que hayan desaparecido los pobres y ricos. Cuando se celebra el IV Congreso de la AIT en Basilea, en septiembre de 1869, en España se ha consolidado plenamente la revolución –la Gloriosa–. Una nueva Constitución –1 de junio de 1869– reconocía los derechos de asociación, reunión y expresión, de forma explícita en el artículo 17, con mayor amplitud que ningún otro texto constitucional español anterior. El general Serrano se convertía en regente, hasta que las Cortes votaran al nuevo monarca, Amadeo I, de la casa real italiana de los Saboya. El Congreso de Basilea ratificó la propiedad colectiva de la tierra. Pero el tema central propuesto por Bakunin fue la abolición del derecho de herencia, porque entendía que era una medida clave para avanzar hacia la sociedad sin clases. Aun así, no obtuvo el suficiente respaldo para convertirse en una resolución del Congreso. En 1871 el tipógrafo español Anselmo Lorenzo asistió en Londres, en representación de los grupos españoles, a la Conferencia de la Internacional y emitió un informe dirigido a los compañeros de Barcelona y recogido en sus memorias (El proletariado militante) en el que apunta la disidencia entre Marx y Bakunin, pero sin que aclarara suficientemente las bases teóricas de la disputa. Un tema, aparentemente sin la misma dimensión que los planteamientos ideológicos enfrentados de Marx y Bakunin se convirtió en el punto culminante del enfrentamiento: el papel del Consejo General de la AIT, que, de acuerdo con la resolución –apoyada por Bakunin– del Congreso de Basilea, tenía la potestad de admitir o rechazar las sociedades o a los individuos. Marx y sus seguidores pretendían reforzar la capacidad ejecutiva de este órgano entre congresos y no limitarlo a una mera coordinación de las federaciones, tal como propugnaba la Federación Jurasiana en Suiza, uno de los núcleos más activos en los inicios del anarquismo. Uno de los presidentes de la Primera República española (1873) muestra la Constitución federal que tuvo vigencia sólo unos pocos meses y fue un antecedente del pensamiento libertario en España. Con la derrota del ejército gubernamental en Alcolea, en septiembre de 1868, la llamada revolución Gloriosa destronó a Isabel II y permitió un período de libertad política y asociativa que repercutirá en la expansión de los núcleos internacionalistas españoles. En noviembre desembarca en el puerto de Barcelona, procedente de Génova, el italiano Giuseppe Fanelli, diputado del Parlamento de Italia y amigo de Bakunin, con quien participaba en la Alianza. Su figura –era corpulento, de gran estatura, con una gran barba negra que sobresalía en un rostro de ojos saltones– causaría impresión en aquellos círculos con los que contactó. Junto con el escritor y propagador del republicanismo, Fernando Garrido, y junto al marqués de Albaida, José María de Orense, viajó por la costa mediterránea recorriendo Tarragona, Tortosa, hasta llegar a Valencia. En todas las reuniones mantenidas presenció cómo sus compañeros difundían las ideas del republicanismo federal. Tomó la decisión, desde la capital del Turia, de marcharse solo y con escaso dinero a Madrid, donde logró relacionarse con algunos afiliados del centro cultural obrero Fomento de las Artes, entre los que se encontraban los tipógrafos Tomás González Morago, Anselmo Lorenzo y Francisco Mora, que constituirían el primer núcleo de la Internacional madrileña, a mediados de noviembre de 1868. Desde estos primeros momentos se entremezclaron sus objetivos ideológicos y orgánicos con los de la Alianza bakuninista, probablemente porque el italiano no distinguía las diferencias entre ambos. En la primera declaración de la sección madrileña –el 22 de diciembre–, se proclama que como «trabajadores os llamamos, no como políticos, ni como religiosos [...], ni esperamos en la política ni tenemos confianza en la religión». A principios de febrero de 1869, Fanelli viajó de nuevo a Barcelona, donde se reunió con el dibujante José Luís Pellicer y su primo el tipógrafo Rafael Farga Pellicer. Quedó constituido el núcleo catalán de ambas organizaciones (la Alianza y la Internacional), con hombres como el médico Gaspar Sentiñón y los estudiantes García Viñas y Trinidad Soriano. Poco tiempo después, agotados sus recursos económicos, regresaría a Ginebra, informando a Bakunin de sus gestiones. Este se percató de la confusión que se había producido al no hacer una clara y precisa separación entre los estatutos de la Internacional y los de la Alianza, que sería la base argumental de los marxistas para expulsarle de la AIT, arrastrando en su salida a la mayoría de la Federación Regional Española de la I Internacional (FRE). Se ha especulado con la venida de Giuseppe Fanelli para explicar la vinculación mayoritaria del movimiento obrero español al anarquismo, pero la interpretación no puede ser del todo satisfactoria puesto que dos años después llegaría Paul Lafargue, casado con una de las hijas de Marx y defensor de sus tesis, quien no podría cambiar el rumbo del apoliticismo y del antiestatalismo extendido en gran parte de los trabajadores, especialmente en el núcleo industrial más importante de España: Cataluña. Algunos han apuntado la tesis de que, en realidad, la verdadera disidencia se produce entre obreros concienciados y republicanos que mantenían una estrecha relación desde la segunda mitad del siglo XIX, con elementos de sociabilidad y cultura comunes, pero los republicanos consideraron las asociaciones obreras como algo subsidiario y las utilizaron para sus proyectos políticos, sin implicarse en sus reivindicaciones. República y anarquismo se cruzan y entrecruzan en sus respectivas historias. El movimiento republicano creó el tejido social del que en parte se nutrió el anarquismo. El problema estriba en que no existe un único republicanismo, este se divide en diversas líneas políticas y personales, lo que se traduce en una división en facciones o partidos que pueden clasificarse en dos grandes unidades: unitarios y federales. Además, los fundadores del PSOE, y hasta 1910 en que hubo un período corto de colaboración, desarrollarían desde sus inicios sus actividades e ideario político frente a los republicanos, a los que consideraban competidores, acentuando las diferencias estratégicas e ideológicas, incluso durante la Segunda República, especialmente por el socialismo más radical. A pesar de compartir listas electorales y de la colaboración política en distintas coyunturas, existió en el socialismo español, por parte de muchos militantes, una prevención y, en algunos casos, un rechazo a colaborar con los partidos republicanos. No es, por tanto, tan evidente la afirmación de que si los socialistas se aliaron políticamente, en ocasiones, con los republicanos, los anarquistas lo hicieran sólo en el plano socio-cultural. Por encima del rechazo a la intervención política de los anarquistas, en muchos aspectos estuvieron más cerca que los socialistas de la «cultura política» republicana. Compartían una concepción histórica parecida de la Revolución francesa y de los procesos revolucionarios posteriores, generadores del nacimiento de las sociedades libres, de los que la burguesía se distanció. Coincidían en el anticlericalismo y existían similitudes teóricas sobre la concepción federal de la sociedad que Pi i Margall dio a conocer con la traducción de Proudhon. Y además participaron en actividades diversas como la masonería –también muchos socialistas–, la enseñanza racionalista o la lucha contra las guerras coloniales. De todas formas, la FRE (Federación Regional Española de la AIT) tuvo una trayectoria zigzagueante y las ideas anarquistas se extendieron en círculos reducidos. La mayoría de trabajadores estaban vinculados a sociedades cooperativas o mutualistas y tenían sus simpatías mayoritarias en el republicanismo federal. Lo cierto es que, a pesar de que en España no ha habido teóricos libertarios de fama mundial, ha sido el país donde las ideas anarquistas han ejercido su mayor influencia en el movimiento obrero. Ello ha dado lugar a distintas interpretaciones: desde las psicológicas, carácter individualista y poco estatalista de los españoles; religiosas, lucha contra el poder omnímodo de la Iglesia católica (el anarquismo español sería como un carlismo de izquierdas); hasta las pésimas condiciones sociales de los trabajadores españoles. El pueblo está sometido a soportar a los políticos encadenado a una noria. UN MOVIMIENTO DIVIDIDO ENTRE ANARCOSINDICALISTAS Y MARXISTAS Los dos núcleos de la AIT más significativos estaban en Madrid y Barcelona, desde donde una delegación española asistió al IV Congreso de Basilea. Sin embargo, la Internacional en España no tuvo, en sus inicios, una expansión destacada. Muchas de las agrupaciones obreras seguían apegadas a las viejas reivindicaciones corporativas de mejoras salariales, o al mantenimiento de sociedades de socorro mutuo para afrontar las temporadas de falta de trabajo o enfermedad. Desde los años treinta del siglo XIX, habían surgido, en Cataluña principalmente, pequeñas asociaciones de tendencia cooperativista o de resistencia, a tenor de las ideas de Fourier, Cabet o Saint Simón, pero hasta 1840, año en el que fue reconocida la Sociedad de Mutua Protección de Tejedores de Algodón, no se tiene constancia de una organización obrera con fines claramente reivindicativos. Esta consiguió implantarse en muchos de los centros textiles catalanes y, en cierta manera, coordinar distintas asociaciones de oficios; organizando, aquel mismo año, huelgas para reclamar aumentos en los jornales. Su existencia legal fue posible gracias a la Real Orden Circular de 28 de febrero de 1839, que autorizaba únicamente a aquellas que se atenían a la fórmula de socorros mutuos. Su vinculación al republicanismo y su enfrentamiento con los patronos la colocarían en la ilegalidad, por un Decreto de 6 de enero de 1841 firmado por el regente provisional, general Espartero, que ordenaba su disolución, pese a estar ya constituida una Comisión Mixta con los patronos para solucionar los conflictos pendientes. Las noticias sobre las revoluciones europeas de 1848 condicionaron una mayor persecución de las sociedades de resistencia por parte de los gobiernos del moderantismo liberal español, con el general Narváez a la cabeza. El paso a la clandestinidad desembocó, por contra, en el aumento del mutualismo autorizado, mientras que las pugnas y forcejeos de los obreros industriales catalanes no cejaron. Muestra de ello es la huelga de los tejedores de Sants (Barcelona), de 1854, que se extendió por varios núcleos de la provincia. La sublevación del general O’Donnell en ese mismo año contra los Gobiernos moderados contó con el apoyo de las clases populares; en Barcelona quemaron dos fábricas y reaccionaron contra las selfactinas, máquinas de hilar que ahorraban mano de obra. La Unión de Clases, primera confederación obrera, hizo su aparición por aquellas fechas, fundada por José Barceló, presidente de la Comisión de Trabajadores de las Fábricas de Hilados, que sería ajusticiado al año siguiente, acusado, sin suficientes pruebas, de robo y asesinato. A partir de 1855 quedó constituida la Junta Central de Directores de la Clase Obrera, con mayor amplitud que la Unión, basada principalmente en los algodoneros, que consiguió la representación de más de setenta mil trabajadores catalanes. En el mes de julio la agitación obrera llegó a su punto culminante en Barcelona. Una huelga general se extendió por toda la provincia, con la aparición de actos de violencia en distintos lugares. Una manifestación de huelguistas portaba banderolas rojas y pancartas con el lema de «Libertad de asociación o muerte». El entonces jefe del Gobierno, Espartero, poco predispuesto a la negociación, prometió que atendería las peticiones, resumidas en el establecimiento de jurados mixtos, jornada de diez horas y derecho de asociación. Sin embargo, la tímida legislación social que el ejecutivo remitiría a las Cortes en octubre del mismo año no supuso ningún cambio cualitativo en las reivindicaciones obreras, y de ahí el fracaso del liberalismo progresista para satisfacer las demandas populares. Significaba el comienzo de la toma de conciencia obrera y su apuesta por las opciones políticas, entonces marginales, que rechazaban el régimen monárquico liberal escasamente sensibilizado ante sus intereses. En octubre de 1868, al calor de la nueva situación política, se crea la Dirección Central de las Sociedades Obreras de Barcelona, que en diciembre lanza la idea de celebrar un congreso de trabajadores catalanes para determinar «cuál es la forma de gobierno que mejor puede proteger los intereses de la clase obrera, a fin de apoyarles [...] votando en los comicios diputados que se comprometan a defender [...] el planteamiento de aquel sistema de gobierno que haya parecido más ventajoso». En este nuevo relanzamiento del asociacionismo, que enlaza con la tradición de años anteriores, surge Las Tres Clases de Vapor, cuya fundación parece producirse entre 1868 y 1869. En ella confluían la federación de los hiladores, preparadores y tejedores mecánicos de Cataluña, que demandaron la modificación de los salarios. A pesar de plantear determinadas huelgas en diversas ocasiones, sus dirigentes mostraron una tendencia a la concertación con los patronos y ello les llevó a unas relaciones distantes con la Internacional. Algunas de sus secciones ingresaron en la AIT, pero otras permanecieron al margen. Siguieron realizando sus propios congresos e impulsaron, en sus inicios, la Unión de Obreros Manufactureros, constituida en mayo de 1872, que habría de englobar a todos los obreros de la industria textil, que en este caso optaron por la Internacional. Apoyó la publicación de La Revista Social, de la que Farga Pellicer fue secretario de redacción a partir de 1873. La Unión envió a las Cortes, en nombre de cuarenta mil obreros, una serie de peticiones, como la reducción de la jornada laboral a ocho horas, el establecimiento de un salario mínimo, la prohibición del trabajo a los menores de doce años o la enseñanza laica y gratuita. Un número importante de obreros englobados en Las Tres Clases de Vapor no compartiría las posiciones radicales internacionalistas que se extendieron por la Cataluña industrial durante aquel año y prefirieron, en muchos casos, practicar un sindicalismo de concertación, agotando la negociación con los patronos. Los internacionalistas contaron, por tanto, en Cataluña con una tradición asociacionista que había mantenido luchas reivindicativas desde los primeros tiempos de la extensión de las fábricas textiles y talleres metalúrgicos. En muchos casos se sintieron vinculados al republicanismo federal y en otros rechazaron la participación política como algo ajeno a los verdaderos intereses de los trabajadores, pero en una línea corporativa independiente de los presupuestos que iban a configurar el anarquismo. Al margen de los núcleos catalanes, la industrialización española apenas tendría consistencia hasta finales del siglo XIX y existían pocos obreros fabriles propiamente dichos (en Valencia, Málaga, Asturias y Euskadi principalmente) o eran muy pocos para articular un movimiento sindicalista moderno. Madrid, a pesar de ser la capital del Estado y centrar en ella la mayor parte de la actividad política de la época, era una ciudad escasamente industrializada, con predominio de oficios casi artesanales que mantienen un comercio centrado prácticamente en el abastecimiento de la propia urbe. Y es que la ciudad, como han señalado algunos historiadores, es más industriosa que industrial, más rentista que burguesa, predomina más el comerciante sujeto a una estructura familiar que el empresario en sentido estricto. LA EXPANSIÓN DEL ANARQUISMO EN ESPAÑA Los internacionalistas aprovecharon todas las crisis para avanzar posiciones y extender las ideas de emancipación social. Así, cuando los republicanos federales fracasaron en sus propósitos insurreccionales de septiembre de 1869 en Aragón, Cataluña y Valencia, comenzó la separación entre republicanismo y obrerismo revolucionario que, en la línea de influencia bakuninista iniciada por Fanelli, habría de traducirse en apoliticismo activo, en el que la actividad política era descalificada globalmente como medio inadecuado para conseguir la verdadera liberación de los trabajadores. Acabar con las quintas (el procedimiento para reclutar soldados que afectaba, especialmente, a las familias obreras sin recursos para librar a sus hijos de la movilización) fue una de las reivindicaciones más sentidas de las clases populares y uno de los motivos de su apoyo decidido a la revolución del 68, al ser asumida, en principio, por los líderes de la Gloriosa, que posteriormente la olvidarían, como lo demuestra el motín contra las quintas en Barcelona, en abril de 1870. El crecimiento de la Internacional fue lento y desigual en la mayoría de las regiones españolas; en ello influyó, de algún modo, la persecución ejercida por los distintos gobiernos, sobre todo a partir de la Comuna de París. Una interpelación, en el Congreso de los Diputados, del vizconde de Campo Grande sobre la ilegitimidad de la AIT provocó un debate que se prolongó durante veintiún sesiones. Sólo republicanos como Salmerón, Pi i Margall, Castelar, Garrido o Baldomero Lostau –afiliado a la Internacional– defendieron en la tribuna su legalidad. El entonces diputado Cánovas, artífice más tarde de la Restauración, pronunció el 3 de noviembre un discurso que resume los argumentos básicos de los conservadores de la época: «Cuando las minorías inteligentes, que serán siempre las minorías propietarias, encuentren que es imposible mantener la igualdad de derechos con ella (la Internacional) a la muchedumbre; [...] cuando vean convertido lo que se ha dado en nombre del derecho en una fuerza brutal para violentar todos los demás derechos [...] buscarán donde quiera la dictadura y la encontrarán». Por 192 votos a favor y 38 en contra, la Internacional –calificada de utopía filosofal del crimen– fue declarada ilegal por el Gobierno de Sagasta, quien envió una circular a los gobernadores civiles en la que autorizaba la disolución de sus sindicatos y secciones. Sin embargo, el fiscal del Tribunal Supremo, Eugenio Díez, contrarreplicó con otra a las audiencias, en la que advertía que, de acuerdo con la Constitución y el Código Penal vigente, no podía ser perseguida. Alonso Colmenares, ministro de Gracia y Justicia, destituyó al fiscal, abriéndose un período de persecución y detenciones. Fue en febrero de 1870 cuando, desde el semanario La Solidaridad, editado por el grupo internacionalista madrileño, se lanzó la propuesta de convocar un congreso en la capital de España. Pero el órgano de los barceloneses, La Federación, propuso que se sometiera a votación su ubicación porque, como recordará Anselmo Lorenzo, estos objetaron que Madrid no poseía un número suficiente de asociaciones para respaldarlo, además del costo del traslado y alojamiento que ello supondría para las sociedades obreras de Cataluña. La mayoría de las asociaciones españolas dieron su voto a Barcelona como sede del I Congreso Obrero, que tendría lugar en junio de aquel año, en el teatro del Circo, bajo la presidencia de Farga Pellicer y con asistencia de ochenta y nueve delegados, setenta y cuatro de ellos catalanes, y de otras diez provincias. Acordaron crear la Federación Regional Española de la AIT, con un Consejo Federal y asumir el lema: «La emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos». Sus resoluciones supusieron el primer intento de sistematizar las reivindicaciones de los obreros españoles a partir del análisis de sus condiciones de vida, con un reconocimiento de su plena autonomía para construir una fuerza independiente. La cooperación y la organización social, la resistencia al capital y la participación política de la clase obrera fueron los principales temas debatidos. La discusión evidenció que existían divergencias que se arrastrarían en los lustros siguientes. Aunque las propuestas colectivistas y apolíticas salieron adelante, las disparidades sobre su significado provocarían, en el futuro, interpretaciones diversas y contrarias. La difusión de sus resoluciones y las libertades amparadas por la Constitución de 1869 probablemente sirvieron de estímulo para la creación o aparición pública de sociedades de trabajadores en Cádiz, Cartagena, Palma de Mallorca, Valencia o Alcoy. El Centro Federal de las Sociedades Obreras de Barcelona era el más importante, con 7.081 afiliados, encuadrados en treinta y ocho sociedades de oficios a principios de 1870; mientras que Madrid agrupaba tan sólo a unos 1.623 en febrero del mismo año. Según el propio informe que la delegación española presentó en el Congreso de Ginebra de la AIT, existían 195 sociedades, con unos veinticinco mil miembros, de los que dos terceras partes estaban concentrados en Cataluña, en torno a Barcelona y las poblaciones que aprovechaban la fuerza motriz de los ríos Llobregat, Anoia, Ter o Cardener para la industria textil. Esa cantidad de asociaciones no significaba que estuvieran vinculadas a la Internacional. El número de afiliados pasó de 1.764 a 3.667 entre abril y agosto de 1871, la mayoría pertenecientes a la Federación local de Barcelona –unos 2.595–; mientras que Madrid sólo tenía 178. No obstante, la Internacional adquirió cierto auge y de 4.189 militantes en septiembre de dicho año, alcanzó los once mil en febrero del año siguiente, para llegar a los veinticinco mil a finales del mismo. Sin embargo, en ella conviven obreros de características diversas. Los trabajadores de oficios, que desempeñan en muchos casos sus habilidades en talleres individuales o con dos o tres aprendices, siguen siendo todavía hegemónicos, aunque el trabajo fabril va abriéndose camino lentamente, con una creciente mecanización, que va eliminando las habilidades de los artesanos en la producción en serie, como iba ocurriendo prioritariamente en la industria textil. Los primeros internacionalistas estamparon su firma en el documento fundacional de la AIT. El enfrentamiento personal y político entre Marx y Bakunin repercutiría, de manera especial, en los círculos internacionalistas españoles. El aire de sociedad secreta que tenía la Alianza casaba bien con la tradición de conspiración clandestina desarrollada desde principios del siglo XIX por carbonarios–liberales que conspiraban desde sociedades secretas contra el poder del absolutismo del Antiguo Régimen y pretendían una constitución– y republicanos españoles. El líder ruso mantuvo contactos con los principales impulsores de la Internacional –Farga Pellicer, Francisco Mora, Luis Santiñón, Anselmo Lorenzo o Tomás González Morago, quien estaba integrado directamente en la Alianza ginebrina–, lo que sin duda repercutió en la extensión de la red aliancista por Cataluña, Madrid, Valencia y Andalucía. Su actividad pretendía estimular la creación de sociedades obreras y difundir las ideas que constituirían la base del anarquismo. Parte del Consejo Federal español –Mora, Lorenzo y Morago– se había refugiado en Lisboa para no ser detenidos y allí contribuir a fundar la Federación portuguesa de la AIT. El II Congreso habría de celebrarse en abril de 1871 en Valencia, pero la persecución policial contra los internacionalistas por parte del Gobierno de Sagasta lo transformó en una conferencia secreta, celebrada en septiembre, y en un posterior acto público en la Universidad valenciana en el que intervinieron profesores como Pérez Pujol, que fue uno de los catedráticos de Derecho vinculado al reformismo católico. Los principios colectivistas fueron reafirmados por los quince delegados asistentes y decidieron que Anselmo Lorenzo fuera el representante en la Conferencia de Londres. En el nuevo Consejo Federal estaban Juan Mesa, Anselmo Lorenzo, los hermanos Mora, Pablo Iglesias y Pagés. Lorenzo, de carácter conciliador y partidario de las componendas, evitó informar de las disidencias que había presenciado en Londres, pero pronto saldrían a la luz en el seno de la recién constituida Federación de la Región Española, perteneciente a la I Internacional (AIT), pese a que sus miembros, curiosamente, pertenecían también a la Alianza. El II Congreso Obrero de Zaragoza, celebrado en la clandestinidad a principios de abril de 1872, es el último encuentro unitario de los internacionalistas españoles. Allí se planteó la emancipación de la mujer, la educación y el tema de la propiedad en el dictamen redactado por Paul Lafargue, el yerno de Marx, que sería posteriormente rechazado en el III Congreso de Córdoba. El intento de conciliación entre los redactores de La Emancipación, miembros del Consejo Federal y la Federación local madrileña –que habían expulsado a aquellos de la misma– ocupó parte de las sesiones. El desencadenante había sido la carta abierta que los de La Emancipación habían remitido a la Asamblea republicana federal, reunida en febrero, para que se definiera sobre la política social que adoptarían en caso de acceder al poder. Los sectores contrarios al Comité Federal y defensores de las posiciones bakuninistas consideraron que el documento representaba sólo la opinión de unos cuantos miembros, pero no la de la Federación Regional Española que no deseaba ningún trato con los políticos. El Congreso acordó revocar la expulsión y nombrar un nuevo Consejo Federal, radicado en Valencia, integrado totalmente por aliancistas después de que Francisco Mora renunciase a participar en él. Los llamados indistintamente antiautoritarios, bakuninistas o anarquistas controlaron la organización de la Internacional española, e intentarían que sus postulados revolucionarios se impusieran por encima de las tendencias de muchas asociaciones obreras a preocuparse por las cuestiones más cotidianas, como la reducción de la jornada laboral, el aumento salarial o las condiciones de trabajo. Se ha apuntado que ello llevaría a la Internacional a un distanciamiento cada vez mayor del obrerismo catalán: a la dirección anarquista de la Internacional hispánica le era más fácil maniobrar con los delegados de los núcleos obreros poco potentes que con los representantes catalanes, portavoces de un obrerismo fuertemente enraizado en el sindicalismo y, por tanto, mucho más apegado a las realidades prácticas cotidianas en una situación de reconversión de oficios. El enfoque de esta tesis sobre la I Internacional en España se enmarca dentro de la historiografía nacionalista catalana. Está prioritariamente determinado por la preeminencia del movimiento obrero catalán en relación a otras zonas de España o al campesinado, por cuanto interpreta que es el único que puede encuadrarse en una industrialización moderna. La pequeña burguesía, el artesanado y el movimiento obrero, que podían haber impuesto el cambio democrático-liberal y federal en Cataluña durante la Primera República –donde federalismo empezaba a ser sinónimo de «catalanismo», y los trabajadores, en su inmensa mayoría, no estaban por el insurreccionalismo y sí dispuestos a participar en el juego político–, fue incapaz, por falta de fuerza suficiente en el resto de España, de derrumbar el edificio oligárquico agrario español que tenía su apoyo en «el Estado burocrático madrileño». En estas circunstancias, la conciliación con la redacción de La Emancipación no tardaría en romperse. En junio de 1872, el grupo madrileño acusaba al Consejo Federal de seguir manteniendo la Alianza en secreto, La Federación local madrileña expulsó a los de La Emancipación, con la inhibición del Consejo Federal. Los disidentes fundaron entonces La Nueva Federación Madrileña en julio de 1872. Una agria polémica se desencadenó en el seno de la AIT hispánica, y así lo atestiguan publicaciones como El Condenado, fundada por Tomás González Morago, defensor de las tesis aliancistas, o La Razón de Sevilla, dirigida por Marselau. La Emancipación publicó el nombre de quienes traicionaban la Internacional por no aceptar las disposiciones del Consejo General. Desde la Federación de Barcelona los aliancistas contraatacaron, manifestando que la Alianza española nada tenía que ver –salvo la conformidad de ideas– con la de Ginebra. De hecho, esta tesis formal, defendida en La Haya por la representación española, seguidores en su mayoría de las tesis antiautoritarias, sirvió para salir absueltos por la comisión encargada de investigarla, que propuso, en cambio, la expulsión de Bakunin y Guillaume. Los españoles abandonaron el Congreso y se les unieron en Saint-Imier. En el III Congreso de Córdoba, de diciembre de 1872, la situación estaba ya clarificada. Los delegados votaron la adhesión a Saint-Imier y rechazaron las resoluciones de La Haya, acusando al Consejo General de intentar convertirse en un partido político. Reafirmaron el carácter antiautoritario de la Internacional, con la disolución del Consejo Federal y el establecimiento de una Comisión Federal que residiría en Alcoy. La Nueva Federación Madrileña había enviado, el 1 de noviembre, una circular explicando las resoluciones del Congreso de La Haya y pidiendo a las Federaciones su desvinculación de la reunión de Saint-Imier, propuesta secundada sólo por las de Alcalá de Henares, Lérida, Zaragoza, Toledo, Vitoria y una parte de la de Valencia. Es precisamente en esta ciudad donde se establece un Consejo Federal interino, constituido el 26 de enero de 1873 y donde las fuerzas de ambos bandos aparecen equilibradas. La lucha por la hegemonía del movimiento obrero español entre anarquistas y marxistas –socialistas después– durará hasta la Guerra Civil. Su rivalidad, basada en diferentes estrategias, ayuda a comprender parte de la historia social de España entre 1872 y 1939, y de alguna manera, a entender la permanencia de una dualidad hasta la actualidad. En aquellos tiempos, las bases sociales de los internacionalistas estaban representadas por los trabajadores de oficio y los obreros fabriles, que eran todavía minoritarios pero que, poco a poco, iban absorbiendo a unos oficios y estableciendo las nuevas condiciones de producción industrial, que con la llegada de la mecanización incorporaba a operarios sin cualificación. Después de la escisión pocos podían prever un futuro competitivo. Los aliancistas dominaban el panorama y, aun teniendo una influencia relativa en las asociaciones obreras catalanas y de otras provincias, mantenían un mayor contacto con los trabajadores industriales. En cambio, los de la Nueva Federación eran un grupo exiguo y con escasa implantación, tal como se evidencia en el congreso convocado en Toledo en mayo de 1873, con sólo cinco secciones. A través de la Asociación General del Arte de Imprimir, los tipógrafos madrileños encauzarían su actividad política y sindical; y a partir de marzo de 1873, después de una huelga, Pablo Iglesias, García Quejido, Calderón o Gómez La Torre se incorporaron a ella, haciéndola girar hacia posiciones más radicales que aquellos objetivos iniciales de concertación y entendimiento con los patronos. De ahí surgirán el PSOE y la UGT. LA PRIMERA REPÚBLICA, LOS CANTONES Y LA INTERNACIONAL Soñada y deseada durante muchos años, y por fin, después de la renuncia de Amadeo de Saboya el 11 de febrero de 1873, la Asamblea Nacional Soberana –senadores y diputados conjuntamente– votó la República. Para una inmensa parte de lo que ha dado en llamarse clases populares representará la culminación de sus aspiraciones políticas. Las Juntas revolucionarias proliferaron por pueblos y provincias y coparon el poder en las diputaciones y municipios. Tanto antiautoritarios como marxistas no vieron, en el nuevo régimen, cumplidas sus expectativas revolucionarias y pujaron por acelerar la revolución social; al tiempo que la situación iba complicándose con innumerables reivindicaciones que desembocaban, generalmente, en frustración. En Barcelona, una manifestación de obreros pidió reformas sociales y autonomía de los municipios. La amenaza del carlismo y la insurrección en los cuarteles incrementaron la inestabilidad política. Grupos federales actuaron con sus propios medios y, en marzo, Lostau llegó a proponer, con un reducido número de seguidores, el Estat Català. Las elecciones generales dieron el triunfo a las candidaturas federales pero la evolución política pacífica se desbordó y así, por ejemplo, en Madrid, se estableció un Comité de Salud Pública para promover la autonomía de las provincias. La República Federal fue proclamada el 7 de junio de 1873. En algunas Federaciones de la Internacional –Barcelona o Alcoy– los afiliados habían decidido abstenerse en los comicios hasta que no se consiguiera la plena autonomía de los municipios, aunque no parece que existiera unanimidad y apoyaron, en muchos casos, las candidaturas de los republicanos federales. Las circunstancias políticas disparan las demandas sociales y algunos manifiestos proponen la revolución con la abolición del poder central y «la libre federación de los grupos naturales de los municipios y de las comunas libres». La Comuna de París de 1871 había significado el primer intento de control obrero en una ciudad y, a pesar de su derrota, su recuerdo se convirtió en un icono para anarquistas y socialistas aunque desde perspectivas ideológicas distintas. E incluso se extendió el calificativo de petroleros para los internacionalistas, en recuerdo de las mujeres que incendiaron edificios de París. García Viñas, aliancista, pidió en Barcelona la creación de un Comité de Salvación Pública y la constitución del municipio comunalista; pero no todos ellos estaban por la insurrección revolucionaria, y menos aquellos militantes de sociedades obreras con una tradición de reivindicaciones ponderadas y reformistas. Se atemperaron los ánimos y decidieron apoyar las candidaturas que más favorecieran las autonomías de los ayuntamientos en las municipales de julio, presentándose en las mismas, incluso, militantes de la AIT. Republicanismo e internacionalismo van al principio muy unidos. Y, en medio de todo, el levantamiento carlista, por una parte, y el cantonalismo, por otra, minaban la estabilidad política de aquella Primera República. A partir del 12 de julio, fecha en que la Junta Revolucionaria de Cartagena hizo pública la declaración de independencia, los federales de distintas provincias se levantaron en pequeñas y grandes urbes proclamando la autonomía de los cantones y formando juntas revolucionarias, como la de Valencia, donde convivieron bakuninistas y marxistas. Pi i Margall dimitió como presidente el 18 de julio de 1873. En algunos lugares, como San Fernando, Cádiz, Sevilla, Granada y Valencia, hubo participación de internacionalistas en las juntas cantonales. ALCOY, SÍMBOLO DE LA INSURRECCIÓN Pero donde los acontecimientos adquirieron mayor trascendencia fue en Alcoy, una de las ciudades industriales más importantes de la provincia de Alicante y con mayor respaldo de las tesis anarquistas, pero también con una tradición de asociacionismo obrero no vinculado a ninguna ideología. Según el censo de 1875 contaba con 30.500 habitantes y el porcentaje de población obrera superaba el 28 %. En 1873 tenía 3.600 trabajadores de oficio, y 1.300 eran tejedores que recibían del fabricante la materia prima para su elaboración en sus propios telares. Allí estaba ubicada, desde el Congreso de Córdoba, la Comisión Federal, cuyo máximo dirigente era el maestro Severino Albarracín, que provenía del republicanismo federal y se convierte en un defensor del insurreccionalismo para proclamar la revolución social. Los hechos son suficientemente conocidos: una Asamblea obrera celebrada el 7 de julio decide una huelga general demandando mejoras laborales. Los fabricantes rechazaron las reivindicaciones. El alcalde, Albors, era republicano federal y el máximo contribuyente local, vinculado a las familias propietarias de las fábricas alcoyanas. En 1856 ya había reprimido una huelga de obreros y estaba claro que los trabajadores no podían confiar nunca en los políticos locales. La Comisión Federal, por boca de Albarracín, le conminó a que se constituyera una Junta Revolucionaria para solucionar el conflicto. La Guardia Municipal, mientras se negociaba en el ayuntamiento, disparó contra los huelguistas que sitiaron el edificio y ejecutaron al alcalde Albors y a algunos guardias. Muchas fábricas fueron incendiadas hasta que un destacamento militar logró imponer el orden, con un balance de dieciséis muertos y veinte heridos. Se desencadenó una fuerte represión. Entre quinientos y setecientos trabajadores fueron encausados, de los cuales 282 resultaron procesados, entre ellos hubo once niños cuyas edades oscilaban entre los doce y los diecisiete años, ocho varones y tres mujeres. La mayoría procedía del sector textil y papelero. Albarracín se refugió en Suiza, donde trabó contacto con Bakunin, Kropotkin y Guillaume. Regresará a España en 1877, instalándose en Barcelona. Los sucesos de Alcoy y el cantonalismo en general provocaron en muchos militantes el desencanto de los planteamientos insurreccionales en la tradición de barricadas y toma de ayuntamientos de las revoluciones decimonónicas, pero también sirvieron para que los líderes anarquistas insistieran en la necesidad de separarse de los republicanos y de todos cuantos pretendieran transformar la sociedad mediante la participación política. Algunos historiadores catalanes, desde posiciones de una historiografía que intenta separar el espacio de Cataluña del resto de España, diferencian la actitud de los obreros catalanes, base mayoritaria de la Federación Regional, amenazada por el carlismo, y la postura de la Comisión Federal, instalada en Madrid, que mantenía que la revolución social insurreccional era la única vía. Es esta una línea argumental que sostiene lo siguiente a lo largo de su investigación: a medida que los dirigentes internacionalistas se distancian de las bases obreras catalanas, el fracaso se hace patente; aunque reconozca que también en Cataluña existen posiciones radicales, pero siempre, al parecer, minoritarias y propias de dirigentes no catalanes. Sin embargo, no parece que en otros núcleos las cosas fueran muy diferentes. En Alcoy, por ejemplo, al margen de lo sucesos acontecidos, existía un sindicalismo de base, que reivindica principalmente mejores condiciones laborales, semejante al que pudiera existir en Cataluña, y ocurre igual en otras poblaciones con un índice industrial significativo en la época, como en Málaga. Subyace la tesis de que Cataluña es la única que puede dirigir un movimiento obrero coherente al estar allí concentradas las masas de trabajadores industriales. Sin embargo, es en el seno de la Federación de Barcelona, como veremos, donde se promueven las posturas insurreccionales –petición de abolición inmediata de la propiedad y constitución de comunas revolucionarias– contrarias a la tesis sindicalista de la huelga general, que habría de convertirse, años más tarde, en la idea fuerza del sindicalismo revolucionario. Para los de la Nueva Federación, la actitud de los bakuninistas en el cantonalismo era un ejemplo de su incapacidad y fruto de errores tácticos, y se los tachó curiosamente de colaboracionistas con los republicanos. Frederick Engels, el amigo de Marx, dedicaría también un estudio crítico a estos hechos, Los bakuninistas en acción, criticando las posiciones bakuninistas. Lo cierto es que en aquellos meses, y sobre todo durante la presidencia de Pi i Margall, se intenta dotar a España de una legislación laboral avanzada pero que, en su mayor parte, no llegó a aprobarse. La Ley Benot fue la única realmente sancionada, el 24 de julio, por la que se regulaba el trabajo de los talleres y la instrucción de los niños obreros de cualquier sexo. Apenas tendría operatividad, pero sirvió como ejemplo de legislación social, reivindicada en años sucesivos por el movimiento obrero. Otros proyectos relativos a horarios de trabajo y jurados mixtos no pasaron a la Comisión dictaminadora. Se abolieron las quintas y prestaciones señoriales vigentes todavía desde la Edad Media en León, Asturias y Galicia por medio de los foros (Ley del 20 de agosto de 1873). En cambio, no prosperaron proyectos más ambiciosos como el de redistribuir tierras en régimen censatario, o la devolución a los pueblos de los bienes de aprovechamiento común, que habría privatizado la Ley desamortizadora de 1855, causa de muchos alzamientos campesinos. INSURRECCIÓN CONTRA ORGANIZACIÓN SINDICAL: LA DECADENCIA DE FRE En España, en esos años, la Internacional pierde fuerza y se diluye en la clandestinidad entre la dictadura del duque de la Torre –el general Serrano– tras la intervención del general Pavía ocupando el Congreso de los Diputados (3 de enero de 1874) y la formación de un Gobierno liberal presidido por Sagasta en 1881, uno de los pocos líderes del período democrático (1868-1873) que se incorporaría al diseño político de Cánovas en la Restauración. La reacción popular contra el golpe de Estado no parece que fuera importante. El agotamiento es evidente tras la sublevación cantonal y sólo en algunos núcleos cercanos a Barcelona, como Gracia o Sants, hubo barricadas, con gritos de ¡Viva la República Federal!, rápidamente desmanteladas. El paso a la clandestinidad suponía la creación de grupos decididos, dispuestos a la acción revolucionaria, controlados por un comité secreto compuesto por diez miembros, las llamadas decurias, que tenían una tradición en las logias masónicas y en los carbonarios. Se dieron instrucciones para organizar actividades antimilitaristas, con el propósito de que los jóvenes no se incorporaran a filas, pero a pesar de las proclamas en las que se declaraba que había llegado la hora de la verdadera revolución, con el abandono definitivo de la actividad política, el declive de la FRE era claro. Anselmo Lorenzo regresa de Francia a la ciudad condal a principios de 1874 y contacta con los hombres que mantenían viva la Alianza –F. Tomás, Farga Pellicer, Tomás Soriano, Vidal y García Viñas–. No eran tiempos para la consolidación de una fuerte organización sindical de masas. La ilegalidad condicionaba a los líderes hacia una posición radical contra la situación y, por tanto, resultaba difícil instalarse en un asociacionismo neutro. El Comité abandona Madrid, ciudad con una fuerza obrera anclada en los oficios tradicionales y con poca modernización industrial en la que apoyarse, y se instala nuevamente en Barcelona con el propósito de reestructurar la organización. Las condiciones legales así lo imponían. Desde 1874 a 1881 los anarquistas españoles padecerán la prohibición de sus actividades. El recurso a la clandestinidad fue la alternativa necesaria para poder resguardarse de las persecuciones policiales, pero la situación no les llevo al aislamiento, y así en el Congreso Anarquista de Londres en 1881 y en otras reuniones hubo presencia española. De una concepción de organización pacífica de las masas de los primeros tiempos de la Internacional, la Comisión Federal, y el grupo aliancista que lo dirige, vira hacia posiciones insurreccionales. En esa línea intervendrá Farga Pellicer en el Congreso de Ginebra de los no-autoritarios. Allí manifestó que los obreros españoles no querían ni sufragio universal ni acción política y que la Internacional no podía continuar esta marcha calmada y tranquila que había seguido desde sus inicios, y debía emprender, por tanto, un movimiento revolucionario que se antojaba inmediato. Los aliancistas del Comité Federal se adaptaron mejor a la clandestinidad que a la acción sindical pública de unas asociaciones, que si en algunos casos permanecían en la legalidad, tenían poca capacidad de maniobra. Predominarán los factores ideológicos aliancistas sobre la acción sindical, que en la etapa anterior estaban más diluidos, en función de conseguir una mayor presencia en los medios obreros. Ahora ya no parece quedar más opción que la lucha revolucionaria. De la impotencia por articular un movimiento amplio y ante las frustraciones pasadas, surge la perspectiva de ir directamente hacia la transformación de la sociedad, y esto sólo pueden hacerlo, como pensaba Bakunin, minorías preparadas. Estamos, por tanto, ante el comienzo de algo que va a caracterizar al anarquismo en los próximos años: la dialéctica entre unas elites ideologizadas, generadoras y difusoras de los principios revolucionarios libertarios y la lucha cotidiana de las asociaciones obreras para conseguir mejores beneficios laborales y sociales. En esta disyuntiva los dirigentes de la FRE desaconsejan las huelgas parciales porque no conducían a una verdadera emancipación. Entre otras cosas, se recomendaba que las localidades controladas por los internacionalistas, una vez iniciado un movimiento insurreccional, se declararan libres e independientes, desligadas del lazo nacional y decretaran inmediatamente la disolución de los organismos que constituyeran el Estado actual, con la destrucción de todos los títulos de rentas, de propiedad, de hipotecas, valores financieros, concesiones, etc.; la centralización e incautación total del metálico, papel moneda, joyas, alhajas y piedras preciosas existentes; y la confiscación parcial, en talleres especiales, de todas las herramientas y máquinas. Todo ello con la previa publicación de un bando en que se anunciaría la pena de muerte a quien ocultase algún valor o artículo de consumo. Podría ser el primer esbozo de la comuna libre e independiente en la concepción de la futura sociedad del anarquismo español que, aun triunfante en un solo país, cuidará de extender la propaganda revolucionaria a través de las fronteras, convirtiéndose en una verdadera patria de los desheredados. El 30 de diciembre de 1879 el anarquista Otero, siguiendo la estela de la propaganda por la acción, atenta contra Alfonso XII, que sale ileso. Los aliancistas o bakuninistas europeos estaban lejos de mantener una posición unitaria. Algunos representantes en el Congreso de Berna intentaron reconstruir unas fuerzas obreras cada día más dispersas, proponiendo un Congreso Socialista amplio en el que pudieran integrarse sectores no anarquistas e impulsar de nuevo la AIT, como una vuelta a sus orígenes, pero ni los españoles ni los italianos participaron en la idea. Creían que la Internacional tenía definidos sus principios, sus tácticas y tan sólo había que atraerse a las organizaciones que aún estaban fuera, pero en ningún caso refundar algo nuevo. Poco después los lazos internacionales dejaron de existir. Los aliancistas tenían la esperanza, y casi la certeza, de que ante la inminencia de una sublevación militar republicana, había que aprovechar las circunstancias e impedir la consolidación de un régimen democrático burgués. Pero pronto algunos sectores se percatan de la inviabilidad