Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría ÍNDICE GENERAL Introducción general Objeto de este estudio Método Fuentes del estudio Lugares de la enseñanza de san Josemaría Esquema Parte preliminar: Marco histórico y teológico de la enseñanza de san Josemaría I. Precedentes y contexto II. Base conceptual III. La llamada universal a la santidad y los destinatarios de la enseñanza de san Josemaría Parte I: La finalidad de la vida cristiana: la gloria de Dios, el reino de Cristo, la iIglesia: santificación y apostolado Visión general de la parte primera Capítulo I: Dar gloria a dios: Contemplación en medio del mundo 1. La noción de "gloria de Dios" y el acto de "dar gloria a Dios" 2. Amar a Dios y cumplir su voluntad 3. Vida de oración. Contemplación en medio del mundo Algunas aplicaciones prácticas Capítulo II: Que Cristo reine: Jesucristo en la cumbre de las actividades humanas 1. La noción de "reino de Cristo" en la enseñanza de san Josemaría 2. El reinado de Cristo en los corazones 3. El reinado de Cristo en la sociedad y en el mundo Algunas aplicaciones prácticas Capítulo III: Edificar la Iglesia: santificación y apostolado 1. Visión de la Iglesia en san Josemaría 2. Cooperar con el Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia 3. La santa Misa, "centro y raíz" de la vida cristiana 4. "A Jesús por María" Algunas aplicaciones prácticas Parte II: El sujeto de la vida cristiana. El cristiano "otroCristo", "el mismo Cristo" Visión general de la parte segunda Capítulo IV: El sentido de la filiación divina, fundamento de la vida espiritual 1. La experiencia de la filiación divina en 1931 2. La noción de filiación divina adoptiva en San Josemaría 3. El sentido de la filiación divina, fundamento de la vida cristiana Algunas aplicaciones prácticas Capítulo V: La libertad de los hijos de Dios 1. La libertad en la enseñanza de San Josemaría 2. Voluntad, razón y sentimientos en el ejercicio de la libertad 3. Condiciones para la expansión de la libertad Capítulo VI: El amor de los hijos de Dios. Las virtudes cristianas 1. La caridad de los hijos de Dios 2. Vida de fe y esperanza 3. La humildad, fundamento de todas las virtudes 4. Virtudes humanas del cristiano 5. Los dones y frutos del Espíritu Santo Apéndice: Amor filial y amor esponsal Parte III: El camino de la vida cristiana: la santificación en medio del mundo Visión general de la parte tercera Capítulo VII: La santificación del trabajo profesional yde la vida familiar y social 1. Las actividades temporales, camino de santificación 2. La santificación del trabajo profesional 3. La santificación de los quehaceres familiares y sociales Algunas aplicaciones prácticas Capítulo VII: La lucha por la santidad 1. Precedentes, terminología y contexto 2. La noción de lucha cristiana en San Josemaría 3. Lucha contra las tentaciones 4. Lucha contra el pecado 5. La falta de lucha: la tibieza 6. Táctica y tono de la lucha Algunas aplicaciones prácticas Capítulo IX: Los medios de santificación y de apostolado 1. Noción de medios de santificación y de apostolado 2. La participación en los sacramentos 3. La oración 4. La formación cristiana 5. Aplicación de los medios de santificación Epílogo 1. Los tres elementos constitutivos de la unidad de vida 2. "Siempre consecuentes con la fe" Principales abreviaturas Selección bibliográfica Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría PARTE PRELIMINAR Marco histórico y teológico de la enseñanza de san Josemaría I. PRECEDENTES Y CONTEXTO I.1. La conciencia de la vocación a la santidad en los "primeros cristianos". Prototipo de la enseñanza de san Josemaría I.2. Declive de la conciencia de la vocación y misión de los laicos en las edades media y moderna. La tradición religiosa y el mensaje de san Josemaría I.3. Resurgimiento de la conciencia de la vocación laical en el siglo XX. El contexto de la predicación de san Josemaría       a) La "secularización" en la perspectiva de la vocación de los laicos       b) El impulso jerárquico a la misión de los laicos en la primera mitad del siglo XX       c) Continuidad y novedad en san Josemaría       d) Desarrollos de la teología del laicado hasta el Concilio Vaticano II       e) Del Concilio Vaticano II al Magisterio posterior sobre los laicos II. BASE CONCEPTUAL II.1. El uso de las fuentes II.2. Las nociones básicas sobre la vida cristiana, en san Josemaría       a) La santidad como vida sobrenatural       b) Vida de hijos de Dios en Cristo       c) Vida infundida por el Espíritu Santo       d) Vida en la Iglesia. Santificación y apostolado       e) Elevación sobrenatural de la vida humana       f) Santificación en medio del mundo y transformación del mundo en la historia III. LA LLAMADA UNIVERSAL A LA SANTIDAD Y LOS DESTINATARIOS DE LA ENSEÑANZA DE SAN JOSEMARÍA III.1. La llamada universal a la santidad y al apostolado       a) Noción y recorrido histórico       b) Aplicación a los laicos       c) "No hay cristianos de segunda categoría"       d) Descubrimiento de la vocación a la santidad III.2. Unidad y diversidad de vocaciones en la Iglesia       a) Vocación laical y vocación religiosa       b) Vocación al sacerdocio ministerial III.3. Destinatarios del mensaje de san Josemaría PARTE PRELIMINAR Marco histórico y teológico de la enseñanza de san Josemaría "El Reino de los Cielos es como un grano de mostaza que toma un hombre y lo siembra en su campo... y llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a anidar en sus ramas" (Mt 13, 31-32). Cuando san Josemaría comienza la siembra de su mensaje en 1928, el campo en el que arraiga la semilla cuenta ya con veinte siglos de historia fecundada por el cristianismo 1. De esa tradiciónse alimenta y sin ella no habría podido ni siquiera nacer; pero al mismo tiempo es una simiente nueva, destinada a crecer y a desarrollarse hasta convertirse en árbol que ofrezca cobijo a quienes buscan la santificación en la vida ordinaria. Mucho se podría hablar de la relación entre el mensaje espiritual de Josemaría Escrivá de Balaguer y la época en la que nace, así como de sus precedentes en la tradición de la Iglesia y su novedad. El objeto de esta Parte preliminar es tratar sólo algunos aspectos de estas cuestiones como introducción a la exposición sistemática de su enseñanza. Ofreceremos primero unos elementos generales que permiten situar el mensaje de san Josemaría en la historia de la espiritualidad cristiana (sección I); después, un marco conceptual de su enseñanza (sección II); terminaremos tratando de la llamada universal a la santidad y, dentro de este tema –central en su predicación–, veremos a quiénes se dirige principalmente (sección III). I. PRECEDENTES Y CONTEXTO En una entrevista de 1966, san Josemaría alude con las siguientes palabras al lugar donde sitúa su enseñanza, dentro de la vida y de la historia de la Iglesia: La espiritualidad y la acción del Opus Dei se insertan (...) en el proceso teológico y vital que está llevando el laicado a la plena asunción de sus responsabilidades eclesiales, a su modo propio de participar en la misión de Cristo y de su Iglesia 2. En ese "proceso teológico y vital" del laicado se inserta, pues, la enseñanza que vamos a estudiar. Por eso, para contextualizarla histórica y teológicamente, hemos elegido recorrer las diferentes etapas de dicho proceso, desde los momentos iniciales en las primitivas comunidades cristianas, hasta el periodo de efervescencia en la época contemporánea a san Josemaría, pasando por un lapso de siglos en los que sepercibe un cierto eclipse de la conciencia de la vocación y misión de los laicos. Dos observaciones nos parecen necesarias acerca de esta opción. La primera es que no permite abarcar todo el contexto de la enseñanza de san Josemaría. Nos lleva a fijarnos únicamente en la columna vertebral temática, sin entrar en aspectos particulares como, por ejemplo, el desarrollo histórico de la doctrina sobre la filiación divina adoptiva, o sobre el sacerdocio común, o sobre el trabajo humano, etc., ni en otros temas aún más específicos, vinculados a las formas de piedad, como la corriente espiritual que difunde el "Amor misericordioso" y la devoción al Corazón de Jesús, vivamente sentida por san Josemaría desde los primeros años de su predicación 3. Son puntos que encontraremos a lo largo de los distintos capítulos del libro y entonces intentaremos resumir el contexto propio de cada tema. Ahora nos concentramos sólo en lo que hemos llamado la "columna vertebral temática": el proceso histórico de la vocación y misión de los laicos. La segunda observación se refiere a un inconveniente en cierto modo inevitable cuando se examina la posición de un autor en la historia. Puede parecer que la evolución de los sucesos y de las ideas está como orientada hacia el autor que se estudia; en nuestro caso se podría tener la impresión de que las diversas etapas del proceso teológico del laicado "culminan" de algún modo en la enseñanza de san Josemaría. Tal impresión no respondería ni a nuestra intención ni a la realidad de las cosas. El mensaje de Josemaría Escrivá de Balaguer ha surgido, en palabras de Pablo VI, "como expresión de la perenne juventud de la Iglesia" 4: como un nuevo brote del bimilenario árbol de la Iglesia. Aquí estudiaremos sus raíces, pero sin olvidar que otros brotes del árbol se alimentan también del mismo terreno. Porque las formas que adopta la vida espiritual en la historia no progresan siempre en una sola línea, ni las más recientes deben verse necesariamente como fases de una evolución que, superando a las anteriores, dejarán a su vez paso a otras nuevas. En el árbol de la Iglesia, el Espíritu Santo suscita muchas formas de vida espiritual, todas ellas con un tronco común, pero diversas unas de otras. Esa unidad y esa diversidad estarán presentes de continuo en nuestro recorrido a través de la historia del laicado o, más exactamente, de las diferentes etapas por las que ha pasado la conciencia de los laicos de su vocación y misión en la Iglesia. ¿A qué etapas nos referimos? Es bastante común hablar de tres grandes periodos, a los que ya hemos aludido, de esa toma de conciencia por parte de los laicos 5. Los confines históricos no son netos y tampoco nos detendremos a precisarlos ya que sólo nos interesa la visión dominante en cada periodo. La fase inicial es la comúnmente llamada "época de los primeros cristianos", desde la era apostólica hasta el siglo IV aproximadamente. Viene después una larga etapa cuyo centro se sitúa en los siglos medievales de "cristiandad", aunque en lo referente a nuestro tema continúa hasta bien entrada la edad moderna. El tercer periodo, de fecunda reflexión teológica, abarca el siglo XX pero comienza a gestarse desde mucho antes, en el seno de la "modernidad". Nos detendremos a continuación en estas etapas, sobre todo en la tercera, que constituye el inmediato contexto de la enseñanza de san Josemaría. Cuando hablamos de "laicos" nos referimos siempre a los "fieles cristianos laicos", no, evidentemente, a los "no católicos" (sentido que tiene el término "laico" en algunos lugares, principalmente en relación con la política y la cultura). Como es sabido, el término "laico" proviene del griego laikós, que significa perteneciente al pueblo (laos) 6. No aparece en el Antiguo Testamento (versión de los LXX) ni en el Nuevo, donde se designa a los miembros de la Iglesia como "fieles" o "santos" (cfr. Ef 1, 1; Col 1, 2; 1Tm 4, 3; 1Tm 4, 10; 1Tm 4, 12; etc.). A finales del siglo I, san Clemente Romano lo refiere a los miembros del pueblo de Dios, que no son sacerdotes 7. Pero de este modo –que se empleará comúnmente durante siglos– se indica lo que el laico no es, sin decir lo que es. Sólo se da a entender genéricamente que es "un fiel cristiano", "un bautizado". Pero también los demás cristianos son "fieles" y "bautizados". Álvaro del Portillo hace notar sencillamente que "todos los laicos son fieles, pero no puede decirse que todos los fieles sean laicos" 8. El Concilio Vaticano II emplerá una noción positiva que refleja la identidad laical de modo más completo. Los laicos son fieles cristianos que tienen una vocación y misión específicas: están llamados a santificarse en medio del mundo santificándolo desde dentro 9. Ésta es la noción que se encuentra en san Josemaría y la que emplearemos en lo que sigue. Señalemos también que los fieles laicos se designan como "seglares" (del latín saeculum, siglo), porque las actividades temporales que han de santificar son las que configuran el "siglo", entendido no como periodo de tiempo sino como el conjunto de realidades temporales propias de la sociedad civil en el momento presente. Por esto "la índole secular es propia y peculiar de los laicos" 10. Volveremos con más detalle sobre estos temas. I.1. LA CONCIENCIA DE LA VOCACIÓN A LA SANTIDAD EN LOS "PRIMEROS CRISTIANOS". PROTOTIPO DE LA ENSEÑANZA DE SAN JOSEMARÍA El periodo comprendido entre Pentecostés y la era constantiniana (s. IV) y aún algo después, es llamado genéricamente por san Josemaría, época de los "primeros cristianos" 11. Es el tiempo de las persecuciones y de la primera expansión del cristianismo en el mundo del Imperio Romano. En este periodo aparece como algo común entre los laicos la viva conciencia de su vocación y misión como miembros de la Iglesia. Sus protagonistas son hombres y mujeres, ciudadanos de cualquier profesión honesta y de un modo corriente de vivir. "No dejamos de frecuentar el foro –escribe Tertuliano a finales del siglo II–, el mercado, los baños, las tiendas, las oficinas, las hosterías y ferias; no dejamos de relacionarnos, de convivir con vosotros en este mundo. Con vosotros navegamos, vamos a la milicia, trabajamos la tierra yde su fruto hacemos comercio. Y vendemos al pueblo para vuestro uso los productos de nuestros quehaceres y fatigas" 12. Los cristianos –se lee en otro documento del siglo II, la Carta a Diogneto– no llevan un género de vida aparte de los demás, pero "dan muestras de un peculiar tenor de conducta, admirable y, por confesión de todos, sorprendente" 13. Destacan entre otras cosas por el cumplimiento de sus deberes cívicos 14. En esa vida corriente procuran difundir su fe. Hasta tal punto son conscientes de su misión y celosos de ella que el filósofo pagano Celso los acusaba, según refiere Orígenes, de aprovecharse de sus profesiones –zapateros, maestros, lavanderos...– para sembrar en las casas particulares y en la sociedad entera la semilla evangélica 15. Son cristianos que procuran plasmar el Evangelio en los quehaceres cotidianos y difundirlo en los ambientes que frecuentan 16. Cuando es necesario, ponen en juego su vida por confesar su fe. Este espíritu de santificación y de apostolado en medio del mundo es el precedente más claro del mensaje de san Josemaría: un precedente remoto en el tiempo pero muy próximo en la sustancia de las ideas. Se ha escrito en este sentido que el mensaje de san Josemaría "retorna a los orígenes: empalma a los hombres y mujeres de hoy con aquellos ciudadanos de la primera hora cristiana que lograron la santidad en su trabajo y en su estado secular, desde el mismísimo cogollo del mundo" 17. En efecto, a esta época de los "primeros cristianos" se remonta explícitamente san Josemaría: Si se quiere buscar alguna comparación, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos 18. Ese espíritu de santificación en medio del mundo que vivían los primeros cristianos, es sustancialmente el que san Josemaría predica. Quienes lo siguen son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe 19. No es infrecuente que los maestros de vida espiritual propongan el ejemplo de los primeros cristianos. Se fijan en aspectos diversos, unos en alguna virtud, otros en la vida comunitaria, etc. San Josemaría detiene su mirada en el seguimiento radical de Cristo en la vida ordinaria. Al leer textos cristianos antiguos, se goza cuando halla en ellos un testimonio explícito de lo que Dios ha puesto en su corazón. Nova a los Padres para sacar de su lectura ideas sobre la vida de los primeros cristianos y predicarlas después. Procede más bien al revés: posee ya lo que ha de anunciar y se alegra de encontrar trazas de ese mismo mensaje en lapredicación de los antiguos Padres de la Iglesia 20. Un ejemplo es el siguiente texto de san Juan Crisóstomo, que reproduce íntegramente en una de sus Cartas. "No os digo: no os caséis. No os digo: abandonad la ciudad y apartaos de los negocios ciudadanos. No. Permaneced donde estáis, pero practicad la virtud. A decir verdad, más quisiera que brillaran por su virtud los que viven en medio de las ciudades, que los que se han ido a vivir en los montes. Porque de esto se seguiría un bien inmenso, ya que nadie enciende una luz y la pone debajo del celemín. "De ahí que yo quisiera que todas las luces estuvieran sobre los candeleros, a fin de que la claridad fuera mayor. Encendamos, pues el fuego, y hagamos que, los que estén sentados en las tinieblas, se vean libres del error. Y no me vengas con que: tengo hijos, tengo mujer, tengo que atender la casa y no puedo cumplir lo que me dices. Si nada de eso tuvieras y fueras tibio, todo estaba perdido; aun cuando todo eso te rodee, si eres fervoroso, practicarás la virtud. "Sólo una cosa se requiere: una generosa disposición. Si la hay, ni edad, ni pobreza, ni riqueza, ni negocios, ni otra cosa alguna puede constituir obstáculo a la virtud. Y, a la verdad, viejos y jóvenes; casados y padres de familia; artesanos y soldados, han cumplido ya cuanto fue mandado por el Señor. "Joven era David; José, esclavo; Aquilas ejercía una profesión manual; la vendedora de púrpura estaba al frente de un taller; otro era guardián de una prisión; otro centurión, como Cornelio; otro estaba enfermo, como Timoteo; otro era un esclavo fugitivo, como Onésimo, y, sin embargo, nada de eso fue obstáculo para ninguno de ellos, y todos brillaron por su virtud: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esclavos y libres, soldados y paisanos" 21. Después de citar estas palabras, comenta san Josemaría: ¡Qué clara estaba, para los que sabían leer el Evangelio, esa llamada general a la santidad en la vida ordinaria, en la profesión, sin abandonar el propio ambiente! Sin embargo, durante siglos, no la entendieron la mayoría de los cristianos: no se pudo dar el fenómeno ascético de que muchos buscaran así la santidad, sin salirse de su sitio, santificando la profesión y santificándose con la profesión 22. ¿Qué ha sucedido en ese periodo de siglos que sigue a los primeros tiempos cristianos? A los ojos de san Josemaría se abre una época en la que decae la conciencia de la vocación de los laicos: una época en la que comienza a resultar extraño que haya cristianos que aspiren radicalmente a la santidad "sin salirse de su sitio". Y se siente llamado por Dios como instrumento para remozar en la Iglesia el espíritu deaquellos primeros fieles que siguieron a Cristo y difundieron el Evangelio desde la entraña misma de la sociedad en la que vivían. Su conclusión es que a la vuelta de tantos siglos, quiere el Señor servirse de nosotros para que todos los cristianos descubran, al fin, el valor santificador y santificante de la vida ordinaria 23. I.2. DECLIVE DE LA CONCIENCIA DE LA VOCACIÓN Y MISIÓN DE LOS LAICOS EN LAS EDADES MEDIA Y MODERNA. LA TRADICIÓN RELIGIOSA Y EL MENSAJE DE SAN JOSEMARÍA El segundo y mucho más extenso periodo comienza con el reconocimiento público de la Iglesia en el siglo IV y se prolonga en el tiempo, a través, primero, de la evangelización de los pueblos germánicos y de la época de "cristiandad" medieval (siglos IX a XIV), pasando después, en el XV y XVI, por la pérdida de la unidad religiosa en Europa y el inicio del proceso de secularización, hasta llegar al periodo que precede a las revoluciones del XVIII. Un lapso de más de un milenio en el que florecen las espiritualidades religiosas, mientras languidece o al menos mengua la conciencia de la vocación y misión de los laicos 24. El inicio de ese debilitamiento viene a coincidir con el auge impresionante de la vida monástica. El cambio es gradual. Poco a poco se abre paso la idea de que el apartamiento de las actividades seculares facilita darse a la oración y a la penitencia. Nadie niega que en el "mundo" –es decir, en medio de esas actividades seculares– se pueda alcanzar la santidad. Pero, aunque san Rufino de Aquileya (†410 aprox.) cuente todavía el caso, frecuentemente recordado en los ambientes eremíticos y cenobíticos de los siglos IV y V, de un cierto Pafnucio, al que Dios había hecho comprender que determinadas personas sencillas –un músico, un padre de familia, un comerciante– habían llegado al mismo grado de santidad que el ermitaño cumpliendo simplemente con su trabajo y su familia 25; aunque se haya podido calificar a san Juan Crisóstomo, con fundamento, como "el predicador de la perfección de los laicos" 26; y aunque, en fin, se encuentren, en el epistolario de algunos Padres hermosas invitaciones a la perfección cristiana en medio del mundo 27, gradualmente se va perdiendo la primitiva comprensión fuerte de la santidad en los quehaceres temporales. Se generaliza la idea de que el laico es sólo un destinatario de la misión de la Jerarquía, en vez de considerarle como responsable activo de la misión de toda la Iglesia 28. Sin negar la realidad del sacerdocio común, afirmada en el Nuevo Testamento –"vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real..." (1P 2, 9; cfr. Ap 1, 6)–, a partir del siglo V se atenúa entre los fieles la conciencia de haberrecibido una participación en el sacerdocio de Cristo para mediar entre Dios y los hombres 29. Gradualmente tiende a prevalecer la idea de que entre los cristianos sólo algunos están llamados a seguir radicalmente a Cristo y a prolongar su misión 30. Con la llegada del sacro imperio en el siglo IX, la misión y la responsabilidad de ordenar los asuntos temporales según el Evangelio, propia de todos los laicos, se concentra en el "príncipe cristiano". A su lado se evocan, como prototipo, la figura del vasallo, cuyas virtudes refleja el "manual" de Dhuoda, esposa del conde de Barcelona, escrito para la educación de su hijo 31, o la del caballero medieval 32,mientras el fiel común y corriente, el campesino, el artesano o el comerciante, pierden su perfil de cristianos llamados a la santidad y a la misión apostólica. El escaso contingente de laicos de este largo periodo que se inscriben en el catálogo de los santos, está compuesto principalmente por reyes y reinas, desde san Wenceslao de Bohemia a san Luis de Francia y a santa Isabel de Hungría; un número incomparablemente mayor proviene de las filas de los religiosos 33. En esta época, lamenta Bouyer, "los laicos, no son en el cuerpo de la Iglesia más que un tejido añadido, ¡un cuerpo extraño!" 34 El monasterio se ha convertido en el lugar primordial de la santidad. El famoso pasaje "Duo sunt genera Christianorum" 35, del Decreto de Graciano, refleja de algún modo la situación. Hay "dos géneros de cristianos", los clérigos (entre los que se incluyen los religiosos) y los laicos. Los primeros tienen cierta facilidad para vivir la fe, los segundos se hallan estorbados por los asuntos del mundo 36. Durante este largo periodo, la santidad mira al modelo de la vida monástica y religiosa. La vida ordinaria de los fieles pasa a estar iluminada "desde fuera", por la potente luz que irradian las personalidades eminentes de sacerdotes y de religiosas o religiosos santos, como san Benito y san Bernardo, san Francisco de Asís y santo Domingo de Guzmán, santa Brígida y santa Catalina de Siena 37, santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, san Ignacio de Loyola y san Felipe Neri 38, y tantas otras figuras que transmiten una magnífica herencia de piedad y de doctrina espiritual. Pero hay una contrapartida. La tradición de la santidad que en los primeros siglos era patrimonio de todos los fieles, el ideal del seguimiento radical de Cristo al que todos se sentían urgidos cualquiera que fuera su estado y su profesión, ha pasado a conservarse vivo y palpitante fundamentalmente en los monasterios y en el seno de la vida religiosa. Esto representa una riqueza de valor inestimable para la Iglesia pero, a la vez, todo ese patrimonio común de los cristianos se funde con los elementos específicos de la vocación religiosa –como el mismo apartamiento de algunas o de todas las actividades seculares–, a la que no todos están llamados, creando la mentalidad de que esa específica vocación es, si no el único "lugar" de la vida cristiana íntegra, al menos el modelo o el paradigma al que todos han de procurar aproximarse en la medida de lo posible. En esta línea, tras la época de "cristiandad" resalta una figura excepcional en el hilo conductor de la historia que estamos siguiendo. San Francisco de Sales (1567-1622), Obispo de Ginebra, uno de los mayores maestros de vida espiritual de todos los tiempos. Su propósito es familiarizar con la "devoción" –el trato con Dios, manifestado en prácticas de piedad– a quienes viven en medio del mundo 39. Quiere persuadirles de que una vida de trato intenso con Dios no está reservada a los que se apartan de las actividades ordinarias. Al inicio de la Introducción a la vida devota (1609) escribe: "Casi todos los autores que hasta la fecha han venido estudiando la devoción, han tenido por pauta enseñar a los que viven alejados de este mundo o, por lo menos, han trazado caminos que empujan a un absoluto retiro. Mi objeto ahora es adoctrinar a los que habitan en las ciudades, viven entre sus familias o en la corte, obligándose en lo exterior a un modo de ser común. (...) Yo quiero mostrar a los tales que, así como la madreperla se conserva en medio del mar sin dejar la entrada a una sola gota de agua salobre (...), un alma vigorosa y constante puede vivir en el mundo sin contaminarse de los mundanales humores (...). Reconozco que se trata de un difícil menester; mas, por lo mismo, me agradaría que muchos se dieran a ello con más empeño que hasta hoy" 40. Es un paso adelante. Su enseñanza remueve las conciencias e impulsa a muchos cristianos a adentrarse por caminos de vida interior. San Francisco de Sales lleva la "devoción" al mundo, a la vida corriente, que no aparece ya como un lugar inhóspito para la santidad. Sin embargo, no llega a presentar las actividades propias de esa vida como medio de santificación. Su doctrina queda ligada al paradigma de la vida religiosa –él mismo funda la Orden de la Visitación, con santa Juana Frémiot de Chantal–, al menos en el sentido de que no relaciona la vocación de los laicos a la santidad con su misión eclesial propia y específica ("la santificación del mundo desde dentro", como se dirá siglos después). El apartamiento, al menos interior, de las actividades seculares –desde el comercio a la agricultura o a los quehaceres de la casa, etc.–, continúa siendo el camino propuesto para crecer en santidad. Aún así, la doctrina del santo Obispo de Ginebra resuena en la historia de la Iglesia como precursora de nuevos horizontes que se abrirán tres siglos más tarde. A la distancia que se ha de colmar se refieren unas palabras del cardenal Albino Luciani, pocos meses antes de ser elegido Romano Pontífice, escritas con ocasión del tercer aniversario del fallecimiento de san Josemaría. Anota que san Francisco de Sales "propugna la santidad para todos, pero parece enseñar solamente una "espiritualidad de los laicos", mientras Escrivá quiere una "espiritualidad laical". Es decir, Francisco sugiere casi siempre a los laicos los mismos medios practicados por los religiosos con las adaptaciones oportunas. Escrivá es más radical: habla directamente de "materializar" –en buen sentido– la santificación. Para él, es el mismo trabajo material, lo que debe transformarse en oración y santidad" 41. Aunque estas palabras invitan ya a considerar cómo se relaciona la enseñanza de san Josemaría con las espiritualidades que predominan en este largo periodo, no queremos dejar de mencionar, antes de entrar en ese punto y para concluir nuestro breve recorrido histórico, dos santos más que enseñan a buscar el trato con Dios en medio de los afanes del mundo. Uno es san Alfonso María de Ligorio (1696-1787), primero abogado y después sacerdote y Obispo, fundador de los Redentoristas, cuya intensa actividad misionera en contacto con la gente común le sirve para dejar un cuerpo de doctrina moral cristiana y de piedad en la vida corriente. El otro, ya fuera del periodo al que nos referimos, es san Juan Bosco (1815-1888), gran educador de la juventud y dignificador del trabajo, que se inspira en san Francisco de Sales. Es canonizado por Pío XI en 1934, y el ejemplo de su vida fue bien conocido por san Josemaría 42, que comenzaba entonces a desarrollar su labor apostólica. Estos y muchos otros santos que no podemos mencionar, son testimonios destacados de una tradición que prepara el desarrollo de la espiritualidad laical en el siglo XX. Pero, globalmente hablando, en todo este dilatado periodo hay un déficit de aprecio por el valor que tienen para la vida cristiana las actividades seculares, tan necesarias para el buen funcionamiento de la sociedad. Se aceptan como campo en el que muchos han de vivir inevitablemente, pero al precio de peligros para su vida moral, y no se ven como campo de santificación ni como terreno de conquista: de cumplimiento de una misión confiada por Cristo. "Ciertamente –comenta Illanes– nadie negó nunca que un cristiano, fuera cual fuese su estado y condición, pudiera alcanzar la santidad, pero se tendía a pensar –de manera más o menos explícita– que, tratándose de laicos, ello ocurría más bien excepcionalmente y, en todo caso, al margen y en cierto modo a pesar de su condición secular. En suma, no se percibían ni analizaban los valores cristianos que encierra la vida secular, mientras que, por el contrario, se insistía hasta la exageración en los obstáculos que, para la plenitud de una vida cristiana, podría encontrar quien viviera en medio del mundo" 43. Ante esta realidad histórica, ¿cómo se presenta la enseñanza de Josemaría Escrivá de Balaguer? ¿Cómo se relaciona su mensaje con las doctrinas que proponen el ideal de la santificación mediante un cierto apartamiento del mundo? Por una parte, resulta claro que san Josemaría acude a los maestros de espiritualidad de estos siglos para proponer su propia enseñanza. Aunque no prediquen la "santidad en y a través de las actividades temporales", sí que hablan, profusa y profundamente, de "santidad", que a la postre es una sola y la misma para todos. San Josemaría bebe de la fuente limpia del ejemplo y de las doctrinas de estos santos. Álvaro del Portillo testifica que "veneraba especialmente a Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y Santa Teresita del Niño Jesús: fue asiduo lector de sus obras y en la predicación evocaba a menudo a estos grandes maestros de la espiritualidad y citaba sus escritos, aunque, cuando era necesario, hacía notar los puntos de divergencia con su propio modo de pensar y vivir las relaciones con Dios" 44. Pedro Rodríguez señala por su parte que san Josemaría "tenía una gran admiración y devoción personal" 45 a san Ignacio de Loyola. A estas figuras ilustres habría que añadir otras que menciona repetidamente en su predicación, pero no hace falta detenernos en esto. Basta decir sencillamente que, en toda la tradición de esos siglos, descubre tesoros inmensos de vida cristiana que ofrece a los laicos al proponerles el ideal de la santificación en medio del mundo. Por ejemplo, cuando les habla de ser contemplativos en medio de los afanes de la calle 46 y, sin temor a equívocos, les dice que su celda está en la calle 47, ¿no está acudiendo al ejemplo de santidad en los claustros para comunicar su espíritu de santificación en las actividades temporales? Si recurre a la comparación con la "celda" del monje para explicar la contemplación en la "calle", ¿no es porque la contemplación es la misma, aunque cambie el lugar y el camino? El parangón entre "calle" y "celda", al tiempo que sirve para afirmar vigorosamente la posibilidad de recibir en medio del mundo el don de la contemplación, implica una gran alabanza a la vocación religiosa: el reconocimiento agradecido de su testimonio de santidad, de su vida contemplativa. En general, san Josemaría propone muchas veces a los laicos el ejemplo de santos que son religiosos, para invitarles a seguir a Cristo de modo radical, con la misma entrega completa que han vivido ellos, sin rebajas de ningún género, pero en y a través de las actividades temporales. Ahora bien, no pretende "adaptar" las espiritualidades religiosas a la vocación laical, ni llevarlas a la vida corriente en medio del mundo. No consiste en esto la relación de su mensaje con esas espiritualidades. Declara su gran amor y su veneración profunda por el estado religioso, pero sostiene que Dios le ha llamado por un camino de santidad netamente diverso: Amo a los religiosos y venero y admiro sus clausuras, sus apostolados, su apartamiento del mundo –su contemptus mundi–, que son otros signos de santidad en la Iglesia. Pero el Señor no me ha dado vocación religiosa, y desearla para mí sería un desorden 48. En vez de "adaptar" las espiritualidades religiosas a la vocación laical, "recupera" para esta última diversos elementos comunes del espíritu cristiano que, con el paso de tiempo, se habían materializado y conservado fundamentalmente (casi únicamente) en la vida religiosa: desde los aspectos más básicos como la entrega total a Dios, hasta ciertas prácticas de vida cristiana como la oración mental. Al mismo tiempo "prescinde" de las actitudes que están ligadas al "apartamiento del mundo", como sucede con ciertos modos de concebir y de vivir diversas virtudes cuales la pobreza o la humildad 49, que enseña a vivir con toda exigencia de acuerdo con la condición laical: en el ámbito de la santificación del propio trabajo profesional y de las demás actividades civiles y seculares. En una palabra, transmite un espíritu laical y secular, diverso de las espiritualidades de los religiosos. Aprecia la vida consagrada, pero enseña la santificación en medio del mundo. Ambos son caminos directos hacia la santidad. Directos, pero alternativos. Quiere el Señor a los suyos en todas las encrucijadas de la tierra. A algunos los llama al desierto, a desentenderse de los avatares de la sociedad de los hombres, para hacer que esos mismos hombres recuerden a los demás, con su testimonio, que existe Dios. A otros, les encomienda el ministerio sacerdotal. A la gran mayoría, los quiere en medio del mundo, en las ocupaciones terrenas. Por lo tanto, deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña 50. Cuando menciona aquí el retiro al "desierto", no piensa sólo en los eremitas o en los monjes de los monasterios de clausura. Se vale de esa imagen para hacer presente que la vida religiosa, como enseña el Magisterio de la Iglesia, implica siempre una "renuncia al mundo", no sólo al pecado 51, y un cierto "apartamiento del mundo", con manifestaciones diversas en cada caso 52. Pero los laicos no están llamados a esto y, en consecuencia, san Josemaría no les propone un apartamiento "adaptado" a su situación. Les impulsa a amar al mundo apasionadamente 53 y a estar bien metidos en todas las encrucijadas del mundo –estando nosotros metidos en Dios– 54, para ser sal, levadura, luz. Dice asimismo que el cristiano ha de ser un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios 55. Del religioso puede aprender mucho sobre cómo tener "el alma llena del deseo de Dios", pero no le basta su ejemplo para ser "ciudadano de la ciudad de los hombres". Aunque el religioso es sin duda un buen ciudadano, hay aspectos de la ciudadanía que son propios de la condición laical y que no pertenecen igualmente a la vida religiosa. Un fiel laico es un miembro de la sociedad que ha de buscar su progreso, también el material, y santificarse en esa búsqueda. Ha de compenetrar las dos cosas –su deseo de Dios y su condición de ciudadano– en unidad de vida 56, para llegar a ser un "ciudadano digno del Evangelio" (Flp 1, 27). A este ideal apunta la novedad de la enseñanza de san Josemaría: A nosotros (...) el Señor nos pide sólo el silencio interior –acallar las voces del egoísmo del hombre viejo–, no el silencio del mundo: porque el mundo no puede ni debe callar para nosotros 57. Tampoco cabe imaginar su mensaje como una "prolongación" de las espiritualidades religiosas, a las que de algún modo "superaría" o vendría a "sustituir". Nada de esto. Se trata de cosas diversas. La vida religiosa es de perenne actualidad en la Iglesia, pero no es la única senda de santificación. Dios llama a la santidad también por otros caminos. A los laicos, concretamente, por los de la santificación en medio del mundo (que a su vez pueden ser diversos entre sí). Para comprender este punto vale la pena volver sobre unas palabras que hemos citado en la Introducción general. Afirma san Josemaría que su mensaje es viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo 58. Dice que es "viejo", porque el espíritu y la realidad de la santificación en medio del mundo se encuentra en el Nuevo Testamento y en la vida de la Iglesia desde el inicio; pero afirma también que es "nuevo", no en relación a la época de los primeros cristianos, sino al periodo de siglos que estamos considerando, en el que ese espíritu se había eclipsado. Ya hemos visto que entre los que buscaban la santidad, muchos se apartaban del mundo; y a los que permanecían en él, el mundo se les presentaba como un obstáculo para la santificación y la misión apostólica. Esta última no era considerada seriamente como tarea suya. Para evangelizar a los hombres estaban las órdenes y congregaciones que habían ido surgiendo y que cada vez se acercaban más al "mundo". Pues bien, el ideal que propone san Josemaría y el fenómeno que promueve no supone un paso más en esta dirección, no está en la línea de una mundanización –desacralización– de la vida monástica o religiosa 59. No es una prolongación, un nuevo eslabón de la misma cadena 60 que acerca la vida religiosa al mundo, sino una nueva toma de conciencia que adquieren los laicos de su vocación y misión propia. Se trata de un fenómeno que nace desde abajo, es decir, desde la vida corriente del cristiano que vive y trabaja junto a los demás hombres 61. En la sección III de esta Parte preliminar nos detendremos en la unidad y diversidad de vocaciones en la Iglesia. Ahora es suficiente señalar, concluyendo este apartado, que la enseñanza de san Josemaría debe mucho al legado espiritual de los santos a que nos hemos referido, pero lo contempla y discierne bajo la luz de la santificación en medio del mundo recibida el 2 de octubre de 1928. I.3. RESURGIMIENTO DE LA CONCIENCIA DE LA VOCACIÓN LAICAL EN EL SIGLO XX. EL CONTEXTO DE LA PREDICACIÓN DE SAN JOSEMARÍA a) La "secularización" en la perspectiva de la vocación de los laicos En la época moderna, a partir del XVIII, el "siglo de las luces" y de las revoluciones europeas, se producen unos cambios culturales, sociales y políticos, que serán ocasión para un gran acontecimiento en la historia de la Iglesia y de su acción en el mundo: el inicio del proceso moderno de toma de conciencia de la específica vocación y misión de los laicos. Sin entrar aquí en las causas que propician esos cambios –desde la pérdida de la unidad religiosa en Europa a raíz de la Reforma protestante, hasta otros factores de diverso tipo– resulta imprescindible hacer referencia a las ideas y fenómenos más característicos de este periodo para comprender la evolución. Entre ellos se suele indicar como principal la "secularización". El significado del término es ambivalente. Por un lado, designa la pérdida de relieve de la religión para el modo personal de vivir y, como consecuencia, para la edificación de la sociedad. La razón se independiza de la fe constituyéndose en medida de todas las cosas, y la libertad del hombre reivindica una autonomía absoluta respecto a Dios. San Josemaría lo describe con viveza: la razón se cree autosuficiente para entender todo, pres cindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses (Gn 3, 5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios 62. Es el intento "liberal" de emancipación de toda instancia trascendente a la razón, que surge del racionalismo iluminista y marca el inicio de la "modernidad ideológica" 63. En la vida social se traduce en una escisión entre la práctica religiosa y la actividad profesional y civil, en una pérdida del sentido cristiano de las realidades humanas y, consecuentemente, en el intento de construir una sociedad "independiente" de la religión. Una sociedad basada, sí, sobre principios racionales, pero que no admite ninguna validez a la religión para reconocer esos principios y que niega la dimensión pública de la fe. Es el modelo de sociedad propugnado por el naciente "laicismo", como reacción al influjo del clero en el periodo precedente. Entre los ingredientes del nuevo clima cultural y social se encuentra el principio del progreso continuo e ilimitado –el "progresismo"– que tiende a menospreciar los valores permanentes 64. La colisión de esta ideología "liberal-progresista" con todo lo que se presentara como estable y constante, en primer lugar con las verdades de la fe y con la Iglesia, resultaba inevitable. De hecho, muy pronto sehará patente la tendencia laicista a marginar a la Iglesia de la vida pública y a confinar la fe a la esfera privada. La secularización aparece así como un proceso de "descristianización" de la sociedad, con el que la Iglesia habrá de enfrentarse 65. No obstante, este movimiento de ideas traerá también efectos positivos para la vida cristiana, pues al exaltar la razón promoverá necesariamente ciertos valores –piénsese por ejemplo en los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, en la estima del trabajo, en el progresocientífico y económico– que, si no se desgajan de Dios, son ciertamente valores humanos y por eso mismo cristianos. San Josemaría sopesa la situación sin prejuicios. Anima a apreciar todo lo que hay de positivo, que no es poco, cultivando una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos; y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida 66. Pero además hay que tener en cuenta que "secularización" no equivale siempre a "descristianización". Implica también otra realidad que importa distinguir: la "desclericalización", o sea, la abolición de ciertos privilegios del clero (el "estamento clerical") en la sociedad medieval y el fin de la mentalidad que justificaba su invasión de la esfera temporal amparándose en la subordinación del orden temporal al espiritual. Una parte de la tendencia secularizadora era simplemente, o sobre todo, "desclericalizadora", lo cual no es necesariamente negativo. Hay desde luego una "desclericalización" netamente nociva para la Iglesia, pero hay otra positiva que consiste en promover la misión sustancial-mente espiritual del sacerdote y que lleva consigo, en último término, la afirmación de la autonomía relativa de las actividades temporales –aunque no se formule con estas palabras al principio–, y el reconocimiento de un amplio espacio de libertad para los fieles que las ejercen y que las han de santificar sin necesidad de que intervenga la Jerarquía eclesiástica. En este sentido, san Josemaría distingue entre un "anticlericalismo malo" que es odio a todo lo que haga referencia a la religión, al sacerdocio 67, o que, sin llegar a la violencia, ignora o desprecia las cosas de Dios 68, y un "anticlericalismo sano" que procede del amor al sacerdocio 69, que lleva a desear, para la Iglesia y para sus minis tros, una libertad santa de ataduras temporales 70 y que se opone a que el simple fiel o el sacerdote use de una misión sagrada para fines terrenos 71. En la base de estos dos aspectos de la secularización –como "descristianización" y como "desclericalización" de la sociedad– hay una reivindicación de libertad que, según la mayoría de los estudiosos, es la noción clave para comprender este periodo histórico. "No hay ninguna duda: la época que llamamos edad moderna está determinada desde el inicio por el tema de la libertad; la búsqueda de nuevas libertades es el único motivo que justifica una tal periodización" 72. Estas palabras de Joseph Ratzinger evidencian, a nuestro parecer, el núcleo esencial de la modernidad y muestran la clave para entender tanto el despertar en la Iglesia de la conciencia de la misión de los laicos, como la novedad que presenta en la enseñanza de san Josemaría. Con razón escribe Juan José Sanguineti –y tendremos ocasión de estudiarlo con calma– que "la percepción de la libertad está en el centro del mensaje espiritual de Josemaría Escrivá" 73. El tema de fondo es, pues, la afirmación de la libertad, pero con características diferentes en las dos vertientes del proceso de secularización. En el caso de la descristianización lo que se reivindica es una libertad autónoma respecto a Dios, como fundamento independiente y autorreferencial de la propia normatividad, antagónica de la idea cristiana de libertad 74. No es la libertad de obrar sin coacción y porque me da la gana 75, como dirá san Josemaría, sino la libertad de hacer lo que quiera ("lo que me da la gana") dentro de lo que permite la convivencia civil, naturalmente, pero sin ninguna norma trascendente, sin referencia al bien y una la ley moral, sin otro criterio que el de la autoafirmación de la propia libertad 76. En la otra vertiente –la desclericalización– se busca algo muy distinto: una justa autonomía de las actividades temporales, lo que no significa autonomía de la libertad respecto a Dios, origen y fin último de todo lo creado, sino –como dirá más tarde el Concilio Vaticano II– el reconocimiento de que "las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco" 77, sin que esta tarea haya de estar dirigida por la autoridad eclesiástica. Ahora bien, en el proceso moderno de secularización las dos vertientes están unidas, de modo que quienes propugnan una libertad independiente de Dios, defienden muchas libertades que necesitan también los cristianos para la justa autonomía temporal. Lo que éstos no pueden aceptar es que esas libertades se reclamen desde el presupuesto de la autonomía del hombre respecto a Dios. El problema no reside en las llamadas "libertades modernas" –de religión, de pensamiento, de expresión, de participación política, etc.–, que, bien entendidas, pertenecen al patrimonio cristiano; el problema radica en los presupuestos desde los que se formulan y exigen esas libertades: el antropocentrismo cerrado a la trascendencia, la razón desvinculada de la fe, la voluntad emancipada de todo vínculo, la conciencia responsable sólo ante sí misma. La reivindicación de una libertad así concebida lleva a algunos pensadores y líderes políticos al conflicto con la Iglesia y al intento de marginarla, como fuerza opuesta al progreso. A ese intento se opondrá, lógicamente, la Jerarquía eclesiástica, pero tendrá que pasar bastante tiempo hasta que se llegue a distinguir entre "descristianización" y "desclericalización" y se aprenda a emplear los medios adecuados para combatir la secularización anticristiana favoreciendo en cambio la justa y necesaria libertad de los fieles laicos en el ámbito temporal. Señalemos como inciso que al progresismo liberal pretendió oponerse antagónicamente la ideología "tradicionalista", término que no designaba simplemente el amor por las tradiciones, sino el intento de perpetuar ciertas instituciones humanas, políticas y sociales, considerándolas poco menos que inseparables del catolicismo. Por su oposición al progresismo podía parecer que ese tradicionalismo convenía a la Iglesia, pero era una ideología que socavaba el pluralismo legítimo y la misma libertad: una patología del concepto cristiano de tradición viva. Algunos de estos movimientos –como la Action française de Charles Maurras, condenada por Pío XI–, en lugar de defender la religión en la vida pública, trataron de "someter la religión a la política" 78. La solución cristiana a los problemas planteados por el liberalismo progresista no era ese tradicionalismo. La promoción del espíritu cristiano en la sociedad debía venir en gran medida por otro lado: por el impulso de los Romanos Pontífices al apostolado laical y por las luces y carismas donados por el Espíritu Santo a algunos fieles para que se tomara una conciencia más viva y profunda de la importancia de la libertad y responsabilidad de los laicos en el cumplimiento de su específica tarea apostólica. Ya la semántica de "secularización" sugiere pensar en los "seglares" –los fieles cristianos inmersos en el orden secular– y, de hecho, los eventos históricos les irán llevando a primera fila en la misión evangelizadora de la Iglesia, en la nueva situación creada por ese fenómeno. El germen de la crisis había sido un falso concepto de libertad y la enfermedad provocada se había llamado, con toda razón,"secularismo", porque afectaba a la naturaleza de las realidades seculares, y "laicismo", porque trastocaba directamente la identidad del laico al expulsar la fe cristiana de la vida social y pública, terreno propio de su misión. El laicismo –escribe san Josemaría– es la negación de la fe con obras, de la fe que sabe que la autonomía del mundo es relativa, y que todo en este mundo tiene como último sentido la gloria de Dios y la salvación de las almas 79. Pero los mismos nombres de la enfermedad sugieren el remedio. Sólo un espíritu de libertad cristiana en medio del mundo, un espíritu cristianamente secular y laical, podía dar respuesta satisfactoria a los retos de la modernidad ideológica, sanar la fractura de la sociedad con la Iglesia y encauzar el progreso de modo acorde a la dignidad de la persona humana. A este cuadro hay que añadir la aparición de otro fenómeno que también hunde sus raíces en el racionalismo, aunque crece en dirección diversa al liberalismo individualista y, en cierto sentido, opuesta. Nos referimos al colectivismo marxista 80, cuya crítica a la religión como "opio del pueblo" que adormece las energías necesarias para edificar un paraíso terrestre de bienestar material, se encuentra también enel trasfondo del proceso de toma de conciencia de la vocación y misión de los laicos. El desafío se perfilará de modo cada vez más claro. Ante una ideología que incita a la revolución para transformar la sociedad en una colectividad donde la persona no es más que un elemento de producción en vistas al desarrollo económico, resultaba urgente mostrar la relevancia antropológica y social de la fe cristiana, su capacidad transformadora de las estructuras sociales en orden al bien integral de cada persona singular, para lo cual era imprescindible que quienes habían de edificar la sociedad mediante el ejercicio de las diversas profesiones y actividades temporales –los fieles laicos– las empaparan con el espíritu del Evangelio, comportándose en esas actividades de modo coherente con su fe. A partir del último tercio del siglo XIX, irá cobrando fuerza la convicción de que esta tarea corresponde a los laicos como exigencia propia y específica de su vocación y misión 81. Ya en el siglo II, el autor de la Carta a Diogneto había escrito que "los cristianos son en el mundo lo que el alma en el cuerpo (...). Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, que no les es lícito desertar" 82. La doctrina adquiere nueva actualidad en la edad contemporánea, cuando se hace patente que la Iglesia, para realizar su misión en el mundo, necesita absolutamente que los fieles laicos –protagonistas del progreso y del desarrollo humano– asuman el papel que desde siempre les corresponde, poniendo punto final a una actitud más bien pasiva o simplemente receptiva de la acción pastoral de la Jerarquía 83. "Los fieles, y más especialmente los laicos –recordará Pío XII en 1946–, se encuentran en primera línea de la vida de la Iglesia. Por medio de ellos, la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana y ellos deben adquirir una conciencia cada vez más clara de que pertenecen a la Iglesia, de que son Iglesia" 84. Históricamente, el proceso de toma de conciencia de la vocación y misión de los laicos cobra impulso a partir de los desafíos de la modernidad ideológica y de la secularización descristianizadora, pero no es una simple reacción defensiva que se agota en esa contienda y termina con ella. La historia muestra que se trata de un fenómeno positivo de profundización eclesiológica que afronta y aclara las relaciones Iglesia-mundo y, por consiguiente, la vocación y misión de los laicos, así como su relación con la Jerarquía. En su base se encuentra la aspiración a cimentar sólidamente y a encauzar a Dios las conquistas de la modernidad, cuya "parte oscura" irá quedando a la postre como la ocasión de una fecunda renovación de la Iglesia. Como en otras ocasiones de la historia, el remedio a la crisis llevará mucho más allá de los problemas planteados. El proceso será gradual. Influirá probablemente la inercia de siglos en que prácticamente los únicos protagonistas de la misión de la Iglesia habían sido los sacerdotes y los religiosos. Pero poco a poco irá adquiriendo fuerza la toma de conciencia de la vocación y misión de los laicos, a través de una serie de fases hasta llegar al Concilio Vaticano II, donde alcanza una vigorosa madurez. La enseñanza de san Josemaría se inserta en este proceso, como él mismo afirma 85. Nace en un momento en el que la Jerarquía eclesiástica está impulsando la misión de los laicos, pero trae un planteamiento nuevo que preconiza los futuros desarrollos del mismo Magisterio y se proyecta al horizonte de la misión evangelizadora del mundo. b) El impulso jerárquico a la misión de los laicos en la primera mitad del siglo XX Ante el fenómeno de la secularización, los Romanos Pontífices de los dos primeros tercios del siglo XIX concentraron su acción en refutar netamente la ideología liberal-progresista, en particular Gregorio XVI (1831-1846). También el beato Pío IX (1846-1878) sigue inicialmente esa línea en la encíclica Quanta cura con el Syllabus adjunto (1864) 86. Sin embargo, ya en los últimos años de ese pontificado y luego con León XIII (1878-1903), el Magisterio no se limita a corregir las desviaciones sino que comienza a impulsar la misión de los laicos. Al principio, el motivo de las iniciativas es la necesidad de hacer frente a los intentos de marginar a la Iglesia en la sociedad. Por ejemplo, León XIII, con la encíclica Au milieu des sollicitudes (1892), alienta a los católicos franceses a intervenir en la vida social y política para contrarrestar la acción sectaria, laicista, de algunos gobernantes. Durante este tiempo, "lo esencial era que los católicos se hicieran presentes en la sociedad civil y, desde dentro de ella, trataran de hacer que se respetaran sus derechos, a la vez que colaboraban leal mente en su desarrollo. El futuro de la vida católica pasaba por el incremento de las responsabilidades personales de los ciudadanos cristianos y no, como hasta la fecha, por la conjunción y armonía entre la Iglesia –los dirigentes de la Iglesia– y el Estado –los gobernantes civiles–" 87. No se podía esperar ya que la autoridad civil favoreciese la misión de la Iglesia. Debía ser conquista de la acción de los laicos: la "acción católica", en el sentido genérico de la expresión que se venía empleando desde tiempo atrás, no aún en el de organización de la Iglesia que, como tal, comienza a tomar forma en Italia bajo san Pío X (1903-1914), en 1905 88. Por esta época toma cuerpo el "modernismo religioso" al que el mismo san Pío X se enfrenta enérgicamente con el Decreto Lamentabili 89, la encíclica Pascendi dominici gregis 90 y su acción de gobierno. No podemos dejar de recordarlo en este sucinto marco histórico por dos motivos. El primero es su relación temática con la vocación y misión de los laicos. En efecto, era propia del movimiento modernista la convicción de que el progreso de la ciencia y de la cultura moderna se debían a la crítica racionalista y que había que someter a esta crítica también la religión católica para hacerla aceptable a los nuevos tiempos. En esta idea estaba implícita la necesidad de que los laicos hicieran presente la fe en los diversos ámbitos de la cultura, pero encerraba el peligro de malograr lo que estaba naciendo, porque evidentemente no se trataba de adaptar el Evangelio a la "mentalidad crítica del hombre moderno", sino de abrir esa mentalidad a la verdad revelada, que sobrepasa el alcance de la razón. El segundo motivo por el que nos referimos a este tema es que san Josemaría subrayaba la importancia de la figura de san Pío X por su claridad de doctrina, su ejemplo de gobierno y su profunda piedad 91: cualidades que invocaba para los pastores de la Iglesia particularmente en los años sucesivos al Concilio Vaticano II, cuando había quienes interpretaban el "aggiornamento" deseado por el Concilio como adaptación al "mundo moderno" (incluido el pensamiento y la cultura moderna), de modo afín al modernismo 92. Con Pío XI (1922-1939) el impulso a la misión de los laicos entra en una fase crucial. Por una parte denuncia el laicismo como resumen de los males de la época moderna 93; por otra, instaura la nueva Acción Católica. "Nueva" porque ya desde el pontificado de Pío IX se empleaba esta denominación para designar una serie de iniciativas y obras de diverso tipo con fines apostólicos, constituidas por laicos. "En este sentido se refiere Pío XI a la Acción Católica en la primera etapa de su pontificado, es decir entre los años 1922 y 1928. Pero a partir de 1928, con la carta Quae nobis, Pío XI da a la Acción Católica un significado más específico" 94. En adelante ese conjunto recibe una organización y estructura que hará de la Acción Católica un instrumento de gran eficacia 95. Estamos ya en la época que ve el inicio de la predicación de san Josemaría 96. La Acción Católica "según su auténtica y esencial definición (...) no quiere ni puede ser otra cosa que la participación y colaboración del laicado en el apostolado jerárquico" 97, afirma el Papa. En posteriores documentos pontificios, concretamente de Pío XII (1939-1958), no se hablará de "participación", para evitar malentendidos, sino de "ayuda" y de "colaboración" 98; y el Vaticano II usará la expresión "cooperación de los laicos en el apostolado jerárquico" 99. En todo caso, lo que se buscaba en tiempos de Pío XI era defender la presencia de la Iglesia en la sociedad, para conformarla cristianamente a través de los laicos bajo la dirección de la Jerarquía eclesiástica. Esa dirección no se limitaba a indicar el fin que se buscaba y los medios espirituales para lograrlo, sino que se extendía a los objetivos inmediatos y a los medios. Lo que se intenta es convocar a los laicos para que secunden el apostolado de la Jerarquía con tareas que ésta les asigna, porque sin ellos no se pueden realizar. Este es el propósito directo, no tanto el de promover la libertad de los laicos en elámbito temporal para llevar a cabo, con responsabilidad personal, su misión apostólica propia recibida en el Bautismo. El planteamiento es el de prolongar a ellos, en cierto sentido, el "mandato canónico" que los sacerdotes reciben de sus Obispos 100. Este enfoque comportaba de por sí evidentes riesgos, independientemente de que se cayera en ellos o no. Por una parte, el de una cierta "clericalización" del laico, visto como longa manus de la Jerarquía en cuestiones temporales; por otra, el que la misma Jerarquía se viera comprometida por las actuaciones temporales de algunos fieles que aparecían como "católicos oficiales". La Acción Católica constituyó, en todo caso, un considerable contrapeso a la secularización, dio numerosos santos a la Iglesia –mártires en no pocos casos–, e impulsó y continúa impulsando la misión evangelizadora en la sociedad civil. Sin embargo, no podía ser el remedio para todos los males. Por una parte, se hacía frente a la secularización, pero sin prestar la atención necesaria al problema del clericalismo, muy unido a ella, como hemos visto 101. La Acción Católica nacía para impulsar la misión de los laicos, pero como colaboradores del clero. Tal colaboración en actividades eclesiásticas no tiene por qué entrañar peligro de clericalismo, pues resulta conforme a la naturaleza de las cosas que el clero las dirija; pero cuando se trata de actividades temporales, el riesgo existe. Por otra parte, para sanar la equivocada noción de libertad (autónoma de Dios), se hacía necesario fomentar el ejercicio práctico de la libertad cristiana por parte de los laicos en la santificación y en el apostolado a través de las actividades temporales, asumiendo su responsabilidad propia; pero el planteamiento de la Acción Católica les ponía más bien en posición subordinada respecto al clero. No cabe duda de que en los tiempos que corrían, resultaba oportuno impulsar su acción apostólica como cumplimiento de un mandato de la Jerarquía, pero también hacía falta despertar la iniciativa de los laicos, planteando el apostolado como ejercicio responsable de la libertad de los hijos de Dios en la vida secular, donde las soluciones legítimas pueden ser múltiples y variadas. El mal de una libertad sin Dios, que "secularizaba" la cultura y la sociedad, no podía ser superado exclusivamente promoviendo "desde arriba" la intervención de los católicos en los diversos campos de la vida social. Era preciso estimular el dinamismo ínsito en su vocación y misión bautismales, para que cada uno secundara libremente "desde abajo" la acción del Espíritu Santo. Un movimiento de fieles laicos surgido en el primer tercio del siglo XX, que pronto alcanzará vastas proporciones, es la Jeunesse Ouvrière Chrétienne (J.O.C.) 102, fundada en Bélgica, en 1925, por el sacerdote (más tarde Cardenal) Joseph Cardijn (1882-1967), con el aliento del Cardenal Mercier (1851-1926), para impregnar de espíritu cristiano la "clase obrera" 103. Ahí eran especialmente claros los efectos devastadores de la ideología y de la praxis marxista, que competía en el dominio de la modernidad con el liberalismo individualista y el capitalismo de entonces, combatiendo con virulencia a la Iglesia. En realidad los orígenes de este movimiento se remontan a 1919, año en el que Cardijn inicia la "Juventud sindicalista" que se transforma más tarde en "Juventud Social Cristiana", de la que surge la J.O.C. Sus orígenes, por tanto, son anteriores a la Acción Católica en Bélgica, pero se integrará en ella después 104. Con la J.O.C. comienzan los llamados movimientos "especializados" de la Acción Católica: para jóvenes, para agricultores, etc. Esta especialización, al poner en primer plano la misma realidad que la justifica –una profesión o una condición de vida–, llevará a reflexionar no sólo acerca del influjo cristiano en la sociedad sino también, y más específicamente, acerca del sentido cristiano de las actividades temporales como "lugar" de santificación y de apostolado. "Su mesa de trabajo, su oficio, su máquina, llega a ser un altar" 105, escribe Cardijn. San Josemaría empleará expresiones afines, pero sin limitar su aplicación a los obreros –lo cual comporta algunas diferencias conceptuales, que veremos al hablar de la santificación del trabajo 106– y en un contexto diverso al de la "cooperación en el apostolado jerárquico" que caracteriza a la Acción Católica y a la J.O.C. Para completar el panorama de instituciones nacidas en el siglo XX que manifiestan la efervescencia de la misión de los laicos, tendríamos que mencionar otras que no se integran en la Acción Católica, ya sea porque no están planteadas como "cooperación de los laicos en el apostolado jerárquico" (aunque no por esto se encuentren menos unidas a la Jerarquía eclesiástica), o porque se acercan más a los institutos religiosos, o por otros motivos. Algunas de ellas serán aprobadas como "institutos seculares", figura canónica creada por Pío XII en 1947 107. También el Opus Dei entrará durante un tiempo en esta categoría, cuyas características, comentadas por san Josemaría en una conferencia publicada poco después 108, hacían que fuera la única solución entonces posible en el ordenamiento jurídico de la Iglesia. Se trataba de una etapa de su itinerario jurídico que sólo terminará en 1982, con la erección en prelatura personal 109. No nos detenemos en detalles porque son cuestiones que quedan fuera del objeto de nuestro estudio. Nos centramos en las ideas que sirven de contexto a la enseñanza de san Josemaría, y para esto nos interesaba mencionar sobre todo la Acción Católica, a la que él mismo se refiere expresamente, como vamos a ver. c) Continuidad y novedad en san Josemaría El impulso jerárquico al apostolado de los laicos en el primer tercio del siglo XX resulta decisivo para poner en marcha el proceso de toma de conciencia de su vocación y misión, proceso en el que se inscribe el mensaje de san Josemaría, aportando a la vez unos planteamientos nuevos. Una fuente importante para este tema es el libro Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, publicado en 1968, donde explica su propio mensaje en diálogo con los entrevistadores y lo pone en relación con el trasfondo teológico y pastoral que encontró a lo largo de su camino. Su respuesta a una pregunta sobre las características más salientes del "proceso moderno de evolución del laicado" 110 es particularmente representativa y la tomaremos como guía de nuestra exposición: He pensado siempre que la característica fundamental del proceso de evolución del laicado es la toma de conciencia de la dignidad de la vocación cristiana. La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. Cada cristiano debe ser alter Christus, ipse Christus, presente entre los hombres (...). Esto trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus personales circunstancias. Los laicos, gracias a los impulsos del Espíritu Santo, son cada vez más conscientes de ser Iglesia, de tener una misión específica, sublime y necesaria, puesto que ha sido querida por Dios. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica. (...) El modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano 111. En estas palabras se pueden individuar al menos tres ideas básicas, para situar el mensaje de san Josemaría en relación con los planteamientos que subyacen al impulso jerárquico del apostolado de los laicos en la primera mitad del siglo XX. 1. La primera idea se refiere al orden entre la "vocación a la santidad" y la "misión apostólica" de los laicos. La primacía corresponde, como puede verse en el texto, a "la toma de conciencia de la dignidad de la vocación cristiana": es decir, a la toma de conciencia de la llamada a la santidad que el cristiano recibe en el Bautismo. Después viene (no cronológica sino ontológicamente) "la misión que cada uno debe realizar". Hay aquí un cambio de perspectiva que se verificará también en el Magisterio, paulatinamente, desde la época de Pío XI hasta el Concilio Vaticano II. Al inicio se percibe la urgencia de que los laicos hagan presente la fe en la vida social y defiendan a la Iglesia del laicismo: es lo que lleva a la Jerarquía a recordarles su vocación a la santidad. Después, poco a poco, se invierten los términos: se ve que debe ser la conciencia de su vocación a la santidad lo que les impulse a realizar su misión apostólica propia. Evidentemente hay una "circulación" entre estos dos factores que se alimentan mutuamente, pero es importante advertir el orden entre ellos. Para Pío XI, el punto de partida es la misión de los laicos, que exige que busquen la santidad. Para el Concilio Vaticano II, lo primero es la llamada a la santidad, que implica asumir plenamente la propia misión. Pío XI recuerda ya la vocación universal a la santidad 112, pero esta doctrina sólo encontrará la debida resonancia con el Concilio Vaticano II, lo que se explica, a nuestro parecer, por el cambio de posición en la "jerarquía de las verdades". El orden no es: "los fieles laicos han de cristianizar la sociedad y para esto han de ser santos", sino "los laicos han de buscar la santidad porque es su vocación primordial, y la santidad exige que realicen su misión apostólica propia". En esta última perspectiva se sitúan claramente las enseñanzas de san Josemaría, como acabamos de ver en el texto citado 113. Para él, lo primero es que los laicos tomen conciencia de la gracia recibida en el Bautismo y de la llamada a desarrollar ese germen de santidad buscando la identificación con Cristo, con la certeza de que esa identificación es posible en la vida ordinaria. Después, como parte esencial e integrante de este descubrimiento de estar llamados a la santidad, pero genéticamente dependiente de él, está la conciencia de que a los laicos les ha sido confiada una misión específica, una peculiar cooperación en la tarea redentora como miembros de la Iglesia. 2. La segunda idea básica se refiere en general a la distinción entre la misión de los laicos y la misión de la Jerarquía y contiene varios puntos articulados entre sí. La premisa es que todos los bautizados –hombres y mujeres– participan por igual de la común dignidad, libertad y responsabilidad de los hijos de Dios 114. Exigencia de esta igualdad básica es la participación de todos en la misión de la Iglesia, con diversidad de funciones. En la Iglesia hay diversidad de ministerios, pero uno sólo es el fin: la santificación de los hombres. Y en esta tarea participan de algún modo todos los cristianos, por el carácter recibido con los Sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Todos hemos de sentirnos responsables de esa misión de la Iglesia, que es la misión de Cristo 115. Dentro de esta diversidad de ministerios y de funciones –que también pueden llamarse misiones específicas 116–, se encuentra la misión propia de los laicos, necesaria para la de toda la Iglesia. La Iglesia no la forman sólo los clérigos y religiosos, sino que también los laicos –mujeres y hombres– son Pueblo de Dios y tienen, por Derecho divino, una propia misión y responsabilidad 117. [Y esa misión] consiste precisamente en santificar ab intra –de manera inmediata y directa– las realidades seculares, el orden temporal, el mundo 118. La misión de los laicos no es prolongación de la que corresponde a los sacerdotes. Es distinta (dentro de la general misión de toda la Iglesia), y no secundaria ni subordinada, aunque ciertamente la función santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote, que administra el sacramento de la Penitencia, celebra la Eucaristía y proclama la Palabra de Dios en nombre de la Iglesia 119. Al sacerdocio ministerial no le compete la dirección o la organización de las actividades temporales; de ahí que, en ese campo, el laico no sea su longa manus, ni su apostolado en esas actividades haya de formar parte necesariamente de una labor organizada de arriba abajo 120. Otra cosa es la cooperación del laico en las tareas sagradas propias del ministerio sacerdotal, como es el "ministerium verbi et sacramentorum" 121, al que se acaba de aludir. San Josemaría se refiere a esta posibilidad con las siguientes palabras: Además de esta tarea, que le es propia y específica santificar ab intra –de manera inmediata y directa– las realidades seculares], el laico tiene también –como los clérigos y los religiosos– una serie de derechos, deberes y facultades fundamentales, que corresponden a la condición jurídica de fiel, y que tienen su lógico ámbito de ejercicio en el interior de la sociedad eclesiástica: participación activa en la liturgia de la Iglesia, facultad de cooperar directamente en el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en su tarea pastoral si es invitado a hacerlo, etc. 122 En este ámbito el laico tiene la facultad de prestar su cooperación (una facultad que san Josemaría sitúa entre las "fundamentales" de los fieles), pero de modo subordinado al sacerdocio ministerial, mientras que en el campo de las actividades temporales no existe tal subordinación. San Josemaría es consciente –lo hemos visto en el texto que nos sirve de guía– de que este planteamiento de la vocación y misión de los laicos "trae consigo una visión más honda de la Iglesia", como "comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión" 123. Su perspectiva es antitética a la visión clerical, que tiende a identificar la Iglesia con la Jerarquía y minimiza la importancia del sacerdocio común de todos los fieles 124. En esta visión clerical, son los pastores quienes protagonizan la misión de la Iglesia en el mundo, mientras que a los laicos les corresponde a lo sumo cooperar con ellos, pero no de modo "orgánico", como entre miembros del mismo cuerpo, sino instrumental: prolongando la acción del clero que abarca no sólo a las actividades eclesiásticas sino también a las civiles y temporales. Algunos autores, como Gérard Philips en su comentario a la Lumen gentium 125, han mostrado la insuficiencia eclesiológica de este planteamiento. San Josemaría también lo hace, de un modo a la vez doctrinal y práctico. Citemos dos textos de Conversaciones, dirigidos a orientar la conducta del sacerdote y del laico con vistas a prevenir el "clericalismo". Uno se refiere al sacerdote: Me parece que a los sacerdotes se nos pide la humildad de aprender a no estar de moda, de ser realmente siervos de los siervos de Dios (...) para que los cristianos corrientes, los laicos, hagan presente, en todos los ambientes de la sociedad, a Cristo. La misión de dar doctrina, de ayudar a penetrar en las exigencias personales y sociales del Evangelio, de mover a discernir los signos de los tiempos, es y será siempre una de las tareas fundamentales del sacerdote. Pero toda labor sacerdotal debe llevarse a cabo dentro del mayor respeto a la legítima libertad de las conciencias: cada hombre debe libremente responder a Dios 126. El otro texto se refiere a la conducta de los laicos: Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones: a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal; a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen –en materias opinables– soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene; y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas 127. Estas ideas deben completarse con una consideración que podemos enunciar con palabras del mismo texto que estamos comentando. Los laicos –escribe san Josemaría– saben que su misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del Magisterio: sin unión con el Cuerpo episcopal y con su cabeza, el Romano Pontífice, no puede haber, para un católico, unión con Cristo 128. La unión con los Obispos es condición indispensable para cumplir la misión apostólica: ¿cuántos laicos –se pregunta san Josemaría– entienden debidamente que, si no es en delicada comunión con la Jerarquía, no tienen derecho a reivindicar su legítimo ámbito de autonomía apostólica? 129 Este principio de comunión no implica, sin embargo, que los laicos necesiten un mandato de la Jerarquía para el apostolado, porque ya lo han recibido de Dios en el Bautismo. La distinción es clave para entender por qué san Josemaría, a pesar de la gran estima que mostró siempre por la Acción Católica y de la colaboración que prestó a sus actividades 130, afirma, ya en 1934, en uno de los primeros documentos que redacta para los fieles del Opus Dei, que nunca seremos ningún organismo de la Acción Católica 131. Eran palabras que podían chocar en aquellos momentos, pero resultaban inevitables para clarificar un aspecto del espíritu que transmitía. Ante todo hace notar, a renglón seguido, una realidad histórica en la que descubre la providencia divina: antes de que nuestro Santo Padre el Papa Pío XI hablara –con gran consuelo de mi alma– del apostolado seglar, levantando con su voz como un soplo del Espíritu Santo oleadas de fervores, que han traído al mundo tantas y tan magníficas obras de celo, Jesús había inspirado su Obra 132. Los términos no pueden ser más elogiosos para la Acción Católica, pero la semilla del dos de octubre de 1928 era una realidad distinta. Los miembros de la Acción Católica se integran en ella respondiendo a una convocación de la autoridad eclesiástica para colaborar en el apostolado jerárquico, mientras que quienes siguen el camino de santificación que enseña san Josemaría responden sencillamente a la vocación bautismal y se entregan al cumplimiento de su misión apostólica en virtud del mandato del mismo Cristo a sus discípulos: "Id y enseñad a todas las gentes..." (Mt 28, 19-20). Con esta convicción escribe: No somos almas que se unen a otras almas, para hacer una cosa buena. Esto es mucho... pero es poco. Somos apóstoles que cumplimos un mandato imperativo de Cristo 133. Años más tarde, resumiendo su pensamiento sobre este punto, recordará: En 1932, comentando a mis hijos del Opus Dei algunos de los aspectos y consecuencias de la peculiar dignidad y responsabilidad que el Bautismo confiere a las personas, les escribí en un documento: "Hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de los seglares no tiene por qué ser siempre una simple participación en el apostolado jerárquico: a ellos les compete el deber de hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son parte de la Iglesia" 134. Para san Josemaría, el apostolado de los laicos ha de ser ante todo "personal", de persona a persona, apostolado de amistad y confidencia 135, como suele llamarlo. Es evidente que para ejercer este apostolado no hace falta que los fieles "reciban una misión canónica"; lo realizan "porque son parte de la Iglesia", en virtud del Bautismo. Tampoco la necesitan para promover iniciativas apostólicas juntamente con otros, porque es también una posibilidad derivada del Bautismo que eleva la dimensión social de la vida humana. San Josemaría observa en un punto de Camino: El esfuerzo de cada uno de vosotros, aislado, resulta ineficaz. –Si os une la caridad de Cristo, os maravillará la eficacia 136. Se refiere, no alesfuerzo en el "apostolado personal de amistad y de confidencia", sino al que se requiere para emprender iniciativas apostólicas que reclaman el concurso de varios o de muchos. Según Pedro Rodríguez, estas palabras tienen una "profunda significación para la eclesiología de Camino" 137. Efectivamente, la colaboración apostólica que san Josemaría propone a los laicos, no es la organizada verticalmente por la Jerarquía para poner en marcha en la sociedad instituciones educativas o asistenciales "oficialmente católicas"; es una colaboración organizada por ellos mismos, en comunión, sí, con la Jerarquía, pero poniendo en juego su iniciativa y responsabilidad personal; es una colaboración que dará lugar a actividades de clara identidad cristiana, sin que sea necesario añadirles un sello de oficialidad católica. He de confesar, por otra parte, que no simpatizo con las expresiones escuela católica, colegios de la Iglesia, etc., aunque respeto a los que piensan lo contrario. Prefiero que las rea lidades se distingan por sus frutos, no por sus nombres. Un colegio será efectivamente cristiano cuando, siendo como los demás y esmerándose en superarse, realice una labor de formación completa –también cristiana–, con respeto de la libertad personal y con la promoción de la urgente justicia social. Si hace realmente esto, el nombre es lo de menos. Personalmente, repito, prefiero evitar esos adjetivos 138. Este enfoque facilita también que las actividades promovidas en servicio a la sociedad, estén abiertas a la participación activa de cristianos no católicos, de ciudadanos de otras religiones e incluso de personas no creyentes que compartan los nobles ideales que inspiran esas empresas, aunque sólo sea en el plano humano. San Josemaría advertía la proyección ecuménica y evangelizadora que podía alcanzar esa colaboración 139. En fin, tanto en el apostolado personal como en la promoción de iniciativas conjuntas, concede una importancia primaria y fundamental a la espontaneidad apostólica de la persona, a su libre y responsable iniciativa, guiada por la acción del Espíritu; y no a las estructuras organizativas, mandatos, tácticas y pla nes impuestos desde el vértice, en sede de gobierno 140. 3. La tercera idea que deseábamos destacar en el texto de referencia es la importancia del respeto a la libertad de los laicos para la misión de difundir el espíritu cristiano en la sociedad. La libertad personal es tema dominante en san Josemaría. Promover la libertad de los fieles laicos no es una táctica alternativa a dirigirles desde arriba, no es algo instrumental: es respeto a lo que se les debe por su condición de hijos de Dios y por su llamada a la santificación de las actividades temporales. En Conversaciones, san Josemaría se refiere ampliamente a la libertad en el desempeño de la misión laical. El plano de sus consideraciones no es la reivindicación de una esfera de legítima autonomía respecto a la Jerarquía para el ejercicio del apostolado. Se sitúa a un nivel más profundo, tanto antropológico como eclesial. El laico responde a su vocación sólo si asume la tarea que Dios le confía; alcanza la santidad si despliega la misión apostólica que de Cristo ha recibido. Y ese despliegue reclama la libertad cristiana por dos razones, una común a todos los fieles y otra específica de los laicos. La común es que la libertad es exigencia de la dignidad de los hijos de Dios; y la específica es la misión eclesial propia de los laicos: la santificación de las actividades temporales desde dentro de ellas. Como esas actividades, por su misma naturaleza, admiten diversos modos de ejecución compatibles con su ordenación a Dios 141, los laicos necesitan que se reconozca su libertad para tomar, a la luz de los principios enunciados por el Magisterio, todas las decisiones concretas de orden teórico o práctico –por ejemplo, en relación a las diversas opiniones filosóficas, de ciencia económica o de política, a las corrientes artísticas y culturales, a los problemas de su vida profesional o social, etc.– que cada uno juzgue en conciencia más convenientes 142. Es comprensible que ante la secularización –entendida como descristianización de la sociedad, marginación de la Iglesia, etc.– se estimulara la acción unitaria de los fieles cristianos, no sólo como unidad en los principios doctrinales sino también, a veces, en los medios para afrontar esos problemas. Esa unidad puede ser no sólo conveniente, sino incluso necesaria y urgente en algunas circunstancias,y la Jerarquía eclesiástica puede "dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas" 143. Pero fuera de tales situaciones, el pluralismo de los fieles en materias temporales –el auténtico pluralismo fundado en la dignidad de personas y de hijos de Dios, no el pluralismo relativista, cerrado al reconocimiento de la verdad moral 144– en modo alguno significa dispersión o falta de unidad, y la búsqueda de la eficacia en el apostolado no debe relegar a segundo plano la libertad personal. San Josemaría hace notar que uno de los mayores peligros que amenazan hoy a la Iglesia podría ser precisamente el de no reconocer esas exigencias divinas de la libertad cristiana, y, dejándose llevar por falsas razones de eficacia, pretender imponer una uniformidad a los cristianos 145. Asimismo subraya la necesidad de que se reconozca la libertad de los laicos en el seno de la misma Iglesia, para orientar de un modo u otro su vida espiritual, y por tanto también el derecho al apostolado, a fundar y dirigir asociaciones, a manifestar responsablemente su opinión en todo lo que se refiera al bien común de la Iglesia, etc. 146 Los tres puntos que acabamos de exponer definen los contornos propios de la enseñanza de san Josemaría en el contexto de esta primera época del proceso de evolución del laicado, caracterizada por el impulso jerárquico 147. Para el historiador François-Xavier Guerra se pueden resumir en el reconocimiento de la primacía de la persona respecto a la sociedad (la visión antropológica, que incluye temas como la vocación personal a la santidad, la filiación divina adoptiva y el valor del trabajo) y en la sensibilidad hacia el valor de la libertad (que implica el tema de la misión propia de los laicos) 148. Contemporáneamente al impulso jerárquico y entrelazado con él, se desarrolla la teología del laicado en diversas líneas de reflexión que nos interesa confrontar con la enseñanza de san Josemaría. En sus obras no menciona a ningún autor de esa teología, ni interviene de modo directo en el debate, de modo que nuestro análisis no se puede apoyar en textos explícitos al respecto. Sólo cabe señalar semejanzas y diferencias, comparando las ideas para encuadrar teológicamente su pensamiento. d) Desarrollos de la teología del laicado hasta el Concilio Vaticano II El impulso jerárquico a la misión de los laicos da lugar a una nueva reflexión teológica que a su vez contribuye a implantar una noción "positiva" de laico como miembro de la Iglesia con una misión propia y específica, no simplemente como el "no-sacerdote" y "no-religioso". Nos referiremos a los momentos que nos parecen más significativos en el progreso de las ideas. Hay un primer hito de la reflexión que no tiene por objeto directamente a los laicos, pero que repercute en ellos. Se trata del debate sobre la "cuestión mística", en la primera mitad del siglo XX. La pregunta central es si puede hablarse de una llamada universal a la contemplación, que caracteriza la unión mística con Dios. A la discusión inicial entre Auguste Saudreau que, en Les degrés de la vie spirituelle (1896), había defendido la llamada universal a la vida mística, y el jesuita Augustin-François Poulain que, en Des grâces d'oraison (1901), había criticado esa posición porque oscurecía, según él, la gratuidad de la experiencia mística, se incorporan los autores de "Ascética y Mística" más acreditados en la época, como los dominicos Juan González-Arintero y Réginald Garrigou-Lagrange, y el jesuita Joseph De Guibert 149. Aunque los términos de la controversia no estaban siempre claros, en su conjunto –comenta un especialista– "abría el interés de estas materias –tanto científico como práctico– más allá del ámbito de la vida consagrada en el que casi exclusivamente se había desenvuelto hasta entonces" 150. Al debatir sobre si todos están llamados a la contemplación, se habla de la llamada universal a la santidad y de algún modo se incluye a los laicos en la reflexión. Como ya hemos dicho, san Josemaría no se refiere directamente a este debate 151, ni emplea fórmulas técnicas. Pero de su enseñanza se sigue claramente que la contemplación es un don que Dios ofrece a todos sus hijos, precisamente porque es propio de la vida de un hijo de Dios en Cristo. En su mensaje, los términos "santidad", "filiación" y "contemplación" están necesariamente vinculados en la existencia cristiana. Al proclamar la llamada universal a la santidad, afirma que la santidad es la plenitud de la filiación divina 152; y al hablar de este don inefable que se recibe en el Bautismo, muestra que está llamado a desarrollarse por la contemplación. Nuestra condición de hijos de Dios nos llevará –insisto– a tener espíritu contemplativo en medio de todas las actividades humanas 153. Otra línea de reflexión teológica que afecta profundamente a la comprensión de la vocación laical, aunque no sólo a ella, es la del sacerdocio común. Ya dijimos que a partir del siglo V se había debilitado en los fieles la conciencia de este sacerdocio, aunque está presente en la doctrina teológica 154. La Reforma lo había resaltado mucho, pero a costa de negar el sacerdocio ministerial. Después del rechazo deese error en Trento 155, la teología católica tendió a reservar el término "sacerdocio" al ministerial. La recuperación del sacerdocio común de los fieles será visible, ya en el siglo XIX, en las obras de Johann Adam Möhler y de John Henry Newman. Más tarde, en el contexto de la reflexión teo lógica favorecida por el fenómeno pastoral de la Acción Católica y por el magisterio de Pío XI y de Pío XII, en la primera mitad del siglo XX, el jesuita Paul Dabin destaca que los laicos "tienen también, en un sentido que convendrá precisar, su sacerdocio" 156. El mismo autor intenta precisarlo en su mejor obra sobre el asunto, publicada póstumamente en 1950 157. El tema encontrará una formulación más exacta y autorizada, algunos decenios después, en el Concilio Vaticano II 158. En la doctrina de san Josemaría, es tanta la importancia del sacerdocio común y son tan numerosos los textos, que el tema saldrá constantemente en estas páginas 159. Para él es una verdad gozosa que todos los bautizados participamos del sacerdocio real 160. Los laicos, concretamente, han de actuar este sacerdocio en la santificación del mundo ab intra, desde las mismas entrañas de la sociedad civil 161. Al haber sido configurados con Jesucristo en el Bautismo por el don del Espíritu Santo, han sido hechos hijos adoptivos de Dios y partícipes del sacerdocio de Jesucristo; en consecuencia, toda su vida –y ante todo la caridad que el mismo Espíritu Santo derrama en sus corazones (cfr. Rm 5, 5)– ha de tener un hondo sentido filial y sacerdotal. San Josemaría habla muchas veces del alma sacerdotal, a la que debe ir unida, en el caso de quienes han sido llamados a santificarse en medio del mundo, una auténtica mentalidad laical, precisamente porque las realidades temporales son el campo de ejercicio de su sacerdocio. Estos breves trazos pueden ser suficientes, por ahora, para señalar el sello propio de la enseñanza de san Josemaría en un contexto de reflexión sobre el sacerdocio común de los fieles. En el pensamiento teológico que se ocupa expresamente de los laicos, sobresale desde las primeras décadas del siglo XX la contribución de Jacques Maritain, convertido al catolicismo en 1906. Dentro de su importante producción intelectual en el ámbito del tomismo, han tenido notable repercusión las ideas contenidas en sus obras de filosofía política sobre la actuación de los católicos en la vida pública y la edificación cristiana de la sociedad: el ideal de una "nueva cristiandad" que, evitando las confusiones entre lo sagrado y lo profano típicas de la sociedad medieval, no renuncie a santificar el mundo con el espíritu de Evangelio 162. El planteamiento de la acción de los laicos en lo temporal bajo la dirección de la Jerarquía, común en aquella época, está muy matizado en Maritain por su sensibilidad hacia el tema de la libertad. No obstante, apunta a la convergencia de los católicos en la vida política. Josemaría Escrivá de Balaguer comparte el intento de infundir espíritu cristiano a la sociedad, pero no lo llama "nueva cristiandad". Independientemente de los motivos para no usar esta terminología, es obvio que en su planteamiento no hay una propuesta política ni auspicia la acción común de los católicos en la vida pública; tampoco se encuentra en sus escritos la distinción entre individuo y persona tal como la propone el filósofo francés. Probablemente (lo decimos como hipótesis, a falta de un estudio particular al respecto) estas diferencias se deben a una concepción diversa de las relaciones entre religión y política, o más exactamente entre la fe y la edificación de la ciudad terrena. San Josemaría acentúa la "unidad de vida del cristiano" que no admite quiebras entre lo público y lo privado en la conducta personal, pero que no es confesionalismo porque conoce y custodia la autonomía de las realidades temporales 163. En todo caso las diferencias se mueven en el ámbito de lo opinable y san Josemaría insiste con frecuencia en el respeto que le merecen no sólo las personas, sino también los enfoques diversos al suyo 164. Queremos referirnos aquí a la obra de Justo Mullor, La nueva cristiandad, publicada en 1966. En este ensayo, que contiene ideas de notable interés y expuestas con vigor –aunque las valoraciones históricas no estén siempre documentadas– el autor incluye un elevado número de citas de Josemaría Escrivá de Balaguer, en cuyo mensaje divisa un camino providencial para llegar a una "nueva cristiandad". Con esta expresión no se refiere al ideal propuesto por Maritain en Humanismo integral. De hecho no menciona esta obra, e incluso, en p. 35 parece atribuir el origen de la fórmula a un libro de Congar de 1954. Con "nueva cristiandad" Mullor quiere referirse genéricamente a la tarea de evangelización de la sociedad impulsada por el Concilio Vaticano II, concluido poco antes y, en este sentido, acude al mensaje de san Josemaría, que encuentra en profunda sintonía con el Concilio 165. Un punto de gran importancia para la vida espiritual de los laicos, presente en las obras firmadas conjuntamente por Jacques Maritain y su esposa Raïssa, es la noción de contemplación en medio del mundo –"contemplation sur les chemins" es la expresión de Raïssa, que adopta también Jacques 166–, considerada como fundamento de la misión de edificar cristianamente la sociedad. La sin tonía de sanJosemaría con este afán es muy clara y la insistencia continua. No me canso de repetir que hemos de ser almas contemplativas en medio del mundo 167. Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura 168. No hace falta multiplicar ahora las citas. Expondremos el tema en su momento 169. Los decenios que preceden al Concilio son un periodo fecundo para la teología del laicado, que se prolonga después hasta la celebración del Sínodo de Obispos sobre la vocación y misión de los laicos en 1987, con la sucesiva exhortación apostólica Christifideles laici (30-XII-1988), de Juan Pablo II. La bibliografía es extraordinariamente amplia 170. Casi todos los teólogos de mayor relieve se ocupan deltema, en libros o artículos. A título de ejemplo mencionamos a Louis Bouyer, que dedica a los laicos varios capítulos de sus obras 171, Marie-Dominique Chenu 172, Giuseppe Colombo 173, Yves Marie-Joseph Congar 174, Jean Daniélou 175, Bernhard Häring 176, Gérard Philips 177, Karl Rahner 178, Joseph Ratzinger 179, Raimondo Spiazzi 180, Gustave Thils 181, Karel Vladimir Truhlar 182, Hans Urs von Balthasar 183. Una excepción es, en cierto sentido, Henri de Lubac, aunque el laicado está presente en su profunda reflexión sobre el misterio de la Iglesia. No podemos abarcar las aportaciones de todos estos autores acerca de la teología del laicado, ni es necesario para nuestro propósito. Hablaremos brevemente sólo de tres, no porque sean los más importantes –si de esto se tratase no podríamos omitir, por ejemplo, a Gérard Philips– sino porque representan tres temáticas centrales en el debate sobre el laicado que nos darán pie para mostrar algunos trazosdel mensaje de Josemaría Escrivá de Balaguer. Esos tres teólogos son: Yves Congar (1904-1995), Gustave Thils (1909-2000) y Hans Urs von Balthasar (1905-1988). Nos referiremos solamente a la obra principal de cada uno sobre teología del laicado. 1. Yves Marie-Joseph Congar publica en 1953 Jalons pour une théologie du laïcat, la primera exposición amplia y sistemática sobre esta materia, con el mérito de profundizar en la misión específica del laico, preparando el camino a las enseñanzas del Concilio. La reflexión de Congar se integra en su meditación sobre la Iglesia, concretamente sobre las relaciones Iglesia-mundo. Corrige cierta visión unilateral, centrada –especialmente desde la Contrarreforma– en la Iglesia como sociedad visible, y pone de relieve su carácter de institución salvífica jerárquicamente estructurada y abierta al mundo, en la que los laicos tienen un papel trascendental. El planteamiento básico es el de su colaboración en el apostolado jerárquico 184; planteamiento que Congar abandonará después del Concilio 185 y que, mientras tanto, no alcanza a poner en primer plano la importancia de la libertad y responsabilidad personal del laico en el apostolado. Como el mismo Congar reconocerá más tarde 186, hay en Jalons una cierta propensión a las distinciones "teóricas" que no reflejan la realidad. Había escrito, por ejemplo, que el laico es "aquel para el cual en la obra que Dios le ha confiado, la sustancia de las cosas existe y es interesante por sí misma. El clérigo, y aún más el monje, es un hombre para quien las cosas no interesan por ellas mismas, sino por algo distinto, a saber, por la relación que tienen con Dios, a quien hacen conocer y pueden ayudar a servir" 187. Muy pronto se le objetará que con esa visión "el mundo no existe del todo para el clero, y existe demasiado para el laico" 188. Gérard Philips resumirá la visión del laico en Jalons diciendo que, según Congar, "los laicos no viven exclusivamente para las realidades celestes, lo cual es, en la medida que la condición presente lo permite, la condición de los religiosos" 189; y criticará está visión haciendo notar que "el laico puede y debe obrar en vista de los valores eternos, por lo menos como fin último de su actividad, pero no puede obrar fuera de las condiciones de la vida ordinaria (...). Los laicos tienen que santificarse en y por el trabajo del siglo" 190. Parece como si en Jalons las relaciones entre naturaleza y gracia se concibieran a modo de superposición: como si el fiel laico, por haber sido consagrado a Dios en el bautismo, hubiera sido separado del mundo, pero por ser laico tuviera que "insertarse" o "penetrar" en el mundo para llevar a él los medios de salvación. San Josemaría no menciona la obra de Congar, aunque la conoce 191. No contamos, por tanto, con apreciaciones o comentarios directos que permitan hacer comparaciones. Examinando el citado estudio de Congar y los escritos de san Josemaría, saltan a la vista las convergencias en numerosos puntos. A la vez es evidente la diversidad, por así decir, de "espíritu". Para detallarlo algo más mencionamos sólo dos cuestiones. La primera se refiere a la "inserción" de los laicos en el mundo (las actividades temporales que edifican la sociedad humana). Para san Josemaría, los laicos no tienen necesidad de penetrar en las estructuras temporales, por el simple hecho de que son ciudadanos corrientes, iguales a los demás, y por tanto ya estaban allí 192. La gracia y la condición de hijos de Dios eleva desde dentro su ser y su existencia, confiriendo a sus quehaceres un sentido de vocación y de misión. La segunda es el tema de la libertad, concretamente la de los fieles laicos en las cuestiones temporales. El planteamiento de la misión de los laicos como prolongación de la Jerarquía, que ya hemos analizado en el apartado anterior, se refleja también en la posición de Congar. Es sintomático que Jalons no dedica ningún parágrafo a la libertad. Aunque indudablemente el tema está implícito, no tiene el relieve que merece. Lo contrario ocurre en la enseñanza de san Josemaría, que cabría definir como un espíritu de libertad de los hijos de Dios en la santificación de las actividades temporales. Este espíritu de libertad se basa en la dignidad de hijos de Dios, tiene su fin en el amor a Dios y su campo en el trabajo profesional, donde por la misma naturaleza de las actividades temporales, cabe una pluralidad de opciones dentro de la fe y de la comunión con la Iglesia. Cada uno sigue su conciencia, "sin vincular la fe cristiana a sus soluciones y opciones personales, por muy nobles y acertadas que sean" 193. Como ha escrito Juan José Sanguineti, san Josemaría proclama "la libertad como una característica esencial de la secularidad de los fieles laicos" 194. Por lo demás, entre las numerosas aportaciones de la obra de Congar no queremos pasar por alto el amplio uso del esquema de los tria munera Christi et Ecclesiae para mostrar la riqueza del sacerdocio común y de la misión de los laicos, exponiendo con coherencia teológica la naturaleza de esta misión. También san Josemaría adopta ese esquema, como veremos en numerosos textos, sobre todo en el capítulo 2º. 2. Más cerca que de Congar, la enseñanza de san Josemaría lo está del pensamiento de Gustave Thils en su breve ensayo Teología de las realidades terrenas 195, que despertó interés desde su primera edición en 1946 y sobre todo a partir de la segunda, enteramente revisada por el autor en 1967 196. "La doctrina de Thils tiene el mérito de ser el primer intento sistemático de valorar las realidades terrenas en sí mismas a la luz del designio de la Creación y de la Redención" 197. En su obra, la creación del mundo "en Cristo" (cfr. Col 1, 16) se pone en relación con su Encarnación y la recapitulación de todas las cosas en Él al final de los tiempos 198. El fiel laico que vive la vida del Resucitado no es un extraño enviado desde fuera para ordenar las actividades temporales a la gloria de Dios, sino un hijo y heredero que toma posesión de lo suyo, dando a esas realidades su plenitud de sentido. En la obra de Thils hay un profundo cristocentrismo, una visión del cristiano como otro Cristo, presente en el mundo para asumir las realidades terrenas y ordenarlas a la gloria de Dios. Emerge así el valor salvífico de la Resurrección del Señor, misterio inseparable de la Cruz, que ilumina la existencia cristiana en el mundo, como también mostrarán otros autores 199, y se ofrece una base teológica para centrar la vida espiritual en el Sacrificio de la Eucaristía. Un planteamiento semejante se encuentra en san Josemaría, si bien con una percepción propia e independiente de la de Thils 200. También hay algunas diferencias: san Josemaría se centra en el valor de las actividades del cristiano, Thils se fija en el valor de las realidades que son efecto de esas actividades. En ambos casos interesa la transformación cristiana del mundo, pero para san Josemaría lo principal es la actividad, porque eso es lo que se ha de santificar, y para que sea santificable, es esencial que se procure realizarla con perfección, lo que normalmente tendrá un efecto positivo; es decir el resultado bueno le interesa, pero si por motivos independientes a la propia voluntad no se alcanzara, la acción no perdería su valor en orden a la santificación. Thils, en cambio, resalta el valor del resultado –el progreso humano que objetivamente se alcanza–, planteándose en qué medida sirve y anticipa la plenitud escatológica. Las dos perspectivas están muy relacionadas, como la acción y el resultado. La segunda subraya una dimensión fundamental de la primera. 