de aquellas ilusiones y abogan, incluso, por una participación en las elecciones, para enviar diputados a las Cortes que organicen un escándalo y sirva para sensibilizar a las masas. Están ya latentes las dos posiciones del anarquismo de los años siguientes: la utilización de la propaganda por el hecho, es decir, el atentado terrorista que González Morago defendió en 1877; y una línea sindicalista que pretende utilizar los medios legales y fomentar asociaciones de oficios. Las diferencias entre los núcleos de Madrid y Barcelona son sustanciales en esta época a la hora de explicar la dinámica de las distintas posiciones. Así, cuando Kropotkin visita España en 1878, la ruptura entre los aliancistas de ambas ciudades era evidente. En Cataluña existía un movimiento obrero potente, con cierto grado de reformismo, donde las actitudes radicales como las de Luis García Viñas –médico malagueño residente desde su juventud en Barcelona y conocido del revolucionario ruso– están en minoría. En cambio, en Madrid, sin una clase trabajadora moderna industrializada, las concepciones ilegales y proterroristas de los dirigentes aliancistas podían, fácilmente, imponerse, como es el caso de González Morago, defensor del ilegalismo, quien llevó a la práctica su teoría y falsificó billetes de banco gracias a su condición de tipógrafo en la imprenta oficial en la que estos se emitían. Moriría en 1885 de cólera en la prisión de Granada. Paulatinamente, un cierto nihilismo, de combate radical contra personas e instituciones, iba extendiéndose por algunos núcleos de Andalucía, propensos, por las condiciones de vida campesinas, a las acciones violentas, y apoyados, teóricamente, por la Comisión Federal, que en el Programa de realización inmediata de la Federación Regional de 1878 demandaba el incendio de archivos, registros de propiedad y constitución de las comunas libertarias. EL NACIMIENTO DE LA FEDERACIÓN DE TRABAJADORES DE LA REGIÓN ESPAÑOLA (FTRE) La estructura obrera a finales del siglo XIX se estaba transformando, especialmente en Cataluña, donde la industrialización marginaba a los antiguos oficios ante la nueva organización empresarial. Los trabajadores industriales estaban constituidos por los del vapor y el textil, con unas relaciones laborales basadas en la disciplina de la fábrica o el taller y bajo la dependencia de los llamados mayordomos, encargados o contramaestres, cuya función era la supervisión, la vigilancia y la puesta en práctica de diversos procedimientos destinados a aumentar o mantener los ritmos de producción. Actúan con la finalidad de poner orden, de disciplinar a una clase obrera poco dada a aceptar fácilmente el régimen laboral que impera en las fábricas, exigiendo de los obreros que acudiesen puntualmente al trabajo los lunes, prohibiéndoles que hablasen dentro del taller o expulsando del mismo a los niños pequeños, hijos de los obreros, que en ciertos casos correteaban por medio de la maquinaria distrayendo la atención del trabajador. Otro era el ambiente en el que desempeñaban su oficio obreros muy ilustrados, generalmente tipógrafos, que constituían por su función específica una elite capaz de leer y redactar artículos. Junto a ellos, los que mantenían una cierta independencia, pudiendo entrar en la categoría de artesanos: sastres, zapateros, propietarios de pequeños talleres, cantineros, carpinteros… forman un conjunto de profesiones que perviven –y se acrecientan– a la que vez que los trabajadores fabriles típicos de la revolución industrial, y que adoptan su propia especificidad en el proceso de formación de las organizaciones obreras. A partir de 1880 sectores internacionalistas analizan que es imprescindible conectar con las organizaciones sindicales. Algunas estarían dispuestas a participar en la Internacional, mientras otras prefieren un camino independiente, manteniendo la tradición de las asociaciones obreras, tendentes a la concertación patronal y a la participación política. Precisamente el Centro Federativo de Sociedades Obreras celebra, en 1877, una reunión en la que se pedía la constitución de un gran partido obrero socialista, a pesar de las protestas de algunos internacionalistas. Los planteamientos se formularon en términos moderados y reformistas, discutiendo sobre la inoportunidad de la huelga general, la instrumentalización de los paros parciales, la importancia del cooperativismo, la organización de los seguros para la vejez y la invalidez –afirmaban que el Estado era el que debía proporcionar una ley aseguradora a los inválidos por accidentes de trabajo–, o la recomendación de que todas las sociedades obreras se convirtieran en órganos de producción. El garrote vil era el método habitualmente utilizado en España para aplicar la pena de muerte, que duró hasta el fallecimiento del general Franco en 1975. Los diferentes sindicatos van, paulatinamente, saliendo a la luz y aprovechan el escaso margen legal que permite el régimen de Cánovas. La mayoría actúa fuera de las discusiones teórico-políticas de los internacionalistas, mostrando, incluso, hostilidad contra las posiciones de los bakuninistas, pese a mantener, desde una perspectiva corporativista, el distanciamiento de la política. Otros, en cambio, viran hacia la formación del Partido Democrático Socialista Obrero, que daría a conocer su programa en 1881 y editaría El Obrero, vinculado a Las Tres Clases de Vapor. El grupo radical aliancista iría perdiendo terreno a favor de los que deseaban volver a contactar con las sociedades obreras y abandonar el insurreccionismo como método de lucha. Sin embargo, todavía en las Conferencias celebradas en 1879, las comarcas de Andalucía, Castilla la Vieja y Aragón votaron unánimemente la necesidad de ejecutar represalias, tanto en las personas y en los bienes de los burgueses como en las de los «trabajadores que habiendo pertenecido a nuestra Asociación abusan de los secretos que durante su permanencia en ella han adquirido». Aquellos anarquistas vinculados a la Alianza que consideran imprescindible el contacto con el mundo del trabajo real, y son además partidarios de prestar atención a las exigencias de los sindicatos, desplazarán a los radicales a medida que las tácticas insurreccionales se demuestren inviables e incluso provoquen una decreciente incidencia de la Internacional. La crisis de estos últimos se hará evidente con el retiro de García Viñas, quien disentirá de aquellos que querían una organización pública y legal que juzgaba perniciosa para los objetivos de una acción revolucionaria eficaz. Las posibilidades que permite el Gobierno de Sagasta –febrero de 1881–, dará una oportunidad a líderes como Farga Pellicer, Josep Llunas, Pellicer Paraire, Francisco Tomás o al abogado y escritor Serrano Oteiza, de salir a la luz pública y constituir la Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE), heredera de una Internacional Antiautoritaria que ya había perdido sus referencias internacionales desde la reunión de Verviers en 1877. En el Congreso Obrero de la Región Española, que se celebró el 23 de septiembre de 1881, se fundó la Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE). Se trataba de recuperar la tradición internacionalista, con la defensa del colectivismo, la federación de los pueblos y comarcas y el rechazo de la política parlamentaria en la línea del bakuninismo clásico. Al líder socialista Pablo Iglesias no se le permitió entrar y participar al ser uno de aquellos nueve de La Emancipación que, como vimos, habían sido expulsados. Los líderes anarquistas conscientes, fuertemente ideologizados, no eran tan numerosos como pudiera parecer, de ahí que su influencia se ejerciera en función de su conexión con los intereses de los trabajadores, quienes les consideraban los motores de sus reivindicaciones, aunque en muchos casos siguieran vinculados al republicanismo y votaran sus candidaturas, al menos hasta principios del siglo XX. Los dirigentes anarquistas intentarán romper estos lazos, no siempre con éxito. En esa línea analizarán, discutirán y se enfrentarán por dar el tono adecuado a cada momento. No constituían un verdadero partido político pero sabían, o intuían, que la lucha obrera había de basarse en principios ideológicos. La llamada peculiaridad del anarquismo español no es, en el fondo, más que la vinculación de sus militantes a las reivindicaciones sindicales. No es fácil encontrar en el anarquismo un cuerpo de doctrina económica que vaya más allá de las imprecaciones sobre la sociedad capitalista y sus secuelas de caos productivo. La economía debía estar al servicio de las necesidades humanas –sin especificar cuáles eran estas– y nunca a favor del interés personal. Sus publicaciones reflejan, principalmente, las injustas condiciones de vida del obrero y del campesino, con especial insistencia en la estructura de la propiedad de la tierra, que se convierte en uno de los problemas básicos que hay que resolver, al hacer de la abolición de los grandes latifundios la solución a una de las mayores injusticias sociales. Entre 1881 y 1911, año de la fundación de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), se reflejan las polémicas sobre cómo habría de estructurarse la sociedad libertaria, que en un principio repiten las tesis de los republicanos federales y, en especial, las propuestas proudhonianas que Pi i Margall había introducido en España y que significaban la colectivización de los medios de producción, pero recibiendo cada cual el beneficio de su trabajo. Así se ha permitido interpretar que los republicanos federales proporcionaron a los primeros anarquistas las bases de sus concepciones sobre las relaciones económicas de la futura sociedad. El colectivismo sería la doctrina dominante entre los libertarios españoles entre 1877 y 1881. Sin grandes precisiones teóricas, se limitaba a esgrimir que cada cual recibiría el producto de su trabajo. Los bienes de producción –fábricas, minas, edificios, buques, máquinas, ferrocarriles, etc.– estarían socializados, pero aún así se planteaban problemas sobre cómo estabilizar el valor de los productos en el mercado si cada uno es dueño de lo que produce: ¿cómo, entonces, canjear las mercancías? Para el teórico y militante libertario gallego Ricardo Mella (1861-1925) la solución es que cada productor pueda emitir por su cuenta un medio de cambio, lo que supone cantidades de bonos o monedas muy distintas sin garantías de estabilidad para saber de qué manera adquirimos lo que necesitamos. La anarquía es, principalmente, liberación de cualquier jerarquía, de toda forma de imposición basada en la autoridad, pero que debe encauzar las relaciones humanas mediante la cooperación para que esa libertad sea efectiva. Desde esa perspectiva descalificaría el voto en las sociedades llamadas democráticas. El folleto de Mella La Ley del número es un alegato contra la democracia parlamentaria representativa en la que unas personas se atribuyen la soberanía nacional por el hecho de salir elegidos. Los votantes parten de posiciones desiguales y, después, los representantes actúan según su criterio, sin relación con los que le han elegido. El comunismo anarquista empezó a ser difundido por militantes andaluces en el Congreso de la FTRE de 1882, en Sevilla. El anarcocomunismo tiene su origen en los congresos que se celebraron en Florencia (1876) y en la Federación del Jura (1880) a partir de la obra de Kropotkin, quien lo teorizó y lo difundió desde La Révolte. Los anarcocomunistas criticarían las bases colectivistas por querer hacer distinción en la valoración del trabajo personal porque suponía aceptar las desigualdades sociales y lo importante era conseguir que cada uno aportara lo que pudiera de sí mismo. Todos forman parte de la humanidad y las cualidades de cada cual vienen dadas por el esfuerzo colectivo de muchos. Lo que la sociedad produce no tiene por qué tener valores diferentes si todo lo elaborado forma parte del engranaje social. En todo caso la sociedad futura contará con la abundancia material, pues las nuevas bases organizativas cambiarán radicalmente las estructuras productivas. El espíritu competitivo capitalista que impone ganar más que el contrario y eliminarlo del mercado desaparecerá, instaurándose el apoyo mutuo –término que Kropotkin utilizó como eje de sus tesis frente al darwinismo social, según el cual los débiles son marginados por los fuertes, detentadores de los bienes de producción–, en el que las máquinas-herramientas cumplirán la misión de facilitar el trabajo a la colectividad. Se ha interpretado que la diferencia entre colectivistas y comunistas tiene sus raíces en una distribución geográfica. Catalanes y andaluces corresponden a la división fundamental entre el anarquismo rural comunista y el movimiento obrero de los sectores urbanos e industriales más propensos a la organización colectivista. Ricardo Mella llegaría a decir, en 1900, que «el comunismo anarquista en España difiere del colectivismo en la negación, para ahora y para el porvenir, de toda organización». Algunos historiadores llevan la distinción hacia posiciones ideológicas: los dirigentes catalanes serían colectivistas, mientras que los andaluces, partidarios del insurreccionismo, defenderían el comunismo. Los disidentes de la Comisión Federal de la FTRE crearían una organización secreta, Los Desheredados, que celebraría un congreso en 1883 defendiendo una táctica radical, violenta, contraria a la moderación sindicalista de los catalanes. En aquella España de finales del siglo XIX, el predominio rural era casi total en la mayoría del territorio, pero, aun con el atraso técnico y social, el proceso capitalista aparecía consolidado en el campo desde que tuvieran lugar en la primera mitad de la centuria las desamortizaciones. Los núcleos industriales eran minoritarios y con escasa fuerza todavía para imponer su hegemonía en la economía del país. Por eso, la Internacional unió en la lucha social a braceros del campo y a obreros de la industria, a pesar de las grandes diferencias que existen entre ellos. Funcionó de nuevo la Unión de Trabajadores del Campo –en el Congreso de Córdoba representó a cuarenta y cuatro secciones– que acogía a trabajadores de distintas características: jornaleros, pequeños propietarios, panaderos, marineros, zapateros, de los núcleos agrícolas, pero cuya estabilidad y arraigo organizativo no fue fácil de mantener. Las condiciones laborales y la represión permanente en un medio como el agrícola hacía dificultoso sostener las estructuras sindicales y muchos años más tarde socialistas y anarco-sindicalistas clamarían por la falta de una vertebración sindicalista del campesinado. De ahí que no convenga relacionar las huelgas, protestas o motines que se producen en diferentes coyunturas en diversas zonas del campo español –Andalucía, Valencia, Galicia o Extremadura– con un entramado suficientemente cohesionado para discutir tácticas y estrategias, aunque existiera, sin duda, un mínimo de organización que aparecía y desaparecía a tenor de las circunstancias. Negarla es caer, como han hecho algunos, en la explicación espontaneísta. Aparecen formas cíclicas de conflictividad campesina, con fases ascendentes de difusión e influencia del anarquismo y períodos de sumersión y sometimiento en alternancia espiral. Tampoco conviene desvalorizar o disminuir el papel que jugó el anarquismo en las reivindicaciones de los trabajadores, campesinos y obreros, en Andalucía, por cuanto sus militantes construyeron una mitología de la reivindicación social y crearon la esperanza de un porvenir mejor para todos ellos, que tuvo diferentes variantes según las zonas y las coyunturas económicas y políticas. LA EXTENSIÓN DEL ANARQUISMO EN LA ESPAÑA RURAL Y LAS REVUELTAS CAMPESINAS Ha resultado siempre un tema complicado de analizar e interpretar cómo el anarquismo en España arraigó, desde primera hora, tanto en zonas industriales tales que Cataluña, parte de Asturias o el País Valenciano, como en núcleos rurales andaluces. En todo caso, para cada sociedad parecía significar cosas diferentes. E. J. Hobsbawm, dentro del grupo de autores de cultura anglosajona que se han ocupado del tema, ha visto en las acciones de los libertarios andaluces elementos de reacción espontánea contra las condiciones de trabajo y los califica de rebeldes primitivos. Gerald Brenan, en su ya clásico análisis de la historia de España contemporánea El laberinto español, describe cómo la «idea» era transmitida de pueblo en pueblo: «En las gañanías de los cortijos, en aldeas perdidas, a la luz de los candiles los apóstoles hablaban de libertad, de igualdad y de justicia a un auditorio entusiasmado». Junto a ello, el anarquismo se convirtió no sólo en una doctrina política, sino en un modo de vida que pretendía sustituir la moral hipócrita practicada por la Iglesia, para volver a las auténticas fuentes de las doctrinas sociales del Antiguo y Nuevo Testamento que los curas y frailes habían traicionado. F. Borkeneau destaca, igualmente, el carácter religioso del anarquismo que busca una resurrección moral y no sólo una mejora de las condiciones materiales. Se ha producido una confusión entre las formas que adquirió la expansión de las teorías libertarias y la función que desempeñó en las luchas de los trabajadores andaluces. En el Congreso de Sevilla de 1882 de la FTRE, la participación andaluza alcanza el 62,2 % del total de los federados, estimados en unos 38.349, entre quienes adquieren un mayor peso las provincias de Cádiz, Granada, Sevilla y Málaga. Los campesinos –en especial los viticultores gaditanos y malagueños, según el historiador español Antonio María Calero– representan el mayor número, con el 50,8 %, frente a una cifra imprecisa de oficios varios. La idea que predomina en los análisis sobre el anarquismo en Andalucía es que ha habido una permanente tendencia a la insurrección y a la violencia y se ha globalizado en un todo compacto, sin diferencias provinciales. Los sucesos de La Mano Negra (que abordaremos de inmediato), cargados de mitología y sin una verdadera clarificación hasta la fecha, ha constituido –como años más tarde ocurrirá con los de la localidad gaditana de Casas Viejas– uno de los materiales esenciales para definir los contornos de los militantes libertarios del sur. Es cierto que en 1878 y en los años siguientes existieron tensiones importantes, con quema de cosechas y destrucción de cortijos, pero no son exclusivos del campo andaluz. Por las mismas fechas, los campesinos valencianos de L’Horta luchaban contra el intento de desahucio que pretendían realizar los propietarios para cambiar las relaciones de los arriendos. Así ocurre también en otros lugares de España, en Castilla, por ejemplo, donde muchos braceros se dirigieron a Vizcaya en busca de trabajo. Paulino Pallás fue fusilado en 1893 después de que lanzara una bomba contra el general Martínez Campos mientras este pasaba revista a las tropas. No pueden, sin embargo, desvalorizarse las condiciones de violencia en que transcurrieron muchos de los enfrentamientos entre jornaleros y terratenientes, sobre todo cuando la falta de trabajo provocaba hambre y las familias tenían que recurrir a cualquier medio para no morir de desnutrición. Hacia 1890 más del 60 % de la población activa agrícola masculina estaba constituida por jornaleros, con un promedio de 180 a 250 días de faena al año, aunque tampoco era despreciable el número de pequeños y medianos propietarios, así como el de arrendatarios, que completaban sus ingresos trabajando para otros en determinadas épocas. La Mano Negra tuvo mucho de mito, de sociedad clandestina en los medios rurales para atentar contra caciques y confidentes. Algunos historiadores le dan credibilidad. Resultaba difícil mantener una organización sindical en un medio dominado por propietarios caciques y por una intensa represión. Era normal que los dirigentes crearan sociedades secretas que canalizaran las reivindicaciones y distribuyeran consignas ante las diversas circunstancias. Se incendiaron muchas cosechas como instrumento para conseguir mejoras salariales en la contratación de los jornaleros. Los años de 1882-1883 fueron especialmente duros, la falta de trabajo y el hambre se extienden, y en este contexto aparecen sociedades poco conocidas, como La Mano Negra, que adquirió gran popularidad, pero aún se discute si realmente era una organización secreta de resistencia o un invento de la Guardia Civil o de los poderes establecidos. Su nombre alude, al parecer, a las manos manchadas de los trabajadores del campo en comparación a las de los propietarios o burgueses, que las tenían blancas, no deterioradas por el trabajo duro del jornalero de sol a sol. Pretendía destruir el Estado y transformar las bases sociales y económicas, y fue acusada de atentar contra propietarios y trabajadores. El asunto es que aparecieron asesinados, en diciembre de 1882, Juan Núñez Chacón y su mujer, pequeños propietarios de una venta situada entre Jerez y Trebujena. Él tenía fama de delator y confidente de la Guardia Civil. Juan Galán, principal inculpado, fue ajusticiado. Otros propietarios sufrieron represalias. La Guardia Civil practicó numerosas detenciones de jornaleros –más de trescientos–, acusados de pertenecer a dicha sociedad secreta, a la que se vinculaba a la FTRE. A partir de esas detenciones la Guardia Civil relacionará las muertes con La Mano Negra, al encontrar un supuesto reglamento de la sociedad. Tras un largo proceso, el Tribunal Supremo condenó a la pena capital a siete campesinos y a otros diez a cadena perpetua. Entre los ejecutados por garrote vil estaban Pedro y Francisco Corbacho, miembros de la Comisión Comarcal de la I Internacional, junto al maestro Juan Ruiz. También, en esa misma línea, adquirieron importancia los sucesos de Jerez de 1892, donde más de seiscientos jornaleros asaltaron la ciudad al grito de ¡Viva la anarquía!, demandando trabajo y reparto de tierras. Se produjeron tres muertes. El ejército reprimió la rebelión y se encargó de instruir el proceso penal que condujo a la ejecución de varios participantes. Fermín Salvoechea (1842-1907), gaditano de familia rica de comerciantes, de padres navarros, convertido en un apóstol republicano-libertario y un símbolo de las luchas de los campesinos por la reivindicación de la colectivización de la tierra, se encontraba preso en esa época y fue condenado a trabajos forzados, por ser considerado instigador de la rebelión campesina. La Mano Negra fue utilizada de nuevo como pantalla organizadora de aquellos acontecimientos, que produjeron un intenso debate en el Congreso de los Diputados. La Comisión Federal de la FTRE se desentendió de La Mano Negra e incluso la condenó en su Congreso en diciembre de 1883 en Valencia. La literatura anarquista la consideró una invención de terratenientes y políticos que manipularon unos crímenes vulgares para perseguir a los internacionalistas y acabar con la inestabilidad en el campo. Algunos investigadores, como Clara Eugenia Lida, da, no obstante, verosimilitud a su existencia porque interpreta que, a un siglo de distancia, no cabe duda de que un análisis del programa y los estatutos de La Mano Negra revelan una estrecha afinidad con el vocabulario y la intención revolucionaria de la AIT en los años de la clandestinidad. El tono revolucionario de La Mano Negra responde, en su criterio, al de las publicaciones clandestinas entre 1877 y 1881 y fue la culminación del largo proceso de toma de conciencia y lucha revolucionaria. Para los contrarios al anarcosindicalismo, lo importante era la ideología y la conducta de cada uno ante las injusticias. El trabajo asalariado no producía, por sí mismo, ningún desencadenante revolucionario. En estos años de la Constitución de los núcleos de la AIT, los temas ideológicos tienen una importancia relativa, aunque van definiendo y justificando, durante el proceso, las actitudes que se adoptan. La dinámica de la FTRE iba, irremisiblemente, hacia la esterilidad: resultaba imposible llegar a un consenso entre ambas concepciones. El Congreso de Valencia de 1872 –152 delegados en representación de 222 federaciones–, con la condena de los actos de La Mano Negra a los que considera delitos comunes, tomó la resolución de evitar las huelgas insolidarias, que menoscababan el movimiento obrero y llevaban a la desorganización. Se declaró que era necesaria su aprobación por las uniones de oficio, antecedente de los llamados posteriormente sindicatos. Había que retomar las huelgas científicas, término que los internacionalistas utilizaron para contraponerlas a aquellas otras que surgían sin la preparación necesaria. Retrato de Fermín Salvoechea. De familia adinerada, de la burguesía mercantil gaditana, fue un influyente escritor revolucionario en el anarquismo español y andaluz. Blasco Ibáñez lo describe en su novela La bodega. De igual manera, la polémica colectivismo-comunismo queda diluida en una declaración en la que se acepta la anarquía sin distinción de procedimientos revolucionarios ni escuelas económicas. En 1888, la FTRE no representa más que unas siglas. Las divergencias entre sus dirigentes y la dinámica propia del movimiento obrero acaban por romper la unidad. A un congreso amplio, convocado en Barcelona por una parte de la Comisión Federal, sólo asistieron treinta y ocho secciones. La organización quedó dividida: los sindicalistas impulsaron una Federación de Resistencia al Capital, a partir de unos Pactos de Unión y Solidaridad, mientras que los anarquistas, partidarios de conducir con rapidez el proceso revolucionario, propugnaron, en octubre del mismo año en Valencia, unas Bases para la Organización Anarquista de la Región Española. Una división orgánica que estaba latente desde los inicios de la Alianza y que reaparecerá en la historia posterior. Ahora se trataba de especializar las funciones en estructuras diferentes, pero en la práctica supuso el alejamiento del anarquismo de las sociedades obreras. Los anarquistas españoles no fueron muchos más que en otros países de Europa o América pero no se marginaron de las asociaciones obreras. El anarquismo nació en la ciudad y no entre los jornales o campesinos como algunas veces se ha interpretado, y refleja los desequilibrios sociales de unos trabajadores que tienen que emigrar del campo a la ciudad. Es también la reacción ante las condiciones de vida de las barriadas obreras o las formas de trabajo en las nuevas fábricas y talleres. Eso no obsta para que se vea en la solución de la estructura de la propiedad de la tierra la verdadera redención de las reivindicaciones libertarias. La sociedad futura debía basar en la agricultura el peso de la nueva organización social. Ya desde la revista El Productor se advertía en 1925 (11 de diciembre) que: [...] se prescinde casi en absoluto del problema agrario, y se olvidan a los campesinos como factor determinante del triunfo final… porque hay anarquistas que pese a su rechazo de la táctica parlamentaria y a su opinión de las tendencias dictatoriales inspiradas en la conquista del poder para el proletariado, abrigan la creencia de que es factible una revolución gestada y realizada en el vientre de las ciudades… El anarquismo tiene su principal base en las comunas y su vida de experimentación en la vida campesina. El agrarismo es un factor dominante entre los publicistas anarquistas de los primeros años del siglo XX, y la industria es concebida como algo subordinado al problema agrario: «Estamos persuadidos –dirá Antonio Estévez desde La Revista Blanca, en 1927 (1 de noviembre)– que el mejoramiento de las condiciones de vida descansa más sobre la agricultura que sobre la industria». Incluso se propone una vuelta al campo en contra de la expansión emigratoria de los campesinos a las ciudades en busca de mejores salarios. La agricultura representaba la seguridad y libertad en el trabajo, algo que no proporciona la industria con las nuevas fábricas con su trabajo monótono, sin creatividad y al albur de las coyunturas del mercado. El auge del sindicalismo revolucionario o anarcosindicalismo El anarquismo no se extendió de manera uniforme. En Gran Bretaña apenas trascendió, a pesar de ser Londres una ciudad con muchos militantes libertarios exiliados. En el Imperio austrohúngaro y Alemania hubo destacadas figuras como Rudolf Rocker y Johan Most, pero no consiguieron competir con la movilización de los partidos socialdemócratas. Tuvo escasa influencia en Holanda y Bélgica. Fue en Francia, Rusia, Suiza, Italia, algunas zonas de Estados Unidos, Argentina, México, Uruguay, Cuba y sobre todo en España donde arraigó y en muchos casos se entretejió con el movimiento obrero. Un historiador anarquista como el francés Daniel Guerín afirmaba en los años sesenta del siglo XX que «el anarquismo se aisló del movimiento obrero y, a consecuencia de ello, se debilitó, se extravió en el sectarismo y en un activismo minoritario» después de practicar el terrorismo y encerrarse en los llamados grupos de afinidad. La táctica de «la propaganda por los hechos» de finales del siglo XIX y principios del XX desembocó en fracaso. La revolución no sólo no se producía sino que el anarquismo adquirió una imagen negativa entre los propios obreros a los que pretendía liberar. El terrorismo de individuos aislados o grupos de acción sirvió para coordinar las policías de los países europeos a fin de controlar a los militantes que estaban dispuestos a llevar a cabo acciones violentas. De hecho, en Cataluña diversos sectores sociales criticaron la ineficacia de la policía para evitar atentados hasta tal punto que se contrató a un inspector de Scotland Yard, Charles Arrow, para que coordinara y estableciera una estrategia contra las acciones de los anarquistas terroristas a través de una oficina de investigación criminal que comenzó en 1908. Los anarquistas no consiguieron estructurar una internacional propia que coordinara a los distintos grupos en una acción común –como lo estaba haciendo la socialdemocracia con la constitución de la II Internacional y la formación de redes sindicales–. Brotó entonces la necesidad de volver a las fuentes asociativas que había creado la AIT, a tratar de formalizar una acción reivindicativa a la vez coyuntural y con perspectiva revolucionaria. Porque, además, la colaboración con los socialistas en las diversas reuniones de la II Internacional donde estuvieron presentes algunos anarquistas originó la expulsión de estos, como ocurrió en 1889 en París, o en 1891 en Bruselas, donde fueron abucheados y excluidos. En 1893, los socialdemócratas, reunidos en Zúrich, decidieron no admitir a ningún grupo que no comulgara con la idea de que la acción política era una necesidad para la clase obrera. En esa línea, aquellos sectores que no se sentían representados por el socialismo marxista acercaron posturas hacia el sindicalismo revolucionario como la fórmula más conveniente para superar las divisiones internas del movimiento obrero. Su noción partía de que en el sindicato convergen todas las reivindicaciones de los trabajadores, por encima de las diferencias interpretativas, y es el único elemento que puede articular una acción conjunta para alcanzar a destruir la sociedad capitalista. El sindicato permite la unión de todos los trabajadores sin tener en cuenta sus orígenes políticos o religiosos y da coherencia a los obreros de un mismo oficio o rama industrial para reivindicar mejoras económicas y laborales sin que los políticos puedan utilizarlo para sus fines partidistas. ANARCOSINDICALISMO FRENTE A PARTIDOS OBREROS En este contexto, la tarea de algunos grupos anarquistas era construir un sindicalismo, unas veces de corte revolucionario y otras con una tendencia anarquista, lo que dio lugar al anarcosindicalismo. De hecho, para unos son cosas distintas y, para otros, forman parte del mismo proceso. Algunos, como el francés Emile Pouget −secretario adjunto de las bolsas de trabajo, las asociaciones obreras creadas en Francia para coordinar las ofertas de trabajo, que había militado en el anarquismo y participado en acciones de propaganda por los hechos− prefieren diferenciarlo del socialismo y del anarquismo, como un elemento de la superación de ambas ideologías. No obstante, no fue aceptado por todos los militantes libertarios que veían diluirse los ideales anarquistas, como quedó latente en el Congreso que los anarquistas organizaron en Ámsterdam en 1907. El debate entre Errico Malatesta y Pierre Monatte, secretario de la CGT francesa de quien hablaremos más adelante, evidenció la discrepancia entre partidarios del sindicalismo como la principal arma revolucionaria para alcanzar la nueva sociedad libertaria y los que veían la lucha sindical sólo como un medio más, ya que lo esencial era la «solidaridad moral» de todos los seres humanos, sin distinción de clases. El italiano Malatesta, como ya vimos en el capítulo 1, fue con toda probabilidad el líder anarquista más sobresaliente de la segunda generación después de Bakunin y Kropotkin, y fue el que abogó por una internacional anarquista que coordinara la acción de los distintos grupos. Aguerrido en batallas insurreccionales en Italia, emulando a Bakunin, creía que a los anarquistas les faltaba una coordinación internacional y que todo el asociacionismo sindical debía tener una orientación libertaria. Consideraba que la revolución debía ser antiautoritaria, y por lo tanto el sindicalismo debía no ya sólo agitar o reivindicar, sino que además debía luchar por la sociedad libertaria. El nuevo sindicalismo se extendió por gran parte de Europa y América. Defendía que las clases eran irreconciliables y la solución no podía ser otra que atacar al capitalismo mediante la acción directa, a través de las organizaciones sindicales sin que mediaran los partidos políticos ni el futuro control de la producción y el consumo. En Francia surgió el primer modelo con la configuración de las Federaciones de Industrias, aunque los orígenes estuvieran en las Bolsas de Trabajo o asociaciones sindicales. El movimiento obrero se radicalizó por diversas causas. Entre 1909 y la Primera Guerra Mundial, las huelgas aumentaron profusamente. La concentración de los obreros en las grandes ciudades para trabajar en fábricas de gran tamaño surgidas para producir en serie, daba un giro a la clase obrera en el que el trabajador se convertía en un mecanismo de la tecnología dentro del engranaje del proceso de producción, como lo expresaría Charles Chaplin en el film Tiempos modernos (1936). El artesano quedaba relegado a oficios específicos, incluso carpinteros y zapateros sufrieron la competencia de las piezas prefabricadas, con un alto índice de temporalidad laboral, en función de la coyuntura económica. No había prestaciones al desempleo, a la enfermedad o a accidentes laborales. Los salarios, muy a menudo, mermaban ante la competencia de la abundante mano de obra, ya que los patronos no buscaban obreros cualificados para los nuevos trabajos. Las nuevas máquinas no necesitaban obreros muy preparados. Esta situación se encauzó a través del sindicalismo revolucionario, articulándose en el anarcosindicalismo en Francia, Italia, y especialmente en España, ya que eran anarquistas los que desempeñaron un papel destacado en su organización. El movimiento se extendió entre el campesinado sin tierra. Los obreros de la construcción o los estibadores de los muelles fueron fuerzas significativas en el nuevo movimiento sindicalista, adquiriendo un papel estelar en su organización. También los mineros o los obreros fabriles experimentaban cambios en sus relaciones laborales ante la segunda Revolución Industrial. Era habitual cambiar de oficio a lo largo de una vida laboral, y no obtuvieron prestaciones sociales hasta después de la Segunda Guerra Mundial. LA ACCIÓN DIRECTA COMO TÁCTICA SINDICAL El anarcosindicalismo utilizará la táctica de la acción directa, es decir, la relación entre patronos y sindicatos sin intermediarios, sin atenerse a las normas legales que han aprobado los representantes políticos. Su finalidad es presionar a los patronos a que cedan por temor o por interés, e incluso puede lograr que los parlamentos voten leyes favorables a las demandas exigidas, pero es práctica habitual del sindicalismo revolucionario no contar con la legislación promulgada por el Estado y únicamente reconocerla si beneficia los intereses obreros. La huelga parcial es una forma de entrenamiento que fortalece al proletariado y lo prepara para la gran final que ha de ser la huelga general revolucionaria que está «llamada a ser el fin de una escena vieja de siglos y el principio de otras», según la proclama del teórico del sindicalismo revolucionario Victor Griffuelhes. El sindicalismo de oficios creado por los partidos socialdemócratas resultó insuficiente para afrontar las nuevas condiciones, por lo que organizaciones como la International Worker of World (IWW) de Estados Unidos se distanció de los partidos políticos por considerarlos ineficaces para sus objetivos. Al igual ocurría en Francia, Italia, Holanda o España. Francia había experimentado un siglo XIX convulso, con revoluciones y levantamientos de los obreros, que exigían mejoras en sus condiciones de vida, y ello fue un aliciente para que teóricos que analizaban la realidad y concebían un mundo distinto realizaran propuestas de ingeniería social que debían acabar con las desigualdades sociales producidas por las nuevas formas de producción industrial del capitalismo. La dispersión de alternativas políticas obreras, junto a la existencia de un movimiento obrero que se articulaba también en múltiples asociaciones, fue un obstáculo para la creación de organizaciones amplias que abarcaran toda Francia. Anarquistas que habían sido perseguidos al llevar a cabo la propaganda por los hechos se refugiaban en grupos inoperantes que casi no incidían en el movimiento obrero. El fracaso de la Comuna de París de 1871 había provocado una fuerte represión, con la prohibición expresa de pertenecer a la Internacional. El Gobierno francés no permitió la constitución de asociaciones sindicales hasta 1884, aunque muchas actuaban de forma clandestina o a través de las Cámaras sindicales a las que se les permitía su existencia para cuestiones de mutualidades obreras. Los trabajadores tienen reivindicaciones comunes pero sus oficios son muy variados. Durante gran parte del siglo XIX y principios del XX los antiguos oficios se entrecruzan con los nuevos trabajos en las máquinas de las fábricas. En la imagen, Los picapedreros, de Gustave Courbet, 1849. Entre 1865 y 1867 se constituyen las primeras Bolsas de Trabajo en París, Marsella, Nimes y Bourges, con el objetivo de coordinar la oferta de trabajo entre los obreros. En febrero de 1892 se crea la Federación Nacional de todas ellas, impulsada por Fernand Pelloutier, que murió en 1901, a los 34 años, sin ver consolidada su obra. La Confederación General del Trabajo (CGT) se constituyó en Limoges en septiembre de 1892 y reunía a veintiocho Federaciones Sindicales, veintiséis Cámaras Sindicales y dieciocho Bolsas, que fueron el elemento principal. En algunos casos estuvieron apoyadas y subvencionadas, y en otros, reprimidas. A lo largo de los años, la influencia anarcosindicalista irá penetrando en los sindicatos: con la muerte de Pelloutier, Víctor Griffuelhes llega a ser secretario de la CGT, a la vez que Emile Pouget es secretario adjunto de su nuevo semanario, La Voix du Peuple. En la fundación de la CGT participaron anarquistas y también otros sectores ajenos a la esfera libertaria. Existían sindicalistas reformistas o influidos por el socialismo. Jules Guesde unificó en 1905 las diversas corrientes socialistas pero no logró que estas controlaran al sindicalismo obrero. Sin embargo, su modelo lo consiguió realizar Pablo Iglesias, con la imbricación entre el socialismo del PSOE y la acción sindical de su correlato sindical, la Unión General de Trabajadores (UGT). La moderación de la organización sindical practicada por los socialistas se ha interpretado como el factor que hizo que algunos grupos anarquistas realizaran la propaganda por los hechos y acentuaran el terrorismo. Marie François Sadi Carnot, cuarto presidente de la Tercera República francesa, fue asesinado el 24 julio de 1894 en Lyon por el anarquista italiano Gerónime Caserio, quien le asestó una puñalada para vengar el ajusticiamiento de anarquistas franceses que habían participado en distintas acciones terroristas como el famoso Jean Adam Koeningstein, alias Ravachol, apellido de su madre francesa. Hasta entonces, los anarquistas franceses apenas se habían preocupado por la acción sindical, algo que reconocerá Pelloutier en su Carta a los anarquistas en 1899: «Nosotros somos lo que los políticos no son, rebeldes en cualquier circunstancia, hombres verdaderamente sin dios, sin dueño y sin patria, enemigos irreductibles de cualquier despotismo, laboral y colectivo, es decir de las leyes y de las dictaduras (incluidas las del proletariado)». LAS BASES INTELECTUALES DEL SINDICALISMO REVOLUCIONARIO: LA CONJUNCIÓN DE MARXISMO Y ANARQUISMO Desde el sindicalismo se puede difundir la idea de una sociedad sin gobierno. De hecho, el obrero organizado en sindicatos es un medio para lograr ese objetivo, pero no representa la vanguardia de la lucha revolucionaria, no es el sucesor ineludible de la burguesía, como pensaba el marxismo. El anarquismo pretende liberar a toda la humanidad y no hace de la clase obrera el elemento social de transformación. Algunos anarquistas, como alguien de quien ya sabemos, Errico Malatesta (1853-1932), manifestaron sus reticencias sobre el anarcosindicalismo. Pensaba que podía convertirse en una estructura rígida, contraria a la libertad de experimentación de organización económica y social que debía procurarse una vez establecida la revolución social. Una gran mayoría de anarquistas se dedicaron a propagar el comunismo libertario a través de diversas publicaciones, fundaron colonias campesinas o establecieron escuelas laicas y racionalistas, al estilo de las que fundaría en España Francesca Ferrer i Guardia. El sindicalismo revolucionario o anarcosindicalismo había de permanecer neutral ante las disputas políticas de los partidos políticos. Debía ocuparse esencialmente de las demandas sociales y favorecer la revolución social a través de la huelga general que significará la superación de las huelgas parciales, las cuales tendrían distintos matices según se refiera a una reivindicación laboral, a una política para impedir o lograr determinadas decisiones de los gobiernos o se constituya como un medio básico para alcanzar la revolución social. La huelga general se convierte en el objetivo principal, el instrumento para acabar con el sistema capitalista. Sólo mediante ella podrá el obrero crear una sociedad nueva en la que no existirán más tiranos. Ya los obreros españoles de la I Internacional proclamaron como objetivo alcanzar la huelga general para destruir el sistema económico que suponía para ellos la explotación de su trabajo, pero quedó marginada cuando se impuso la propaganda por el hecho. Sin embargo, vuelve a recuperarse a finales del siglo XIX cuando el terrorismo no sólo no produce los resultados esperados sino que va en contra del movimiento obrero, y entonces «deviene en mito revolucionario por excelencia». Sería su principal arma para adquirir autonomía frente al control político y, junto con la acción directa, suponen los instrumentos de la clase obrera para superar las confrontaciones ideológicas. Las divergencias de opinión pasan a un segundo plano porque lo que interesa es la acción. Pero el supuesto neutralismo del anarcosindicalismo no será tal y aparecerán diversas tendencias que se enfrentarán táctica y estratégicamente. De hecho, después de la Primera Guerra Mundial, el sindicalismo revolucionario entra en declive ante la presión de los partidos comunistas, después del triunfo de la Revolución rusa, salvo en España. Los anarquistas franceses, alemanes, holandeses, belgas, suizos e italianos, principalmente, intentarían articular un sindicalismo de nuevo cuño, con propuestas de organización social y económica basadas en la estructura sindical, partiendo de las ideas libertarias y constituyendo una nueva Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) creada en Berlín en 1925 para coordinar los distintos anarcosindicalismos. La historia de la CGT francesa es un reflejo de las luchas internas entre visiones diferentes. Primero fue la disputa contra los socialistas, que querían acercar la CGT a la socialista Sección Francesa de la Internacional Obrera (SFIO) y que terminó con la derrota de esta cuando en octubre de 1906 se proclamó la llamada Carta de Amiens, que contenía los principios sindicalistas de la aceptación de la estructura industrial moderna, la lucha de clases como interpretación de los procesos históricos y la independencia respecto a los partidos, así como la acción directa que enlaza con la acción bakuninista. Cuando la CGT decidió lanzar una campaña por la reducción de la jornada laboral mediante la huelga general, puso a prueba la teoría de los anarcosindicalistas. La CGT era minoritaria: de un total de unos trece millones de obreros franceses potencialmente «sindicables», la CGT sólo agrupa a unos 110.000 en 1902, hasta alcanzar los 331.000 en 1910. Convocó, sin mucho éxito, a los trabajadores, a partir del 1 de mayo de 1906, a que impusieran ellos mismos la nueva jornada, abandonando el trabajo al término de las ocho horas. La minoría sindicalista concienciada debía arrastrar con su ejemplo a toda la clase obrera a un enfrentamiento general con la burguesía, gracias a algo tan simple, en apariencia, como el cese de trabajo a la hora decidida por el obrero y no por el patrón. Los resultados no fueron los esperados. La decadencia de la CGT se acentuó cuando aceptó la Unión Sagrada en 1914, que daba respaldo a la intervención de Francia en la Primera Guerra Mundial contra el «imperialismo alemán». El anarcosindicalismo francés no supo mantenerse fiel a sus principios y combatir contra la movilización militar. Precisamente, los partidos socialistas que no tenían mucha fuerza en sus países respectivos mantuvieron una postura antimilitarista, mientras que aquellos que habían conseguido institucionalizarse y tener detrás el apoyo de amplias capas sociales, apoyaron a sus Gobiernos en la política bélica. En el seno de la CGT surgió también una pequeña minoría internacionalista, en la que Pierre Monatte destacó en su rechazo a la guerra. Dimite del Comité Confederal, en diciembre de 1914, para protestar contra la actitud de la CGT ante la guerra. Monatte no encuentra, en 1914, el menor apoyo del sindicalismo revolucionario. Se ve obligado a respaldarse, sobre todo, en los socialistas centristas. George Sorel fue un teórico peculiar del sindicalismo revolucionario como fórmula para superar las diferencias ideológicas entre marxistas y anarquistas. Incluso afirmó que era la expresión más adecuada del marxismo porque unía la conciencia militante y la acción. Su propia obra está llena de paradojas y su principal trabajo, Reflexiones sobre la violencia (1906), proclama la necesidad de una huelga general que destruya la sociedad capitalista y la utilización de la violencia contra la fuerza que ejerce el Estado represivo. Sus argumentos están teñidos por un irracionalismo que entronca con la crisis del pensamiento racionalista de finales del siglo XIX, que tan bien representó Nietzsche, y se distancia de los presupuestos ilustrados basados en la idea de un progreso continuo sustentado por la ciencia, base del optimismo del movimiento libertario. Para unos, sus análisis entroncan con un marxismo renovado y, en cierta forma, así lo reconoció Lenin, por cuanto criticaba el reformismo de los partidos socialdemócratas, pero también fue reivindicado por Mussolini como una forma de expresar la violencia necesaria para conseguir ese hombre nuevo que el fascismo debía crear. Tal vez tenga razón el pensador español Fernando Savater en su distinción entre mito y utopía, fundamental para interpretar la obra de Sorel. Los mitos no describen el mundo, expresan voluntades que provocan entusiasmo e impulsan a la acción. La huelga general es, por tanto, un mito que incita a obreros y campesinos a la revolución. En cambio, la utopía construye mundos intelectualmente perfectos. Por su parte, en Italia las propuestas insurreccionales del anarquismo contaron con el respaldo de una parte de la clase obrera naciente y del campesinado, aunque con menor intervención y, sobre todo, con individuos de distinta procedencia social que dedicarían su vida a la causa de la revolución. La Federación Italiana de la I Internacional se alineó con las tesis bakuninistas y la influencia anarquista dominó gran parte del movimiento obrero. La emigración de italianos a América junto con españoles en los países latinos contribuyó a la expansión del anarquismo en este continente. Carlo Cafiero, Andrea Costa, Errico Malatesta y Luigi Fabbri fueron las figuras más representativas de la época gloriosa del movimiento libertario italiano y muchos de sus escritos se divulgaron en España. A pesar de contar con militantes decididos y dispuestos a sacrificarse padeciendo exilio y cárcel, no consiguió articular un movimiento de masas semejante al francés o al español, y al final algunos desistieron de los métodos insurreccionales. Andrea Costa reconsideró sus posiciones y optó por la acción política fundando un Partido Anarquista Revolucionario. El aristócrata Carlo Cafiero, que redactó una versión divulgativa del El Capital de Marx, apoyó con su dinero a Bakunin, hasta que se cansó de ver cómo este dilapidaba su patrimonio, terminó respaldando las candidaturas socialistas al Parlamento y acabó al final de su vida, en 1892, arruinado y en un psiquiátrico. Malatesta y Fabbri se mantuvieron fieles hasta el final a las ideas anarquistas e intentaron organizar, sin éxito, un Partido Socialista Revolucionario en 1891 con el objetivo de coordinar todos los grupos libertarios. Malatesta contactó con Kropotkin y puso en duda que el anarcocomunismo fuera algo a lo que la sociedad se viera abocada necesariamente. Para él, era difícil predecir el tipo de organización social que saldría una vez se produjera la revolución. La humanidad no tiene determinada una meta concreta y es difícil saber en qué medida se organizarán las fuerzas productivas, lo que le enfrentaba al sentido determinista que daba al proceso histórico el marxismo. Fue Malatesta un librepensador anarquista al que resulta difícil clasificar pero que insistió en la voluntad que deben tener los revolucionarios para acabar con las injusticias sociales. Su folleto Entre campesinos fue, de toda su obra, el más difundido en España. Fundó en Ancona un diario con el nombre de Volontá desde el cual insistió en la huelga general de 1914, después de que los gendarmes dispararan en aquella ciudad contra manifestantes pacifistas. La huelga se extendió por gran parte de Italia, se paralizaron los ferrocarriles y en muchos lugares se proclamó la República, –la llamada Semana Rossa– aunque la acción moderada de los sindicatos frustró el proceso. La Confederazione Genérale del Lavoro (CGL, Confederación General del Trabajo) no tuvo el carácter de sindicalismo revolucionario de la CGT francesa o la CNT española (ambas de nombres tan similares) y estaba controlada por el socialismo reformista. Malatesta creyó en la capacidad de la acción aunque su figura adquirió una imagen moralmente intachable. Creía irrebatible la necesidad de acabar con la opresión que produce el capitalismo y constituir una nueva moral, y en eso criticaba a sus adeptos que negaban cualquier norma de comportamiento: «Olvidan que al rebelarse contra toda regla impuesta a la fuerza, no quiere decir, de ningún modo, que se deba renunciar a todo freno moral y a todo sentimiento de obligación hacia los demás. Olvidan que para combatir razonablemente una moral se necesita oponerle, en teoría y prácticamente, otra moral superior». Se mantuvo fiel a las posiciones pacifistas y se manifestó contra la guerra de 1914. Articuló una alianza contra el fascismo mussoliniano cuyo fin último era proclamar la huelga general, pero los «camisas negras» del fascio italiano conseguirían imponerse. Su nuevo diario Umanitá Nuova, fundado en 1920, se convirtió en un medio para estimular una alternativa al sindicalismo reformista que se concretaría en la Unione Sindicalista Italiana, representante del anarcosindicalismo italiano. En 1920 la Unione Anarchica adoptó el programa, con pequeñas variaciones, que publicaron en 1903 anarquistas italianos emigrados en Norteamérica, a partir de una serie de artículos suyos publicados en La Questione Sociale. Malatesta fundó también la revista Pensiero e Voluntá, en 1924, donde recogió parte de su pensamiento. Una vez triunfó el fascismo, los anarquistas fueron perseguidos, muchos encarcelados y otros emigraron; sus publicaciones resultaron prohibidas y el propio Malatesta sufrió arresto domiciliario. Murió a los 79 años, el 22 de julio de 1932, y a partir de entonces el anarquismo italiano iniciaría su declive. ESPAÑA: SOLIDARIDAD OBRERA Y LA CREACIÓN DE LA CNT En España, principal centro mundial del movimiento libertario, el anarcosindicalismo tuvo su origen en 1907, cuando distintas sociedades de resistencia obreras –así se denominaban generalmente en aquella época, aunque desde 1906 comienza ya a utilizarse el término sindicato que se generalizará a partir de 1910– se reunieron para fundar Solidaridad Obrera, en paralelo a lo que en 1905 se había constituido como Solidaridad Catalana, conjunto de partidos que pretendían romper el turno entre conservadores y liberales de la Restauración. El detonante había sido el proyecto de Ley de Jurisdicciones que daba al poder militar la instrucción y enjuiciamiento de los delitos contra el Ejército, la patria y sus símbolos, después de que varios militares asaltaran la redacción e imprenta del semanario satírico catalán Cut-Cut por considerar que había insultado los valores militares del Ejército español. Republicanos de todas las tendencias, excepto los del Partido Radical de Alejandro Lerroux, carlistas y regionalistas de la Lliga de Francesc Cambó se unieron para confeccionar candidaturas unitarias en Cataluña –que desbancarán el poder de los partidos monárquicos de la Restauración– con el objetivo de hacer un frente común en las Cortes a fin de obstaculizar la aprobación de dicha ley. El Gobierno del liberal Segismundo Moret, uno de los dirigentes históricos de los partidos de la Restauración de 1875, finalmente conseguiría los apoyos necesarios para sacarla adelante en 1906, aunque con los votos en contra de los diputados catalanes. Pero no fue fácil llegar a un acuerdo entre las distintas asociaciones obreras habida cuenta de la disparidad de sus organizaciones y objetivos reivindicativos. Algunas de estas sociedades tenían la influencia del republicanismo; otras, del anarquismo y las menos, del socialismo que, aunque minoritario, tenía su presencia en Barcelona y en otras poblaciones industriales. Precisamente fue en Barcelona donde había nacido la UGT en 1888, impulsada por Pablo Iglesias, uno de los fundadores del PSOE y su principal dirigente hasta su muerte en 1925, por considerar que allí se concentraba el mayor número de obreros. La mayoría de ellas respondían a la tradición de asociacionismo obrero catalán al amparo de la Revolución Industrial, que tuvo su mayor expansión en Cataluña desde el siglo XIX y habían creado una práctica reivindicativa que se limitaba al aumento de los salarios, a la reducción de las horas de trabajo y a paliar las condiciones de paro o enfermedad. Bien es verdad que la I Internacional, a partir de 1869, había supuesto un aliciente, especialmente su rama aliancista-bakuninista, para la formación de estas sociedades y para encauzar reivindicaciones más radicales, y que posteriormente trató de reconstruirse en distintas etapas, como en 1900, con la constitución de la Federación Regional de Resistencia de la Región Española, o anteriormente en 1881 en la Federación de Trabajadores de la Región Española que duró hasta 1888. Pero tuvieron una influencia reducida en gran parte por los enfrentamientos entre anarquistas colectivistas y anarcocomunistas y por la represión de los Gobiernos de la Restauración. A principios del siglo XX, algunas de aquellas sociedades serían también reconstruidas, o creadas, por los republicanos de Alejandro Lerroux, conocido como el Emperador del Paralelo, barrio obrero de Barcelona donde desarrolló su mayor influencia, y fundador del Partido Radical, caracterizado por una política populista con una oratoria radical y enfrentado al nacionalismo catalanista. El fracaso de la huelga general de 1902 en Cataluña que se desencadenó para apoyar a los obreros metalúrgicos, instigada principalmente por anarquistas y de la que se desmarcó el PSOE, provocó durante un tiempo una desmoralización y declive de las organizaciones de los trabajadores catalanes que desconfiaron del asociacionismo radical libertario, pero que sin embargo no fue aprovechado por la UGT para avanzar en consolidar un sindicalismo reformista. Los anarquistas calificaron a los socialistas de traidores e insolidarios, lo que caló entre los obreros catalanes. Para algunos activistas anarquistas la huelga general constituía el arma más importante contra la explotación, y el fundador de la Escuela Moderna, el ya citado Francesc Ferrer i Guardia, financió la publicación La Huelga General en 1901, de clara tendencia anarquista. Precisamente, una de las características del movimiento obrero español es que aunque los anarquistas no fueran más numerosos que en otros países europeos, como habitualmente se ha supuesto, no dejaron de estar vinculados a las reivindicaciones del movimiento obrero, y por ello su influencia fue determinante en el desarrollo de las organizaciones sindicales. Lo describía con nitidez el escritor y periodista español Ramiro de Maeztu, en 1901, desde el diario El Imparcial en una serie de artículos sobre «El ideal anarquista en España»: «400.000 obreros, en números redondos, se hallan agrupados en asociaciones de resistencia que no tienen más objeto que el trabajar por la mejora de salarios, pero en cuya constitución han intervenido de modo principal caracterizados anarquistas. No quiere esto decir que haya 400.000 anarquistas pero sí que el círculo de propaganda libertaria abarca 400.000 obreros españoles». En efecto, la influencia socialista se había ido difuminando desde la creación del PSOE en 1879 y de la UGT. Curiosamente en Cataluña, donde el proletariado industrial era predominante, el socialismo español no cuajó en unas organizaciones ni política ni sindicalmente potentes. Cuando se celebró el primer Congreso del PSOE en 1888 en Barcelona, la representación catalana era de dieciséis agrupaciones locales. Según Juan José Morato, el militante que escribiría en los años veinte del siglo XX sobre los inicios históricos del socialismo español, en aquel año existían treinta y dos agrupaciones, aunque las cifras recogidas por distintas fuentes posteriores no precisan exactamente su número y son contradictorias. Pero lo cierto es que no crecieron como en otros lugares de España donde la UGT, por ejemplo, fue penetrando entre los jornaleros, aparceros o pequeños propietarios campesinos, constituyendo, en los inicios de la Segunda República, la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (FNTT) con más presencia en muchas zonas agrícolas que el anarcosindicalismo, a pesar de las dificultades de mantener una organización sindical en el campo. Este asunto ha suscitado el debate entre políticos, sindicalistas e historiadores: ¿por qué en Cataluña, zona del proletariado industrial más importante de España, no había arraigado el socialismo como ocurría en la mayoría de países europeos? Se ha aludido a la poca sensibilidad de Pablo Iglesias y los dirigentes socialistas madrileños por las reivindicaciones catalanistas; a la escasa flexibilidad para entenderse con una organización obrera como las Tres Clases de Vapor, que concentraba la mayoría de trabajadores del textil en Cataluña y basaba su actividad en una práctica sindical y política reformista que chocaba con el doctrinarismo marxista del PSOE. También se ha hecho referencia a la dependencia del sindicalismo de la UGT respecto del PSOE cuando una gran parte de los obreros catalanes eran partidarios de la separación tajante entre las organizaciones sindicales y las opciones políticas, aunque muchos de ellos sintieran simpatía por algunas de ellas. En septiembre de 1908 se organizó un Congreso Obrero Catalán en el que se instituyó oficialmente la Confederación Regional de Solidaridad Obrera con el objetivo de coordinar todas las organizaciones que admitieran la lucha de clases y excluyeran una vinculación directa con cualquier tendencia religiosa o política. Estuvieron representadas 120 sociedades. Se hizo un llamamiento a los intelectuales y una defensa implícita de unos principios que defendían que la liberación de los trabajadores era tarea de ellos mismos, recogidos ya en los postulados de la I Internacional. A ella se adhirieron la mayoría de sociedades obreras socialistas de la UGT al tiempo que se hacía un llamamiento a las del resto de España para que la nueva entidad no se limitara al espacio catalán. Se propuso la creación de un órgano de prensa, Solidaridad Obrera, que tendría larga duración e influencia en el movimiento anarcosindicalista español. En 1909 los efectivos de Solidaridad Obrera alcanzaban unos doce mil obreros, cifra todavía pequeña en relación con el número de empleados en las industrias catalanas, pero significativa de la tendencia imparable del asociacionismo sindical, con reivindicaciones que sobrepasarán el aumento salarial o la delimitación de la jornada laboral. Su primer manifiesto ya hacía una crítica del capitalismo al declarar: «como clase obrera sólo podemos tener un fin común: la defensa de nuestros intereses y sólo un ideal puede unirnos, nuestra emancipación económica, que transforme el régimen capitalista actual»; y recordaba el eslogan de la I Internacional, «la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos». Tal vez por ello el republicanismo lerrouxista no viera con buenos ojos este proyecto de unificación de la clase obrera catalana, que intentaba una vía independiente del republicanismo, y también por los posibles vínculos o semejanza nominal con Solidaridad Catalana, por lo que suponía de connotación con el nacionalismo catalanista que el partido de Lerroux rechazaba. De hecho uno de los dirigentes de militancia socialista, Badía Matamala, de Solidaridad Obrera, declararía que la nueva entidad no tenía ningún propósito de oposición a Solidaridad Catalana, «no era ni contraria, ni favorable a esta», aunque es posible creer que sí influyera en su creación. Los lerrouxistas criticaron desde el primer momento la nueva organización, y su órgano de prensa, El Progreso, publicó diversos artículos en contra por lo que le suponía de pérdida de influencia política. Y en este sentido, su fundación representó el comienzo de la independencia definitiva del movimiento obrero respecto al populismo republicano representado por el Partido Radical. Parece probado que los anarquistas intervinieron de manera activa en la consolidación de Solidaridad Obrera pero esta no adoptó un programa libertario consciente de que en su seno bullían distintas interpretaciones sobre la organización de la sociedad futura en la que se debía producir la emancipación de los trabajadores. Las ideas de una educación libre propugnada por Ferrer i Guardia, quien tenía contactos habituales con anarquistas, como el histórico Anselmo Lorenzo, uno de los fundadores de la I Internacional en España, calaron en la mentalidad obrerista por lo que suponía de refrendo de una enseñanza laica basada en la libertad y en la ciencia, sin connotaciones con el dogmatismo atribuido a las escuelas controladas por la Iglesia católica, ideas de las que participaban tanto anarquistas como socialistas y republicanos. Bien es cierto que Ferrer ayudó económicamente a Solidaridad Obrera, que pudo alquilar un local para celebrar sus reuniones, pero en ningún caso puede atribuírsele su fundación a instancias del anarquismo internacional, como le acusaron sectores políticamente conservadores. El mismo Pablo Iglesias, en una intervención en el Congreso de los Diputados el 12 de julio de 1910, señalaba que en «Solidaridad Obrera entraron elementos de todas clases, hay en ella anarquistas y otros que no lo son, radicales y socialistas» y rebatía la presunción de los conservadores de acusar a Ferrer de su constitución: «el movimiento obrero no se crea así, porque a un señor se le antoje, se crea en virtud de verdaderas necesidades». LA SEMANA TRÁGICA EN BARCELONA Y LA CONSTRUCCIÓN ORGÁNICA DEL ANARCOSINDICALISMO ESPAÑOL Entre las preocupaciones principales de los dirigentes obreros estaban las condiciones de trabajo y la negativa a ser movilizados como soldados de cuota porque, según la legislación vigente, no podían pagar la cantidad necesaria, como hacían las familias con recursos, para librarse de ser enrolados obligatoriamente en el Ejército. Desde esta perspectiva, cuando fue atacado un destacamento español de Melilla, el Gobierno de Antonio Maura ordenó la movilización de cuarenta mil soldados reservistas para ser enviados a la zona donde se gestaría la guerra de Marruecos del siglo XX, principalmente por el hostigamiento de los bereberes del Rif, acaudillados por Adb el-Krim, y que duraría hasta 1925. Estos nuevos soldados de refuerzo provenían de las clases populares sin recursos, obreros o campesinos. El lunes 26 de julio de 1909 estalló una huelga general en Barcelona, sin que fuera convocada oficialmente por Solidaridad Obrera, y se extendió a gran parte de los núcleos industriales de Cataluña en protesta contra la decisión del Gobierno de llamar a filas a una gran cantidad de trabajadores para combatir en Marruecos. A ello también contribuyó la decisión de muchos empresarios de cerrar sus fábricas. La ciudad vivió una semana en medio del caos. Los manifestantes apedrearon los tranvías, arrancaron los raíles de las calles, los cables del tendido eléctrico, volcaron automóviles y se quemaron conventos e iglesias. Algunos soldados que fueron movilizados para impedir las manifestaciones ante Capitanía General se negaron a disparar contra la multitud, pero no así los guardias civiles de seguridad. A partir de entonces la protesta se transformó en insurrección armada sin control, ya que nadie protagonizó su dirección, con barricadas en las calles. Incluso el cónsul italiano ofreció al capitán general de Cataluña, el general Luis de Santiago, la intervención de la Marina italiana anclada en el puerto. Se restableció el orden con la ayuda de fuerzas de la Guardia Civil y militares de otras partes de España. La protesta tuvo caracteres trágicos con muertos, heridos, y cinco fusilados, entre ellos, semanas después y tras un juicio sumarísimo, Ferrer i Guardia, por considerarlo «autor y jefe de la rebelión», lo que provocó en Europa una campaña de rechazo contra el Gobierno de Maura. La causa contra Ferrer que instruyó la jurisdicción militar no contenía suficientes pruebas para inculparlo, como reconocería en 1911 el Consejo Supremo de Guerra y Marina. Se habían quemado 67 edificios religiosos entre iglesias, conventos y escuelas, en uno de los acontecimientos más destacados del anticlericalismo del siglo XX, y de ello se responsabilizará, en parte, a la influencia que tuvo el predominio del lenguaje anticlerical difundido entre las clases populares por el Partido Radical de Alejandro Lerroux. Existía una animadversión contra el poder de la Iglesia que se reflejaba también en el partido liberal monárquico. En 1903 había en Barcelona 348 conventos y esta cifra debió de haber aumentado en 1909 con la llegada de órdenes religiosas de Francia e Italia ante leyes que restringían sus actividades y se instalaban en lugares residenciales de la ciudad. Se había extendido la idea de que frailes y sacerdotes hacían negocios invirtiendo en la industria y el comercio, y se achacaba a los jesuitas tener intereses en las minas del Rif, en Marruecos, además de considerarlos vinculados a los negocios coloniales del azúcar y del tabaco. Junto a ello se acusaba a los colegios religiosos de impartir una enseñanza antinatural y acientífica, que denigraba el sistema liberal, dirigida principalmente a los hijos de funcionarios o de la burguesía, dueña de las industrias o propietarios agrícolas. De ahí que la figura de Ferrer i Guardia adquiera un valor de representación mayor que la fuerza que en realidad tenían las escuelas racionalistas que fundó, generalmente para gente que podía pagarlas. Los sucesos de Barcelona de 1909 incrementaron la solidaridad obrera y acentuaron el anticlericalismo en las clases populares. Solidaridad Obrera no mantuvo actitudes especialmente anticlericales, consciente de que la Iglesia podía aumentar su presencia en el asociacionismo obrero, y a la que consideraban aliada de la patronal, a través de las múltiples instituciones que regentaba (orfanatos, hospitales, casa de caridad…) y colaboradores practicantes con poder económico. Aunque no se responsabilizó de lo sucedido, las autoridades militares clausuraron su local y la declararon ilegal, acusándola de instigadora de la revuelta, aunque algunos de sus dirigentes sí tuvieron participación en los hechos. Después de la Semana Trágica, el diario barcelonés El Correu Català llegó a afirmar: «entre un obrero que no sabe leer y otro que lee los periódicos anarquistas que atacan todos los principios fundamentales del orden social, preferimos siempre y en cualquier caso al primero» (16-8-1909). Las condiciones de vida y trabajo de los obreros eran muy deficientes, con más de diez horas de jornada laboral y la taberna como lugar de ocio, junto a la necesidad de que los hijos trabajaran lo antes posible y las hijas se emplearan como sirvientas. Vivían en los nuevos barrios obreros fruto de la expansión de la ciudad de Barcelona, que en su mayoría eran insalubres. Existieron, no obstante, iniciativas como la del conocido como Padre Vicent, un jesuita valenciano preocupado por las condiciones de vida de los trabajadores que se vio influido por la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII en 1891 de crear Círculos de Obreros Católicos que tenían una finalidad principalmente benéfica y religiosa e intentaban contrarrestar los movimientos socialistas y anarquistas. En algún caso también se fundaron sociedades católicas de resistencia, como la Unió d´Obrers Metalúrgics, en 1908. Una de las figuras más simbólicas de la defensa de la escuela laica fue la de Francesc Ferrer i Guardia, que defendía una enseñanza basada en principios científicos y marginaba la religión del currículo. La Semana Trágica tuvo consecuencias políticas. Por una parte, la caída del Gobierno conservador de Antonio Maura y, por otra, el comienzo de la conjunción republicana-socialista que posibilitó que en las elecciones de 1910 entrara un socialista en las Cortes, Pablo Iglesias. HACIA LA FUNDACIÓN DE LA CONFEDERACIÓN NACIONAL DEL TRABAJO (CNT) Las relaciones entre socialistas y Solidaridad Obrera habían sido cordiales en Cataluña y de implicación de los militantes del PSOE en el proyecto de unidad sindical de la clase obrera. Así lo atestigua uno de sus líderes más representativos, Antoni Fabra Ribas, partidario también de la huelga general revolucionaria y defensor de gran parte de las tesis del sindicalismo revolucionario: el partido debía ser un instrumento de los trabajadores sindicados. Sin embargo, no todos pensaban igual en el socialismo español, y desde los órganos dirigentes de la UGT en Madrid se criticaba la fórmula de Solidaridad que se atribuía más al modelo anarcosindicalista que propiamente a la dirección de un partido de la II Internacional. Además, la decisión de la dirección del PSOE de pactar en 1910 con los republicanos en el momento en que el movimiento obrero catalán intentaba desmarcarse del partido de Lerroux y reafirmaba su condición apolítica tampoco favoreció el entendimiento. La publicación de un órgano nuevo vinculado al socialismo catalán como Justicia Social, cuyo primer número aparecería en noviembre de 1909, en Reus, donde se radicaba la agrupación más importante del PSOE en Cataluña, da testimonio de las polémicas cada vez más frecuentes con los defensores de un sindicalismo revolucionario que va siendo controlado por líderes anarquistas, y también el enfrentamiento con el nacionalismo catalanista. Sin embargo su director, Josep Recassens, evolucionaría hacia un socialismo catalanista, y Justicia Social acabaría por convertirse en el portavoz de L´Unió Socialista de Catalunya, escindida del PSOE en 1923. Desde principios de siglo se editan las obras de los teóricos del sindicalismo revolucionario francés, el cual tendrá su mayor expresión en la Carta de Amiens de 1906 por la iniciativa de dos antiguos militantes anarquistas, Pelloutier y Pouget, que partiendo de las Bolsas de Trabajo francesas culminará en la Confederación General del Trabajo. Y aunque se ha dicho que el anarcosindicalismo español de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) tenía sus raíces en la francesa CGT, a la cual imitaba, en realidad era algo que venía gestándose con dinámica propia en el sindicalismo español. En todo caso, los artículos, folletos y libros que se traducen del francés vienen a refrendar una tendencia que ya estaba incardinada entre los obreros españoles. La CNT, fundada en 1910, consiguió movilizar al proletariado industrial catalán en torno al anarcosindicalismo y marginar a la UGT. Asamblea de la CNT en el Teatro Europa de Barcelona a finales de los años veinte del siglo XX. Los elementos anarcosindicalistas de Solidaridad Obrera se reorganizaron y en septiembre de 1910 declararon otra huelga general en apoyo a los mineros vizcaínos, aunque apenas tuvo éxito, circunstancia que se atribuiría a sí mismo Lerroux por no apoyarla el Partido Radical. Sin embargo, la influencia de los republicanos radicales en el movimiento obrero barcelonés estaba ya definitivamente cercenada desde la formación de Solidaridad Obrera y los sucesos de la Semana Trágica. Convocados por el Consejo Directivo de Solidaridad Obrera y reunidos en un Congreso Obrero, el 30 y 31 de octubre de 1910, más de cien representantes de las sociedades obreras y federaciones locales de tendencia anarquista fundaron la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) y convocaron para el año siguiente su I Congreso Nacional. Uno de los presentes, el obrero Adolfo Bueso, militante de Solidaridad Obrera, dejó testimonio del acontecimiento: El Congreso tuvo lugar en el Palacio de Bellas Artes (de Barcelona)… un edificio muy espacioso, pero un tanto destartalado. Había servido de museo de pinturas, y en los domingos por la mañana solían celebrarse conciertos gratuitos por la Banda Municipal, pero también grandes manifestaciones políticas y obreras. Bastaba solamente solicitar el local en nombre de una determinada entidad para obtener el uso del gran salón. Posteriormente, uno de los dirigentes históricos de la CNT, Josep Peirats, que escribió su historia en tres volúmenes (Editorial Ruedo Ibérico, París, 1971) aclaró que otro anarcosindicalista, Manuel Buenacasa, en su Historia del movimiento obrero español (1928), «indujo a error al dar como natalicio de la CNT el año 1911». La UGT, estrechamente vinculada al PSOE desde su creación, no podía aceptar las bases teóricas y de acción reivindicativa que planteaba la CNT. Los anarcosindicalistas escrutaban su propio camino dejando la puerta abierta a una posible fusión con la UGT, «cuando ambas tuvieran idéntico número de afiliados», tal como se aprobó en su primer Congreso de 1911. A partir del Congreso fundacional de Bellas Artes de Barcelona, en 1910, el anarcosindicalismo español fue adquiriendo una gran fuerza de movilización en una clase obrera que iba aumentando en sectores no cualificados como la construcción o en el crecimiento de los servicios (estibadores, camareros, dependientes de comercios, oficinistas, transportistas, etc.) como consecuencia de la expansión de las ciudades. Se asemejaba al sindicalismo revolucionario que se desarrollaba en aquel tiempo en Francia con la CGT, en Italia con la Confederazione Generale del Lavoro (CGL) y en Estados Unidos con la Industrial Workers of the World (IWW) o la revitalización de la Trade Unions en Gran Bretaña. El carácter y estructura de la CNT quedarían determinada en el Congreso de Sants (1918) y en el celebrado en el Teatro de la Comedia de Madrid (1919), en el que se señala que el fin último de la Confederación es alcanzar el comunismo libertario. Salvador Seguí, El Noi del Sucre (‘el chico del azúcar’, en catalán, por trabajar en una pastelería) fue uno de los mayores líderes del anarcosindicalismo español hasta que cayó asesinado por pistoleros en 1921. Las luchas entre patronos y obreros eran similares a lo que ocurría en el Chicago de los años veinte en Estados Unidos. Sin embargo, el Gobierno del liberal José Canalejas, formado en 1910, quien sería asesinado por el anarquista Manuel Pardiñas en 1912 después de reavivarse la guerra en Marruecos y con el pretexto de evitar una situación parecida a la de la Semana Trágica, disolvió la CNT en 1911, que no pudo reestructurase hasta 1915, en plena Guerra Mundial, tras una reunión de varios dirigentes anarquistas en El Ferrol en el que intervinieron sindicalistas que tendrían amplia trayectoria en la organización como Ángel Pestaña. El sindicato único se convirtió en la base de su estructura orgánica en cuanto pretendía la confluencia en un solo organismo de todos los trabajadores de una población, o la agrupación de iguales oficios del mismo ramo o industria en las grandes ciudades. De esa manera, todos los sindicatos quedarían integrados en las federaciones locales o comarcales que, a su vez, constituirían las federaciones locales de la CNT, pero no se aceptarán las federaciones de industria (por oficios) hasta el Congreso de 1931, en plena Segunda República, y con bastantes reticencias por una parte de militantes que las consideraban organismos burocráticos por cuanto rompían la estructura horizontal de las federaciones locales, que tendrían una mejor disposición para conseguir la movilización de los obreros. La acción directa era el método que definía su práctica sindical, consistente en la relación entre trabajadores y patronos al margen del marco legal, sin aceptar ninguna mediación institucional o personal. Y se utilizaba la huelga, el boicot o el sabotaje como métodos de lucha. La estrategia final era conseguir la huelga general revolucionaria para destruir el capitalismo. Hacían expresa declaración de apoliticismo por cuanto consideraban que los políticos no podían representar a las organizaciones obreras, y en este sentido la influencia anarquista se dejaría sentir en toda su trayectoria. En 1920, la CNT había adquirido ya una gran expansión por la mayor parte de España con la constitución de las federaciones regionales de Asturias, Galicia, Levante, Andalucía, Aragón y, sobre todo, Cataluña, donde se concentraba el mayor número de afiliados. Según Salvador Seguí, uno de los principales dirigentes de su primera época conocido como El Noi del Sucre (‘El chico del azúcar’, por su oficio de pastelero), asesinado en 1923, declaraba en aquel año que la CNT contaba entre afiliados y simpatizantes con setecientos mil efectivos. Participó junto a la UGT en la huelga general de 1917, que cuestionó el régimen de la Restauración que Antonio Cánovas había instalado en 1876 con la alternancia artificial de los partidos conservador y liberal, y se había producido la Revolución bolchevique en Rusia, hechos que dieron fuerzas al movimiento obrero e hicieron de la CNT una central sindical que adquirió en algunas zonas mayor preponderancia que la UGT. Sin embargo, si en otros lugares como en Francia o Italia la fuerza del sindicalismo revolucionario pasó a ser controlada por los nuevos partidos comunistas, en España la dirección de la CNT estuvo en manos de anarcosindicalistas que supieron encauzar las aspiraciones de muchos obreros preocupados fundamentalmente por la mejora de sus salarios y por sus condiciones de trabajo. LOS ANARQUISTAS ANTE LA REVOLUCIÓN RUSA DE 1917 Los acontecimientos fueron complicándose cuando en 1914 estalló la Primera Guerra Mundial. La II Internacional, socialista, no pudo superar las disparidades nacionales y el socialismo no fue capaz de movilizar a las clases populares contra la guerra. Sólo algunos pocos socialistas rusos, entre los que estaba Lenin, se mantuvieron contrarios al conflicto bélico. En un principio, el Partido Socialista Italiano, en conjunción con la opinión pública de su país, manifestó una actitud de rechazo y cuando en 1915 Italia entró en la conflagración, los socialistas fueron los únicos que se negaron a votar los créditos. Los alemanes apoyaron al Káiser en los créditos extraordinarios y de los 111 diputados socialistas sólo 14 votaron en contra. Los franceses habían perdido a su líder Jean Jaurés, asesinado en París el 31 de julio de 1914 en los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial, y su sucesor, Édouard Vaillant, apostó contra la agresión, por la patria, por la república, por la revolución y dio su conformidad a los créditos de guerra. Los sindicalistas de la CGT respaldaron igualmente la movilización y su secretario, Léon Joahaux, teorizó sobre la realidad nacional y la clase obrera, que estaría obligada a defender la nación, rompiendo la tradición internacionalista. «La “Soli”», como se la conocía en los medios obreros, fue el órgano de la CNT hasta 1939 y, en ella, se reflejan las luchas internas de la organización anarcosindicalista española. La CGT padeció una profunda crisis entre 1914 y 1936. La división entre anarquistas y comunistas se hizo especialmente intensa a partir del triunfo de la Revolución rusa en 1917. Las condiciones impuestas por el II Congreso de la Internacional Comunista (Komintern) imposibilitó que los anarcosindicalistas pudieran aceptarlas: el punto 9 señalaba que «todo partido que desee pertenecer a la Internacional Comunista debe llevar a cabo una propaganda en el seno de los sindicatos, cooperativas y demás organizaciones de masas. Deben organizarse núcleos comunistas cuyo trabajo pertinaz y constante conquistará a los sindicatos para el comunismo». Era radicalmente contrario a los principios establecidos en la Carta de Amiens, por cuanto el sindicalismo revolucionario había nacido contra la idea de la «correa de transmisión» de un partido que se atribuye en el caso del comunista, basado en el marxismo-leninismo, la vanguardia dirigente del proletariado, el guía que marca la estrategia para llevar a buen término el fin del capitalismo y el triunfo de la revolución socialista. Los comunistas interpretarán años más tarde que el sindicalismo salido de Amiens, de influencia anarcosindicalista, provocó un aislamiento de diferentes núcleos sociales como la pequeña burguesía o el campesinado sin tierra. Los anarquistas habían perdido la credibilidad al apoyar la guerra de Francia contra Alemania. La escisión no se hizo esperar y el anarcosindicalismo quedó en una minoría que constituyó la Confederación General de Trabajadores Unidos (CGTU) que volvería a unirse a la CGT en 1936 en el Congreso de unificación celebrado en Toulouse, cuando ya los comunistas controlaban la organización. La socialdemocracia no pudo, por su parte, impedir el desarrollo de los hechos. El socialismo abdicaba de su tradicional enfrentamiento del proletariado contra la burguesía. Su lenguaje revolucionario e internacionalista era retórico y no se correspondía con sus prácticas reformistas. Algunos, como el teórico socialista alemán Eduard Bernstein, intentaron adaptar teoría y acción, pero en general no se abordó la contradicción para diseñar otra alternativa política; tal vez porque el movimiento socialista estaba todavía en una fase defensiva, que se agudizará en los años treinta coincidiendo con el crecimiento que experimentará el comunismo. En el PSOE existía una corriente mayoritaria aliadófila que, aun descalificando el militarismo y los intereses que lo sostenían, consideraba importante respaldar la causa de los países más liberales y progresistas. Algo parecido ocurre en el anarquismo, sobre todo cuando una figura como Kropotkin defenderá a los aliados frente a Alemania. En medio de la contienda surgen, en los movimientos socialistas y anarquistas, diversos grupos que abogan por la negociación de la paz y se reúnen cuarenta y dos representantes de distintos partidos europeos en la ciudad suiza de Zimmerwald, en 1915. Para una gran mayoría de delegados –entre los que se encontraban los alemanes y franceses, sin representación oficial– lo importante era llegar al acuerdo de deponer las armas, pero para otros –como Lenin– lo sustancial era transformar la guerra en lucha revolucionaria que derrotara al capitalismo, atacando a los pacifistas por querer consolidar la situación. Pero los bolcheviques, minoritarios en aquel contexto, consiguieron en 1917, como es bien sabido, el poder en Rusia y abrieron una nueva perspectiva en el socialismo mundial. La aparición de la III Internacional, en marzo de 1919 –la Komintern, en ruso– afectaría profundamente al socialismo y anarquismo españoles. Estuvieron ausentes sus representantes en las reuniones preparatorias de constitución de la misma, tanto por los problemas internos de España como por la defensa de las posiciones de los aliados. El grupo de la Escuela Nueva de Manuel Núñez de Arenas analizó, no obstante, las tesis pacifistas de Zimmerwald, conocidas por el nombre de la ciudad suiza donde se celebró la reunión, acusando al PSOE de no difundirlas y mantener una actitud de indiferencia. Sin embargo, en una asamblea extraordinaria de la Agrupación madrileña, en 1917, se aprueba que el «PSOE declare responsable directo de la actual catástrofe guerrera al imperio germánico». En el Congreso extraordinario de diciembre de 1919 que celebraron los socialistas españoles –coincidente en el tiempo y en el espacio, a kilómetro y medio escaso, con el de la CNT en el Teatro de la Comedia– las discusiones sobre la vinculación o no a la III Internacional acabaron en una resolución que apostaba por la esperanza de la unificación de las distintas opciones internacionales en un difícil compromiso para intentar no romper la unidad del partido. Acordaron que en el siguiente Congreso de la II Internacional en Ginebra, los delegados españoles tuvieran como misión adoptar «las medidas necesarias para lograr la fusión en un solo organismo». Suponía, en realidad, un aplazamiento conseguido por un estrecho margen de votos (14.010 frente a 12.497), porque en el siguiente Congreso extraordinario de junio de 1920 la Comisión Nacional no pudo evitar la adhesión a la Komintern. Después de tensas discusiones se aceptó que la entrada fuera provisional hasta tener todos los datos necesarios para tomar una resolución definitiva. Los delegados socialistas recibieron las 21 condiciones que debían aceptar para ingresar en la III Internacional como única respuesta, lo que suponía una centralización completa por parte de la organización de la Komintern de los partidos y sindicatos, en abierta contradicción con la práctica de la II Internacional. Coincidieron con Ángel Pestaña, enviado por la CNT, para informar sobre el proceso revolucionario y la III Internacional. Los informes de los dos socialistas fueron analizados en el Comité Nacional del PSOE. El de Anguiano era favorable a aceptar a los soviets, pero no que la dictadura del proletariado tuviera que concretarse en el Partido. El de Fernando de los Ríos se mostraba crítico con la dirección de la Komintern, que no reconocía las condiciones votadas en el Congreso de junio de que el PSOE tuviera su propia dinámica en la política española. El Comité Nacional decidió convocar un tercer Congreso extraordinario en abril de 1921. Pablo Iglesias, en cama, aún tuvo fuerzas para escribir un artículo significativo: No nos dividamos y contactar con muchos militantes para evitar la escisión. Pero no conviene exagerar su papel ni afirmar que si el líder socialista hubiera muerto en 1920 el PSOE se hubiera incorporado sin reservas a la III Internacional. La CNT sufrió un proceso similar y, tal vez, más traumático si consideramos su apoyo, casi masivo, a la revolución desde su inicio y así se hizo constar en el Congreso del madrileño Teatro de la Comedia en 1919. No hay que olvidar que aquella revolución adquiría un carácter tan universal como lo había sido la Revolución francesa, lo que provocó pánico en ciertas clases sociales y esperanza en las organizaciones obreras, que la vieron como el principio de una nueva era donde el capitalismo era derrotado. Pestaña, como acabamos de ver, había viajado a Rusia en calidad de representante en el II Congreso de la III Internacional y en la constitución de la Internacional Sindical Roja. No quedó satisfecho de lo que vio y escuchó. Entre tanto, pro-bolcheviques como Joaquín Maurín y Andreu Nin pasaron a desempeñar cargos en la organización cenetista en unos momentos de tensión social en Cataluña, con la persecución, detención y, en algunos casos, asesinato de dirigentes anarcosindicalistas. En el Pleno de Regionales de 1921 la CNT designó una delegación para asistir al III Congreso de la Komintern y al I de la Internacional Sindical porque Pestaña estaba retenido en Francia y todavía no se conocía su informe. Fueron Hilario Arlandis, Jesús Ibáñez, claramente pro-bolchevique, y Gastón Leval, este último en nombre de los grupos anarquistas, los que en muchos casos eran contrarios a vincularse a una entidad que estimaban que no respondía a los ideales libertarios. No obstante, la revolución marcará el futuro del anarcosindicalismo español que, al rechazar aquel modelo, tendría que precisar en qué consistía su alternativa y de qué manera funcionaría en el futuro una sociedad libertaria sin Estado y sin Gobierno. LA CREACIÓN DE LA FEDERACIÓN ANARQUISTA IBÉRICA (FAI) Unos afirman que ante una paella en el barrio del Cabañal de Valencia y otros que en la playa del Saler de dicha ciudad se reunieron el 25 y 26 de julio de 1927 un grupo de anarquistas de distintas tendencias y grupos de afinidad, incluidos los refugiados en Francia y representantes de Portugal. Allí, en Valencia, en aquellos días, nació la Federación Anarquista Ibérica (FAI). El objetivo de los congregados, en cualquier caso, no era otro que evitar que la CNT cayera en el reformismo sindicalista o en el control de los partidos comunistas que estaban naciendo en toda Europa. En Valencia se decidió constituir una organización para intentar encausar por la vía revolucionaria anarquista el anarcosindicalismo, que pretendía, como hemos visto, tener su propia dinámica y superar las diferencias ideológicas en el seno del movimiento obrero. Consideraban contrarrevolucionarios a quienes no defendían una declaración expresa de vinculación a las ideas anarquistas de los sindicatos. Y los fundadores de la FAI además eran radicalmente contrarios a cualquier pacto con los políticos. Sin embargo, no fue una organización coherente y estructurada a pesar de su fama. En ella se entremezclaron tanto aquellos que aceptaban la función revolucionaria de los sindicatos dirigidos por anarquistas, como los que veían en ellos una misión transitoria, limitada a agitar y provocar el triunfo de la revolución que debía desembocar en la comuna autónoma. Pero, en todo caso, existió el propósito de que la CNT no entrara en el posibilismo político ni en transacciones con los patronos a través de la mediación gubernamental. Los anarquistas que la constituyeron presentan, en muchos puntos, diferencias cualitativas importantes: el grupo Nosotros, por ejemplo, calificado como anarcobolchevique por su propuesta de establecer una «dictadura anarquista», y formado por militantes que forman parte del identitario anarquista español, tales como Buenaventura Durruti, Francisco Ascaso, Ricardo Sanz, Joan García Oliver –interiormente conocidos como Los Solidarios, que cambiaron de nombre cuando se incorporaron a la FAI–; el de Los Iguales, con su publicación madrileña El Libertario, y cuyo máximo representante fue González Inestal; o el grupo Nervio, del que formaba parte Diego Abad de Santillán. Si nos atenemos a sus manifestaciones, en su lenguaje general está ausente cualquier tipo de propuesta concreta: Queremos destrozar el capital –afirmaba Juan del Pueblo Español, del grupo Los Iguales–, destrozar el Estado, impedir que cuando triunfe el sindicalismo no pueda establecerse un Estado sindical, con sus camaradas policías, sus camaradas ministros, investidos por obra y gracia del transformismo en Comité Nacional del Estado Sindicalista español con los mismos vicios de origen que la dictadura rusa. («Una llamada urgente», Tierra y libertad, 8 de septiembre de 1933). Su crecimiento fue exiguo, pero el márquetin de sus siglas, unidas a las de la CNT durante la Guerra Civil, le dio un protagonismo que estaba por encima de la realidad. Y algunos historiadores como Josep Termes, desde la historiografía catalana, la