3. Posteriormente a la época a la que nos estamos refiriendo –las décadas que preceden al Concilio Vaticano II–, hace su aparición la importante obra de Hans Urs von Balthasar, Christlicher Stand (Estados de vida del cristiano), publicada en Einsiedeln en 1977. Sin embargo, el autor ha declarado que la primera redacción se remonta a 1945, aunque la reelaboró en parte para su publicación en 1977 201. Dentro de su vasta y orgánica producción teo lógica 202, es la obra que más extensamente trata el tema que aquí nos ocupa. Punto focal de su reflexión es el "estado de los consejos (evangélicos)", determinado por la asunción de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, que constituye para von Balthasar el modo paradigmático de existencia cristiana. Según él, en efecto, "el estado de los consejos, como estado de entrega de toda la persona al servicio de la redención, aparece en una unidad especial con el estado de Cristo, y adquiere por ello una función normativa frente al estado sacerdotal y al estado laical" 203. Este último sería el estado cristiano común sin más determinaciones, sin una misión específica propia. "El encargo cultural que él comparte con el mundo que está fuera de la Iglesia no es un encargo específicamente cristiano a pesar de que el cristiano debe intentar cumplirlo en el espíritu cristiano del amor" 204. En sí mismo no supone, por tanto, una vocación particular. "El estado laical en el mundo no se comporta (teológicamente) respecto al estado sacerdotal y al de los consejos como un tercer especificado, sino como lo general respecto de lo singularizado" 205. La tarea de transformar cristiana-mente el mundo debe ser realizada radicalmente desde el estado de los consejos evangélicos (como raíz de esa transformación), y correspondería en su conjunto a los institutos seculares 206. Según von Balthasar el estado laical en el mundo es, en principio, el matrimonial. "La virginidad –afirma– nunca podrá ser en la Iglesia más que un aspecto parcial del estado uno y único –contrapuesto al matrimonio– que Cristo en la cruz trajo al mundo mediante la unidad de pobreza, virginidad y obediencia como la nueva forma de la fertilidad divina" 207. No cabe, para él, hablar de "vocación laical" como de una precisa elección (al nivel del estado de los consejos), y tampoco cabe, por tanto, hablar de "vocación matrimonial". Sus palabras adquieren aquí un tono severo: "Ningún cristiano sano y no maleado por prejuicios tendrá jamás la ocurrencia de decirse que él ha elegido el estado matrimonial en virtud de una elección divina, de una elección que fuera comparable con la elección y con la llamada que reconoce o percibe en sí el llamado al sacerdocio o al seguimiento personal en el estado de los consejos. Quien opta por el matrimonio no habrá encontrado previamente en su alma aquella elección especial, y, con la mejor conciencia del mundo, sin ser consciente de una imperfección, pero también sin gloriarse por ello de un especialmente elegido camino de Dios, se decide por el estado matrimonial. Obedecerá sin más a la voluntad general de Dios con sus criaturas" 208. Estos planteamientos han encontrado críticas 209 y la enseñanza de san Josemaría dista no poco de ellos. En otras cuestiones se pueden observar afinidades: por ejemplo, en la compenetración entre amor y conocimiento de Dios, y en la prioridad del amor (cfr. 1Jn 4, 8), tema muy querido y magistralmente expuesto en otras obras por von Balthasar, y medular también en san Josemaría al ser imprescindible para hablar de contemplación en medio del mundo. Pero en lo que se refiere a los laicos no encontramos esa afinidad. Para Josemaría Escrivá de Balaguer, el estado de vida consagrada ("estado de los consejos") no es paradigmático de la existencia cristiana, aunque sea un don de inestimable valor para la Iglesia. Hay una específica vocación y misión laical que se puede asumir sin necesidad de una nueva consagración a Dios por medio de votos. La reflexión teológica de von Balthasar, siendo de gran interés para la teología y para la vida cristiana en general, no valora que haya laicos que se saben llamados por Dios a buscar la santidad y la perfección en su propio estado y a realizar su misión peculiar sin asumir los votos de la vida consagrada. San Josemaría, en cambio, enseña que los laicos pueden responder plenamente a su vocación bautismal sin necesidad de votos, si Dios no les llama por el camino de la vida consagrada. Afirma claramente que para los laicos que desean recorrer el camino de santidad y apostolado que muestra con su enseñanza, no le interesan ni votos, ni promesas, ni forma alguna de consagración (...) diversa de la consagración que ya todos recibieron con el Bautismo 210. Los laicos pueden recibir el don del celibato o el del matrimonio y ambos dones representan llamadas de Dios a vivir la misma vocación laical. En el primer caso no tiene por qué haber una "consagración" a través de un voto; y en el segundo hay igualmente una vocación cristiana específica dentro de la llamada a la santificación en medio del mundo. Es éste un punto problemático del pensamiento de von Balthasar, no compartido por otros autores que hablan de la existencia de una verdadera "vocación al matrimonio" 211, entre ellos ciertamente san Josemaría. Ya en Camino (publicado en 1939), con el tono cordial del sacerdote que dialoga con gente joven que acude en busca de orientación, escribe: ¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"? –Pues la tienes: así, vocación 212. No hace falta que nos extendamos más, porque el tema se verá con detalle en la última sección de esta Parte Preliminar, al tratar de la unidad y diversidad de vocaciones en la Iglesia. e) Del Concilio Vaticano II al Magisterio posterior sobre los laicos Las reflexiones de Congar, Thils y de otros autores en los dos decenios precedentes al Concilio, contribuyen a preparar el Magisterio conciliar sobre la vocación y misión de los laicos, aunque no se puede decir sin más que lo expliquen. En el Concilio Vaticano II hay una profundización que no deriva únicamente de la especulación teológica anterior. Nunca hasta entonces el Magisterio de la Iglesia había expuestoesta cuestión con tanta amplitud y hondura. Recordemos sintéticamente algunos puntos principales. Se proclama que "todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la Jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: "Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación" (1Ts 4, 3; Ef 1, 4)" 213; doctrina que se reitera también bajo la forma de llamada a la perfección cristiana: "todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" 214. Se enseña que "una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión" 215. Se afirma que "la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado" 216; que los pastores "no han sido constituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia" 217; que "el apostolado de los laicos es la participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, a cuyo apostolado todos están llamados por el mismo Señor en razón del Bautismo y de la Confirmación" 218; y que, por tanto, "surge de su misma vocación cristiana" 219. Se testifica que todos los cristianos participan del sacerdocio de Cristo 220 y de su triple oficio 221. El Catecismo de la Iglesia Católica, reflejando la doctrina del Concilio dirá que el sacerdocio ministerial "está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos" 222. Toda esta doctrina se aplica –expresa y extensamente– en el Concilio a la vida corriente de los laicos. Se afirma su identidad, señalando que "la índole secular es propia y peculiar de los laicos" 223; se enseña que tienen una misión específica que cumplir: "a los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales" 224, con los que su existencia está como "entretejida", por lo que se dice también que su misión es santificar el mundo "desde dentro" 225. Se ratifica que "por estar incorporados a Cristo mediante el bautismo, constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, por su parte, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo" 226; y se hace ver que, al estar llamados a la santidad y al apostolado en la vida ordinaria, "todas sus obras, preces y proyectos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en "hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo" (1P 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor, ofrecen piadosísimamente al Padre" 227. El Concilio habla también de la cooperación de los laicos en el apostolado jerárquico, pero no dice que sea ésta la única forma de su apostolado 228. El Concilio tiene delante la crisis de la modernidad cuando se dirige a los laicos para que "conduzcan a los hombres al progreso universal en la libertad cristiana y humana (...). Procuren coordinar sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo, si en algún caso incitan al pecado, de modo que todo esto se conforme a las normas de la justicia y favorezca, más bien que impida,la práctica de las virtudes. (...) Porque, así como debe reconocerse que la ciudad terrena, vinculada justamente a las preocupaciones temporales, se rige por principios propios, con la misma razón hay que rechazar la infausta doctrina que intenta edificar a la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión y que ataca o destruye la libertad religiosa de los ciudadanos" 229. La consonancia de la predicación de san Josemaría con el Magisterio conciliar es total. No se trata sólo de una cierta concordancia sino de la "cordial sintonía de quien percibe que las líneas de fuerza de su pensamiento y de su predicación se encuentran presentes también como líneas de fuerza en la enseñanza conciliar" 230. Lo reconoce él mismo en una entrevista de 1968 publicada en L'Osservatore della Domenica (edición dominical de L'Osservatore Romano): Una de mis mayores alegrías ha sido precisamente ver cómo el Concilio Vaticano II ha proclamado con gran claridad la vocación divina del laicado. Sin jactancia alguna, debo decir que, por lo que se refiere a nuestro espíritu, el Concilio no ha supuesto una invitación a cambiar, sino que, al contrario, ha confirmado lo que –por la gracia de Dios– veníamos viviendo y enseñando desde hace tantos años 231. De hecho, ha sido considerado autorizadamente como precursor del Concilio Vaticano II. Podemos recordar en este sentido unas palabras de Juan Pablo II dirigidas a los participantes en un "Congreso teológico de estudios sobre las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá" celebrado en Roma en 1993, un año después de su beatificación: "la acción del Espíritu Santo tiene como finalidad la renovación constante de la Iglesia, para que pueda cumplir con eficacia la misión que Cristo le ha encomendado. En la historia reciente de la vida eclesial, este proceso de renovación tiene un punto de referencia fundamental: el Concilio Vaticano II (...). La profunda conciencia que la Iglesia actual tiene de estar al servicio de una redención que atañe a todas las dimensiones de la existencia humana, fue preparada, bajo la guía del Espíritu Santo, por un progreso intelectual y espiritual gradual. El mensaje del beato Josemaría, al que habéis dedicado las jornadas de vuestro congreso, constituye uno de los impulsos carismáticos más significativos en esa dirección" 232. Para documentar histórica y teológicamente este punto será necesario contar con la edición crítica de las obras completas de san Josemaría que indicará las fechas de composición de los diversos escritos. En todo caso conviene tener presente que la expresión "precursor del Concilio" se le aplica de distinto modo que a los teó logos citados antes, los cuales han ejercido un influjo a través de sus escritos de investigación. El caso de san Josemaría es diverso. En los años del Concilio, solamente se habían publicado dos libros suyos: Camino y Santo Rosario; aún no había visto la luz Conversaciones ni otros escritos sobre estos temas, pero había fundado el Opus Dei y había plasmado en su espíritu y en su labor apostólica, extendida ya entonces por todo el mundo, las enseñanzas centrales del Concilio Vaticano II a las que nos hemos referido antes. En definitiva, cuando se afirma que san Josemaría es "precursor del Concilio" se puede hacer con base en dos hechos: 1º) sus escritos anteriores al Concilio, tanto los publicados como los no publicados: en este sentido, la afirmación está pendiente de demostración, como ya hemos dicho; 2º) la realidad del Opus Dei que, desde bastantes años antes de la asamblea ecuménica, venía difundiendo la llamada universal a la santidad y la santificación en medio del mundo, gracias a la enseñanza de san Josemaría. Los testimonios sobre este punto son muy numerosos (en la nota precedente hemos citado sólo algunos de especial relevancia). Por esta última razón se puede afirmar que es precursor del Concilio sin esperar a la edición crítica de sus escritos. A la preparación de la doctrina conciliar han contribuido no sólo las publicaciones teológicas, sino también la experiencia de realidades vivas nacidas con anterioridad en la Iglesia. La sintonía con el Concilio Vaticano II es una coincidencia de base, o sea, de cimientos de la vocación y misión de los laicos. Además de esta base, hay en Josemaría un cuerpo de doctrina espiritual que no se encuentra explícitamente en el Concilio. Baste pensar en su enseñanza sobre el sentido de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual, o sobre la santificación del trabajo profesional como "eje" de la santificación en medio del mundo. A lo largo de este libro estudiaremos con detenimiento estos y otros aspectos típicos de su mensaje. Después del Concilio, uno de los temas dominantes en el debate teológico es el de la "índole secular", que la Constitución Lumen gentium indica en su número 31 como "propia y peculiar" de los fieles laicos 233. En los estudios que acabamos de citar puede verse que hay quienes entienden que la secularidad no puede ser una nota teológica que define al laico por dos motivos: el primero, porque hay sacerdotes que también son "seculares"; y el segundo porque, como enseña Pablo VI (1963-1978), toda la Iglesia "tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el misterio del Verbo Encarnado, y se realiza de formas diversas en todos sus miembros" 234 (por tanto, también en los religiosos). Con respecto a lo primero hay que tener en cuenta que afirmar que la secularidad es algo propio de los laicos no implica negar la secularidad de los sacerdotes seculares. Estos no pierden la secularidad por la ordenación sacerdotal, que no les separa del mundo. A la vez, la ordenación lleva consigo que su secularidad adquiera una cualidad nueva. Álvaro del Portillo lo explica así: "En los clérigos se produce una prevalencia de su función ministerial, de suerte que si radicalmente no quedan separados del orden secular, su función en el orden profano queda supeditada a su función sacra; sólo podrán desarrollar aquellas funciones profanas que sean congruentes con su estado, y en tanto que su ejercicio sea compatible con su función en la Iglesia. En todo caso es importante tener en cuenta que radicalmente continúan insertos en el mundo; no es un fenómeno de separación sino de prevalencia y supeditación" 235. Esta observación tiene gran interés para explicar que el mensaje de san Josemaría se dirige igualmente a laicos y a sacerdotes seculares. Es un espíritu de santificación en medio del mundo que pueden asumir plenamente quienes tienen la secularidad como nota propia de su vocación en la Iglesia, ya sean laicos o sacerdotes seculares 236. Hay otras posturas diversas al respecto. Mencionamos por su interés la de Karl Rahner contenida en un artículo de 1954 que no se refiere directamente a los sacerdotes sino a los laicos, pero que tiene consecuencias para los primeros. Rahner impugna la plena secularidad de los miembros de la Acción Católica porque en su vida tiene preponderancia la condición de "colaboradores en el apostolado jerárquico". Su razonamiento estriba en que "la verdadera condición de seglar cesa allí donde se participa en sentido propio y de manera habitual en los poderes propios de la Jerarquía, de modo que el ejercicio de tales poderes imprima, por así decirlo, carácter a la vida del interesado; es decir, modifique su puesto en el mundo. En esto es insignificante, desde el punto de vista teológico, el que en la práctica real de la Iglesia tales poderes se transmitan mediante ordenación o sin ella" 237. Ahora bien, si los seglares que colaboran de modo habitual y relevante para su vida en funciones propias de los presbíteros cesan por este motivo en la "verdadera condición de seglares" –es decir, dejan de tener como propia la nota de la secularidad–, entonces habrá que decir también, y con mayor razón, que los presbíteros no pueden tener esa nota teológica y no podría haber entonces, en sentido teológico propio, "sacerdotes (presbíteros) seculares". Sólo se podrían llamar así en sentido sociológico (por el hecho de vivir en medio del mundo). Aparte de las conclusiones que haya que sacar de las palabras de Rahner para los pertenecientes a la Acción Católica (asunto que provocó bastante polémica en su momento, porque no resultaba aceptable dudar de la verdadera secularidad de los miembros de Acción Católica), todo conduce a afirmar que –según este autor– la ordenación sacerdotal implica la pérdida de la secularidad (en el caso, claro está, de que el ordenado fuese antes un seglar; porque si ya era religioso el asunto no se plantea). En nuestra opinión, lo que hace perder la condición secular es la consagración religiosa, no la consagración sacerdotal. Esta última comporta la pérdida de la condición laical, no la secularidad, que no pertenece sólo a los laicos. Ciertamente, la "índole secular" es propia y peculiar de los laicos, como dice Lumen gentium, 31. Pero añade que también los presbíteros "in saecularibus versari possunt, etiam saecularem professionem exercendo", de modo que también a ellos les corresponde la secularidad, pero con una cualidad nueva en su caso, pues "ratione suae particularis vocationis praecipue et ex professo ad sacrum ministerium ordinantur". O sea, la secularidad de los sacerdotes tiene una cualidad que no está presente en la "índole secular" de los laicos, pero que no afecta a la esencia de la secularidad. Las cosas pueden aclararse si se afirma, como hace Álvaro del Portillo en las palabras antes citadas, que la secularidad no cesa por la ordenación sacerdotal porque ésta "no es un fenómeno de separación" del mundo "sino de prevalencia" del ministerio sacerdotal y de "supeditación" de todas las actividades temporales al ejercicio de ese ministerio. Esta es también, sin duda, la convicción de sanJosemaría, para quien los sacerdotes seculares son "seculares" en sentido teológico y no sólo sociológico. La posición de Rahner, aparentemente favorable a la secularidad de los laicos, pone en tela de juicio la verdadera secularidad de los sacerdotes "seculares". Respecto a la segunda objeción a que nos referíamos –que la "secularidad" no podría ser una nota propia de los laicos (y de los sacerdotes seculares) porque hay una "secularidad" en sentido amplio de todo miembro de la Iglesia y, por tanto, también de los religiosos–, Pedro Rodríguez hace notar que la Iglesia "no es ni un monolito uniforme, ni un agregado multitudinario y anárquico de creyentes" 238 y que su secularidad no pertenece por igual a todos sus miembros. Cabe un uso análogo del término "secularidad" que permite referirlo a cualquier miembro de la Iglesia, pero no del mismo modo. Ante todo, volvamos a recordarlo, "la índole secular es propia de los laicos" 239: la secularidad es la nota especificadora de su vocación y misión de santificar el mundo "desde dentro"; es una relación "teológica" con las actividades temporales: la relación de quien está llamado a santificarlas "ab intra", o sea, al ejercerlas y desarrollarlas para la edificación de la sociedad humana y el progreso temporal. Pero en sentido análogo la secularidad corresponde también a los religiosos, ya que viven in saeculo y tienen la misión de santificar el mundo mediante el testimonio escatológico de su vida consagrada, o sea de un modo diverso al de los fieles laicos. De hecho, la Iglesia reconoce también una "secularidad consagrada", como forma peculiar de vida consagrada en medio del mundo. Es "secularidad", pero no en el mismo sentido que la de los laicos, sino en sentido análogo 240. El problema se presenta cuando se afirma que la "secularidad" es una nota teológica sólo si es "secularidad consagrada" (mediante la profesión de los "consejos evangélicos"), quedando la "índole secular" de los laicos reducida a simple dato sociológico, que no basta para definir su posición en la Iglesia. En el debate postconciliar, algunos han mostrado entender, en la línea de von Balthasar a la que nos hemos referido antes, que el fiel laico es simplemente el bautizado, o sea el cristiano llamado a la santidad pero aún no comprometido con una misión propia en la Iglesia; los que se comprometen serían los "laicos consagrados", aquellos que asumen los votos de la vida consagrada 241: y éstos serían los que tienen la secularidad como nota teológica propia. En cambio, otros autores –entre ellos san Josemaría– distinguen la condición genérica de fiel, común a todos los bautizados, de la específica de laico, que comporta una misión propia y peculiar en la Iglesia, compartida por la inmensa mayoría de sus miembros 242; y sostienen que el laico no necesita de ninguna nueva consagración, distinta de la del Bautismo y de la Confirmación, paraasumir plenamente su vocación a la santidad y su misión de santificar el mundo desde dentro. Son estos fieles cristianos los que poseen la secularidad como nota teológica propia y específica de su vocación cristiana peculiar. Su secularidad o índole secular es sencillamente la relación teológica que poseen con las actividades temporales, es decir, la relación que es propia de su misma cualidad de ciudadanos corrientes pero elevada por la gracia del Bautismo a medio de santificación. Esta secularidad es un don de Dios que ya poseen como semilla desde el Bautismo y que se desarrolla cuando lo asumen. Para san Josemaría la secularidad, es uno de los modos en que se da el carisma de la santidad y del apostolado 243 en el Pueblo de Dios. Según Pedro Rodríguez es un carisma que "no le es adyacente al laico, no se superpone a su condición cristiana como fruto de una situación sociológica en el saeculum, en el mundo, sino que determina su auténtica posición teológica en la estructura fundamental de la Iglesia" 244. Transcurridos más de veinte años del Concilio Vaticano II, Juan Pablo II publicó la exhortación apostólica Christifideles laici (30-XII-1988), fruto del Sínodo de Obispos celebrado un año antes sobre "la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, a los veinte años del Concilio Vaticano II". Desde el inicio, el documento se presentaba como reafirmación de las enseñanzas conciliares y despliegue de su potencial evangelizador. Fijaba el binomio vocación-misión en su orden nativo, presentando la llamada a la santidad recibida en el Bautismo como fuente de la misión del laico. De este modo llevaba a comprender que tal misión tiene su origen en la incorporación a Cristo por medio del Bautismo, no en un mandato posterior o en la recepción de un ministerio. Vale la pena recordar algunos párrafos. Se afirma que "ciertamente todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular; pero de formas diversas. En particular, la participación de los fieles laicos tiene una modalidad propia de actuación y de función, que, según el Concilio, "es propia y peculiar" de ellos. Tal modalidad se designa con la expresión "índole secular" (...). Son personas que viven la vida normal en el mundo, estudian, trabajan, entablan relaciones de amistad, sociales, profesionales, culturales, etc. El Concilio considera su con dición no como un dato exterior y ambiental, sino como una rea lidad destinada a obtener en Jesucristo la plenitud de su significado (...). El "mundo" se convierte en el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo. (...) Precisamente en esta perspectiva los Padres sinodales han afirmado lo siguiente: "La índole secular del fiel laico no debe ser definida solamente en sentido sociológico, sino sobre todo en sentido teológico. El carácter secular, debe ser entendido a la luz del acto creador y redentor de Dios, que ha confiado el mundo a los hombres y a las mujeres, para que participen en la obra de la creación, la liberen del influjo del pecado y se santifiquen en el matrimonio o en el celibato, en la familia, en la profesión y en las diversas actividades sociales"" (n. 15). "Todos en la Iglesia, precisamente por ser miembros de ella, reciben y, por tanto, comparten la común vocación a la santidad. Los fieles laicos están llamados, a pleno título, a esta común vocación, sin ninguna diferencia respecto de los demás miembros de la Iglesia (...). La vocación a la santidad hunde sus raíces en el Bautismo y se pone de nuevo ante nuestros ojos en los demás sacramentos, principalmente en la Eucaristía. La vida según el Espíritu, cuyo fruto es la santificación (cfr. Rm 6, 22; Ga 5, 22), suscita y exige de todos y de cada uno de los bautizados el seguimiento y la imitación de Jesucristo" (n. 16). "(...) Los Padres sinodales han dicho: "La unidad de vida de los fieles laicos tiene gran importancia. Ellos, en efecto, deben santificarse en la vida profesional y social ordinaria. Por tanto, para que puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como también de servicio a los demás hombres, llevándoles a la comunión con Dios en Cristo"" (n. 17). San Josemaría fue llamado a la presencia de Dios el 26 de junio de 1975, más de un decenio antes de que este documento viera la luz. No obstante hemos querido prolongar hasta aquí nuestro recorrido histórico-teológico porque la Christifideles laici ratifica puntos cruciales de la enseñanza conciliar en los que se reflejan los fundamentos del espíritu de santificación en medio del mundo que transmite san Josemaría. La exhortación emplea además en algunas cuestiones centrales una terminología muy próxima a la suya 245. * * * Concluimos esta parte sobre la inserción del mensaje de san Josemaría en lo que él mismo califica como el proceso teológico y vital que está llevando el laicado a la plena asunción de sus responsabilidades eclesiales, a su modo propio de participar en la misión de Cristo y de su Iglesia 246, y volvemos a la entrevista de 1967, citada al inicio de esta sección, en la que se pregunta por las aportaciones del Opus Dei –y de su mensaje, por tanto– a ese proceso. Con la mesura que reclama todo juicio sobre desarrollos recientes en la vida de la Iglesia, responde que no es quizá éste el momento histórico más adecuado para hacer una valoración global de este tipo 247. A la vez, la conciencia de ser depositario de un carisma destinado a impulsar ese proceso para la edificación de la Iglesia, le lleva a indicar una serie de adquisiciones doctrinales a las que indudablemente Dios ha querido que contribuyese, en parte quizá no pequeña, el testimonio del espíritu y la vida del Opus Dei, junto con otras valiosas aportaciones de iniciativas y asociaciones apostólicas no menos beneméritas 248. Son adquisiciones doctrinales que quizá pasará todavía bastante tiempo antes de que lleguen a encarnarse realmente en la vida total del Pueblo de Dios 249. Entre ellas se encuentran el desarrollo de una auténtica espiritualidad laical; la comprensión de la peculiar tarea eclesial –no eclesiástica u oficial– propia del laico; (...) las relaciones Jerarquía-laicado 250 y, más concretamente, el deseo de buscar la perfección cristiana y de hacer apostolado, procurando la santificación del propio trabajo profesional; el vivir inmersos en las realidades seculares, respetando su propia autonomía, pero tratándolas con espíritu y amor de almas contemplativas 251. Junto a esto se refiere también en otro momento al reconocimiento de la primacía de la persona en el apostolado y al respeto de la dignidad y de la libertad que provienen de la filiación divina del cristiano 252. Son únicamente algunos rasgos, pero dejan entrever que su aportación no afecta sólo a unos aspectos particulares sino que es más general: la aportación, según sus mismas palabras, de una auténtica espiritualidad laical 253. El marco histórico-teológico que hemos visto es sólo el primer elemento para centrar las enseñanzas de san Josemaría. Al adentrar-nos en ellas, a lo largo de estas páginas, irá apareciendo con más claridad que, dentro del proceso de evolución del laicado 254, san Josemaría se caracteriza por haber predicado la llamada universal a la santidad en medio del mundo a través del trabajo profesional y de las tareas de la vida ordinaria, poniendo como fundamento el sentido de la filiación divina recibida en el Bautismo; y por haber reivindicado, en el campo de la espiritualidad laical, una libertad cristiana que configura el modo de buscar la santidad y de llevar a cabo la misión que corresponde a los fieles laicos de vivificar desde dentro la sociedad con el espíritu de Jesucristo. I.4. ACERCA DE LA BIBLIOGRAFÍA TEOLÓGICA SOBRE SAN JOSEMARÍA Ya antes de 1975, año del fallecimiento de Josemaría Escrivá de Balaguer, aparecieron diversos artículos sobre su pensamiento en algunas revistas teológicas. A partir de ese año la bibliografía ha crecido en cientos de títulos 255. Al final de estas páginas ofrecemos una selección en la que hemos incluido los que en nuestra opinión resultan de mayor interés para comprender teológicamente su mensaje. En esa selección bibliográfica hemos destacado cinco obras que nos parecen básicas. Las dos primeras, de Monseñor Álvaro del Portillo y de Monseñor Javier Echevarría, respectivamente, no son estudios teológicos sino testimonios autorizados sobre la vida y la enseñanza de san Josemaría 256. Les siguen dos libros sobre el Opus Dei –uno jurídico-teológico 257 y otro estrictamente teológico 258–que exponen aspectos centrales del mensaje de san Josemaría. El quinto título es la biografía del fundador escrita por Andrés Vázquez de Prada, en tres volúmenes, la más completa de las aparecidas hasta el presente 259. A estas cinco obras habría que añadir la edición crítico-histórica de Camino, elaborada por Pedro Rodríguez, con gran riqueza de consideraciones teológicas sobre el espíritu de san Josemaría. Particular interés revisten también las actas de congresos teológicos sobre la enseñanza de san Josemaría, en especial el que tuvo lugar en Roma en 2002 con ocasión del centenario de su nacimiento, pocos meses antes de la canonización 260. Constan de trece volúmenes estructurados en una serie de estudios sobre temas de fondo y en una vasta panorámica de artículos sobre numerosos aspectos de laenseñanza de san Josemaría, así como de aplicaciones a los diferentes sectores de la vida, del trabajo al deporte, del arte a la familia y a la ciencia. Destacamos por último dos obras de Martin Rhonheimer sobre la enseñanza de san Josemaría en general, con especial atención a su comprensión de la libertad y de la animación de la sociedad con el espíritu cristiano 261. Mayoritariamente, los autores que se han ocupado del mensaje de san Josemaría –entre los que se cuentan pensadores renombrados como el teólogo Leo Scheffczyk o el filósofo Cornelio Fabro– resaltan el valor de su enseñanza para la vida cristiana y la reflexión teológica. Pero también hay quienes han formulado objeciones a su pensamiento. Como estas críticas se refieren casi siempre a modos de entender la vocación y misión de los laicos, la secularidad y la espiritualidad laical, temas de los que venimos hablando en la presente sección, las examinaremos a continuación. No nos ocupamos de críticas al Opus Dei como institución o a actuaciones prácticas de sus miembros, sino sólo de aquellas que se refieren al mensaje de san Josemaría y tienen un carácter teológico: o sea, las que caen en el campo de nuestro estudio 262. 1. Citamos primero, por su antigüedad, un artículo de Hans Urs von Balthasar aparecido en 1963 con el título "Integralismus" 263. En la primera parte describe en general el peligro del integrismo dentro de la Iglesia; en la segunda pone como ejemplo el libro Camino, de Josemaría Escrivá de Balaguer. Como se sabe, el libro se compone de puntos de meditación, casi siempre muy breves. No obstante, en lugar de citarlos completos y entenderlos de acuerdo con el género literario del libro, combina frases truncadas, tomadas de diversos lugares, creando contextos artificiales. Comienza con las primeras palabras del punto 16: ¿Adocenarte? –¿¡Tú... del montón!? ¡Si has nacido para caudillo! Entre nosotros no caben los tibios (omite lo que sigue en ese punto: Humíllate y Cristo te volverá a encender con fuegos de Amor), para continuar con el inicio del punto 1: Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. Y después pasa al punto 11: Voluntad. –Energía... La selección y unión de las frases transmite una impresión de arenga belicosa. "No es científico" 264, objetó con razón John F. Coverdale en un artículo de análisis, reproduciendo a dos columnas, para permitir la comparación, los textos completos de una edición auténtica de Camino con los que cita von Balthasar. Las omisiones afectan al sentido 265. Al artículo respondió Álvaro del Portillo con un breve comentario oficial lamentando la tergiversación llevada a cabo 266. Poco después se ocupa más ampliamente del tema Pedro Rodríguez en un artículo de 1965 267 donde, sin citar al teólogo suizo, ofrece una respuesta positiva a su afirmación de que Camino no despliega una espiritualidad "suficiente para alimentar y educar cristianamente" 268. Rodríguez hace notar que en Camino "no está contenida toda la espiritualidad del Opus Dei" 269 (o sea, el mensaje de san Josemaría), porque no era éste su propósito, e informa de que existen otros muchos escritos suyos, redactados para la formación cristiana de quienes seguían ese camino de santificación: escritos a los que es preciso acudir para conocer su pensamiento, como muestra incluyendo varias citas en el ar tículo. Estos textos manifiestan la hondura y la coherencia espiritual de las ideas que en Camino están sólo incoadas con un lenguaje vital, dirigido a fomentar el diálogo orante con Dios. Ciertamente, von Balthasar no los podía conocer en 1963, porque no estaban publicados y circulaban sólo entre los que recibían formación en los centros del Opus Dei. La acusación de integrismo en Camino altera o desfigura una noción central del mensaje de san Josemaría: la "unidad de vida", noción que aparece explícitamente en otros escritos 270 y a la que dedicaremos el epílogo de este libro, porque en cierto modo sirve para recapitular su enseñanza. Martin Rhonheimer ha ofrecido unas reflexiones al respecto en un trabajo publicado en el centenario del nacimiento de san Josemaría 271. El integrismo religioso-político es una ideología que procede de la confusión entre esos dos ámbitos en la vida social, con la "integración" del segundo en el primero; una ideología que nada tiene que ver con la aspiración a la integridad en la conducta personal, que lleva al cristiano a procurar santificar todo lo que hace, sin reducir su fe a unas cuantas prácticas religiosas. San Josemaría lo llama, como hemos dicho, "unidad de vida". "Esta unidad de vida –explica Rhonheimer– no es un programa político sino espiritual (...). Se trata de la afirmación de que la fe debe iluminar todos los pasos del hombre en esta tierra, también su compromiso en la ciudad terrena" 272. Hay motivos para pensar que el mismo von Balthasar debió advertir pronto lo infundado de su interpretación de Camino, porque unos meses más tarde, en otro artículo, relativizó sus críticas reduciéndolas a una "algo ruda sospecha" 273, y ya no las volvió a repetir. Tampoco citó al Opus Dei en otro escrito sobre "Integrismo hoy", aparecido poco después de su muerte 274. Y sobre todo es significativa la apreciación que hace en una entrevista de 1976 publicada en Herder Korrespondenz, donde al referirse a la situación de diversas instituciones de la Iglesia, declara: "Entre los lados positivos, mencionemos también al Opus Dei y su audacia de la síntesis entre una vida evangélica total y una secularidad total" 275. Son palabras que distan mucho de las de 1963 y que de algún modo rectifican aquella "ruda sospecha". Sin embargo no han sido tenidas en cuenta por otros autores que se limitan a repetir la crítica inicial de von Balthasar 276. Entre los posibles orígenes de la "sospecha" de integrismo, Beat Müller ha formulado la hipótesis de un malentendido 277. Von Balthasar había fundado años antes la Johannesgemeinschaft, un instituto secular con una editorial vinculada al instituto (Johannes-Verlag). Por aquella época –estamos en 1963– también el Opus Dei tenía aún la configuración jurídica de instituto secular, aunque no lo era de hecho según declaración del propio fundador que en 1962 había solicitado a la Santa Sede la revisión de su status canónico 278. La figura de instituto secular podía hacer pensar que el planteamiento de la misión de los laicos en el Opus Dei coincidía con el de una institución de vida consagrada secular como la Johannesgemeinschaft, donde las actuaciones profesionales y las iniciativas apostólicas de sus miembros eran coordinadas y gobernadas por la institución 279. Es posible que semejante perspectiva distorsionara los hechos, llevando a atribuir al Opus Dei –y en último término a su fundador– el control de las actividades profesionales de sus miembros y a achacarle las posiciones políticas que mantuvieran personalmente ellos. Este último punto era el más equívoco, ya que por aquella época había miembros del Opus Dei que participaban como ministros en el gobierno del General Franco en España, hecho inadmisible para quien juzgara que ese régimen político era intrínsecamente inmoral. Pero no era éste el juicio de la Jerarquía eclesiástica española que, por el contrario, animaba a los católicos a intervenir en la política, siendo un hecho que varios ministros de Franco pertenecían a la Acción Católica o a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas 280. Ante esto, nada autorizaba a Josemaría Escrivá de Balaguer a prohibir a un fiel laico del Opus Dei que obrara de ese modo, si lo deseaba. El fundador no se consideraba el superior de un instituto de vida consagrada y no podía oponerse, sin contradecir el principio de libertad en materias políticas, profesionales y culturales de que gozan los fieles corrientes: principio fundamental de su enseñanza sobre la vocación y misión del laico 281. Consecuentemente no intervenía, respetando así la libertad personal en todo lo opinable y dejando claro a la vez que esos miembros del Opus Dei no representaban a la institución 282. Es importante no olvidar, por otra parte, que, en esa misma época, había también miembros del Opus Dei que se oponían al régimen de Franco, como Rafael Calvo Serer y Antonio Fontán, que hubieron de sufrir persecución y acusaciones de signo opuesto a la de integrismo. Los testigos de los hechos –entre ellos los protagonistas directos– concuerdan en que siempre respetó la libertad cristiana de los miembros, a costa de no pocas incomprensiones, y que enseñó a respetar la de los demás con la caridad de Cristo 283. Algunos años después del artículo de von Balthasar, Josemaría Escrivá de Balaguer se refirió al tema, sin citar al autor, respondiendo en una entrevista a la pregunta: "¿Y qué decir de ese pretendido "integrismo" que en ocasiones se ha reprochado al Opus Dei?": ¿Integrismo? El Opus Dei no está ni a la derecha ni a la izquierda, ni al centro. Yo, como sacerdote, procuro estar con Cristo, que sobre la Cruz abrió los dos brazos y no sólo uno de ellos: tomo con libertad, de cada grupo, aquello que me convence, y que me hace tener el corazón y los brazos acogedores, para toda la humanidad; y cada uno de los socios es libérrimo para escoger la opción que quiera, dentro de los términos de la fe cristiana 284. El malentendido a que se refiere Müller sólo podía resolverse de raíz con el cambio de la configuración jurídica del Opus Dei, que dejará clara la condición de sus miembros y la libertad y responsabilidad personales en el campo profesional, cultural y político. Este cambio sólo llegaría veinte años más tarde, con la erección del Opus Dei en prelatura personal. 2. De características muy diversas es el libro del sociólogo catalán Joan Estruch, L'Opus Dei i les seves paradoxes: un estudi sociològic 285. Su idea de fondo, como refiere en el prólogo, es transponer la relación expresada por Max Weber en el título de su famosa obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo, a la relación entre el Opus Dei y el desarrollo del capitalismo en España a partir de la mitad de los años cincuenta. El autor dedica la primera y más extensa parte de su libro a describir la fundación y el desarrollo del Opus Dei. Aquí intenta sostener que la historia del Opus Dei ofrecida hasta ahora por sus miembros o por personas afines –lo que llama la "literatura oficial"– no es creíble, y busca divergencias, lagunas, etc. Pone en duda, por ejemplo, que la fundación haya tenido lugar el 2 de octubre de 1928 y presenta la hipótesis de que su verdadero inicio haya sido en 1939 286. Si ya cuando escribió estas palabras –el libro se publicó en 1993– se podía lamentar la "ligereza histórico-crítica" 287, después de la biografía de Vázquez de Prada, cuyo primer volumen aparece en 1997, una tesis de ese estilo resulta insostenible. Ahí se documenta como en numerosos textos de los años 1931 a 1935, escritos y fechados de su puño y letra, san Josemaría habla de la fundación y traza sus rasgos con todo detalle 288; más fuentes del mismo tipo se encuentran en la edición crítico-histórica de Camino. El problema de la tesis de Estruch no es, sin embargo, la falta de documentación histórica, sino su enfoque de la realidad, que le lleva a "establecer" la fundación del Opus Dei según parámetros apriorísticos. Como dice Messori, Estruch intenta "analizar y juzgar una realidad religiosa como el Opus Dei (...) sólo con criterios políticos, económicos y sociológicos" 289. La segunda parte del libro está dominada por este enfoque. La idea base es que el Opus Dei ha sido el alma del capitalismo en la España de 1960-70, como la ética protestante lo fue del capitalismo en general, según la tesis de Max Weber. Aquí es donde trae a colación al mensaje de san Josemaría, intentando mantener un parentesco entre el espíritu del Opus Dei y el protestantismo (concretamente, la ética puritana) y haciéndolo consistir en una ética del éxito. Para sostener esta tesis el autor se apoya en su propia visión sociológica. Ve que los miembros del Opus Dei procuran trabajar bien, buscan la excelencia en la profesión, valoran el progreso económico, social y civil..., y concluye que la enseñanza de san Josemaría les impulsa a considerar el éxito como prueba de la calidad moral de su trabajo. A su análisis se le ha objetado, con razón, que "una ética del éxito pone el acento en el fruto del trabajo, en el resultado al que conduce la acción de trabajar y no tanto en esta acción en sí misma; el espíritu del Opus Dei invita, en cambio, a una santificación del trabajo en cuanto tal" 290, esto es, a una vivencia de la acción de trabajar como ocasión de encuentro con Dios, "con independencia de sus eventuales resultados positivos o negativos, es decir, del hecho de que desemboque en un éxito temporal o en un fracaso" 291. El sentido de la Cruz redentora de Cristo, alma de la enseñanza de san Josemaría y de todo el espíritu cristiano, escapa a la percepción de Estruch. Su visión presupone la idea sociológica de un cristianismo pietista y puramente devocional; una idea que entra en crisis cuando la fe se encarna en la vida profesional y social manifestando su eficacia transformadora del mundo. 3. Del extremo contrario al anterior provienen las críticas del religioso Anton Rotzetter en una obra colectiva 292, representativas de los equívocos que pueden surgir si se aplican al mensaje de san Josemaría parámetros monacales: desde llamar "silencio monástico" 293 a su consejo de cultivar la paz interior para vivir la presencia de Dios a lo largo del día, hasta tachar de "dualista" a su espíritu, mostrando una comprensión bastante limitada de lo que significa santificar el mundo desde dentro. En la misma obra colectiva, el profesor de teología Peter Eicher 294 ve en el Opus Dei un fenómeno de "restauración clerical" –lo que no deja de ser sorprendente referido a una institución que gravita en torno a los laicos– y aboga por una Iglesia de católicos libres, "aunque tengan que seguir soportando aún la estructura eclesiástica episcopal y papal" 295. Sus mismas palabras evidencian que para la discusión de la crítica de Eicher sería menester analizar su posición teológica global. Es difícil evitar la impresión de que el mensaje de san Josemaría le haya servido sólo de instrumento para expresar su propia comprensión problemática de la Iglesia. 4. Por último nos referiremos a un breve artículo de S. Cavallotto, profesor italiano de Historia de la Iglesia, sobre Josemaría Escrivá de Balaguer y el Concilio Vaticano II 296, en el que sostiene que no se encuentra entre los precursores del Concilio ni en la línea de la renovación que el Concilio ha impulsado 297. Cita varios textos magisteriales que afirman lo contrario de lo que asevera, como el Decretode la Congregación para las Causas de los Santos sobre las virtudes heroicas del fundador (9-IV-1990) y algunos discursos de Juan Pablo II. Según él se trata de valoraciones "poco convincentes en el plano histórico y teológico" 298. Reconoce que no dispone de las fuentes necesarias para sostener su tesis y presenta su trabajo, por tanto, como "apuntes provisionales" 299. Pero el problema de fondo, a nuestro parecer, no es la falta de documentación sobre san Josemaría sino la interpretación de Cavallotto sobre la doctrina conciliar. En su opinión, con la Constitución Gaudium et spes, el Vaticano II habría querido superar "un cierto planteamiento dualista y un cierto agustinismo que durante siglos han orientado las relaciones Iglesia-mundo hacia la oposición y hostilidad recíprocas, afirmando en cambio la necesidad y la fecundidad de una mutua compenetración (superación del eclesiocentrismo) e instaurando el método del diálogo" 300. Josemaría Escrivá de Balaguer sería un representante de las posturas que habría pretendido superar el Concilio, es decir, todo lo contrario de un precursor. ¿Qué se puede decir a esto? Ciertamente, el fundador del Opus Dei no es precursor de una interpretación de la doctrina conciliar que tienda a disolver la Iglesia en el mundo, olvidando que ha de ser fermento y que, por tanto, hay una inevitable tensión entre la Iglesia y el mundo real, marcado por el pecado. Su visión, en cambio, coincide –como ya se ha apuntado y sucesivamente se estudiará más a fondo– con la vertiente de la tradición que el mismo Concilio ratifica y que ve la Iglesia como "germen e inicio" 301 del Reino de Jesucristo: un reinado que incluye la búsqueda del bien común temporal y del progreso humano. Son numerosos los textos en los que san Josemaría hace ver que la misma llamada a la santificación del trabajo profesional exige que los cristianos impulsen ese progreso científico, cultural, económico, etc. Acusarle de presentar las realidades seculares "como simple "lugar" o "telón de fondo"" de la santidad del laico y decir que la santidad que predica sería "fundamentalmente extrínseca e indiferente a la edificación del mundo" 302, supone un desconocimiento de dimensiones fundamentales de su mensaje. Es cierto que no considera ese progreso como fin último de la vida cristiana, y que no reduce el Reino de Cristo al progreso humano –como tampoco lo hace la Gaudium et spes 303–, pero enseña que el laico no debe sólo "edificar el mundo" sino "santificarse y santificar a los demás edificando el mundo". El mundo no es como el decorado de una obra de tea tro, sino "materia" propia de santificación y apostolado: materia que se ha de transformar con el espíritu cristiano. Según Cavallotto, lo principal es que el laico transforme la sociedad; según san Josemaría, lo principal es que tienda a la santidad al llevar a cabo el esfuerzo por transformar la sociedad. La diferencia es notable. Ligada a la crítica anterior se encuentra otra del mismo autor que se puede resumir así: Josemaría Escrivá de Balaguer no respeta la autonomía de las realidades temporales porque pretende santificarlas y no simplemente mejorarlas según sus propias leyes; de ahí el peligro de "integrismo" o de vuelta al ideal de una "civitas christiana" como único modelo de sociedad poseedora de valores humanos auténticos. Pero su mensaje no va en esa dirección. Valga un texto como ejemplo: El cristiano, cuando trabaja, como es su obligación, no debe soslayar ni burlar las exigencias propias de lo natural. Si con la expresión bendecir las actividades humanas se entendiese anular o escamotear su dinámica propia, me negaría a usar esas palabras. Personalmente no me ha convencido nunca que las actividades corrientes de los hombres ostenten,como un letrero postizo, un calificativo confesional 304. De nuevo hay que decir que el problema no está en lo que afirma san Josemaría sino en cómo interpreta Cavallotto el Concilio. "Si por autonomía de lo temporal se entiende que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras", aclara la Gaudium et spes 305. En esta línea, san Josemaría habla de vivir inmersos en las realidades seculares, respetando su propia autonomía, pero tratándolas con espíritu y amor de almas contemplativas 306. No se perjudica la autonomía de las cosas temporales si se las ordena a Dios. Al contrario, adquieren su pleno sentido 307. Por lo demás, no se puede olvidar la realidad del pecado, y por eso la misma Constitución conciliar dice a continuación que es necesario "purificar" las actividades humanas 308. Esa purificación, en lugar de hacer violencia a su naturaleza, le devuelve su esplendor. En el punto central de las críticas que acabamos de examinar, Cavallotto remite a M.-D. Chenu para apoyar su visión de la "edificación del mundo" como tarea del cristiano. Chenu es asimismo el autor más citado en la bibliografía del artículo. Si esto significa que Cavallotto se inspira en su pensamiento en este punto concreto (las aportaciones del dominico francés en otros aspectos están fuera de discusión), entonces se explican mejor sus críticas. En efecto, aparte de las diferencias doctrinales que median entre la famosa obra de Chenu sobre el trabajo 309 y la enseñanza de san Josemaría –principalmente respecto a la posibilidad de integrar en el cristianismo aspectos centrales de la teoría marxista, cosa que san Josemaría excluye mientras que Chenu en cierto sentido acepta 310–, es preciso tener en cuenta que Chenu habla del trabajo fundamentalmente en sentido objetivo (del efecto de la actividad productiva del hombre en el mundo), mientras que san Josemaría se suele referir al trabajo en sentido subjetivo (la acción de trabajar y la santificación de esa acción) y, sólo derivadamente, de sus efectos en el mundo 311. Si no se distinguen estos dos ámbitos o, peor aún, si se confunden –como ocurre en el artículo de Cavallotto–, los equívocos pueden ser, y son de hecho, importantes. Las críticas que hemos visto se refieren más o menos directamente a la Teología del laicado, como decíamos al principio de esta sección. Hay alguna otra sobre temas particulares que mencionaremos al tratar de los puntos correspondientes 312. En conjunto se puede decir que por la documentación parcial que utilizan y a veces por los prejuicios que manifiestan, no son críticas científicas, elaboradas con un método teológico. Por eso no hemos incluido esos pocos artículos en la amplia bibliografía que ofrecemos al final. Podemos concluir estos comentarios bibliográficos refiriéndonos también a los silencios sobre la enseñanza de san Josemaría en obras de Teología. Quien examine la producción teológica científica de los últimos decenios, comprobará que es citado sobre todo en los estudios especializados sobre su figura o su doctrina espiritual, ya numerosos, pero poco en obras generales de Teología sistemática o en ensayos, aunque tengan que ver con puntos centrales de su doctrina, y esto a pesar de ser un escritor con millones de lectores e inspirador de toda una corriente de vida cristiana en medio de la sociedad 313. Nos parece que esto se debe en gran parte al hecho de que aún no están publicadas todas sus obras 314. Pero hay que añadir que la actual teología académica apenas dedica espacio a las enseñanzas de los santos que no son autores de obras científicas de teología, como puede verificarse en los manuales, incluidos algunos de Teología espiritual. Aunque poco a poco se va superando esta situación, actualmente no existe un consenso claro sobre el papel de estas enseñanzas "sapienciales", que no proceden de un discurso racional, en el trabajo teológico. Se sigue tendiendo a guardarlas piadosamente en la estantería de "espiritualidad". De cara al futuro, el estudio de la obra y doctrina de san Josemaría, como la de otros santos, podrá contribuir a resolver este problema, que no es otro –en nuestra opinión– que el de hacer el trabajo teológico más contemplativo y por tanto, en el fondo, más "teológico". Volveremos sobre el tema en el Epílogo de este libro. II. BASE CONCEPTUAL Los términos básicos que emplea san Josemaría para hablar de la vida cristiana son los habituales en la tradición teológica y espiritual de la Iglesia. Empleo la terminología dogmática tradicional 315, escribe en una de sus Cartas. No tiene, por esto, necesidad de explicar en qué sentido entiende las expresiones, salvo cuando han sufrido una alteración importante por el influjo de alguna corriente de pensamiento (como, por ejemplo, "liberación", alrededor de la década de 1970). Para concretarlo más, veremos primero cómo usa san Josemaría las fuentes de su mensaje –la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia– y los instrumentos para exponerlo, sobre todo la doctrina teológica y espiritual. II.1. EL USO DE LAS FUENTES En cuanto al uso de la Sagrada Escritura, huelga decir que en las obras de san Josemaría las citas bíblicas son constantes. Como observa Francisco Varo, muchas veces "lee la Sagrada Escritura en la Vulgata latina, como era habitual en aquellos años. Pero este detalle aparentemente anecdótico pone de manifiesto que "oye" la palabra de Dios en el hoy, ahora, de cada momento, como la había leído en un texto que estaba en latín. Ese impulso vital de la locución lo mueve el Espíritu Santo con palabras de la Escritura, que son expresión de la palabra de Dios. San Josemaría es lector asiduo y atento de la palabra de Dios, pero no sólo es lector, escucha. Y eso le permite oír la voz de Dios y entender el sentido que el Señor le comunica con esas palabras de la Escritura" 316. Por lo demás, respecto al modo en que emplea la Palabra revelada en su enseñanza, se ha observado que "no cita los pasajes bíblicos como meras referencias en apoyo de lo que dice, como "argumento de Escritura". Al contrario, los textos sagrados son el punto de partida de su reflexión. Sólo los cita después de haberlos meditado repetidas veces, cuando los tenía ya incorporados a su vida" 317. Después de las citas de la Escritura, las más frecuentes son de la Patrística. Solamente en las homilías de Es Cristo que pasa hay 42 citas de Padres y escritores cristianos antiguos; en Amigos de Dios son 69. En estos dos volúmenes predominan los Padres apostólicos, junto con san Agustín y san Juan Crisóstomo. En general, las obras más frecuentemente citadas son los comentarios patrísticos a los libros sagrados. San Josemaría tiene muy presente "la exégesis bíblica que realizaron aquellos primeros comentaristas de la Escritura" 318, pero no hace un uso académico de esos textos. Ve en ellos testimonios autorizados de la doctrina y de la vida cristiana, y los emplea sin disquisiciones cronológicas o consideraciones críticas acerca de los términos, salvo que sean imprescindibles para entenderlos correctamente. Por lo que atañe al Magisterio de la Iglesia, en sus escritos se encuentran numerosas citas de los Romanos Pontífices del siglo XX y, sobre todo, del Concilio Vaticano II. Cuando trae a colación textos más antiguos, suelen ser de Concilios precedentes. Vale la pena hacer una referencia al uso del Catecismo Romano o Catecismo del Concilio de Trento para los párrocos. Las citas de esta obra son muy escasas en sus escritos: ninguna en las Cartas dirigidas a los fieles del Opus Dei y solamente una en los escritos publicados 319. En cambio, en su predicación oral en torno a 1970 recomienda la lectura de este texto, como también la del Catecismo Mayor de san Pío X. Lo hace en un momento de gran desorientación, con el fin de recordar que la doctrina de fe no ha cambiado (recuérdese que el actual Catecismo de la Iglesia Católica se publica dos decenios más tarde, en 1992). Pero el marco conceptual de san Josemaría excede con mucho al Catecismo tridentino. Hay importantes desarrollos doctrinales posteriores que ha asumido: en eclesiología (por ejemplo, las relaciones entre el sacerdocio común y el ministerial; y otras muchas cuestiones que afectan a la comprensión de la vocación y misión de los laicos), y en antropología cristiana (temas como la filiación divina adoptiva, la presencia y acción del Espíritu Santo en el cristiano, el valor del trabajo humano, poco presentes en ese Catecismo y mucho, en cambio, en el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica que incorpora todo el magisterio del Concilio Vaticano II) 320. En estas cuestiones y en otras, la distancia teológica entre el Catecismo Romano y la obra de san Josemaría es semejante a la que hay entre ese Catecismo y la doctrina del Vaticano II. Aparte de la Sagrada Escritura, de los Padres y del Magisterio, el autor más citado por san Josemaría es santo Tomás de Aquino 321. La adhesión a su doctrina deriva de las orientaciones del Magisterio. Cuando impulsa la formación teológica de los fieles –como veremos, san Josemaría insiste en la necesidad de cimentar la vida cristiana en el conocimiento de la doctrina–, hace notar que en los últimos siglos ha sido constante e ininterrumpida la recomendación, que ha hecho el Magisterio de la Iglesia, de seguir a Santo Tomás en los estudios de filosofía y de teología: recomendación expresa, reiterada tres veces en los do cumentos del último Concilio 322. La recomendación consiste en construir sobre la base de la doctrina tomista: Santo Tomás no es toda la teología, pero es piedra segura para edificar bien 323. Por tanto, en el trabajo teológico, no se trata de repetir todas y solamente las enseñanzas de Santo Tomás. Se trata de algo muy distinto: debemos ciertamente cultivar la doctrina del Doctor Angélico, pero del mismo modo que él la cultivaría hoy si viviese. Por eso, algunas veces habrá que llevar a término lo que él mismo sólo pudo comenzar; y por eso también, hacemos nuestros todos los hallazgos de otros autores, que respondan a la verdad 324. Con este enfoque abierto a toda nueva adquisición, se puede decir, en nuestra opinión, que en la doctrina de santo Tomás se encuentra la base conceptual de la enseñanza de san Josemaría. Después del Aquinate (y de algunos Padres de la Iglesia, como san Agustín, según hemos dicho), los autores más citados por san Josemaría son maestros de vida cristiana. Los cuatro primeros, por orden del número de citas, son santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, san Bernardo y santa Catalina de Siena. En general, se advierte en san Josemaría la huella de dos filones de enseñanzas sobre la vida espiritual, aunque de modo distinto: el siglo XVI español y el siglo XVII francés 324bis. En el primer caso, la presencia de los autores de ese periodo esexplícita. Por ejemplo, acabamos de decir que son frecuentes las citas de santa Teresa y de san Juan de la Cruz. También sabemos por los testigos de su vida que leía asiduamente otros clásicos espirituales de la época, como san Juan de Ávila o fray Luis de Granada 325. Un autor ha estudiado los paralelismos de contenido, en algunos casos 326. En cuanto al siglo XVII, consta que citaba en su predicación oral a san Francisco de Sales y recomendaba la lectura de sus obras. No sabemos decir qué otros autores de lengua francesa de esta época le resultaban familiares, pero ateniéndonos al contenido se puede observar una afinidad con el modo de contemplar el misterio de la presencia de Cristo en el cristiano por parte de Pierre de Bérulle,Jean-Jacques Olier, san Juan Eudes 327 y otros grandes maestros de la escuela francesa de espiritualidad 328. Además de estas dos vetas, hay que señalar que san Josemaría conocía bien la Historia de un alma, de santa Teresa de Lisieux 329, así como numerosas obras de autores espirituales de la primera mitad del siglo XX cuya lectura él mismo recomendaba, como la famosa del abad trapense J.