consideraron vinculada a los trabajadores emigrantes que llegaron a Cataluña de toda España en busca de trabajo en las fábricas y talleres, ya que los obreros catalanes tenían una tradición asociativa de concertación que no casaba con el insurreccionalismo faísta. Sin embargo, parece que esta tesis no está suficientemente probada. En la publicación Tierra y Libertad, todavía en 1933, José Benet recordaba que «son muchos los anarquistas que no militan en la FAI, ni directa ni indirectamente. A todos ellos les recordamos, pues, la necesidad de ir a la constitución de grupos y de ingresar en la FAI». Y es que como afirmaba en junio de 1934 un boletín: «más que una organización, al menos teóricamente, es una idea». Reunión campestre con sus parejas de dos de los activistas más radicales del anarquismo español, Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso, quienes formaron un grupo de acción que practicó el terrorismo y el asalto de bancos con el objetivo de obtener recursos para el movimiento libertario. La FAI representó la presión del anarquismo intransigente sobre la CNT. No actuó como una organización al margen de esta, es una facción surgida desde dentro, son los mismos obreros sindicados los que la constituyen. Tenían como objetivo que los grupos de ambas se enlazaran produciendo una unidad ideológica y de acción. Debían convertirse en la conciencia política de la CNT donde los libertarios se reunieran para discutir y decidir lo más apropiado en cada circunstancia. En el Pleno de Madrid de la CNT, de enero de 1928, los delegados faístas presentaron un informe en el que se proponía la «trabazón» como el medio más idóneo para enlazar la FAI con la CNT. No se pretendía, según reza el informe, crear una organización nueva sino conectar «a las organizaciones –se decía en Acción Social Obrera de San Feliu de Guíxols, en julio de 1937– afines para la realización de actividades y problemas a ambas comunes», constituyendo «Comités o Consejos Generales que vendrán en armonizar y desarrollar tanto sus relaciones perjudiciales como sus actividades». En cualquier lugar donde existan grupos de afinidad y sindicatos cenetistas puede organizarse un Consejo General de representantes de ambos, con comisiones de cultura y propaganda, de correspondencia, de presos y de agitación revolucionaria. Las Federaciones Comarcales de Grupos y los sindicatos podían formar el Consejo General Comarcal o las Federaciones Regionales de Grupo, y las Confederaciones Regionales de Trabajo integrarían a los Consejos Generales Regionales. Y de esta manera la CNT y la FAI formarán un Consejo General de enlace que estará compuesto por la representación de delegados de ambas, elegidos por partes iguales. La creación de la FAI fue vista por algunos anarquistas como estimulante para el movimiento libertario español. Para otros, en cambio, no era más que un órgano de dominio de la Confederación, con una perspectiva de sindicalismo partidista, por lo que convenía neutralizarla mediante una contrarréplica, que diera la batalla contra el intento de control de los sindicatos cenetistas y que, a su vez, propusiera otra alternativa aglutinando a los defensores del anarcosindicalismo sin declaración expresa de anarquismo. En esta coyuntura nacerá, a finales de 1928, la Unión de Militantes, idea de dos líderes anarcosindicalistas de amplia trayectoria en el sindicalismo español, Juan López y Ángel Pestaña, para contrarrestar la influencia de la FAI en la CNT. Era difícil que ambas estructuras pudieran llegar a acuerdos de colaboración, habida cuenta de la distancia ideológica que las separaba, y se hacía inevitable la escisión, aunque algunos dirigentes, como Juan López, vieran en la diversidad de tendencias una «riqueza» en el debate ideológico, que para él era la esencia de la CNT como organización libre y no dependiente de ningún partido político. El mismo Joan Peiró reconocía en su libro Trayectoria de la Confederación que la CNT habría tenido un desarrollo más armónico si hubiera aceptado a las minorías de oposición en su seno por cuanto hubiera supuesto un juego democrático dentro de la propia organización, ya que las bases comunes no se discutían. La carencia de ese contraste de oposiciones y la exaltación del aventurerismo revolucionario era, a juicio del dirigente sindical catalán, una de las causas principales de la paralización de los sindicatos cenetistas. Sin embargo, la dificultad fundamental estaba en determinar la manera concreta en que esas minorías debían exponer sus proyectos e ideas, y hasta qué punto una central sindical podía tener un carácter parlamentario, ya que un enfrentamiento entre tendencias podía desembocar en escisiones y escasa operatividad sindical, como así ocurriría a partir de 1932 en la CNT. Las que al principio son disidencias de matiz se van convirtiendo, a medida que las posiciones se agudizan, en irreversibles, y resulta imposible llegar a acuerdos. La carta-manifiesto de Los Treinta (así reconocidos por ser ese el número de militantes cenetistas firmantes), advertía de las nefatas consecuencias de una explícita orientación anarquista de los sindicatos cenetistas como pretendían algunos grupos faístas, y representa el punto culminante del enfrentamiento entre las dos posiciones anarcosindicalistas Fue la Federación Local de los sindicatos cenetistas de Sabadell la primera en manifestarse disconforme con la elección del secretario general de la Confederación Regional Catalana, el faísta Alexandre Gilabert. Decidieron dejar de pagar el sello confederal que los acreditaba como militantes. La Confederación Regional los expulsó en septiembre de 1932. A partir de entonces el proceso escisionista se extendió por diversas Federaciones de España, y aparecieron los llamados Sindicatos de Oposición de la CNT que reclamaban que la FAI dejara de controlar los órganos sindicales. Para muchos militantes dejar de pertenecer a la CNT supuso la pérdida del trabajo, puesto que los dirigentes mediatizaban, en Cataluña al menos, la bolsa de trabajo, y todo aquel que no estuviera al día en el pago del sello confederal quedaba fuera y su puesto era ocupado por un sindicado. Fue lo que se ha denominado el pacto de sangre. El resultado de la escisión «trentista» fue la consecuencia lógica de las dos concepciones encontradas en la estrategia sindical. Ello supuso en la principal ciudad cenetista, Barcelona, y en parte de otras poblaciones de España, la derrota de los Peiró, Pestaña, López; de todos aquellos, en suma, que aun no firmando el manifiesto estaban por un sindicato acoplado a las circunstancias sociales y políticas del momento. Los Sindicatos de Oposición tuvieron influencia en Sabadell, Valencia y Huelva, pero su constitución era síntoma de la debilidad de la organización anarcosindicalista y llegaron a constituir una Federación Sindicalista Libertaria. Los principales órganos de difusión de sus ideas fueron Cultura Libertaria y después Sindicalismo, cuyo primer número se editó en Barcelona el 14 de febrero de 1933 y después se trasladó a Valencia, a partir de octubre de 1934, pero quedó suspendida su publicación después de la revolución de 1934, para resurgir en abril de 1935. Para los anarquistas de la FAI, o asimilados, la propuesta «trentista» iba más allá de una simple modificación de la táctica sindical. Interpretaban que toda su estrategia caía de lleno en un reformismo contrario a la tradición anarquista y a la propia CNT, por cuanto se abría un camino al posibilismo colaboracionista, abandonando la idea central de luchar permanentemente por la revolución social, principal objetivo de todos los libertarios. No se entraba en el debate de la organización futura que proponían los anarcosindicalistas. Se les acusaba de posponer para un tiempo lejano la revolución y de defender una tesis que les parecía falsa: que no era posible el cambio total de las estructuras sociales sin una organización sindical fuerte y cohesionada, así como centrar principalmente las alternativas de organización futura basándose en la actividad industrial. Muchos de los anarquistas radicales creían que el proletariado tendría capacidad e imaginación para construir la nueva sociedad. Durruti, representante del denominado anarcobolchevismo, acusaba a los trentistas de haber olvidado los ideales libertarios: Nosotros, los anarquistas, −afirmaba desde el semanario La Tierra el 2 de septiembre de 1931− somos los únicos que defendemos los principios de la Confederación, principios libertarios que parece han olvidado los otros… Se ve que Pestaña y Peiró han contraído compromisos morales que les dificultan su acción libertaria… Tal como está constituida la industria en España, si se pusiera al corriente, si pudiera competir con la de otros países, los obreros tendríamos que dar un paso atrás y no estamos dispuesto a ello… Volviendo a hablar del manifiesto [de los treinta], he de insistir que en una de nuestras reuniones propuse a Pestaña y Peiró que fueran ellos los teóricos y nosotros, los jóvenes, la parte dinámica de la organización. Como puede apreciarse en las palabras de Durruti, el enfrentamiento no está principalmente motivado por la interpretación del papel del sindicato en la futura sociedad libertaria. Muchos militantes partidarios de la acción revolucionaria piensan que las soluciones propuestas por los sindicalistas son un exponente de un reformismo sindical que se asemeja a la UGT y que no pretende cambiar las estructuras capitalistas vigentes. En cambio, los hombres de la FAI se consideraban, por encima de todo, militantes de acción que intentan, por diversos medios, contribuir a que se acelere la revolución frente a los trentistas que pensaban que la verdadera revolución tenía que venir de acciones coordinadas y sin entrar en el aventurerismo de ciertas acciones que conducían al fracaso y disminuían la capacidad del movimiento obrero: Es preciso arrancar a los sindicatos −se afirmaba el 25 de abril de 1933, en El Combate sindicalista, órgano de los sindicatos de oposición− de los bárbaros irresponsables que están alejándonos cada día más la hora de la liberación social. Que están destruyendo con la CNT todas las posibilidades revolucionarias, que están colocándonos en el más vil de los desprestigios por su actuación de hordas desatadas que parecen que están al servicio de la más negra reacción. La FAI, a pesar de sus diferencias entre los grupos que conviven en su seno, entendía que era inviable que una central sindical no estuviera controlada por una dirección ideológica concreta, y en el caso de la CNT, si no se mantenía la dirección, podía decantarse por otras opciones. De hecho, es lo que ocurrió con la CGT francesa, que pasó a manos de los comunistas una vez terminó la Primera Guerra Mundial. «A los trabajadores que sólo vienen a nosotros, −afirmaba el faísta Manuel Rivas en la revista CNT de Madrid (24 de abril de 1933)− por una coincidencia económica, no debemos echarlos, pero sí les tenemos que hacer ver que están equivocados y que los cargos de la organización deben tenerlos aquellos que están identificados con sus postulados y que no claudican jamás». Los plenos, esto es, la reunión de militantes elegidos por sus compañeros, que la FAI celebró en 1933 y 1936 durante la Segunda República española, no mostraron mucha cohesión. En el primero se constituyó una comisión formada para redactar un documento sobre el significado del comunismo libertario y concretar los aspectos de la producción de bienes, distribución y consumo en la industria y en la agricultura, pero dicha ponencia jamás llegó a realizarse. El de 1936 reflejó la disparidad entre las diferentes corrientes libertarias. Sería en 1937, durante la Guerra Civil, cuando se especificaron cuestiones principalmente organizativas en los Estatutos Generales de la Federación Anarquista Ibérica, que hacen referencia a las cuestiones internas de los afiliados, los congresos locales y regionales, las asambleas, los cargos electos, etcétera. Sin embargo, no puede hacerse una comparación entre la FAI y la Alianza que creara Bakunin para influir en la Internacional, por cuanto aquella surge en el propio seno de la CNT por militantes que quieren apoderarse de la dirección cenetista, y no intenta, como la Alianza, actuar para que se constituyan sindicatos y organizar a los obreros. Su nacimiento hay que enclavarlo en las contradicciones que están viviendo los sindicatos anarcosindicalistas durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera (1923-1930), donde, aunque siguió existiendo alguna actividad, las autoridades actuaron con completa capacidad para clausurar centros y publicaciones y detener a dirigentes. Algunos eligieron el exilio y desde él conspiraron contra la dictadura y los dirigentes que ellos consideraban reformistas. Todo ello posibilitó el auge de la UGT, que aceptó la colaboración en los comités paritarios entre patronos y obreros para llegar a acuerdos en las condiciones laborales, instituidos por el ministro de Trabajo Eduardo Aunós, político vinculado al catalanismo de la Lliga, la organización política de la burguesía catalana; algo que, de alguna manera, continuaría el ugetista y socialista Francisco Largo Caballero, en el mismo ministerio, durante el primer bienio de la Segunda República (1931-1933), con los jurados mixtos. Los sindicatos decidieron, por propia voluntad, pasar a la clandestinidad en Barcelona, aunque en otras provincias mantuvieron sus centros abiertos con una merma en su actuación. En el decreto de 11 de marzo de 1923 –antes del golpe militar del general Miguel Primo de Rivera– que se aplicó con rigurosidad a las entidades anarquistas y comunistas, se prohibía la recaudación de las cuotas sindicales en los lugares de trabajo. En la imagen Joan García Oliver. En la imagen Federica Montseny. Ángel Pestaña (en la imagen), Joan García Oliver y Federica Montseny fueron tres de los principales líderes del anarquismo español que, aunque no tuvo grandes teóricos del anarquismo, mantuvo una gran capacidad para la acción y la organización. El dilema entre izquierdismo y reformismo se planteó con toda claridad en el seno de la CNT durante la II República y hasta 1936, en el Congreso de Zaragoza, no hubo una cierta reconciliación. Los levantamientos fracasados y reprimidos por los Gobiernos de la II República en distintos núcleos de Andalucía, Cataluña, Valencia, Aragón o La Rioja mermaron la capacidad de movilización y muchos militantes se inhibieron de la actividad diaria de participación, lo que propició que la CNT fuera perdiendo militancia. LA EXPANSIÓN DEL ANARQUISMO EN RUSIA Y AMÉRICA La extensión del anarquismo ha sido atribuida a la pervivencia de una economía no suficientemente industrializada, con la permanencia de un campesinado pobre, ávido de tierras; o artesanos que veían peligrar sus condiciones laborales ante el empuje de la segunda industrialización, con la introducción de máquinas más sofisticadas que producían en serie. Sin embargo, este análisis no coincide con las diferentes realidades en que arraigaron las ideas libertarias. En general, tuvieron estas mayor peso en los núcleos urbanos, entre los obreros de las nuevas industrias, pequeños comerciantes, menestrales o trabajadores de pequeños talleres. Su influencia entre los campesinos fue relativa y poco constante, a pesar de que estimularon los levantamientos en zonas rurales, pero no mantuvieron una continuidad organizativa. En el caso de Rusia, los anarquistas también contaron con un número no muy mayoritario de militantes. De allí salieron Bakunin y Kropotkin, que desarrollarían la mayor parte de su obra y acción en la Europa Occidental. Incluso la influencia del anarquismo religioso del gran escritor Tolstoi, que propugnó la abolición de la propiedad privada, raíz de todos los males sociales, y único camino auténtico para alcanzar a Dios, fue escasa en su país. El papel del anarquismo lo ocuparon otras opciones como los nihilistas, los grupos social-revolucionarios o el movimiento populista, aunque una actitud libertaria impregnaba a la mayoría de las facciones revolucionarias. Deseaban la abolición del régimen despótico del zarismo. El mismo Lenin insistía, desde su interpretación del marxismo, en que el Estado desaparecería cuando el proceso de la dictadura del proletariado culminara. En muchos escritores rusos latía la idea de mantener las formas de vida comunitarias campesinas, como el mir, donde se mantenían tierras comunales, en contraposición a los cambios que se estaban produciendo en el campo en la Europa Occidental. No todo era uniforme en la Rusia zarista y, al igual que algunos intelectuales y profesionales reclamaban reformas en la administración del Estado, también en el ejército existían militares de alta graduación que pensaban que Rusia necesitaba trasformaciones económicas y sociales. Mas no había unanimidad sobre cómo acabar con un régimen autocrático. Se han distinguido dos corrientes, que no son excluyentes, ni tienen rasgos claramente definidos: los prooccidentales u occidentalitas, que miraban en la Europa Occidental la solución a los problemas rusos; y los eslavófilos, que consideraban que los cambios debían partir de la propia tradición, sobre todo de los campesinos, que constituían la esencia del pueblo ruso, de las comunas rurales organizadas (el mir) en forma colectiva y libre que redistribuía entre sus componentes las tierras de labranza y que podían constituir un elemento de cooperación sin la intervención de los poderes gubernamentales. Este era el objetivo del movimiento populista, una corriente política e intelectual difusa que se extendió entre ciertas elites de Rusia entre los años sesenta y ochenta del siglo XIX, principalmente después de la muerte del zar Nicolás I y la crisis que provocó la derrota en la Guerra de Crimea. Estaba formado por gentes de procedencia dispar que se constituyeron en distintos grupos conspirativos independientes, con métodos diferentes de actuación. En todo caso, la influencia de Alexander Ivanovich Herzen (1813-1870), entre otros, posiblemente el mayor pensador político ruso del siglo XIX, se dejó sentir de manera general. Había que ir al pueblo para imbricarse con él y elevarlo a la categoría de protagonista de una Rusia renovada donde terminara la autocracia de un régimen caduco y estéril. Los populistas tenían muchas semejanzas con los liberales radicales de la Europa Occidental, como Saint-Simon, Proudhon o Fourier, tamizados por las tradiciones y las condiciones sociales de Rusia. Como movimiento disperso provocó distintas perspectivas de actuación: desde la necesidad de eliminar el analfabetismo y hacer que los campesinos tomaran conciencia de su situación mediante la educación, hasta los grupos o personajes turbios como Sergei Nechtaiev, autor de un Catecismo revolucionario, que mantuvo relación con Bakunin y fue considerado un confidente de la policía rusa, los cuales propugnaban acciones terroristas. De esa manera, los obreros y campesinos explotados se percatarían de que aquellos poderes económicos y sociales de terratenientes y grandes propietarios de negocios que les imponían las duras condiciones de trabajo podían ser destruidos, y cuya máxima acción fue el asesinato del zar Alejandro II en 1881, al que Kropotkin había conocido como paje privilegiado que fuera de su corte. Una de las ramas del populismo desembocaría en el nihilismo, término que algunos autores discuten que tenga un contenido filosófico concreto, que fue un movimiento que representó una especie de romanticismo político radical e influyó en la literatura con sus propuestas: emancipación completa de todos los hombres y mujeres, defensa del individuo frente a la imposición de normas no sustentadas en la razón, defensa de la libertad de pensamiento, del materialismo y la ciencia que habrían de provocar el nacimiento de un hombre nuevo capaz de romper con el pasado de superstición y desdeñar toda la tradición cultural vigente, las convenciones sociales, la inútil pedagogía utilizada en las escuelas que impedía el libre desarrollo de los niños con la desvalorización de la música, la pintura o la escultura como actividades sin ninguna utilidad para la sociedad. Fue, principalmente, un movimiento filosófico y ético que recordaba las bases de la Ilustración, donde la razón se convertía en la única guía de análisis de la realidad y la creencia ciega en la ciencia desechando cualquier interpretación metafísica o religiosa. La libertad, sin ataduras, para el libre pensamiento era la guía para destruir el arcaísmo de las convenciones sociales. Bazárov, el protagonista de la novela de Turgeniev Padres e hijos (1862) representa un paradigma del nihilista que reniega del atraso opresivo de la sociedad rusa. En cambio, los occidentalitas abogaban por introducir las instituciones occidentales, con el desarrollo económico, en la sociedad rusa. Tanto Bakunin como Kropotkin, que vivieron gran parte de sus vidas exiliados en la Europa Occidental, tuvieron siempre presentes a los campesinos en sus propuestas de cambio social, necesarias para alcanzar la justicia, y creyeron en su fuerza revolucionaria en mayor grado que en la de los obreros industriales. Y en ese sentido se diferenciaron del marxismo clásico occidental, para el que el proletariado de las nuevas fábricas era la vanguardia de la revolución. Lenin, otro ruso, introdujo en su marxismo la capacidad revolucionaria campesina y, desde esa y otras consideraciones, articuló el marxismo-leninismo. Tanto el comunismo libertario como el comunismo marxista tuvieron en los líderes rusos sus principales representantes y, de alguna manera, supuso la contribución de la intelectualidad rusa a la historia de las ideas y de los movimientos sociales y políticos contemporáneos en una especie de adaptación del pensamiento filosófico, científico y político que había ido desarrollándose en la Europa Occidental desde el Renacimiento hasta el siglo XIX, pasando por la Ilustración. Sin despreciar los sentimientos antigermanos que persistían en la intelectualidad rusa, Bakunin y Kropotkin mostraron su animadversión a los «autoritarios» alemanes. Los anarquistas rusos contaban con algunos efectivos en Moscú y San Petersburgo y editaban distintas publicaciones. Al principio colaboraron con el proceso revolucionario de 1917, pero pronto criticaron la evolución de los acontecimientos y las formas de control político que implantaron los bolcheviques con la supresión de toda disidencia. Ello les llevó a considerar que aquella no era su revolución, sobre todo a medida que se divulgaban en la prensa anarquista del mundo las persecuciones contra los militantes libertarios. Sólo Néstor Mhakno, hijo de un campesino pero obrero de una fundición, consiguió organizar un ejército entre los campesinos ucranios con la expectativa de distribuir la tierra que trabajaban, pero el Ejército Rojo consiguió derrotarlo y tuvo que exiliarse en Francia. La policía bolchevique (la Cheka) llevó a cabo una represión sistemática de los anarquistas entre 1919 y 1930, a los que consideraba enemigos de la revolución y aliados de los que querían la derrota de la misma. Alexander I. Herzen fue uno de los grandes pensadores rusos del siglo XIX. Hijo ilegítimo de un gran terrateniente, tuvo que exiliarse de la Rusia zarista y vivió en Londres. Bakunin lo consideraba un intelectual y su maestro. Si cambiamos de continente, en la América hispana el anarquismo se expandió principalmente por la influencia de los emigrantes españoles e italianos. Argentina, Uruguay, México y Cuba, donde muchos se refugiaron huyendo de la represión policial, fueron los principales países receptores de las ideas libertarias, y en ellos se tradujeron las obras de los más destacados autores anarquistas. En Argentina se produjo una trayectoria parecida a la europea: con la proliferación de grupos de afinidad que debatían sobre las ventajas del colectivismo o el comunismo libertario; y, posteriormente, contribuyeron al fomento del movimiento sindical por medio de la creación de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA) en 1901, que en 1929, año de su fusión con la UGT argentina –de tendencia socialdemócrata– consiguió movilizar a un número importante de trabajadores de las principales ciudades del país y organizar diversas huelgas a favor de mejoras en las condiciones laborales, pero que, en algunos casos, adquirieron carácter de reivindicación política. El mexicano Ricardo Flores Magón (1874-1922), con sus hermanos Jesús (1871-1930) y Enrique (1877-1954), fue uno de los más destacados propagadores de las ideas libertarias en los núcleos urbanos de su país desde finales del siglo XIX hasta la revolución mexicana. El movimiento campesino de Emiliano Zapata, durante la revolución iniciada en 1910, sin una explicitación ideológica libertaria, tuvo elementos de ideología ácrata, tales como la defensa de una distribución igualitaria de la tierra y el autogobierno de las comunidades campesinas. En varias ciudades de Estados Unidos, el anarquismo contó con una considerable presencia a finales del siglo XIX y en la primera mitad del XX. La tradición del individualismo anarquista tuvo predicamento en una sociedad como la norteamericana y conectaba con el liberalismo radical de algunos pensadores del siglo XIX como Paine, Thoreau, Warren o Emerson. Fueron los emigrantes alemanes e italianos quienes principalmente difundieron el colectivismo y el comunismo libertario. Sin embargo, la propaganda por el hecho contribuyó a que gran parte de la sociedad estadounidense identificara terrorismo con anarquismo. Los sucesos de Chicago de 1887 se convirtieron en un símbolo del martirio por la lucha de las reivindicaciones obreras. Cuando una concentración de unos 15.000 manifestantes en la zona de Haymarket –convocados por sindicatos dirigidos por anarquistas en protesta por la represión de las huelgas que se habían desarrollado el 1 de mayo– se retiraba pacíficamente, estalló un artefacto contra las fuerzas de la policía. Varios anarquistas fueron detenidos y seis de ellos murieron en la horca, después de un juicio sin las suficientes garantías procesales, con un jurado influido por los prejuicios y que no se atuvo a las pruebas objetivas. Años después, el gobernador de Illinois, John A. Itgel, declaró la inocencia de todos los implicados después de una exhaustiva investigación. La fecha del primero de mayo se convirtió en un icono significativo para el movimiento obrero mundial. Anarquistas y socialistas hicieron de ella una jornada reivindicativa, aunque los anarquistas intentaron que fuera aprovechada para extender la huelga general revolucionaria. De igual modo, el juicio, y posterior condena en la silla eléctrica el 23 de agosto de 1927 de dos emigrantes italianos, Sacco y Vanzetti, acusados de un atraco que no cometieron, sirvió para desencadenar una protesta internacional comparable a la que ocurriría con el fusilamiento de Ferrer i Guardia después de la Semana Trágica de 1909 en Barcelona. Emma Goldman (1869-1940), Alexander Berkman (1970-1936) o Johan Most (1846-1906) ya tenían una trayectoria de militancia anarquista en Alemania y Gran Bretaña cuando emigraron a Estados Unidos y se convirtieron en los publicistas más representativos del anarquismo norteamericano. Goldman fue una abanderada del movimiento feminista que padeció persecución y cárcel por sus ideas. Fue precisamente en la prisión de Blackwell´s Island, en la que permaneció casi un año por incitación a la violencia, donde denunció las condiciones de vida de las presas, que sufrían sobreexplotación con los trabajos de costura y una mala situación sanitaria. Goldman criticó el matrimonio tal como estaba concebido por la sociedad burguesa, que sacrificaba a las mujeres en aras de la maternidad y las sometía a una carencia de independencia personal. Desde esa perspectiva, fue abanderada del amor libre, en el sentido de elegir la pareja con la que quieres convivir en cada época de tu vida. Para ella la sociedad explotadora de las mujeres se sustentaba en el Estado y la religión, que hacían de la mujer un objeto para la reproducción de la fuerza de trabajo con la complacencia del varón. No era dueña de su propio cuerpo, dado que el Estado y sus epígonos religiosos le negaban la capacidad para abortar. Criticó el sufragismo que desarrollaron algunas mujeres de la alta sociedad a principios del siglo XX; le parecía estéril por no solucionar el problema de fondo: el papel subsidiario de la mujer en la sociedad capitalista, ya que el voto no alteraba la relación de explotación que padecían las mujeres. Sólo la abolición del capitalismo y el Estado permitirían una sociedad donde hombres y mujeres pudieran tomar libremente sus propias decisiones. Mantuvo una estrecha relación con Berkman, que fue condenado a veintidós años de cárcel acusado de conspiración por asesinar a un empresario cuyo guardaespaldas había matado a varios huelguistas. Goldman dedicó parte de su actividad a rehabilitar a su compañero e impartió conferencias por todo Estados Unidos para recaudar fondos y contratar abogados. Consiguió que Berkman cumpliera sólo catorce años de condena. Apoyó la Revolución rusa pero se volvió crítica ante las medidas que iban adoptando los bolcheviques con el reforzamiento del poder estatal. Es este uno de los temas que caracterizaron la labor de los publicistas anarquistas norteamericanos: el fracaso de la revolución de los bolcheviques rusos que se convirtieron en nuevos dictadores, que separaron la revolución del pueblo que la protagonizó pero se vio desamparado y en manos de unos nuevos dirigentes que impusieron el terror a los que no pensaban como ellos. Como expresó Goldman, los bolcheviques habían constituido la «orden de los jesuitas de Marx», según sus libros autográficos Mi desilusión con Rusia (1923) y Mi posterior desilusión con Rusia (1925). El intento de una revolución alternativa Después de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), el anarquismo se enfrentó a tres situaciones distintas: por un lado, estarían aquellas zonas donde apenas tuvo una fuerza significativa, como en los países del noroeste de Europa, salvo en Holanda, y siguió sin tenerla; en segundo lugar, países como Italia, Francia, Rusia, Argentina, México, Uruguay, Chile, China y Japón, donde el movimiento libertario representó, en mayor o menor medida, una capacidad de movilización en ciertos sectores de la clase obrera o de los intelectuales, pero la potencia de los nacientes partidos comunistas y la penetración que ejercieron en los sindicatos relegaron a los anarquistas, que caerían cada vez más en un proceso de desmembración, encapsulados en pequeños grupos de afinidad sin incidencia notable; y, por último, descuella el caso de España, como un fenómeno peculiar donde el anarquismo siguió teniendo una gran potencia hasta 1939 y el final de la Guerra Civil española. Vamos una vez más a acercarnos al anarquismo español. Como ha destacado el historiador Julián Casanova: El anarquismo no fue un fenómeno «excepcional» y «extraordinario» de la historia de España, si se entiende por «normal» y «ordinario» lo que sucedía en los restantes países de Europa occidental, hasta bien entrado el siglo XX, hasta que se produjo el tránsito del anarquismo al anarcosindicalismo, […] desde grupos de afinidad ideológica hasta el encuadramiento sindical más formal y disciplinado asentado en el oficio o ramo de la producción en que trabajasen los afiliados. Sólo con la constitución de la CNT como un movimiento de masas en los años de 1917-1921 y 1931-1937 comenzó la «atipicidad»’ española, porque por esas fechas –salvo en Argentina y Suecia– el sindicalismo revolucionario, antipolítico y de acción directa había desaparecido del resto del mundo. Los anarquistas habían rechazado de manera clara el modelo de la Revolución rusa. Para una mayoría de militantes lo acontecido en Rusia resultaba peor que el propio capitalismo, por la represión implacable que padeció el movimiento libertario ruso a manos de Lenin y Stalin, que prácticamente le hizo desaparecer como fuerza organizada. Con el advenimiento de la Segunda República española en 1931, los anarquistas propagaron posibles alternativas revolucionarias donde se pretendía que la libertad y la igualdad quedaran a salvo. Ha habido varias interpretaciones acerca del papel que jugaron los anarcosindicalistas o los radicales anarquistas en la desestabilización del marco legal que intentó crear la Segunda República española. Se le ha atribuido a la CNT un revolucionarismo exacerbado que impidió que la República se asentara. Sin embargo, si seguimos las matizaciones y revisiones realizadas sobre el anarcosindicalismo español durante los años treinta del siglo XX, las cosas no fueron tan lineales. Existieron diversos factores en la radicalización de cierta parte del movimiento libertario: la competencia desajustada con la UGT, que acaparó desde el Ministerio de Trabajo la concertación laboral; la entrada en la lucha sindical de sectores ajenos a la tradición de los oficios, como ocurría en la construcción; o las peculiares condiciones en que se produjeron los levantamientos anarquistas en ciertos núcleos de Andalucía, Cataluña, Valencia o La Rioja, que no fueron susceptibles de generalización como pretendía una parte de la dirección cenetista. Se puede concluir que la CNT fue un movimiento urbano, cuya fuerza hegemónica estuvo en Cataluña, con el proyecto de extenderse por toda la geografía peninsular, incluida Portugal. Y en este sentido triunfó. Desde un cierto catalanismo, entendido como elemento cultural y social, mas no político, pretendió el máximo de descentralización en todas las acciones que organizó. Su papel en la Segunda República fue el de representar la izquierda del sindicalismo pero, al contrario que en otros países de Europa, no se vinculó al movimiento comunista. Tanto anarquistas como en algunos casos marxistas no ortodoxos matizaron sus presupuestos teóricos e influyeron en su control. La CNT, al contrario de lo que buscaba la UGT –un sindicalismo de gestión–, pretendió ser un sindicato de masas que debía encauzar una revolución diferente de la bolchevique y mantener la máxima participación de todos los trabajadores en los órganos de dirección social y económica. La CNT es la historia del fracaso del sindicalismo revolucionario, que pretendía bastarse a sí mismo y quería generar su doctrina social y su propia práctica sindical. Era la otra cara de la UGT: la cara radical, intransigente, y por muchas críticas que se le hicieran antes, durante y con posterioridad a la República, mantuvo siempre unas relaciones de amor y odio con la central socialista. El sindicalismo de la CNT no penetró de manera significativa entre los trabajadores del campo, salvo en zonas de Andalucía, a pesar de que proclamaba el papel clave de los campesinos en la futura sociedad libertaria. El sindicalismo que preconizó iba destinado a un movimiento obrero que llevara a cabo, sin organizaciones políticas, la transformación social. La Revista Blanca fue una publicación de gran influencia en los medios libertarios españoles, fundada y dirigida por Federico Urales (seudónimo de Juan Montseny) y posteriormente por su hija Federica Montseny, que sería la primera ministra mujer, durante la Guerra Civil española. En ella se expresó el anarquismo comunalista que defendía los municipios libres y radicalizó su discurso contra el sistema político de la Segunda República, como se aprecia en este número de agosto de 1935 satirizando la Constitución republicana que declara que España es una «república de trabajadores». La CNT celebra su Congreso de reorganización en Madrid en 1931. Son 418 los delegados y más de medio millón los representados –535.565 y 511 sindicatos según la Memoria del mismo–. Allí la victoria del sector sindicalista reformista será efímera. Los faístas, o sectores radicales, controlarían pronto la organización y lo desplazarían. Una dinámica de lucha radical se instaló en el comportamiento de los cenetistas, y su papel en la República entre 1931 y 1936 vendrá marcado por las siguientes consideraciones. La primera, la hostilidad permanente hacia la República, dado que gran parte de sus dirigentes la denigraban por la falta de respuestas de los Gobiernos republicanos a los problemas del paro y de las condiciones laborales. Rechazó las medidas reformistas del Gobierno republicano–socialista, como los jurados mixtos que pretendían la concertación entre patronos y obreros antes de llegar a la ruptura, y acentuó las diferencias con la UGT, a la que veía como apéndice de la política reformista de los socialistas. La CNT no debía dar tregua a una República a la que calificaba de burguesa y que trataba de evitar lo que parecía evidente: la bancarrota del capitalismo y de toda la superestructura política que lo sostenía. El anarcosindicalismo tenía que establecer, por tanto, las bases sociales que harían cumplir el inexorable final del comunismo libertario. Todas las tendencias libertarias rechazaron la Reforma Agraria que proyectó el ejecutivo republicano–socialista (1931-1933) presidido por Manuel Azaña. En el Manifiesto de los Treinta ya se afirmaba que el Gobierno nada había hecho ni nada iba a hacer en el aspecto económico: «No ha expropiado a los grandes terratenientes, verdaderos ogros del campesino español». Existía cierta unanimidad en destacar que el problema de la tierra no era posible abordarlo dentro de los estrictos marcos de la sociedad capitalista y su entramado político. La división de los grandes latifundios en pequeñas propiedades era interpretada, generalmente, como una medida reaccionaria que no transformaba la estructura de fondo. Como señalará Fernández Claro desde Solidaridad Obrera (Barcelona, 13 de febrero de 1933): «La Reforma Agraria pretende crear una nueva clase de pequeños propietarios, de pequeños burgueses… que ya sin ser propietarios son egoístas y conservadores». Y esta fue una de las principales disensiones entre socialistas y anarquistas durante la Segunda República. En cambio, para algunos anarcosindicalista como Orobón Fernández, tanto las grandes extensiones como las pequeñas explotaciones agrícolas son ineficientes para sostener una productividad rentable. Piensa más en una posición intermedia, de middle farm, «propiedad mediana», cuyo terreno debía ocupar entre cincuenta y doscientas hectáreas. Otros no proponían más alternativa que la pura expropiación de todas las tierras y su reversión a los municipios. Existía un número considerable de pequeñas explotaciones en muchas regiones españolas, con un campesino pequeño propietario, que no coincide con el jornalero sin tierra ni con el gran propietario latifundista. Desde la revista sindicalista reformista Cultura Libertaria, Antonio de Luz se preguntaba (Barcelona, 26 de febrero de 1932): «¿Y el pequeño propietario? Está como todos los demás trabajadores de la tierra, ha de explotar a su familia. Esquilmado por los impuestos del estado y robado por infinidad de intermediarios no puede disponer nunca de lo necesario ni para pasar sin deudas una mala cosecha». La reforma agraria fue uno de los temas candentes de los políticos de la Segunda República española que trató de abordar el Gobierno republicano-socialista del primer bienio (1931-1933). Sin embargo, la oposición de las derechas y de la mayoría de los anarquistas, por razones diferentes, dificultaron su puesta en marcha. Todavía una parte de la aristocracia, como se aprecia en el cuadro, tenía en propiedad más de mil hectáreas, algunas de ellas sin una explotación adecuada, mientras una gran parte de jornaleros, andaluces y extremeños principalmente, sólo eran mano de obra, sin opción a la propiedad de la tierra cuando existían grandes latifundios. Relación de Grandes de España y número de hectáreas poseídas. Los anarquistas de todas las tendencias partían del presupuesto de que la agricultura española tenía escasos rendimientos por una infrautilización de los recursos y propugnaban la intensificación de los rendimientos por hectárea a través de una industrialización de las labores agrícolas y la modernización de su comercialización. Ello facilitaría el regreso de muchos trabajadores de la ciudad a su lugar de origen. Se parte del supuesto de que España es un país fundamentalmente agrario, con un desarrollo que está por debajo de sus posibilidades al predominar una estructura de propiedad que no facilita el despegue económico: «hemos de industrializar el campo para convertir a España en una nación industrial», se proclamaba en Solidaridad Obrera (Barcelona, 22 de febrero de 1934), pero reconociendo que la agricultura era la base fundamental de su economía. El congreso de la CNT de 1931, al que antes hemos aludido, celebrado en el Teatro de La Comedia de Madrid, diseñó la estrategia que habría de seguirse en la cuestión agraria: Expropiación sin indemnización de todos los latifundios, dehesas, cotos de caza, extensiones roturables, declarándolos propiedad social, confiscación del ganado de reservas, semillas, aperos de labranza que se hallaren en poder de los terratenientes expropiados, entrega proporcional y gratuita en usufructo de dichos terrenos a los sindicatos de campesinos para su explotación, abolición de contribuciones e impuestos territoriales, deudas y cargas hipotecarias que pesan sobre aquellos que cultivan la tierra ellos mismos y supresión de la renta en dinero o en especie que los pequeños propietarios como los rabassaires de Cataluña, colonos, arrendatarios, forales, etc., se ven obligados a satisfacer a los terratenientes o los intermediarios. «Del Congreso de la CNT. Dictamen sobre la cuestión agraria» El Libertario, Madrid, 29-VIII-1931 La segunda consideración es la aparición en el seno de la Confederación del trentismo, a la que hemos hecho referencia en el capítulo anterior, y la consiguiente formación, a partir de abril de 1932, de los Sindicatos de Oposición que produjo una escisión desde las misma perspectiva anarcosindicalista. En principio, triunfaron las tesis que esperaban que se convirtiera en una sindical basada en la Federación de Industria y no desgastara sus fuerzas en acciones inútiles que disminuyeran su capacidad casi hegemónica en el movimiento obrero español. Sin embargo, los sectores anarcosindicalistas partidarios de acelerar la revolución coparon los sindicatos más importantes de la Confederación Regional de Cataluña y, de esta manera, desbancaron de la Federación Local y del órgano oficial, Solidaridad Obrera, a los trentistas. No era una operación realizada directamente por la FAI, que apenas adquirió consistencia orgánica en los primeros años de la República, aunque el término faísta pasara a designar el insurreccionismo revolucionario, la posición contraria al reformismo trentista. No parece que los Sindicatos de Oposición mantuvieran una fuerza numérica importante –unos 40.000 militantes– en comparación con el sindicalismo radical y apolítico. La CNT agrupó a principios de 1932 a unos 700.000 afiliados, que suponían un 12,75 % de la población activa y, en el mismo año, alcanzó 1.200.000, aunque –según sus propios testimonios– iría disminuyendo, hasta contar en 1936 con 600.000. La tercera es la base fundamental de la CNT: su fuerza económica y organizativa se encontraba en Cataluña, y desde allí el Comité Nacional, partiendo de una estructura descentralizada de Federaciones regionales, influía en las tácticas y en las estrategias adoptadas. En otras zonas su presencia tuvo que compartirla con la UGT que, practicando un sindicalismo de concertación, adquirió cada vez mayor implantación, sobre todo en sectores tradicionalmente marginados como el de los campesinos. La CNT tenía fuerza en Valencia, Murcia, Andalucía, Asturias y en sectores principalmente de la construcción de Madrid. Los Sindicatos de Oposición tuvieron su máxima influencia en zonas industriales como Sabadell, Manresa, Mataró, Valencia, Alcoy y en la ciudad de Huelva. Los estudios parciales fiables, que muestran los altibajos de afiliación, indican que la fuerza del anarcosindicalismo se centró básicamente en las grandes ciudades y en los centros industriales. Su arraigo fue mucho menor en el medio rural, siendo, en algunos casos prácticamente inexistente. España tenía un índice alto de analfabetismo todavía en los años treinta del siglo XX. La mayoría de los obreros y campesinos apenas habían ido dos o tres años a la escuela. La universidad era un lugar para las élites intelectuales y para las clases medias altas ciudadanas que cada vez exigían más educación, como se ve en la construcción de la Ciudad Universitaria de Madrid en 1933. Sin embargo, la mayoría de los anarquistas españoles que escribían libros o artículos era autodidacta. Es la cuarta de las consideraciones la caída del Gobierno de Azaña, en septiembre de 1933, y el cambio de la situación política internacional, con el asentamiento de los fascismos, que repercutiría en la dinámica de la CNT. El faísmo insurreccionalista que alentó varios levantamientos en 1932 y 1933 interpretó que su línea era la correcta y continuó dispuesto a la acción revolucionaria mediante huelgas, levantamientos populares en zonas propicias a la agitación y la actividad antipolítica de no participar en las elecciones. Los sucesos de Casas Viejas (Cádiz) en enero de 1933, cuando un grupo de campesinos proclama el comunismo libertario y se enfrenta a la Guardia Civil y a las fuerzas de seguridad de la Segunda República, con el resultado de varios muertos y fusilados, fue uno de los testimonios más significativo de la insurrección anarquista contra el Gobierno republicano de coalición republicano-socialista. Todo ello le llevó a sufrir una fuerte represión que le restó fuerza organizativa y, en consecuencia, disminución de la táctica insurreccional. Se intentó la Alianza Obrera, donde los Sindicatos de Oposición, agrupados en la Federación Sindicalista Libertaria, serán sus principales defensores, junto a federaciones y regionales no catalanas de la CNT, que no vieron en aquel un camino adecuado para culminar la revolución, tal como ocurrió en octubre de 1934 en Asturias, donde si participaron los anarcosindicalistas. Y la quinta y última consideración es que, tras los sucesos de octubre de 1934, la Confederación sufrirá un retroceso que le condicionará para continuar con el mismo ritmo que en los primeros años de la República. Muchos de los líderes de las dos grandes tendencias (faísta y trentista) siguen manteniendo sus posiciones en los lugares donde tienen oportunidad de demostrarlo. Durante 1935 se iniciará la aproximación de los dos sectores de la CNT y comenzarán los contactos con la UGT, de cara a una entente común, en paralelo con lo que estaba ocurriendo con las fuerzas políticas. El Congreso de Zaragoza de 1936 representó el punto de encuentro entre los Sindicatos de Oposición y los anarcosindicalistas radicales, con la aceptación de las Federaciones Nacionales de Industria, y un acuerdo vago sobre lo que tenía que entenderse por comunismo libertario. El anarquismo insurreccionista tuvo gran repercusión en el primer bienio de la Segunda República. La revolución debía hacerse mediante el levantamiento de todos los trabajadores y proclamar el comunismo libertario en cada pueblo. Uno de los episodios más sangrientos fue el de Casas Viejas (Cádiz) en enero de 1933, cuando algunos campesinos se alzaron contra las instituciones de la República y fueron reprimidos con dureza por las fuerzas de orden público. LOS IDEÓLOGOS ESPAÑOLES DE LA FUTURA SOCIEDAD Y LAS INFLUENCIAS EXTERIORES En el movimiento libertario se incrementará durante la Segunda República lo que podría llamarse literatura de anticipación, que le llevará a especificar cuál era el modelo de sociedad que preveía y de qué manera el sindicato y los grupos anarquistas colaborarían para conseguirlo. Gran cantidad de publicaciones dan testimonio de la experiencia que viven las vanguardias libertarias. Parecía como si el mundo nuevo fuese a venir en tiempos próximos. Se parte siempre de un supuesto previo: el capitalismo está moribundo y su derrumbamiento viene determinado por las leyes de la naturaleza social. Su funcionamiento parece cada vez más insatisfactorio en la sociedad moderna, por lo que las fuerzas libertarias deben apresurarse a consolidar el modelo de organización productiva. El problema es que los principios sobre los que debería cimentarse estaban poco explicitados y aludían a la tradición histórica que proponía la desaparición del Estado. Se había llegado a la Segunda República con gran experiencia en organización de masas y lucha reivindicativa y revolucionaria, pero escasos conocimientos sobre la alternativa que pudiera ofrecer el movimiento libertario a la construcción de la nueva sociedad que había de ser distinta a la soviética, repudiada por su autoritarismo y falta de participación. Tres eran las opciones fundamentales: Por un lado, la defensa de la comuna autosuficiente, sostenida por una economía agrícola y una industria artesanal que no había de impedir la futura capacidad técnica para facilitar muchos de los trabajos presentes, sin especificar cómo el municipalismo o comunalismo podía asumir una capacidad alta de investigación e implantación tecnológica. Sus límites estarían en el término municipal, base de la organización social. Federico Urales sería su máximo representante. Otra opción defendería que el papel que el sindicato cumpliría en la sociedad futura será ampliamente discutido y en muchos casos se verá como la única alternativa que puede hacer realidad la sociedad libertaria. La influencia de escritores como Pierre Besnard, Rudolf Rocker o Cristian Cornelissen se dejará sentir en Joan Peiró y Ángel Pestaña, quien intentaría la vía del Partido Sindicalista en 1934. Marín Civera, a través de la revista Orto (1932-1934), en Valencia, se convertirá en uno de los principales difusores de las tesis sindicalistas como síntesis entre marxismo y anarquismo. Y por último, la opción favorable a los sistemas mixtos, que no veía en el sindicato el único modelo de organización, por cuanto entendía que existían parcelas en la vida económica y social no necesariamente controladas por el sindicalismo. Defenderá esa visión el cooperativismo agrario y otras fórmulas mixtas de vertebración de la sociedad libertaria del futuro. Desde esta panorámica irán desarrollándose y adquiriendo presencia todas las propuestas en el seno del movimiento ácrata, lo que provocaría, a la larga, una dispersión en la estrategia y, de forma más inmediata, una disminución evidente de su fuerza orgánica. LA COMUNA COMO BASE SOCIAL Y ECONÓMICA La máxima autoridad teórica del comunismo libertario que propugna un retorno al campo y el abandono de las condiciones de vida urbana para propiciar el camino de una revolución acorde con los principios anarquistas es Federico Urales, (1863-1942) seudónimo de Juan Montseny, y líder de una familia de anarquistas con rasgos peculiares. Se unió con Teresa Mañé (1865-1939), de familia republicana federal, que tomó para sus escritos el nombre de Soledad Gustavo. Tuvieron una hija, Federica Montseny (1905-1994), quien se convertiría en un símbolo del anarquismo español y llegó a ser la primera mujer de un Gobierno de España, encargada de la cartera de Sanidad con Largo Caballero, en plena Guerra Civil. Sus trabajos más representativos son Los municipios libres, con el subtítulo Ante las puertas de la Anarquía, y El ideal y la revolución, publicados en 1933. Sistematizan sus múltiples colaboraciones de La Revista Blanca, publicación que fundó siguiendo a su homónima francesa La Révue Blanche. Para Federico Urales, el municipio era el espacio natural no creado artificialmente donde debía desarrollarse el anarquismo, constituyéndose después de la revolución los municipios libres, que establecerán contacto entre ellos sólo mediante los productos del trabajo y abolirán cualquier clase de poder institucional establecido. Federico Urales comparte la creencia de que el desmoronamiento del capitalismo como sistema económico y social es inminente e inevitable, tendencia que se acentuará en los años de la Segunda República. Si seguimos la descripción que el historiador Theodor Shanin hace de las comunas rurales rusas en su libro La clase incómoda es probable que Urales estuviera, sin saberlo, en la misma sintonía, ya que estas pueden ser definidas por un grupo unido por lazos de interacción social e interdependencia, con un sistema integrado de normas y valores aceptados, y por la percepción de diferencias con otros grupos semejantes. Pero también destaca que la vida de la aldea está lejos de ser un refugio rústico de igualdad, estabilidad y fraternidad, y aunque la comunidad aldeana tiene elementos muy fuertes de cohesión está al mismo tiempo dividida en grupos y facciones diferentes que, a veces, se enfrentan violentamente. Durante la Segunda República española, una de las iniciativas más representativas de algunos artistas y escritores, como Federico García Lorca, fueron las llamadas Misiones Pedagógicas, que intentaban extender la cultura de los clásicos, la música y el teatro por las zonas rurales. Tanto socialistas como anarquistas crearon también sus propias redes de escuelas en las Casas del Pueblo o Ateneos libertarios a fin de crear una cultura alternativa a la de las clases dominantes. Niños en una clase de las Misiones Pedagógicas. Además, en muchos casos, el pequeño propietario, aparcero o jornalero, tiende a la moderación en sus reivindicaciones, y entre estos grupos sociales son minoría quienes defienden las actitudes dispuestas al insurreccionalismo que, generalmente, estalla en ciertos lugares por circunstancias concretas, como en el caso del levantamiento de 1933 de Arnedo, y no en el sentido milenarista de «rebeldes primitivos» que suponía el historiador británico E. H. Hobsbawm. Esta interpretación induce a error, porque si bien el movimiento anarcosindicalista creía en la revolución espontánea, defendía también la negociación colectiva y en el empleo de la huelga. El agrarismo de Urales es urbano y se expande entre obreros que, en algunos casos, son emigrantes de zonas agrarias, pero en otros forman parte de generaciones que trabajan en la industria o los servicios. Los períodos de desempleo son condicionantes que pueden estimular el deseo de una vuelta al medio rural, donde perviven unas condiciones de solidaridad familiar o social que son valoradas por aquellos que trabajan diez o más horas en fábricas o talleres, en muchos casos bajo condiciones insalubres, y eso a pesar de las dificultades del duro trabajo del jornalero o el pequeño propietario. Urales rechaza cualquier tipo de organización burocrática. Todo lo que no juegue un papel directo en el proceso de producción deberá desaparecer, como es el caso de los intermediarios, por cuanto las relaciones comerciales podían realizarse sin ellos. El tema clave es conseguir una distribución igualitaria de los productos elaborados y se debe tender a la autarquía para abastecer a la comuna. Un lugar donde los habitantes podrán dedicarse a la tarea que más les apetezca, aunque nunca de una manera permanente. Únicamente aquellos que tuvieran alguna incapacidad mantendrían su actividad mientras pudieran cumplirla. Piensa que en la nueva vida comunal los males de la sociedad capitalista desaparecerán. Todos, pobres y ricos actuales, vivirán sin las trabas de la explotación y ya será imposible la existencia del beneficio propio, que destruye al otro mediante la competencia. Este tipo de propuestas están presentes en parte de la literatura de anticipación que algunos publicistas anarquistas españoles difunden en diversas publicaciones. No critican la mecanización tecnológica, pero sus análisis les lleva a la idealización de la «vida sencilla» campesina como si fueran nuevos poetas bucólicos, donde el dinero, como factor de medida o de cambio, debe desaparecer: Se afirmaba en La Voz del Campesino (Jerez, 8-X-1932); «Por el dinero la mujer vende sus caricias, finge amores que no siente, se casa con quien no quiere…». HACIA UN MODELO DE TRANSICIÓN: ENTRE EL COMUNALISMO Y EL ANARCOSINDICALISMO Las tesis comunalistas resultaban demasiado elementales para configurar el futuro de la revolución libertaria. Cada vez eran más los militantes que, a lo largo de los años treinta del siglo XX, pensaban que tenía que darse una alternativa más trabada y menos espontánea que la planteada por Federico Urales y sus imitadores. El debate se hará extensivo a la mayoría de las publicaciones anarquistas que se editan en la época. Es así como se explica que en un órgano como El Libertario de Madrid (14 de noviembre de 1931), partidario de las tesis agraristas-comunalistas, se publiquen testimonios como el de R. Luzón: «La transformación de España depende precisamente de la transformación de la Meseta. Que la Meseta deje de ser un desierto, convirtiéndose en un país dotado de actividad económica propia, suministrando algo a las provincias y recibiendo de ellas, y entonces España será una realidad dejando de estar sometida a las castas ciegamente dominadoras». En esa misma línea está Isaac Puente Amestoy (1896-1936), hijo de un carlista vasco, estudiante de los jesuitas, licenciado en Medicina por Valladolid y asesinado en la Guerra Civil. Su vinculación con el anarquismo data de 1926, y con el seudónimo de Un médico rural escribió artículos de difusión médica, especialmente en temas de higiene y educación sexual, sobre todo en la revista Estudio de Valencia. Nombrado, después de la caída de Primo de Rivera en 1930, diputado provincial, fue por ello criticado en algunos medios anarquistas. Formó parte del comité revolucionario encargado de los levantamientos revolucionarios de La Rioja y Aragón de 1933 y estuvo preso hasta mayo de 1934. Entró en contacto con la FAI, y redactó un dictamen sobre el comunismo libertario que fue la base de la declaración del Congreso de Zaragoza de la CNT de 1936. En su principal obra, El Comunismo libertario. Sus posibilidades de realización en España (Valencia, 1933, y editada en Barcelona, 1935, con otro título: Finalidad inmediata de la CNT. El Comunismo Libertario), desarrolla los elementos fundamentales para posibilitar la realización del comunismo libertario. Aceptará los factores que implican una sociedad industrial, no sólo como fórmula retórica sino como algo necesario en la construcción de la nueva sociedad. El sindicato servirá también para la producción y en las ciudades la Federación Local de Sindicatos se relacionará con los municipios, así como las Federaciones de Industria contribuirán a las obras de interés general como ferrocarriles, carreteras, pantanos, etc. Pero está convencido de que los campesinos son los más apropiados para implantar el comunismo libertario. El esquema de Puente mantiene todavía cierta espontaneidad en la construcción de la sociedad libertaria. Coincide con Malatesta en no concebir un modelo único para la futura sociedad y propone que se experimente para averiguar el camino adecuado. Lo fundamental, afirmaría, es la abolición del Estado. EL ANARCOSINDICALISMO FRENTE AL ANARQUISMO RADICAL Cuando abordamos la creación de la FAI analizamos las disputas internas que sufrió el movimiento libertario español desde finales de los años veinte del siglo XX y cómo al comienzo de la Segunda República los militantes radicales partidarios de una declaración explícita favorable al anarquismo por parte del sindicalismo de la CNT se enfrentaron a aquellos militantes que reivindicaban un sindicalismo que unificara a toda la clase obrera, y sólo en el transcurso de las reivindicaciones fraguara la alternativa de una sociedad sin Gobierno. En la medida en que las reivindicaciones de obreros y campesinos se hacen más intensas durante la Segunda República y la represión ocupa un espacio mayor en la acción de los Gobiernos, los más radicales del anarquismo español tienen argumentos para movilizarse contra la República, aunque la mayoría de los conflictos que se plantearon estaban dentro de un marco de reivindicaciones laborales de mejora de las condiciones de trabajo, seguro de desempleo o aumento de salarios, y muy alejados de propuestas revolucionarias. Pero la realidad para el anarquismo revolucionario español fue que forzar dichos conflictos para provocar insurrecciones le llevó al fracaso tanto en 1932 como en 1933, y el testimonio más elocuente fue, como ya se ha dicho, la represión por parte de la Guardia Civil del levantamiento anarquista del pueblo gaditano de Casas Viejas, hoy Benalup-Casas Viejas, lo cual daría pie a que las tesis sindicalistas se fueran convirtiendo en el único medio para conquistar y consolidar la revolución deseada. Sin embargo, no era suficiente señalar que el sindicato se encargaría, en el futuro, de la estructura productiva. Había que concretar de qué manera lo haría y cómo superar la contradicción entre planificación central y participación obrera. Fue entonces cuando los líderes sindicalistas, más o menos vinculados al trentismo, absorbieron las tesis de autores como el sindicalista francés Pierre Besnard, el economista holandés Cristian Cornelissen o el alemán Rudolf Rocker, entre otros, e intentarían que el movimiento libertario español encauzara sus presupuestos revolucionarios. Probablemente, el teórico que más influyó en la configuración ideológica del anarcosindicalismo español fue el sindicalista francés Pierre Besnard, a través de su libro Los sindicatos obreros y la revolución social (Barcelona, 1931), prologado por Joan Peiró, y a través de la serie de artículos que publicó en la revista Orto, dirigida por el valenciano Marín Civera, donde expuso lo que él entendía por sociedad sindicalista. Interpretaba Pierre Besnard que, desde 1918, con el final de la Primera Guerra Mundial, se estaba produciendo la concentración de capitales, que suponía la desaparición de las pequeñas y medianas empresas en beneficio de los grandes holdings o conjuntos de sociedades empresariales que abarcaban varias actividades, y racionalizaban sus costos productivos. Desde esta perspectiva, si los trabajadores quieren tener la fuerza suficiente para enfrentarse a un capitalismo reforzado, deben tomar las medidas apropiadas para hacerle frente. Ello sólo podría lograrse desde sindicatos potentes que acaben definitivamente con el capitalismo. Plantea, siguiendo la tradición anarcosindicalista, la huelga general como arma más adecuada para triunfar en la revolución libertaria, paralizando la producción y expropiando a los propietarios, pero es necesario contar con el ejército, que se disolverá como organización permanente y ayudará a alzarse en armas a todos los ciudadanos capaces. De igual modo se producirá la integración de todos los profesionales: ingenieros, arquitectos, profesores... Los sindicatos desbordarán a todas aquellas fuerzas políticas de izquierdas e impondrán su ritmo. Se muestra radicalmente contrario a la vuelta de los obreros al campo, tal como proponían los comunalistas: «La vuelta a la tierra no puede ser un remedio contra el paro, ni remedio, ni paliativo siquiera, constituye un recurso oratorio, un tópico tribunicio y nada más». Aunque se establezcan colectividades, estas no deberán ser forzadas, sino en virtud de una conciencia colectiva que se deberá ir formando. Piensa Besnard que el agricultor no tiene desarrollada la misma conciencia revolucionaria que el obrero industrial. Sólo podrán solucionarse los problemas del campo cuando la industria funcione a pleno rendimiento para proporcionar al campesino todos los elementos necesarios para su trabajo. Los municipios no formarán comunas aisladas, independientes unas de otras, puesto que existen muchos pueblos o aldeas con escasa población. La nueva organización económica, por parte de los sindicatos, tendrá como base el Comité de Taller y de él se partirá para articular los Consejos de Fábrica que actuaran como elementos de gestión de las empresas. Tendrán una sección técnica, encargada de distribuir las tareas de la producción y otra social, que establece las prestaciones que recibe el trabajador. En las asambleas de las secciones técnicas y sociales se constituirá el Consejo de Gestión, al que se incorporarán los trabajadores más cualificados y en el que existirá representación de todos los servicios. El comunismo libertario tardará en llegar en espacio y tiempo. No todas las sociedades lo alcanzarán por igual. Será un proceso lento que vendrá después de un período de evolución social y económica. Otro de los sindicalistas que influyeron en la concepción del anarcosindicalismo fue el holandés Christian Cornelissen, el más desvinculado del anarquismo clásico. Estudió economía y conocía los fundamentos de la ciencia y sus principales autores. De hecho publicó estudios sobre el valor en la economía (Théorie de la valeur, París, 1904). Considera que el interés, como magnitud diferenciada del beneficio, no es más que la antigua usura escolástica. No compartía la tesis marxista de que el beneficio se extrae de la plusvalía, aunque sí admitía que el beneficio bruto del capitalismo se basa en la explotación del trabajo junto a la utilización gratuita de los recursos naturales comunes, la especulación y un cierto grado de monopolio y concentración que caracterizan a la industrialización moderna. Tampoco aceptaba la tesis marxista del trabajo humano abstracto o trabajo social medio como conceptos empleados para reducir todo valor a la fuente del trabajo. Para Cornelissen es imposible evaluar las horas de trabajo de un investigador, de un artista, como si fuera un albañil o un mecánico que realiza un trabajo determinado y, desde esa posición, considera insuficiente la teoría de Marx de la formación de los salarios ya que no pueden unificarse los salarios debido a su excesiva variación en el mercado, aún en trabajos similares. Sólo en el caso de trabajadores no cualificados podía utilizarse la unificación salarial. Su trabajo El comunismo libertario y el régimen de transición, editado por la revista Orto de Valencia, así como por sus artículos en esta revista al igual que hiciera Pierre Besnard, tuvieron repercusión en la concepción de la futura sociedad libertaria y fueron recopilados en La evolución de la sociedad moderna (Buenos Aires, 1934). Muchos militantes no asimilaron el proceso que describía y las críticas no sólo le llegaron de los sectores comunalistas, sino de anarquistas dispuestos a considerar los factores de la economía moderna. Para Cornelissen, como para muchos autores de la época, el capitalismo no tiene salida con un paro creciente, porque su único fin es conseguir el máximo beneficio y no sabe adaptar la producción al consumo, creando el caos y provocando el subconsumo de la mayoría de los trabajadores. Igual que Besnard, insiste en que los técnicos y profesionales se unan al proceso de cambio porque la economía no puede ponerse en manos de personas indocumentadas, por mucha voluntad que tengan. No establece ningún sistema cerrado sobre cómo funcionarán los sindicatos en la organización futura. Estima que cada sociedad tiene sus propias peculiaridades y a ellas tendrán que amoldarse los sindicatos. Pero será imprescindible la nacionalización de la banca y el crédito, que se unificarán en un Banco Nacional que tendrá sucursales en diferentes núcleos y que impulsará la creación de industrias. Las cooperativas de consumo son entidades necesarias para eliminar intermediarios y cuidar de la calidad de los productos en venta, lo que equivale a aceptar el mercado como elemento imprescindible de asignación de recursos. Acepta la realidad del dinero como unidad de cuenta, medio de cambio y reserva de los productos. Pretendía combinar los valores de producción y de trabajo con las necesidades y deseos de los consumidores. Cornelissen propugna una economía en la que la propiedad de los bienes de producción esté colectivizada pero no centralizada ni dirigida desde organismos centralizados. Será, por tanto, importante tener estadísticas bien elaboradas de los distintos bienes producidos para controlar lo que cada cual consume y produce, por lo que se impone establecer una distinción entre los bienes de uso personal de los de uso social, que deben ser considerados prioritarios. En su propuesta de planificación considera interesantes los planes quinquenales soviéticos que por la época estaban en boga, lo que supone un modelo mixto en el que se contemplan elementos de control obrero a través del sindicato y la persistencia de la libertad de mercado. En contra de la tradición anarquista clásica, Cornelissen considera que el nuevo régimen del comunismo libertario deberá contar con códigos legales, organismos para establecer justicia y policía, desechando las visiones optimistas que prevén la desaparición de todos los males sociales después del triunfo revolucionario. El Derecho es el fundamento de la justicia que una comunidad considera adecuada en un tiempo determinado y es susceptible de cambio, aunque considera su dependencia de la estructura económica vigente, que condicionará el cambio de las leyes, que a su vez influirán en los usos y costumbres sociales. Es necesario evitar, después de la revolución, una situación de vencedores y vencidos, sin que por ello desaparezcan las instituciones adecuadas que hagan frente a los delincuentes, que no disfrutarán de libertad hasta estar asegurada su rehabilitación completa. El Estado, tal como lo configura el capitalismo, desaparecerá, pero instituciones parecidas seguirán existiendo a pesar del distinto cariz con que las dota. En la sociedad comunista libertaria existirá un Gobierno que responda a las nuevas condiciones sociales y que posibilite la máxima descentralización. Los Parlamentos serán sustituidos por una Asamblea nacional compuesta por productores, desde técnicos y directores de fábricas hasta obreros y campesinos menos cualificados, pero sin especificar la forma de elección. Una sociedad que estimule el progreso científico y cultive la cultura con absoluta libertad. Otros autores vinieron a dar un vuelco a las ideas clásicas del anarquismo: el economista liberal Achille Dauphin Meunier, discípulo de Cornelissen, llevó aún más lejos su liberalismo en su trabajo, publicado igualmente por Orto, Bases para una economía anarcocomunista (Valencia, 1933). Piensa que el socialismo no es un cuerpo de doctrina que siempre haya defendido la abolición de la propiedad privada y que, muchas veces, se puede ser socialista y defender el despotismo, mientras que el liberalismo no siempre ha sido una teoría reaccionaria, al contrario, el comunismo llegará desde la defensa del pensamiento liberal por el progreso de las ciencias. Y se podrá eliminar, con mayor fuerza que con el socialismo, el Estado: el liberalismo revolucionario desemboca en el anarcocomunismo. Por su parte, el alemán Rudolf Rocker, que contó con una amplia obra, en su mayor parte traducida en España, sitúa el anarquismo, como otros muchos pensadores, en la conjunción entre el individualismo –que busca la felicidad– y el socialismo –que pretende la propiedad común sin instituciones políticas intermediarias–, mediante el libre acuerdo de las distintas comunidades federadas. A través de su trabajo Los nacionalismos (Barcelona, 3 volúmenes, 1936-1937) indaga en el nacimiento de las naciones y de qué manera se han configurado los poderes autoritarios, lo que le permite desarrollar una interpretación de la historia desde los postulados anarquistas de búsqueda permanente de la libertad. Las luchas sociales de los seres humanos están determinadas por el deseo de desembarazarse de toda dominación política, económica o religiosa. Rocker idealiza a las ciudades italianas medievales como ejemplo de conquista contra el poder feudal, que dio paso a la liberación ideológica del Renacimiento que socavó, a través de la Reforma, los poderes de la Iglesia y el reforzamiento de la autoridad de los Estados modernos, hasta llegar a la actual fase imperialista. La cuestión está en eliminar el poder de los Estados nacionales. Creía que las naciones no eran la causa sino el efecto de aquellos, y así insistirá en la revista Tiempos Nuevos con su artículo «Pueblo y Estado» (Barcelona, mayo de 1936): «[…] detrás de todo lo nacional está siempre la voluntad de poder de pequeñas minorías y el interés personal de castas y clases privilegiadas por el Estado al que han contribuido a construir». Lo original de Rocker es que, al contrario que la mayoría de los publicistas del anarquismo, no cree que la crisis económica de los años 30 de su siglo, el XX, dé pie para interpretar que el capitalismo está moribundo y no tiene salida. Pensaba que era una más de las crisis cíclicas que sufre el capitalismo. En una línea parecida a la de Rocker, cabe citar al italiano Luigi Fabbri, maestro de escuela y, tal vez, el principal seguidor de Malatesta. Su obra más relevante, traducida al castellano, fue Dictadura y Revolución (1938), donde desea demostrar la incoherencia de que una organización política dirija el movimiento revolucionario. También analizó, en 1922, las diferencias entre el anarquismo y el bolchevismo, y debatió con Nikolai Ivanovich Bujarin, uno de los teóricos bolcheviques más brillantes, represaliado por Stalin –moriría fusilado en las depuraciones que este llevará a cabo contra determinados líderes en 1938– después de que este publicara un artículo crítico sobre anarquía y comunismo libertario. Fabbri le respondería en «Anarquismo y Sovietismo»: «Los anarquistas se oponen enérgicamente al espíritu autoritario y centralista de los partidos de Gobierno. Por tanto, conciben la futura vida social sobre bases federalistas, sobre la base de la solidaridad y el libre acuerdo: [...] Los anarquistas rechazan la utópica idea de los marxistas de una producción organizada apriorística y unilateralmente de tipo centralizado, regulada por una oficina central que todo lo ve y cuyo juicio es infalible». ALTERNATIVAS CULTURALES Y ORGANIZATIVAS ORIGINALES DE LOS ANARCOSINDICALISTAS ESPAÑOLES La crisis trentista evidenció que la CNT no tenía uniformidad de planteamientos y que, en realidad, en su seno se compartían pocas cosas. No se trataba de la existencia de tendencias diferenciadas, por más que se proclamara que todos luchaban por el comunismo libertario, de ahí que resulte inapropiado atribuirle a la CNT la marca única del anarquismo español. Este influyó de manera decisiva, como sabemos, en su configuración y marcó su evolución, pero en ella fueron diferenciándose posiciones muy dispares sobre cómo había que estructurar la futura sociedad libertaria. Soledad Gustavo lo expresó con claridad en la revista Redención de Alcoy (agosto de 1922) al reconocer que la «masa organizada y que hemos dado en llamar sindicalista no es libertaria». Por ello, líderes como Joan Peiró, Ángel Pestaña, Juan López o Eleuterio Quintanilla, al reivindicar que la CNT no hiciera una declaración explícita de anarquismo, están reconociendo que gran parte de la clase obrera encuadrada en ella luchaba, principalmente, por mejoras laborales, y que, en todo caso, las condiciones del capitalismo español hacían factible actitudes revolucionarias. Desde los años veinte del siglo XX irán fraguándose las posiciones anarcosindicalistas, enfrentadas al insurreccionismo anarquista y al comunalismo agrarista. Fueron Joan Peiró (1887-1942), Ángel Pestaña (1886-1937) y Eleuterio Quintanilla (1886-1966) quienes diseñaron, en su acción de líderes sindicales y en sus escritos, la estrategia que debía seguirse. Existen, no obstante, diferencias entre ambos: para Peiró y otros anarcosindicalistas, el sindicalismo representaba la expresión actualizada del anarquismo, el único camino válido para la realización del comunismo libertario, mientras que Pestaña concebía una separación mayor entre ambos. Para Pestaña, el anarquismo es un conglomerado ideológico que responde a una aspiración de la voluntad humana, una actitud moral, en suma, que busca la libertad pero que no plantea soluciones concretas a los problemas del funcionamiento social y económico. Sólo a través del sindicalismo pueden ponerse los cimientos del comunismo libertario, y así lo expresaría en su libro El sindicalismo. Qué quiere y a dónde va (Barcelona, 1933). Ambos coincidirían en la línea expuesta por Pierre Besnard y los análisis de Cristian Cornelissen y Rudolf Rocker. Destacaba Pestaña que una vez se socializara la propiedad privada de los medios de producción debía mantenerse el mismo ritmo de trabajo que en el capitalismo, para evitar el caos. Se expropiarían las grandes propiedades agrarias para convertirlas en explotaciones colectivas, pero manteniendo las explotaciones de los pequeños propietarios que podrán utilizar la maquinaria agrícola del sindicato. El cooperativismo será también protegido para la distribución de los productos, y existirá una red de almacenes por las barriadas de las ciudades para evitar las colas que tanta pérdida de tiempo causan. Pestaña no comparte la opinión generalizada en los medios anarquistas sobre los intermediarios como profesiones improductivas. Tanto los corredores de comercio como los viajantes, jefes de compras, etc., desarrollarán dentro del marco de la sociedad sindicalista actividades similares, sin las secuelas de la competencia capitalista. Y tampoco el bono le parecía la solución adecuada como sustituto de la moneda, que puede seguir existiendo como medio de valor y de cambio. Pero estima que habrá que poner un tope al consumo personal y los técnicos establecerán el valor de cada cosa, que permanecerá invariable, algo que ya destacaba Proudhon en el siglo XIX. Los sindicatos no sólo deberán abarcar la producción de bienes y servicios, se ocuparán de todos los aspectos de la vida social y organizativa de los diferentes municipios. Su modelo parece, en cierto modo, influido por las medidas que se adoptaron en los primeros tiempos de la Revolución rusa, evitando los errores que él mismo destacó en su viaje a la Rusia soviética y había plasmado en su folleto Lo que yo pienso (Barcelona, 1925). Después de muchos avatares, Pestaña se embarcó en la creación del Partido Sindicalista en 1935, rompiendo con la tradición antipolítica anarquista, porque pensó que era la manera más eficaz de luchar por el sindicalismo revolucionario. El partido, al contrario de aquellos que señalan las líneas que se han de seguir en las Centrales Sindicales que controlan y que se convierten en las correas de trasmisión de las organizaciones políticas, sería la expresión de las propuestas de los sindicatos. Joan Peiró está en la misma línea, aunque con matices diferentes porque nunca estuvo de acuerdo en la intervención política y criticó la formación del partido de Pestaña. Expuso sus ideas en Sindicalismo a través de una serie de artículos publicados en 1933 con el título de La revolución social y el comunismo libertario. Defendió las Federaciones Nacionales de Industria y Agrícolas como los órganos precisos para distribuir la producción; y las Federaciones Locales de sindicatos se constituirían en comunas, término de claras concomitancias anarquistas pero que en Peiró adquieren un significado diferente. Acepta la concepción de Cornelissen de un valor diferente según el bien producido y destaca el valor-trabajo como medida de la producción. Propugna la generalización de la letra de cambio para los pagos y prescribe un Banco de Crédito para cada comuna, que proporcionará los recursos necesarios según las necesidades de los productores en cada coyuntura, sin aclarar el funcionamiento del mismo y la manera de asignación de los créditos. Se limita, por tanto, a divulgar, de manera difusa, las tesis de Cornelissen, mezcladas con la tradición proudhoniana que conectó con el republicanismo federal. Los servicios sociales, la vivienda, la educación y la sanidad, así como los transportes y las obras públicas serán responsabilidad de toda la comunidad, que tendrá también que velar por el orden público y el establecimiento de los códigos de justicia que regularán las normas de convivencia. Uno de los teóricos más destacados del anarcosindicalismo español fue Joan Peiró, que trabajaba en la industria del vidrio en Barcelona y aprendió a leer después de comenzar a trabajar a los doce años. Creía en el papel constructivo de los sindicatos en la sociedad libertaria y por ello se enfrentó a la FAI. Fue ministro de Industria durante la Guerra Civil y trató de ordenar las colectivizaciones de industrias, talleres y campos agrarias e industriales que se produjeron espontáneamente durante la Guerra Civil. Murió fusilado en la ciudad de Paterna (Valencia) el 24 de julio de 1942. El asturiano Eleuterio Quintanilla pasa de chocolatero a ser maestro de francés en la Escuela Neutra en 1914 y masón. Difunde los ideales federalistas del republicanismo, para profundizar en los del anarquismo; fue reconocido como el portavoz más cualificado del anarcosindicalismo asturiano. Muy influido por Ricardo Mella, del que recopilará y prologará sus obras completas, publicó infinidad de artículos a favor del anarcosindicalismo en Solidaridad Obrera. Su postura en favor de los aliados frente a Alemania en la Primera Guerra Mundial, al igual que hiciera Kropotkin, le enfrentará a otros militantes. Defiende en el Congreso de la CNT de 1919 las Federaciones de Industria, que no serían aceptadas, y manifiesta una crítica radical a la Revolución rusa y su oposición a que la CNT se adhiriera a la III Internacional. Durante la Segunda República se muestra a favor de la tesis trentistas, aunque se aparta de la práctica sindical. Publicó en 1916 La tesis sindicalista, en respuesta a un artículo del socialista Luis Araquistaín en la revista España, que editaría de nuevo, con algunos pocos añadidos, en 1925, en medio de las polémicas entre anarquistas y sindicalistas. Fue uno de los primeros en asumir el sindicalismo como entidad propia. Utiliza la figura del filosofo y político italiano Arturo Labriola como fuente de autoridad para defender el anarcosindicalismo frente a las posiciones anarquistas, más o menos identificadas con la FAI: «El sindicalismo integral excluye la política parlamentaria y representativa, así como repudia el principio de la acción estatal, porque va contra el Estado como órgano de dominio del capitalismo, y sus planes de reconstrucción economicosocial difieren del socialismo tradicional, el sindicalismo quiere demostrar a la clase obrera que es posible el gobierno de sí misma». Quintanilla acentúa las diferencias entre anarquismo y sindicalismo y en ello se aleja de Peiró, pero no tanto de Pestaña. El sindicalismo tiene capacidad para ser una ideología independiente y, en todo caso, coincide con la crítica de la acción política que formula el anarquismo, pero desarrolla elementos teóricos propios. Tanto Peiró como Pestaña y Quintanilla eran obreros autodidactas que contaban con una formación tamizada por su experiencia de reivindicaciones sindicales, a las que se habían entregado con completa dedicación. Sus lecturas y formación intelectual están condicionadas por estas circunstancias. No existía relación entre lo que escribieran los intelectuales de la época, en especial científicos y economistas, con el movimiento obrero anarcosindicalista. Este tuvo que construirse sus propias bases teóricas partiendo de lecturas diversas y contando con la realidad de los avatares de la organización sindical. No obstante, se dan casos de mayor preparación y formación. Así lo reflejan las obras de autores como Valeriano Orobón Fernández (1901-1936), Marín Civera (1900-1975), Alfonso Martínez Rizo (1877–1955), Higinio Noja Ruiz (1896-1972), Gaston Leval (1895-1978) y Diego Abad de Santillán (1897-1983) que, desde trayectorias personales diferentes, meditarán sobre sus proyectos de sociedad libertaria. El caso del vallisoletano Valeriano Orobón es singular en sus planteamientos anarcosindicalistas. Contaba con una formación de escuela racionalista y en ella contactó con anarquistas históricos como Eusebio Carbó. Residió en Francia y dirigió la revista Tiempos Nuevos de París a partir de 1925, estuvo vinculado a los exiliados españoles refugiados en Francia durante la dictadura de Primo de Rivera, pero vivió poco tiempo en la capital francesa porque fue expulsado al ser acusado de intervenir en la conspiración de Vera de Bidasoa en Guipúzcoa en la que, en colaboración con grupos catalanistas, trataba de provocar una insurrección que derrocara al general. Se trasladó a Alemania y vivió en varias ciudades, Hamburgo, Leipzig y Berlín, y pasó algunas temporadas en Viena, y se hizo cargo de la secretaría de la central anarcosindicalista AIT. Allí se uniría sentimentalmente con Hildegart Taege, militante de las juventudes libertarias alemanas que le proporcionó el contacto con Rocker, conociendo después al historiador anarquista Max Nettlau. Dominaba el inglés, francés y alemán, lo que le proporcionaba un acceso a la obra de muchos autores que para la mayoría sólo era posible conocer a través de traducciones de la editorial española Zeus. Fue de los primeros en defender las posiciones sindicalistas y el abandono de las posiciones de activismo anarquista, sin concreción sobre cómo estructurar la economía futura en un marco revolucionario porque pensaba que de los grandes teóricos del anarquismo no podía extraerse ninguna propuesta concreta para hacer funcionar los mecanismos de producción y distribución de una sociedad moderna: «La hinchazón sentimental y la confianza en un providencialismo pueril −publicaría en Liberación (Barcelona, 11 de julio de 1936)− han sido los agentes más activos de la perpetuación de esa carencia». Regresó a España cuando se proclamó la Segunda República y desarrolló una gran actividad en defensa de las posiciones anarcosindicalistas, así como pugnó por conseguir la alianza obrera, pero siguió con su labor de traductor, especialmente de películas de la empresa cinematográfica Filmófono. Sus propuestas se adelantaron en el tiempo a la estructura sindical como referente de organización libertaria, donde desaparecería la descentralización política y económica. Sus contactos con autores europeos y su permanencia fuera de España le proporcionaron una dimensión intelectual superior al de los medios libertarios españoles. Según él, el sindicato se transformará en cooperativas de productores, y las relaciones entre las de carácter agrario e industrial se establecerán mediante un contrato, en la forma que preconizaba Joseph Proudhon. Todas ellas se encuadrarán en una Confederación General Intercooperativa que asumiría las relaciones internacionales. Para Orobón, el término cooperativa es sinónimo de «colectivización» y será controlada por los sindicatos. Considera que el funcionamiento de la sociedad revolucionaria debe contar con el desarrollo de las fuerzas productivas, lo que de alguna manera representaba un reconocimiento de las tesis marxistas. Precisamente el escritor aragonés Ramón J. Sender afirmaría, en el prólogo de una conferencia editada de Orobón (La CNT y la revolución, 1932): «yo entiendo que no podemos negar completamente a Marx por mucho que luchemos contra la táctica y los fracasados principios bolcheviques». Analizaba que la industria española tenía serias dificultades para expansionarse por la competencia internacional, lo que la obligaba a sobrevivir en un mercado interno reducido, con salarios bajos que condicionaban, a su vez, su expansión, porque era incompatible con la acumulación capitalista. Por ello, la CNT es la única que puede llevar a cabo la transformación del sistema, es la alternativa revolucionaria válida para el proletariado español, ya que la UGT y el PSOE eran colaboradores del poder republicano establecido, con políticas reformistas que no tienen el objetivo de cambio revolucionario. Considera que es la clase obrera la protagonista de la revolución libertaria, alejándose de aquellos que consideran al anarquismo una ideología interclasista. Fue un precursor de la Alianza Obrera que se estableció en 1934 en la que los dirigentes de la CNT no participaron, porque veía imprescindible una lucha común de todos los trabajadores contra el fascismo que se extendía por Europa, ya que, solos, los anarquistas no podían cubrir todos los frentes. La actividad intelectual del valenciano Marín Civera destaca en el panorama del movimiento libertario español, y en su caso no tanto por sus aportaciones teóricas como por la labor desarrollada de difusor de la cultura entre los trabajadores, incidiendo especialmente en las cuestiones económicas y sindicales. De familia acomodada, su padre era médico, estudió en los jesuitas y después contabilidad. Trabajó en una empresa consignataria de maderas en el puerto de Valencia y fue un incansable lector de obras de economía, filosofía y narrativa. Pensaba que estudiar economía era fundamental si se quería abordar con rigor el funcionamiento del sistema de producción y distribución en una nueva sociedad. Su labor más sobresaliente fue la fundación de la revista Orto, de la que aparecieron veinte números entre marzo de 1932 y enero de 1934, con sesenta y cuatro páginas, en la que escribieron autores de todas las tendencias de la izquierda, extranjeros principalmente, junto a escritores consagrados como John Doss Passos, el autor de Manhattan Transfer; aunque el contenido de la revista se centra en quienes propugnan el sindicalismo como método y fórmula de organización, caso de Besnard y Cornelissen. Colaboraron Andreu Nin; el cartelista Josep Renau; Ángel Pestaña, que escribió una serie sobre la historia del movimiento sindical español; Gaston Leval y Orobón Fernández, entre otros. Fue, tal vez, Orto la revista de izquierdas más plural de la Segunda República y, además, consiguió editar una colección de pequeños volúmenes con el nombre de «Cuadernos de Cultura» que alcanzó los sesenta títulos y cuyo objetivo era divulgar todo tipo de temas culturales, políticos, sindicales y económicos. El mismo Civera escribió La formación de la Economía Política (Valencia, 1930), en el que manifiesta su preocupación por el análisis económico y afirma «que ha de ser la ciencia el catecismo del gobernante». Había leído a los autores clásicos del anarquismo y, como ya se ha señalado, desde Orto publicó la reconversión anarcosindicalista de Besnard y Cornelissen. Tenía, también, un buen conocimiento de Marx y lo evidenciaría en su libro divulgativo El marxismo. Origen, desarrollo y transformación (Madrid, 1930). Estimaba que el sindicalismo revolucionario era un neomarxismo en el que confluyen dos corrientes de pensamiento: la de Proudhon y la de Marx. Incluso interpreta que el alemán es un precursor del filósofo Henry Bergson, muy en boga en los años veinte y treinta del siglo XX, por cuanto la dependencia del ser humano de sus circunstancias sociales y materiales no es más que la dependencia del ser humano frente a sí mismo. La obra más importante de Civera es El sindicalismo. Historia, filosofía, economía (Valencia, 1931) que, aunque no aporta ninguna novedad, es un buen manual para difundir la defensa de la estructura sindical de la sociedad revolucionaria. Era la única manera de conseguir la unidad de la clase obrera: «Si todos los obreros organizados en las distintas centrales se unieran para un movimiento francamente reivindicador, hace tiempo que hubiera terminado la opresión en el mundo». Porque ni el socialismo ni el anarquismo podían, por sí mismos, aspirar al triunfo de sus propias ideas. Era lo mismo que habían venido expresando, desde la fundación de Solidaridad Obrera, algunos anarcosindicalistas como Quintanilla. Pero, además, hacía consideraciones sobre el nivel productivo de la industria española y las condiciones de las explotaciones agrícolas, porque pensaba que España necesitaba alcanzar un estadio superior de industrialización y abandonar el subdesarrollo agrario, por lo que resultaba vital resolver el problema de la propiedad de la tierra y superar el atraso de explotación de la agricultura, introduciendo la mecanización adecuada, que no se había desarrollado porque los salarios del campo eran muy inferiores a los de la industria. El también valenciano Alfonso Martínez Rizo, ingeniero industrial y maestro racionalista, divulgó el anarcosindicalismo de manera novelesca. Fija el año del triunfo final del comunismo libertario: 1945. El advenimiento del comunismo (Valencia, 1933). Relata un sueño en el que se despierta en aquel año, cuando el comunismo libertario ha triunfado en toda España, salvo en Madrid, capital del centralismo, y la mitad de los militantes de todos los núcleos se dirigirán armados allí: «Era grandioso el espectáculo que ofrecían los caminos de España, recorridos continuamente por una caravana de automóviles que se dirigían hacia Madrid, y en la que viajaban obreros provistos de fusiles Máuser y abundante munición, aparte de suculentas provisiones de boca». Establece una distinción entre comunismo libertario y anarquía, en la línea de Cornelissen y Besnard: en aquel todavía existen cierta autoridad y orden legal, y las formas de producción continuarían, con la única excepción de los consejos de administración de las empresas, sustituidos por los consejos de fábrica o de empresa elegidos por los obreros, porque es el camino que ha de conducir a la anarquía, que supone la ausencia de toda autoridad. Siente además preocupación por el urbanismo corrompido por la especulación (La urbanística del porvenir, Valencia, 