-B. Chautard (1858-1935), El alma de todo apostolado, algunas del beato benedictino Columba Marmión (1858-1923), el Decenario al Espíritu Santo, de Francisca Javiera del Valle, cuya primera edición publicada en Madrid en 1932 meditó y anotó profusamente 330, etc. Según conjetura de F. Gallego, es posible que conociera extractos de escritos inéditos de la beata Isabel de la Trinidad (1880-1906), publicados por otros autores, en los que se encuentran expresiones que también emplea san Josemaría 331. También se ha hablado de un "parentesco espiritual entre Escrivá y Newman" 332, por las afinidades en la visión del laico en la Iglesia y de las relaciones Iglesia-mundo. El influjo de todos esos maestros de vida espiritual se manifiesta a veces en el uso, por parte de san Josemaría, de diversos conceptos y en la recomendación de ciertas prácticas de vida cristiana. La oración "Acordaos" que aconseja repetir, se remonta probablemente a san Bernardo; la noción de "examen particular" se encuentra en san Ignacio de Loyola (y antes en el libro de la Imitación de Cristo, atribuido a Tomás de Kempis); la importancia de las "cosas pequeñas" está subrayada por varios autores del siglo de oro español, especialmente por Alonso Rodríguez, autor del Ejercicio de perfección y virtudes cristianas 333; el "abandono en Dios", al que se refiere muchas veces como aspecto del espíritu de filiación divina, es típico de san Francisco de Sales; etc. No es este el lugar para un elenco extenso de los precedentes de este tipo (en la edición critico-histórica de Camino pueden verse muchos otros ejemplos). En todo caso, no hay que olvidar que los puntos que san Josemaría asume de la tradición adquieren en su enseñanza la novedad del espíritu que predica. Aparte de las fuentes y afinidades que hemos visto, ¿se puede hablar de alguna corriente teológica que esté presente en la enseñanza de san Josemaría? ¿Es posible señalar autores contemporáneos que hayan influido en su pensamiento y puedan ofrecer, por tanto, elementos interpretativos de su mensaje? Para responder a esta pregunta hay que partir de un dato: en ninguna de sus obras publicadas, ni en sus Cartas e Instrucciones –pendientes de edición crítica–, san Josemaría cita autores modernos o contemporáneos de teología sistemática 334. Merece la pena reflexionar sobre este hecho, indudablemente intencional. San Josemaría realizó con óptimos resultados sus estudios en el seminario 335. Después de su ordenación sacerdotal cursó las materias de doctorado en Derecho y obtuvo el título en 1939 336. Más adelante, en 1955, se doctoró también en Sagrada Teología 337. Cultivó el estudio durante toda su vida: me paso temporadas leyendo tratados sobre la Santísima Trinidad 338, comentaba en una ocasión en 1971. A partir de su experiencia, insistió en que cada uno ha de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico, de la fe; y todo esto es la teología 339. Promovió la creación de las Facultades eclesiásticas de la Universidad de Navarra e impulsó la investigación teológica. Trató personalmente a teólogos de reconocido prestigio y seguía con interés el debate teológico contemporáneo 340. Basta leer las entrevistas que concede entre 1966 y 1968, recogidas en Conversaciones, para advertir el conocimiento que tiene de las diversas cuestiones controvertidas. Sin embargo, a pesar de todo, no menciona en sus escritos a ningún autor contemporáneo de Teología, ni siquiera a los que tienen directa relación con los temas de que habla. ¿Qué explicación puede tener? Illanes hace notar que "en su predicación, y particularmente en su predicación originaria o más antigua, no procedió –salvo excepciones– de forma argumentativa, sino asertiva. Su modo de hablar no fue el de un pensador o teólogo que, habiendo llegado a una conclusión, aspira a comunicarla a otros aduciendo para ello argumentos y razones, sino el que corresponde a un espiritual, a un hombre que, habiendo experimentado la cercanía de Dios, la testifica con la fuerza que deriva del encuentro con Dios y de la radicación cada vez más honda en el Evangelio a la que ese encuentro ha conducido" 341. En último término, la explicación hay que buscarla, a nuestro parecer, en su convencimiento de que el mensaje que había de transmitir no procedía de la especulación ni del intercambio de ideas, sino de la luz sobrenatural que había recibido el 2 de octubre de 1928, de la que dará testimonio siempre. La conclusión es que no cabe situar a san Josemaría en el marco de una determinada escuela de pensamiento teológico contemporáneo 342. II.2. LAS NOCIONES BÁSICAS SOBRE LA VIDA CRISTIANA, EN SAN JOSEMARÍA Con las premisas anteriores, pasamos ahora a indicar algunas nociones que están en la base de la enseñanza de san Josemaría. Se trata de conceptos presentes en otros muchos autores porque son comunes a la teología. Aquí nos interesa exponerlos en la medida de lo posible con sus palabras, para que se vea cómo los entiende y los expresa, pues las fórmulas que emplea muestran a veces su comprensión personal del misterio cristiano. a) La santidad como vida sobrenatural Como es sabido, en la Sagrada Escritura el término "santo" significa "trascendente" o "de naturaleza absolutamente superior" 343. La santidad es un atributo propio de Dios. Se identifica con la vida íntima de la Santísima Trinidad, constituida por las procesiones divinas: la "generación" del Hijo, que procede eternamente del Padre, y la "espiración" del Espíritu Santo, procedente del Padre y del Hijo. El nombre de "procesiones" indica que no son algo estático, sino la misma Vida íntima de Dios. De ahí que el término "santidad", como atributo de Dios, designe una Vida: la Vida intratrinitaria, que es "Vida sobrenatural" porque está por encima de toda naturaleza creada. Dios ha destinado al hombre a participar de su santidad: "nos ha elegido antes de la creación del mundo para que seamos santos" (Ef 1, 4). Siendo criatura, el cristiano recibe en el Bautismo el don de la gracia santificante, que "introduce en la intimidad de la vida trinitaria" 344, haciéndonos "partícipes de la naturaleza divina y por lo mismo realmente santos" 345. A san Josemaría le gusta recordar que san Pablo llama a los cristianos "santos" 346, porque la gracia nos hace estar metidos en Dios, endiosados 347. "Endiosamiento" o "divinización" son términos usuales en su vocabulario, en línea con la patrística griega y san Agustín 348. En ese mismo sentido escribe que la santidad consiste en la identificación con Dios 349. El término "identificación" no entraña confusión entre lo humano y lo divino, sino que equivale a la "divinización" o "deificación" de la persona humana por la gracia. La santidad o divinización es una vida, como la santidad de Dios. La santidad, escribe san Josemaría, es vida: vida sobrenatural 350. A esa vida la llama también, como es habitual, vida de la gracia 351, entendiendo aquí por gracia la "gracia santificante": una participación de la naturaleza divina 352. No considera, pues, la gracia como una cualidad estática, sino como "vida sobrenatural", participación en la vida divina 353, que permite conducirse "como conviene a los santos" (Ef 5, 3). "Así como es santo el que os llamó –escribe san Pedro–, sed también vosotros santos en toda vuestra conducta, conforme a lo que dice la Escritura: sed santos, porque yo soy santo" (1P 1, 15-16; cfr. Lv 11, 44; Lv 19, 2). El término "santidad", aplicado al hombre, se utiliza en tres sentidos: 1) como el estado o situación de quien recibe la gracia; así se dice por ejemplo que al recibir la gracia santificante el cristiano es constituido en "estado de santidad" 354: es la santidad en sentido ontológico; 2) como el obrar que debe seguir a ese estado 355; en este sentido se habla de la "santidad de vida" de una persona: se quiere decir que obra santamente o, lo que es lo mismo, que vive de modo consciente y libre la vida sobrenatural: esto es la santidad en sentido moral; 3) como la meta del cielo, la plena participación en la santidad de Dios; en este sentido se dice, por ejemplo, que hemos de "alcanzar la santidad", en sentido escatológico. El primero de estos tres sentidos designa la semilla que pone Dios; el segundo, su crecimiento, que es obra de Dios con la cooperación del hombre; el tercero, la plenitud de esa vida con todos sus frutos. San Josemaría emplea el término en los tres sentidos. Puesto que aquí hablaremos de la vida espiritual consciente y libre del cristiano en esta tierra, lo usaremos por lo general en el segundo sentido. La vida sobrenatural comienza en el hombre cuando "es hecho partícipe del Divino Verbo y del Amor procedente" 356, o sea de las "procesiones divinas", por el envío del Hijo y del Espíritu Santo al alma ("misiones invisibles"). En el cristiano esto sucede por primera vez en el Bautismo, que representa como un nuevo nacimiento (cfr. Jn 3, 3), un nacimiento "del agua y del Espíritu" (Jn 3, 5). Entonces Dios inhabita en nuestra alma. En el alma que está en gracia de Dios, el Espíritu Santo se pone como de asiento allí, para darnos vida de cristianos, vida sobrenatural 357. El mismo desarrollo de la vida sobrenatural lleva al cristiano a distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas 358: a tratar –a "entretenerse", dice san Josemaría– amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo 359. Estas breves frases pueden ser suficientes para ilustrar que la vida cristiana es para san Josemaría "vida en Dios": "vida en la Santísima Trinidad", en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Aunque no entra en las discusiones acerca de cómo Dios pone en el hombre la vida sobrenatural –si por vía de causalidad eficiente, como se sostenía tradicionalmente, o por vía de causalidad quasiformal, como han propuesto algunos autores del siglo XX 360, quizá por entender de un modo extrínseco la causalidad eficiente–, está muy lejos de "aislar" la vida cristiana del misterio de la Santísima Trinidad. Ateniéndonos a las expresiones que emplea, nos parece que su visión está en la línea de una teología de la participación sobrenatural en la que la presencia de la gracia creada en el hombre, entendida como vida sobrenatural participada de la vida intratrinitaria, es causada eficientemente por la Santísima Trinidad, pero su posesión por parte del cristiano sólo puede explicarse por la presencia de inhabitación de las tres Personas divinas, según su distinción relativa. En una teología de la participación, la causa eficiente trascendental implica la presencia de lo participado en los participantes (la presencia del Ser por esencia en el ser participado; y la presencia de Dios en cuanto Dios –es decir, de las tres Personas divinas en su distinción relativa– en el cristiano que participa de la vida intratrinitaria). Leo Scheffczyk, en un estudio sobre la gracia en la espiritualidad de san Josemaría, observa que "concede prioridad y preeminencia a la gracia increada sobre la gracia creada. La gracia increa da –es decir, Dios mismo en su auto-entrega gratuita al hombre– puede ser considerada la esencia del estado de gracia, hecho presente como disposición de la persona por la gracia crea da. Esta perspectiva implica que la gracia no es en último análisis un don distinto y separado de Dios, sino que se identifica con el mismo Dador Trino que se entrega a la criatura en una unión personal misteriosa. Por eso, las afirmaciones decisivas de Escrivá sobre la santidad están hechas bajo este aspecto personal de la gracia como unión del hombre en gracia con la vida de las tres Personas divinas (...). La gracia como santidad está expresada mediante una relación personal que, sin embargo, no se caracteriza por un mero vis-à-vis y una distancia permanente, como sucede en las relaciones entre los hombres, sino que comporta una intimidad que no tiene analogía en el ámbito humano. Hace entender la gracia santificante como unión con las Personas divinas, como entrada del Espíritu divino en la mente del hombre, como sinfonía del Verbo divino y de la voz de la criatura" 361. Estamos hablando de "gracia creada" en el sentido de "gracia santificante". Damos por supuesto que el lector tendrá presente que el término "gracia" se emplea en Teología para designar también otros dones divinos. El Paráclito es "amor y don (increado) del que deriva como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación" 362. Todos estos dones son "gracias" por ser concedidos gratuitamente al hombre. Pero el término "gracia" se reserva de modo especial para los dones sobrenaturales, entre los cuales hay unos que santifican al hombre, comola gracia santificante, y otros que no comunican la santidad pero se ordenan a ella: las "gracias actuales", que son impulsos o mociones para realizar actos de las virtudes sobrenaturales; finalmente hay otros dones llamados "carismas" que el Espíritu Santo concede para formar y acrecentar el cuerpo de la Iglesia. Con esta visión de la gracia santificante como un estar el hombre "metido" en la vida de la Santísima Trinidad y como presencia de las tres Personas que diviniza al hombre, se sortean dos peligros observables en la compleja historia de la noción de gracia. Por una parte, el peligro de "cosificarla", es decir, de pensar en la gracia como en una "cosa", perdiendo de vista su relación con la presencia misma de Dios Trino en el alma. De otra parte, el peligro contrario –derivado del intento de superar esa cosificación– de identificar la gracia con esa presencia de Dios en el hombre, dejando en la sombra la transformación deificante de la persona humana que la gracia implica. A estos peligros se ha referido Juan Pablo II haciendo notar que "en la reflexión sobre la gracia es importante evitar concebirla como una "cosa" (...). Es el don del Espíritu Santo que nos asemeja al Hijo y nos pone en relación filial con el Padre (...). La presencia del Espíritu Santo obra una transformación que influye verdadera e íntimamente en el hombre: es la gracia santificante o deificante, que eleva nuestro ser y nuestro obrar, capacitándonos para vivir en relación con la Santísima Trinidad" 363. Esta es la noción implícita en las frases de san Josemaría que hemos citado antes. En fin, para él la vida sobrenatural en esta tierra es un anticipo del Cielo 364. O sea, la plenitud de esa vida es la visión bea tífica, visión amorosa de Dios cara a cara, que hace al hombre plenamente feliz en la gloria (cfr. 1Co 2, 9; 1Co 13, 12). La vida sobrenatural en esta tierra no implica todavía esa "visión" pero es ya un cierto "anticipo" o "incoación" –este último es el término más común en la tradición teológica 365–, porque el cristiano puede conocer y amar a las tres Personas divinas de modo sobrenatural mediante la fe animada por la caridad y pregustar por la esperanza un inicio de la felicidad eterna. Desde el don recibido en el Bautismo hasta su plenitud en la gloria celestial, la vida sobrenatural puede y debe crecer con la cooperación libre del cristiano: santidad no significa exactamente otra cosa más que unión con Dios; a mayor intimidad con el Señor, más santidad 366. b) Vida de hijos de Dios en Cristo Siendo frecuente el uso del término "divinización" en la patrística griega, es también cierto que algunos Padres, sobre todo antioquenos, prefieren emplear el de "adopción" por considerarlo más bíblico 367. San Josemaría se encuentra netamente en esta línea. Para él, la elevación del hombre por la gracia –su divinización– es una adopción sobrenatural. Dios nos elevó a la participación de la naturaleza divina, a ser hijos adoptivos suyos por la gracia 368. La vida sobrenatural es, en consecuencia, vida de hijos de Dios, participación de la vida de Cristo (cfr. Jn 1, 12.16; Jn 5, 21.26; Jn 6, 57), el Hijo de Dios que ha venido al mundo para que fuéramos constituidos hijos de Dios (Ga 4, 5), capaces de participar de la intimidad divina 369. Jesucristo no sólo nos ha alcanzado una vida nueva, sino que ese don es participación de la plenitud de vida sobrenatural de su naturaleza humana: "de su plenitud recibimos todos, y gracia sobre gracia" (Jn 1, 16). La santidad, en su realización final o escatológica, no es otra cosa que la plenitud de la filiación divina 370, y en esta tierra consiste en una progresiva identificación con Cristo 371. Esta doctrina ocupa un lugar central en san Josemaría, que continuamente enseña al cristiano que el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina 372. Que esta filiación se llame "adoptiva" no significa que sea algo extrínseco. "Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!" (1Jn 3, 1), exclama san Juan. A diferencia de la adopción entre los hombres, que confiere derechos pero no comporta un parentesco natural, la adopción sobrenatural hace realmente "hijos en el Hijo" 373, porque permite vivir la misma vida divina de Cristo. El Hijo Unigénito de Dios es de verdad "Primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8, 29). Todo esto tendremos ocasión de verlo con detalle en el capítulo 4º. Ahora sólo nos interesa señalar, como elemento de la base conceptual, que san Josemaría entiende la adopción filial como una "participación" en la Filiación del Verbo. Por la gracia bautismal hemos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina, la dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente: y si el pecado destruyó ese prodigio, la Redención lo reconstruyó de modo aún más admirable (Missale Romanum, Ordo Missae), llevándonos a participar todavía más estrechamente de la filiación divina del Verbo 374. Es la misma noción de santo Tomás, para quien "la filiación adoptiva es una semejanza participada de la Filiación natural" 375. Como en otras cuestiones, el Doctor Angélico acude a la noción de "participación" para exponer la relación entre la filiación divina adoptiva (filiación participada) y la natural (Filiación subsistente) 376. Este tipo de participación –que se llama "trascendental" para indicar que lo participado subsiste fuera de los participantes– implica la presencia de lo participado en los participantes: aquí, la presencia de la Filiación subsistente (el Hijo) en la filiación participada de los hijos por adopción, lo que ayuda a comprender que la unicidad de la Filiación subsistente no impide que haya una multiplicidad de hijos por adopción: todos son "hijos en el Hijo". Con esta base se puede comprender mejor que san Josemaría hable del cristiano como hijo de Dios en un sentido ontológico fuerte: no es "otro hijo al lado del Hijo", sino "un hijo en el único Hijo"; no es "otro Cristo junto a Cristo" sino "el mismo Cristo" porque vive en Él. En efecto, ser cristiano no se reduce a profesar una doctrina y ni siquiera a imitar un ejemplo. No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive!: "Iesus Christus heri et hodie: ipse et in saecula!"(...) ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre! 377 Ser cristiano, en sentido pleno, es entrar en relación vital con Cristo, hasta el punto de participar en su misma vida. La vida de Cristo es vida nuestra 378, repite muchas veces san Josemaría. La santidad consiste en vivir en Cristo su misma vida sobrenatural, según las palabras de san Pablo: "no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20) 379. Llegamos así a una formulación característica de su comprensión del misterio cristiano: Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! 380 En la época de la predicación de san Josemaría, la teología profundiza notablemente en la filiación divina adoptiva y en el tema de la vida sobrenatural del cristiano como participación de la plenitud de gracia de Cristo en cuanto hombre, ofreciendo un marco de ideas que ayudan a ver al cristiano como "otro Cristo, el mismo Cristo". El terreno había sido preparado por Matthias Joseph Scheeben (1835-1888), autor de Los misterios del cristianismo, donde hace hincapié en la pertenencia de Cristo al linaje humano, cuando estudia la derivación de la gracia sobrenatural de Él a los hombres (de modo sacramental a los miembros de su Cuerpo místico) 381. Después, ya en el siglo XX, hay que mencionar el fermento de ideas que precede a la encíclica Mystici Corporis (1943), donde Pío XII trata expresamente de la unión del cristiano con Cristo 382. Ejemplos significativos son los trabajos de Émile Mersch acerca de la filiación divina del cristiano como "hijo en el Hijo" y de la unión de los miembros del Cuerpo místico con su Cabeza 383, así como la obra de Terrien sobre la filiación adoptiva 384. Josemaría Escrivá de Balaguer no los cita, como tampoco a otros autores posteriores que profundizan en la gracia en cuanto gratia Christi, como Charles Baumgartner 385, Jean-Hervé Nicolas 386 y Henri Rondet 387. No obstante, como decíamos, son autores que ayudan a entender la base teológica de su enseñanza. Cuando propone este ideal de identificación con Jesucristo, san Josemaría le contempla como "perfecto Dios y perfecto hombre", según la fórmula del Símbolo Quicumque, repetida con frecuencia en su predicación 388. La unidad de las dos naturalezas en Cristo se le presenta como el paradigma de la vida cristiana que ha de ser, a la vez, divina y plenamente humana. Cristo es perfectus Deus, perfectus homo, Dios, Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, y hombre perfecto. Trae la salvación, y no la destrucción de la na turaleza 389. "La relación entre gracia y naturaleza a partir del principio de Encarnación –comenta Giuseppe Tanzella-Nitti– nos dice que todo lo que Cristo propone al hombre es, precisamente por eso, una auténtica promoción de todo aquello que es profundamente humano" 390. El ideal de la identificación con Cristo conlleva la realización plena de todos los valores humanos: nadie puede ganar al cristiano en humanidad 391. Nos detendremos en otros aspectos de esta afirmación dentro de poco. Ahora queremos subrayar que la filiación divina adoptiva, en la percepción de san Josemaría, es un don que se orienta a reproducir en el cristiano los rasgos humanos (morales) de Cristo. Podemos decir, recurriendo a una comparación, que la Humanidad de Cristo no es sólo el cauce por el que llegan al cristiano las aguas de la vida sobrenatural, sino el embalse de esas aguas en las que el cristiano está sumergido. Recibe ciertamente la vida sobrenatural "por medio de Cristo", pero además vive "en Él", "inmerso en Él" 392. Es convicción fortísima de san Josemaría que vivir la vida sobrenatural "en Cristo" implica reproducir los rasgos de su perfección humana. No es una simple imitación exterior del hombre perfecto, sino una presencia de Cristo en el cristiano. El pensamiento de san Josemaría recorre el camino de Cristo al hombre –de la cristología a la antropología– en sintonía con la doctrina de la Constitución Gaudium et spes: "Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre" 393. El misterio de Cristo es la luz para comprender plenamente la identidad del hombre. Otros autores parecen ir de la antropología a la cristología. Para Karl Rahner, por ejemplo, la experiencia de la trascendencia, a la que el hombre está esencialmente abierto en todos sus pensamientos y acciones, revela a Cristo. Es el hombre quien revela a Cristo, más que al contrario. La conexión entre antropología y cristología se establece a costa de una cierta reducción del contenido de ésta al de aquélla 394. Esta conexión tiene lugar en san Josemaría por un camino diverso (sin que lo exponga teológicamente): el camino que va desde la contemplación de Cristo "perfecto Dios y perfecto hombre", a la del hombre creado en Cristo a imagen y semejanza de Dios y elevado a la condición de hijo de Dios en Cristo: el cristiano en gracia vive ya ahora, aunque todavía no plenamente, la vida de Cristo resucitado. Josemaría Escrivá de Balaguer pone en evidencia la distorsión espiritual de muchos cristianos que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre... 395. El remedio que señala no es descubrir a Cristo como Hombre a partir del hombre, sino el de contemplar a Dios en Cristo y, después, al hombre en Cristo. Veámoslo con sus palabras. Ante todo invita a descubrir, en cada uno de los gestos de Jesús, un gesto de Dios (...). Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad 396. Luego, vuelve la mirada al hombre que, al recibir la gracia de Cristo, ha de vivir como Él: ha de llevar una vida de amor, porque el Hijo es el "Verbo que expira amor". La gracia renueva al hombre desde dentro (...). Y la fuente de todas las gracias es el amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado, no exclusivamente con las palabras: también con los hechos. El amor divino hace que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, el Hijo de Dios Padre, tome nuestra carne, es decir, nuestra condición humana, menos el pecado. Y el Verbo, la Palabra de Dioses Verbum spirans amorem, la Palabra de la que procede el Amor. El amor se nos revela en la Encarnación, en ese andar redentor de Jesucristo por nuestra tierra, hasta el sacrificio supremo de la Cruz 397. El cristiano sólo llega a conocerse cuando "se mira" en Cristo. Se conoce a sí mismo en la medida en que descubre la filiación divina en Cristo como su verdad más íntima 398: la verdad de la presencia de la vida de Cristo en él, verdad que le manifiesta el sentido de su vida y le lleva a vivir la misma vida de amor de Cristo, cada vez con mayor plenitud, hasta identificarse con Él. Es ese amor de Cristo el que cada uno de nosotros debe esforzarse por realizar, en la propia vida. Pero para ser ipse Christus hay que mirarse en Él 399. "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda bendición espiritual en los cielos, pues en Él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo" (Ef 1, 3-5). Cuando levanto la mirada y me encuentro con esa frase de la Escritura Santa, se me llenan la boca y el corazón de dulzuras de miel y de panal 400. San Josemaría contempla, en las palabras del himno que abre la Carta a los Efesios, la bondad de Dios que nos ha llamado a participar de la vida divina como hijos adoptivos. Esta vida consiste esencialmente en amar, cooperando en la misión del Hijo –a la que se refiere el himno en los versículos siguientes–, para cumplir el designio del Padre de "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1, 10) formando con los hombres un solo cuerpo, la Iglesia, cuya Cabeza es el Señor (cfr. Ef 1, 22-23). Este es en síntesis "el misterio" (Ef 1, 9) de la Voluntad divina, núcleo de toda la vida cristiana 401. Hemos hablado de la primera parte del "misterio" –el plan de Dios de hacernos hijos suyos en Cristo–, y hemos visto que la enseñanza de san Josemaría es esencialmente cristocéntrica, pero es necesario poner de relieve todavía otros aspectos, relativos a la participación en el sacerdocio de Cristo y a la condición de miembros de Cristo en la Iglesia, que trataremos en los apartados siguientes. c) Vida infundida por el Espíritu Santo La enseñanza de san Josemaría está empapada de la presencia del Paráclito y del trato con Él. Sólo en las obras publicadas alude centenares de veces a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, y si incluimos las Cartas y las transcripciones de su predicación oral que hemos consultado, el número es superior a mil. Citemos sólo uno de los textos más antiguos, para dar una idea del "tono" de esas referencias: San Josemaría usa con frecuencia el término "misterio". A veces lo hace sólo para designar aquello que no abarca la razón, como es frecuente en el lenguaje coloquial y en la predicación. Pero también son numerosos los textos que muestran una comprensión teológica rigurosa del término. Habla del misterio de Jesucristo, no para indicar simplemente que supera a la razón, sino para significar que su Humanidad es signo de la Divinidad e instrumento para comunicarnos la vida sobrenatural que tiene en plenitud y nos ha alcanzado con su Pasión, Muerte y Resurrección (cfr. Es Cristo que pasa, 13, 55, 96, 98, 118, etc.). Llama "misterios" a los sacramentos, como es tradicional, sobre todo para la Eucaristía (cfr. Es Cristo que pasa, 83, 84, etc.). Llama "misterios" a los sacramentos, como es tradicional, sobre todo para la Eucaristía (cfr. Es Cristo que pasa, 83, 84, etc.). Habla también del misterio de la vida "en Cristo" y del "misterio de la Iglesia", como veremos en el capítulo 3º. No existe aún ningún estudio específico sobre el "misterio cristiano" en san Josemaría, pero nos parece que las citas que incluimos, además de mostrar la presencia del sentido paulino del término en su predicación, manifiestan una honda comprensión de su contenido. Frecuenta el trato del Espíritu Santo –el Gran Desconocido– que es quien te ha de santificar. No olvides que eres templo de Dios. –El Paráclito está en el centro de tu alma: óyele y atiende dócilmente sus inspiraciones 402. San Josemaría fomenta el "descubrimiento" de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en el alma, realidad espléndida pero olvidada por muchos cristianos. En el marco de la doctrina agustiniana y tomasiana 403, contempla la procesión de la Tercera Persona en el seno de la Trinidad como Don mutuo de Amor subsistente del Padre y del Hijo, empleando términos adecuados para la predicación, como el de lazo de amor entre el Padre y el Hijo 404. A partir de la segunda procesión intratrinitaria –la "espiración" del Espíritu Santo por el Padre y el Hijo–, considera su misión santificadora. Es enviado a la Santísima Virgen en la Encarnación, para santificar la Humanidad de Cristo unida a la Persona del Verbo 405. Y viene a los hombres, para infundirles, con su presencia, el don de la gracia santificante, que les otorga una nueva semejanza sobrenatural con Dios por la que vienen a ser hijos adoptivos en el Hijo (cfr. Ga 4, 6) 406 y miembros de su Cuerpo místico 407; les infunde, junto con la gracia, el don de la caridad (cfr. Rm 5, 5), para que obren como hijos de Dios, de modo que la santidad, plenitud de la filiación divina 408, es también plenitud de la caridad 409. Además, les concede gracias actuales en abundancia 410, para moverles a vivir "según el Espíritu": vida de hijos de Dios, presidida por la caridad. En fin, san Josemaría contempla el envío del Paráclito para formar la Iglesia, convocación de los hijos de Dios, y para dirigirla asistiendo al Sucesor de Pedro y a los demás Pastores con sus dones "jerárquicos", y concediendo también otros dones "carismáticos" a los fieles para la edificación de la Iglesia en la historia, hasta la segunda venida de Jesucristo al final de los tiempos 411. En el trasfondo teológico se advierte la huella de la profundización que ha tenido lugar en los últimos siglos. Como es sabido, para hacer frente a la noción luterana de la justificación y de la gracia como algo meramente exterior o "forense" (el favor de Dios, que deja de imputar el pecado, pero no cambia al hombre), la teología católica puso mucho énfasis en la transformación interior, centrando la atención en la gracia creada más que en el Don increado –el Espíritu Santo presente en el alma–, tan resaltado por la patrística griega. En los siglos XVII y XVIII, y sobre todo en el XIX –con Scheeben, Möhler y Newman–, la teología vuelve a subrayar la primacía del Don increado, el envío del Espíritu Santo a los corazones para transformar al hombre en hijo adoptivo de Dios y dirigir desde dentro su conducta: verdad que permite admirar mejor la divinización del cristiano y superar el peligro de "cosificación" de la gracia, al que nos hemos referido antes. Esta línea adquiere un fuerte desarrollo a lo largo del siglo XX, incidiendo positivamente en la piedad cristiana, al ayudar a "redescubrir" la presencia del Espíritu Santo en el alma y a tratar al Paráclito secundando su acción interior que mueve a vivir como hijos de Dios 412. San Josemaría se encuentra de modo natural en esta corriente gracias al "sentido" de la filiación divina en que se apoya. Ejemplo emblemático de la visión doctrinal que estamos comentando, es la homilía El Gran Desconocido 413, fechada en la solemnidad de Pentecostés de 1969. Precisamente ahí san Josemaría cita un texto representativo de san Cirilo de Alejandría, introduciéndolo con unas palabras que muestran cómo lo entiende. Dice que, por el trato con el Espíritu Santo, conoceremos más a Nuestro Señor y, al mismo tiempo, nos daremos cuenta más plena del inmenso don que supone llamarse cristianos: advertiremos toda la grandeza y toda la verdad de ese endiosamiento, de esa participación en la vida divina, a la que ya antes me refería. Porque el Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia, como si Él fuera ajenoa ella, no es de esa forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que Él mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios (San Cirilo de Alejandría, Thesaurus de sancta et consubstantiali Trinitate, 34) 414. Las breves frases que introducen el texto de san Cirilo llevan a entenderlo en el sentido de que el Espíritu Santo hace participar al cristiano en la vida divina, fundando esa participación con su presencia 415. El Paráclito "comunica" (en sentido eficiente) al cristiano una semejanza divina, una forma creada que restituye la imagen de Dios como hijo en el Hijo, y esta comunicación es posible gracias a la presencia del Paráclito que "se imprime en los corazones". Esta última expresión indica el carácter íntimo y fundante de esa presencia. No es que el Espíritu Santo se imprima a sí mismo como forma, sino que con su presencia imprime la imagen de Cristo en el cristiano, haciéndole partícipe de su plenitud de gracia. En un Jueves Santo san Josemaría lo expresa inspirándose en otro Padre oriental: Cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús (Catecheses, 22, 3). La efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios 416. Las palabras finales nos introducen en la última idea que es preciso mencionar aquí: la efusión del Espíritu Santo, al hacernos hijos de Dios en Cristo, "nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios". El Paráclito no obra en nosotros como en sujetos pasivos, sino que suscita nuestra acción: la de reconocernos hijos de Dios, con un reconocimiento que repercute en la conducta. Una vez hechos hijos de Dios por su presencia divinizadora, el Espíritu Santo concede también gracias actuales –luces e impulsos interiores– que mueven a acudir a las fuentes de la vida sobrenatural (los sacramentos) y a luchar para comportarse como Cristo. La santidad se alcanza con el auxilio del Espíritu Santo –que viene a inhabitar en nuestras almas–, mediante la gracia que se nos concede en los sacramentos, y con una lucha ascética constante 417. De este modo "vamos siendo transformados en su misma imagen [de Cristo], cada vez más gloriosos, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor" (2Co 3, 18) 418. ¿Cómo entiende san Josemaría el nexo entre esta acción del Espíritu Santo y la libertad humana? El tema de la relación entre gracia y libertad tiene una larga historia, surcada por frecuentes disputas: la crisis pelagiana, de la que emerge la doctrina de san Agustín; las tesis de la Reforma y su impugnación en Trento; la controversia de auxiliis y la reprobación de los errores de Bayo y de Jansenio. En la época de san Josemaría esta historia ha desembocado, por una parte, en un cuerpo de doctrina del Magisterio que se encuentra en la base de su predicación 419; por otra, ha llevado a la teología a plantear la cuestión gracia-libertad evitando la competencia entre ambas, de modo que la necesidad de la gracia no quite valor a la libertad, ni la afirmación de la libertad eclipse la primacía absoluta de la gracia en la salvación del hombre. Este planteamiento no podía asentarse en otro fundamento que en el ser y vivir del cristiano en Cristo. Sólo a la luz del misterio de Cristo –de su plenitud de gracia y de su libertad humana–, se contempla adecuadamente el misterio del hombre que, por el envío del Espíritu Santo, vive en Cristo. En esta línea se mueven autores del siglo XX como Dietrich von Hildebrand 420 y Romano Guardini 421, que aciertan a armonizar gracia y libertad. Josemaría Escrivá de Balaguer va por el mismo camino 422. El primado de la gracia es, según Pedro Rodríguez, una de las "líneas estructurantes" de su enseñanza 423, pero la necesidad de la cooperación libre y esforzada está subrayada continuamente en toda su obra. Nos limitamos a citar un texto que contiene los dos elementos: la primacía de la gracia, entendida como acción del Espíritu Santo, y la cooperación libre a esa acción divina: El Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asi milarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formandocada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rm 8, 14) 424. En definitiva, la identificación con Cristo es una obra del Espíritu Santo que reclama la libre cooperación humana; y esta cooperación consiste en abrirse a su acción, en el sentido de no poner obstáculos a ella. La tradición ha resumido esa actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad 425. El cristiano no puede santificarse a sí mismo ni a los demás, pero puede y debe cooperar en la santificación, dejando obrar a la gracia "con un "dejar" que implica poner en movimiento todo el dinamismo de que es capaz nuestro propio espíritu" 426, sin olvidar que esa misma cooperación suya está suscitada y sostenida por la acción divina. "Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito" (Flp 2, 13). d) Vida en la Iglesia. Santificación y apostolado La conciencia de que ser hijo de Dios implica pertenecer a la Iglesia, es vivísima en san Josemaría. Recuerda, con palabras de san Cipriano, que "no puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre" 427, y exclama con gozo: ¡soy católico, hijo de la Iglesia de Cristo! 428 En efecto, por la infusión del Espíritu Santo en el Bautismo el cristiano ha sido unido a Cristo formando un solo cuerpo con todos los hijos de Dios (cfr. 1Co 10, 17). En ese cuerpo, cada miembro recibe la vida sobrenatural de la Cabeza (cfr. 1Co 12, 27) 429 y recibe también el poder de ser instrumento libre para comunicarla a los demás. La vida cristiana es así vida en la Iglesia. La visión que san Josemaría tiene de la Iglesia se refleja en las palabras iniciales de su homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, fechada el domingo de la Santísima Trinidad de 1972: Para comenzar, quiero recordaros las palabras que nos propone San Cipriano: se nos presenta la Iglesia universal como un pueblo que obtiene su unidad a partir de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (De oratione dominica, 23). No os extrañe, por eso, que en esta fiesta de la Santísima Trinidad la homilía pueda tratar de la Iglesia; porque la Iglesia se enraíza en el misterio fundamental de nuestra fe católica: el de Dios uno en esencia y trino en personas. La Iglesia centrada en la Trinidad: así la han visto siempre los Padres 430. Su mirada se dirige a la fuente del misterio de la Iglesia, la Santísima Trinidad, y desde ahí la contempla como comunión orgánica de los hijos de Dios que, bajo la guía del Romano Pontífice y del colegio episcopal, participan de la vida divina como hijos en el Hijo por el Espíritu Santo y también participan del sacerdocio de Cristo, para ser mediadores en Él entre Dios y los hombres y ordenar el mundo a la gloria del Padre. Como hará el Concilio Vaticano II y de acuerdo con toda la tradición católica, san Josemaría destaca entre los miembros de la Iglesia uno "totalmente singular" 431 por su unión con la Santísima Trinidad: la Virgen María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo 432. Transmite la convicción de que, por designio divino, todos los demás miembros se unen a la Cabeza y reciben la vida sobrenatural –o la recuperan si la han perdido– por medio de María, "Madre nuestra en el orden de la gracia" 433. A Jesús siempre se va y se "vuelve" por María 434. En su enseñanza, la vida de un hijo de Dios es necesariamente "mariana". Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos 435. Ahora no se trata de desarrollar esta visión de conjunto –lo haremos en el capítulo 3º–, sino de indicar sólo la base conceptual de san Josemaría cuando habla de la Iglesia. Para esto resulta necesario describir brevemente el trasfondo teológico del siglo XX, caracterizado por una notable profundización en la eclesiología que culmina en el Concilio Vaticano II. Los precedentes son bien conocidos. A partir del siglo XVI la comprensión católica de la Iglesia subraya fuertemente el aspecto visible, como reacción a las tesis reformadoras que habían comprometido la sacramentalidad de la Iglesia con el rechazo de su estructura jerárquica. En contraste, la teología de san Roberto Belarmino (†1621) define a la Iglesia como sociedad visible formada por los vínculos de la profesión de la misma fe, la participación en los mismos sacramentos y el reconocimiento de la potestad de los mismos legítimos pastores, principalmente del Romano Pontífice 436. En este planteamiento, "la categoría fundamental para comprender la Iglesia es la de "sociedad" (societas) y la preocupación principal es demostrar su visibilidad y su identificación en la Jerarquía" 437. Era una actitud lógica ante los problemas de la época, pero tuvo como consecuencia que otros aspectos del misterio de la Iglesia –como su realidad invisible– quedaran en segundo plano 438. El influjo de esta comprensión de la Iglesia como estructura visible y jurídica ha sido, según Congar, "inmenso y durable, sensible en el Concilio Vaticano I. Su definición de la Iglesia ha inspirado la de un gran número de tratados hasta el Vaticano II" 439. A partir del siglo XIX, la reflexión teológica vuelve a centrarse, principalmente con Johann Adam Möhler, en el carácter mistérico de la Iglesia como organismo vivificado por el Espíritu Santo que infunde su amor en los fieles (principio pneumatológico) 440. En ese organismo se unen lo humano y lo divino de modo análogo a como se unen en Cristo las dos naturalezas (principio cristológico) 441. Su constituciónvisible es manifestación de su esencia. A partir de 1920 –que convencionalmente suele indicarse como el inicio de la renovación eclesiológica del siglo XX–, la imagen de la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo se convierte en el centro de la reflexión, reclamada especialmente por la urgencia de impulsar la misión de los laicos. La encíclica Mystici Corporis (1943), de Pío XII, confirma e impulsa esta reflexión fecunda. El Concilio Vaticano II, además de avanzar en la misma línea, utiliza el concepto de "Pueblo de Dios", para poner de relieve otros aspectos del misterio 442. La imagen paulina del "Cuerpo místico", tan expresiva de la unión vital de los fieles con Cristo y muy adecuada para avivar la conciencia de ser miembros vivos y responsables de la Iglesia 443, no decía mucho sobre las relaciones con quienes se encuentran fuera de ese Cuerpo, salvo que todos están llamados a incorporarse a él. La imagen bíblica del "Pueblo de Dios" servía para completar este aspecto, al subrayar el carácter histórico de la Iglesia como pueblo que, siendo de origen divino, tiene elementos mudables y está rodeado de otros pueblos en los que reconoce unos valores propios y con los que debe establecer relaciones para alcanzar bienes comunes en cada momento de la historia. La riqueza del misterio de la Iglesia no se agota en una sola imagen. De hecho, san Josemaría usa las dos. La de "Pueblo de Dios" 444, de la que se sirve para destacar genéricamente la dimensión histórica de la Iglesia y para recordar a los cristianos que han de realizar la misión apostólica de llevar el Evangelio a todas las naciones; y la de "Cuerpo místico", con mayor frecuencia, probablemente porque resulta más adecuada para poner de relieve la comunión vital del cristiano con Cristo, facilitando así la explicación del espíritu de filiación divina (la vida en Cristo), base para la misión apostólica. Aunque san Josemaría se basa en santo Tomás, cuya eclesiología abarca "la totalidad del dato eclesial en la expresión corpus mysticum" 445, no margina la dimensión histórica de la Iglesia; al contrario, ésta es connatural a su espíritu de santificación de las "realidades temporales". La sal del mundo es la Iglesia 446: sal que da sabor a todo lo terreno, de modo particular en virtud de sus miembros laicos, que se hallan inmersos en las actividades temporales. En continuidad con la tradición patrística (recuérdese en particular la Epístola a Diogneto) ve la Iglesia como alma del mundo 447, como principio vital que tiene la fuerza de configurar la historia contribuyendo a la recapitulación de todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 10). Lo más significativo de su eclesiología es, sin duda, la visión de la vocación y misión de los laicos, que "son Iglesia". En este sentido, las instancias centrales de la comprensión de la Iglesia como Pueblo de Dios están muy presentes en su predicación. También afirma expresamente la doctrina de la sacramentalidad de la Iglesia, tan característica del Vaticano II 448: la Iglesia es el sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo 449. Este tema se halla muy ligado a la imagen de Pueblo de Dios, como se ve por ejemplo en la Gaudium et spes 450, pero sólo se entiende bien a la luz de la otra imagen, la del Cuerpo de Cristo, según ha puesto de relieve Joseph Ratzinger 451. "La Iglesia es el Pueblo de Dios que vive del Cuerpo de Cristo y se hace él mismo Cuerpo de Cristo en la celebración de la Eucaristía" 452. La noción de Iglesia como sacramento –o sea, signo e instrumento universal de salvación– unifica las nociones de Pueblo de Dios y de Cuerpo de Cristo 453. Por desgracia, la noción de Pueblo de Dios ha sido empleada a veces, después del Concilio, "de modo ideológico y separado de otros conceptos complementarios presentes en los textos conciliares: Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo" 454. Se ha llegado a sostener, por ejemplo, la idea de una Iglesia nacida desde abajo, como testimonia el mismo Joseph Ratzinger 455; o para proponer que la Iglesia adopte, como otros pueblos, el sistema democrático: idea execrada por numerosos autores 456, entre ellos el mismo san Josemaría en la homilía El fin sobrenatural de la Iglesia (1972); o para plantear el diálogo ecuménico sobre una base de igualitarismo entre la Iglesia católica y las Iglesias o comunidades eclesiales que no reconocen la autoridad del Romano Pontífice: planteamiento que san Josemaría considera opuesto al verdadero ecumenismo en la homilía Lealtad a la Iglesia, también de 1972; o bien, por último, y más en general, para formular una eclesiología que rompe la continuidad con el Magisterio anterior al Vaticano II y no representa un desarrollo homogéneo del dogma (por esto san Josemaría, en las dos homilías mencionadas, pone empeño en citar documentos de los Romanos Pontífices de los últimos siglos). Sin tener presente el contexto de estos años no es posible comprender bien el contenido y el tono de esas dos homilías. De hecho a veces no han sido bien entendidas por algún autor 457. Otro elemento característico del Concilio Vaticano II es la doctrina sobre la relación entre Iglesia universal e iglesias particulares. La Iglesia universal, Cuerpo místico de Cristo, "es también el cuerpo de todas las Iglesias [particulares]" 458, formadas a imagen de la Iglesia universal, "en las cuales y a partir de las cuales existe la sola y única Iglesia católica" 459. En la predicación de san Josemaría, "la Iglesia es en primer lugar la Iglesia universal: una, santa, católica y apostólica, gobernada por los Obispos bajo la autoridad suprema del Romano Pontífice" 460. Su preocupación es subrayar la unidad de la Iglesia y por este motivo no suele emplear el término en plural ("Iglesias"). La Iglesia es una. Las demás no son la Iglesia, aunque se puedan llamar legítimamente iglesias particulares, que son las diócesis 461. En esta afirmación y en otras semejantes se trasluce la convicción de que la Iglesia no es la simple suma de Iglesias particulares. Un documento magisterial posterior empleará la fórmula de que la Iglesia universal es "una realidad ontológica y temporalmente previa a cada concreta Iglesia particular" 462. Esta es claramente la convicción de san Josemaría. Según Fernando Ocáriz "tuvo siempre muy viva la conciencia de que la Iglesia universal se hace presente y obra –"inest et operatur" (Conc. Vaticano II, Decr. Christus Dominus, 11)– en las Iglesias particulares. De ahí, junto a la plena e incondicionada adhesión al Sucesor de Pedro, su unión con los Obispos diocesanos, siempre afirmada y vivida como algo esencial a la unidad de la Iglesia: una unidad que sólo da el Papa, para toda la Iglesia; y el Obispo, en comunión con la Santa Sede, para la diócesis (Carta 9-I-1932, n. 21)" 463. Los términos que san Josemaría usa habitualmente son los de "Iglesia universal" –también "Iglesia católica", o simplemente "Iglesia"– y, para designar las Iglesias locales, "Diócesis" 464. Cuando habla de "diócesis" no la considera "como simple "provincia" de una realidad más amplia" 465, de modo semejante a las provincias de un Estado gobernadas por un "delegado" del poder central. Diócesis equivale para él a Iglesia local, con todos los elementos constitutivos de la "Iglesia particular" 466. Concretamente, no deja de recordar –y lo hace citando a santo Tomás– que los Obispos, Sucesores de los Apóstoles, son vicarios de Dios para el régimen de la Iglesia 467. No son vicarios del Romano Pontífice sino vicarios de Cris to 468. Pareja a la sensibilidad hacia la unidad de la Iglesia corre en san Josemaría la estima por la variedad dentro de ella, reflejo de una catolicidad entendida como real y verdadera universalidad, donde cabe todo lo humano noble 469 y donde la inmensa variedad de hombres, de razas, de pueblos, de culturas, aparece –sin perder sus nobles características peculiares– en unidad de gracia, de doctrina y de régimen supremo 470. Concluimos este apartado retomando la cuestión del cristocentrismo de san Josemaría, que habíamos dejado abierta, a la espera de tratar sobre la acción del Espíritu Santo, que unge al cristiano con una participación del sacerdocio de Cristo para que realice la misión de la Iglesia de acuerdo con su vocación específica. Considerar que la vida sobrenatural es vida en la Iglesia –vida en comunión con los demás fieles cristianos– permite comprender mejor que cada miembro del Cuerpo místico está capacitado para transmitir esa vida a otros. Al recibir la vida sobrenatural de hijo de Dios en el Bautismo, el cristiano es ungido con el crisma, lo que significa que recibe también una participación en el sacerdocio de Cristo que le habilita a cooperar en su misión redentora 471. La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención 472. El Señor ha querido hacernos corredentores con Él 473. Esta tarea se llama apostolado porque es prolongación de la misión que Jesús confió a los Apóstoles (cfr. Mt 28, 19-20), y su realización exige la cooperación entre el sacerdocio común recibido por todos los fieles en el Bautismo y el sacerdocio ministerial que algunos reciben por el sacramento del Orden para poder actuar in Persona Christi Capitis 474. "La vocación cristiana es también, por su misma naturaleza, vocación al apostolado" 475, enseña el Concilio Vaticano II. La insistencia de san Josemaría en este punto es constante. Santidad y apostolado son inseparables porque el cristiano no sólo ha recibido la vida sobrenatural sino que ha sido hecho cooperador de su transmisión a otros, gracias a su participación en el sacerdocio de Cristo. Todo cristiano ha de ser instrumento para la unión de los demás con Cristo: ha de ser Iglesia 476. Cuando san Josemaría escribe que tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida "para adentro" 477, no quiere decir que pueda haber una vida "para adentro" que no desborde, sino que desbordará en la medida en que exista. Está claro que no hay vida sobrenatural si no se comunica a los demás, si no tiende a difundirse. Santidad y apostolado, identificación con Cristo y cumplimiento de su misión, son inseparables en la enseñanza de san Josemaría. Las siguientes formulaciones nos parecen especialmente representativas de su visión cristocéntrica: No es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres 478. No cabe disociar la vida interior y el apostolado, como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor 479. Toda espiritualidad cristiana es necesariamente cristocéntrica, pero puede tener rasgos peculiares en los diversos autores 480. Antonio Aranda ha caracterizado el cristocentrismo de san Josemaría señalando que en su espiritualidad "firmemente apoyada en la comprensión de la indestructible unidad entre ser y misión en el misterio del Verbo encarnado, la imitación de Cristo, como ejercicio y progreso de la configuración ontológica bautismal, es simultáneamente identificación con Cristo, como desarrollo de la misión apostólica de cada bautizado. Y así, la vida santificada del cristiano según el modelo de la vida santa de Jesús, es también santificadora por su misma naturaleza. Consagración y misión bautismales constituyen una misma indivisible realidad" 481. A esto hay que añadir que, en el caso del fiel laico, la identificación con Cristo se realiza en la santificación de las actividades temporales: de ahí que san Josemaría descubra una inagotable riqueza de significado en los años de vida ordinaria de Jesús en Nazaret, como también pone de manifiesto Aranda 482. En esta Parte preliminar nos estamos fijando sobre todo en el contexto de la doctrina de san Josemaría. Por eso, no ha sido nuestra intención exponer en las páginas precedentes su pensamiento sobre la Iglesia de modo completo y sistemático. Esto se hará en capítulo 3º. e) Elevación sobrenatural de la vida humana La explicación de este aspecto de la base conceptual de san Josemaría requiere una observación previa, debida al influjo actual de un sector de la cultura que promueve el "lenguaje inclusivo". San Josemaría no tiene la preocupación de distinguir entre "hombre y mujer" cada vez que se refiere al ser humano. Lo mismo que las fuentes de la Revelación cristiana, suele hablar simplemente del "hombre" para referirse a la persona humana, incluyendo al varón y a la mujer. Principio básico de la antropología cristiana es que la persona humana ha sido creada por Dios a su imagen y semejanza, como varón y como mujer (cfr. Gn 1, 27; Gn 2, 22), con igual dignidad y con una complementariedad ordenada a manifestar la imagen y semejanza de Dios también en la unidad de ambos, para la formación de la familia y de la sociedad humana 483. La elevación sobrenatural a la dignidad de hijos de Dios asume esa igualdad y complementariedad. San Josemaría afirma la igualdad: En un plano esencial (...) la mujer tiene, exactamente igual que el hombre, la dignidad de persona y de hija de Dios 484. Y afirma la complementariedad: Pero quisiera añadir que, a mi modo de ver, la igualdad esencial entre el hombre y la mujer exige precisamente que se sepa captar a la vez el papel complementario de uno y otro en la edificación de la Iglesia y en el progreso de la sociedad civil: porque no en vano los creó Dios hombre y mujer. (...) Tanto el hombre como la mujer han de sentirse justamente protagonistas de la historia de la salvación, pero uno y otro de forma complementaria 485. Tendremos ocasión de ver, sobre todo en el capítulo 7º, cuánto peso da san Josemaría a esta complementariedad –siempre dentro de la igualdad esencial como personas e hijos de Dios– de cara a la misión de santificar el mundo desde dentro. Asentada esta premisa, pasamos a exponer cómo entiende y expresa la elevación sobrenatural de la persona humana. Así como la doctrina católica sobre el misterio de la unión de las naturalezas divina y humana en Cristo rechaza tanto la separación como la confusión, según las fórmulas del Concilio de Calcedonia 486, así también las explicaciones teológicas del misterio de la relación entre la naturaleza humana y la gracia santificante en el cristiano procuran evitar deformaciones análogas. Una sería la simple "yuxtaposición" de naturaleza y gracia, a la que se llega cuando la preocupación por afirmar la trascendencia de lo sobrenatural lleva a separar de tal modo lo divino de lo humano que se rompe la unidad de la vida cristiana. Otra deformación, de signo opuesto, sería la "absorción" de lo natural por lo sobrenatural, en la que se puede caer cuando, para subrayar la unidad de los dos órdenes, se deja de reconocer la consistencia de lo humano y el valor de las realidades temporales en sí mismas, con su autonomía propia, tal como la entiende el Magisterio 487. Con anterioridad se han mencionado brevemente estas dos posiciones extremas al describir el peligro de "cosificar" la gracia; ahora nos detenemos un poco más en esta importante cuestión, para poder situar adecuadamente la enseñanza de san Josemaría. En sus escritos no ofrece un desarrollo sistemático del tema, pero sus afirmaciones no dejan lugar ni para la absorción de lo natural por lo sobrenatural ni para la simple yuxtaposición. Distingue claramente los dos órdenes pero no los separa, enseñando al cristiano a tener "unidad de vida". En continuidad con la tradición teológica entiende que la vida sobrenatural no es sólo un don gratuito de Dios (todo lo creado es don de Dios, también la vida humana), sino un don de orden superior al de la vida humana, de modo que, siendo el hombre capaz de recibirlo 488, su naturaleza no lo exige para ser completa. La gratuidad de lo sobrenatural, en este sentido, está expresada con las siguientes palabras: Creados, y constituidos en corona y cabeza de la creación corpórea, hemos sido ordenados por naturaleza a servir a Dios y a rendirle culto de adoración, de amor y de alabanza. Pero además, por un decreto libre y enteramente gratuito, sin que hubiera por parte nuestra exigencia o título alguno, Dios nos elevó a la participación de la naturaleza divina, a ser hijos adoptivos suyos por la gracia, y poder así llegar en el cielo a la contemplación y al gozo de su Trinidad en la Unidad 489. El fin último del hombre es "de hecho" sobrenatural, pero la naturaleza humana no lo exige positivamente: Único es nuestro último fin, de hecho sobrenatural, que recoge, perfecciona y eleva nuestro fin natural, porque la gracia supone, recoge, sana y eleva la naturaleza 490. Esta visión le permite afirmar decididamente la bondad y consistencia propia de lo humano y le lleva a confiar en el poder de la razón para descubrir la ley moral natural, aunque la fe permita conocerla con certeza superior gracias a la Revelación sobrenatural. El orden moral cristiano es doble: de una parte, está la ley natural, en cuanto la voluntad y la ordenación divinas se nos manifiestan por la luz de la razón que conoce la naturaleza humana y de las cosas, y sus relaciones naturales esenciales, especialmente la que le ordena a su Creador y último fin, de la que dependen todas las demás (cfr. Pius XII, Litt. Enc. Summi Pontificatus, 20-X-1939: AAS 31 (1939) p. 423). De otra parte, está la Revelación, que conocemos mediante la luz de la fe, que nos hace comprender mejor aquella misma ley natural y nos manifiesta la ley divina positiva, que es propia del orden sobrenatural al que hemos sido elevados, que restauró, declaró, perfeccionó y elevó a un plano y a un fin más altos la vida moral natural de los hombres 491. El don excelente de la vida sobrenatural no ensombrece la grandeza natural de la persona creada para amar a Dios. Al contrario, enaltece esa grandeza y este amor. El orden moral comprende todo lo necesario para que alcancemos la vida eterna, y se resume en aquellos dos mandamientos supremos: amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a uno mismo (cfr. Dt 6, 5; Mt 22, 37; Mc 12, 30; Lc 10, 27). Lo que es específico del orden sobrenatural no es este amor a Dios sobre todas las cosas –que ya es el primero y más grave deber del orden natural–, sino que ese amor sea el mismo amor divino: que amemos a Dios como Él se ama, que amemos a nuestros hermanos como Cristo nos ha amado (cfr. Jn 13, 34; Jn 11, 12). La perfección de este amor es la esencia misma de la santidad que Dios nos pide 492. Vayamos ahora a la cuestión central: ¿cómo está presente la vida sobrenatural en el cristiano? Según hemos visto, san Josemaría afirma que se trata de una vida superior a la natural que, sin embargo, no es un añadido. Quien tiene vida sobrenatural, posee una sola vida. La vida sobrenatural no se yuxtapone a la natural, sino que la recoge, sana y eleva 493. "La santidad, la introducción del hombre en la esfera de lo divino, no destruye su humanidad, sino que la realiza y perfecciona en su supremo nivel de plenitud" 494. Se entiende que la perfecciona, en el sentido latino de perficere –llevar a su plenitud–, si se parte de la consideración de que la persona humana, por su naturaleza, está llamada a comunicarse, de modo que "no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí misma a los demás" 495; pues bien, la vida sobrenatural perfecciona al hombre porque expande esa apertura natural a la comunión con las Personas divinas e instaura también una nueva comunión con los demás. Por tratarse de una comunión sobre-natural, no decimos sólo que "perfecciona" sino también que "eleva" al hombre por encima de su naturaleza, infundiéndole una nueva vitalidad que consiste en la capacidad de realizar actos que van más allá de las posibilidades de la naturaleza humana: puede conocer y amar a Dios Uno y Trino como hijo adoptivo, y dar un sentido completamente nuevo –sobrenatural–a todas sus acciones nobles. Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. (...) La conciencia de la magnitud de la dignidad humana –de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios– junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino 496. Sin embargo, lo sobrenatural no forma parte de la naturaleza humana. La vida sobrenatural se halla presente en el cristiano de un modo diverso a como lo está la vida natural (en una persona que carezca de vida sobrenatural). Efectivamente, la vida natural no es algo accidental –una operación como caminar o pensar, que la persona puede realizar o no sin cambiar esencialmente–, sino algo sustancial del hombre 497. La vida sobrenatural, en cambio, se puede recibir o perder sin que la persona experimente un cambio sustancial. "Mientras que la vida natural pertenece a la sustancia del hombre y por eso no se recibe más o menos, el hombre participa accidentalmente de la vida de la gracia, por lo cual puede tener más o menos" 498. Incluso se ha de decir que la vida sobrenatural nunca permanece igual sino que, en cada acto libre, o crece (o se dispone a crecer), o bien muere o se dispone a morir. No hay ninguna acción libre concreta que sea neutra o indiferente con respecto a la vida sobrenatural. De ahí la conocida afirmación de san Gregorio Magno: "no avanzar hacia Dios es retroceder" 499. Pero que el hombre participe "accidentalmente" de la vida de la gracia no quiere decir que ésta sea "poco importante", como a veces se entiende la palabra "accidental" en el lenguaje común. Al contrario, la vida sobrenatural es lo más importante y noble que puede poseer la persona humana porque, habiendo sido crea da en Cristo y para Cristo (cfr. Col 1, 15-17), ha recibido la vida natural para poder recibir la vida sobrenatural de hijo de Dios 500. "Dios nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos" (Ef 1, 4). Hasta tal punto supera en importancia la vida sobrenatural a la natural, que debe preferirse aquélla a ésta: "El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará" (Mt 16, 25; cfr. Mt 10, 39). Se comprende que hablar de la vida sobrenatural o de la gracia santificante como de un "accidente" pueda resultar pobre. De hecho, comenta Scheffczyk, "el sentido fundamentalmente personal-dinámico que tiene la gracia para el fundador del Opus Dei hace comprensible que no le sea congenial definir la más alta forma de la gracia creada [la santificante] como accidente que inhiere en el alma o como hábito, sino que ponga en su lugar el estado final de la santidad, resultante de los actos de santificación, que sólo es pensable como algo de la persona, que le da la santidad" 501. Se entiende así mejor que un hijo de Dios, elevado a participar en la vida íntima de la Santísima Trinidad, no tiene dos vidas, una divina y una humana, sino una sola vida, la vida humana elevada por la gracia, como ya hemos dicho. En consecuencia, el cristiano ha de saber que no puede comportarse en unas cosas "sólo de modo humano" (en la familia, en el trabajo o en el descanso, en las relaciones sociales) y en otras "de modo divino" (en la vida espiritual de trato con Dios, en el apostolado), porque contradiría los designios de Dios. Como ya sabemos, san Josemaría insiste en la unidad de vida y rechaza enérgicamente la tendencia a llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas 502. Las consideraciones precedentes son básicas para comprender correctamente dos expresiones con las que san Josemaría designa la vida sobrenatural, siguiendo la tradición cristiana: "vida espiritual" y "vida interior". 1) "Vida espiritual". La vida del cristiano que busca la santidad se llama "espiritual" ante todo porque es el Espíritu Santo quien la infunde, sostiene y dirige. No se llama "espiritual" simplemente porque sea la "vida del espíritu" –los pensamientos, los sentimientos, etc.–, sino porque es vida de la persona divinizada por la gracia santificante, don del Espíritu Santo. El sujeto de la "vida espiritual" no es sólo el alma humana, sino la persona entera, unidad de alma y cuerpo elevada por la gracia. El alma y el cuerpo "no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza" 503. De hecho, el mismo cuerpo, por su unión con el alma, se convierte en templo del Paráclito: "¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros?" (1Co 6, 19). Para destacar esta idea básica, vale la pena considerar que la persona humana ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, que "es Espíritu" (Jn 4, 24), pero no ha sido creada como espíritu puro, sino como compuesta de cuerpo y espíritu. Esto significa, para lo que nos interesa aquí, que hay una prioridad ontológica del espíritu sobre la materia –una mayor nobleza en el modo de ser–, y una subordinación fundamental de lo corporal a lo espiritual (cfr. Rm 8; 1P 4). Pero significa igualmente que el cuerpo humano participa de la espiritualidad del alma: está espiritualizado por la unión substancial con el alma, de modo que la deificación de toda la persona por la gracia divina redunda en el cuerpo. San Josemaría lo subraya fuertemente: en el cristiano hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios 504. 2) La segunda expresión a que nos referíamos es la de "vida interior". La vida sobrenatural se designa así porque sus actos propios son interiores a la persona, no porque carezca de manifestaciones externas. Es vida interior por excelencia, ya que la acción del Espíritu Santo llega a lo más íntimo del hombre (cfr. Ef 3, 16) y lo introduce en las profundidades de Dios 505. No consiste en el simple cumplimiento externo de una ley, sino ante todo en el trato amoroso con Dios, "más interior a mí que lo más íntimo mío" (interior intimo meo) 506, como dice san Agustín. Pero este trato puede y debe tener lugar también en las acciones externas. Así como la "vida espiritual" de una persona cualquiera no consiste sólo en operaciones inmanentes al espíritu, como entender y querer, sino también en acciones transeúntes como escribir, cocinar o construir una casa, del mismo modo, la "vida espiritual del cristiano" (vida sobrenatural) tampoco se reduce a actos interiores o a prácticasde piedad sino que comprende todas las acciones en la medida en que las realiza para dar gloria de Dios, según las palabras de san Pablo: "Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios" (1Co 10, 31). Con más frecuencia que "vida espiritual" y que "vida interior", san Josemaría designa la vida sobrenatural del cristiano simplemente como "vida cristiana": vida de quien busca la santidad de modo consciente y libre, tratando de vivir la vida de Jesucristo. Esta expresión, al hacer referencia a Cristo, indica la unión sin confusión que se da en el cristiano entre lo humano y lo divino, lo natural y lo sobrenatural. La plenitud de la vida cristiana es la "vida eterna" o "vida futura" (cfr. Mt 19, 16; Mt 25, 46; Mc 10, 17; 1Tm 4, 8), y la resurrección del cuerpo es parte integrante de ella (cfr. Jn 5, 21; Jn 6, 40.54; Jn 11, 25; 1Co 15, 35-55; 2Co 5, 1-5). Ya ahora el cristiano posee un anticipo real de esa vida futura y eterna, que se manifiesta en el cuerpo y en todas las realidades materiales de la vida humana. Al pasar del pecado a la gracia ha "resucitado con Cristo" (Col 3, 1; cfr. 1Jn 3, 14), y toda su vida está "escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3; cfr. Ef 2, 5) 507. La fe nos dice que un alma en estado de gracia es verdaderamente un alma divinizada: nos ha dado Dios las grandes y preciosas gracias que había prometido, para haceros por medio de ellas partícipes de la naturaleza divina (2P 1, 4). Este concepto teologal del hombre dista del concepto puramente humano y natural, casi tanto como dista Dios de la humanidad. Somos hombres, de carne y hueso, no ángeles. Pero también en el cuerpo, por influjo del alma en gracia, redunda esa divinización, como un anticipo de la resurrección gloriosa 508. La subordinación del cuerpo al alma, de la materia al espíritu, no significa que haya una oposición originaria entre ambos. El sentido de la dimensión corporal de la persona es servir a su vida espiritual. Y, del mismo modo, el sentido de las realidades materiales de este mundo, tal como las ha querido Dios, es el de ser ocasión y medio para que el hombre se eleve a Él, usándolas y transformándolas con su actividad. Al hacerlo así –al integrar esas realidades en su vida sobrenatural y plasmar en ellas de algún modo la perfección del espíritu humano vivificado por la gracia divina–, el cristiano espiritualiza la creación. San Josemaría está convencido: Necesita nuestra época devolver –a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares– su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiri tualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo 509. El sentido y la dignidad de la dimensión corporal se manifiestan plenamente en Cristo. Él es el Verbo "hecho carne" (Jn 1, 14), en quien "habita toda la plenitud de la divinidad corporal-mente" (Col 2, 9), que nos ha redimido por medio de su Humanidad Santísima –alma y cuerpo– y que ahora está a la derecha del Padre (cfr. Rm 8, 34), donde también nosotros estamos llamados a sentarnos con Él (cfr. Ef 2, 6). El estado perfecto del hombre no es el del alma separada, sino el del alma unida al cuerpo resucitado y glorioso, como de algún modo se refleja en las palabras del Señor: "Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo" (Lc 24, 39). El auténtico sentido cristiano –que profesa la resurrección de toda carne– se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu 510. Sólo después del pecado, la composición alma-cuerpo ha perdido su armonía (cfr. Rm 8, 5-8), pues la subordinación del cuerpo al alma ha quedado perturbada al rebelarse el hombre a Dios. San Pablo lo expresa cuando escribe: "veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" (Rm 7, 23-24); y añade que "la creación entera gime y sufre toda ella con dolores de parto hasta el momento presente" (Rm 8, 22). Esto no significa, como es obvio, negar la bondad del cuerpo y de la creación material, sino reconocer que en el hombre se dan, como consecuencia del pecado, tendencias desordenadas que le inclinan a someterse a las realidades materiales en vez de vivir con la libertad de un hijo de Dios que domina su propio cuerpo (cfr. 1Co 9, 27) y trata de ordenar la creación visible a la gloria de Dios. La vida sobrenatural se pierde por el pecado mortal (cfr. 1Jn 3, 6.8.9; 1Jn 5, 18) 511, que se llama por eso muerte del alma (cfr. Ap 3, 1). La vida de la persona deja de ser entonces una "vida según el Espíritu" (Ga 5, 16.25) y, puesto que en el hombre hay una inclinación al mal, su vida no podrá ser moralmente íntegra en el plano humano sin la gracia que sana esa enfermedad. Será en mayor o menor medida una "vida según la carne" (Rm 8, 5.12.13): la vida de una persona debilitada por las heridas de los pecados personales, que agravan la inclinación al mal, consecuencia del pecado original 512, y fácilmente arrastran a una conducta impropia de la misma dignidad humana. San Pablo la llama vida del "hombre animal" (1Co 2, 14) 513. Para vivir vida sobrenatural y plenamente humana es preciso combatir el pecado, "morir al pecado" (cfr. Rm 6, 2-7; 2Co 4, 10-18), con la ayuda de Dios. Las "obras de la carne" –aquellas a las que conduce la inclinación al pecado de por sí, aunque no se llegue a realizarlas– son "fornicación, impureza, lujuria, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas, divisiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes" (Ga 5, 20-21). Como puede verse en esta enumeración, la "carne" no es el cuerpo humano, y las "obras de la carne" no son las del cuerpo, sino las obras opuestas al Espíritu Santo. A estas obras se contrapone en el mismo texto de san Pablo, "el fruto del Espíritu: caridad, alegría, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, continencia" (Ga 5, 22-23). El estado actual del hombre se puede comparar al de un enfermo que, aunque tiene fuerzas para realizar algunas, e incluso muchas, de las cosas propias de quien tiene buena salud, no es capaz de hacerlas todas, y además puede caerse con facilidad 514. La infusión de la gracia "reconcilia al hombre con Dios, libera de la servidumbre del pecado y sana" 515. La gracia del Espíritu Santo sana progresivamente la inclinación al mal, aunque ésta no desaparezca nunca del todo en esta tierra, y es principio de la vida sobrenatural de hijos de Dios. "El Espíritu cura y transforma a los que lo reciben conformándolos con el Hijo de Dios" 516. Todas estas ideas acerca de la necesidad de la vida sobrenatural para vivir también una existencia plenamente humana, se reflejan expresivamente en las siguientes palabras: Sólo son posibles dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural, o vida animal (...). No olvidemos jamás que para todos –para cada uno de nosotros, por tanto– sólo hay dos modos de estar en la tierra: se vive vida divina, luchando para agradar a Dios; o se vive vida animal, más o menos humanamente ilustrada, cuando se pres cinde de Él. Nunca he concedido demasiado peso a los santones que alardean de no ser creyentes: los quiero muy de veras, como a todos los hombres, mis hermanos; admiro su buena voluntad, que en determinados aspectos puede mostrarse heroica, pero los compadezco, porque tienen la enorme desgracia de que les falta la luz y el calor de Dios 517. Nótese que san Josemaría está comparando la situación en la que se encuentra una persona que destaca por sus virtudes humanas pero que no tiene fe ni, por tanto, vida sobrenatural, con la situación en la que se encontraría esa misma persona si se abriera a la gracia divina. No la está comparando con alguien que quizá sí tiene fe y vida sobrenatural, pero no pone esfuerzo en practicar las virtudes humanas. La situación de esta última es muy precaria y objetivamente contradictoria con la "vida en Cristo". En cierto sentido es peor que la del otro porque aquél, si se convierte, podrá vivir más plenamente la vida de Cristo que quien teniéndola, en realidad no quiere vivirla con mayor plenitud. Para completar estas pocas pero imprescindibles aclaraciones, nos falta decir que la elevación sobrenatural abarca también la dimensión social de la persona humana. San Josemaría lo subraya enérgicamente: Como cristiano, tienes el deber de actuar, de no abstenerte, de prestar tu propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común 518. La infusión de la vida sobrenatural de hijos de Dios y la incorporación a la Iglesia otorga un nuevo sentido a la dimensión social de la persona que lleva a valorar la importancia de contribuir al progreso de la sociedad civil, buscando ese desarrollo, para que la gloria de Dios se manifieste también en la vida social. Para el cristiano, la condición de miembro de la Iglesia y la de miembro de la sociedad civil, aunque son distintas, son inseparables. Al ser llamado por Dios a santificarse en medio del mundo, ha de edificar la Iglesia santificando la construcción de la sociedad civil. Cuando busca el bien común temporal y lo santifica, orientándolo a Dios, edifica ipso facto la Iglesia en el mundo. San Josemaría toca este tema al comentar la respuesta de Jesús a los fariseos que le preguntan si es lícito dar tributo al César: "Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios" (Mt 22, 21). Después de recordar que san Juan Crisóstomo observa que aquellos adversarios de Jesús estaban obsesionados con "hacerle odioso al poder político" 519, añade: Ya veis que el dilema es antiguo, como clara e inequívoca es la respuesta del Maestro. No hay –no existe– una contraposición entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste. También aquí se manifiesta esa unidad de vida que –no me cansaré de repetirlo– es una condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales 520. f) Santificación en medio del mundo y transformación del mundo en la historia En los apartados anteriores hemos visto una serie de nociones acerca del ser y de la vida cristiana que se encuentran en la base de la enseñanza de san Josemaría. Puesto que su mensaje se orienta a la santificación en medio del mundo, nos falta completar el cuadro mostrando cómo ese ser y esa vida se despliegan en las realidades terrenas y en el tiempo, incidiendo en la historia personal y en la historia de la humanidad. Para san Josemaría cualquier actividad temporal honesta, y en particular el trabajo profesional, es medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora 521. Y en el desempeño de las actividades temporales, según sus leyes y autonomía propias, los fieles laicos han de cumplir la misión de cristianizar desde dentro el mundo entero 522. De este modo edifican la Iglesia y a la vez construyen la sociedad civil de acuerdo con la dignidad humana, buscando el bien común. Nos fijaremos, por tanto, en dos aspectos básicos de estas enseñanzas: la visión positiva de las realidades creadas como materia de santificación; y la edificación cristiana de la historia humana. 1. Visión positiva de las realidades temporales El hombre creado a imagen y semejanza de Dios ha recibido el mundo para trabajarlo y custodiarlo, perfeccionándolo para la gloria del Padre (cfr. Gn 2, 15; Sb 9, 1-3; Sal 8). La realidad del pecado obstaculiza esta tarea y le induce a poner su fin en las criaturas en vez de ponerlo en el Creador. De ahí que la Biblia hable del "mundo" no sólo en sentido positivo 523. El término "mundo" tiene también una acepción negativa, por ejemplo, en la expresión "reino de este mundo" (Jn 18, 36), contrapuesto al reino de Dios; y el adjetivo "mundano" tiene significado negativo cuando se condena una "vida mundana" (2Tm 4, 10), dominada por las "concupiscencias mundanas" (Tt 2, 12). Este sentido de "mundo" está presente sobre todo en el siguiente texto de san Juan: "No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Pues todo lo que hay en el mundo –la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la arrogancia de los bienes terrenos– no procede del Padre, sino del mundo" (1Jn 2, 15-16). Sin embargo, en el mismo corpus ioanneum el término "mundo" tiene también un sentido positivo: "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 15). Una vez que ha venido el "Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29; cfr. Jn 12, 47), resulta patente la diferencia entre pecado y mundo. La luz del Verbo encarnado disipa las tinieblas del pecado (cfr. Jn 1, 5 ss.) purificando el mundo para que sea reino de Cristo: reino que llegará a su consumación al final de la historia cuando los hijos de Dios, después de la resurrección de la carne, serán plenamente glorificados. Entonces el mundo, la entera creación, será renovado y habrá "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Ap 21, 1). Durante siglos se ha insistido con más frecuencia en la acepción negativa de "mundo" que en la positiva. Se ha hablado más del "mundo" en cuanto manchado por el pecado, con los peligros que encierra para la vida cristiana, que del "mundo" como terreno de conquista para Cristo, lugar y medio de santificación. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et spes ("sobre la Iglesia en el mundo actual") ha matizado ese empleo unilateral del término, poniendo de relieve el fundamento de la acepción positiva que permite hablar de un "amor cristiano al mundo". "Tiene pues ante sí la Iglesia el mundo, esto es la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación" 524. La enseñanza de san Josemaría se mueve en esta línea desde su comienzo. "La proclamación de la bondad del mundo en que vivimos es un rasgo esencial de su predicación" 525. La bondad del mundo es premisa necesaria para la santificación en y a través de las realidades temporales. San Josemaría no ignora el lastre del pecado ni la tentación de poner en las cosas creadas el fin último; no cierra los ojos ante el mal, pero percibe al mismo tiempo las luces divinas que reflejan las realidades de la tierra por haber sido creadas "en Cristo" y "para Él" (cfr. Col 1, 16). "Su cristocentrismo –ha escrito George Pell– supone y expresa una profunda comprensión de la realidad como participación de todas las cosas y de cada uno de los hombres en la vida de Cristo. Su teología es una visión integradora de la relación del cosmos y del hombre con Dios" 526. Invita decididamente a amar el mundo pero sin ser mundanos 527. Recuerda que el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (cfr. Gn 1, 7 ss.). Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades 528. "Se trata de una expresión paradójica –comenta Rhonheimer–, ya que afirma que el mundo es a la vez bueno y malo (...). La paradoja se resuelve si tomamos a la letra la doble afirmación. "El mundo es bueno" en cuanto obra de Dios, y sigue siendo bueno a pesar de todas las desviaciones introducidas por los pecados de los hombres. "El mundo es malo y feo" en cuanto obra exclusivamente de los hombres, si esa obra humana no es al mismo tiempo obra de Dios (...). Por el pecado, la bondad original de la creación no ha sido de ninguna manera suprimida o hecha insignificante para la vida cristiana: está siempre ahí, como latente y en potencia. Del mismo modo que fue oscurecida la bondad original, puede recibir de nuevo su luminosidad a través de la voluntad humana (responsable del mal en el mundo), si se une a la Voluntad de Dios" 529. Este es el desafío para los cristianos. Al ser hechos hijos de Dios en el bautismo, han recibido el mundo por herencia (cfr. Sal 2, 7-8). De un modo específico lo han recibido los fieles laicos, que deben santificarlo desde dentro. Ellos sobre todo han de manifestar, según san Josemaría, aquella visión optimista de la creación, aquel amor al mundo que late en el cristianismo 530. Un amor redentor que se esfuerza por "quitar el pecado del mundo" y conducir la creación a su perfección (cfr. Rm 8, 19-21). El siguiente texto es bien expresivo de esta visión: El mundo, hijos míos, las criaturas todas del Señor son buenas. Nos enseña la Sagrada Escritura que, concluida la obra maravillosa de la Creación, terminados el cielo y la tierra con su espléndido cortejo de seres (cfr. Gn 2, 1), contempló Dios todo lo que había hecho y vio que todo era muy bueno (Gn 1, 31). Fue el pecado de Adán el que rompió esta divina armonía de la Creación. Pero Dios Padre, llegada la plenitud del tiempo, envió al mundo a su Hijo Unigénito para que restableciera esta paz: para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar de la intimidad divina; y para que así fuera también posible a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 9-10), que las ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20). (...) El Señor nos llama para que le imitemos como hijos suyos queridísimos –estote ergo imitatores Dei, sicut filii carissimi (Ef 5, 1), sed imitadores de Dios, como hijos suyos muy queridos–, colaborando humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina: de restablecer la divina concordia de todo lo creado 531. En este amor al mundo tiene gran peso la visión de la dimensión social de la persona humana. Su apertura a los demás es elemento esencial de la "imagen y semejanza" de Dios Uno y Trino que hay en el hombre. Su vocación originaria a vivir en sociedad le reclama buscar el bien común y, siendo el mundo "bien común" debe amarlo. En san Josemaría, esta actitud se enraíza aún más profundamente en la filiación divina y en la consiguiente fraternidad cristiana, que se extiende a todos los hombres. Recuerda que cada cristiano tiene el deber de servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común 532. Al reconocerse hijo de Dios y hermano de los hombres, el cristiano se ha de sentir "heredero" del mundo (cfr. Rm 8, 17), ha de considerarlo como una herencia de la que debe tomar posesión, pero no para un egoísta provecho propio, porque es también herencia de los demás y ha de buscar que todos se beneficien de ella. Este modo de razonar es intrínseco al espíritu cristiano que, en último término, lleva a ver a Dios como el supremo "Bien común", por lo que no es posible buscar la propia unión con Él sin buscarla también para los demás. De hecho, la deformación de signo "individualista" del espíritu cristiano ha estado unida en la historia a una despreocupación por el bien común terreno y a una falta de amor al mundo. En este sentido, algunas instancias del pensamiento moderno –también del que no se mueve en ámbito cristiano, como el ejemplo que vamos a citar– pueden ayudar a hacer más presente y operante ese elemento del cristianismo. Así se ha hecho notar con referencia a una importante figura de la cultura del siglo XX: "El amor al mundo es central en el pensamiento de Hannah Arendt, y por esto también la noción de bien común. Arendt podría ayudar a la teología y a la filosofía cristiana a recordar la importancia de este concepto, que prohíbe entender la salvación como una cuestión privada de cada uno con Dios. En verdad, la principal preocupación del creyente cristiano no es su salvación personal, como erróneamente creía Arendt (cfr. Vita activa. La condizione umana, Milano 1991, p. 41), sino Dios, que es el bien común más alto" 533. En la base de esta actitud positiva ante el mundo hay dos ideas que nos parece conveniente resaltar de modo explícito: la autonomía que corresponde por designio divino a las realidades terrenas; y la necesidad de considerar esas realidades no como fin sino como medio de unión con Dios. a) Las realidades terrenas están dotadas naturalmente de sentido. Por haber sido creadas en el Verbo (Logos), tienen una "lógica", una inteligibilidad, unas leyes propias. Y el hombre tiene una ley moral inscrita en su naturaleza. Oscurecido por el pecado, el sentido de las realidades terrenas y de las actividades humanas se ha hecho de nuevo patente gracias a la Encarnación, al haberlas asumido el Verbo, en quien y para quien han sido creadas. "La lógica que nos ha sido entregada por el evento de la Encarnación revela que el mundo es en sí bueno, ordenable a Dios" 534. Este hecho favorece la convicción, propia de la gnoseología realista, de que la verdad de las cosas no está sólo en nuestra mente, ni consiste sólo en una coherencia abstracta, como postulan las diversas formas de idealismo filosófico, sino que pertenece a las cosas mismas 535. San Josemaría se sitúa en esta óptica de realismo cristiano. Cumbre trascendental de la ordenabilidad de las realidades terrenas a Dios es, en cierto modo, el misterio eucarístico donde el pan y el vino, realidades terrenas, no sólo se ordenan a Dios sino que se convierten sustancialmente en el Cuerpo y en la Sangre de Jesucristo. El mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (cfr. Gn 1, 7 ss.). (...) ¿Qué es esta Eucaristía –comenta en una homilía– sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo –vino y pan–, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, como el último Concilio Ecuménico ha querido recordar? (cfr. Gaudium et spes, n. 38) 536. Negar la inteligibilidad o legibilidad del mundo, como hacen algunos autores recientes 537, implica excluir la posibilidad de ordenarlas a Dios (con la consiguiente disolución de todo vínculo de la libertad humana). Por el contrario, la afirmación, recurrente en san Josemaría, de que "el mundo es bueno porque salió bueno de las manos de Dios", significa que Dios ha dejado en todas sus obras, y ante todoen el corazón del hombre, la impronta legible de su Bondad y Sabiduría. Las realidades terrenas –predica san Josemaría– han de ser llevadas a Dios cada una según su propia naturaleza, según el fin inmediato que Dios le ha dado 538. Se encuentra implícita aquí la noción de "autonomía" de las realidades terrenas, que el Concilio Vaticano II expondrá en la Constitución Gaudium et spes: "las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar progresivamente" 539. Esto no significa que sean independientes de Dios, como aclara el mismo texto conciliar, sino que las actividades humanas que tienen por objeto esas realidades terrenas han de ordenarse a Dios por haber sido creadas "para Cristo" (cfr. Col 1, 16), pero respetando su "consistencia, verdad y bondad propias" 540: precisamente esta es la base de que haya, como dice san Josemaría, un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir 541. Desentrañando la verdad de las cosas, el hombre puede ordenarlas a Dios en virtud de su propia autonomía que "se llama libertad" 542, cuya ley es la ley moral. También esta ley, que se resume en el amor a Dios, forma parte del "quid divinum" que se encuentra escondido no ya sólo en las realidades exteriores, sino en la misma actividad libre del hombre. Cuando el cristiano ordena las realidades terrenas a Dios respetando su propia autonomía, pero tratándolas con espíritu y amor de almas contemplativas 543, no fuerza ni cambia la naturaleza de las cosas, sino que la asume y la desarrolla. Tampoco pierde su propia libertad, sino que la realiza en el conocimiento y amor de Dios. La santificación de las realidades terrenas perfecciona así al hombre y al mundo. La visión del mundo que encontramos en san Josemaría –y en otros autores, ciertamente– es una visión cristiana "secular" que se caracteriza por los elementos mencionados: el reconocimiento de la autonomía de las realidades creadas y su ordenabilidad a Dios. Es una visión especialmente luminosa para los fieles corrientes que, por vocación divina, han de buscar la santidad "tratando y ordenando según Dios" 544 las realidades terrenas. Una visión que se contrapone tanto al "integrismo", en el que la afirmación de Dios se hace a costa de la autonomía de lo creado, como al "secularismo", en el que la afirmación de la autonomía temporal tiende a expulsar a Dios de la vida social 545. b) La segunda idea, prolongación de la anterior, es que el cristiano ha de considerar las realidades terrenas como "medios" de santificación, no como fin último. La autonomía propia de esas realidades no le debe llevar a tratarlas como independientes de Dios: ha de ordenarlas a Él, "empapándolas" de amor a Dios. En este sentido son "medio" para alcanzar la santidad. "Medio" en cuanto ámbito y materia o camino por el cual el cristiano progresa en la identificación con Cristo 546. La distinción entre fin y medios en la vida cristiana es muy importante en san Josemaría y tiene unas connotaciones en parte diversas a las que pueden encontrarse en una espiritualidad de "apartamiento del mundo". Dirigiéndose a fieles laicos, pone en guardia ante un peligro que los acecha directamente: si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morada eterna y el fin para el que hemos sido creados –amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo–, los más brillantes intentos se tornan en traiciones 547. Y refiriéndose concretamente a los quehaceres profesionales exhorta a tener siempre presente que constituyen exclusivamente medios para llegar al fin; nunca pueden tomarse, ni mucho menos, como lo fundamental 548. El fin es amar a Dios como hijos en el Hijo. Y "ya ahora somos hijos de Dios" (1Jn 3, 2), aunque "todavía no se ha manifestado lo que seremos" (ibid.). El cristiano ciertamente puede vivir como hijo de Dios al realizar las actividades temporales. ¿No son acaso las mismas en que ha estado metido el Hijo Unigénito hecho hombre cuando vivió en Nazaret? Esos años de Jesús no son una simple preparación de los años que vendrían después: los de su vida pública 549. Son años reveladores de que el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino 550, redentor. En rigor, no se puede decir que haya nobles realidades exclusivamente profanas, una vez que el Verbo se ha dignado asumir una naturaleza humana íntegra y consagrar la tierra con su presencia y con el trabajo de sus manos 551. De ahí la grandeza de la vida corriente, título y tema de una de sus homilías 552. El espíritu que predica san Josemaría dista mucho de la mentalidad de quienes ven el cristianismo como un conjunto de prácticas o actos de piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente (...). Diría que quien tiene esa mentalidad no ha comprendido todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado, que haya tomado cuerpo, alma y voz de hombre, que haya participado en nuestro destino hasta experimentar el desgarramiento supremo de la muerte. Quizá, sin querer, algunas personas consideran a Cristo como un extraño en el ambiente de los hombres 553. Afirmar que las realidades terrenas "no son el fin" de la vida cristiana, conlleva una determinada actitud ante ellas: un "espíritu de desprendimiento", una "pobreza de espíritu", características del alma cristiana. No las menosprecia sino que las valora en la medida justa. Su nobleza es la de "ser medios" para ir a Dios, y medios necesarios en el caso de un laico, porque o sabemos encontrar ennuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca 554. Al emplearlas como medios, el cristiano les otorga su plenitud de sentido, que no prescinde de su sentido humano, sino que lo integra y eleva. De ahí el esmero con que ha de llevarlas a cabo quien pretenda santificarlas. El mandato de "cultivar" la tierra es parte integrante de la vida cristiana. Santificar las realidades terrenas exige el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste 555. Todavía hay que añadir algo más para hacerse cargo del valor de las realidades creadas. Cuando el Apocalipsis habla de "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Ap 21, 1) después de la segunda venida de Cristo, da a entender que las realidades de este mundo no desaparecerán, sino que, transformadas, reflejarán la gloria de Dios de modo nuevo. No son por tanto como un trecho del camino que el cristiano deja atrás cuando avanza hacia la santidad, sino más bien como un vehículo que le lleva, ya que al final, en la nueva creación, recibirán, con palabras de santo Tomás, "un mayor influjo de la divina bondad: no cambiando su naturaleza, sino añadiéndoseles la perfección de una cierta gloria. Esto será la renovación del mundo" 556. La glorificación del Cuerpo de Cristo es el modelo y la causa de la futura transformación de lo creado, que es anticipada en la Santísima Virgen María, con su Asunción en cuerpo y alma al Cielo. San Josemaría observa que la comunión eucarística viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo 557. La recepción del Cuerpo glorioso de Cristo es promesa y semilla de la inmortalidad futura. Pero advierte enseguida que esta verdad tan consoladora y profunda, esta significación escatológica de la Eucaristía, como suelen denominarla los teólogos, podría, sin embargo, ser malentendida: lo ha sido siempre que se ha querido presentar la existencia cristiana como algo solamente espiritual –espiritualista, quiero decir–, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí 558. Al contrario, precisamente el misterio eucarístico es la manifestación trascendental de la nobleza de las realidades creadas como medios de santificación. También ellas serán transformadas, aunque no de la misma manera que el pan y el vino en la transubstanciación, sino de modo análogo: no cambiarán su sustancia pero adquirirán, como decía el Aquinate, "la perfección de una cierta gloria" 559. En el Apocalipsis puede verse el contraste entre la degradación de esas realidades cuando el hombre las trata como ídolos, y su exaltación cuando se ponen al servicio del amor a Dios. En el capítulo 18 se habla de oro y plata, de piedras preciosas y perlas, de perfumes, vino, aceite y trigo, de caballos y carros..., y de "esclavos y vidas humanas" (Ap 18, 13): todo ha sido puesto al servicio del mal, y se ha envilecido. Por el contrario, en los capítulos 21 y 22 se describe la ciudad santa en la que también hay oro, piedras preciosas, perlas, luz... "En ella estará el trono de Dios y del Cordero, y sus siervos le darán culto" (Ap 22, 3): todo ha sido puesto al servicio de Dios y de este modo ha alcanzado una insuperable belleza y plenitud de sentido. Así se puede resumir la visión cristiana de las realidades creadas que caracteriza la enseñanza de san Josemaría. El tema del perfeccionamiento de la creación y del progreso de la sociedad humana está muy relacionado con el de la edificación cristiana de la historia, que veremos a continuación. Sin embargo, no coinciden. El cristiano debe buscar el progreso temporal, pero este progreso no se identifica con la edificación cristiana de la historia. Varios autores del siglo XX, además de san Josemaría, han destacado el valor de las realidades terrenas para el cristiano. Principalmente han sido los que desarrollaron la teología del laicado, como Gustave Thils y otros. A ellos hay que añadir a Pierre Teilhard de Chardin, que en su obra Le milieu divin (escrita en 1927 pero no publicada hasta 1957, dos años después de su muerte) sostiene una visión decididamente positiva de las realidades terrenas y de la actividad humana. La coincidencia con Josemaría Escrivá de Balaguer es patente en diversos aspectos, sin que haya habido un influjo de Teilhard en él (como se deduce de las fechas: en 1957, cuando ve la luz Le milieu divin, llevaba ya casi tres decenios predicando su propia doctrina). El universo conceptual es diverso en ambos autores. Sin embargo, desde distintas premisas, llegan a algunas conclusiones semejantes. Para Teilhard "nada hay más seguro que la posibilidad de santificación de la acción humana" 560. El cristiano debe evitar "una doble vida" conciliando "el amor a Dios y el sano amor al mundo, el esfuerzo de desprendimiento y de desarrollo". En la santificación de la actividad humana es fundamental la intención de dirigirla a Dios, pero no basta. Para Teilhard importa la convicción de estar trabajando en "la edificación de algo Definitivo" y del "valor celeste de los resultados de mi esfuerzo", porque "todo esfuerzo coopera a la terminación del mundo in Christo Iesu". Por el trabajo "completamos en nosotros el propósito de la unión divina" y nos perfeccionamos. El trabajo no es un "tiempo sustraído a la adoración", porque "en virtud de la Creación, y aún más de la Encarnación, nada es profano aquí abajo para quien sabe ver" (ibid., pp. 26-40: vid. nota anterior). En el fondo de esta justa reivindicación del valor de las realidades terrenas, hay sin embargo una visión cosmológica y antropológica problemática. "Al pensador francés le interesa el trabajo, pero mucho más que en sí mismo, o aún, más que desde el punto de vista del hombre que trabaja o desde la óptica de la santificación, desde la perspectiva de una evolución global del cosmos hacia una cristificación total" 561. Teilhard afirma, por ejemplo, que "en virtud de la interligazón Materia-Alma-Cristo, hagamos lo que hagamos, reportamos a Dios una partícula del ser que Él desea" 562. Esa "interligazón" no está suficientemente matizada en su obra, al encontrarse dentro de una concepción general evolutiva que puede difuminar la diferencia ontológica entre materia y espíritu y la gratuidad de la Encarnación 563. En la homilía Amar al mundo apasionadamente 564 y en otros lugares, san Josemaría habla de estos mismos temas, pero con un encuadre teológico diferente. No supone una progresión evolutiva entre materia, alma y Cristo. Reconoce, en cambio, conforme-mente al pensamiento de santo Tomás, una contigüidad y contacto entre materia y espíritu, según el principio de que "el nivel más alto de la naturaleza inferior toca (attingit) el más bajo de la naturaleza superior, en cuanto que participa en cierto modo de la naturaleza superior, aunque deficientemente" 565. Este principio tiene también una cierta aplicación respecto a lo natural y a lo sobrenatural. Siendo órdenes ontológicamente diversos, se puede hablar de una "contigüidad" entre naturaleza y gracia fundada en la capacidad natural del hombre para ser elevado a participar en la vida divina; el acto de ser de la persona humana (actus essendi) sería el ""punto de contacto" entre lo natural y lo sobrenatural" 566. El principio de contigüidad encuentra cierta aplicación respecto a la relación del cristiano con Cristo: "contigüidad" o contacto fundado en la participación en la vida sobrenatural de Cristo por parte del cristiano y en la común participación en la naturaleza humana. Este principio de "contigüidad", entendido como contacto o contigüidad metafísica (muy distinto de la visión evolutiva), se manifiesta en san Josemaría cuando habla de "espiritualizar" la materia y las realidades terrenas 567, y cuando se refiere a la "divinización" del cristiano y a su progresiva "identificación" con Jesucristo, sin que dé lugar jamás a confundir la persona del cristiano con la de Cristo. Las enseñanzas están expresadas a veces con términos semejantes a los de Teilhard, pero su sentido es en buena parte diverso, como diverso es el marco conceptual en el que se mueve. 2. La santificación del tiempo y la salvación de la historia En este apartado describiremos primero (a) el tema que se plantea y la visión general que ofrece san Josemaría; después (b) expondremos un escenario teológico, formado por otros autores, que puede a ayudar a comprender el alcance de su enseñanza. a) Al estar sujetas al cambio, las realidades de este mundo son esencialmente "realidades temporales": la temporalidad, en efecto, tiene que ver con el movimiento 568. En el caso del hombre, el tiempo constituye "una historia" y no sólo una sucesión de momentos, porque hay un sujeto consciente (al menos potencialmente) y libre que permanece en los cambios 569. La conciencia de sí, que es propia de la persona humana, le permite llegar a poseer su pasado y proyectar el futuro, a tener una historia personal e intervenir en la historia humana 570. El cristiano que conoce que todas las cosas han sido creadas "por Cristo y para Cristo" (Col 1, 16), sabe que la historia humana tiene un sentido, es una "historia de salvación". Dios, que "quiere que todos los hombres se salven" (1Tm 2, 4), ha intervenido enviando al mundo al Hijo y al Espíritu Santo, y continúa interviniendo para hacer que todo coopere al bien de los que le aman (cfr. Rm 8, 28): conduce la creación entera a la recapitulación de todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 10). Por eso san Josemaría recuerda que los tiempos son de Dios, que es el Señor de la historia 571. Él la dirige soberanamente a su fin. La caridad de Dios –que nos ama eternamente– está detrás de cada acontecimiento, aunque de una manera a veces oculta para nosotros 572. Pero esos caminos no están ya establecidos. Hay una indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar 573. El curso de los sucesos depende de la respuesta libre del hombre al amor divino. En este sentido ha escrito Juan José Sanguineti que "el vínculo entre indeterminismo, verdad y libertad, que algunos filósofos ven con tono pesimista, como si tuviera que ver con el escepticismo, Josemaría Escrivá en cambio lo relaciona con una visión teológica, según la cual Dios mismo quiere "provocar" nuestra libertad, nuestro trabajo, nuestros esfuerzos, creando para nosotros un ámbito de azar, riesgo e incertidumbre, que da una peculiar consistencia a nuestra vida en la tierra, de cara a los hombres y a Dios" 574. Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones, de incertidumbre. No olvidemos que Dios, que nos da la seguridad de la fe, no nos ha revelado el sentido de todos los acontecimientos humanos 575. La historia humana no es como una corriente que arrastra al cristiano sin que pueda cambiar su rumbo. El cauce del río no está trazado de antemano. No hay caminos hechos para vosotros, advertía el fundador a los primeros que escuchaban su mensaje de santificación en medio del mundo, y añadía: Los haréis, a través de las montañas, al golpe de vuestras pisadas 576. El cristiano ha de abrir camino, encauzar los acontecimientos guiándose por la luz de Cristo. Es la fe en Cristo, muerto y resucitado, presente en todos y cada uno de los momentos de la vida, la que ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana. En esa historia, que se inició con la creación del mundo y que terminará con la consumación de los siglos, el cristiano no es un apátrida. Es un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios (...). Somos dueños de nuestros propios actos y podemos –con la gracia del Cielo– construir nuestro destino eterno 577. Como acabamos de leer, la luz que ilumina los pasos del cristiano en la historia es para san Josemaría "la fe en Cristo". Él es la plenitud de la Revelación. Su venida al mundo al cumplirse los tiempos, permite entender que toda la historia anterior mira hacia ese momento y orienta el futuro a la consumación de la Voluntad salvífica del Padre en el último tramo que queda por recorrer hasta su segunda venida. Eneste tiempo –el tiempo de la Iglesia–, ha confiado a los miembros de su Cuerpo místico la misión de evangelizar a todo el mundo y no los abandona (cfr. Mt 28, 20). Prolonga por medio de los suyos la misión para la que ha sido enviado por el Padre, ya que por la gracia el cristiano puede vivir en la historia la misma vida de Cristo 578. Éste es el ideal que propone san Josemaría: vivir la vida de Cristo en el "hoy" de la historia. Critica los planteamientos en los que la doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían (...) como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él 579. Pondera, por el contrario, la acción de Dios en el tiempo y predica una santidad "encarnada" en elpresente, que ve su materia en las mismas realidades terrenas y edifica, por eso mismo, la historia según los designios salvadores de Dios. b) De los párrafos precedentes emergen tres cuestiones de fondo. Nos interesa ver cómo están presentes en el pensamiento de san Josemaría. Podemos enunciarlas así: la "Teología de la historia", la "Teología como historia de la salvación", y la "Teología de la salvación de la historia". – La "Teología de la historia", o estudio teológico del sentido de la historia, presupone la convicción de que ese sentido se puede descubrir plenamente sólo desde la fe. Son incompatibles con una visión cristiana las "filosofías de la historia" que consideran la actividad del hombre como determinada por unas leyes inmanentes al mismo devenir, como en el materialismo de Marx, cuya dialéctica la ordena no ya a Dios sino a un estado superior de la humanidad. Otras corrientes de pensamiento niegan a la historia todo sentido que no proceda de ella misma, porque identifican el ser con el devenir, concibiendo la realidad histórica como el devenir mismo. Un ejemplo extremo es el historicismo ateo de Nietzsche y su teoría del "eterno retorno". Estas corrientes dejan al hombre a oscuras acerca de su destino eterno, que debería darle orientación para su caminar en la tierra. Según Bouyer, son filosofías que intentan transponer la escatología cristiana en términos racionalistas o materialistas, y que acaban haciendo evidente que ningún sistema de pensamiento exclusivamente humano es capaz de expresar el sentido de la historia; sólo la Encarnación del Verbo, con la vocación del hombre a la filiación divina en Cristo, permite descubrir el sentido total de la historia: "de ahí –concluye Bouyer– que el problema del sentido de la historia humana sea un problema específicamente teológico" 580. Esto no significa que la historia humana se confunda con la historia de la salvación, pero tampoco pueden separarse 581. Como observa von Balthasar, "el "muro divisorio" entre historia sagrada e historia profana queda abolido cuando la Palabra ya no resuena proféticamente bajando del cielo, sino que se hace carne, esto es, hombre" 582. En san Josemaría es clara la visión teológica de la historia. Con palabras del historiador Giorgio Rumi, "para Escrivá el tiempo está marcado por la venida del Salvador y por la activa espera de su retorno" 583. Ya hemos visto –no hace falta repetir las citas– que considera la historia como el despliegue del grandioso proyecto divino de salvación que alcanza en Cristo su momento culminante –tanto en el sentido cronológico de la expresión "plenitud de los tiempos (chrónos)" (Ga 4, 4), como en el sentido cualitativo que tiene el texto: "el tiempo (kairós) se ha cumplido" (Mc 1, 15)–, "sobre todo porque en Cristo se unen el tiempo y la eternidad de Dios, consintiendo al hombre participar en esa unión de modo vital y concreto" 584. En san Josemaría, la espera de la segunda venida de Cristo es una "espera activa", como dice Rumi, una espera en la que el conocimiento de las rea lidades últimas –la escatología–, no quita valor al momento presente, sino que muestra, al contrario, su trascendencia y despierta la responsabilidad del cristiano. – La "Teología como historia de la salvación" no es una visión teológica de la historia sino un planteamiento de la misma Teología que –como indica el subtítulo de una de las obras más representativas de este enfoque 585– intenta poner de relieve la importancia reveladora de los hechos de la historia de la salvación, junto con la palabra de Dios 586. Existen enfoques diversos de la "Teología como historia de la salvación", según la base filosófica empleada y concretamente según como se entienda la relación entre ser y tiempo. Hay autores que, usando la metafísica de Heidegger, introducen la temporalidad en la noción de ser y la historia en Dios (no sólo a Dios en la historia). Recuérdese en esta línea la afirmación de Rahner según la cual "la Trinidad inmanente es la trinidad económica y viceversa" 587. El "viceversa" parece implicar, en línea de principio –hay matices en los que aquí no nos podemos detener–, que la historia de la salvación es constitutiva del Ser divino, toda vez que Dios ha creado. La enseñanza de san Josemaría no puede situarse en ese marco. La metafísica tomista que está en su base difiere de la heideggeriana en puntos capitales, entre ellos en la concepción del tiempo 588. Como explica Luis Romera, en el hombre es preciso distinguir entre su "identidad constitutiva" (esencial) y su "identidad constituida" (su ser biográfico); el hombre configura ésta última en el tiempo, a través de sus decisiones libres; pero sólo si "corresponde a la finalidad a la que apunta su identidad constitutiva (esencial), el hombre llega a su plenitud; en el caso contrario, acaba en la negación de sí, en la alienación" 589. La temporalidad implica también que el hombre existe en un contexto que hereda y que él mismo contribuye a configurar. Este contexto histórico influye en su identidad constituida, y por eso el hombre es un ser histórico. Pero no basta, para saber quién es el hombre, conocer su identidad constituida por lo que él ha creado en la historia y en su propia biografía. Hace falta conocer su identidad esencial. "Sólo en la medida en que el hombre desentrañe su núcleo ontológico constitutivo, alcanza el conocimiento de quién es. Desde la comprensión de su ser constitutivo y de la finalidad que implica, será capaz de orientar su existencia según su identidad, evitando el peligro de la alienación" 590. Nos parece que este planteamiento, en el que no hay una temporalización del ser pero se reconoce el papel del tiempo y de la historia en el de sarrollo del ser personal, es una base adecuada para la enseñanza de Josemaría Escrivá de Balaguer. El renovado interés por la Teología como historia de la salvación en el siglo XX deriva principalmente de dos motivos. El primero es la reacción a la "desmitologización" de Bultmann que veía en cuanto hay de sobrenatural e histórico en la Revelación una envoltura mitológica de la que sería preciso deshacerse para conocer lo que la Revelación transmite 591. No nos detenemos en esta cuestión porque no nos pareceque haya tenido influjo directo en san Josemaría. El segundo motivo le afecta de lleno. Según diversos autores 592, el interés moderno por el planteamiento de la Teología como historia de la salvación deriva en buena parte del desarrollo de la teología del laicado como respuesta al proceso moderno de secularización y a la acusación de que la tradición espiritual católica se despreocupa de la historia y del progreso 593. En el caso de san Josemaría, es connatural a su visión teológica considerar que hay –volvemos a citar sus palabras– un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir 594. Para él no hay duda de que se puede descubrir a Dios en las circunstancias históricas, hasta en los más menudos sucesos de la historia cotidiana. En este sentido se puede decir que le es connatural el enfoque de la Teología como historia de la salvación 595. Esta óptica proporciona una buena base para impulsar la contemplación de Dios en los pequeños y grandes eventos de la biografía personal y para comprender la importancia que reviste para la vida espiritual el empeño de edificar cristianamente la sociedad en la historia. Lógicamente, esta perspectiva sólo podrá servir para comprender sus enseñanzas si no se desvirtúa. Cabe, en efecto, el peligro de que, al acentuar la importancia reveladora de la historia para evitar un cierto "ontologismo" en la formulación de las nociones teológicas, se caiga en una visión "historicista" del dogma. San Josemaría es consciente de este riesgo cuando recuerda que no es la doctrina de Jesús la que se debe adaptar a los tiempos, sino que son los tiempos los que han de abrirse a la luz del Salvador 596. Estas palabras no contienen una desconsideración de la historia; reflejan más bien la correcta interrelación de lo perenne y lo temporal en la vida cristiana. Nos conducen hacia un tema que le es connatural: el de "abrir los tiempos a la luz del Salvador" o edificar cristianamente la historia, que veremos a continuación. – La "Teología de la salvación de la historia" es la cuestión que más nos interesa para la enseñanza de san Josemaría, como acabamos de anunciar. Es la explicación teológica de cómo Dios ha proyectado "salvar la historia": es decir, salvar a los hombres y edificar a través de los siglos su "Reino de santidad y de gracia, de verdad y de vida, de justicia, de amor y de paz" 597. Engloba en cierto modo las dos anteriores cuestiones: presupone que sólo la Teología puede desvelar plenamente el sentido de la historia, e implica reconocer que Dios se da a conocer en la historia. El tema tiene profundas raíces en la tradición espiritual, particularmente en san Gregorio de Nisa. "El ser y el tiempo son los ejes" 598 de su concepción teológica, "definida por la mutua relación entre "teología", "economía" e "historia"" 599: la "teología" o conocimiento y contemplación de Dios en sí mismo; la "economía" o plan salvífico de Dios que revela su vida íntima divina y llama al hombre a participar en ella, en Cristo; y la "historia" o realización de la economía divina en el tiempo por la acción del Espíritu Santo que forma la Iglesia. Dios ha revelado progresivamente su Amor en la historia del Antiguo Testamento y ha culminado esa revelación con la venida de Cristo en la plenitud de los tiempos. Ahora ya no hay que esperar una nueva revelación pública, resta sólo plasmar ese Amor en la historia. En esto se manifiesta más profundamente Dios, porque ha enviado al Espíritu Santo para atraer a todos los hombres a Cristo, con la cooperación del cristiano. La teología de la historia ya "no es sólo teología de la historia de la salvación, sino sobre todo teología de la salvación de la historia" 600. Coincidente en varios aspectos con la visión de san Gregorio de Nisa y complementaria en otros, es el De civitate Dei de san Agustín. Ambos ejercerán un influjo importante en el pensamiento de santo Tomás de Aquino, para quien la historia es portadora de un plan amoroso de salvación, reflejo de la inmanencia trinitaria 601, que conduce la historia a su fin trascendente contando con la libertad del hombre. Cristo salva la historia por medio de los cristianos que co operan con su acción. Éste es el punto fundamental sobre el que conviene reflexionar. Los actos de Cristo, históricos y trascendentes a la historia, realizan el plan divino de salvación abriendo el tiempo a la eternidad, es decir, dando cauce a la comunicación de la Vida intratrinitaria al hombre y redimiendo así la historia. Por lo que se refiere al cristiano, por su naturaleza espiritual y corporal se encuentra como en el horizonte de la eternidad y del tiempo 602: la persona humana "es naturalmente histórica o histórica por naturaleza, no porque su naturaleza cambie sustancialmente con la historia, sino porque posee una naturaleza libre" 603. Sus actos tienen una dimensión vertical, moral, que muestra su "trascendencia en la historicidad" 604. Por eso también los actos del cristiano pueden contribuir a salvar la historia. Si tiene vida sobrenatural y sus actos están realizados "en Cristo", entonces son en cierto modo actos del mismo Cristo en el "hoy" de la historia. La enseñanza de san Josemaría tiene este trasfondo. El cristiano, bajo la acción del Espíritu Santo, ha de mirar las circunstancias en las que vive como el medio en el que debe prolongar la acción de Cristo en la historia, cooperando a salvarla. Veo todas las incidencias de la vida –las de cada existencia individual y, de alguna manera, las de las grandes encrucijadas de la historia– como otras tantas llamadas que Dios dirige a los hombres, para que se enfrenten con la verdad; y como ocasiones, que se nos ofrecen a los cristianos, para anunciar con nuestras obras y con nuestras palabras ayudados por la gracia, el Espíritu al que pertenecemos. Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo 605. "Santificar el propio tiempo" es darle un sentido trascendente, llenarlo de actos de valor intrínseco, emplearlo, en definitiva, para contemplar a Dios. Entonces el cristiano "toca" la eternidad. El conocimiento amoroso del Dios eterno es lo que da pleno sentido a su tiempo, por encima de su relación con las cosas creadas. Pero las cosas creadas, y concretamente las activida des temporales, son materia de contemplación para san Josemaría. Él exhorta a vivir cada instante con vibración de eternidad 606, dando así extraordinario relieve a los quehaceres profesionales, familiares, sociales, y al empeño de "realizarlos bien". Se comprende entonces que salvar la historia incluya, para él, buscar el perfeccionamiento del mundo, el progreso temporal, como parte importante del bien común que el cristiano ha de procurar. El progreso rectamente ordenado es bueno, y Dios lo quiere 607, afirma, y cuando habla de redimir o santificar el propio tiempo –la propia época histórica– lo hace desde la perspectiva de que los cristianos tenemos el deber de construir la ciudad temporal 608. Desde luego, no consiste la salvación de la historia en el progreso temporal. Es preciso distinguir bien las dos cuestiones. La enseñanza de san Josemaría se refiere –como ya hemos dicho y repetiremos más veces a lo largo de esas páginas– a las "actividades" humanas temporales, más que a los "efectos" de esas actividades en el mundo. No se pronuncia sobre la cuestión de si el desarrollo humano económico, científico, social, etc., objetivamente considerado, anticipa en cierto sentido el Reino de los Cielos en la historia, tema del que se ocupan otros autores 609. Lo que afirma es que el afán por contribuir eficazmente a ese desarrollo por parte del cristiano es nada menos que una exigencia constitutiva de su vocación cristiana, porque Dios, que ha encomendado al hombre la tarea de perfeccionar el mundo cultivándolo con su trabajo (cfr. Gn 2, 15), ha confiado esta misión de un modo específico a los laicos, llamándoles a santificar el mundo desde dentro haciendo uso de sus talentos (cfr. Mt 25, 13). Por eso san Josemaría apremia a que se pongan en juego las cualidades personales recibidas de Dios, independientemente de los resultados humanos que se obtengan, porque el fruto sobrenatural está asegurado si se ha trabajado por amor a Dios. Lo que redime y salva la historia es, antes que el éxito humano, el amor a Dios con que se realizan las actividades temporales; buscando, ciertamente, que den el fruto humano que les corresponde, pero sin hacer consistir todo su valor en ese fruto. De ahí que pregone: ¡Desentierra ese talento! Hazlo productivo: (...) no importa que el resultado no sea en la tierra una maravilla que los hombres puedan admirar. Lo esencial es entregar todo lo que somos y poseemos, procurar que el talento rinda, y empeñarnos continuamente en producir buen fruto 610. El Concilio Vaticano II indica en la Gaudium et spes algunos puntos básicos de la doctrina católica sobre el sentido del progreso humano para la salvación de la historia. "La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que pueda contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, es de gran importancia para el reino de Dios" 611. Las enseñanzas de san Josemaría se encuentran en plena sintonía con estas palabras y abren camino a su realización. Lo que importa para el Reino de Dios es que los cristianos busquen por amor a Dios y poniendo en práctica las virtudes humanas, el progreso económico, científico, cultural, etc., no que lo alcancen de hecho. El progreso humano objetivamente logrado no ha de confundirse con el Reino de Dios. Dicho de otro modo: elemento esencial de la santificación en medio del mundo es la búsqueda del progreso humano, al que las actividades temporales tienden por naturaleza, no su efectiva consecución, porque es el acto humano lo que cuenta para la santificación. El hombre puede amar y cumplir la Voluntad de Dios aun cuando no consiga lo que pretende o cuando fracase humanamente. No es un "mejor estado de cosas" en el mundo, sino un "mejor estado de los corazones" aquello en lo que consiste esencialmente el Reino de Dios: la santidad o identificación personal con Cristo. Está claro que, como exigencia de la santidad y del apostolado en medio del mundo, el cristiano ha de buscar con todo afán mejorar el estado de cosas en la sociedad: la instauración de la justicia, la paz y el logro de los demás bienes humanos. Volvamos a citar la palabras de san Josemaría: los cristianos tenemos el deber de construir la ciudad temporal 612. Y añadimos ahora que para élel trabajo profesional es medio imprescindible para el progreso de la sociedad y el ordenamiento cada vez más justo de las relaciones entre los hombres 613. La construcción de la "ciudad temporal" por medio del trabajo contribuye al Reino de Dios y a la salvación de las almas. Pero el fin último de la vida cristiana no es la búsqueda del progreso terreno, que no tiene una cumbre en la que el hombre alcanza su plenitud. Por otra parte, no avanza linealmente en la historia: hay conquistas, estancamientos y retrocesos. Lo advierte con claridad: no os dejéis engañar nunca por ese mito del progreso perenne e irreversible –entendedme: el progreso, rectamente ordenado, es bueno, y Dios lo quiere–, de ese progreso que ciega los ojos de tanta gente, porque a veces no percibe que la humanidad, en algunos de sus pasos, vuelve atrás y pierde lo que antes había conquistado 614. En otro momento vuelve sobre esta idea: Si miramos a nuestro alrededor y consideramos el trans curso de la historia de la humanidad, observaremos progresos y avances. La ciencia ha dado al hombre una mayor conciencia de su poder. La técnica domina la naturaleza en mayor grado que en épocas pasadas, y permite que la humanidad sueñe con llegar a un más alto nivel de cultura, de vida material, de unidad. Algunos quizá se sientan movidos amatizar ese cuadro, recordando que los hombres padecen ahora injusticias y guerras, incluso peores que las del pasado. No les falta razón. Pero, por encima de esas consideraciones, yo prefiero recordar que, en el orden religioso, el hombre sigue siendo hombre, y Dios sigue siendo Dios. En este campo la cumbre del progreso se ha dado ya: es Cristo, alfa y omega, principio y fin (cfr. Ap 21, 6). En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 615 El destino definitivo del cosmos, tal como lo ha querido Dios en su plan de salvación, no se ha de ver como el resultado de un proceso físico, de perfeccionamiento o de destrucción, sino a la luz del crecimiento moral y religioso de las personas, que avanzan por su libre correspondencia a la gracia de Cristo. "La tensión escatológica cristiana hacia el futuro no es por tanto una filosofía de la historia inmanente o intramundana. La redención cristiana del tiempo tiene una dimensión estrictamente "vertical" y no comporta una exaltación del desarrollo "horizontal" del hombre, que continúa según la propia dinámica, pero no se ha de divinizar. La historia permanece siempre abierta y el futuro humano no es necesariamente ni mejor ni peor, es más, contendrá siempre elementos que habrá que corregir. La historia profana es el conjunto de las circunstancias temporales en las cuales cada ser humano debe vivir su personal vocación a la vida eterna, y no un simple estado transitorio hacia Dios (cfr. Gaudium et spes, 38-39)" 616. Cuando san Josemaría afirma que en la historia, en el tiempo, se edifica el Reino de Dios 617 o se va tejiendo la obra de la salvación eterna 618, no se limita a señalar que la santidad cristiana se realiza en el tiempo. Se está dirigiendo principalmente a los fieles laicos para recordarles que en su actuar terreno hay una llamada de Dios a la santificación personal, que es lo que edifica el Reino de Dios en la historia. Esa santificación la deben buscar en el ejercicio de las nobles actividades temporales, encaminadas hacia el progreso terreno. Han de destacar entre sus iguales por su afán de contribuir al bien común y, concretamente, por su empeño en impulsar el progreso humano con sentido de misión, dando su "tono" a la sociedad, al poner la esperanza en la vida eterna, sin plegarse a la presión de un ambiente que idolatre los bienes de este mundo. Por último hemos de mencionar aún dos temas, relacionados con la salvación de la historia y estrechamente ligados entre sí. Para san Josemaría, el deseo de redimir el tiempo comporta la determinación de aprovechar cada instante y la certidumbre del valor de las "cosas pequeñas". En primer lugar, el aprovechamiento del tiempo. El tiempo es ¡gloria! 619, escribe en Camino. El Señor tiene derecho –y cada uno de nosotros obligación– a que "en todo instante" le glorifiquemos. Luego, si desperdiciamos el tiempo, robamos gloria a Dios 620. En una homilía titulada El tesoro del tiempo, se refiere más extensamente a esta idea. El tiempo de los hijos de Dios es tiempo de amar y de dar fruto: Me dirás, quizá: ¿y por qué habría de esforzarme? No te contesto yo, sino San Pablo: el amor de Cristo nos urge (2Co 5, 14). Todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad. (...) La duración de una vida es muy corta. Pero, ¡cuánto puede realizarse en este pequeño espacio, por amor de Dios! 621 En segundo lugar, como concreción de lo anterior, el valor de las "cosas pequeñas". El cristiano puede redimir el tiempo por medio de las acciones corrientes de la vida ordinaria: de "cosas pequeñas" que materialmente inciden poco en el curso de los acontecimientos pero que, si están hechas por amor a la Voluntad de Dios, como las acciones corrientes de Jesús en los años de Nazaret, plasman ese amor en la historia y la encauzan hacia su fin, secundando el plan salvífico divino 622. De ahí la convicción, de enorme importancia práctica: De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes 623. Podemos concluir este apartado, observando que el mensaje de san Josemaría sobre la santificación de las realidades temporales puede ser visto como un eslabón del plan salvífico que enlaza con el comienzo de la historia. Al inicio "Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara" (Gn 2, 15). San Josemaría descubre en este pasaje la importancia del trabajo con el que el hombre puede transformar el mundo y hacer progresar a la sociedad humana según los designios de Dios; considera que el dolor y la fatiga se han unido al trabajo sólo después del pecado (cfr. Gn 3, 17-19); y comprende, en fin, que el Hijo de Dios, al hacerse hombre, haya querido trabajar y que su trabajo corriente tenga valor redentor. Con esta luz ve al cristiano, hecho hijo de Dios en Cristo, viviendo la misma vida de Cristo en sus actividades temporales y, especialmente, haciendo de su trabajo, fuente de progreso humano, un medio de santificación. Ve en definitiva el espíritu que ha recibido el 2 de octubre de 1928, engarzado en el plan divino de salvación que otorga a la historia humana su más profundo significado y el rumbo hacia su coronación al final de los tiempos con la segunda venida de Cristo. Como se puede ver, los seis apartados anteriores en los que hemos expuesto las nociones que están en la base de la enseñanza de san Josemaría, comprenden dos grupos: uno que aclara las bases ontológicas de la santidad y otro que versa sobre su realización en la historia. Cualquier descripción del marco teológico de las enseñanzas de san Josemaría tendrá que incluir estas dos dimensiones, la ontológica y la histórica, ya que el estilo de vida cristiana que él predica es una vida en Dios y en el mundo –o, con sus mismas palabras, en el Cielo y en la tierra 624–, una vida de hijos de Dios encarnada, inmersa en las realidades temporales, a las que se busca ordenar a la gloria de Dios y a la santificación propia y de los demás. III. LA LLAMADA UNIVERSAL A LA SANTIDAD Y LOS DESTINATARIOS DE LA ENSEÑANZA DE SAN JOSEMARÍA El mensaje de san Josemaría surge en el contexto histórico que hemos descrito sumariamente en la sección primera y se asienta sobre unas bases teológicas que acabamos de exponer en la segunda sección. Para entenderlo correctamente, es necesario aclarar, además, quiénes son sus destinatarios. San Josemaría se dirige a todos los cristianos (y aún a todos los hombres y mujeres) con el anuncio de la llamada universal a la santidad y al apostolado; pero gran parte de sus enseñanzas se orientan más específicamente a quienes han sido llamados por Dios a la santidad a través del cumplimiento de sus deberes en la vida corriente; y algunas se dirigen específicamente a los fieles del Opus Dei, a quienes transmite determinados medios y modos de alcanzar esa santidad. En esta sección final, por tanto, hablaremos primero de la predicación de san Josemaría sobre la llamada universal a la santidad; después, de la diversidad de vocaciones en la Iglesia, y de modo particular de la vocación a la santidad en medio del mundo; por último, dedicaremos nuestra atención a la llamada al Opus Dei, no para concentrarnos en la institución como tal, sino porque prácticamente la totalidad de lo que predica san Josemaría sobre esta llamada específica se aplica igualmente a la vocación a la santidad en medio del mundo, en general, por la sencilla razón de que los miembros del Opus Dei son fieles corrientes como los demás. Éste es, en síntesis, el objetivo de la tercera y última sección de la Parte preliminar. III.1. LA LLAMADA UNIVERSAL A LA SANTIDAD Y AL APOSTOLADO a) Noción y recorrido histórico Como es sabido, "vocación" proviene del latín vocatio, traducción del griego klh`sis (klêsis), que significa "llamada". Este término y otros derivados de "llamar" (kalevo), aparecen centenares de veces en el Antiguo Testamento referidos a Dios que llama 625. Así como un padre pone un nombre a su hijo y en este sentido "le llama", análogamente Dios "llama" en el sentido de que impone un nombre que, o bien designa la esencia de las cosas –como sucede por primera vez en Gn 1, 5: "Dios llamó a la luz "día", y a la tiniebla llamó "noche""–; o bien designa un constitutivo de la esencia, como en el caso del primer hombre, llamado "Adam" (cfr. Gn 5, 2) porque ha sido formado del barro de la tierra, "adamah" (cfr. Gn 2, 7). También se dice en la Escritura que Dios llama en el sentido de que "llama hacia sí", para que alguien se le acerque y comunicarle una misión que configurará su vida, desvelando su finalidad y pidiendo una respuesta libre: así puede verse, por ejemplo, en la vocación de Moisés: "(Dios) lo llamó desde la zarza: –¡Moisés, Moisés! Y él respondió: –Heme aquí" (Ex 3, 4). Este sentido de "llamar" está ligado al anterior de poner un nombre que manifiesta la esencia, porque al llamar a un hombre Dios lo hace para comunicarle la misión que da sentido a su existencia. La vocación es "el acto eterno y gratuito de Dios por el que se desvela a un hombre concreto el porqué y el paraqué de su vida" 626. Se comprende que se haya afirmado que la vocación divina es la "definición cristiana del hombre" 627. En el Nuevo Testamento, el término "vocación", en cuanto llamada divina, aparece más de doscientas veces 628. Designa la llamada gratuita de Dios a ser hijos suyos adoptivos en Jesucristo y partícipes de su misión redentora. Dios, escribe san Pablo, "nos ha llamado con una vocación santa, no en razón de nuestras obras, sino por su designio y por la gracia que nos fue concedida por medio de Cristo Jesús desde la eternidad" (2Tm 1, 9). Quien llama es el mismo Jesucristo, como Dios. Lo hace ya sea imponiendo un nombre nuevo –"Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas, que significa "Piedra"" (Jn 1, 42)–; ya sea para conferir una misión: "Y subiendo al monte llamó a los que él quiso, y fueron donde él estaba. Y constituyó a doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar" (Mc 3, 10). La llamada es la revelación, en un momento determinado, de una elección precedente. Lo atestigua san Pablo cuando habla de sí mismo: "Dios, que me eligió desde el vientre de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciara entre los gentiles" (Ga 1, 15-16). La Sagrada Escritura narra numerosas llamadas singulares como las de Abrahán, Moisés, los Apóstoles... Esto no significa que Dios llame solamente a algunos. Él llama a todos a la santidad, porque "ésta es la Voluntad de Dios, vuestra santificación" (1Ts 4, 3) 629. En los casos individuales se confieren misiones particulares 630, pero la llamada comporta siempre una participación en la misión de Cristo en orden a la realización de la Voluntad salvífica universal del Padre que "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tm 2, 4) 631. Con otras palabras: Dios llama a todos los hombres a la unión consigo –a la santidad–, y confía a los cristianos la misión de servir a ese designio universal, haciéndoles partícipes de la mediación de Cristo. En los primeros siglos de la Patrística se usa el término vocación para referirse a "la vocación grande y santa del Bautismo", como dice el Pastor de Hermas 632: esto es, a la llamada de cada uno de los fieles cristianos a la santidad, y se destaca que esta llamada implica una radical conversión de vida 633. También se emplea el término para indicar la llamada específica al sacerdocio, en la línea de lo que se lee en la Epístola a los Hebreos: "nadie se atribuye este honor, sino el que es llamado por Dios, como Aarón" (Hb 5, 4) 634. Pero este uso del término en nada compite con el de vocación a la santidad. Indica, en efecto, la llamada a ejercer un ministerio necesario a todos para la búsqueda de la santidad. También se habla de "vocación al martirio" porque, como dice Clemente de Alejandría, los verdaderos mártires no son los que se lanzan temerariamente a los peligros, sino los que dan su testimonio cuando Dios los llama al martirio 635. La llamada al martirio tampoco resta nada a la vocación a la santidad, ni la reduce a segundo plano: todos están llamados a la santidad, y algunos son llamados a alcanzarla pasando por el martirio. Sin embargo, a partir del siglo IV la idea de vocación comienza a experimentar un giro, o más bien una reducción. En su obra acerca de la vida de san Antonio Abad, san Atanasio relata cómo Antonio escucha en un sermón las palabras de Jesús al joven rico: "Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselos a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme" (Mt 19, 21). Al entenderlas como dirigidas a sí mismo, vende efectivamente sus posesiones y se dedica a la oración y a la ascesis, retirándose poco después al desierto 636. Es una llamada, una vocación. Paulatinamente la "vocación" se irá asociando cada vez más a una llamada particular al apartamiento del mundo y, con el paso del tiempo, se tenderá a reservar el término para designar principalmente las diversas formas de vocación religiosa, además de aplicarlo a la vocación sacerdotal. "Tener vocación" significará estar llamado al sacerdocio o a la vida religiosa 637. Al inicio esto no implica olvidar que todos los fieles, también los laicos, están llamados a la santidad. De hecho, jamás se pierde –no se podía perder– esta verdad en la Iglesia. Los testimonios son más numerosos al principio, como puede verse en los textos de san Juan Crisóstomo y de otros Padres citados más arriba 638, pero se pueden encontrar en todas las épocas. Por citar uno sólo de la edad moderna, recordemos las palabras fuertes que dirige Pierre de Bérulle, en el s. XVII, a todos los bautizados: "Todos vosotros podéis ser santos si queréis. Todos debéis ser santos y, si no lo sois, profanáis vuestra condición" 639. Por lo demás, el Catecismo de san Pío X, en 1905, lo recuerda explícitamente, como doctrina de siempre 640. Y sin embargo hay que reconocer que, en el caso de los laicos esta llamada se considera de modo más bien genérico, como si no hubiesen recibido, también ellos, una vocación concreta. Este orden de ideas permanece sustancialmente, con diversos matices, hasta la segunda mitad del siglo XX 641. El punto de inflexión lo marca, sin duda, el Concilio Vaticano II con la proclamación de la vocación universal a la santidad y de la misión propia y específica de los fieles laicos. Ya hemos recordado antes los textos principales 642. El concepto de "vocación divina" vuelve a ser patrimonio de todos los fieles: también, y a título pleno, de los laicos. Hay que decir, no obstante, que bastantes publicaciones teológicas sobre el tema, posteriores al Concilio, no reflejan aún adecuadamente la trascendencia del cambio: hablan de una vocación general a la santidad, pero siguen considerando como vocaciones "específicas" únicamente la religiosa y la sacerdotal, no la laical 643. San Josemaría no sólo refleja el cambio sino que, según testimonios autorizados, lo anticipa y prepara 644. Una de las oraciones de su memoria litúrgica atestigua que Dios lo constituyó universalis vocationis ad sanctitatem et ad apostolatum in Ecclesia praeconem 645: lo presenta como preconizador y heraldo de la vocación universal a la santidad. El papa Benedicto XVI, al referirse a san Josemaría en la Exhortación apostólica Verbum Domini, menciona expresamente "su predicación sobre la llamada universal a la santidad" 645bis. Desde luego, "el humus de su predicación desde el 2 de octubre de 1928" 646 es esta llamada que Dios dirige a todos los bautizados. Su enseñanza recupera la fuerza de la noción originaria de vocación a la santidad extendida a todos los cristianos y resalta concretamente que los laicos están comprendidos en esa llamada que las vicisitudes de la historia habían difuminado en la conciencia de muchos. Vamos a detenernos en este punto. b) Aplicación a los laicos Citaremos primero unas palabras emblemáticas de la predicación de san Josemaría y comentaremos después, esquemáticamente, los aspectos más característicos, sirviéndonos también de otros textos. Tienes obligación de santificarte. –Tú también. –¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto" 647. El primer aspecto digno de resaltar es que este punto de Camino se dirige a los laicos (la referencia a los "sacerdotes y religiosos" da a entender que está fuera de duda su llamada a la perfección). La llamada a la santidad es universal en concreto y no exclusiva de unos pocos, ni de un estado de vida determinado 648. No hay motivo para restringir el alcance de la "vocación" al sacerdote y al religioso 649. Todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor. De todos, cualesquiera que sean sus condiciones personales, su posición social, su profesión u oficio 650. San Josemaría no se limita a proclamar la llamada a la santidad de modo genérico. Esa llamada es universal tanto en sentido subjetivo (todos los hombres son llamados personalmente) como en sentido objetivo (todas las situaciones de la vida son lugar y medio de santidad) 651. Aplica esta convicción concretamente a los laicos y afirma, en buena lógica, que las circunstancias y tareas nobles que realizan, son camino de santificación cuando se llevan a cabo por amor a Dios, que es la esencia de la santidad. Tal es el sentido de su mensaje: mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas 652. Esta convicción permite apreciar el relieve vocacional de las diversas situaciones humanas. La vida corriente y ordinaria no es cosa de poco valor: todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos llama a identificarnos con Él, para rea lizar –en el lugar donde estamos– su misión divina 653. De ahí que al hablar de la vocación cristiana, insista en que "no es llamada a dejar el lugar en el que se está, sino invitación a vivir de forma nueva la existencia que se posee, y ello como consecuencia de una luz que permite advertir en esa existencia dimensiones divinas que antes permanecían ocultas" 654. La luz de la vocación a la santidad conduce a ver de modo nuevo los talentos de cada uno y las circunstancias en las que se encuentra (incluso las adversas) 655. No son algo fortuito ni ajeno a la vocación a la santidad y al apostolado, sino que están incluidas en su realización. En particular, san Josemaría llama la atención sobre el hecho de que la vocación humana –la vocación profesional, familiar y social– no se opone a la vocación sobrenatural: antes al contrario, forma parte integrante de ella 656. De ahí la advertencia frecuente, de sabor paulino, a permanecer en la vocación en que cada uno ha sido llamado (cfr. 1Co 7, 20), sin la locura de cambiar de sitio 657. Se trata, según Pedro Rodríguez, de una "exhortación al hombre de la calle para que no abandone el mundo por motivos religiosos, para que esté en su sitio: es decir, para que asuma con alegría cristiana y creadora el dinamismo profesional, social, familiar y político de la situación en que se encuentra" 658. Allí donde le ha puesto la providencia paternal de Dios, allí recibirá las gracias necesarias para santificarse y para ser instrumento de santificación. "A mi juicio –escribe Alfredo García Suárez– quiere indicarse con esta expresión ["la locura de cambiar de sitio"] el sinsentido de imaginar que la eficacia cristiana y eclesial sólo puede alcanzarse fuera de la situación providencial que tiene el creyente en el mundo, o bien dentro de esa situación, pero instrumentalizando su naturaleza y alcance originales" 659. Especialmente significativas en este sentido son las palabras paulinas, a las que acabamos de aludir: "Que cada uno permanezca en la vocación (klhsei) en que fue llamado (eklhqh)" (1Co 7, 20). El análisis del contexto y de las diferentes interpretaciones propuestas, permite concluir al biblista Miguel Ángel Tábet que el Apóstol habla de la condición de vida del cristiano –su estado, su profesión, etc.– como de una "vocación humana" estrechamente ligada a la llamada a la santidad: "El texto (...) resume, sin duda, uno de los temas que estaban muy dentro del corazón vibrante de San Pablo. La idea de que la situación humana ordinaria, de cada hombre, cae dentro de los planes divinos de salvación; que la vocación humana y la vocación divina no son ajenas, sino que se hermanan y entrecruzan de modo tal que –en general– la vocación cristiana debe realizarse precisamente en aquellas circunstancias hacia las que el hombre es llevado por los resortes de la vida y su inclinación personal" 660. Illanes comenta que, en la enseñanza de san Josemaría, "cuando se habla de permanecer en la vocación en que Dios llamó, no se hace con intención de excluir los cambios que son producto del desarrollo profesional, social, etc., sino con la de afirmar que la vocación cristiana no implica, de por sí, cambio alguno, ya que invita a santificar la situación humana en que se vive, sea ésta estable o cambiante según lo que el dinamismo histórico haga posible o traiga consigo" 661. c) "No hay cristianos de segunda categoría" El aspecto anterior debe completarse con la consideración de que Dios no solamente llama a todos, sino que todos estamos igualmente llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio 662. Concretamente, san Josemaría aplica esta doctrina a los sacerdotes seculares y a los laicos: Por exigencia de su común vocación cristiana –como algo que exige el único bautismo que han recibido– el sacerdote y el seglar deben aspirar, por igual, a la santidad (...). Esa santidad, a la que son llamados, no es mayor en el sacerdote que en el seglar: porque el laico no es un cristiano de segunda categoría. La santidad, tanto en el sacerdote como en el laico, no es otra cosa que laperfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina, pues todos somos a los ojos de nuestro Padre Dios hijos de igual condición 663. El principio que se afirma con estas palabras no ha sido tan pacíficamente poseído a lo largo de la historia como cabría suponer, sobre todo en relación con la vocación religiosa. Algunos textos de la época patrística se han entendido como si hubiera que distinguir dos clases de cristianos (de "buenos cristianos"): los que están llamados a seguir radicalmente a Cristo y los que no lo están 664. Y durante siglos se ha designado como "estado de perfección" el de los religiosos, al que no todos están llamados. No obstante consta que la llamada de Cristo es llamada radical a la perfección, dirigida a todos. Con razón ha hecho notar Illanes que "si el radicalismo es nota característica del ideal cristiano como tal –y lo es ciertamente–, no puede, al mismo tiempo, ser el elemento especificador de una de las concretas vocaciones, estados o condiciones de vida en las que se encuentran o a las que pueden ser llamados los cristianos" 665. Aunque con la expresión "estado de perfección" no se haya pretendido afirmar que la perfección cristiana sólo es posible dentro de ese estado 666, en la práctica ha inducido a pensar así. San Josemaría sale al paso de esa interpretación: No es nunca la santidad cosa mediocre 667, alega. La meta es bien alta: sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48) 668. Que sea alta no significa que la puedan alcanzar sólo unos pocos: la santidad es cosa asequible 669. Y es asequible a todos. Las palabras "Tú también", del punto de Camino citado al comienzo del apartado anterior ("Tienes obligación de santificarte. –Tú también..."), indican que san Josemaría predica la vocación universal a la santidad como una llamada dirigida personalmente a cada uno, no a una masa anónima. No hay nadie que no esté llamado, que no tenga "vocación". Dios no deja a ningún alma abandonada a un destino ciego: para todas tiene un designio, a todas las llama con una vocación personalísima, intransferible 670. Fíjate bien: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro. Les llama a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a una vida eterna 671. Es una idea sobre la que vuelve una y otra vez. Nos llama a cada uno por nuestro nombre 672, suele decir, recordando las palabras dirigidas por el Señor al profeta: "te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío" (Is 43, 1) 673. Esta llamada a la santidad es, sí, "personal", pero no individualista. La klêsis, en cuanto vocación divina, es una llamada a formar la ekklesia, la Iglesia, convocación de los creyentes. El Concilio lo recuerda cuando enseña que "Dios ha querido santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituyéndoles en un pueblo" 674. San Josemaría lo expresa con una bella metáfora: Ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad 675. Al recibir el don de la vida sobrenatural, cada uno se convierte en cooperador de Dios para la transmisión de esa vida a otros. Por eso la expresión "vocación a la santidad" se ha de tomar siempre –así lo entiende san Josemaría– como una forma abreviada de "vocación a la santidad y al apostolado" 676. d) Descubrimiento de la vocación a la santidad Numerosos textos de san Josemaría sobre la llamada a la santidad se refieren a su descubrimiento por parte del cristiano, es decir, al momento en el que, después de haber tomado conciencia de esa llamada, se decide a seguirla entregando libremente su vida a Dios. Considera que ese momento trascendental tiene unas raíces eternas. Somos hijos de Dios –predica en una homilía–, escogidos por llamada divina desde toda la eternidad: nos eligió el Padre, por Jesucristo, antes de la creación del mundo para que seamos santos en su presencia (Ef 1, 4) 677. Esa llamada eterna a la santidad ha sido comunicada en el tiempo, a través del Bautismo, donde Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo 678. Por medio de las aguas bautismales, Dios ha depositado en el cristiano un germen de vida sobrenatural que le prepara para asumir en un momento determinado y de modo consciente y libre su personal llamada a la santidad, bajo la luz y la fuerza de una gracia actual que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia 679 llevando a convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena 680. Es la "gracia de la vocación", que se llama así porque está destinada a suscitar la respuesta positiva a la vocación divina, decidiéndose totalmente por el amor a Dios, y también porque abre paso a un don permanente, el don de la vocación ya recibida y asumida, que se designa igualmente como "gracia de la vocación" 681. En bastantes ocasiones, san Josemaría se dirige a los que todavía no han tomado esa decisión, para animarles a responder pronta y generosamente a la llamada de Dios. Pueden verse en este sentido, por ejemplo, los puntos del capítulo "Llamamiento", de Camino. Les aconseja que pidan a Dios luz y fuerza, fomentando en su interior la disposición de cumplir lo que les pida, porque el Señor muestra su Voluntada quien está dispuesto a seguirla. Es un consejo nacido de su propia experiencia. Desde la adolescencia rogaba a Dios que le hiciera ver su Voluntad, repitiendo la súplica del ciego de Jericó: Domine, ut videam!, ¡Señor, que vea! (Mc 10, 51), y a la vez manifestaba el deseo de cumplirla: Domine, ut sit!, ¡Señor, que sea! (que cumpla lo que me hagas ver). Después, a lo largo de toda su vida pidió luces para descubrir la Voluntad divina, decidido siempre a ponerla por obra 682. Pero los textos en los que describe con más riqueza de matices los elementos característicos del descubrimiento de la vocación son aquellos en los que habla a quienes ya han respondido positivamente a esa gracia inicial y tienen delante de sí el panorama de la fidelidad al don de su vocación 683. Así sucede con las siguientes palabras, procedentes de una homilía de Epifanía: Hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarle (Mt 2, 2). Es nuestra misma experiencia. También nosotros advertimos que, poco a poco, en el alma se encendía un nuevo resplandor: el deseo de ser plenamente cristianos; si me permitís la expresión, la ansiedad de tomarnos a Dios en serio. Si cada uno de vosotros se pusiera ahora a contar en voz alta el proceso íntimo de su vocación sobrenatural, los demás juzgaríamos que todo aquello era divino. Agradezcamos a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo y a Santa María, por la que nos vienen todas las bendiciones del cielo, este don que, junto con el de la fe, es el más grande que el Señor puede conceder a una criatura: el afán bien determinado de llegar a la plenitud de la caridad, con el convencimiento de que también es necesaria –y no sólo posible– la santidad en medio de las tareas profesionales, sociales... 684. El "nuevo resplandor" y el "deseo de ser plenamente cristianos", indican la gracia de la vocación en cuanto gracia actual que Dios concede para suscitar la respuesta a su llamada. Después se refiere a la vocación en cuanto don ya acogido, afirmando que es "el don más grande, junto con el de la fe, que Dios puede conceder": es el don permanente de la vocación personal a la santidad, la llamada eterna que se hacepresente en el tiempo pidiendo una correspondencia fiel, también permanente. Un don que es y se llama "vocación" no sólo en el caso de religiosos y sacerdotes, sino igualmente en el de la "llamada a la santidad en medio de las tareas profesionales, sociales", etc.: también los laicos han de descubrir su vocación personal a la santidad y al apostolado. En una homilía que lleva como título La vocación cristiana, después de indicar que en la gracia de la vocación personal a la santidad y en el don permanente que recibe quien la acoge no hay mérito alguno por nuestra parte 685, muestra que Dios emplea instrumentos humanos para otorgar esa gracia y ese don. Un día (...), quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana –que es la razón más sobrenatural–, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de Él 686. No son palabras para unos pocos. Todo cristiano ha de ser "apóstol" –en el sentido de que ha de prolongar la misión apostólica– y "apóstol de apóstoles". Ciertamente siempre será necesaria la levadura para que fermente la masa, pero al final todos están llamados a ser levadura. Lejos de reservar este ideal únicamente para quienes han recibido la vocación sacerdotal o la religiosa, lejos de admitir que, en el caso de los laicos, el apostolado sea tarea sólo para algunos, mientras que la mayor parte se puede conformar con un mínimo de práctica religiosa, san Josemaría pone a todo cristiano ante la llamada que Dios le dirige y que reclama siempre, como respuesta, una entrega total. A todos les ha sido dicho: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas" (Mc 12, 30). Las relaciones con Dios son necesariamente relaciones de entrega, y asumen un sentido de totalidad 687. Todo cristiano debe tomar en algún momento de su vida esa decisión de entrega total, y dar este paso no significa de ninguna manera dejar de ser fiel corriente; al contrario, conduce a serlo plenamente, porque el auténtico "fiel corriente" no es el tibio o el aburguesado, sino el que vive con coherencia su condición de discípulo de Cristo. Como conclusión de este apartado podemos decir que la predicación de san Josemaría sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado tiene como destinatarios, por su misma sustancia, a todos los cristianos, pero él piensa especialmente en los fieles laicos, en los que históricamente se ha debilitado la conciencia de esa llamada. De ahí que casi siempre haga referencia a las circunstancias de la vida ordinaria, al sentido divino que tiene el "lugar" en el que se encuentra cada uno, a que no existe una santidad de segunda categoría y a que "todos tienen vocación": una vocación personal que han de descubrir y a la que han de responder con una entrega total. Cuando predica la llamada universal a la santidad y al apostolado, tiene clara conciencia de haber recibido la misión de recordar esa verdad evangélica y de anunciar concretamente a los fieles corrientes, hombres y mujeres de toda condición, que se han abierto los caminos divinos de la tierra 688. III.2. UNIDAD Y DIVERSIDAD DE VOCACIONES EN LA IGLESIA Como acabamos de ver, el punto de partida del mensaje de san Josemaría es que todos los bautizados están llamados a ser santos en Cristo y a participar de su misión redentora. En este sentido, la "vocación a la santidad y al apostolado" es la misma para todos. Sin embargo, no todos han de ir por el mismo camino. Sería un gran error confundir la unidad con la uniformidad, e insistir –por ejemplo– en la unidad de la vocación cristiana, sin considerar al mismo tiempo la diversidad de vocaciones y misiones específicas, que caben dentro de aquella llamada general y que desarrollan sus múltiples aspectos para el servicio de Dios 689. En el Cuerpo místico de Cristo todos los miembros tienen una vocación y misión común: la vocación a la santidad y la misión de llevar el Evangelio a la humanidad entera. Pero cada miembro ha de realizar esa tarea de un modo peculiar. Para esto, hay en la Iglesia, como enseña san Pablo, "diversidad de dones" (1Co 12, 4), "diversidad de ministerios" (1Co 12, 5), "diversidad de acciones" (1Co 12, 6): "a cada uno se le concede la manifestación del Espíritu para provecho común" (1Co 12, 7). Puesto que la diversidad es querida por Dios, cada cristiano debe amar lo que el Señor le ha concedido a él y lo que ha concedido a los demás, apreciándolo como un don para el bien de toda la Iglesia, pues "no puede el ojo decir a la mano: "no te necesito"; ni tampoco la cabeza a los pies: "no os necesito"" (1Co 12, 21). Elemento esencial del espíritu cristiano, escribe san Josemaría, es sentir la unidad con los demás hermanos en la fe (...) amando la variedad de las vocaciones personales 690. A la vez, es importante que cada uno procure ser fiel a la propia llamada divina, de tal manera que no deje de aportar a la Iglesia lo que lleva consigo el carisma recibido de Dios 691. Pasemos a examinar esa diversidad de vocaciones. Siendo la llamada de Dios personal, se puede decir que hay tantas vocaciones como personas. Aquí, sin embargo, no hemos de fijarnos en la diversidad basada en la multiplicidad de sujetos, sino en una diversidad debida a la distinción de caminos específicos hacia la santidad: caminos que pueden ser comunes a varios o a muchos cristianos. ¿En qué se distinguen esos caminos? Resumiremos primero cómo plantea san Josemaría la distinción entre la vocación laical y la religiosa. En el apartado siguiente hablaremos de la vocación sacerdotal. a) Vocación laical y vocación religiosa En el Bautismo todos los cristianos hemos recibido un germen de santidad –la vida sobrenatural de hijos de Dios–, y una participación en el sacerdocio de Jesucristo 692. La santidad es la misma para todos –no hay varios "tipos de santidad" como no los hay de filiación divina 693–, pero Dios llama a la única santidad por diversos caminos que se caracterizan por ser distintos modos de cooperar en la única misión redentora de Cristo y de la Iglesia. El bautismo confiere a todos los cristianos una misión divina, que cada uno debe cumplir en su propio camino 694. Es una peculiar participación (...) en esa misión única 695 de la Iglesia. Pues bien, en los textos de san Josemaría, la diversidad de vocaciones corresponde a esta diversidad de misiones o de modos de participar en la única misión de la Iglesia, según los dones y carismas que el Espíritu Santo distribuye para el crecimiento del Cuerpo místico de Cristo, porque la vocación cristiana de cada uno es una llamada a la santidad realizando una misión: la vocación divina nos da una misión, nos invita a participar en la tarea única de la Iglesia 696. El término misión (del latín missio: envío) se puede usar en un sentido común y en otro específico. En sentido común a todos los cristianos, hay en la Iglesia "unidad de misión" 697: la de evangelizar o corredimir con Cristo. En sentido específico, se puede hablar de misiones diversas, como diferentes modos de participar en la única misión de la Iglesia, correspondientes ala "diversidad de ministerios" 698. Así lo hacemos aquí, como lo hace san Josemaría, que habla de "misión específica del laico", de "misión de los religiosos" o de "misión del sacerdote" 699: "no porque a cada uno le corresponda una parte de esta misión [única de la Iglesia], sino porque a todos corresponde la entera misión pero según diversos modos particulares (y, por lo tanto, parciales)" 700. Con base en la misión, san Josemaría distingue en primer lugar dos vocaciones alternativas: la vocación laical y la religiosa. La primera se recibe en el Bautismo y se caracteriza por ser una llamada a santificarse en medio del mundo, con la misión de santificarlo desde dentro de las actividades civiles y seculares: la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra –de manera inmediata y directa– las realidades seculares, el orden temporal, el mundo 701. Esta misión se puede realizar de formas diversas, que tienen en común lo esencial de la vocación y misión laical, pero que se distinguen entre sí por el "espíritu" y por los modos y medios que emplean. Con otras palabras, dentro de la vocación y misión laical, caben diferentes caminos de santificación y apostolado. Al servicio de la vocación y misión propia de los laicos, Dios concede también dones diversos, como son el celibato y el matrimonio. San Josemaría enseña que hay laicos que han recibido el don del celibato y otros el del matrimonio, ambos dentro de la vocación laical: "cada cual tiene de Dios su propio don" (1Co 7, 7). Hay fieles corrientes con el don del matrimonio y fieles corrientes con el don del celibato.Estos últimos no son simplemente los no casados, sino aquellos que deciden no contraer matrimonio "propter regnum caelorum" (Mt 19, 12): por amor a Dios y a su voluntad salvífica, en respuesta a un don suyo.Y puesto que todo don de Dios representa una llamada a corresponder, se puede hablar –así lo hace san Josemaría– de vocación al celibato 702 y de vocación matrimonial 703, como especificaciones de la vocación laical. Detallemos un poco más esta cuestión. Cuando se habla de "celibato" se suele pensar en el "celibato sacerdotal" de los ministros sagrados o en el "celibato consagrado" de los religiosos (o de la "vida consagrada"). Sin embargo, san Josemaría se refiere también al don del celibato en los laicos, fieles corrientes, designándolo normalmente celibato apostólico 704. Fomentaentre ellos la respuesta a ese don –un puro don de Dios 705, subraya–, convencido de su valor para amar a Dios con el corazón indiviso y de su necesidad para la labor apostólica de difundir la santificación en la vida ordinaria. En su enseñanza sobre este tema destacan dos puntos: 1) El primero es que el aprecio por el celibato no disminuye la estima por el matrimonio; al contrario, conduce a valorarlo como camino de santificación por el que muchos fieles han sido llamados con auténtica vocación divina 706. Para san Josemaría está claro que el celibato es, según la enseñanza del Concilio de Trento, un don superior al del matrimonio, pero que la santidad no depende de haber recibido uno u otro don, sino de la respuesta personal de cada uno. Todos podemos y debemos ser santos... Todos. La vida matrimonial es también vocación. Ciertamente la virginidad o el celibato por amor de Dios es más alto que la vida matrimonial (...). Esto no quiere decir que las personas casadas no pueden llegar a un grado de santidad más alto que las que no se casaron: la santidad personal depende de la fidelidad de cada uno a su propia vocación 707. Recordemos las palabras del Concilio de Trento: "si alguno dijere que el estado conyugal debe anteponerse al estado de virginidad o de celibato, y que no es mejor y más perfecto permanecer en virginidad o celibato que unirse en matrimonio (cfr. Mt 19, 11 s.; 1Co 7, 25 s., 38 y 40), sea anatema" 708. Como se ve, el texto remite a la doctrina de san Pablo en el capítulo 7 de la Primera Carta a los Corintios. En ese mismo capítulo el Apóstol explica que "el que está casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y está dividido" (1Co 7, 33-34), mientras que el célibe por el Reino de los Cielos "se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor" (1Co 7, 32). La "división" del casado se debe a que se tiene que preocupar "de cómo agradar a su mujer" (1Co 7, 33) y la casada de "cómo agradar a su marido" (1Co 7, 34), mientras que quien ha recibido el don del celibato se puede preocupar sólo de "cómo agradar a Dios" (1Co 7, 32) y no tiene esa división. San Josemaría expresa la razón que late en la doctrina paulina diciendo que quien ha recibido el don del celibato puede ofrecerle [a Dios] el corazón indiviso, sin la mediación del amor terreno 709. Esto es lo propio del celibato: la entrega a Dios por amor, para cooperar en la transmisión de la vida sobrenatural a otros, es decir, en la extensión del Reino de los Cielos, con todas las energías del propio ser, cuerpo y alma, sin necesidad de una mediación como la del matrimonio 710. Pero no por haber recibido un don mejor el célibe está más cerca de Dios, o es más santo, o está llamado a una santidad mayor. Para san Josemaría, la afirmación paulina de que el casado "está dividido" no debe entenderse de modo que desacredite el matrimonio como camino de santificación. Sean cuales fueren los dones recibidos, lo que cuenta en último término es la correspondencia de cada uno a su propia vocación: para cada uno, lo más perfecto es –siempre y sólo– hacer la voluntad de Dios 711. San Josemaría trata esta cuestión con relativa amplitud en Conversaciones, respondiendo a la petición de aclarar una frase que había escrito años antes en Camino: El matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo 712. Vale la pena reproducir sus palabras, que no necesitan nuevas explicaciones: Conviene recordar que la mayor excelencia del celibato –por motivos espirituales– no es una opinión teológica mía, sino doctrina de fe en la Iglesia. Distinto es el caso de la parábola de las "minas" (cfr. Conversaciones 19, 13 ss.), donde todos reciben lo mismo, una sola mina (como sucede con la gracia santificante en el Bautismo), pero uno logra que produzca diez y otro cinco; y el premio que reciben, es diverso: a uno se le dan diez "ciudades" y a otro cinco, a la medida de su respuesta al Amor de Dios. De estas dos parábolas se puede inferir que el premio –la santidad– no depende de los dones recibidos sino de la correspondencia amorosa de cada uno. Cuando yo escribía aquellas frases (en Camino, n. 28), allá por los años treinta, en el ambiente católico –en la vida pastoral concreta– se tendía a promover la búsqueda de la perfección cristiana entre los jóvenes haciéndoles apreciar sólo el valor sobrenatural de la virginidad, dejando en la sombra el valor del matrimonio cristiano como otro camino de santidad (...). En el Opus Dei hemos procedido siempre de otro modo, y –dejando muy clara la razón de ser y la excelencia del celibato apostólico– hemos señalado el matrimonio como camino divino en la tierra. A mí no me asusta el amor humano, el amor santo de mis padres, del que se valió el Señor para darme la vida. Ese amor lo bendigo yo con las dos manos. Los cónyuges son los ministros y la materia misma del sacramento del Matrimonio, como el pan y el vino son la materia de la Eucaristía. Por eso me gustan todas las canciones del amor limpio de los hombres, que son para mí coplas de amor humano a lodivino. Y, a la vez, digo siempre que, quienes siguen el camino vocacional del celibato apostólico, no son solterones que no comprenden o no aprecian el amor; al contrario, sus vidas se explican por la realidad de ese Amor divino –me gusta escribirlo con mayúscula– que es la esencia misma de toda vocación cristiana. No hay contradicción alguna entre tener este aprecio a la vocación matrimonial y entender la mayor excelencia de la vocación al celibato propter regnum coelorum (Mt 19, 12), por el reino de los cielos. Estoy convencido de que cualquier cristiano entiende perfectamente cómo estas dos cosas son compatibles, si procura conocer, aceptar y amar la enseñanza de la Iglesia; y si procura también conocer,aceptar y amar su propia vocación personal. Es decir, si tiene fe y vive de fe. (...) Es fácil de comprender y de comprobar que los célibes tienen de hecho mayor libertad de corazón y de movimiento, para dedicarse establemente a dirigir y sostener empresas apostólicas, también en el apostolado seglar. Esto no quiere decir que los demás seglares no puedan hacer o no hagan de hecho un apostolado espléndido y de primera importancia (...). En un ejército –y sólo eso quería expresar la comparación– la tropa es tan necesaria como el estado mayor, y puede ser más heroica y merecer más gloria. En definitiva: que hay diversas tareas, y todas son importantes y dignas. Lo que interesa, sobre todo, es la correspondencia de cada uno a su propia vocación: para cada uno, lo más perfecto es –siempre y sólo– hacer la voluntad de Dios 713. Estas palabras, además de mostrar cómo entiende san Josemaría la doctrina tradicional de la "superioridad" del don del celibato respecto al don del matrimonio –el tema principal al que deseábamos referirnos–, contienen una aclaración sobre el motivo del "celibato apostólico" que vale la pena destacar. Ese motivo es doble. Por una parte señala que el celibato se explica por la realidad de ese Amor divino –me gusta escribirlo con mayúscula– que es la esencia misma de toda vocación cristiana 714. Por otro lado aclara que los célibes tienen de hecho mayor libertad de corazón y de movimiento, para dedicarse establemente a dirigir y sostener empresas apostólicas 715. El amor de Dios y el apostolado, como motivo del celibato, no sólo son inseparables, sino intrínsecos el uno al otro. La razón de ser del apostolado es el amor a Jesucristo; y este amor al Señor necesariamente comporta la participación en su misión: el apostolado. Entender la inseparabilidad entre el amor a Dios y el amor a los demás, o entre santidad y apostolado, es base indispensable para comprender el celibato apostólico 716. 