1933). Las ciudades no deberán pasar de cien mil habitantes, con un plano octogonal, formando manzanas por «triángulos rectángulos isósceles», de tal manera que existan dos redes de vías que se corten perpendicularmente unas con otras y poder así transitar en línea recta por todas partes. Los talleres y fábricas se instalarán a suficiente distancia para no molestar con ruidos desagradables a los vecinos, y las viviendas tendrán, como mínimo, cien metros cuadrados para familias de cinco miembros y todas las habitaciones serán soleadas. Los jardines y zonas de ocio se situarán en el sentido contrario a los lugares de trabajo. Defensor del naturismo y el nudismo, escribirá en la revista Biofilia, que tendrá una colección, la Novela Biófila, en la que Martínez Rizo publicará Óbito, donde defiende las prácticas naturistas como algo higiénico. En la novela, monjas y guardias civiles se dan cuentan de sus ridículos uniformes y hábitos y se desnudan. Los biófilos amarán la vida por encima de todas las cosas, gozarán en contacto con el sol y el agua, marginando de la mente todo lo que impida disfrutar de la vida, no se odiará a nadie ni a nada, porque el odio implica tortura y se deseará para el prójimo lo que se desea para uno mismo. Es este un autor que representa el ecologismo popular que defendió el anarquismo español en muchas de sus publicaciones y prácticas, que lo convierte en un claro antecedente de la defensa de la naturaleza, idea extendida en el último tercio del siglo XX. De igual modo, los seguidores de tal credo eran contrarios a emplear procedimientos crueles contra los animales y rechazaban, por ello, las corridas de toros. Muchos se hicieron partidarios de la alimentación vegetariana y propugnaban una lengua universal como el esperanto. Insistentemente recomendaban no fumar por ser perjudicial para la salud, e incluso existió una corriente neomalthusiana que defendía el control de los nacimientos como respuesta a las familias numerosas, caldo de cultivo para que los empresarios tuvieran una mano de obra barata. Otro maestro racionalista fue Higinio Noja Ruiz, autodidacta, minero en su juventud en las minas de cobre de Nerva (Huelva), se traslada a Valencia a finales de los años veinte y reside en el pueblo de Alginet, donde imparte clases en la escuela laica La Armonía y, después, en la propia capital, colaborando en la revista Estudio. Mantuvo una buena relación con Marín Civera que le llevó a replantearse el anarquismo clásico y optar por el anarcosindicalismo. Una parte de su producción es narrativa: escribió varias novelas de tesis en las que defiende las bondades de vivir en anarquía, y un ensayo sobre el pasado y el porvenir de la humanidad. (El sendero luminoso y sangriento, Valencia, 1932) Su obra cumbre, publicada en 1933, es Hacia una nueva organización social, que es, en realidad, una recopilación de los artículos publicados en Estudio. Noja piensa, al igual que muchos militantes de su época, que va a surgir un mundo nuevo porque el capitalismo ya no sirve para satisfacer las necesidades humanas. Parte de una concepción idealista de los procesos históricos, las nuevas ideas van desplazando a las antiguas cuando se hacen inservibles para afrontar las nuevas circunstancias sociales. Es el caso del capitalismo, surgido con la Revolución Industrial; que si bien ha producido una cantidad de riqueza hasta entonces inimaginable por el progreso tecnológico, no ha sabido proporcionar un desarrollo equilibrado de la producción y de las condiciones de vida de los obreros y campesinos, provocando una mala organización, con desajustes de la producción y la distribución, generando mucha riqueza para unos pocos y extendiendo la pobreza para la mayoría. Toma de los libros del laborista-sindicalista inglés J. A. McDonald, La desocupación y la maquinaria (cuya traducción se publicó en Valencia en 1932), y del socialdemócrata austriaco Otto Bauer, Capitalismo y socialismo, sus visiones sobre la evolución del capitalismo: una producción abundante no encuentra salida suficiente porque los trabajadores viven en subsistencia sin poder adquirir los bienes del capitalismo. El Estado tiene la culpa fundamental en esta situación y, por ello, ante la capacidad productiva de las empresas sólo se necesita establecer una nueva organización, que en su caso está inspirada en las propuestas de Besnard. Si el campesino abandonaba el campo ante la falta de trabajo, en el nuevo orden sustitutivo del capitalismo se invertirán los términos, y se iniciará una emigración de la ciudad al campo, pero este tendrá una organización colectivizada y una mecanización adecuada, que descongestionará las grandes urbes. Sin embargo, su modelo puede resultar contradictorio puesto que la mecanización intensa de la agricultura supone liberar mano de obra campesina y, por eso, propone una dispersión de las instalaciones industriales, para que no existan diferencias entre ciudad y campo en cuanto a servicios y medios de bienestar. DE LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE DE 1934 AL CONGRESO DE LA CNT DE ZARAGOZA EN 1936 El Gobierno reformista de socialistas y republicanos presididos por Manuel Azaña cae en septiembre de 1933 y los partidos de izquierdas republicanos y PSOE pierden las elecciones de noviembre. La Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) dirigida por Gil Robles y el Partido Radical de centro derecha republicano de Alejandro Lerroux se convierten en las principales fuerzas políticas. El peligro del fascismo, que está triunfando en Europa y gobernará en Alemania con el nacionalsocialismo de Adolf Hitler, es argüido como motivo fundamental por la izquierda española para que algo parecido pueda acontecer en España. Pensaban que las reformas de la Segunda República sólo tendrían sentido si estuvieran controladas por los partidos de izquierdas para ir poniendo los cimientos de una futura sociedad que debería terminar con el capitalismo. Si las derechas ocupan el poder, el único camino es el de la revolución para evitar un retroceso en las conquistas de la clase obrera. Los anarquistas participaron activamente en la rebelión que principalmente los mineros de Asturias provocaron en octubre de 1934. El general Franco fue el encargado por el Gobierno de la represión y como se aprecia en la foto muchos trabajadores fueron detenidos y después más de mil fueron fusilados y otros tantos encarcelados. Los sectores radicales del anarquismo creían ver confirmadas sus tesis y continuaron lanzándose a la insurrección, como ocurrió de nuevo en diciembre de 1933 en algunos pueblos del Alto Aragón y La Rioja con un resultado de más de ochenta muertos y de unos setecientos militantes encarcelados. Sin embargo, la propuesta de alianza obrera de todas las fuerzas de izquierdas que propusieron algunos comunistas no ortodoxos, como Maurín, el fundador del Bloc Obrer i Camperol que se uniría con el grupo disidente comunista de Andreu Nin, formando el Partido Obrero Unificado Marxista (POUM), no encontró eco en los dirigentes de la CNT, salvo en Asturias, donde mayor relevancia tuvo el estallido en octubre de 1934 de un intento revolucionario apoyado por socialistas, anarcosindicalistas de la CNT y comunistas. En algunas ciudades como La Felguera los anarquistas se hicieron dueños de la situación y proclamaron el comunismo libertario con la abolición del dinero. El Ejército, bajo la coordinación del general Francisco Franco, quien fue llamado por el ministro de la Guerra, Diego Hidalgo, echó mano de las fuerzas regulares de Marruecos para aplastar la rebelión. A esta situación se unió la insurrección armada que habían preparado los socialistas en Madrid y en otras ciudades junto al intento de la Generalitat de Cataluña de proclamar un Estat Català ante la impugnación por el Gobierno de la Republica de la Ley de Cultivos ante el Tribunal de Garantías Constitucionales aprobada por el Parlamento catalán, que regulaba el acceso de los campesinos arrendatarios (los rabasaires), a la propiedad plena de las tierras que cultivaban. Todos los levantamientos fracasaron y el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, fue, junto con su Gobierno, encarcelado y se suspendieron las garantías del Estatuto de Cataluña. La alta cifra de muertos, heridos y fusilados fue un duro golpe para la estabilidad de la República. En febrero de 1936 de nuevo ganarían las izquierdas, unidas en el Frente Popular, y se desencadenaría una tensión política y social que terminaría con el levantamiento militar en julio de 1936 y su transformación en guerra civil. Los anarquistas eran contrarios a votar en las elecciones y así lo proclamaron desde el comienzo de la Segunda Republica. Sin embargo, después del Gobierno rectificador de Lerroux y Gil Robles, jefe de la CEDA, entre 1934 y 1936, que derogó parte de las leyes del Gobierno socialista-azañista, muchos anarquistas votaron las candidaturas del Frente Popular que celebró muchos mítines en las plazas de toros como el que refleja la foto en la de Zaragoza. Entre ambas fechas se celebró el Congreso de Zaragoza de la CNT, en mayo de 1936, que puso en evidencia la carencia de un modelo claro de comunismo libertario, aunque se aprobó un «Dictamen sobre el concepto Confederal del comunismo libertario» con el que se intentaba llegar a una solución de compromiso, con propuestas ambiguas, después de que los Sindicatos de Oposición volvieran al seno de la CNT y se aceptaran las Federaciones de Industria como pieza organizativa de los sindicatos. Era un intento de superar las divergencias que desde principios de los años treinta del siglo XX habían dividido al movimiento libertario, una vez que el Frente Popular había ganado las elecciones. Los anarquistas y el poder La Guerra Civil española transformó al movimiento libertario español. Si dos meses antes del inicio del conflicto el Congreso de Zaragoza reflejaba las contradicciones en que se desenvolvía el comunismo libertario con la sublevación militar de julio de 1936 las distintas visiones de lo que significa una revolución libertaria se entrecruzan. Dependerá del lugar donde la República no es avasallada por las tropas sublevadas para que nos encontremos con fórmulas dispares de practicar el anarquismo. En muchos núcleos rurales se colectiviza la tierra, no sin problemas internos; en otros se incautan las empresas o se busca poner en funcionamiento las tesis sindicalistas; y, en el frente, los milicianos luchan para detener el avance de las tropas franquistas. Mientras, el Gobierno de la República, desbordado en los primeros momentos, intenta controlar la situación, pero la dispersión de fuerzas republicanas hará difícil la contrarréplica porque tardará en llegar la unidad de un mando único como ya habían logrado los militares sublevados. Al principio, cada organización política o sindical busca su propio camino. Es el tiempo de las milicias, de los batallones socialistas o anarquistas. Cuando los opuestos a la sublevación se den cuenta de la necesidad de establecer un ejército disciplinado, con un Estado Mayor que planifique las acciones militares, será ya demasiado tarde. Además, la Guerra Civil evidenciará las contradicciones de los sectores que habían ganado las elecciones de febrero de 1936. El Gobierno del Frente Popular, donde cada opción política tenía su propia interpretación de cómo había de abordarse la guerra contra los sublevados, no será la mejor solución para enfrentarse a unos militares que, si bien no eran un portento de estrategia bélica, habían tenido la experiencia de Marruecos para saber cómo se combate a un enemigo y conseguirían pronto el mando único de las distintas fuerzas que integraron el bando franquista. En aquellos lugares donde la sublevación no había triunfado, existía la tendencia a unirse en función de la adscripción ideológica: milicias anarcosindicalistas campaban como un ejército peculiar con las siglas CNT–FAI y aportaban líderes con gran arrojo guerrero, como la mítica figura de Buenaventura Durruti, que canalizó la organización de milicias libertarias en los frentes de Aragón y Madrid, igual que los batallones socialistas intentaron frenar el empuje del ejército franquista. Todo adquiría un ritmo trepidante: la guerra, la revolución, la lucha de fuerzas dentro del Frente Popular, sin especificar exactamente cuáles eran las prioridades. Las milicias significaron la alternativa a un ejército regular y, al principio, con su aparente triunfo en Madrid, Barcelona o Valencia elevaron la moral de quienes pensaban que el pueblo en armas podía derrotar, sin dificultad, a los sublevados. Pero la euforia dejó paso a una realidad menos halagüeña. Los rebeldes avanzaban desigualmente y ocupaban ciudades y pueblos, eliminando cualquier resistencia. En estas circunstancias hubiera resultado surrealista que un presidente de Gobierno pidiera la colaboración de aquellos que reclamaban la abolición del Estado y de los Gobiernos, al igual que a estos les hubiera parecido absurdo que alguien les planteara tal eventualidad. Sin embargo, las distintas fuerzas republicanas acabaron dándose cuenta de que era imprescindible colaborar porque el triunfo de los militares sublevados suponía su aniquilación. En esta tesitura, los anarquistas, en sus distintas versiones, quedarán desarbolados tanto en la práctica cotidiana de sus propuestas como ideológicamente. ¿Cuál era, por tanto, el camino que se debería de seguir en aquellas circunstancias? Al principio, la confianza en el triunfo da pie a pensar que el movimiento obrero tendrá un papel hegemónico y en él los anarcosindicalistas jugarán, sin duda, uno estelar. El problema empieza cuando descubren que no existe acuerdo sobre cómo organizar la futura sociedad. No es tanto, como se ha ido repitiendo insistentemente, que durante la Guerra Civil se planteara la alternativa de hacer la revolución para ganar la guerra o de ganar la guerra para hacer la revolución. Este no es un dilema real, a la vista de lo que se ha ido publicando desde que acabó la contienda. No hubo nunca una planificación sobre cómo llevar a cabo esa revolución. Incluso, cuando se habla de las colectivizaciones de empresas industriales o de las agrícolas, no se puede obviar que estas se improvisaron en muchos casos ante la huida de los propietarios temerosos de las represalias y, en el caso de las industrias, los dirigentes obreros, aún con la incautación o la colectivización, pretendieron fundamentalmente hacerlas funcionar para cubrir las necesidades de abastecimiento de la población y del frente. Ante el derrumbe del poder del Estado, el vacío fue ocupado por aquellas fuerzas que en cada zona eran hegemónicas y, así, los Consejos municipales, provinciales o regionales suplieron los mecanismos institucionales con aquellas personas dispuestas a hacerse cargo de la organización política. Sin un ejército coordinado que movilizara a sus soldados, sin un mando político uniforme y con escaso apoyo internacional, era imposible ganar una guerra. Y aún así, sólo por la incapacidad militar del bando sublevado, compuesto por militares con una formación profesional muy anticuada, puede entenderse que la contienda durara tres años. Entre comunistas, que fueron creciendo al amparo de la ayuda soviética, socialistas enfrentados radicalmente dentro de la organización del PSOE y anarquistas de distintas tendencias, era casi imposible establecer las condiciones de un Estado. Precisamente, esa falta de entendimiento de las fuerzas republicanas, esa carencia de mínimos para articular un Estado democrático, permitió que los aliados, después de su triunfo en la Segunda Guerra Mundial, abandonaran a su suerte a la España de la República, que acabó por perder la guerra. Los libertarios, nada más producirse la sublevación militar de julio de 1936, se movilizaron, como se aprecia en la foto, en las principales ciudades, formando milicias improvisadas con mosquetones requisados de los cuarteles. En algunos casos como en Barcelona contribuyeron de manera decisiva a que la rebelión militar no progresara y que un territorio tan significativo como Cataluña quedara en manos de la República. Los republicanos liberales, partidarios del parlamentarismo y de la alternancia política mediante elecciones, eran muy escasos en aquella España derrotada. Constituían, probablemente, las elites intelectuales y los cuadros políticos más preparados, pero su influencia entre una población de campesinos y obreros, mayoritariamente semianalfabetos, era escasa o nula y, además, muchos de ellos se inhibieron o huyeron. Ahí está, como símbolo, la figura de Manuel Azaña, presidente de una República en bancarrota, aislado, espectador de excepción dedicado a escribir y reflexionar sobre España en un tiempo en que lo fundamental habría sido pelear por derrotar a los sublevados. Muchos años después, historiadores, politólogos, sociólogos, han valorado la resistencia republicana, que duró casi tres años. Se ha repetido por doquier la imagen de las dos Españas irreconciliables. Sin embargo, todo ello está hecho a posteriori y con un excesivo esquematismo. No existen dos Españas, sino muchas, como ocurre en cualquier sociedad del planeta, y la Guerra Civil no fue el enfrentamiento entre dos concepciones ideológicas diferentes. En cada bando transitaban perspectivas diversas, lo sustantivo era la carencia de un Estado fuerte que pudiera llegar a cualquier rincón de la geografía española. Es esto lo que puso de relieve la guerra: la falta de instituciones que aseguraran el funcionamiento de la sociedad. Durruti antes de morir probablemente al disparársele su arma el 20 de noviembre de 1936, en el frente de Madrid, a donde se había trasladado para dirigir las milicias libertarias. Aunque las teorías sobre su fallecimiento contemplan hasta la posibilidad, cada vez menos aceptada, del llamado «fuego amigo». LOS ANARQUISTAS EN EL GOBIERNO Quién lo iba a prever. Que una fuerza que desde el último tercio del siglo XIX había proclamado la abolición de cualquier autoridad –antiautoritarios se les llamaba en la I Internacional– formaría parte de un Gobierno. El asunto tendría repercusión porque después, durante la guerra y en el exilio, los militantes y dirigentes anarquistas discutirían sobre la oportunidad de tal acción. Para unos representaba la incoherencia más absoluta, para otros la responsabilidad de contribuir a una España donde pudieran seguir expresando sus ideas e intentar culminar el triunfo de la sociedad libertaria. El teórico anarquista francés Sebastián Faure, que visitó España en los primeros meses de la contienda, destacó la contradicción que representaba la participación gubernamental con los principios anarquistas: «Sostengo que el anarcosindicalista no puede figurar entre aquellos que tienen la misión de conducir el carro del Estado, puesto que está convencido de que este carro, este famoso carro debe ser absolutamente destruido. […] Alejarse de la línea de conducta que nos han trazado nuestros principios significa cometer un error y una peligrosa imprudencia». El 4 de septiembre de 1936, el socialista Largo Caballero se hace cargo de la presidencia del Gobierno, en un momento de dispersión política y social de las fuerzas que defienden a la República, y propone que la CNT participe en el mismo. Sin embargo, para el movimiento libertario plantearse formar parte de un Gobierno había comenzado ya antes… en la Generalitat catalana. En los primeros meses de guerra en Cataluña, después de aplastada la sublevación allí, el auténtico poder radicaba en el Comité Central de Milicias Antifascistas, donde los cenetistas y los militantes de la FAI, junto a otras fuerzas políticas y sindicales, controlaban el orden y el Gobierno de la Generalitat. Era, pues, un poder compartido que tenía la convicción de aplazar los cambios revolucionarios para cuando la situación bélica estuviera resuelta, aunque para muchos anarquistas catalanes la guerra quedaba muy lejos y se limitaba a unos militares facciosos que pronto serían derrotados. Con ese optimismo iban al frente de Aragón para liberar a sus hermanos campesinos. Si en Cataluña la CNT controlaba, mayoritariamente, la vida social, no tenía una clara alternativa de cuál era el papel que habría de desempeñar en las instituciones, ante el vacío del Gobierno de la Generalitat. De ahí que surgieran comités de todo tipo (proescuela unificada, de abastos, de empresas colectivizadas, de patrullas de control, de barrio…) que y en los pueblos estos comités sustituían incluso a las corporaciones municipales. En todos ellos, los anarcosindicalistas impusieron su fuerza numérica y su forma asamblearia de actuar pero no sustituyeron a las instituciones de la Generalitat que, aún sin tener un poder efectivo, mantenía su estructura, e incluso los nuevos organismos creados adquirieron carácter oficial. Uno de los militantes de la CNT-FAI, Francisco Ascaso, perteneciente al grupo anarquista Nosotros, cuyo principal líder era Durruti, murió en Barcelona en el ataque al cuartel de las atarazanas en los primeros momentos de la sublevación militar, en julio de 1936. La foto refleja la manifestación en su honor que organizó la CNT-FAI de Cataluña. El 11 de agosto de 1936 se constituyó el Consejo de Economía de Cataluña, encargado de todos los asuntos económicos. Intentó poner en funcionamiento las industrias abandonadas y controlar el resto con el objetivo de encauzar la producción para abastecer las necesidades de la guerra. Los obreros debían, pues, volver a la rutina del trabajo, aunque no pudo evitarse un alto índice de absentismo laboral. Para muchos, si la revolución había llegado, la dureza del trabajo debía desaparecer, sin percatarse de que era imprescindible aumentar la productividad en aquellas circunstancias. Si los mecanismos de orden habían sido destruidos, de igual manera el obrero se encontraba liberado de la disciplina tradicional que imperaba en fábricas y talleres. Josep Tarradellas, consejero de Economía y de Orden Público de la Generalitat, dio cobertura legal al Consejo de Economía donde había cuatro representantes de la CNT y dos de la FAI, junto a otros de diversas fuerzas políticas. En la declaración de intenciones del nuevo organismo constaba la sustitución de la vieja economía capitalista por la colectivización, intensificando el cooperativismo, nacionalizando la banca y manteniendo el control sindical de las empresas privadas, cuyos propietarios continuaban al frente de las mismas. En el momento en que el anarcosindicalismo optó, mayoritariamente, por convivir con otras organizaciones políticas y sindicales y aceptar la legalización de los nuevos organismos, su suerte estaba echada. Además contribuyó, de manera decisiva, a consolidar las instituciones de la Generalitat cuando se incorporó al Gobierno. El presidente de la Generalitat de Cataluña, Lluís Companys, ya había mantenido contactos con dirigentes de la CNT, como Mariano R. Vázquez, secretario entonces del Comité Regional de Cataluña, a fin de sondear a los anarcosindicalistas sobre una posible renovación de su Gobierno, del que formarían parte miembros del recién creado PSUC (Partit Socialista Unificat de Catalunya) y los representantes de los rabassaires. Las tres ramas del movimiento libertario, CNT, FAI y Juventudes Libertarias, celebraron un pleno de federaciones locales y comarcales a finales de agosto. Los miembros del grupo Nosotros, los llamados anarcobolcheviques, es decir los Durruti, García Oliver, Ricardo Sanz y compañía, a los que ya hemos aludido, seguían defendiendo que el anarquismo ejerciera la hegemonía absoluta, imponiendo sus criterios a través del Comité de Milicias Antifascistas, pero la mayoría era partidaria de la colaboración –opción defendida por Abad de Santillán– y apoyó la entrada en el Gobierno catalán, dejando formalmente fuera a la FAI ya que, como señala el historiador e hijo del que fuera secretario de la CNT, Horacio Martínez Prieto, César M. Lorenzo, «consideraban que la colaboración de la FAI, organización específicamente anarquista, antorcha de la idea, era imposible, pues la pura doctrina del anarquismo se derrumbaría estrepitosamente […]. Los compromisos que adquiriera la CNT no podían, por ello, manchar al anarquismo». Definitivamente, el pleno de Sindicatos Únicos de Cataluña, celebrado en Barcelona en septiembre de 1936, con la asistencia de 505 delegados, tomó la decisión histórica de que la CNT se incorporara al Gobierno de la Generalitat, que a partir de entonces adoptó el nombre de Consell, y también aprobó la disolución del Comité de Milicias Antifascistas y la creación de distintos consejos que actuarían en las diferentes consejerías. Así, Joan P. Fábregas, uno de los pocos universitarios militantes de la CNT, se encargó de la Consejería de Economía; José Doménech de Abastos y Antonio García Birlan, de Sanidad. La declaración de intenciones del nuevo ejecutivo mantenía las expectativas de transformaciones sociales y económicas dentro de un frente amplio de partidos y organizaciones de izquierdas. Este paso dado por los anarcosindicalistas catalanes, que tenían gran peso en la CNT, será decisivo para lo que ocurriría, posteriormente, en el resto de España. La acción más notoria fue el decreto de colectivizaciones promulgado el 24 de octubre y elaborado, principalmente, por el economista Joan P. Fábregas, con la colaboración del Consejo de Economía. Se trataba de dar cobertura legal a todas aquellas iniciativas que se habían adoptado en las empresas abandonadas por sus dueños. De tal manera que la estructura económica catalana compaginaba empresas colectivizadas, dirigidas íntegramente por los trabajadores, con las que mantenían su propietario pero bajo supervisión de un consejo obrero. Aún así, intentó proporcionar un marco de actuación a los distintos ensayos espontáneos en una sociedad controlada, mayoritariamente, por el proletariado, pero que contaba con pequeños propietarios, profesionales y comerciantes. Otros decretos, como el de la militarización de las milicias o el de participación en los órganos municipales, completaron la recuperación del Gobierno de la Generalitat que, definitivamente, se consolidó con la disolución del Comité de Milicias Antifascistas, aunque uno de sus máximos representantes, García Oliver, fue secretario general de la Consejería de Defensa, lo que suponía seguir decidiendo los asuntos militares, al igual que su compañero del grupo Nosotros, Aurelio Fernández, se encargaba de la policía de Cataluña. De esta manera, los anarcosindicalistas catalanes aprendieron pronto los entresijos de la vida política y realizaron el pacto de unidad con los comunistas del PSUC y con la UGT. Sin embargo, en los meses siguientes esta situación daría un vuelco cuando su poder estaba mermando. El modelo sirvió para el Gobierno de la República. Horacio Martínez Prieto, secretario general del Comité Nacional de la CNT desde el Congreso de Zaragoza, mantuvo con contundencia lo ineludible de la participación en el Gobierno. Las discusiones en los órganos de la CNT, igual que había ocurrido en Cataluña, fueron intensas y los partidarios de la colaboración tuvieron que vencer distintas resistencias. La idea predominante era la alianza con la UGT y constituir un órgano semejante al Comité de Milicias de Cataluña, apoyando desde él al Gobierno estatal de Largo Caballero. La situación quedó despejada después del pleno de regionales celebrado entre septiembre y octubre de 1936. Los valencianos Domingo Torres y Juan López defendieron la entrada en el Gobierno de la República. Otros, como Federica Montseny y Aurelio Álvarez propusieron un Consejo Nacional de Defensa presidido por Largo Caballero, de tal manera que desaparecieran los ministros y se convirtieran en delegados, pero la propuesta fue rechazada. Al final, el Comité Nacional eligió para que formaran parte del Gobierno a García Oliver (como ministro de Justicia), Federica Montseny (ministra de Sanidad), Juan López (de Comercio) y Joan Peiró (de Industria), que respondían a las tendencias existentes en la Confederación. Federica Montseny contó, años más tarde, que tuvo problemas de conciencia y lo consultó con su padre, Federico Urales: «Acepté venciéndome a mí misma; y acepté dispuesta a lavarme ante mí misma de lo que yo consideraba ruptura con todo lo que yo había sido». García Oliver se mostraría crítico con esta actitud en sus memorias: «Creo que un anarquista puede seguir siéndolo al formar parte de un Gobierno […] y no como Federica Montseny de pedir a sus padres, viejos liberales radicalizados y no viejos anarquistas, que la autorizasen a ser ministro y anarquista al mismo tiempo para tranquilizar su conciencia. Uno es lo que es y no lo que le autorizan a ser». A los dos días de tomar posesión en Madrid el 4 de noviembre de 1936, el Gobierno se trasladó a Valencia ante la situación de acoso que padecía la capital. Esta decisión provocó la dimisión como secretario general de la CNT de Horacio Martínez Prieto, que fue recusado al aceptar el traslado de los ministros cenetistas sin contar con el Comité Nacional. Le sustituyó Mariano R. Vázquez, que se mantendría en el cargo durante toda la Guerra Civil. La entrada en el Gobierno significó, paradójicamente, la pérdida paulatina de la fuerza social del anarcosindicalismo. Comenzó con la aceptación de la estructura militar. Los milicianos se integraron en la disciplina del ejército mediante la fórmula de las brigadas mixtas, en las que se mezclaban las milicias de los partidos y sindicatos, los soldados que estaban cumpliendo el servicio militar el 18 de julio y los nuevos reclutas, que recibirían el adiestramiento de los oficiales profesionales leales a la República y serían dirigidas por la combinación de estos y los militantes de partidos o sindicatos. No resultó fácil convencer a los anarquistas de esta fórmula y, en algunos casos, los milicianos integrados mantuvieron sus propios mandos. Así sucedió en la Columna de Hierro, que estaba formada principalmente por militantes libertarios, aunque esto no fuera una especificidad propia de los anarquistas, pues otras fuerzas políticas mantuvieron el mismo comportamiento. No parece adecuado sostener que los anarquistas, mayoritariamente, se inclinaran por realizar la revolución social. Sabemos que ni el anarquismo era un bloque ideológico compacto ni todos compartían el mismo punto de mira sobre una guerra que les resultaba imprevisible. La apuesta de la CNT por el Gobierno de la República significaba una opción clara de anteponer el triunfo en la guerra a cualquier transformación social. Otra cosa es que, ante la situación del vacío político en los primeros meses después de la sublevación militar, los dirigentes anarquistas tomaran decisiones sin haberlo premeditado. Las medidas que adoptaron los ministros libertarios en el Gobierno de Largo Caballero, durante los seis meses en que permanecieron en él, no se diferenciaron radicalmente de las de sus compañeros de gabinete. Intentaron consolidar el proceso de colectivizaciones iniciado, que tuvo características muy singulares según las zonas, aunque no pudieron aprobar un decreto parecido al de la Generalitat de Cataluña. De alguna manera aceptaron las medidas del ministro comunista Vicente Uribe, encargado de Agricultura, según el decreto de octubre de 1936, de controlar las incautaciones espontáneas de tierras que se realizaron en muchos núcleos rurales en los primeros meses del levantamiento. Joan Peiró aprobó un decreto el 22 de febrero de 1937, en el que se especificaba la intervención de las empresas industriales y cuáles eran objeto de incautación y subsiguiente colectivización. Federica Montseny se ocupó de la protección de los refugiados provenientes de la zona franquista. Fue también iniciativa de los ministros cenetistas la creación del Consejo Superior de Guerra, aunque los enfrentamientos sobre las operaciones militares impedirían su operatividad. Los anarquistas fueron arduos defensores de la igualdad del hombre y la mujer en todas las actividades sociales y familiares, y muchas militantes se movilizaron formando parte de las milicias libertarias durante la Guerra Civil española, como las que refleja la foto, que lucharon en el frente de Guadalajara. Al margen de las polémicas, o contando con ellas, respecto a la acción de Gobierno de los libertarios, su actuación no fue muy diferente a la acción de los Gobiernos de la República en su conjunto pero sufrieron las críticas internas y externas, o se produjeron profundas divergencias entre sus dirigentes, eso mismo ocurrió también en otras formaciones políticas. El problema fundamental fue que la guerra la iba ganando Franco y las distintas fuerzas del bando republicano creían, cada una de ellas, tener la solución adecuada para derrotar a los sublevados, y en esta dialéctica se producían acusaciones entre los coaligados. Se intentaron diversas fórmulas de Gobierno: una será la de Largo Caballero, basada en la hegemonía del sindicalismo (UGT-CNT); otra la de Negrín, que refuerza el protagonismo político, en un intento de articular un mando más uniforme y disminuir la capacidad de la Generalitat de Cataluña y de las organizaciones sindicales, a las que consideraba una rémora porque disminuían la respuesta unitaria que requería una España en guerra. En el informe que el Comité Nacional de la CNT emitió al Congreso de la AIT (la Internacional sindical anarquista), celebrado en París en diciembre de 1937, después de consumarse la colaboración gubernamental, se afirmaba que «nosotros sabíamos que la revolución en nuestras únicas manos [la de los anarquistas] había agotado todas sus resistencias y que del exterior los anarquistas no habíamos recibido apoyos eficaces ni podíamos esperar recibirlos». EL ENFRENTAMIENTO CON LOS COMUNISTAS: LOS SUCESOS DE MAYO DE 1937 El 3 de mayo de 1937 estalla en Barcelona una sangrienta lucha cuando se produce el asalto por las fuerzas de orden público al centro de comunicaciones de Telefónica, controlada por la CNT y la UGT, pero cuya hegemonía la detentaban los anarquistas, de la que muy pocos conocen la operación. La decisión coge de improviso a las principales fuerzas políticas de la Generalitat, aunque el ambiente se había ido convirtiendo cada vez más hostil entre anarquistas y el POUM frente al Gobierno de la República y de la Generalitat, al tener concepciones divergentes de cómo afrontar la guerra y los cambios revolucionarios. Diversos autores han insistido en que detrás de la operación estaba el PSUC, en colaboración con Esquerra Republicana y algunos miembros del Gobierno de Largo Caballero, como Prieto, que consideraban la situación política en Cataluña negativa para la causa de la República, y estimaban esencial controlar toda la política de orden público en el territorio que todavía controlaban los defensores del régimen republicano. El presidente de la Generalitat catalana, Lluís Companys, veía con ciertas reticencias lo que consideraba una injerencia del Gobierno republicano, porque estimaba que interfería cada vez más en las competencias que tenía asumido el Estatut de Cataluña. Aquel día el presidente de la Generalitat estaba entrevistándose con Largo Caballero en Benicarló, exigiendo que las fuerzas de orden público que enviara el Gobierno de la República estuvieran bajo control de la Generalitat. Querían desembarazarse del poder que ostentaba la CNT/FAI y el POUM. La batalla se entabló, por un lado, entre sectores anarquistas y del POUM (fundado, por Nin y Maurín, –acusados de trotskistas por el PCE–), contra sectores comunistas, fuerzas de orden de la Generalitat y de la República, por el otro. El enfrentamiento causaría más de cuatrocientos muertos. Todo había empezado con un atentado fallido contra un militante del PSUC que antes había sido anarquista y también miembro del POUM, además de un posterior asesinato de un destacado militante de la UGT; estas circunstancias fueron aprovechadas por el PSUC contra los libertarios. El conseller del Gobierno de Cataluña Josep Tarradellas llama al presidente de la Generalitat, Lluís Companys, a Benicarló y le cuenta los hechos que se están produciendo en el asalto del edificio de la telefónica. Cuando llega a Barcelona Manuel Azaña se pone en contacto con Companys preocupado por estar sitiado y refugiado en el Parlament de Cataluña, y le pregunta si puede garantizarle la vida. La situación se despejó en cuatro días después de intensas luchas por las principales calles de Barcelona ante un Azaña lleno de estupor y miedo. Las acusaciones, las desconfianzas, los atentados y el deseo del Gobierno de la Generalitat de recuperar el poder perdido desde el inicio de la guerra harían el resto. Los sucesos de mayo de 1937, junto a la falta de apoyos al Gobierno de Largo Caballero de la mayoría de fuerzas políticas (parte de los socialistas, comunistas y republicanos) que lo llevaron a la dimisión, hicieron intervenir a Azaña, presidente de la República, nombrando al también socialista Juan Negrín presidente del Gobierno. Aunque la caída de Largo Caballero ha sido interpretada en función de los acontecimientos de mayo, lo cierto es que el Gobierno republicano arrastraba una crisis permanente y los hechos de mayo aceleraron el desenlace. El caso es que el nuevo Gobierno no tenía la intención de prescindir de la CNT pero sí de disminuir su representación. Le ofrece sólo dos ministerios, pero la central sindical pretende mantener sus posiciones o, al menos, tener tres, como la UGT. Al no ver satisfecha su petición, los anarquistas abandonaron el Gobierno. Fue curioso: si la entrada en el gabinete de Largo Caballero había representado un cierto desgarramiento de los principios libertarios, su salida fue también traumática. Algunos militantes propugnaron la vuelta a los orígenes, recalcando que no habían de aventurarse a más colaboraciones gubernamentales; sin embargo, otros pensaron que su renuncia a participar en el nuevo ejecutivo, el de Negrín, no estuvo bien calculada y fue, más bien, producto de una actitud de orgullo. De hecho, pensaban volver y por eso elaboraron una propuesta de acción global que partía de la colaboración con las demás organizaciones. Así lo plasmaron en un Pleno de la Federación de Regionales de la CNT celebrado el 3 de junio de 1937. Su plan programático comprendía una Defensa Nacional con mando y dirección únicos, con la garantía de tener representación en cada sección del Estado Mayor. En Gobernación, la creación de un Cuerpo de Seguridad Único y un Consejo de Orden en la retaguardia compuesto por las distintas fuerzas políticas para mediar en los conflictos que pudieran surgir. Propugnaban la creación de un Consejo de Economía, con la misión de elaborar un plan de reconstrucción aceptado por todos y que estableciera el monopolio del comercio exterior, la revisión de los aranceles, la municipalización de la vivienda y de la tierra donde el campesino tendría libertad para trabajarla individual o colectivamente, la creación de un servicio de inspección de trabajo; en Justicia, la revisión de toda la legislación anterior al 19 de julio; en Educación, la constitución de un Consejo Nacional de Enseñanza; en Obras Públicas, la realización de carreteras, electrificación y política hidráulica, etc. Todo el programa era lo suficientemente flexible para negociar con los otros sectores del Frente Popular. Se intentaba demostrar que sus planteamientos eran asumibles y que se estaba en disposición de participar en una política consensuada. Pero ya, en la práctica, habían perdido el empuje de los primeros tiempos de la guerra y no disponían de una estructura que les permitiera mantener la disciplina. La unidad de los militantes confederales era precaria, basada en una tradición de lucha reivindicativa sin intermediarios y con escasa experiencia de negociación política, habida cuenta de su tradicional apoliticismo. La automarginación de la CNT había hecho reflexionar a algunos dirigentes sobre la importancia de la participación en las decisiones políticas y pensaban que había que retornar, con urgencia, al Gobierno para evitar que otras fuerzas se hicieran con el control del Estado. Precisamente, esto es lo que propuso en un mitin, convocado por el Comité Nacional celebrado en el Teatro Apolo de Valencia el 28 de junio de 1937, su secretario Mariano Rodríguez Vázquez, que había sustituido a Horacio Martínez en noviembre de 1936 como máximo representante de la CNT; pero ni los republicanos, ni los comunistas, ni tampoco Negrín y los socialistas que le apoyaban, estaban dispuestos a aceptar ninguna condición previa. La crisis del Gobierno de Largo Caballero no había sido dirigida contra la CNT, como así se lo hizo saber Azaña a Joan Peiró, a quien consideraba el más sensato de todos los anarcosindicalistas, pero una vez que aquella se saldó no hubo ningún interés en reintegrarla en el Gobierno de la República. En Cataluña, después de los sucesos de mayo, el presidente Companys reconstruyó su Gobierno e incorporó al profesor de Historia Antigua y arqueólogo Pere Bosch Gimpera, miembro de Acción Catalana, lo que suponía un desequilibrio de fuerzas a favor de Companys y del PSUC. En un principio todo parecía que volvería a ser como antes y el Comité Regional de Cataluña de la CNT designó a sus tres representantes: Roberto Alonso para Sanidad y Asuntos Sociales, García Oliver para Servicios Públicos y Germinal Esgleas, militante, publicista de las ideas libertarias y pareja sentimental de Federica Montseny, para Economía. El Gobierno salió publicado en el Boletín Oficial de la Generalitat el 28 de junio de 1937 y la sorpresa para los cenetistas fue comprobar que en él se incluía a Bosch Gimpera como conseller sin cartera. Los miembros de la CNT no tomaron posesión e hicieron público un manifiesto donde hacían balance de su colaboración desde el inicio de la guerra y expresaban que el Gobierno debía tener una representación de «hombres a quienes respaldaran organizaciones vitales, auténticas y responsables y nadie a título personal, por más prestigioso que fuera su nombre». A la postre Companys prescindió de la CNT confirmando, de esta manera, su aislamiento. El problema no era de una cartera ministerial más o menos sino de una lucha mucho más grave. Se trataba simplemente del eterno conflicto entre anarquistas y comunistas. En esta dinámica, la presión del Partido Comunista se acentuó sobre el movimiento libertario, y así la 11.º División del Ejército republicano, mandada por el comunista Enrique Líster con ayuda de los nacionalistas catalanes, acabó con el poder anarquista del Consejo de Aragón, que había sido establecido en aquella zona por las fuerzas leales a la República y venía siendo controlado por los libertarios. Estos no mostraran gran resistencia ante tal disolución del que parecía ser su «buque insignia» en medio de la revolución producida por la Guerra Civil. El Comité Nacional de la CNT se limitó a realizar una protesta formal ante el Gobierno de Negrín. Tenían interés en regresar al Gobierno y no deseaban generar ningún conflicto que se lo dificultara. Las tropas de Líster ocuparon pueblos y ciudades aragonesas, suprimieron diarios y detuvieron a los dirigentes de los comités regionales y locales; deteniendo también a su presidente, Joaquín Ascaso, acusándole de haber robado joyas, lo que sirvió para expulsarlo de la CNT, e igualmente se cuestionó la actividad de las colectividades agrarias. Para los comunistas, Aragón quedó liberado de la dictadura anarquista. Así, el último reducto del poder hegemónico de los anarquistas desaparecía con la disolución del Consejo de Aragón, publicada en la Gaceta de la República el 11 de agosto de 1937. Desde su constitución, este organismo –creado en octubre de 1936 y cuyo presidente, Joaquín Ascaso, era primo hermano de Francisco Ascaso, militante del grupo Nosotros, muerto en el asalto del cuartel de las Atarazanas de Barcelona en julio de 1936–, era la única institución de la España republicana exclusivamente anarcosindicalista. El poder de convocatoria del movimiento libertario estaba mermado y, como si de un problema de simetría se tratara, los anarquistas, que habían comenzado su periplo colaborando con Companys en septiembre de 1936, cerraban el círculo saliendo también del Gobierno de la Generalitat, abocados a una soledad definitiva. En menos de un año el anarquismo español, en sus distintas sensibilidades y organizaciones, había experimentado más cambios que en toda la etapa anterior, lo que repercutía tanto en sus principios ideológicos como en su funcionamiento. En lo que quedaba de guerra, los representantes de los sindicatos confederales insistieron en la unidad antifascista y en la coordinación económica. Rechazaban definitivamente el programa comunalista del Congreso de Zaragoza, admitían las nacionalizaciones y la centralización económica, aunque no participaban en la propuesta que hiciera Horacio Martínez Prieto de constituir un partido político anarquista. Su programa de transformaciones se concretará definitivamente en un Pleno económico convocado por la CNT y celebrado en enero de 1938, junto al pacto de acción conjunta que propusieron a la UGT en el mismo año. GASTON LEVAL Y DIEGO ABAD DE SANTILLÁN: DOS MODELOS DE ORGANIZACIÓN LIBERTARIA Gaston Leval y Diego Abad de Santillán, dos militantes libertarios de amplia trayectoria, a quienes ya habíamos mencionado en el capítulo anterior, conciben, cada uno a su manera, el funcionamiento de la futura sociedad libertaria al comienzo de la Guerra Civil, aunque ya llevaban publicando diversos trabajos desde principios de los años treinta. Gaston Leval, seudónimo de Pierre Piller (1895-1978), es, probablemente, el autor de la obra ideológica más rigurosa elaborada desde el anarquismo para construir la futura sociedad. Nacido en Francia se trasladó a España huyendo de la movilización de la Primera Guerra Mundial, y residió en varias ciudades. Nos ha legado dos obras autobiográficas –Infancia en cruz (1933) y El prófugo (1935)– publicadas por la revista Estudios en los años treinta del siglo XX, además de su trabajo inédito Circuit dans un destin, que las complementa. Era hijo ilegítimo de un antiguo comunero (de la Comuna de París de 1871), fabricante de muebles, al que su madre, según su testimonio, trató con gran brutalidad. Formó parte de la delegación, como miembro de los grupos anarquistas barceloneses, que asistió en Rusia a la fundación de la Internacional Sindical Roja y al tercer congreso de la III Internacional. Su testimonio de la Rusia revolucionaria contribuyó a que el movimiento libertario español rompiera el acuerdo adoptado en el Congreso del Teatro de la Comedia de 1919, por cuanto consideró que la Revolución rusa no respondía a las concepciones anarquistas. Leval se trasladó a Argentina y allí participó en las polémicas sobre el papel del anarquismo y el sindicalismo. Trabajó en varios oficios hasta estabilizarse en Rosario como profesor de francés. En estos años escribe sus obras más importantes, traba amistad con Luigi Fabbri y colabora en varias revistas españolas. Al estallar la Guerra Civil se traslada a España, en agosto de 1936, donde permanece hasta finales de 1938. Dedica su tiempo a impartir conferencias, visita las colectividades agrarias y escribe distintos folletos sobre la situación política española. En 1937 edita su obra más importante, Precisiones sobre el anarquismo. Piensa que el cuerpo teórico del pensamiento libertario está ya elaborado por los autores clásicos del anarquismo aunque fuera desconocido por la mayoría de los militantes. Precisamente, en 1935 publicó Conceptos económicos en el socialismo libertario, en el que pretendía clarificar las distintas posiciones económicas del socialismo anarquista, describiendo la evolución de las mismas: el mutualismo de Joseph Proudhon, el colectivismo de Mijaíl Bakunin y el comunismo de Piotr Kropotkin. En estas coordenadas se centró su obra Problemas económicos de la revolución social española (Valencia, 1935), en cuyo prólogo Fabbri afirmaría que es «el primero de este género en la literatura internacional anarquista». Representó el intento de establecer, en una realidad como la española, las fórmulas necesarias para lograr la revolución libertaria. Leval pasa revista a las características geográficas del país, proporcionando estadísticas. En los medios revolucionarios se tenía la certeza de que el fin de la sociedad capitalista estaba próximo, porque la economía mundial había alcanzado un índice tan alto de interrelación que resultaba difícil que un acontecimiento aislado no repercutiese en el resto. Así, el caos económico capitalista desembocaría en un movimiento revolucionario que, poco a poco, se extendería por todo el planeta. Leval considera que España es uno de los primeros países donde se produciría el cambio revolucionario. El carácter predominantemente agrario de su economía resulta positivo de cara a un posible, y momentáneo, aislamiento, y plantea la necesidad de una completa interdependencia entre las regiones, desechando «lo absurdo del patriotismo regional». De igual manera, habrá que interconectar el campo con la ciudad, sin que exista predominio de una sobre otra, y remarca el cuidado que debe ponerse en respetar a los pequeños propietarios agrarios, no forzándolos a adoptar medidas que no compartan. Sólo en las regiones con predominio de la gran propiedad y con un fuerte porcentaje de jornaleros podrá aplicarse, desde el principio, un sistema comunitario. Por lo general, los campesinos españoles padecen un estándar de vida inferior al de los obreros de la ciudad y por ello es necesario que no vean en el proletariado urbano un enemigo: «El hombre de la ciudad –proclama– y el hombre del campo son extraños unos a otros. Aunque sus intereses sean los mismos, la distancia y el género de vida los distancian. Demasiado a menudo, el primero desprecia al segundo, y este le paga con odio». La búsqueda del equilibrio entre campo y ciudad le llevará a proponer una readaptación de la población activa. Plantea la desaparición de «ocupaciones parasitarias» en la futura sociedad revolucionaria, tales como burócratas y muchas profesiones liberales (notarios, registradores, jueces, intermediarios, militares, etc.). Además, los trabajadores de aquellas industrias que no reciban materias primas ante el aislamiento impuesto por las potencias capitalistas se verán obligados a parar su actividad. En algunos casos podrá existir reconversión profesional pero, en otros muchos, estos obreros sin trabajo se trasladarán al campo descongestionando las ciudades y, así, se instalarán colonias agrarias alrededor de las urbes que servirán para suministrar alimentos. De todas maneras, para Leval, las migraciones de población urbana al campo serán un fenómeno transitorio. La actividad económica en los primeros tiempos revolucionarios deberá centrarse en la construcción de canales y presas, el cultivo del algodón, el café o el té, la intensificación de la producción de maíz, el mayor empleo de maquinaria agrícola y la extensión de los abonos químicos para que los recursos alimenticios sean suficientes y la población pueda consumir la proporción adecuada de carne, leche y huevos. Es consciente, también, de la necesidad de mantener el crecimiento de las fuentes de energía y estima, al respecto, deficitaria la producción de carbón. También le preocupa la carencia de petróleo y propone obtenerlo sintéticamente, a partir de los carbones bituminosos, ya que prevé grandes dificultades en los transportes, porque la falta de crudo y de caucho harán difícil el funcionamiento de automóviles y trenes, por lo que, en una primera fase, se suplirá por la tracción animal y el ferrocarril en base al carbón. Tendrá que llevarse a efecto un plan de remodelación de las viviendas de los trabajadores del campo y de la ciudad, mejorando la calidad y suprimiendo el hacinamiento urbano. Leval insiste en que los ideales ácratas deben concretarse en planes que solucionen los problemas económicos y administrativos. De ahí que el anarquismo no se plantee como un simple ideal inalcanzable a corto plazo. Por eso, intentará eliminar lo que él considera interpretaciones erróneas extendidas en los medios libertarios y justificará sus propuestas con las obras de los clásicos del anarquismo. Es consciente de que el anarquismo no puede ser concebido, sólo, como una práctica de acción individual, donde se proclama el amor libre, el nudismo, el naturismo, la eugenesia y la negación de la familia –él considera que la familia tiene su razón de ser–. Lo fundamental es precisar una organización social sin Gobierno. Durante la Guerra Civil española los carteles de propaganda adquirieron una gran dimensión. En ellos se incitaba a resistir y luchar contra el fascismo, a trabajar por la revolución y como el que se refleja en esta ilustración simbólica donde un trabajador rompe las cadenas de la opresión, a tener cuidado de la quinta columna, etc. Los anarquistas los utilizaron en muchas calles de las ciudades y pueblos para mantener alta la moral de la población. Rechaza la interpretación economicista de la historia que hace el sindicalismo y discute que la lucha por las mejoras sociales y económicas provoque la conciencia de clase y el deseo de cambio. Por eso piensa que hay que tener una base ideológica que influya en los sindicatos. Estos tendrán un papel destacado en la estructura postrevolucionaria, sobre todo en la industria, pero no pueden arrogarse la pretensión de dirigir, en exclusiva, toda la economía de la sociedad, puesto que las propuestas sindicalistas podrían desembocar en un autoritarismo. Era imprescindible tener una interpretación global de la sociedad anarquista en la que encaje el sindicalismo. El único tipo de industrialización que concibe es aquél en el que se cuenta con las precondiciones naturales para poder hacerlas viables. De ahí que no podría instalarse una industria en aquellos lugares en los que no exista la energía requerida o escaseen las materias primas. Por todo ello verá imposible el desarrollo industrial en aquellas zonas que carezcan de los recursos naturales necesarios. En suma, su modelo es híbrido: una mezcla de sindicalismo, colectivismo rural, pervivencia de la pequeña propiedad agraria y reestructuración de la organización industrial. Sin embargo, mantiene las tesis clásicas del anarquismo sobre la desaparición de la moneda y no acepta sistema alguno de valores, por lo que critica la obra de Cornelissen. Como el trabajo es colectivo, y todos, desde sus capacidades, contribuyen al proceso de producción, no caben diferencias cualitativas entre las distintas actividades en una sociedad de comunismo libertario, ya que forman, en su conjunto, un engranaje sin el cual no pueden funcionar independientemente Por su parte, la obra de Abad de Santillán, seudónimo de Sinesio Baudilio García Fernández, ha sido una de las más estudiadas en los últimos tiempos. Su capacidad publicista y su larga vida (1897-1983) le han proporcionado una dimensión como pocos militantes libertarios han conseguido. A ello han contribuido, probablemente, su conocimiento de idiomas, de países y su capacidad editora, traductora y teórica. Su trayectoria de militante libertario y su producción teórica está caracterizada por grandes fluctuaciones. Pasó de ser un anarquista intransigente y puro –partidario del espontaneísmo revolucionario y de un sindicalismo con sello anarquista–, a defender la planificación económica y la aceptación de los mecanismos de industrialización modernos. En 1918 emigra a Argentina y allí se vincula a los núcleos sindicales de la Federación Obrera Regional Argentina, la FORA, fundada en 1901, cuyo órgano de expresión era La Protesta de Buenos Aires. Desde sus páginas defenderá la tesis de un sindicalismo propiamente anarquista. Al mismo tiempo, veía en el campesino el eje fundamental del proceso revolucionario. Todavía en 1931 afirmaría, en Solidaridad Obrera de Barcelona (9 de agosto), que «el socialismo no es un fenómeno ligado forzosamente a la técnica, a la gran industria, como pretendía Marx […]. Pudo existir el socialismo en el período del arado romano, como podría darse también con el tractor moderno […]. Tenemos nuestras prevenciones, tenemos nuestras desconfianzas ante el proletariado industrial, lo vemos mucho más lejos del espíritu socialista que el campesino». Durante su etapa en Argentina vivió con intensidad las luchas obreras y colaboró con otro emigrante asturiano, Emilio López Arango, con el que trabó una profunda amistad, interviniendo en las polémicas sobre la relación entre sindicalismo y anarquismo que tuvieron repercusión en la España de la dictadura de Primo de Rivera, y que recogerá en su faceta de historiador anarquista, algo que practicará en distintas etapas de su vida: en 1940 publicó, en su exilio en Argentina, Por qué perdimos la guerra. Una contribución a la historia de la tragedia española, y posteriormente Contribución a la historia del movimiento obrero español. En 1922, según relata en sus Memorias. 1897-1936 (Barcelona, 1977), se traslada a Alemania y contacta con los anarcosindicalistas Augustin Souchy y Rudolf Rocker, que mantenían relaciones con los principales dirigentes libertarios españoles. A través de ellos conoció al historiador anarquista austriaco Max Nettlau. Regresa a Argentina en 1926 y se inmiscuye en las luchas internas que, por entonces, se desarrollaban en la FORA. En este período escribió libros, folletos y un sinfín de artículos. Cuando vuelve a España, en 1934, se encuentra con la CNT escindida y los grupos radicales anarquistas –en su mayoría de la FAI– en crisis, después de los fracasos insurreccionales de 1932 y 1933. Enseguida su personalidad adquirió relevancia en los medios libertarios. Ingresó en el sindicato de Artes Gráficas de la CNT en Barcelona; y en la FAI, en el grupo Nervio. Dirigió el semanario Tierra y Libertad y la revista Tiempos Nuevos. Tuvo un papel destacado en el Congreso de Zaragoza, en febrero de 1936, en el que se reconciliarían las dos tendencias cenetistas. No obstante, su dictamen sobre la futura organización económica de la sociedad sería rechazado en dicho Congreso, al aprobarse el presentado por el militante Isaac Puente que, como hemos visto, publicó algunos trabajos sobre el futuro de la sociedad libertaria. Sus ideas las plasmará en El organismo económico de la revolución. Cómo vivimos y cómo podríamos vivir en España (Tierra y Libertad, Barcelona, 1936). Ya había publicado en Argentina, en colaboración con el médico Ramón Lasarte, Reconstrucción social. Nueva edificación económica argentina (Buenos Aires, 1933), en el que abandonaba sus esquemas interpretativos basados en el espontaneísmo revolucionario y el agrarismo. Diego Abad de Santillán era el seudónimo de Sinesio Baudilio García Fernández (1897-1983), natural de León y militante activo del movimiento libertario de España y Argentina, país este último en el que vivió durante los años veinte y en el que posteriormente se exilió desde 1939. Fundó y editó varias revistas y escribió diversos libros sobre cómo debía estructurarse la sociedad libertaria. Con el estallido de la sublevación militar de 1936 adquiere un papel predominante en el Comité de Milicias barcelonés, que se creó a instancias de la CNT-FAI, y fue consejero de economía del Gobierno de la Generalitat. Casi al final de la Guerra Civil publicó la revista Timón y, tras la derrota, regresó a Argentina donde colaboró en distintos proyectos editoriales. Después de la muerte de Franco, en 1976, vuelve a España, y, ante la pregunta: «¿Cómo cree usted que debe actuar el movimiento libertario en estos tiempos, alejada ya la Guerra Civil?» responde: «Debe actuar por encima de toda división, de todos esos grupitos que han surgido en todas las épocas, que se dividen en vez de unirse. Siempre a favor de la libertad, a favor de la justicia, apoyando toda buena iniciativa venga de donde venga, tratando de proponer las propias y también en el sindicato. […] Nosotros no pretendemos obtener votos sino tan sólo influir, captar las verdaderas aspiraciones populares sin imponer nada». «¿Usted es partidario de los estatutos de autonomía?» «Claro, “autonomizar” dentro del conjunto es lo que facilitaría la unidad más perfecta. Además, Cataluña necesita del resto de la península, incluso como mercado para su producción. El catalán no es separatista y el valenciano tampoco». Su pensamiento en los años treinta parte, como el de la mayoría de los anarquistas, de que es inminente la crisis del capitalismo y así lo desarrollará en La bancarrota del sistema económico y político del capitalismo (Valencia, 1932). Nada hay de original a lo ya manifestado por Noja, Besnard, Cornelissen y otros, pero lo sustantivo es que Santillán considera que «la industria moderna es un motivo de orgullo para el ingenio humano», contrariamente a lo que había defendido en otras épocas. Alude, incluso, a la formación de un Consejo Regional de Economía como coordinador de toda la estructura productiva y, desde posiciones ortodoxas libertarias, prescinde del Estado y sus instituciones. En estas coordenadas escribirá Las cargas tributarias. Apuntes sobre las finanzas estatales contemporáneas (Barcelona, 1934), posiblemente su trabajo más original. Su análisis se centra en el papel que desempeñan los Estados contemporáneos como maquinarias restrictivas de la libertad del individuo. Por ello, habrá que combatirlo como pieza clave de la permanencia del capitalismo. El movimiento obrero no puede limitarse a meras reivindicaciones económicas porque piensa que, si hay aumentos salariales, también se encarecerán las mercancías, lo que recuerda la llamada «ley de bronce» de los salarios de Ferdinand Lassalle, el socialista alemán que contribuyó a la creación del Partido Socialdemócrata Alemán y que debatió con Karl Marx. Las cargas fiscales sólo benefician a las grandes fortunas y perjudican a los trabajadores, que son los creadores de la riqueza. Abad de Santillán pasa revista a los sistemas fiscales de Italia, Alemania, Francia y Argentina y extrae la misma conclusión: el aumento anual de los presupuestos del Estado no se traduce en mejoras para toda la sociedad y tienden a crear profesiones improductivas, con aumento de la burocracia. Su conclusión es que el Estado dificulta el desarrollo económico. Sin embargo, su obra más encumbrada, El organismo económico de la revolución, es, sobre todo, un refrito de trabajos de otros autores como los de Leval, Noja o los anarcosindicalistas, y en ella no existe ninguna aportación teórica novedosa. Sus propuestas de Consejos de Fábricas o Granjas, o Consejos de Ramo, están directamente relacionadas con lo dicho por Besnard. Considera fundamental controlar el consumo para no sobrepasar el nivel de producción existente y admite la función social del crédito, sin especificar a qué tipo se refiere, de tal manera que pretende que oferta y demanda estén perfectamente reglamentadas y serán las estadísticas las que señalen los superávits o los déficits de cada localidad o región. De nuevo nos encontramos ante un sistema de gran control, enmascarado en una supuesta descentralización de los núcleos de producción y consumo. LAS COLECTIVIZACIONES Una bibliografía abundante, principalmente elaborada en los años setenta y ochenta del siglo XX, tanto desde la militancia anarquista como desde el ámbito académico, se ha ocupado del asunto de las colectivizaciones españolas durante la Guerra Civil. Todo ello nos permite tener una idea aproximada, pero parcial, de lo que significó el proceso de colectivización de campos e industrias, en el que el papel de los libertarios fue fundamental. Sin embargo, el fenómeno presenta muchas vertientes según las zonas, el tipo de empresas, la actividad agraria o industrial, la colaboración con otras fuerzas... Ni los socialistas ni los libertarios tenían un plan estratégico de cómo actuar. La guerra se les vino encima y tuvieron que improvisar medidas atendiendo a lo que creían que favorecía a sus ideales, los cuales habían aprendido en libros, folletos, revistas o a través de la propia experiencia. La historiografía anarquista las ha valorado como una gran conquista de la revolución libertaria española, y una alternativa popular y democrática a lo que realizaron los bolcheviques a partir de 1917 y extendieron después de la Segunda Guerra Mundial en las llamadas democracias populares. Los publicistas comunistas, en cambio, la criticaron de manera rotunda como expresión de la desorganización anarquista y la falta de sensatez al poner en funcionamiento experimentos cuando de lo que se trataba era de ganar una guerra; además de que sus resultados no fueron, precisamente, buenos para la economía de la República. En la versión de la Guerra Civil que escribieran los comunistas españoles en Guerra y Revolución en España. 1936-1939 se señala que la superficie sembrada en Aragón y Cataluña disminuyó un 20 ó un 30 %. Cuando el economista Ramón Tamames pertenecía al PCE y colaboró con la publicación de uno de los tomos de Historia de España de la editorial Alfaguara (La República. La era de Franco. Madrid, 1973), venía a repetir la misma idea: «Los anarquistas de la CNT y de la FAI acometieron un experimento ácrata generalizado, creando un semicaos económico», sin especificar en qué consistió este y cuáles fueron sus consecuencias. Cada cual narra los hechos según su afiliación ideológica y política. Algunos destacan su triunfo o su fracaso en función de la relación de los anarquistas con el Gobierno. Si estos hubieran permanecido en él no se habría producido la contraofensiva contra los anarquistas, y un ejemplo lo tenemos en el Decreto de Colectivizaciones del comercio y la industria por parte del Gobierno de la Generalitat de Cataluña. Existen también testimonios de anarquistas que criticaron la práctica de funcionamiento de algunas de ellas. «Se nota en las colectividades, –se afirma en Vida, órgano de la Federación Regional de Campesinos de Levante (30 de julio de 1938)– la falta de elementos preparados». «Escasean –dice Abad de Santillán– los camaradas susceptibles de llevar a término el trabajo que requiere, en el orden administrativo, toda colectividad». De estas afirmaciones poco puede esclarecerse. Y al tener la guerra distinta suerte en las diversas zonas de la geografía española, es difícil hacer una valoración global, aunque existen monografías bien documentadas y articuladas para temas concretos. Hubo tantas variantes y con una documentación tan dispar, que resulta aventurado sacar conclusiones generales. Tal vez, lo más significativo que puede apreciarse fue la improvisación, que provocaría distintas formas de actuación, desde la colaboración hasta el enfrentamiento entre los partidarios de la colectivización y los campesinos que deseaban seguir cultivando sus tierras. Si esto ocurría en las zonas agrarias algo parecido surgió en los talleres y fábricas, donde el control obrero, en algunos casos, sustituyó completamente al propietario y en otros este mantuvo la dirección de la empresa. Resulta arriesgado concluir que la defensa o la crítica de las colectivizaciones están relacionadas con dar o no prioridad a la revolución sobre la guerra. El dilema nos parece falso porque aunque hubo, en algunos casos, un proyecto de organizar la producción y la distribución de manera colectiva, la mayoría de las colectivizaciones respondieron a la necesidad de seguir produciendo ante la desafección o la huida de muchos propietarios, arrendatarios o empresarios por el temor a las represalias. Es decir, había que asegurar el abastecimiento de las tropas y de la retaguardia. Según se desprende de la documentación, por ejemplo, de las colectivizaciones de los términos de Pedralba y Bugarra, en la provincia de Valencia, existía una junta calificadora municipal que determinaba la situación de las tierras de cada propietario, atendiendo al decreto del Ministerio de Agricultura del 7 de octubre de 1936. Así, dicha junta proponía al Comité Agrícola Local que respecto de las tierras de un propietario definido «de extrema derecha, desafecto al régimen y desaparecido y que perteneció a la Unión Patriótica y al Somatén durante la dictadura de Primo de Rivera», y cuya actuación en los problemas sociales del campo y cumplimiento de las leyes de la República fue definida de «mala» y además «pagó jornales de hambre», se propone la expropiación forzosa sin indemnización de todas sus fincas. En otro caso se definen los antecedentes políticos del interesado, igualmente calificado «de extrema derecha, habiendo colaborado en el movimiento subversivo, condenado por el tribunal popular a doce años de trabajos forzados». A partir de estas propuestas se realizaba un acta de incautación, consignándose en ella la superficie dedicada a cada cultivo y calculándose su rendimiento. Posteriormente se realizaba una contabilidad de las fincas colectivizadas. También se daba el caso, como así consta en dicha documentación, de que los propios campesinos pusieran sus tierras a disposición de la colectividad: El que suscribe… de estado casado, vecino y natural de Pedralba, de 46 años de edad, con plena libertad y facultades para ello, hago declaración de que mis aportaciones a la Colectividad de Campesinos CNT, de Pedralba, de la cual soy asociado, se compone de los bienes y valores que a continuación se detallan, los cuales han sido fijados de común acuerdo y para constancia y efectos consiguientes ante cualquier hecho que se derivase, ya sea de carácter privado o público. […] De todo lo cual doy fe y firmo mi conformidad, así como el presidente de la colectividad, quien se reserva copia. Archivo municipal de Pedralba, documentación no clasificada Seguramente el tema da para más a medida que nuevas perspectivas teóricas y nuevo material documental lo aborden, de nuevo, y no lo reduzcan a una mera hagiografía o descalificación. UN PODER MENGUANTE: ANARQUISTAS EN EL EXILIO Cerca de 450.000 españoles cruzaron la frontera francesa tras la derrota republicana en 1939, de los que se calcula que ochenta mil eran militantes cenetistas. Uno de ellos, Cipriano Mera, que supo y pudo demostrar una gran capacidad estratégica dirigiendo una parte del ejercito de la República, rehízo su vida en el exilio trabajando de albañil en Francia. Otro ejemplo fue el del disidente de la CNT Manuel Gómez Peláez, que se separó de su estructura orgánica controlada por los ortodoxos de Federica Montseny después del Congreso de la CNT celebrado en Montpellier en 1965. Gómez Peláez, residente en París, editó con otros militantes un boletín llamado Frente Libertario, auténtico eco de los disidentes, y apostó por la renovación de la generación que controlaba la CNT en el exilio. Constituyó el Centro de Estudios Sociales y Económicos en 1961 para conseguir impulsar el debate por todos los núcleos de exiliados en Francia y aglutinar a los no conformes con los modos de dirección de los «ortodoxos». En sus aulas impartieron conferencias Gaston Leval y Dionisio Ridruejo, reconvertido en socialdemócrata, y antiguo miembro de primera hora de Falange Española. Al salir de España, algunos abandonaron la militancia anarcosindicalista y otros abogaron por remarcar los principios libertarios. Pronto surgieron los primeros enfrentamientos entre quienes pretendían entrar en el Gobierno que todavía presidía, si bien en el exilio, evidentemente, Negrín –pero con la condición de que no estuvieran los comunistas– y aquellos que defendían la vuelta a las ideas que habían definido al anarquismo. Los que se exiliaron a Gran Bretaña –aproximadamente ochenta– formaron un Consejo Nacional de Defensa y exigieron que el dirigente cenetista, Segundo Blanco, abandonara el Gobierno republicano en el exilio. Los más de doscientos cincuenta que marcharon a México constituyeron la llamada Delegación de la CNT de España en aquel país. La llegada de García Oliver supuso una convulsión con sus propuestas de crear un Partido Obrero del Trabajo, en la línea de Horacio Martínez Prieto, manteniendo la misma estructura federal de la CNT y continuar con la colaboración de todos los partidos, incluidos los comunistas. Planteó la dimisión de Negrín y la formación de un nuevo Gobierno, en el que los anarquistas debían integrarse. Pretendía, también, que la Delegación de la CNT en México tuviera delegaciones en los diferentes países en los que hubieran exiliados cenetistas. Las propuestas de García Oliver fueron derrotadas en las diversas asambleas, celebradas en 1942, por escasos votos de diferencia, pero este mantuvo sus ideas y se produjo la primera escisión de la CNT; a la vez que se discutía dónde debía instalarse la Delegación General de la CNT, que finalmente se ubicó en México, con diez miembros en aquel país y cinco en Gran Bretaña, lo que suscitaría recelos entre los delegados de Londres. La decisión del socialista Indalecio Prieto de constituir en la capital de México, en 1943, la Junta Española de Liberación, para coordinar las relaciones con los aliados una vez acabara la Segunda Guerra Mundial, –de la que quedarían excluidas distintas fuerzas políticas republicanas, la CNT y la UGT– y la posterior creación en España, en 1944, de la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas, suscitarían un intenso debate entre los anarcosindicalistas del interior, partidarios de la participación, y los del exilio, que se mostraron muy reticentes a volver a la colaboración política por considerar que suponía una renuncia de sus ideales. Este cuestionamiento de las posiciones de los órganos de decisión de la CNT radicados en España aún se acentuaría más ante la circunstancia de que los exiliados en Francia, más de treinta mil afiliados, se organizaron. No sólo eran numéricamente muy importantes sino que, además, contaban con el apoyo de los que se habían refugiado en el norte de África (Argelia y el Marruecos francés). Las decisiones más significativas de cara a la trayectoria futura del movimiento libertario español –CNT, FAI y Juventudes Libertarias– se adoptaron en el Congreso de París, celebrado en mayo de 1945, en el que estuvieron representados todos los núcleos desperdigados en el exilio, aunque el peso de los residentes en Francia era hegemónico. Se ratificaron los principios clásicos del movimiento libertario: acción directa en el sindicalismo, antiestatalismo, incompatibilidad con un régimen monárquico, además de reafirmar la alianza con la UGT que ya se había consumado en la Guerra Civil. La mayoría de los anarquistas estaba dispuesta a aceptar una república federal, sin cuestionar la estructura del Estado español. Cuando las tropas sublevadas consiguen el triunfo en la Guerra Civil española, muchos militantes libertarios se exilian en Francia, Argentina, México y Argelia. En la foto, exiliados cenetistas en una asamblea de la CNT celebrada en Francia y al fondo el nombre de «Pelloutier» uno de los máximos representantes históricos del sindicalismo revolucionario o anarcosindicalismo. Sin embargo, la escisión se consumó ante el control de los representantes de las posiciones ortodoxas, representadas principalmente por Federica Montseny y Germinal Esgleas, que impusieron, acabada la Segunda Guerra Mundial, la no colaboración con cualquier tipo de Gobierno constituido con las otras fuerzas políticas que también vivían en el exilio y tenían la esperanza de que el franquismo acabase después de que los aliados derrotaran a Hitler. Había que recuperar el papel jugado por los anarquistas en la revolución española; pero, con esta resolución se alejaban cada vez más de los sectores que desde el interior intentaban recomponerse y reconstruir la unidad de las fuerzas democráticas republicanas en medio de una situación de represión permanente: muchos estaban en la cárcel o controlados por la policía franquista, todo ello en unas condiciones de vida muy precarias donde se hacía difícil conseguir los productos de primera necesidad; el racionamiento era más duro para los que habían perdido la guerra y estaban sujetos a un ambiente hostil donde cualquier mínima reunión era ya motivo para ser detenido, además de no encontrar facilidades para encontrar trabajo. La disolución orgánica del anarquismo LOS ENFRENTAMIENTOS DEL ANARQUISMO ESPAÑOL MILITANTE: LAS PARTIDAS DE GUERRILLEROS De alguna manera, la Guerra Civil continuaba, pero con una posición de dominio de los vencedores que imponían sus normas en muchos casos, humillando a los que habían combatido en el bando republicano. El hambre, o una carestía intensa, fue un factor que condicionó que muchos se dejaran abatir por el desaliento y sólo vieran en la unión de todas las fuerzas contrarias al régimen la posibilidad de derrotar al franquismo, con la esperanza de ayuda que debían proporcionar los aliados, triunfadores sobre el nazismo. Pero, por mucho que el representante que acudió desde España al Congreso de Diputados de Estados Unidos así lo destacara, expresando la escisión entre el mundo de los que vivían fuera y la verdadera realidad española, sin embargo, esta escisión y este alejamiento de la realidad duraría hasta la muerte de Franco. La ruptura entre posibilistas –mayoritarios en el interior– y ortodoxos –predominantes en el exilio– se materializaría de forma definitiva al constituirse el Gobierno Giral de la Segunda República en el exilio en 1940. El nuevo jefe del Gobierno en el exilio dio entrada en el mismo a todas las fuerzas políticas exiliadas, incluidos los anarcosindicalistas Horacio M. Prieto y José Leiva, partidarios de constituir un Partido Obrero Sindicalista. En el fondo, esta vuelta a la colaboración política no fue la causa de la escisión, sino el detonante de una crisis ideológica que venía de lejos. Las cosas siguieron en la misma tónica durante todo el tiempo que duró el franquismo, un Movimiento Libertario Español dividido en distintos bloques, cada vez más distanciado y desinformado de lo que ocurría en el interior de la España franquista. Y, dentro de la autonomía tradicional de los grupos anarquistas, algunos practicaron el terrorismo, mediante algunas acciones puntuales. Incluso se planteó el asesinato de Franco, como Max Aub evocaría en un relato de ficción. Algunos de ellos, como Cipriano Mera, me contaron en París que, con ocasión de un partido entre las selecciones de fútbol de España y Francia, quisieron atentar contra el general Moscardó –el llamado héroe del Alcázar de Toledo para el franquismo durante la Guerra Civil, nombrado director general de Deportes con Franco–, presente en el estadio, pero como España ganó el partido y se entusiasmaron con el juego de los futbolistas españoles no llegaron a tiempo para cumplir la acción que se había decidido. Aunque otras versiones señalan que aquellos militantes de la FAI encargados de la acción no la realizaron por temor a perder la residencia y la situación de exiliado en Francia. También existió participación en el maquis, los guerrilleros que siguieron hostigando a las fuerzas de orden franquistas en distintas comarcas españolas. Muchos de ellos habían combatido en el Ejército republicano; y otros, en la resistencia francesa durante la ocupación nazi. Se fraguó además una guerrilla urbana, que en el caso de Cataluña fue de composición anarquista, en torno a grupos como los Maños o Talión o individuos que actuaron por propia iniciativa creando partidas armadas sin conexión con los órganos de dirección libertarios, a medio camino entre el bandidaje y la reivindicación libertaria. Sus máximos representantes fueron Facerías y El Quico, Francisco Sabaté, (1915-1961), militante de la FAI y combatiente en la División Ascaso durante la Guerra Civil, enfrentado a los comunistas. El Quico fue colaborador en la resistencia francesa contra los nazis y, después del Congreso de 1945 de la CNT, uno de los más entusiastas partidarios de la lucha armada contra Franco. Creó en 1955 los Grupos de Combate anarcosindicalistas, desautorizados por el comité de la CNT exiliada, para planificar atentados y desarrollar una propaganda antifranquista después del Congreso de la CNT de 1945, pero su grupo fue desmantelado y él fue abatido por la Guardia Civil en Sant Celoni, Barcelona, en enero de 1961. Su hermano Pedro también había muerto en 1949 a manos de la policía. La otra figura contradictoria fue la de Josep Lluís Facerías (1920-1957), antiguo militante de la columna Durruti durante la Guerra Civil, colaborador al principio con Sabaté que después de romper con él actuó con su propio grupo. Asaltó bancos por diversas comarcas del norte de Cataluña y sur de Francia. Disiente de las organizaciones libertarias del exilio, actuó por su propia cuenta, y pasó un tiempo en Italia intentando crear las Juventudes Libertarias italianas. Pretendió trasladarse a América pero al preparar una operación en Barcelona contra el militante Pardillo, tachado de confidente de la policía –y dado que probablemente sus intenciones las conocía la Brigada Político-Social franquista– murió acribillado por esta sin que la CNT ni la FAI reivindicaran su muerte. Uno de los principales guerrilleros anarquistas urbanos fue Francisco Sabaté, partidario de la lucha armada contra el franquismo. Aquí lo vemos en una de sus escasas fotos atravesando la frontera entre Cataluña y Francia. En los años sesenta del siglo pasado se produjeron reuniones en el exilio francés de las dos tendencias con la idea de la reunificación, que se concretó en el Congreso de la CNT de 1961, en Limoges. Se aprobó un dictamen en el que se hacía un llamamiento a las otras ramas libertarias de constituir una plataforma común, la Defensa Interior (DI), que reactivara la lucha contra el franquismo, pero estas intenciones no fueron suficientes para superar las reticencias y las disidencias personales y así cualquier intento de colaboración conjunta quedó cercenada en el Congreso de la CNT de 1965. Sin embargo, se realizaron diversas acciones terroristas de grupos anarquistas, principalmente en Madrid y Barcelona, que fueron desmanteladas por la policía y sus responsables fueron condenados a largas penas de cárcel o ejecutados por resolución de Consejos de Guerra. Uno de los casos más trágicos ocurrió con los anarquistas Francisco Granados y Joaquín Delgado, miembros de las Juventudes Libertarias que fueron ajusticiados por garrote vil después de un Consejo de Guerra sumarísimo en la madrugada del 17 de agosto de 1963. Una bomba había explotado en la Dirección General de la policía en la madrileña Puerta del Sol, en la sección de pasaportes, y otra lo hizo en la Delegación Nacional de Sindicatos del Paseo del Prado también de Madrid, con resultado de varios heridos y destrozos materiales. Ambos militantes libertarios fueron detenidos y acusados de los hechos, utilizando la tortura para conseguir las declaraciones de culpabilidad. Años después se ha sabido que no fueron ellos los que colocaron los artefactos, de muy baja calidad, sino otros militantes que lo reconocerían treinta años más tarde, Sergio Hernández y Antonio Martín, que huyeron nada más producirse los hechos. En realidad, Granados había venido a España desde Francia con una maleta de explosivos que debía servir para atentar contra Franco, operación que resultó inviable, y Delgado se había trasladado desde Francia para abortarla y comunicárselo a aquél, pero ambos cayeron en manos de la policía política franquista y la posesión de aquella valija cargada de explosivos en poder de Granado sirvió al tribunal militar para decretar sentencia de muerte, sin que Franco otorgara el indulto. El relato de Carlos Fonseca Garrote vil para dos inocentes, de 1998, reconstruye los hechos al modo de la obra clásica de Truman Capote A sangre fría (1966). Años más tarde, en 1974, también sería ajusticiado el joven barcelonés Salvador Puig Antich –miembro del Movimiento Libertario, que había llevado a cabo diversas acciones de agitación en defensa de las posturas anarquistas–, después de una refriega en que murió un policía. Hubo en 1965 intentos por parte de algunos sectores falangistas del sindicalismo vertical franquista de contactar con antiguos anarcosindicalistas de la CNT, la mayoría de ellos alejados de la misma (entre otros, estaban Eduardo Guzmán, Luis Orobón Fernández, Lorenzo Iñigo, Francisco Royano) para que se integraran en el mismo y tuvieran un papel dirigente, haciendo frente a la crecida Comisiones Obreras (CC. OO.) filocomunista y a la también muy clandestina UGT, de cara a prever el futuro de los sindicatos en un régimen cuyos representantes comenzaban a posicionarse ante la eventualidad de la desaparición de Franco. Es lo que ha sido llamado el cincopuntismo, por los «cinco puntos» en que se pretendía establecer el acuerdo (sindicalismo unitario, independencia de los partidos políticos, participación en las decisiones económicas del Gobierno, derecho de huelga y apoyo al cooperativismo). Pero nada se logró, la mayoría de los dirigentes cenetistas, fueran cuales fueran sus posiciones dentro de la organización, rechazaron cualquier intento de colaboración con el sindicalismo franquista, y aquel intento resultó ineficaz como lo fueron todos los esfuerzos a favor de unificar las distintas fracturas en que se desenvolvía la CNT del exilio que hacían inviable una acción unitaria en el interior. Apenas contó el anarcosindicalismo en el proceso de transición política, iniciado a raíz del fallecimiento del dictador en 1975: sus cuadros históricos estaban enfrascados en el recuerdo de un pasado que ya no existía en la España de los años setenta, y los nuevos grupos emergentes que se identificaban con su historia y presupuestos ideológicos no pudieron articular una estructura unitaria que tuviera viabilidad en la nueva situación después de la muerte de Franco. La reconstrucción de la CNT no tuvo viabilidad por la dispersión interna que en ella existía y los discursos diferentes que en su seno pugnaban por controlarla. Aún se movilizó a varios miles en distintos mítines en Madrid y Valencia durante marzo de 1977 que provocaron la ilusión de una posible recuperación de la central sindical, pero todo fue un sueño. «Era –nos dice Freddy Gómez, hijo de un militante anarcosindicalista español del exilio, escritor y cineasta– tomar los deseos por realidades […]. Era, una vez más, reemplazar la lucidez para el discurso complaciente e inquebrantablemente optimista». El anarcosindicalismo no supo adaptarse a las nuevas condiciones laborales de la sociedad posterior a la Segunda Guerra Mundial; y el espacio sindical, cada vez más mermado en una estructura muy diversificada que hace difícil aunar criterios homogéneos, lo ha ocupado un sindicalismo de concertación que ha pactado con el sistema para mantener el statu quo: «El militante sindicalista –prosigue Gómez–, incluso el anarcosindicalista, tiene que dejar en las estanterías de su biblioteca los libros sobre historia del movimiento obrero para empaparse de textos sobre convenios y legislación laboral si quiere poder dar la cara ante sus compañeros de trabajo. […] Lo incomprensible no es que la gente no acuda a nosotros, el milagro sería precisamente que CGT y CNT sumadas arrastraran no ya a millones de afiliados, para estar a la altura del millón del 36, sino unos pocos centenares de miles». El anarquismo organizado, como el carlismo, desaparecieron como fuerza social en la España de finales del siglo XX, aunque su rastro ideológico se transmitió a las mentalidades de las nuevas generaciones: parte de los presupuestos nacionalistas enlazan con el carlismo sociológico, especialmente en el País Vasco. Las bases por las que lucharon los anarquistas también aparecen en propuestas asumidas por diversos movimientos sociales, y no había que descartar la transmisión de una cierta mentalidad anarquista en el distanciamiento de la acción política y de sus representantes electos, escasamente valorados como interlocutores sociales para resolver los problemas de la sociedad española. Desde diciembre de 1979, ya en plena transición política, después del Congreso de Valencia, se produjo la ruptura definitiva de la CNT-AIT, constituyéndose dos organizaciones: la oficialista CNT-AIT (continuadora de los principios históricos anarcosindicalistas), y la escindida que adoptó el nombre de CNT Renovada, más alejada de los principios clásicos del anarquismo, eliminándose la pertenencia del sindicato a la Internacional anarcosindicalista, la AIT, que aún subsistía sobre el papel. A finales de los años ochenta, la CNT-AIT interpuso una demanda contra la utilización de las siglas por los escindidos. El Tribunal Supremo emitió sentencia declarando nulos los acuerdos de un Congreso de Unificación celebrado en 1984, propuesto por la mayoría de los sindicatos de ambas tendencias para conseguir llegar a un acuerdo de unidad, pero los oficialistas intransigentes consideraron que no se había convocado legalmente por el Comité Nacional de la CNT-AIT, que tenía la representación oficial, ratificada posteriormente la sentencia por el Tribunal Constitucional. Ante este hecho, la organización surgida de dicho Congreso de Unificación, en la que eran mayoría los renovadores, decidió abandonar las siglas CNT, pasando a denominarse Confederación General del Trabajo (CGT) por acuerdo del Congreso celebrado en 1989. Su diferencia con la CNT-AIT, muy mermada de efectivos, es su participación en las elecciones sindicales y en los comités de empresa, además de tener liberados sindicales y una estructura organizativa más acorde con los sindicalismos actuales, frente a la autonomía de la CNT-FAI. Admite subvenciones del Estado y de las empresas en las que tiene afiliados, practicando un sindicalismo posibilista que, en algunos casos, es más radical en sus planteamientos reivindicativos que CC. OO. y la UGT, pero mantiene en sus estatutos lo siguiente: «Fomentar el conocimiento y la difusión del pensamiento libertario y anarcosindicalista. Ayudar al estudio e investigación de la historia del sindicalismo, anarcosindicalismo y movimiento libertario y el estudio e investigación de las corrientes sindicalistas en España y otros países». La CGT es en la actualidad, dentro de la crisis general del sindicalismo, la tercera fuerza sindical española, pero a mucha distancia de CC. OO., y también cuenta con representación en las administraciones públicas, en Correos, Metro de Madrid y en los sectores de Banca, Sanidad y Enseñanza, con unos cinco mil delegados sindicales y miembros de Comités de Empresa y, según sus declaraciones, cuenta con unos sesenta mil afiliados y casi un millón de votos entre los trabajadores en las últimas elecciones sindicales. MAYO DE 1968 ¿UNA REVUELTA ANARQUISTA? No es casual que el lenguaje fuera uno de los elementos de movilización de la juventud de finales de los felices años sesenta del siglo XX, uno de los rebrotes anarquistas que utilizó la tradición libertaria para reivindicar el rechazo de la sociedad de consumo, de la que, al contrario de los obreros y campesinos del siglo XIX y primer tercio del siglo XX, ellos disfrutaban. Uno de los símbolos de este neoanarquismo fue el año bisiesto de 1968, con la revuelta de los estudiantes de diversos campus universitarios en Europa y América. En la entonces República Federal Alemana, un estudiante de Sociología, Rudi Dutschke, que sufriría un atentado que le dejó graves secuelas y probablemente le acortara la vida, lanzó su consigna: «Sin provocación no seremos tomados en serio», y se impuso como líder del SDS (Asociación Socialista de Estudiantes Alemanes) en el Congreso celebrado en Frankfurt en 1967, frente a los seguidores marxistas, logrando extender la protesta contra el sistema imperante. Pensaba que no existían condiciones objetivas, como el marxismo clásico propugnaba, para derribar al capitalismo, sólo la lucha constante y abierta, la voluntad de crear un mundo nuevo puede alterar el sistema de dominio y de alienación de esa gran masa que se limita a consumir. No es la clase obrera la protagonista de la historia sino aquellos que han reflexionado sobre el orden establecido, en un proceso de autoconcienciación, y han visto la necesidad de cambiarlo, porque este tiene suficiente capacidad de regeneración e invalida la teoría marxista clásica de que ineluctablemente surgirá la derrota de las relaciones de producción capitalista. La revolución se convierte en una vivencia personal que debe incitar a la lucha, en una manera de perfeccionarse personalmente para construir un ser humano nuevo porque de lo contrario la revolución no cambia nada: una burocracia sustituye a los antiguos gobernantes, así ocurrió en la Unión Soviética y en otros lugares donde supuestamente ha triunfado el partido del proletariado. Rechaza, aun aceptando la teoría marxista sobre el análisis del capitalismo, la concepción leninista del partido dirigente y conecta con el insurreccionalismo bakuninista, propugnado los comités de lucha basados en una fraternidad común para llegar a la conclusión de que sólo hay verdadera revolución con la ausencia de toda autoridad. En California, los estudiantes norteamericanos expresaron su rebeldía, con el filósofo alemán de la llamada escuela de Frankfurt, exiliado en Estados Unidos y antiguo militante socialista, Herbert Marcuse como figura central de la interpretación de la crisis de la sociedad capitalista moderna. También expresaron su rebeldía contra la guerra del Vietnam como símbolo del imperialismo, todo ello en medio de la reivindicación de los derechos civiles para la gente de color, con el liderazgo de Martin Luther King como principal referente, quien sería asesinado ese mismo año. y el surgimiento del grupo radical de los Panteras Negras, que reivindicaba un nacionalismo negro propio. En México, las fuerzas del orden realizaron una matanza indiscriminada de estudiantes que protestaban. También fue 1968 el año de la primavera de Praga en la Checoslovaquia comunista contra el sistema soviético, que se saldó con muchos estudiantes disidentes detenidos, algunos de los cuales resultaron muertos, consecuencia de la intervención de la entonces URSS, que invadió finalmente con sus tanques aquel país centroeuropeo. Tampoco Italia, Bélgica, Suecia y otros países europeos quedaron exentos de la revuelta, con huelgas diversas y agitación universitaria en los distintos campus de las principales ciudades; y en España y Portugal se estimuló la lucha contra sus dictaduras, que estaban en un proceso de degradación acelerada. Alexander Dubcek alcanzó la Secretaría General del Partido Comunista Checo con el apoyo de los sectores reformistas que pretendían transformar el sistema económico y social soviético en uno más flexible donde se permitiera la libertad de mercado y se admitiera la libertad de expresión. Pero el movimiento más emblemático fue el mayo parisino que estalló el día 3 de aquel mes, si bien los hechos de alguna manera se habían desencadenado ya en marzo, cuando seis estudiantes de la recién creada Universidad de Nanterre fueron detenidos después de que se organizara una huelga de protesta por la guerra del Vietnam. Fue entonces cuando se erigió la figura de Daniel Cohn-Bendit como agitador del campus universitario; un estudiante que contribuiría a fundar el Movimiento 22 de marzo que formaría un frente común con todas las tendencias de izquierda. El Movimiento se basaba en un método asambleario que fomentaba la soberanía de las bases por encima de los dirigentes. La policía arremetió contra huelguistas y manifestantes, y Nanterre se cerró indefinidamente; mientras, un manifiesto denunciaba el rechazo a la universidad capitalista y tecnocrática, arremetiendo contra el llamado «conocimiento neutro». Las paredes de la Universidad de la Sorbona se llenaron de eslóganes de claro signo libertario, con Daniel Cohn-Bendit como principal dirigente de un movimiento sin objetivos políticos definidos y con una mezcla de posiciones ideológicas diversas, desde el trotskismo, el maoísmo, hasta los movimientos autogestionarios: «La revolución es el éxtasis de la historia», «Sed realistas y pedid lo imposible», «Tomad vuestros deseos por realidades», «La imaginación al poder», que han permanecido como eslóganes. Daniel Cohn-Bendit, de origen alemán pero residente en Francia, fue uno de los líderes del Mayo de 1968 en la revuelta de París. Aquí lo vemos enarbolando la bandera roja y negra de los anarquistas. La bandera negra y roja, símbolo de la subversión libertaria, fue la más ondeada y la agitación se extendió a otras universidades francesas y a los liceos. La acción directa en las calles en contra de una política autosatisfecha y sin conciencia de que existían problemas graves más allá de las fronteras de Europa, sirvieron para tomar conciencia a unos estudiantes que provenían en su mayor parte de las clases medias favorecidas por el crecimiento económico posterior a la Segunda Guerra Mundial. La noche del 6 de mayo, unos veinte mil manifestantes ocuparon el Barrio Latino y arremetieron contra la policía levantando los adoquines de las calles; la reacción policial fue dura e indiscriminada. Al amanecer, más de ciento cincuenta coches aparecieron quemados en las calles del barrio. A los estudiantes se unieron profesores y obreros. Hasta entonces el PCF había considerado la revuelta de provocación, destacando el origen alemán del Conh-Bendit, actitud esta que tenía ciertos elementos xenófobos, pero ante los acontecimientos se vieron arrastrados a apoyar el movimiento; y la CGT, controlada por los comunistas, se lanzó a la huelga en una jornada de protesta el día 13 de mayo con una marcha de más de ochocientos mil trabajadores. El primer ministro Georges Pompidou dio marcha atrás y abrió la Sorbona. Parecía que volvían las barricadas del XIX a París. Las calles de alrededor de la Universidad de la Sorbona en París se llenaron de lemas y eslóganes sobre la necesidad de cambiar el capitalismo. Fueron cantos a la libertad como el que reflejan las paredes de la foto: «Tomad vuestros deseos por realidad». La revuelta adquirió un carácter espontáneo que acabó uniendo a obreros y estudiantes y provocando una huelga general, principalmente en los cinturones industriales de París, Normandía y Lyon. El 18 de mayo, los huelguistas eran ya doscientos mil y se produjo la ocupación de fábricas. La CGT pretendía separar ambos movimientos, el de estudiantes y el de los obreros, y el PCF no se acababa de fiar de un movimiento estudiantil asambleario al que no controlaba; dicho movimiento llegó a hacer tambalear al Gobierno del general Charles de Gaulle, mítico presidente francés, fundador de la Quinta República, así como el de su primer ministro Pompidou. Perdieron el control de algunas ciudades como Nantes, Lyon y Marsella. Las conversaciones con los patronos a fin de parar el vendaval de la revuelta produjo un aumento de los salarios, y De Gaulle, que se aseguró la lealtad del ejército, se dirigió por televisión a la nación francesa asegurando que no dimitiría. Socialistas y comunistas se prestaron a desbancar al general de la presidencia de la República pidiendo la convocatoria de elecciones. Las banderas rojas se entremezclaron en el mayo de París con las banderas rojas y negras, símbolo del movimiento libertario. El Mayo del 68 simbolizaba a una juventud desengañada pero que al mismo tiempo disfrutaba del desarrollo que se extendió por el mundo occidental después de la Segunda Guerra Mundial. El Gobierno consiguió enderezar la situación con la contrarreacción de las clases medias francesas, que salieron a la calle en un número de personas superior a quinientos mil manifestantes en defensa de la política gaullista, proclamando consignas como «¡Francia vuelve al trabajo!», «¡Somos la mayoría!» y dejando aquello, en cierto modo, como una algarada pasajera en la que, circunstancialmente, habían convergido estudiantes y obreros franceses. Un intelectual como Hans Magnus Enzensberger, autor por cierto de una biografía de Durruti, escrita en 1972 (El corto verano de la anarquía. Vida y muerte de Buenaventura Durruti) lo resumió con claridad: «Hasta ahora no disponemos de ningún ejemplo de sociedad que, tras haber alcanzado un alto grado de industrialización haya sufrido una revolución profunda». Los huelguistas volvieron al trabajo el 10 de junio y el ejército y la policía recuperaron las fábricas tomadas por los obreros; mientras, los estudiantes protestaban levantando más barricadas y produciéndose miles de heridos en su enfrentamiento con las fuerzas de orden público. EL PCF volvió a sus denuncias contra los estudiantes considerándolos enemigos y contrarrevolucionarios. Los estudiantes radicales quedaron aislados y el 16 de junio la policía entró en la Sorbona restableciendo el orden. Las elecciones generales a la Asamblea Francesa de los días 23 y 30 de junio las ganó la coalición gubernamental con abrumadora mayoría: el 60 % de los escaños los controlaban los gaullistas; mientras, el PCF perdió treinta escaños; quedando los escaños de las derechas en 358 de los 485 de la Asamblea. El gaullismo, que había vuelto a unificar a todas las fuerzas de la derecha, salió triunfante frente a un movimiento sin una dirección ni objetivos claros. No obstante, el llamado mayo francés significó para los jóvenes de la época la crisis del sistema político y económico imperantes en la Europa occidental de finales de los sesenta del siglo XX. Fue una protesta fallida contra el pacto que las clases obrera y burguesa habían realizado después de la Segunda Guerra Mundial. Las nuevas generaciones, que masificaban las universidades, no encontraban adecuado ni la existencia de una sociedad basada en una clase política autocomplaciente ni la de un movimiento obrero que había renunciado a sus reivindicaciones revolucionarias. Así lo expresarían Daniel y su hermano Gabriel Cohn-Bendit en su libro El izquierdismo, como remedio contra la enfermedad senil del comunismo, en clara respuesta al libro de Lenin El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, de 1920. El análisis de los hermanos es una defensa de Bakunin frente a Marx y Lenin a quien consideran un antecedente de lo que vendría con Stalin y su régimen de terror dictatorial, por cuanto rechazan la concepción de una elite dirigente concretada en un partido director. La revolución debe organizarse desde la espontaneidad de las masas, al margen de las organizaciones institucionalizadas. Es en la propia lucha donde se valida la acción revolucionaria, sin dirigentes que señalen el camino que hay que seguir. El debate asambleario debe continuar permanentemente, y en sus resoluciones intervienen todos los implicados. Fórmulas que duraron poco en los ambientes intelectuales y políticos pero que apuntaban a que la nueva generación rechazaba el conformismo posterior a la Segunda Guerra Mundial, y lo hacía con argumentos libertarios. Después han venido otros: los movimientos ecologistas de los denominados verdes, que se desarrollaron principalmente en la sociedad alemana, fuertemente industrializada, con su defensa a ultranza de los ecosistemas; la reacción de los punks, con su rechazo radical de la sociedad de consumo, exhibiendo un estética provocativa; los okupas, los círculos alternativos comunales, que tienen su antecedente en los hippies de los años sesenta, difusores de la libertad sexual –«haz el amor y no la guerra»–, los alucinógenos, y contrarios a cualquier autoridad del denostado sistema capitalista, o de los entonces países comunistas del Este («si tanto os gusta el orden –proclamarían–, iros allí»), con un claro desprecio por el leninismo y el estalinismo como frustrantes de las esperanzas revolucionarias. Se confiaba más en los cambios individuales o de pequeños grupos que en una organización estructurada. Las revueltas de los estudiantes de París en Mayo de 1968, a los que se unieron obreros y funcionarios, paralizaron Francia pero los conservadores ganaron las elecciones que convocó el presidente de la República General De Gaulle. En los últimos tiempos, los movimientos antiglobalización están impregnados de componentes ideológicos que recuerdan algunos principios anarquistas, como la reivindicación de la autogestión y la lucha contra las organizaciones políticas y financieras supranacionales, como el Fondo Monetario Internacional. Interpretan que las grandes multinacionales industriales, comerciales y financieras pretenden ampliar aún más su mercado, y en parte suplantar los poderes del Estado, eliminando, en la práctica, cualquier capacidad de libertad individual y provocando más explotación, control e insolidaridad. ANARQUISMO, ECOLOGISMO Y TECNOLOGÍA EN UN MUNDO GLOBALIZADO En las últimas décadas, el avance tecnológico y la cada vez mayor globalización económica han suscitado distintos debates que han revivido de nuevo aquellas reivindicaciones que nos remiten a la perspectiva histórica que plantearon los anarquistas: una sociedad sin Gobierno o con las menos injerencias posibles de los aparatos de poder en la vida de los seres humanos. Ya no se reivindica de una manera generalizada una revolución que por medio de la fuerza o la huelga general destruya la sociedad capitalista, ni tampoco la lucha sindical es el principal elemento para conseguir los objetivos. Las diferencias sociales están en la actualidad muy dispersas. La propiedad de las empresas en manos de múltiples accionistas ha difuminado los tradicionales elementos de dueños de los medios de producción (herramientas, talleres, edificios, maquinaria…), y en muchos casos los trabajadores, que aunque no son los principales responsables de las decisiones, están también implicados en los benéficos y en conservar su trabajo, desean que el sistema funcione aún con sus perversidades. En muchos casos, son los directivos los que suelen adoptar generalmente las decisiones importantes en las empresas o entidades financieras, como ha ocurrido con los bancos en los últimos tiempos. No obstante, todavía los propietarios de las medianas y pequeñas empresas tienen un control sobre sus entidades empresariales aunque cada vez más dependientes de las estrategias de los grandes bancos o de las multinacionales. Las alternativas se plantean desde sectores muy diversos que van desde el ecologismo radical a la propuesta por la utilización del software libre como predicaba el ex ministro de desarrollo en el antiguo Zaire (hoy República del Congo) Muteba Kazadi, quien planteó que no deben existir restricciones para utilizar los avances científicos y para ello debían de suprimirse los controles de las patentes con la consiguiente liberación de las fórmulas de los productos farmacéuticos u otras tecnologías que sean útiles para la humanidad sin por ello depender de las multinacionales. Y ello enlaza con los productos destinados para curar o retrasar el sida, cuyo precio hace inviable su utilización por la inmensa mayoría de las poblaciones contagiadas de África que cada día aumentan a un ritmo geométrico. Por ello Muteba Kazadi ha construido un grupo de expertos en biotecnologías en toda África negra para conocer las bases científicas que permitan reproducir las medicinas sin necesidad de pagar por su utilización, en algunos casos contando con el apoyo de investigadores que han trabajado para los grandes laboratorios. Es lo que ha sido denominado la perspectiva de la tecnoliberación y sus secuelas que recuerdan a los clásicos de las utopías libertarias al plantearse construir en una isla desierta una sociedad libertaria, Anarkia, para todos aquellos que estén dispuestos a compartir la tecnología y estén por establecer una ciudadanía sin connotaciones nacionalistas. A la protesta de Mayo de 1968 se unirían las manifestaciones contra la guerra del Vietnam con eslóganes pacifistas: «Haz el amor y no la guerra» que se haría popular en el movimiento hippy. No tuvieron una línea de actuación política concreta, se limitaban a cuestionar el sistema económico y social del capitalismo y hoy puede ser antecedente del movimiento 15-M. El movimiento hippy de los años sesenta y principios de los setenta fue una protesta contra el sistema capitalista basado en el consumo. Protestaban contra la moral hipócrita que defendía unos principios de honradez y practicaba la corrupción. Proponían la liberación de las normas estrictas de la moral burguesa con aquel lema de «haz el amor y no la guerra», en una época en la que la guerra del Vietnam estaba en pleno auge. Existe una narración de un escritor australiano, Greg Egan, un matemático y programador informático cuya obra de ciencia ficción El instante Aleph, Distress en su versión original (‘Angustia’ en castellano), lleva a cabo una trama en una isla semejante a la que había concebido Kazadi, donde se impone la tecnoliberación y donde el protagonista, un periodista especialista en divulgar temas científicos, busca su propio camino de independencia mental y social y analiza cómo la ciencia topa con grupos que la niegan porque representa la posibilidad de dar respuestas a nuestras preguntas eternas sobre el bien y el mal. Para ello acude a la Conferencia Internacional en la que se celebra el centenario de Einstein en la isla de Anarkia, donde se debate la Teoría del Todo, una especie de piedra filosofal por la cual el cosmos entero puede ser explicado por la física, y donde viven seres que combinan lo masculino y femenino. Su obra está cargada de preguntas metafísicas sobre el mundo que nos rodea porque Egan platea la posibilidad de que el Universo no tenga unas estructuras fijas hasta que nosotros las logremos descifrar por el conocimiento científico. NEOANARCOINDIVIDUALISMO Dentro del panorama de reivindicación de ideas que tienen su conexión con las tesis anarquistas podría destacarse al escritor Hakim Bey, seudónimo de Peter Lamborn Wilson, quien inventó el término anarquismo ontológico y es considerado el inspirador de los hackers informáticos. Su defensa del anarquismo parte de la idea de que hay que saber vivir en el caos porque en caso contrario también los libertarios acaban instituyendo estructuras administrativas con el ánimo de permanecer. Hay en su obra una mezcla de teorías diversas que van desde Fourier, Nietzsche, Gabriele D´Anunnzio, el estudioso rumano de las religiones Mircea Eliada, el francés René Guénon (1886-1951) preocupado por las relaciones espirituales entre Oriente y Occidente y la defensa de la tradición, o la figura del teórico fascista Cesare Evola (1898-1974) quien en su obra Rebelión contra el mundo moderno abomina de la transformación de la revolución industrial y la pérdida de los valores tradicionales, hasta su conversión al sufismo islámico. Exalta el mundo de los piratas de la Edad Moderna que vivían sin leyes ni estados que les obligaran a cumplir normas residiendo en islas perdidas, lo que podría recordar las estrofas del poeta romántico español José de Espronceda quien en un famoso poema cantó la libertad que disfrutaba el «bajel pirata» por su bravura «en todo el mar conocido». De esa manera propone que existan Zonas Temporalmente Autónomas donde sus habitantes puedan disfrutar de completa libertad en pequeños enclaves, especialmente en zonas rurales apartadas donde el Estado no pueda llegar y con el objetivo de no permanecer mucho tiempo en el mismo espacio para no generar una estructura de poder permanente, que es lo que suele ocurrir con las colonias experimentales independientes que se fundan al margen de la sociedad convencional. De esa manera, yendo de lugar en lugar el Estado nunca podrá controlarlas ni acotarlas. Es la utilización de asentamientos a la manera de los guerrilleros que cambian de campamento constantemente y teniendo siempre presente la abolición de cualquier jerarquía y mediación entre los miembros de esta nueva forma de vida. No deben ponerse objetivos a largo plazo sino vivir el presente con completa libertad. ANARCOCAPITALISMO En los años finales de la década de los setenta del siglo XX algunos teóricos del liberalismo propusieron una libertad absoluta del capitalismo, un mercado sin Estado donde las mercancías y los agentes económicos no estuvieran sujetos a ninguna norma promulgada por nada que se pudiera asimilar al poder del Estado. El término lo utilizó a finales de los años cincuenta de aquella centuria el economista e historiador Murray Rothbard para defender que sólo se es propietario de uno mismo, y nadie puede imponer a otros ninguna norma que no esté dispuesto a cumplir porque aplicando la lógica del libre consentimiento no puede existir ninguna ley que pueda servir como ética universal. Los seres humanos han producido a lo largo de la historia distintas manifestaciones culturales que, en muchos casos, tuvieron formas contradictorias de interpretar el mundo y las relaciones sociales. Los llamados derechos humanos en realidad han salido de la Ilustración europea que comenzó en el Renacimiento. Suponen para algunos la imposición de la cultura occidental sobre el resto del planeta, y por ello creen que no son el testimonio de la existencia de una ley natural inmutable sino la concepción de una manera de concebir el mundo por los europeos. La única manera de que una humanidad sea libre es mediante la autopropiedad, y de ella se deduce la no aceptación de la violencia contra alguien para robarle su propiedad adquirida legítimamente o la coacción que representan los impuestos. Algunos han identificado al anarcocapitalismo, al que en ocasiones se denomina asimismo anarquismo de mercado e incluso anarquismo libertario, como una forma moderna de anarquismo individualista y una manera de llevar la lógica liberal hasta sus últimas consecuencias, ya que en el liberalismo clásico se aceptaba un cierto papel del Estado para la defensa nacional o la seguridad interna. Los anarcocapitalistas niegan cualquier coacción que pueda venir de un organismo como el Estado que ejerza el monopolio de la fuerza. Si alguien ataca a otro está la libertad de defenderse sin que tenga que mediar ninguna legislación o cuerpo de policía. Curiosamente, para Rothbard el anarquismo es la mejor expresión del capitalismo, y este sólo se justifica por aquel ya que las fuerzas del mercado son las únicas que actúan con completa libertad, cortando cualquier relación con la historia del movimiento libertario de signo socialista o comunista. El capitalismo existente no es más que un capitalismo atenazado por organismos que impiden realmente la libre producción y el libre comercio y así mediante los impuestos roban los bienes producidos por la iniciativa privada. Es fuente del atraso económico que padecen muchas zonas del planeta. Se sustenta en un capitalismo autoritario que impide que se produzca un desarrollo amplio y pacifico. La empresa es el elemento esencial de la sociedad libre y cada cual es dueño absoluto de su propio cuerpo y de todos aquellos bienes naturales que no hayan sido tomados por otro previamente, y sólo la transferencia aceptada entre dos o más propietarios está legitimada para el intercambio. En todo caso, cuando las personas libremente lleguen a un acuerdo para evitar un tipo de violencia o comportamiento podrán establecerse algunas normas que certifiquen el pacto al que los contratantes han llegado, sin que ello suponga la existencia de un Estado que siempre será fuente de corrupción permanente, y que puede abolirse cuando las partes lo consideren oportuno. Samuel Edward Konkin III (conocido por SEK3), vestido siempre de negro, color-símbolo del anarquismo, es una variante radical del anarcocapitalismo. En su Manifiesto Neolibertario (1980) proponía toda una serie de medidas para hacer factible una sociedad sin la intervención del Estado que denominó «agorismo» y que consideraba revolucionario (libertarismo de izquierdas). Para el triunfo del libre mercado, que define como una contraeconomía, debe estimularse el mercado negro, donde las transacciones se realizan al margen del Estado y no debe existir la propiedad intelectual. Por tanto, la abolición del mismo y su clase política, a los que acusa de depredadores y asesinos será la tarea básica del movimiento libertario. Según Konkin los aparatos del Estado han provocado más muertes que todas las épocas anteriores. Como se ve, el término anarquismo ha derivado en múltiples sentidos, desgajándose de sus raíces originales, cuando se constituyó como una fuerza sindical organizada del movimiento obrero a partir de finales del siglo XIX, que es lo que le dio consistencia histórica. Sin embargo, sus principios teóricos han construido diversas y hasta heterogéneas formas de aminorar o eliminar el papel del Estado. Conclusión Después de las revueltas del año 68 del siglo XX las grandes ideologías perderán su prepotencia. Los relatos de que la historia tiene un fin ineluctable, como pensaba el comunismo, y se alcanzará un final glorioso con la desaparición de las clases y las desigualdades sociales, comenzarán a decaer como eje de la movilización social. Ya el fascismo había sido derrotado y sólo quedaba la sociedad del mercado y de la libre competencia que iba a tener un rebrote con el neoliberalismo en los años setenta de aquella centuria, pero que produciría igualmente grandes desigualdades y frustración porque no todos podían consumir con la misma intensidad. Ello condujo a que los valores universales del mundo occidental que habían nacido en la Ilustración del siglo xviii y se habían consolidado en el siglo XIX, como las formas políticas democráticas, no fueran entendidos igual en todas las culturas. Los principios que se extendieron a partir de la Revolución francesa con la proclamación de los Derechos del Ciudadano, antecedente de los Derechos Humanos, que si parecían indiscutibles como normas racionales para todos los seres humanos, ahora se matizan en función de la evolución de las diferentes sociedades. Con la descolonización comenzaba otra etapa con el despertar de pueblos antes sometidos a los países occidentales que pretendían también reivindicar su propio camino. África, Asia y Latinoamérica reivindicaron su manera de interpretar y actuar en el mundo, lo que provocó que los intelectuales occidentales (europeos o norteamericanos principalmente) pensaran que los valores culturales o morales eran sólo referentes de una determinada época y sociedad sin que necesariamente sirvieran para toda la humanidad. Era el nacimiento de lo que se ha dado en llamar el postmodernismo, que condujo al relativismo de todas las proposiciones o valores sociales. No resulta una verdad indiscutible aquella aseveración marxista de que nuestro pensamiento está formado a partir de nuestra posición ideológica, que se corresponde con la superestructura de nuestra concepción del mundo, y es el reflejo de las diferentes relaciones de producción. Desde mayo del 68 va disminuyendo el peso del marxismo, y también del pensamiento universalista de los ilustrados, sólo queda la economía, cada vez más basada en la econometría, las nuevas investigaciones científicas de genética, comunicación, medicina, sociología, informática, etc., que únicamente servirán para aplicar las técnicas que mejoren las condiciones físicas de los individuos, lo que conlleva que las opiniones sobre la estructura social no tengan referentes definitivos. No podemos tener certeza de que nuestro pensamiento sea el reflejo fiel de la realidad del mundo, aunque creamos que podemos entender los mecanismos científicos del funcionamiento de las cosas como si de una fotografía se tratase. Desde los primeros publicistas anarquistas la defensa de la naturaleza fue un tema recurrente en las revistas libertarias, y pueden ser considerados como los primeros ecologistas modernos. También la ciencia está sujeta a cambios imprevisibles, como demostró W. F. Heisenberg (1901-1976) con su formulación de la teoría cuántica, donde señalaba la imposibilidad de predecir la masa y la velocidad de una partícula en un momento dado; y en este mismo sentido escribe su Breve historia del tiempo Stephen Hawking. No existe esa certeza que los científicos del xix creyeron descubrir cuando indagaron sobre distintos aspectos de la naturaleza y tuvieron la creencia de que podíamos conocerlo todo. Los matemáticos han puesto en evidencia los límites de nuestra capacidad para conocer. Las modernas teorías del caos han contribuido a dudar de nuestras certezas científicas que están dentro de los procesos sociales, y es que sin aceptar los límites de la razón no puede existir progreso; todo ello, traducido a las complejas realidades sociales, provoca que se defienda que cada cultura tiene su propia manera de afrontar la realidad y no cabe imponer unas sobre otras. De igual modo, las formas de producción basadas en el libre mercado pueden ser alteradas cuando los mecanismos de la libre competencia se agoten. Si hoy hablamos de anarquismo, este tiene un carácter diferente al que se fraguó en el proceso histórico de los movimientos de finales del siglo XIX y primera mitad del XX, pero algunos quieren sentir que forman parte de su tradición y lo reivindican, al menos para tener, tal vez, un icono, un imaginario, que tienda puentes con la historia y, de alguna manera, contener en su seno ese relativismo que ha marcado el final del siglo XX sin que ello signifique arbitrismo sino tan sólo carencia de una trascendencia que se eleva por encima de los seres humanos. Es muy común utilizar el pasado para justificar que lo que hacemos, o pensamos, ya lo iniciaron, de alguna manera, otros; así como para recuperar aquellas propuestas que puedan ser adaptadas a los nuevos tiempos. Incluso, actualmente, ecologistas radicales españoles, con un tono académico universitario, se muestran contrarios a la industrialización y la consideran causa principal de la degradación del medio ambiente. Defienden las comunidades rurales, sin mecanización, como una forma de acabar con el consumismo industrialista que es una forma de opresión y sometimiento que acabará con la humanidad en un tiempo definido. Proponen formas tradicionales de trabajo agrícola y la reivindicación del apoyo mutuo, justificando la vida sencilla y frugal que desecha el dinero y la codicia: «Alimento, vestidos, viviendas, combustibles, las necesidades radicales que nos impulsa a la vida, son cubiertas con servicios y mercancías que nos empujan a la ignorancia y al extrañamiento. Los hombres y mujeres de hoy, plenamente modernos, desarrollan sus especialidades en sintonía con esa incapacidad general para distinguir lo necesario de lo superfluo». Así consta, como en las viejas publicaciones anarquistas defensoras del comunalismo rural, en afirmaciones realizadas por autores con una formación académica, publicadas en el año 2004 en un pequeño folleto que se llama Los amigos de LUDD. Boletín de información anti-industrial. He aquí otra forma de neoanarquismo que viene a incardinarse en los movimientos antiglobalización. El anarquismo propuso que todas las decisiones colectivas fueran siempre tomadas en asambleas populares con el mayor número de participantes. El pueblo era directamente el responsable máximo de las decisiones que debían adoptarse y los dirigentes meros ejecutores de las mismas. ¿Es posible un renacimiento del anarquismo en una sociedad como la actual donde cada día se habla más de la globalización? Desde una perspectiva histórica parece difícil que el que se extendió entre la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX pueda volver a rehabilitarse. El anarquismo organizativo, con sus ideales de igualdad y de libertad, sin autoridad ni Estado, parece ya una idea que se ha diluido ante las complejas relaciones productivas de las sociedades modernas donde la ciencia, la estadística, la tecnología forman un entramado complejo difícil de superar. Con todo, existe una propensión a la defensa de la libertad y privacidad individual en un mundo cada día más controlado y ante la avalancha de grupos que emplean la violencia a costa de su propia vida en nombre de principios religiosos, algo a lo que no está acostumbrado el mundo occidental, que ha luchado para alargar la vida de los seres humanos. Por ello, el anarquismo se convierte en una terapia del comportamiento, de algún modo de código religioso sin connotaciones sobrenaturales. El sociólogo español Manuel Castells ha señalado que «en esa amplia corriente ideológica latía una idea central: la liberación definitiva de la fuente última de la opresión, el Estado. En la actualidad en lugar de grandes fábricas y gigantescas burocracias la economía funciona cada vez más a partir de redes. Y en lugar de Estados-nación controlando el territorio, tenemos ciudades-estados gestionando los intercambios entre territorios. Todo ello a partir de Internet, móviles, satélites y redes informáticas que permiten la comunicación y el transporte local-global a escala planetaria. O sea, la disolución del Estado.» (En La Vanguardia (21 de mayo de 2005): «Neoanarquismo». Difundir los métodos de organización descentralizada, basada en pequeños grupos que se federan entre sí e impiden que se imponga una elite dirigente, es el eje sobre el que quiere resurgir el pensamiento libertario. El anarquismo representa, para sus defensores, una constante preocupación por los derechos individuales que supongan la capacidad de cada uno de expresar con libertad sus pensamientos y la posibilidad de llevarlos a la práctica si se convence a una gran mayoría. Serán absolutos defensores de los medios democráticos, pero consideran necesario poner en práctica, a escala individual, esos principios: si se cree en la igualdad se hace insoslayable tratar a los demás como tales, sea cual sea su condición. Hay por tanto un deseo de autoperfeccionamiento en las relaciones interpersonales al partir de que lo que se predica debe practicarse en nuestras vidas privadas. La manera en que tratamos al prójimo refleja la forma en que queremos establecer las conductas para toda la sociedad; sociedad, en donde, por otra parte, existe un gran desequilibrio entre los que mandan y los que obedecen. Es, por tanto, vital para los anarquistas modernos crear un mundo razonable de convivencia donde desaparezcan las dependencias y las influencias de unos pocos sobre la gran mayoría, sin acudir a soluciones marginales de escape de la realidad circundante como pretendieron aquellos socialistas llamados utópicos, los hippies de los años sesenta del siglo XX, o quienes consideran que vivir en una comuna es una forma de cambio social, aunque la vida en común de varias personas no da ninguna seguridad de que se alteren las relaciones personales como se ha demostrado por la experiencia de las que se constituyeron como alternativas a la familia tradicional. Ha de perderse el miedo y la ansiedad ante las nuevas perspectivas científicas y los nuevos modos de establecer las relaciones familiares. La igualdad entre mujeres y hombres es un camino que el anarquista debe estimular para hacer desaparecer las relaciones de dominio. De ahí que consideren las vejaciones diarias contra las mujeres o los abusos contra los menores como síntoma de una familia mal estructurada que soporta las relaciones del poder imperante. Se parte, así, en este neoanarquismo, de una premisa distinta a la tradicional: de la lucha prioritaria por las mejoras sociales y la perspectiva revolucionaria de una sociedad sin Estado, se pasa a considerar el anarquismo como una forma de vida, como una terapia contra los males de nuestro tiempo. La seguridad emocional se encuentra en el respeto a todas las propuestas personales que los miembros familiares quieran realizar, y los actuales libertarios defienden las terapias de psicología radical que están en contra de cualquier prejuicio racista o de las que son defensoras exclusivas de la heterosexualidad, marginando y condenando otras opciones sexuales como la homosexualidad masculina o femenina. Otros movimientos, como el movimiento gay, asociaciones de consumidores, squatters, grupos de auto-ayuda sanitaria tienen cabida en esta nueva perspectiva del anarquismo del siglo XXi, ya que esta forma de organizarse tiende al desarrollo de la salud mental y provoca autoestima en los seres humanos. De tal manera que todo lo que implique cambiar las relaciones con los demás en el sentido de valorar los elementos positivos de la convivencia hará que los individuos tomen conciencia de su propia responsabilidad y cojan las riendas de sus vidas. Todo lo que ayude a estimular el sentimiento de espíritu colectivo y de autoorganización contribuirá al apoyo mutuo. Cualquier conflicto social podía ser motivo para protestar y manifestarse ante los órganos políticos —parlamentos, asambleas, ministerios— como testimonio de reprobación de la actividad política que en su concepción es una actividad negativa para solucionar los problemas sociales. Los movimientos libertarios actuales plantean sus acciones en términos de acción directa: si te hace falta una vivienda, ocupa la que encuentres vacía, y haz de la calle un espacio lúdico de convivencia. Reivindican los servicios públicos como elementos de defensa de lo colectivo, sin pretender caer en el reformismo si las demandas son satisfechas o aceptar la autoridad benevolente de las instituciones creadas por el Estado. El anarquismo se convierte en una forma de educación para la convivencia de cara a establecer parámetros para cambiar las mentalidades futuras y extenderse a todos los sectores sociales, porque ya no es factible realizar la revolución partiendo de un grupo restringido y muy concienciado. No se pretende predicar sino dialogar y convencer para establecer un sistema antiautoritario desde el nacimiento hasta la muerte, trasladando los aspectos económicos del Estado del bienestar a las relaciones interpersonales. Se trata, en suma, de desequilibrar la balanza entre una organización jerarquizada y otra que practica la descentralización de la toma de decisiones; estas deben estar sustentadas en la libertad de expresión y de intervención en los medios de comunicación que, en la actualidad, se limitan a difundir lo que consideran oportuno; y, por ende, los que los adquieren a escuchar, o leer, sin participación. Para conseguir el arraigo de la sociedad libertaria hay que estimular una educación libre en la enseñanza pública sin caer en la construcción de modelos alternativos, como el que se instituyó con la escuela de Summerhill, fundada en 1921, que era privada y más extrema en su modelo pedagógico que la fundada por Ferrer Guardia, pagada por familias que podían permitírselo pero que no produjo el resultado esperado. Defendía que el alumno no debía tener más normas que su propia voluntad, a la que sólo había de encausar para hacer el bien y enseñarle sin coacción y con completa libertad, porque la verdadera formación debe encausar al niño a decidir sobre su propia vida sin producirle ninguna frustración. El anarquismo clásico se ha transformado en múltiples movimientos sociales de la sociedad actual y aboga porque los cambios tecnológicos permitan, cada vez más, interconexiones entre todos los seres humanos. Pretende nuevas normas de comportamiento para evitar que se reproduzcan los elementos de jerarquía y autoridad injustificables, sin consenso, que han venido predominando en las relaciones personales y de trabajo. Una revolución que no plantee un cambio radical en los comportamientos entre administradores y administrados y que se limite a instituir otra estructura estatal fracasará como lo hicieron los bolcheviques en la revolución rusa. El anarquismo promovió la lectura de todas aquellas obras, literarias o de divulgación científica, que a su criterio favorecían la lucha por la libertad individual o colectiva dentro del libre pensamiento y cuestionaban la dominación política. Bibliografía básica Abad de Santillán, Diego. Contribución a la historia del movimiento obrero español. 3 tomos. Puebla, México: Editorial Cajica, 1962-1971. Uno de los militantes más significativos del movimiento libertario español escribe esta obra desde la perspectiva anarquista con gran cantidad de datos. Álvarez Junco, José. La ideología política del anarquismo español (1868-1910). 2.ª ed., 1991. Madrid: Siglo XXI, 1976. Libro, convertido en un clásico sobre el tema, que clasifica los temas ideológicos y las influencias literarias y teóricas que recibieron los anarquistas españoles desde la Internacional hasta 1910. Ansart, Pierre. Marx y el anarquismo. Barcelona: Seix Barral, 1972. 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Interpretación y análisis global de la teoría y evolución del movimiento libertario. Peirats, José. La CNT en la revolución española. París: Ruedo Ibérico, 1971. Historia exhaustiva de la trayectoria de la central anarcosindicalista desde la perspectiva de un militante con gran cantidad de documentación. Piqueras, José Antonio. La revolución democrática (1868-1874). Madrid: Ministerio de Trabajo, 1992. Un estudio documentado y un análisis profundo sobre la Revolución de 1868 y los inicios de la Restauración. —, El movimiento obrero. Madrid: Anaya, 1992. Un buen resumen de la trayectoria histórica del movimiento obrero. Plejanov, Georgii Valentinovich. Contra el anarquismo. Buenos Aires: Caldén, 1969. Análisis del anarquismo desde la perspectiva marxista elaborado por uno de los dirigentes de la socialdemocracia rusa. Recuero, José Ramón. La libertad en Rousseau y Kant: de la teoría a la práctica. Madrid: Biblioteca Nueva, 2004. Un buen estudio para entender las raíces ideológicas del anarquismo. Romero Maura, Joaquín. La rosa de fuego. El obrerismo barcelonés de 1899 a 1909. Barcelona: Grijalbo, 1974. A pesar del tiempo transcurrido desde su publicación no ha perdido interés por su amena lectura y su aportación a los convulsos años de principios del siglo XX. Sánchez Gómez, Elena. Kant y Bakunin. En Germinal, 1 de abril de 2006, Revista de Estudios libertarios, Se aborda la influencia de la concepción ética y de la libertad de Kant en el pensamiento de Bakunin, en contraposición a la de Hegel sobre Marx. Savater, Fernando. Para la anarquía. Barcelona: Tusquets, 1977. Una reflexión desde la filosofía sobre la viabilidad del anarquismo. Sobejano, Gonzalo. Nietzsche en España (1890-1970). Madrid: Gredos, 1967. Un estudio sobre cómo penetró el pensamiento del filósofo alemán en España. Termes, Josep. Historia del anarquismo en España (1870-1980). Barcelona: RBA, 2011. Exhaustivo análisis a cargo de uno de los investigadores pioneros en el estudio del anarquismo sobre la evolución del mismo en la historiografía española de los últimos años. Ullman, Joan C. La Semana Trágica: estudio sobre las causas socioeconómicas del anticlericalismo en España, 1898-1912. Barcelona: Ariel, 1972. Estudio clásico sobre las causas y las consecuencias de la llamada Semana Trágica de 1909. VV. AA. «El anarquismo español», en Ayer, n.º 45. Madrid: Marcial Pons, 2002. Recopilación de trabajos punteros sobre el anarquismo español a cargo de investigadores universitarios que han dedicado parte de su investigación al tema. Witkop, Justus F. Bajo la bandera negra. Barcelona: Grijalbo, 1975. Síntesis sobre la historia del anarquismo. Woodcock, George y AVAKUMOVIC, Iván. El príncipe anarquista. Madrid: Júcar, 1978. Una biografía personal e intelectual de la figura de Kropotkin. Woodcock, George. El anarquismo. Historia de las ideas y movimientos libertarios (con un capítulo, «El anarquismo en España», de Pere Gabriel). Barcelona: Ariel, 1979. Una síntesis amplia sobre la historia del anarquismo en los principales países donde arraigó. COLECCIÓN BREVE HISTORIA… • Breve historia de los samuráis, Carol Gaskin y Vince Hawkins • Breve historia de los vikingos, Manuel Velasco • Breve historia de la Antigua Grecia, Dionisio Mínguez Fernández • Breve historia del Antiguo Egipto, Juan Jesús Vallejo • Breve historia de los celtas, Manuel Velasco • Breve historia de la brujería, Jesús Callejo • Breve historia de la Revolución rusa, Íñigo Bolinaga • Breve historia de la Segunda Guerra Mundial, Jesús Hernández • Breve historia de la Guerra de Independencia española, Carlos Canales • Breve historia de los íberos, Jesús Bermejo Tirado • Breve historia de los incas, Patricia Temoche • Breve historia de Francisco Pizarro, Roberto Barletta • Breve historia del fascismo, Íñigo Bolinaga • Breve historia del Che Guevara, Gabriel Glasman • Breve historia de los aztecas, Marco Cervera • Breve historia de Roma I. Monarquía y República, Bárbara Pastor • Breve historia de Roma I. El Imperio, Bárbara Pastor • Breve historia de la mitología griega, Fernando López Trujillo • Breve historia de Carlomagno y el Sacro Imperio Romano Germánico, Juan Carlos Rivera Quintana • Breve historia de la conquista del Oeste, Gregorio Doval • Breve historia del salvaje oeste. Pistoleros y forajidos. Gregorio Doval • Breve historia de la Guerra Civil Española, Íñigo Bolinaga • Breve historia de los cowboys. Gregorio Doval • Breve historia de los indios norteamericanos, Gregorio Doval • Breve historia de Jesús de Nazaret, Francisco José Gómez • Breve historia de los piratas, Silvia Miguens • Breve historia del Imperio bizantino, David Barreras y Cristina Durán • Breve historia de la guerra moderna, Francesc Xavier Hernández y Xavier Rubio • Breve historia de los Austrias, David Alonso García • Breve historia de Fidel Castro, Juan Carlos Rivera Quintana • Breve historia de la carrera espacial, Alberto Martos • Breve historia de Hispania, Jorge Pisa Sánchez • Breve historia de las ciudades del mundo antiguo, Ángel Luis Vera Aranda • Breve historia del Homo Sapiens, Fernando Diez Martín • Breve historia de Gengis Kan y el pueblo mongol, Borja Pelegero Alcaide • Breve historia del Kung-Fu, William Acevedo, Carlos Gutiérrez y Mei Cheung • Breve historia del condón y de los métodos anticonceptivos, Ana Martos Rubio • Breve historia del Socialismo y el Comunismo, Javier Paniagua • Breve historia de las cruzadas, Juan Ignacio Cuesta • Breve historia del Siglo de Oro, Miguel Zorita Bayón • Breve historia del rey Arturo, Christopher Hibbert • Breve historia de los gladiadores, Daniel P. Manix • Breve historia de Alejandro Magno, Charles Mercer • Breve historia de las ciudades del mundo clásico, Ángel Luis Vera Aranda • Breve historia de España I, las raíces, Luis E. Íñigo Fernández • Breve historia de España II, el camino hacia la modernidad, Luis E. Íñigo Fernández • Breve historia de la alquimia, Luis E. Íñigo Fernández • Breve historia de las leyendas medievales, David González Ruiz • Breve historia de los Borbones españoles, Juan Granados • Breve historia de la Segunda República española, Luis E. Íñigo Fernández • Breve historia de la Guerra del 98, Carlos Canales y Miguel del Rey • Breve historia de la guerra antigua y medieval, Francesc Xavier Hernández y Xavier Rubio • Breve historia de la Guerra de Ifni-Sáhara, Carlos Canales y Miguel del Rey • Breve historia de la China milenaria, Gregorio Doval • Breve historia de Atila y los hunos, Ana Martos • Breve historia de los persas, Jorge Pisa Sánchez • Breve historia de los judíos, Juan Pedro Cavero Coll • Breve historia de Julio César, Miguel Ángel Novillo López • Breve historia de la medicina, Pedro Gargantilla • Breve historia de los mayas, Carlos Pallán • Breve historia de Tartessos, Raquel Carrillo • Breve historia de las Guerras carlistas, Josep Carles Clemente • Breve historia de las ciudades del mundo medieval, Ángel Luis Vera Aranda • Breve historia del mundo, Luis E. Íñigo Fernández • Breve historia de la música, Javier María López Rodríguez • Breve historia del Holocausto, Ramon Espanyol Vall • Breve historia de los neandertales, Fernando Diez Martín • Breve historia de Simón Bolívar, Roberto Barletta • Breve historia de la Primera Guerra Mundial, Álvaro Lozano • Breve historia de Roma, Miguel Ángel Novillo López • Breve historia de los cátaros, David Barreras y Cristina Durán • Breve historia de Hitler, Jesús Hernández • Breve historia de Babilonia, Juan Luis Montero Fenollós • Breve historia de la Corona de Aragón, David González Ruiz • Breve historia del espionaje, Juan Carlos Herrera Hermosilla • Breve historia de los vikingos (reedición), Manuel Velasco • Breve historia de Cristóbal Colón, Juan Ramón Gómez Gómez PRÓXIMAMENTE… • Breve historia de la Revolución Industrial, Luis E. Íñigo Fernández • Breve historia de Winston Churchill, José-Vidal Pelaz López • Breve historia de los sumerios, Ana Martos Rubio