2) El segundo elemento que destaca en la enseñanza de san Josemaría sobre el celibato es que este don en los laicos no cambia su condición de fieles corrientes. No los transforma en fieles de "vida consagrada". Acoger el celibato no implica ni exige una especial "consagración" a Dios, si se entiende este término en el sentido especifico de "consagración religiosa" (porque en sentido genérico, como acto de entrega a Dios, cualquier ofrecimiento, incluso el diario "ofrecimiento de obras" de un cristiano, sería una "consagración"; pero una consagración que obviamente no cambia la condición del fiel) 717. En rigor tendríamos que hablar de este tema después de referirnos a la vocación a la vida consagrada, que trataremos más adelante. Alteramos el orden para no dividir la enseñanza de san Josemaría sobre el don del celibato. Ya en un documento de 1935, al indicar un elenco de temas para las clases de formación a estudiantes, san Josemaría menciona el siguiente: la vocación matrimonial; la vocación religiosa; la vocación al celibato apostólico 718. Comentado estas palabras, Álvaro del Portillo hace notar cómo san Josemaría distinguía desde el primer momento entre la vocación religiosa y la vocación al celibato apostólico: ésta última es "una llamada de Dios diferente" 719. Haciéndose eco de esta distinción, escribe en otro momento, desde una perspectiva teológica y jurídica, que "el laico puede abrazar esta condición [el celibato apostólico], correspondiendo así a una llamada de Dios, sin que por ello quede en modo alguno modificada o disminuida, ni teológica ni jurídicamente, su plena condición de laico en la Iglesia. (...) El hecho de que un laico, habiendo recibido una llamada específica de Dios, abrace el celibato como condición estable de vida, de ningún modo puede afectar a la igualdad fundamental de derechos y deberes que le corresponden con los demás fieles laicos" 720. A favor de esta afirmación se puede aducir el hecho, históricamente documentado, de que ya entre los primeros cristianos, numerosos fieles corrientes acogieron el don del celibato, sin realizar una especial consagración, distinta de la del Bautismo. Diversos Padres y autores cristianos antiguos testimonian esta realidad histórica. Ya en el siglo I, san Clemente Romano exhortaba a los que vivíanel celibato a no envanecerse por haber recibido ese don 721, dando por supuesto que no eran pocos los cristianos que lo acogían. Algo después, a finales del siglo I o comienzos del II, san Ignacio de Antioquía les recomendaba de nuevo que fueran humildes 722. De modo explícito, san Justino testimonia en el siglo II que "muchos, hombres y mujeres, siguiendo a Cristo desde su juventud, permanecen célibes toda la vida" 723. Lo mismo afirma Atenágoras: "Es fácil hallar entre nosotros muchos hombres y mujeres que han llegado célibes hasta su vejez" 724. San Josemaría se hace eco de esta realidad histórica cuando escribe que los primeros fieles cristianos –incluso aquellos ascetas y aquellas vírgenes, que dedicaban personalmente su vida al servicio de la Iglesia– no se encerraban en un convento: se quedaban en medio de la calle, entre sus iguales 725. No hay razón alguna para afirmar que estos cristianos célibes dejaran de ser fieles corrientes, ni hay motivo para identificar a estos "hombres y mujeres" con el "orden de las vírgenes", que aparece en el siglo II, constituido solamente por mujeres que hacían profesión pública de virginidad por el Reino de los Cielos. Eran consagradas mediante una ceremonia litúrgica en la que recibían un signo distintivo 726 y dejaban entonces de ser fieles corrientes como los demás: les correspondía, en efecto, un lugar reservado en las celebraciones litúrgicas y llevaban un peculiar género de vida, precedente del estado religioso 727 que comporta una cierta "renuncia al mundo" 728. El celibato que forma parte de la consagración religiosa –posterior a la del Bautismo– es un "celibato consagrado" que está al servicio de la vocación y misión de la "vida consagrada" 729. En cambio, el "celibato apostólico" de que hablamos es un don al servicio de la específica vocación y misión de los laicos: santificarse en medio del mundo santificándolo desde dentro. Acoger este don no comporta ninguna consagración posterior a la del Bautismo ni ningún apartamiento del mundo 730. En definitiva, la decisión de vivir el celibato por el Reino de los Cielos, no tiene por qué realizarse a través de un voto ni poner al fiel en un "estado de vida consagrada". Juan Pablo II ha hecho notar que "el Evangelio no testimonia que María haya formulado expresamente un voto, que es la forma de consagración y entrega de la propia vida a Dios en uso ya desde los primeros siglos de la Iglesia. El Evangelio nos da a entender que María tomó la decisión personal de permanecer virgen, ofreciendo su corazón al Señor" 731. Esto es lo que hicieron numerosos fieles laicos desde los primeros siglos del cristianismo y lo que continúa sucediendo en nuestros días. El Decreto Presbyterorum Ordinis, del Concilio Vaticano II, al tratar del celibato de los ministros, señala que "la perfecta y perpetua continencia por amor del Reino de los cielos, recomendada por Cristo Señor, ha sido aceptada con gusto y observada por no pocos fieles cristianos en el curso de los tiempos" 732. Las Actas del Concilio nos informan de que las palabras "por no pocos fieles cristianos" ("a non paucis christifidelibus") se introdujeron en el texto para que el don del celibato no apareciera "como monopolio de los clérigos y religiosos" ("tamquam monopolium clericorum et religiosorum") 733. Es una puntualización elocuente, pero quizá aún no ha penetrado del todo en las mentalidades. Muchos siguen considerando el celibato como algo exclusivo de los ministros sagrados y de los religiosos y, de hecho, la bibliografía teológica específica sobre el don del celibato en los laicos es aún exigua 734. Hemos visto que dentro de la vocación laical caben los llamados al celibato y al matrimonio. Retomemos ahora el hilo que habíamos interrumpido y señalemos la diferencia entre la vocación laical y la vocación religiosa. Esta última se caracteriza por ser una llamada a santificarse mediante una consagración posterior a la del Bautismo (no sacramental, por tanto), realizada por la profesión de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, y que implica un cierto apartamiento del mundo –en el sentido de una nueva relación con las actividades temporales– con la misión de dar "testimonio escatológico": testimonio de que el fin último del hombre es solamente Dios, no los bienes creados. San Josemaría alaba la llamada al estado religioso como un gran don de Dios a la Iglesia, pero no deja de señalar que es un don diferente de la llamada específica de los laicos. En Conversaciones expone así las diferencias: A los laicos, que trabajan inmersos en todas las circunstancias y estructuras propias de la vida secular, corresponde de forma específica la tarea, inmediata y directa, de ordenar esas realidades temporales a la luz de los principios doctrinales enunciados por el Magisterio; pero actuando, al mismo tiempo, con la necesaria autonomía personal frente a las decisiones concretas que hayan de tomar en su vida social, familiar, política, cultural, etc. (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 31; Const. Gaudium et spes, 43; Decr. Apostolicam actuositatem, 7). En cuanto a los religiosos, que se apartan de esas realidades y actividades seculares abrazando un estado de vida peculiar, su misión es dar un testimonio escatológico público, que ayude a recordar a los demás fieles del Pueblo de Dios que no tienen en esta tierra domicilio permanente (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 44; Decr. Perfectae caritatis, 5). Y no puede olvidarse tampoco el servicio que suponen también para la animación cristiana del orden temporal las numerosas obras de beneficencia, de caridad y asistencia social que tantos religiosos y religiosas rea lizan con abnegado espíritu de sacrificio 735. Como se puede ver, san Josemaría distingue entre la misión de santificar el mundo "desde dentro", asumiendo las realidades temporales profanas –las diversas profesiones civiles, la vida familiar y social– como lugar y medio de santificación, que es la misión propia de los laicos, y la de santificarlo mediante un cierto "apartamiento" de esas actividades profanas, para dar testimonio de que el fin último es solamente Dios, lo cual es misión propia de los religiosos. Estas dos misiones implican dos ejercicios diversos del sacerdocio común. El fundamento de esta distinción de misiones (y de vocaciones) se puede explicar de varios modos. Proponemos uno que permite apreciar también su complementariedad en la Iglesia. La misión de Cristo es la Redención de los hombres, su liberación del pecado, que clásicamente se define como "aversio a Deo et conversio ad creaturas" 736. La aversio a Deo suele entenderse como el elemento formal del pecado, mientras que la conversio ad creaturas –"adorar a la criatura en lugar del Creador" (Rm 1, 25)– se considera el elemento material. Participar en la misión redentora de Cristo mediante el ejercicio del sacerdocio común consiste en reparar por el pecado en uno y en otro sentido. Se repara por el pecado en cuanto aversio a Deo dando gloria a Dios, y en esto no cabe diversidad de misiones: todos los cristianos han de dar formalmente gloria a Dios. En cambio, la reparación del pecado en cuanto conversio ad creaturas consiste en ordenar todas las realidades temporales a Dios, y esto se puede realizar de dos modos alternativos entre sí: a) desde dentro del mundo 737, empleando las mismas actividades temporales como medios para la unión con Dios, es decir, santificando las condiciones ordinarias de la vida profesional y familiar, la ciencia y el arte, las relaciones sociales, etc., con las que la existencia de los cristianos corrientes "está como entretejida (...). A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y del Redentor" 738. Ésta es la misión de los fieles laicos y por eso suele llamarse "misión laical", aunque sólo pueden realizarla cooperando con el sacerdocio ministerial, como se verá luego. También se llama "misión bautismal", porque nace del solo hecho del Bautismo, sin necesidad de otra consagración posterior. Los laicos o "fieles corrientes" 739 participan en el sacerdocio de Cristo en virtud de su consagración bautismal, y lo ejercen en su vida profesional, familiar y social 740. La existencia de los laicos está "entretejida" con las actividades temporales, según acabamos de leer en el texto de la Lumen gentium. Esta imagen ayuda a comprender que para santificar ab intra las realidades temporales es necesario estar dentro de ese tejido. No basta realizar alguna de esas actividades de carácter secular (por ejemplo, enseñar en una escuela, o trabajar en un hospital, tareas que también realizan muchos religiosos), sino que se requiere tener como vocación humana la edificación de las realidades temporales –el progreso humano de la sociedad–, y se concreta en llevar a cabo esas tareas a través de la propia profesión y de la situación familiar y social en la que cada uno se encuentra. Cuando un laico santifica su concreta profesión, su particular situación familiar, sus deberes sociales específicos, está santificando el mundo "desde dentro", no porque realice todas las actividades seculares, sino porque éstas forman un tejido y él está dentro de ese tejido como ciudadano y cristiano corriente. b) mediante un cierto apartamiento del mundo, no necesariamente material –físico y externo– sino por medio de un estado de vida que, como enseña el Concilio Vaticano II, "deja más libres a sus seguidores frente a los cuidados terrenos" 741, y que testimonia que el fin último del hombre no se encuentra en los bienes de este mundo sino en la vida eterna (testimonio escatológico). Ésta es la misión propia de los religiosos. "El testimonio público que han de dar los religiosos por Cristo y la Iglesia lleva consigo un apartamiento del mundo ("secumfert a mundo separationem")" 742. Este "apartamiento" se halla ligado a la consagración religiosa mediante los votos de pobreza, castidad y obediencia, porque esa consagración conlleva una nueva relación con las realidades temporales respecto a la del Bautismo, del que "no es una consecuencia necesaria" 743. La consagración por los tres votos, escribe Tillard, "implica necesariamente una opción y una "renuncia" a ciertas relaciones, a un cierto tipo de inserción en la creación y en el mundo que pertenecen también al misterio del Reino de Dios" 744. Estas dos misiones –de los laicos y de los religiosos– son complementarias. En ambas el objeto de la mediación sacerdotal son las realidades de este mundo, que tanto unos como otros tienen que santificar ofreciéndolas a Dios. Los laicos las santifican estando inmersos en esas mismas realidades, tomándolas como medio de santificación. Los religiosos, en cambio, las santifican por mediode una vida que da testimonio de que esas actividades no son el fin último del hombre. Es un importante modo de contribuir a la ordenación del mundo a Dios, pero es un modo distinto del que corresponde a los laicos, y en este sentido se trata de misiones y vocaciones distintas. Como se puede ver, en los dos casos hemos empleado el término "consagración". Para la "misión laical", el cristiano precisa únicamente de la "consagración bautismal", mientras que para la "misión de los religiosos" precisa de la consagración propia de la vida religiosa. Estas dos consagraciones son realidades teológicamente diversas. La primera es una consagración sacramental que se recibe: es Dios quien consagra al cristiano en el Bautismo (y en la Confirmación). La segunda es fruto de una decisión: es la persona quien se consagra a Dios por los tres votos, en un estado reconocido por la Iglesia. La primera es sacramental, la segunda no. Hay una tercera consagración, a la que nos referiremos después: la que se recibe por el sacramento del Orden y hace del fiel cristiano un "ministro", confiriéndole el sacerdocio ministerial. Esta última también es una consagración que se recibe por un sacramento, como sucede con la del Bautismo. Por tanto, al hablar de "consagración", conviene tener presente que se puede estar hablando de realidades diversas. Concretamente, para lo que nos interesa aquí, la consagración que se recibe por un sacramento (ya sea el Bautismo –perfeccionada después por la Confirmación– o la del Orden sacerdotal) no separa de las actividades temporales a la persona que la recibe, aunque en el caso del Orden sacerdotal conlleve anteponer el ejercicio del ministerio a cualquier otra actividad, como ya dijimos en la sección I.3.e), citando a Álvaro del Portillo. En cambio, la consagración religiosa es un acto que "separa" en cierto modo de las actividades temporales. Quien la realiza deja de ser un fiel corriente o un sacerdote secular para entrar en el estado de "vida consagrada". b) Vocación al sacerdocio ministerial Hasta aquí nos hemos referido a la diversidad de vocaciones en el ámbito del sacerdocio común (la vocación laical y la vocación religiosa son distintas porque son llamadas a ejercer el sacerdocio común de modos diversos). Hay que añadir ahora otra distinción, que se basa en el sacerdocio ministerial. Éste se confiere por un sacramento distinto del Bautismo –el Sacramento del Orden– gracias al cual lospresbíteros "se configuran con Cristo Sacerdote de tal modo que pueden actuar en la persona de Cristo Cabeza" 745. El Orden es una necesidad estructural de la Iglesia, no una exigencia de la perfección del cristiano: "No se confiere para beneficio de una persona –explica santo Tomás– sino de toda la Iglesia" 746. Por esto sólo es ordenado sacerdote quien es llamado por Dios (cfr. Hb 5, 4), habiendo sido reconocida esa llamada por la autoridad de la Iglesia 747. San Josemaría subraya la grandeza de esta vocación –que radica sobre todo en su relación con la Eucaristía–, pero no la presenta como culminación de la vocación cristiana. Deja claro que la vocación laical es plena y completa en sí misma 748 y que la dignidad del sacerdocio no quita nada a la plenitud de la vocación cristiana del laicado 749. Una y la misma es la condición de fieles cristianos, en los sacerdotes y en los seglares, porque Dios Nuestro Señor nos ha llamado a todos a la plenitud de la caridad, a la santidad (...). Pero la vocación de sacerdote aparece revestida de una dignidad y de una grandeza que nada en la tierra supera. (...) Por el Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser 750. El sacerdocio ministerial se encuentra, en efecto, en un plano diverso del sacerdocio común 751, de modo que en los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio común de todos los fieles 752. Por eso la vocación sacerdotal es compatible con los diversos modos de ejercer el sacerdocio común: el de los lai cos y el de los religiosos. Hay religiosos que son sacerdotes (por tanto son vocaciones que no se excluyen); en cambio, no se puede ser a la vez sacerdote y laico, pero hay sacerdotes que son "seculares" porque han sido llamados a santificarse en medio del mundo. III.3. DESTINATARIOS DEL MENSAJE DE SAN JOSEMARÍA El mensaje de san Josemaría se dirige en cierto modo a todos los fieles, tanto laicos como religiosos y sacerdotes, porque a todos recuerda la llamada universal a la santidad y porque cualquiera puede sacar provecho de los demás aspectos de sus enseñanzas: ya sea para aplicarlos de algún modo a su propia vida o para ayudar a otros cristianos. Sin embargo, de modo directo y en su integridad, san Josemaría se dirige a los laicos –varones y mujeres, célibes y casados o viudos, jóvenes y ancianos, de cualquier profesión y condición– y a los sacerdotes seculares, ofreciéndoles un mismo espíritu de santificación en medio del mundo. No ofrece una espiritualidad para sacerdotes y otra distinta para laicos, sino que propone un solo espíritu, a la vez sacerdotal y secular, válido para ambos, porque los laicos poseen el sacerdocio común (en este sentido, son sacerdotes) y los sacerdotes –ministros ordenados– a los que predica san Josemaría son seculares (la consagración sacerdotal no les aparta del mundo, según vimos 753; su vocación está caracterizada por la secularidad, que no es un dato sociológico sino teológico). A ambos les enseña a unir en sus vidas alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical 754, como estudiaremos en otro momento 755. Esto no significa que no haya rasgos específicos de la condición de cada uno que influyan en la vida espiritual. Ciertamente los hay, tanto en los sacerdotes (el ejercicio de su ministerio sacerdotal in persona Christi Capitis) como en los laicos (los diversos trabajos profesionales). Pero la enseñanza de san Josemaría ofrece un espíritu de santificación de los propios deberes en el mundo, apto para informar la situación de unos y de otros. Señalemos en particular que su enseñanza sobre la santificación en el trabajo profesional puede ser vivida no sólo por laicos sino también por sacerdotes, para quienes el ejercicio del ministerio sagrado constituye su materia de santificación personal 756. El motivo de fondo por el que san Josemaría puede proponer un mismo espíritu de vida cristiana a laicos y a sacerdotes seculares es que ambos están llamados igualmente a la santidad y a cooperar en la misma misión de santificar el mundo desde dentro. En su planteamiento de esta cooperación no hay trazas de verticalismo: ya hemos visto que no considera al laico una longa manus del sacerdocio jerárquico, ni su apostolado una labor organizada de arriba abajo 757. Pero no deja de recordar que la función santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote 758, que "está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos" 759. Por una parte, los laicos necesitan para su santificación personal –lo mismo que los religiosos– de los oficios propios del ministerio sacerdotal para participar en los sacramentos y recibir la Palabra de Dios predicada con la autoridad de Cristo. Pero además, su misión propia reclama la cooperación entre el sacerdocio común y el ministerial por un motivo específico, ya que no consiste sólo en dar un testimonio sino en santificar las realidades profanas ("no sagradas" en sí mismas), consagrando el mundo a Dios 760, lo cual sólo es posible si se purifican y ofrecen a Dios en unión con Cristo por medio de aquellas acciones que realiza el sacerdote representando a Cristo Cabeza. Laicos y sacerdotes seculares son, por esto, los destinatarios directos de la predicación de san Josemaría. Decimos "directos" mejor que "inmediatos", porque frecuentemente los laicos y sacerdotes a los que se dirige san Josemaría de modo inmediato son concretamente fieles que forman parte del Opus Dei. Ahora bien, si se tiene en cuenta que estos fieles laicos son "fieles corrientes" como los demás, y que esos sacerdotes seculares no se distinguen por su condición teológica de los otros sacerdotes seculares diocesanos, se comprenderá que el mensaje que san Josemaría les dirige, mientras no se trate de cuestiones relativas al Opus Dei como institución, lo propone también a cualquier fiel laico o sacerdote secular. Por eso es necesario que expliquemos que la incorporación al Opus Dei no cambia la condición de fiel corriente o de sacerdote secular. San Josemaría afirma que la incorporación al Opus Dei es la respuesta a una "llamada divina específica", que describe con los siguientes términos: Dentro de la llamada universal a la santidad, el miembro del Opus Dei recibe además una llamada especial, para dedicarse libre y responsablemente a buscar la santidad y hacer apostolado en medio del mundo, comprometiéndose a vivir un espíritu específico y a recibir, a lo largo de toda su vida, una formación peculiar 761. Como se deduce de estas palabras, la vocación "específica" al Opus Dei es la misma vocación cristiana que los fieles corrientes reciben en el Bautismo, la llamada "a buscar la santidad y hacer apostolado en medio del mundo", pero con un determinado espíritu y una formación peculiar. O sea, no es "específica" por la misión de santificar el mundo desde dentro –la misma que corresponde a los demás fieles corrientes–, sino por el "espíritu" con que se realiza y por la "formación" –en general, por los medios– que requiere 762. Es la misma vocación cristiana que se tenía antes, vivida en el Opus Dei con ese espíritu y esos medios 763. San Josemaría recurre a una comparación. A quien recibe esta llamada le sucede lo que a un farol que se enciende. Un farol es igual a otro farol. Si en uno de esos faroles se enciende una luz, sigue siendo un farol corriente, pero ya luce: para sí mismo y para los demás 764. Puede que sea de peor calidad que otros, pero ha descubierto y asumido libremente su vocación a tener y a dar luz. Un católico que lleva dentro de sí esa luz, ha de estar más cerca de Dios y, por lo tanto, más obligado a contribuir al bien de los demás hombres. Pero sigue siendo lo que era antes: un ciudadano más, idéntico a los otros ciudadanos cristianos, con los mismos deberes y los mismos derechos que ellos 765. El primer punto que destaca es que la llamada al Opus Dei es una vocación que no cambia, en quien la recibe, la condición de fiel corriente o de sacerdote secular 766. Los miembros del Opus Dei y concretamente los laicos, son fieles católicos incorporados a Cristo por el bautismo, que tratan de cumplir en la Iglesia y en el mundo la misión propia del pueblo cristiano, al que pertenece preocuparse de todo lo temporal 767. Su misión es la santificación del mundo ab intra, desde las mismas entrañas de la sociedad civil 768. Es la misión que han recibido en el Bautismo, como los demás cristianos corrientes. No implica de por sí ningún cambio de estado ni de actividad. No hay ninguna actividad humana noble que no pueda ejercer un miembro del Opus Dei 769. Es una llamada a santificar las mismas tareas que se están realizando o que se decidan realizar por cualquier motivo. El segundo punto es que se trata de una llamada especial 770 porque encauza la misión de los fieles corrientes a través de un espíritu específico y unos medios concretos que vamos a describir. a) Un espíritu específico Al describir el espíritu del Opus Dei, san Josemaría afirma que se apoya, como en su quicio, en el trabajo ordinario, en el trabajo profesional ejercido en medio del mundo 771. Muchas veces repite que cada uno debe santificar su propia profesión u oficio, su trabajo ordinario; santificarse, precisamente en su tarea profesional; y, a través de esa tarea, santificar a los demás 772. Este es el primer elemento que se ha de resaltar, en nuestra opinión, para poner de relieve el carácter específico de su espíritu. Ve en el trabajo un medio privilegiado para unirse a Dios y colaborar en la obra creadora, redentora y santificadora. Y para que una a Dios se ha de convertir en oración, llevándolo a cabo por amor, con perfección humana y sobrenatural. Se trata de un aspecto específico de su espíritu no porque lo proponga sólo a unos pocos –a los miembros del Opus Dei–, sino porque a través de ellos lo propone a todos, como se refleja en el siguiente texto: Suelo repetir a los que se incorporan al Opus Dei, y mi afirmación vale para todos los que me escucháis: ¡qué me importa que me digan que fulanito es buen hijo mío –un buen cristiano–, pero un mal zapatero! Si no se esfuerza en aprender bien su oficio, o en ejecutarlo con esmero, no podrá santificarlo ni ofrecérselo al Señor; y la santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que –inmersos en las realidades temporales– estamos decididos a tratar a Dios 773. Junto a la centralidad que corresponde al trabajo profesional en su enseñanza, hemos de mencionar otros dos elementos característicos de su espíritu. Los expresaremos con sus palabras: – El fundamento de nuestra vida espiritual es el sentido de nuestra filiación divina 774. Lo específico del espíritu que enseña no es, obviamente, la realidad de la filiación divina, sino el hecho de fundar la vida espiritual en el "sentido" o conciencia de esa filiación. De ahí surge una fisonomía espiritual propia que se traduce en un modo de tratar a Dios, de cumplir la misión de Cristo en la vida ordinaria, y de practicar la caridad y todas las virtudes como hijos de Dios. – Almas contemplativas en medio del mundo: eso son los hijos míos en el Opus Dei 775. El fin de la vida cristiana es la visión de Dios cara a cara, y su anticipo en esta tierra es la contemplación, a la que todos los cristianos están llamados. La conciencia de la filiación divina, en la enseñanza de san Josemaría, es el fundamento de una vida contemplativa y apostólica en medio del mundo, en las tareas familiares, profesionales y sociales de un cristiano corriente. Es obvio que la frase citada no se aplica sólo a los miembros de la Obra: la vida contemplativa en medio del mundo es un ideal que se propone a todos. Señalados estos puntos, hacemos notar que el espíritu que transmite san Josemaría es "específico" no sólo por la presencia de los elementos mencionados, sino porque lo es en su conjunto. Cuando se dice que está fundado en la filiación divina, o que gira alrededor del trabajo profesional, o que lleva a la contemplación en medio del mundo, no se quiere afirmar que la filiación divina, o la santificación del trabajo, o la contemplación en la vida ordinaria, consideradas en general, sean algo específico –y menos aún exclusivo– de san Josemaría, sino que su espíritu comprende esos aspectos y los unifica de un modo específico. No hace falta que nos detengamos más en esto (será el objeto de los nueve capítulos de este libro). Añadimos sólo que el modelo es la vida de Jesucristo en Nazaret, años intensos de trabajo y de oración, en los que Jesucristo llevó una vida corriente –como la nuestra, si queremos–, divina y humana a la vez 776. El cristiano, en efecto, puede vivir la misma vida del Señor, llevando en su existencia ordinaria una "vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3), siendo así otro Cristo, el mismo Cristo 777. b) Una formación y unos determinados medios La llamada al Opus Dei se caracteriza también por el compromiso de recibir "una formación peculiar", como leíamos en el texto citado más arriba, o por el uso de unos medios ascéticos y apostólicos muy concretos 778, como dice san Josemaría en otras ocasiones. Comentamos esta última expresión, en la que está incluida la primera. Los "medios ascéticos concretos" son unas determinadas prácticas de vida sacramental (como la participación diaria en la Santa Misa y la Confesión frecuente), de oración mental y vocal y de formación cristiana. El conjunto de estos medios es una realidad específica del Opus Dei. Si se considera cada uno aisladamente, se concluirá que son medios tradicionales en la Iglesia. Pero constituyen un quid unum configurador, no sólo porque están determinados en su materialidad, sino porque se viven con un determinado espíritu. San Josemaría hace notar, por ejemplo, que estos medios, en el Opus Dei, están insertados todos en el hilo común de la filiación divina 779. Por lo que se refiere a los "medios apostólicos" (o "modos apostólicos", como suele decir con frecuencia), son principalmente el apostolado de amistad y de confidencia 780, que no es otra cosa que la elevación de las relaciones humanas a camino de encuentro personal de los demás con Cristo, y las actividades formativas propias de la labor apostólica del Opus Dei: clases, retiros espirituales, dirección espiritual personal, etc., que tienen por objeto proporcionar una sólida formación cristiana. Volvamos ahora al motivo por el que hemos descrito lo "específico" del Opus Dei. Ya dijimos que el objeto de nuestro estudio es el camino de vida cristiana que san Josemaría propone a los fieles laicos en general y a los sacerdotes seculares. Pero ya que muchas veces, al exponer su enseñanza, se dirige a los que forman parte del Opus Dei, era necesario explicar que son fieles corrientes y sacerdotes seculares, para mostrar así que lo que les dice a ellos acerca de la santidad en medio del mundo se extiende a todos sus iguales. Esos textos no tienen, por tanto, un alcance restringido, sino que se abren a todos. Por ejemplo, cuando escribe en Camino: No lo dudes: tu vocación es la gracia mayor que el Señor ha podido hacerte. –Agradécesela 781, el autor de la edición crítico-histórica hace notar que "el punto procede de los Apuntes íntimos; es decir, cuando lo escribe en el Cuaderno [de Apuntes íntimos] san Josemaría está pensando en el llamamiento al Opus Dei, que entiende como gracia que desarrolla y configura la existencia cristiana en el mundo acuñada en el Bautismo. No tiene que modificar una letra para dirigir ese pensamiento a todos los lectores: cada existencia cristiana es un llamamiento bautismal de Dios que espera ser "reconocido" y "correspondido" en su Amor" 782. En general, "la historia de la redacción [de Camino] muestra cómo el libro pasa del pequeño círculo de allegados (...) a la generalidad de los lectores (...) sin apenas modificaciones en su texto" 783. No cambia el significado sino el alcance. Esto nos permitirá usar aquí los textos de su predicación a los fieles del Opus Dei para exponer su mensaje universal de santificación en medio del mundo. San Josemaría descubrió el 2 de octubre de 1928 el inmenso horizonte apostólico de ayudar a los cristianos entregados a las más diversas tareas y ocupaciones en medio de la sociedad, a responder ahí, con plenitud, a su vocación a la santidad. ¡Cuánto me emociona pensar en tantos cristianos y en tantas cristianas que, quizá sin proponérselo de una manera específica, viven con sencillez su vida ordinaria, procurando encarnar en ella la Voluntad de Dios! Darles conciencia de la excelsitud de su vida; revelarles que eso, que aparece sin importancia, tiene un valor de eternidad; enseñarles a escuchar más atentamente la voz de Dios, que leshabla a través de sucesos y situaciones, es algo de lo que la Iglesia tiene hoy apremiante necesidad: porque a eso la está urgiendo Dios 784. A la vez e inseparablemente comprendió que Dios le pedía dedicar la totalidad de sus energías a fundar "una institución –una Obra, por emplear el término al que acudió desde el principio– que tenga por finalidad difundir entre los cristianos que viven en el mundo una honda conciencia de la llamada que Dios les ha dirigido desde el momento mismo del Bautismo (...), una Obra que se identifique con el fenómeno pastoral que promueve, formada por cristianos corrientes que, al descubrir lo que la vocación cristiana supone, se comprometen con esa llamada y se esfuerzan en lo sucesivo por comunicar ese descubrimiento a los demás" 785. La Obra ha nacido para contribuir a que esos cristianos, insertos en el tejido de la sociedad civil –con su familia, sus amistades, su trabajo profesional, sus aspiraciones nobles–, comprendan que su vida, tal y como es, puede ser ocasión de un encuentro con Cristo: es decir, que es un camino de santidad y de apostolado. Cristo está presente en cualquier tarea humana honesta: la vida deun cristiano corriente –que quizá a alguno parezca vulgar y mezquina– puede y debe ser una vida santa y santificante (...). Y como la mayor parte de los cristianos recibe de Dios la misión de santificar el mundo desde dentro, permaneciendo en medio de las estructuras temporales, el Opus Dei se dedica a hacerles descubrir esa misión divina, mostrándoles que la vocación humana –la vocación profesional, familiar y social– no se opone a la vocación sobrenatural: antes al contrario, forma parte integrante de ella. El Opus Dei tiene como misión única y exclusiva la difusión de este mensaje –que es un mensaje evangélico– entre todas las personas que viven y trabajan en el mundo, en cualquier ambiente o profesión. Y a quienes entienden este ideal de santidad, la Obra facilita los medios espirituales y la formación doctrinal, ascética y apostólica, necesaria para realizarlo en la propia vida 786. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría PARTE I La finalidad de la vida cristiana: la gloria de Dios, el reino de Cristo, la iIglesia: santificación y apostolado Visión general de la parte primera El "fin último" en la enseñanza de san Josemaría Relación de la Parte I (el fin último) con la Parte II (el sujeto de la vida espiritual) Relación con la Parte III (el camino de la vida espiritual) Comenzamos ahora la exposición sistemática de la vida cristiana según la enseñanza de san Josemaría. La pregunta inicial que nos planteamos es la más básica: ¿cuál es el fin último de la vida cristiana?, es decir, ¿cuál es el bien que hay que buscar en último término, en cualquier acción que se realice?, y ¿cómo lo formula san Josemaría? A esta pregunta se trata de responder en los tres capítulos de la Parte I. San Pablo nos da una orientación fundamental: "Ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios" (1Co 10, 31). Según esto, el fin último es dar gloria a Dios. Todas las demás actividades –desde comer o beber, hasta cualquier otra en sí misma noble– se han de realizar con vistas a un bien superior y, en definitiva, a un bien supremo que es el fin último: aquél cuya posesión satisface toda aspiración de la voluntad y en el que se encuentra la plena felicidad 1. Ese bien es la gloria a Dios, precisamente porque darle gloria es participar en la vida íntima de Amor de la Santísima Trinidad, en lo que consiste la santidad, que es el bien en el que se encuentra la plena y absoluta felicidad del hombre. Es célebre en este sentido la afirmación de san Ireneo: "La gloria de Dios es que el hombre viva [Vida sobrenatural, santidad]; y la vida del hombre es la visión de Dios" 2. Glorificar a Dios participando en su Vida –siendo santos– es el fin último en el que han de confluir todos los afanes del cristiano. Este bien sólo se alcanzará plenamente en el Cielo. Allí el hombre dará gloria a Dios al conocerle y amarle participando en su vida íntima por la visión "cara a cara" (1Co 13, 12) que colmará toda ansia de felicidad (es una "visión beatífica", que hace feliz). Pero ya desde ahora, en la vida presente, puede y debe orientar todas sus acciones a la gloria de Dios, conociéndole y amándole. Como se puede ver, hablamos del fin último de la vida cristiana no como de algo estático –un "lugar", una "meta" a la que se llega, o algo que se obtiene–, sino como lo que uno se propone en último término: la actividad de tender al Sumo Bien 3. Desde la perspectiva de la primera persona, que usaremos a partir de ahora, un fin es una actividad: la aspiración consciente y libre a un bien (un "bien práctico", un bien para el obrar). Por esto acabamos de decir que el fin último es "dar gloria a Dios", no simplemente "la gloria de Dios". En realidad, la gloria de Dios es "fin de" cualquier criatura, tanto de un hombre como de una planta; pero sólo puede ser "fin para" el hombre, porque sólo el hombre puede proponerse "dar" gloria a Dios como actividad suya consciente y libre 4. ¿Cómo puede el cristiano dar gloria a Dios? Recordemos otras palabras de san Pablo que nos encaminan a la respuesta. "Uno solo es Dios y uno solo también el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre" (1Tm 2, 5). Sólo por Cristo, con Él y en Él, puede el cristiano glorificar a Dios y ser santo, porque la santidad –la participación en la vida divina como hijos adoptivos en Jesucristo– no es otra cosa que la unión con el Hijo, la identificación con Cristo. Se desvela así otro modo de formular el fin último que permite ahondar en lo que significa "dar gloria a Dios". El Evangelio de san Lucas recoge una escena emblemática en este sentido. El ambiente es la casa de Betania, donde Lázaro, Marta y María acogen a Jesús en sus idas y venidas a Jerusalén. Marta, afanada en los quehaceres de la casa –¡por atender al Señor!–, se lamenta de que María permanezca "sentada a sus pies" (Lc 10, 39), en vez de ayudarla. La respuesta de Jesús ha orientado desde siempre y en todos los tiempos las vidas de quienes desean seguirle, mostrándoles el principio rector de la conducta cristiana: "Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas, pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada" (Lc 10, 41-42). Esa "sola cosa necesaria" es, de nuevo, el fin último de la vida cristiana, lo que se ha de buscar a la postre en cualquier cosa que se haga: "escuchar" a Cristo, como María. Un "escuchar" que no es meramente oír su palabra sino alimentarse de ella, ponerla en práctica siguiendo sus pasos, vivir la misma vida de quien es la Palabra de Dios (cfr. Mt 7, 24-26; Mc 9, 7). Y ese "escucharle" o unirse a Cristo, no es algo distinto de "dar gloria a Dios": es el único modo de cristalizarlo, porque –como reza la doxología final del canon de la Misa– sólo "por Cristo, con Él y en Él" se da a Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria. Sólo uniéndose en todo momento y en cualquier acción al Hijo de Dios hecho hombre, puede el cristiano dar gloria a Dios y ser santo. Hemos hablado de Marta, la hermana de Lázaro. Como veremos, san Josemaría albergaba gran devoción por esta santa mujer. Solía comentar que al llevar a cabo las tareas con las que servía a Jesús, podía realizarlas con el espíritu de María. Veía representado en su figura el ideal de convertir todos los quehaceres humanos honestos en medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo 5, adquiriendo la plenitud de sentido que les ha otorgado el Hijo de Dios al asumir la naturaleza humana y trabajar como uno de nosotros. En esta Parte I hablaremos sólo del espíritu con el que hay que realizar las actividades temporales para santificarlas. No nos ocuparemos en cambio de la materia informada por ese espíritu, es decir, las mismas actividades temporales como las de Marta, que son, como decimos, "materia de santificación". De ellas trataremos en el capítulo 7º. No es posible exponer todo a la vez. Conviene, sin embargo, no perder la visión de conjunto, y por eso se encontrarán también aquí algunas referencias a los quehaceres profesionales, a la familia, a las relaciones sociales, etc. Lo contrario sería como hablar de un espíritu sin cuerpo, y no sería el espíritu de santificación en medio del mundo que enseña san Josemaría. El primer capítulo de la Carta a los Efesios concluye con la admirable descripción del plan salvador de Dios "en Cristo", declarando que "todo lo sometió bajo sus pies, y a Él lo constituyó cabeza de todas las cosas en favor de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud de quien llena todo en todas las cosas" (Ef 1, 22-23). Para formar la Iglesia ha sido enviado el Espíritu Santo, fruto de la Cruz 6, como dice san Josemaría, que atrae a todos a la unión con Cristo para la gloria del Padre. Acabamos de ver que para dar gloria a Dios hay que buscar la unión con Cristo, porque este es el designio de Dios: que le demos gloria participando en la vida de la Santísima Trinidad como hijos suyos en Cristo. Pero Dios ha querido introducirnos en su gloria no a cada uno aisladamente, sino formando todos un Cuerpo, el "Cuerpo místico de Cristo" que es la Iglesia, en el que cada miembro recibe la vida de la Cabeza –el Espíritu Santo desciende de la cabeza a los miembros para comunicarles la vida sobrenatural de hijos de Dios– y es también instrumento para comunicarla a los demás miembros del Cuerpo y a todos los hombres, en virtud de un poder de mediación que es participación del sacerdocio de Jesucristo. Estamos ante otra forma –la tercera y última– de expresar el fin último de la vida cristiana. Sólo da gloria a Dios quien busca la unión –la identificación– con Cristo; y esa unión la realiza el Espíritu Santo, que atrae a Cristo formando la Iglesia. De ahí que dar gloria a Dios como hijos suyos en Cristo, no sea otra cosa que cooperar con el Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia mediante la propia santificación y la de los demás (el apostolado). La gloria de Dios Padre, la unión con Jesucristo Nuestro Salvador y la cooperación con el Espíritu Santo en la propia santificación y en el apostolado para la edificación de la Iglesia, son el fin último –un único fin– de la vida cristiana. Estas consideraciones generales nos sirven de base para comprender un texto de san Josemaría, representativo de su contemplación de los designios divinos, que nos brindará el esquema de los tres capítulos de esta Primera parte. El "fin último" en la enseñanza de san Josemaría El texto a que nos referimos pertenece a la primera de sus Instrucciones, fechada el 19 de marzo de 1934. Lo introduce señalando que va a indicar cuáles son los fines, que lleva a la práctica la Obra 7: fines (de momento usamos el plural) que propone expresamente a los fieles del Opus Dei para su vida cristiana, pero que son igualmente válidos para todos los fieles: Hemos de dar a Dios toda la gloria. Él lo quiere: gloriam meam alteri non dabo, mi gloria no la daré a otro (Is 42, 8). Y por eso queremos nosotros que Cristo reine, ya que per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri Omnipotenti in unitate Spiritus Sancti omnis honor et gloria; por Él, y con Él, y en Él, es para ti Dios Padre Omnipotente en unidad del Espíritu Santo todo honor y gloria (Canon de la Misa). Y exigencia de su gloria y de su reinado es que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María 8. Estas palabras ponen de relieve el carácter teocéntrico, cristo-céntrico y eclesial o eclesiocéntrico (y por tanto pneumatológico) de la vida cristiana 9. Enuncian, como dice Pedro Rodríguez, su "triple dimensión –trinitaria, cristológica y eclesiológica" 10. San Josemaría expresaba estas aspiraciones también en forma de jaculatorias, repetidas con mucha frecuencia a lo largo de su vida: Deo omnis gloria!, Regnare Christum volumus!, Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! 11 Ya en una anotación del 15 de julio de 1931 escribe: –Fines –Que Cristo reine, con efectivo reinado en la sociedad. Regnare Christum volumus. –Buscar toda la gloria de Dios. Deo omnis gloria. –Santificarse y salvar almas. Omnes, cum Petro, ad Iesum per Mariam 12. Estas fórmulas, comenta Pedro Rodríguez, "aparecen "sembradas" por todas partes" 13 en los escritos de san Josemaría, "de manera especialmente intensa en sus Apuntes íntimos" 14. A veces las abrevia, poniendo sólo las iniciales. Al final de las Instrucciones, por ejemplo, escribe: "D.O.G." (Deo omnis gloria!). Las tres jaculatorias se inspiran en la Escritura y tienen precedentes en la tradición de la Iglesia. La referencia bíblica de la primera es clara: "omnia in gloriam Dei facite" (1Co 10, 31); "soli Deo honor et gloria" (1Tm 1, 17). El concepto ha sido repetido innumerables veces por los santos, con formas diversas. Es célebre el lema de san Ignacio de Loyola: "Ad maiorem Dei gloriam". En cuanto a la segunda jaculatoria, Regnare Christum volumus!, puede recordarse el "nolumus hunc regnare super nos!" (Lc 19, 14) de la parábola evangélica, y también el "oportet illum regnare" (1Co 15, 25). En la tradición espiritual tiene igualmente una larga historia. En la época en que comienza la predicación de san Josemaría, el reinado de Cristo es uno de los temas dominantes del magisterio del Papa Pío XI. Respecto a la tercera jaculatoria, Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, es una fórmula compuesta de varias ideas –la convocación de todos los hombres en la Iglesia, la unión con Cristo, la mediación de María–, cada una de las cuales tiene su fundamento en la Escritura. En la tradición hay diversos precedentes del ad Iesum per Mariam desde el s. XII, como veremos en el capítulo 3º. La idea está también muy presente en el Tratado de la verdadera devoción a la Santa Virgen María, de san Luis María Grignion de Montfort (s. XVIII). Las tres jaculatorias tienen, pues, una antigua historia. Los maestros de vida espiritual que las mencionan, de distintos modos, lo hacen lógicamente en el contexto de las formas de vida cristiana que cada uno enseña. En el caso de san Josemaría expresan su mensaje de santificación en medio del mundo. Lo específico no es el uso de las tres jaculatorias sino el espíritu que late en cada una de ellas y su concatenación. Como decíamos, san Josemaría indica con estas tres ideas los "fines" de la vida cristiana. Pero, ¿son tres fines o tres modos de indicar un único fin? Álvaro del Portillo comenta que esos fines "forman una unidad" 15. Constituyen un solo fin –el fin último de la vida espiritual–, indicado con tres expresiones concatenadas: "la gloria de Dios –el "Deo omnis gloria" (...)– consiste: en clave cristológica, en que Cristo reine ("regnare Christum volumus"), y en clave eclesiológica, en la realización de la unidad de los cristianos y de la misión: "que todos vayan con Pedro a Jesús por María"" 16. La unidad de las tres jaculatorias traduce la unidad del plan divino de salvación. Una vez que el hombre ha pecado y Dios ha enviado a su Hijo para "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1, 10), dar gloria a Dios es, necesariamente, buscar que todo se someta al reinado de Cristo (cfr. 1Co 15, 25-28), y esto exige atraer a todos los hombres a la Iglesia, "germen e inicio" 17 de su Reino: o sea, dejarse atraer por el Espíritu Santo a la unión con Cristo en la Iglesia y ser instrumento suyo para atraer a los demás. Tal es nuestro único fin: la santificación, o bien, que hemos de ser santos para santificar 18. Que esos "tres fines" forman una unidad significa que la voluntad tiende a ellos con un solo acto. No se aspira a uno como medio para alcanzar otro, sino que al querer que Cristo reine se quiere necesariamente dar gloria a Dios, y al querer atraer a todos los hombres a la Iglesia se busca, por ese mismo acto, que Cristo reine. En otros términos, un cristiano da gloria a Dios si procura instaurar el Reino de Cristo (en sí mismo y en el mundo), y esto lo realiza edificando la Iglesia al cooperar con el Espíritu Santo en su santificación personal y en el apostolado. No son –reiteramos– ni tres fines ni tres acciones diversas, sino tres expresiones de una sola acción que ponen de relieve su riqueza. Esta observación es imprescindible para entender que a lo largo de los tres capítulos de esta Parte I se hablará de una sola acción (el fin último), explicitando progresivamente su contenido. Relación de la Parte I (el fin último) con la Parte II (el sujeto de la vida espiritual) En la Parte II se hablará del sujeto de la vida cristiana. La relación con la Parte I se funda en que tender al fin último, perfecciona al sujeto. En realidad, se seguirá hablando del fin último, pero de su otra cara, es decir, de la perfección del hombre y de su felicidad, que se encuentran necesariamente en la glorificación de Dios y en la santidad. Fijémonos en el siguiente texto de san Juan: "Queridísimos, ya ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3, 2). Según estas palabras, el fin último –ver a Dios cara a cara ("le veremos tal cual es")– hace semejante a Él 19 y, por tanto, conduce al cristiano a su plena perfección. De modo análogo, la incoación de esa actividad en la tierra perfecciona al cristiano, porque produce, en cierta medida, aquella semejanza, pues "ya ahora somos hijos de Dios", aunque sea sólo una semejanza inicial, por la gracia, y de orden inferior a la que se dará en la gloria ("aún no se ha manifestado lo que hemos de ser") 20. La actividad que es el fin último de la vida espiritual no deja al sujeto como estaba –como le sucede a una campana después de su tañido–, sino que cambia y perfecciona a la persona. De ahí que no se pueda dar gloria a Dios sin buscar por eso mismo la propia perfección sobrenatural: la identificación con Jesucristo. Esa perfección es también fin de la vida cristiana. De modo que el fin último es dar gloria a Dios y aspirar a la identificación con Jesucristo. No se puede tender a lo uno sin tender a lo otro. Pero hay un orden, una jerarquía en las afirmaciones. El cristiano ha de buscar su perfección para dar gloria a Dios, no al revés; es decir, no ha de buscar dar gloria a Dios para ser él perfecto. Lo veremos con más atención al introducir la Parte II. Ahora nos interesa sólo señalar que esta relación intrínseca entre "dar gloria a Dios" y "buscar la propia perfección como hijos suyos" permite comprender que, en la enseñanza de san Josemaría, el "sentido de la filiación divina" –la viva conciencia de ser "otro Cristo" y en cierto modo "el mismo Cristo", por la gracia– tenga carácter de fundamento de la vida cristiana. Quien se sabe hijo de Dios busca identificarse con Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, para la gloria de su Padre Dios. Dicho de modo más completo, la conciencia de la filiación divina lleva a orientar la propia vida al fin último: a dar gloria a Dios procurando que Cristo reine, cooperando con el Espíritu Santo en el crecimiento de su Cuerpo místico que es la Iglesia. Relación con la Parte III (el camino de la vida espiritual) El fin último es "lo único necesario" en sentido absoluto. Las actividades profesionales, familiares y sociales son también necesarias, pero no absolutamente, como lo es dar gloria a Dios, sino relativamente a la construcción de este mundo según el querer divino. No son el fin, sino camino para alcanzarlo: el camino de santidad para un cristiano corriente. Esas actividades humanas se han de ordenar al fin último y así se santifican y se convierten en medio de santificación propia y ajena. Quien está llamado por Dios a santificar las actividades temporales desde dentro no ha de olvidar que de poco sirven éstas si se descuida "lo único necesario". Pero tampoco puede menospreciarlas ni prescindir de ellas, porque son medios "necesarios" para su santificación, por la vocación divina que ha recibido. San Josemaría lo recuerda enérgicamente: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios (...). No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca 21. Los temas que se tratarán en la Parte I son los más profundos de la vida espiritual y los más difíciles de exponer. La gloria de Dios, el reinado de Cristo, la edificación de la Iglesia... se pueden explicar hasta cierto punto. Sería vano pretender abarcar lo inabarcable. Toda explicación estará necesariamente envuelta en el misterio, y cumplirá su función en la medida en que ayude a contemplarlo y a venerarlo con el corazón, no sólo con el entendimiento. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO PRIMERO Dar gloria a dios: Contemplación en medio del mundo 1. LA NOCIÓN DE "GLORIA DE DIOS" Y EL ACTO DE "DAR GLORIA A DIOS" 1.1. LA NOCIÓN DE "GLORIA DE DIOS"       1.1.1. Sentido bíblico y desarrollo histórico       1.1.2. Síntesis doctrinal: marco de la noción en san Josemaría       1.1.3. Aspectos característicos de la enseñanza de san Josemaría 1.2. EL ACTO DE "DAR GLORIA A DIOS"       1.2.1. Acto de conocimiento y de amor. Prioridad del amor 1.3. GLORIA A DIOS Y SANTIDAD 2. AMAR A DIOS Y CUMPLIR SU VOLUNTAD 2.1. ELEMENTOS DEL ACTO INTERIOR DE AMOR A DIOS 2.1.1. Rectitud de intención       2.1.2. Querer la Voluntad de Dios       2.1.3. Corresponder al amor de Dios 2.2. CUMPLIR LA VOLUNTAD DIVINA CON OBRAS       2.2.1. "Obras son amores"       2.2.2. Descubrir y realizar la Voluntad de Dios 2.3. GLORIA A DIOS Y "GLORIA PROPIA"       2.3.1. Gloria a Dios y esfuerzo       2.3.2. Gloria a Dios, paz y felicidad 3. VIDA DE ORACIÓN. CONTEMPLACIÓN EN MEDIO DEL MUNDO 3.1. VIDA DE ORACIÓN       3.1.1. Convertir las obras en oración       3.1.2. Diálogo con la Santísima Trinidad presente en el alma en gracia 3.2. LA CONTEMPLACIÓN       3.2.1. Noción de contemplación y llamada universal a la contemplación       3.2.2. Conocimiento por connaturalidad       3.2.3. Contemplación de hijos de Dios en Cristo 3.3. "CONTEMPLATIVOS EN MEDIO DEL MUNDO"       3.3.1. Contemplación "mientras" se realizan las actividades ordinarias       3.3.2. Contemplación "a través" de las actividades ordinarias       3.3.3. Contemplación "en" las actividades ordinarias Algunas aplicaciones prácticas CAPÍTULO PRIMERO Dar gloria a dios: Contemplación en medio del mundo "Deo omnis gloria!" –Para Dios toda la gloria. (Camino, 780) En la tradición de la Iglesia y en la enseñanza de san Josemaría, la actitud primordial del cristiano, la ambición más alta y la que ha de estar más profundamente arraigada en el alma, la aspiración que debe presidir toda la conducta y estar presente en todos los actos como su orientación más radical y profunda, esa actitud que llamamos fin último, es el afán de "dar gloria a Dios". Cualquier fiel cristiano entiende lo que esta expresión significa, al menos de modo genérico. "Adorar a Dios", "honrarle", "reconocer su grandeza"... son los conceptos que enseguida evoca en la mente. Pero es fácil reducir inconscientemente su alcance, pensando que "dar gloria a Dios" consiste sólo o principalmente en pronunciar unas palabras de alabanza, una invocación, un "Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo", proferido más con la boca que con la vida. Menos frecuente será encontrar quien comprenda que "dar gloria a Dios" es un modo de vivir: un "vivir para la gloria de Dios", un no querer más que su Gloria 1. Pero es esto precisamente lo que enseña san Josemaría: Hacer de la vida corriente en medio del mundo un canto de gloria a Dios. Al tratarse de la expresión más básica del fin último de la vida cristiana, en este capítulo 1º están comprendidos todos los temas de la Parte I. El "dar gloria a Dios" acabará traduciéndose, al terminar el capítulo 3º, en santificación y apostolado. Pero hay entre medias un camino que recorrer, cuyo final se entenderá bien sólo si se ha comprendido el principio, porque no es más que su desarrollo. Y el principio sólo se acabará de comprender, a su vez, al final. Cada paso permitirá clarificar lo que estaba contenido en el anterior, al desplegarse la acción de dar gloria a Dios, hasta que podamos admirar al conjunto de su riqueza. En este capítulo 1º hablaremos únicamente de los aspectos generales implicados en el "dar gloria a Dios", sin entrar en los particulares. Por ejemplo, se dirá que dar gloria a Dios es amarle cumpliendo su Voluntad, pero no se explicará todavía que esto comporta buscar que Cristo reine, porque será el objeto del capítulo 2º. También veremos que dar a Dios toda la gloria significa contemplarle en la vida ordinaria, pero no nos detendremos aún en explicar que contemplamos a Dios en la Vida, Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Más aún, sólo al final del capítulo 3º veremos que esa contemplación se traduce, en último término, en ser "almas de Eucaristía", haciendo de la Santa Misa el "centro y la raíz" de la propia vida. La secuencia de ideas del presente capítulo puede observarse en los subtítulos principales. Dar gloria a Dios es conocerle y amarle. Amarle verdaderamente reclama el empeño de cumplir su Voluntad con obras. La permanencia de este amor es la vida de oración, cuya cima es la contemplación. Dar a Dios toda la gloria significa, para san Josemaría, buscar ser contemplativos en la vida ordinaria. 1. LA NOCIÓN DE "GLORIA DE DIOS" Y EL ACTO DE "DAR GLORIA A DIOS" Recordemos el texto citado en la visión general de esta Parte I: Hemos de dar a Dios toda la gloria. Él lo quiere: gloriam meam alteri non dabo, mi gloria no la daré a otro (Is 42, 8). Y por eso queremos nosotros que Cristo reine, ya que per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri Omnipotenti in unitate Spiritus Sancti omnis honor et gloria; por Él, y con Él, y en Él, es para ti Dios Padre Omnipotente en unidad del Espíritu Santo todo honor y gloria (Canon de la Misa). Y exigencia de su gloria y de su reinado es que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María 2. Para san Josemaría, la primera expresión del fin último de la vida cristiana es "dar gloria a Dios". Esta fue la aspiración suprema que guió todos sus pasos. De palabra y por escrito repitió innumerables veces: Deo omnis gloria!, ¡para Dios toda la gloria! ¿En qué consiste "dar gloria a Dios"? Para responder, es necesario preguntarse primero qué se entiende por "gloria de Dios" y, más exactamente, qué entiende san Josemaría cuando usa esta expresión. 1.1. LA NOCIÓN DE "GLORIA DE DIOS" Nos encontramos aquí por primera vez con una cuestión metodológica que se nos presentará con frecuencia a lo largo de estas páginas. San Josemaría no suele dar muchas explicaciones de su vocabulario teológico. En el caso que ahora nos ocupa no indica explícitamente qué entiende por "gloria de Dios". Utiliza la expresión dando por supuesto que todos, o al menos los destinatarios de su predicación, la entienden, porque la emplea en el sentido tradicional y común que posee en aquel momento. Pero nosotros hemos de preguntarnos si por "gloria de Dios" se entiende hoy lo mismo que en esa época, o si ha habido un desarrollo relevante de la doctrina católica que sea necesario tener en cuenta para no interpretar los textos en un sentido diverso al original. La cuestión se repetirá en otros temas y plantea, como acabamos de decir, un problema de método. Cuando haya que precisar, por ejemplo, qué supone para san Josemaría "querer que Cristo reine", tendremos que aclarar primero la noción de "reinado de Cristo" que subyace a su enseñanza. Será preciso tener en cuenta que comienza a emplearla en época de Pío XI, pero que se trata de una noción que ha experimentado cierta evolución en el Magisterio de los decenios sucesivos, por lo que deberemos preguntarnos si la emplea en el sentido inicial o en otro más próximo al que adquiere después. Algo semejante sucederá cuando hablemos de la edificación de la Iglesia: será necesario examinar primero la noción de "Iglesia" que está en la base de su enseñanza; y como el desarrollo de la eclesiología en el siglo XX ha sido muy considerable, se hará imprescindible ver si ese desarrollo está presente en su pensamiento. Al preguntarnos ahora qué entiende san Josemaría por "gloria de Dios", la tarea es mucho más sencilla, ya que esta noción apenas ha sufrido evolución en los últimos decenios. Se observan quizá algunas novedades en la especulación teológica, pero no parece que hayan sido asumidos por la doctrina común. Para señalar que no ha habido un desarrollo doctrinal importante del concepto de "gloria de Dios" desde la época en que predica san Josemaría, nos parece suficiente hacer notar, teniendo en cuenta los límites de nuestro trabajo, que los elementos de esa noción contenidos en el Catecismo de la Iglesia Católica 3, de 1992, se encuentran ya en el antiguo Catecismo para los párrocos 4 y en el Concilio Vaticano I 5. También los datos bíblicos y doctrinales que emplea el Magisterio pontificio reciente 6 son sustancialmente los que ya se encontraban en uno de los mejores diccionarios bíblicos existentes en los primeros años de la predicación de san Josemaría, editado en 1903 7, así como en la voz "Gloire de Dieu" del Dictionnaire de Théologie Catholique, publicada en el tomo de 1925 8, y en la correspondiente, mucho más amplia, del Dictionnaire de spiritualité, publicada en un fascículo de 1967 9. Para exponer nuestra noción no haremos uso de propuestas teológicas que no eran doctrina común en tiempos de san Josemaría, o al menos no emplearemos los elementos de esas propuestas que no lo eran. Nos referimos en particular al tema de la gloria de Dios desplegado con amplitud en la obra teológica de Hans Urs von Balthasar 10, cuyo propósito es "desarrollar la teología cristiana a la luz del tercer trascendental, es decir, completar la visión del verum y del bonum mediante la del pulchrum" 11. Este punto de vista, importante para la comprensión de la contemplación, se encuentra solamente incoado en santo Tomás cuando dice que la gloria implica la manifestación de la belleza 12. En san Josemaría, la noción de contemplación se abre a su realización en las actividades temporales y, quizá por este hecho, aúna la perspectiva de todos los trascendentales, sin separar el conocimiento de la verdad del amor al bien y del gozo en la belleza. Lo veremos en la tercera parte del capítulo. Nos bastará, por tanto, indicar lo que se entiende comúnmente por "gloria de Dios" en la doctrina católica, suponiendo que san Josemaría se mueve en ese ámbito conceptual. Para exponer esta noción podemos recurrir no sólo a autores clásicos, como san Agustín o santo Tomás, y a escritos contemporáneos a san Josemaría, sino también a otros posteriores, como los textos de Juan Pablo II que citaremos, precisamente porque no ha habido un desarrollo relevante. Escogeremos los que nos parezcan más claros para transmitir la noción. 1.1.1. Sentido bíblico y desarrollo histórico En la Sagrada Escritura la gloria de Dios es Dios mismo en cuanto se manifiesta a los hombres. Es una expresión que recorre todos los libros de la Biblia, desde el Génesis hasta la grandiosa visión de la gloria celestial en el Apocalipsis. En el Antiguo Testamento el término hebreo es ka-bo-d, "peso", de modo que ka-bo-d Jahvé sería "el peso" de Dios, en el sentido de su grandeza y majestad infinitas. Por derivación, el término se aplica también al hombre y al pueblo de Israel en la medida en que reflejan la gloria divina (o bien, con un sentido moralmente negativo, en la medida en que intentan atribuirse una importancia perteneciente sólo a Dios). En la versión griega de los LXX, ka-bo-d fue traducido por doxa, "opinión" (en el sentido de fama o celebridad). Esta traducción comportó, según Kittel, un cambio de significado en el término griego, "pasando de la idea de pensar y de suponer, que son actos subjetivos, a expresar la objetividad absoluta, la realidad de Dios" 13. Mientras que en la cultura griega la doxa es un bien que comúnmente se busca (alcanzar fama o celebridad), en la Biblia, la gloria de Dios, dojxa tou` Qeou`, no es algo a lo que Dios aspira: es la manifestación de su ser que demanda alabanza por parte del hombre. En el Nuevo Testamento, la gloria de Dios es la gloria del Padre (cfr. Mt 16, 27; Mc 8, 38; Lc 9, 26). En el cuarto evangelio aparece vinculada a la persona de Jesucristo: "Hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre" (Jn 1, 14; cfr. Jn 8, 54; Jn 17, 5; Jn 17, 24). San Pablo habla de "la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo" (2Co 4, 6; cfr. Col 2, 9), y de "la luz del Evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios" (2Co 4, 4). El cristiano, enseña el Nuevo Testamento, está llamado a participar en esa gloria en la vida futura (cfr. Flp 3, 21; 2Ts 2, 14); pero ya ahora puede tener un "peso de gloria" (2Co 4, 17), como hijo adoptivo de Dios, según las palabras de Jesús en la última Cena: "Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno" (Jn 17, 22) 14. Esta comunicación de gloria es obra del Espíritu Santo (cfr. 2Co 3, 18; Rm 8, 30). En la Patrística, la noción de gloria de Dios está poco presente al inicio, quizá por los problemas del uso del término griego. Parece que corresponde a Orígenes el mérito de haber discernido claramente la diferencia entre las acepciones profanas de "doxa" y la noción bíblica, y de haberla reintroducido en el pensamiento teológico 15. En todo caso, ya a partir del Concilio de Nicea (325), gloria designa a veces la misma naturaleza divina que el Padre comunica al Hijo –afirmar que el Verbo posee la gloria equivale a afirmar su consubstancialidad con el Padre–, y con más frecuencia la revelación de la majestad de Dios a los hombres. A partir del siglo IV, el concepto bíblico de gloria de Dios es central en los Padres, que "lo utilizan sobre todo cuando hablan de la función reveladora del Verbo encarnado, de la divinización del cristiano, de la contemplación y de la visión beatífica" 16. Es decir, unas veces el concepto de gloria se emplea para designar la majestad misma de Dios en su Vida íntima; otras, para indicar su manifestación al hombre realizada máximamente en Jesucristo; otras, para señalar lo que esto representa en el hombre: su divinización como hijo adoptivo de Dios y, en consecuencia, su llamada a la contemplación en esta tierra y a la visión beatífica en el Cielo. San Gregorio de Nisa entiende que Dios ha manifestado su gloria, no para obtener nuestra alabanza, como si necesitara algo, sino "por la sobreabundancia de su amor (...), para que el hombre tomara parte de los bienes de Dios" 17. San Ireneo muestra la concatenación de estas realidades cuando escribe: "la gloria de Dios es que el hombre viva [Vida sobrenatural]; y la vida del hombre es la visión de Dios" 18. La gloria de Dios se manifiesta en que el hombre viva Vida sobrenatural, es decir, que participe de su gloria; la plenitud de esta Vida es la visión beatífica en el Cielo, y su anticipo más perfecto en la tierra es la contemplación. La enseñanza de san Josemaría se encuentra en esta línea, pero incorpora también elementos del desarrollo posterior de la noción, en el que ha tenido gran importancia la definición de gloria empleada por san Agustín: "clara cum laude notitia" 19, una clara fama con alabanza, o el conocimiento de la fama de alguien acompañado de alabanza. La gloria de Dios es el reconocimiento de su majestad, con alabanza. Como se ve, esta definición identifica la gloria con el glorificar, lo cual se comprende cuando se trata del uso profano del término, pues una persona tiene gloria si los demás reconocen su fama. Pero cuando se trata de Dios, su gloria es la misma Vida divina manifestada, a la que nuestro reconocimiento sólo añade que participamos de ella. Es posible que la definición agustiniana haya contribuido a que el concepto de gloria se centrara en la acción del hombre más que en la manifestación de Dios. En cualquier caso, históricamente se ha tendido a identificar la gloria de Dios con la alabanza y el servicio por parte del hombre, desconectándolos, al menos en cierta medida, de la participación en la gloria misma, es decir, de la divinización del hombre y de su condición de hijo de Dios. De todas formas, no siempre ha sido así. Algunos autores medievales reflejan de modo más completo la noción bíblica cuando distinguen entre la gloria de Dios en sí y la acción del hombre que lo glorifica 20. En otros, que mantienen esta distinción, se presenta un problema nuevo: el de identificar la gloria de Dios sólo con su Bondad, sin mencionar los otros trascendentales, la Verdad y la Belleza. "Dei gloria sive bonitas" 21, escribe san Buenaventura. La gloria de Dios es su Bondad que se comunica a las criaturas. Santo Tomás de Aquino se refiere explícitamente a la mencionada distinción entre la gloria de Dios en sí y su participación en el hombre 22, pero emplea relativamente poco la noción de gloria y privilegia la de bondad: Dios obra "sólo por su Bondad" 23 y las criaturas tienden a su perfección, que es una semejanza de la bondad divina, por lo que "la Bondad divina es el fin de todas las cosas" 24. No es la gloria de Dios el fin, sino su Bondad. No obstante, la noción de gloria de Dios está implícita, como se ve cuando santo Tomás afirma que "mediante cierta imitación, la bondad divina está representada en las criaturas para la gloria de Dios" 25. El concepto bíblico está sin duda presente, pero el término "gloria" se usa menos. Esta situación se prolongará hasta después del Concilio de Trento, cuando poco a poco se restaura el término "gloria" para hablar del fin de la vida cristiana. No nos detenemos en señalar las causas del cambio, en el que posiblemente influyen las posiciones en parte divergentes de Lessius y de Suárez. En todo caso, a partir del s. XVI difícilmente se encontrará un maestro de vida espiritual que no le reconozca un lugar primordial. En las obras de Luis de Granada, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, san Francisco de Sales y en los autores de la escuela francesa del siglo XVII, el deseo de glorificar a Dios convirtiendo la propia vida en una constante alabanza interior representa la cima de sus aspiraciones. En san Ignacio de Loyola se traduce en el lema "Ad maiorem Dei gloriam" 26, que pone el acento en la realización de obras de servicio. Para Ignacio glorificar a Dios y servir a Dios son "prácticamente equivalentes" 27. Pasando ya a la primera mitad del siglo XX, vale la pena mencionar tres artículos de carácter teológico-devocional sobre la gloria de Dios, firmados por P.M. Sulamitis y publicados en 1931 28. Con toda probabilidad san Josemaría los conocía. La autora refleja el concepto común de gloria de Dios. Se sirve de la distinción entre la "gloria esencial" y la "gloria exterior" que incluye la santificación del hombre, para explicar que dar gloria a Dios consiste en identificar libremente la propia voluntad con la Voluntad divina 29. La enseñanza de san Josemaría se inscribe en esta línea tradicional. Las referencias a la gloria de Dios y a la participación en ella –tanto "pasiva" (ser divinizado por la gracia) como "activa" (glorificar a Dios con los propios actos)– son numerosas en sus obras 30, lo cual es índice de la centralidad de la noción en su doctrina. No ofrece, sin embargo –ya lo dijimos–, una explicación teológica de su significado. Se limita generalmente a reproducir los textos de la Escritura que hablan de la gloria del Padre, de su manifestación plena en Jesucristo y de su reflejo en el cristiano divinizado por la gracia y hecho hijo adoptivo de Dios. Si se quisiera estudiar la noción de "gloria de Dios" que emplea, debería deducirse de lo que dice sobre la acción de "dar gloria a Dios", que interpreta como participar de modo consciente y libre en la Vida divina, siendo contemplativos en la existencia ordinaria o, lo que es lo mismo, santos (entendiendo la santidad en sentido moral). Encontraríamos, como venimos diciendo, una clara sintonía con la Patrística griega, a la vez que serían visibles las huellas de la tradición espiritual de los últimos siglos, tamizada por su espíritu específico de filiación divina y de contemplación en medio del mundo. Enseguida lo veremos, pero antes conviene que hagamos una síntesis doctrinal de la noción de gloria de Dios teniendo en cuenta el desarrollo histórico que hemos resumido. 1.1.2. Síntesis doctrinal: marco de la noción en san Josemaría Se habla de "gloria de Dios" de dos modos conexos: como "gloria interior" y como "gloria exterior". El siguiente texto de Juan Pablo II refleja la doctrina tradicional y nos puede servir muy bien de marco: "Lo que la Biblia llama "gloria de Dios" (ka-bo-d Jahvé, doxa tou Theou) es ante todo Dios mismo: la "gloria interior" (...), la infinita perfección de la Divinidad en la Trinidad de Personas (...), la plenitud de Verdad y de Amor en el contemplarse y donarse recíproco (y por tanto en la comunión) del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (...). Con la creación del mundo comienza una nueva dimensión de la gloria de Dios, llamada "exterior" para distinguirla de la precedente" 31. Al ser la "gloria interior de Dios" la infinita perfección de la Vida de la Santísima Trinidad, coincide con la "santidad de Dios" 32. Por otra parte, la Sagrada Escritura condensa la Vida divina en una frase: "Dios es amor" (1Jn 4, 8). De ahí que la gloria de Dios sea también su "amor esencial, común a las tres Personas divinas" 33. Este amor tiene una "expresión personal" 34: el Espíritu Santo, Amor que procede del Padre y del Hijo por una sola espiración, al conocerse y donarse mutuamente 35. Vemos así que la "gloria interior de Dios", la "santidad de Dios" y el "amor de Dios" son tres modos de referirse a la misma realidad. Paralelamente, para el cristiano, como veremos después, "dar gloria a Dios" equivale a "ser santo", y la santidad consiste en "amar a Dios" con el amor que el Espíritu Santo derrama en los corazones. La "gloria exterior" es la irradiación de la santidad de Dios (cfr. Is 6, 3), la manifestación de la suma Verdad, Bondad y Belleza, que se compendia en la manifestación del Amor en sus obras 36, en primer lugar en la creación (cfr. Rm 1, 20). El Magisterio de la Iglesia enseña, en efecto, que Dios ha creado el mundo "para manifestar su perfección a través de los bienes que otorga a las criaturas (...). El mundo ha sido creado para la gloria de Dios" 37. Todas las criaturas la reflejan en mayor o menor grado y por eso Dios las "contempla" cuando las crea (cfr. Gn 1, 31), porque poseen una cierta semejanza con el Ser divino 38. El mundo, las criaturas todas del Señor son buenas. Nos enseña la Sagrada Escritura que, concluida la obra maravillosa de la Creación, terminados el cielo y la tierra con su espléndido cortejo de seres (cfr. Gn 2, 1), contempló Dios todo lo que había hecho y vio que todo era muy bueno (Gn 1, 31) 39. Entre todas las criaturas de esta tierra, la persona humana es la que mayormente manifiesta la gloria de Dios. Tanto en su ser, porque ha sido creada "a su imagen y semejanza" (Gn 1, 26), con un alma espiritual, como en su obrar libre, porque el gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un yo llenos de sentido. Y puede amar a Dios 40. El hombre ha recibido la capacidad y la misión de perfeccionar la creación material espiritualizándola mediante su trabajo 41, y la de constituir la familia y la sociedad humana de modo que reflejen en cierta medida la comunión de Personas en la Santísima Trinidad. Cuando estas realidades humanas –el trabajo, la familia, la sociedad– se configuran según los designios de Dios, irradian su gloria 42. Pero hay que considerar también que esta "gloria exterior" –la manifestación que Dios ha hecho de Sí mismo–, no es sólo "natural" sino "sobrenatural", porque Dios ha revelado el misterio de su Vida íntima en la Trinidad de Personas y ha llamado al hombre a participar de esa Vida 43. La adopción sobrenatural permite divinizar o santificar las actividades humanas, y reflejar la gloria divina de un modo nuevo. El pecado ha oscurecido el brillo de la gloria de Dios en el hombre y en la entera creación visible, pero ha sido también ocasión para que Dios manifestara aún más su Amor por medio de la Encarnación del Verbo y del envío del Espíritu Santo. El Verbo en quien han sido creadas todas las cosas (cfr. Jn 1, 14; Col 1, 16-17) "se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14). Jesucristo Nuestro Señor es "resplandor de la gloria de Dios e impronta de su sustancia" (Hb 1, 3), "en Él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2, 9). Todo el poder, toda la majestad, toda la hermosura, toda la armonía infinita de Dios, sus grandes e inconmensurables riquezas, ¡todo un Dios!, quedó escondido en la Humanidad de Cristo para servirnos. El Omnipotente se presenta decidido a oscurecer por un tiempo su gloria, para facilitar el encuentro redentor con sus criaturas. A Dios, escribe el Evangelista San Juan, nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, existente en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer (Jn 1, 18) 44. El designio de Dios Padre para disipar la noche del pecado en el mundo ha sido que el Hijo se abajara asumiendo la naturaleza humana (cfr. Flp 2, 7-8) y "entrara" así en las mismas tinieblas para desvanecerlas con su luz (cfr. Jn 1, 5), iluminando desde dentro las realidades creadas mediante el cumplimiento de la Voluntad divina (cfr. Hb 10, 5-8), hasta reinar sobre todas las cosas para ofrecerlas, purificadas y renovadas, al Padre (cfr. 1Co 15, 25-28). Con la venida de Jesucristo, "la luz ha brillado en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron" (Jn 1, 5). Para que los hombres la recibieran ha sido enviado el Espíritu Santo, que atrae a todos hacia Cristo (cfr. Jn 12, 32) formando su Cuerpo místico, la Iglesia, "plenitud de quien llena todo en todas las cosas" (Ef 1, 23). La gloria de Dios Uno y Trino se manifiesta así en la Iglesia, "pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" 45, "signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" 46. Brilla singularmente en la Santísima Virgen María, miembro más excelente y "tipo de la Iglesia" 47 por su maternidad divina. Después de Ella, se manifiesta también en los santos y, por último, en cada miembro del Cuerpo místico en la medida en que esté unido a la Cabeza por el vínculo del Espíritu Santo. En síntesis, la gloria interior de Dios, su Vida de Amor, se ha manifestado exteriormente en sus obras: en la obra creadora –sobre todo con la creación del hombre a su imagen y semejanza, y la elevación a la vida sobrenatural como hijo adoptivo–; en la obra redentora, con la Encarnación, Vida, Muerte, Resurrección y Ascensión a los Cielos de Jesucristo Nuestro Señor; y en la obra santificadora, con el envío del Espíritu Santo para atraer a los hombres a Cristo y hacerles partícipes de su misión formando la Iglesia. 1.1.3. Aspectos característicos de la enseñanza de san Josemaría Aunque la noción de gloria de Dios en san Josemaría es la misma que se encuentra en la doctrina teológica común de la época, cabe señalar algunos aspectos que destacan especialmente en su predicación. Podemos sintetizarlos en cinco puntos. 1. El acto de dar gloria a Dios se dirige a cada una de las tres Personas en la unidad de la esencia divina: Me llena de alegría tu grandeza, tu hermosura, tu poder, tu belleza: ¡gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo! 48 Habla al único Dios (en singular: "tu grandeza, tu hermosura..."), pero proclama la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, pues a las tres Personas, consubstanciales en la Divinidad, les corresponde "igual gloria" 49. En otros textos, cuando no se refiere a la inmanencia trinitaria sino a la economía salvífica, glorifica a Dios Padre, por Cristo, en la unidad y bajo la acción del Espíritu Santo 50. En Surco, por ejemplo, aconseja al lector: que te olvides de ti, y pienses sólo en la gloria de tu Padre Dios; que sometas filialmente tu voluntad a la Voluntad del Cielo, como te enseñó Jesucristo; que secundes dócilmente las luces del Espíritu Santo 51. Aquí la gloria va encaminada hacia el Padre, porque está hablando de la economía salvífica, en la que el Hijo y el Espíritu Santo han sido enviados para que los hombres glorifiquen al Padre. Hay también textos que hablan de "dar gloria a Cristo", porque tienen presente tanto la inmanencia trinitaria como la economía salvífica. Un ejemplo: Que ningún afecto te ate a la tierra, fuera del deseo di vinísimo de dar gloria a Cristo y, por Él y con Él y en Él, al Padre y al Espíritu Santo 52. 2. En las siguientes palabras –que ponen el acento en que el hombre sin Dios, o por sí mismo, es nada– afirma implícitamente que la gloria de Dios es Dios mismo, ya que darle gloria no es otra cosa que reconocerle como "todo", origen y fin de todas las cosas. "Deo omnis gloria". –Para Dios toda la gloria. –Es una confesión categórica de nuestra nada. Él, Jesús, lo es todo. Nosotros, sin Él, nada valemos: nada 53. Otra idea completa lo anterior: Él te promete la gloria, el amor suyo 54. Es decir, la gloria de Dios es su misma vida intratrinitaria de amor, y ese amor es dado al hombre. La criatura humana, que de por sí "no vale nada" (en el sentido de que ella no es causa de su valor como criatura), es elevada y enriquecida hasta el punto de participar en la gloria de Dios, en el amor de Dios. Nuestra vida, en medio de las limitaciones propias de la condición terrena, será un anticipo de la gloria del cielo, de esa comunidad con Dios y con los santos, en la que sólo reinará el amor 55. 3. El siguiente texto pone la gloria de Dios en relación con la filiación divina y la santificación en medio del mundo (en la redacción se dirige a los fieles del Opus Dei pero, como tantas veces, la enseñanza no se aplica sólo a ellos). Os pido sencillamente que toquéis el cielo con la cabeza: tenéis derecho, porque sois hijos de Dios. Pero que vuestros pies, que vuestras plantas estén bien seguras en la tierra, para glorificar al Señor Creador Nuestro, con el mundo y con la tierra y con la labor humana 56. Dos aspectos de la noción de gloria de Dios se dan cita en estas palabras. El primero parece contrastar con la afirmación anterior de que el hombre sin Dios "es nada", porque subraya su grandeza como hijo de Dios por la gracia. Si antes veíamos que la gloria de Dios es el mismo Dios en cuanto se manifiesta, ahora vemos que esa manifestación, esa gloria, no es sólo algo exterior al hombre, sino su misma participación en la naturaleza divina, su adopción sobrenatural. La enseñanza de san Ireneo, según la cual la gloria de Dios es que el hombre viva (Vida sobrenatural), la encontramos en san Josemaría formulada de otro modo: "la gloria de Dios es que el hombre sea hijo suyo en Cristo". Y hay un segundo aspecto. La gloria de Dios es que el hombre viva como hijo de Dios ("que con la cabeza toque el Cielo") santificando las realidades temporales ("con los pies en la tierra, con la labor humana"). La gloria de Dios, Dios mismo, se ha de manifestar en el mundo por medio del trabajo y de toda la vida ordinaria de los hijos de Dios. Aquí no se trata principalmente de realizar unas particulares "obras de apostolado" y de servicio a las almas, sino de cumplir los propios deberes por amor, con espíritu de servicio y afán apostólico: buscar la santidad en medio del mundo, cada uno en su profesión y en su estado, y así dar gloria a Dios 57. Después de estas palabras añade que esto trae como consecuencia una multitud de obras de apostolado 58. En definitiva, podemos decir que la gloria de Dios consiste en que sus hijos santifiquen su trabajo y todos sus deberes ordinarios, transformándolos en medio de oración y de contemplación. Esto es lo que destaca san Josemaría. Si así "dan gloria a Dios" es porque "la gloria de Dios" está ahí, Dios se manifiesta ahí, porque hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir 59. Durante treinta años, Jesucristo Nuestro Señor ha manifestado la gloria del Padre en la vida ordinaria. No daba gloria a Dios como si esto fuera algo "añadido" a sus tareas, sino que esa vida ordinaria era gloria, manifestación de Dios. Nosotros, predica san Josemaría, descubrimos en este mundo, en nuestras ocupaciones, en nuestra fatiga, el medio para charlar con Dios: la contemplación surge como un elemento vital para seguir trabajando, y para dar gloria al Creador 60. 4. Deo omnis gloria! indica para san Josemaría que la vida del cristiano ha de ser una vida de adoración, de culto a Dios. Recuérdese que la expresión, en el texto citado al inicio del capítulo, remite al Canon de la Misa 61, cumbre del "culto a Dios según la religión cristiana", en frase de santo Tomás 62. Todo se ha de orientar a la gloria de Dios en unión con el Sacrificio de Cristo y de su Cuerpo místico, la Iglesia. Precisamente ésta será la conclusión final de los tres capítulos de la Parte I. Veremos que el cristiano da gloria a Dios haciendo de la Misa el centro y la raíz 63 de su entera existencia, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto 64. De momento nos interesa sólo señalar que san Josemaría ve en la Eucaristía la gloria de Dios, su más sublime manifestación. Allí donde Dios está "escondido" a los ojos de la carne, la fe descubre la suprema presencia de su Amor, la sublimidad de su gloria. Por eso, cuando describe la actitud del alma cristiana ante las maravillas que obra Dios, sus palabras, transidas de emoción, culminan en la contemplación del misterio eucarístico: Considera lo más hermoso y grande de la tierra..., lo que place al entendimiento y a las otras potencias..., y lo que es recreo de la carne y de los sentidos... Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero. –Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas..., nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! –¡tuyo!– tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de siervo en el portal donde quiso nacer, en el taller de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa... y en la locura de Amor de la Sagrada Eucaristía 65. 5. A la doxología "gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo", san Josemaría añade algunas veces audazmente: y gloria a Santa María 66. Siendo María una criatura, el complemento necesita explicación. Se justifica no sólo en el sentido de que la Virgen ha sido glorificada, hecha singularmente partícipe de la gloria de la Santísima Trinidad, sino porque es figura de la Iglesia inseparablemente unida a Cristo como el Cuerpo a la Cabeza. El "gloria a Santa María" se relaciona con las palabras que usa para proclamar la santidad de la Iglesia: ¡Santa, Santa, Santa!, nos atrevemos a cantar a la Iglesia, evocando el himno en honor de la Trinidad Beatísima 67. También este punto lo desarrollaremos al final de la Parte I, al hablar del Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! 1.2. EL ACTO DE "DAR GLORIA A DIOS" Hemos visto la noción de "gloria de Dios" en la tradición teo lógica y algunos elementos que destacan en san Josemaría. Nos hemos de preguntar ahora en qué consiste, por parte del cristiano, "dar gloria a Dios". El verbo "dar" no representa ningún problema cuando se trata de las criaturas irracionales, ya que todas "dan gloria a Dios" o "narran su gloria" –como reza el Salmo 68– al reflejar en mayor o menor medida, pero de modo necesario, sus perfecciones. En cambio, cuando se trata del hombre, "dar gloria a Dios" designa una acción que se puede realizar u omitir. Sólo nosotros, los hombres –no hablo aquí de los ángeles– nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe 69. Dar gloria a Dios no es sólo fin "del" hombre, como lo es de todas las criaturas, sino también fin "para" el hombre: algo que puede proponerse o no en su obrar libre. Creados, y constituidos en corona y cabeza de la creación corpórea, hemos sido ordenados por naturaleza a servir a Dios y a rendirle culto de adoración, de amor y de alabanza 70. 1.2.1. Acto de conocimiento y de amor. Prioridad del amor La actividad humana de dar gloria a Dios es el reconocimiento laudatorio de la majestad divina: "clara cum laude notitia" 71, según la definición de san Agustín que hemos recordado antes. El hombre da gloria a Dios cuando reconoce y alaba la manifestación de su gloria, en todas sus formas. Este es el fin último de su vida: conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres 72. Para dar gloria a Dios es necesario conocer las manifestaciones de su gloria; se requiere la presencia en nuestro entendimiento de una imagen de sus perfecciones tal como las conocemos por la razón o por la revelación sobrenatural (cfr. Rm 1, 20-21) 73. Sin embargo, glorificar a Dios no implica un mero conocimiento intelectual "teórico", por así decir, sino un conocimiento amoroso: es un acto de conocimiento y de amor. Las perfecciones de Dios –su "gloria interior"– se resumen en el Amor intratrinitario, y su "gloria exterior" es la manifestación de ese Amor, fuente de todos los dones. De ahí que "dar gloria a Dios" sea reconocer y gustar la belleza de su Amor. Y sólo puede reconocerla el que ama. "El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor" (1Jn 4, 8). "Dar gloria a Dios" es, por tanto, reconocer su Amor amándole. O lo que es lo mismo, amar la manifestación de su Amor, complacerse en ella, pues "el amor es la complacencia del bien" 74. "Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien Tú has enviado" (Jn 17, 3), dice el Señor. Este "conocimiento" en el que consiste la vida eterna es un conocimiento-amor, como se puede advertir cuando el Señor afirma que "nadie conoce al Padre sino el Hijo" (Mt 11, 27), ya que en el seno de la Santísima Trinidad el Hijo conoce al Padre amándole en el Espíritu Santo 75. A nosotros, hijos adoptivos, nos ha sido enviado el mismo Espíritu que, siendo el Amor del Padre y del Hijo, es también "Espíritu de verdad" (Jn 16, 13; cfr. 1Co 2, 10) que hace conocer a Jesucristo. El fin último de la vida cristiana consiste en que "viviendo la verdad con caridad, crezcamos en todo hacia aquél que es la cabeza, Cristo" (Ef 4, 15). Entre los dos aspectos de nuestro "dar gloria a Dios" –conocerle y amarle–, la prioridad corresponde al amor. "Es mejor amar a Dios que conocerle" 76, afirma santo Tomás. Ciertamente, no se puede amar a Dios sin conocerle; pero en el que ama a Dios es más noble su amor que su conocimiento. Por eso "dar gloria a Dios" se resume en lo que de más alto y noble implica: amar a Dios. San Josemaría lo expresa así: Yo no debo tener más preocupaciones que tu Gloria..., en una palabra, tu Amor 77. 1.2.2. Incoación de la visión beatífica En el Cielo, la participación en la Vida divina por la que los santos dan gloria a Dios, es la visión beatífica: una "visión amorosa" en la que ver a Dios "cara a cara" (1Co 13, 12) es inseparable de amarle. Es un ver que hace amar, y un amar que hace ver con nueva profundidad. En el Cielo, escribe san Pablo, "conoceré como soy conocido" (1Co 13, 12). Análogamente a como Dios –que es Amor– conoce a sus hijos, así le conocen sus hijos al verle en el Cielo. En la tierra, en cambio, el acto por el que el cristiano da gloria a Dios es un acto de las tres virtudes teologales entramadas –la fe, la esperanza y la caridad–, que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana 78. Aún no es el momento de exponer con detalle estas virtudes y su perfeccionamiento por los dones del Espíritu Santo 79. Nos limitamos a señalar que el acto de dar gloria a Dios está constituido por un conocimiento de Dios por la fe, unido al deseo de la felicidad en Dios –la esperanza– y vivificado por el amor que el Espíritu Santo derrama en los corazones (cfr. Rm 5, 5). Este acto puede tener lugar en cualquier circunstancia. Me gusta hacer considerar cómo el cristiano, en su existencia ordinaria y corriente, en los detalles más sencillos, en las circunstancias normales de su jornada habitual, pone en ejercicio la fe, la esperanza y la caridad 80. En el Cielo no habrá fe, sino visión; ni habrá esperanza, sino posesión de la felicidad en Dios; pero habrá caridad, que será perfecta (cfr. 1Co 13, 8-13). Gracias a la caridad, el acto de fe y de esperanza vivificado por ella suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día 81. En definitiva, dar gloria a Dios es esencialmente un acto de amor (caridad) que presupone la fe y la esperanza, a las que vivifica o informa ("da forma") 82. Este conocimiento amoroso de Dios exige poner en juego no sólo las energías de la inteligencia y de la voluntad, sino también los afectos humanos sensibles, según las palabras del Salmo: "mi corazón y mi carne se regocijan en el Dios vivo" (Sal 84, 3). El hombre ha de dar gloria a Dios con todo su ser 83. Dios no es objeto de conocimiento sensible, pero sí lo son sus obras y sobre todo la Humanidad Santísima de Jesucristo. Principalmente gracias a la Encarnación, el hombre puede amar a Dios también de modo afectivo. El mismo hecho de la Encarnación muestra, de una manera nueva y profunda, que el cristiano puede dar gloria a Dios con todo su ser espiritual y corporal; y que lo puede hacer en cualquier actividad humana noble, si la lleva a cabo como Cristo. Hay una equivalencia entre dar gloria a Dios y amarle, que se encuentra en san Josemaría por todas partes, por ejemplo cuando exhorta a hacer todo por puro Amor, sola y exclusivamente por dar a Dios toda su gloria 84. Se trata de un "Amor" –en Camino lo escribe con mayúscula, cuando se refiere al amor a Dios– que presupone la fe y la esperanza, y que debe informar también las virtudes humanas, porque sólo así el cristiano puede realizar por amor las tareas que reclaman el ejercicio de esas virtudes. Enseguida profundizaremos en lo que es "amar a Dios", pero hemos de interrumpir un momento el hilo del discurso, para aclarar la relación entre "dar gloria a Dios" y "ser santos". Efectivamente, "dar gloria a Dios" es el fin último de la vida cristiana, pero es también frecuente afirmar que el fin último es la santidad. 1.3. GLORIA A DIOS Y SANTIDAD La revelación suprema de Dios en la historia humana ha tenido lugar con el envío del Hijo Unigénito y del Espíritu Santo. Las misiones visibles de las Personas divinas son "prolongación" ad extra de las procesiones invisibles intratrinitarias 85. La Teología reciente lo expresa señalando que "la "oiko-nomia" es la base de toda "theo-logia"" 86. El envío del Hijo muestra el Amor del Padre –"tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito" (Jn 3, 16)– y por tanto su gloria: "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14). Por el envío del Espíritu Santo somos conducidos a reconocer la gloria de Dios manifestada en Cristo: "el Espíritu de la verdad, os guiará hacia toda la verdad (...). Él me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará" (Jn 16, 13-14). Al enviarnos al Hijo y al Espíritu Santo, Dios nos ha hecho partícipes de la Vida íntima de la Santísima Trinidad. Dar gloria a Dios es entonces reconocer y amar la manifestación de su gloria, pero no solamente "desde fuera" sino participando en su Vida íntima como hijos adoptivos unidos al Hijo por el Espíritu Santo. En este sentido san Josemaría recuerda el texto paulino según el cual Dios "nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos (...) a gloria suya" (Ef 1, 4-6). Y comenta: Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal 87. Se puede comprender así la relación entre gloria de Dios y santidad. Dar gloria a Dios es vivir vida sobrenatural de modo consciente y libre. Plenamente ocurrirá en la "gloria celestial", por la visión beatífica. Pero ya en esta tierra el hombre puede tener un anticipo de la gloria del cielo, de esa comunidad con Dios y con los santos, en la que sólo reinará el amor 88. Ya ahora el cristiano da gloria a Dios en la medida en que vive vida sobrenatural, como hijo de Dios en Cristo, por el Espíritu Santo: es decir, en la medida en que es santo. Por eso, "dar gloria a Dios" y "ser santo" son dos modos de designar la misma actividad nuestra, el fin último de la vida espiritual en esta tierra. Pero hay un orden conceptual en la base de estas dos expresiones. Aunque el fin último de la vida cristiana es tanto "dar gloria a Dios" como "ser santo", no se trata de dar gloria a Dios para ser santo. Es al revés: se ha de procurar ser santo para dar gloria a Dios. La gloria de Dios –enseña san Josemaría– es el último fin al que se ordena la santificación propia y la de los demás 89. En Forja lo expresa así: Otra cosa no busco; sólo quiero su agrado y su Gloria: todo para Él. Si quiero la salvación, la santificación mía, es porque sé que Él la quiere 90. Porque en efecto, radicalmente, si la vida no tuviera por fin dar gloria a Dios, sería despreciable, más aún: aborrecible 91. Completando lo anterior hemos de dejar apuntada también la inseparabilidad entre dar gloria a Dios y manifestar su gloria, porque es el fundamento de la inseparabilidad entre santidad y apostolado. En efecto, puesto que la gloria de Dios es la manifestación de sus perfecciones, se comprende que dar gloria a Dios no se puede reducir a reconocer esas perfecciones y amarlas, sino que exige mostrarlas a los demás. De ahí que cuando decimos que el fin de la vida espiritual es dar gloria a Dios, queremos decir: dar gloria a Dios manifestando a los demás su gloria. Esta exigencia no es "un añadido" sino un elemento de su sustancia, de modo semejante a como pertenece a la sustancia de la luz el alumbrar: "Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 5, 16). El Señor, comenta san Josemaría, quiere que su luz brille en la conducta y en las palabras de sus discípulos 92. Igualmente, cuando se afirma que dar gloria a Dios es ser santos, lo que se quiere indicar es: ser santos comunicando a otros la santidad, ser santos para santificar 93. No en el sentido de causa eficiente, pues solamente Dios puede causar la santidad, sino en el de ser instrumentos suyos para que la conceda a otros, y de vivirla en comunión con ellos. "Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1Jn 1, 3). La vida sobrenatural es esencialmente una realidad de comunión, participación en la comunión de las tres Personas divinas como miembros de la Iglesia. Por la misma razón, cuando se dice que dar gloria a Dios consiste en amarle, lo que se quiere decir es que consiste en amar a Dios y al prójimo por Dios, pues son realidades inseparables 94. "Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor alcanza en nosotros su perfección (...). Si alguno dice: amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso" (1Jn 4, 12.20). En fin, este nexo necesario entre dar gloria a Dios y reflejar su gloria, o entre ser santos y comunicar la santidad, o entre el amor a Dios y el amor al prójimo, es, como decíamos, la raíz de la inseparabilidad de santificación y apostolado. No hace falta detenerse ahora en el término Apostolado, que indica la participación en la misión que Cristo confió a los Apóstoles y que consiste en atraer a toda la humanidad a la Iglesia (tema de los capítulos 2º y 3º), pero conviene tener presente que el fin de la vida espiritual incluye estas dos nociones en un único acto. La santidad y el apostolado forman una sola cosa 95, escribe san Josemaría. Es una idea en la que insiste constantemente. Desde luego, así como sólo puede reflejar la luz del sol quien la recibe, así también es necesario dar gloria a Dios para poder reflejarla voluntariamente. No tendría sentido que alguien pretendiera manifestar a otros la gloria de Dios sin glorificarle él mismo; o que quisiera atraer a los demás a Dios sin buscar personalmente la unión con Él. Tampoco tendría sentido la actitud opuesta: un querer dar gloria a Dios como algo reservado para uno mismo, que excluyera a los demás; o buscar la unión con Dios, pero sin procurar que otros la alcancen. Ante ambas desviaciones pone en guardia san Josemaría: se ha puesto de relieve, muchas veces, el peligro de las obras sin vida interior que las anime: pero se debería también subrayar el peligro de una vida interior –si es que puede existir– sin obras 96. 2. AMAR A DIOS Y CUMPLIR SU VOLUNTAD Retomemos el hilo de nuestro discurso, que dejamos en la afirmación de que dar gloria a Dios consiste en amarle, y consideremos ahora con más detalle lo que significa "amar a Dios". Veremos primero los elementos constitutivos del acto interior de amor a Dios, y después la importancia de realizar su Voluntad con obras, por amor suyo. 2.1. ELEMENTOS DEL ACTO INTERIOR DE AMOR A DIOS Clásicamente se suele decir que el amor a Dios comporta "elección", "benevolencia" y "amistad" 97. Comporta "elección", porque amar a Dios implica elegirle como fin último de la propia vida, haciendo todo con "rectitud de intención". Comporta "benevolencia", es decir, querer el bien de la persona amada, porque amar a Dios es querer lo que Él quiere, adherirse a su Voluntad. Y comporta "amistad" porque es un amor de benevolencia mutuo: el amor del hombre a Dios es respuesta al amor de Dios a cada hombre: "Nosotros amamos, porque Él nos amó primero" (1Jn 4, 19). En las enseñanzas de san Josemaría, dar a Dios toda la gloria es obrar por amor suyo en todo lo que se hace, y comprende los tres aspectos que se acaban de enunciar y que trataremos de explicar en los apartados siguientes. 2.1.1. Rectitud de intención En general, el término "amor" indica la tendencia de la persona hacia un bien. Aquí lo utilizamos en el sentido de acto consciente y libre, como es habitual al tratar de la vida espiritual. No llamamos amor a un impulso instintivo, sino a la tendencia hacia un bien elegido por la voluntad. Es lo que hace san Josemaría cuando pregunta a propósito del amor a Dios: ¿De qué amor se trata? La Sagrada Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere sólo al afecto sensible. Expresa< más bien una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de electio, de elegir 98. En esa determinación de la voluntad interviene el entendimiento. Diligente viene del verbo diligo, que es amar, apreciar, escoger como fruto de una atención esmerada y cuidadosa 99. De acuerdo con esto, dar gloria a Dios implica reconocerle como Supremo Bien y elegirle como fin último de todas las acciones. Es poner en práctica la exhortación de san Pablo: "Hacedlo todo para la gloria de Dios" (1Co 10, 31). Esta actitud se llama "rectitud de intención". Para san Josemaría, en efecto, la rectitud de intención está en buscar "sólo y en todo" la gloria de Dios 100. Es la primera y más fundamental actitud de la vida cristiana. Lo contrario –la falta de rectitud de intención– consiste en elegir más o menos conscientemente como fin último un bien creado, y en definitiva a uno mismo: elegir la propia gloria al margen de la gloria de Dios. Cuando se opta por esta última posibilidad, la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses (Gn 3, 5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios 101. 2.1.2. Querer la Voluntad de Dios Amar a Dios implica no sólo "elección" –reconocerle como Supremo Bien y fin último para nosotros–, sino también "benevolencia": querer su bien. Obviamente no se trata de querer para Dios un bien que no tenga y que le perfeccione, sino de querer lo que Él quiere: querer su Voluntad, causa de todo bien. En este sentido, amar a Dios implica "bendecir" a Dios ("decir su bien"), proclamar los designios de su Voluntad ensalzándolos y deseando realizarlos: "Te alabamos, Te bendecimos, Te adoramos, Te glorificamos", reza la Iglesia en el Gloria. Cuando se trata del amor a una persona humana, querer su bien no es siempre lo mismo que querer su voluntad, pues puede suceder que quiera algo que no le conviene. Pero cuando se trata del amor a Dios, querer el bien es querer lo que Él quiera. Por eso, la mejor expresión del amor de benevolencia a Dios es la petición del Padrenuestro: "Hágase tu voluntad" (Mt 6, 10). No decimos estas palabras, comenta san Cipriano, "en el sentido de que Dios haga lo que quiera, sino de que nosotros seamos capaces de hacer lo que Dios quiere" 102. El modelo perfecto de amor a Dios es el amor del Hijo hecho hombre. Se manifiesta en la identificación de su voluntad humana con la Voluntad del Padre, como Él mismo declara: "No he venido al mundo para hacer mi voluntad, sino la Voluntad de Aquel que me ha enviado" (Jn 6, 38); "mi alimento es hacer la Voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra" (Jn 4, 34). Y así hasta la entrega de la propia vida: "Padre, (...) no se haga mi voluntad sino la tuya" (Lc 22, 42). San Josemaría insiste constantemente en este punto, que prolonga e incluye el de la rectitud de intención. Para dar gloria a Dios hay que hacer todas las cosas con rectitud de intención (para su gloria) y querer todo lo que Dios quiera. Por eso, en sus enseñanzas, el "dar gloria a Dios" se expresa muchas veces como "querer la Voluntad de Dios": querer lo que Él quiera como actitud radical, porque Él lo quiere, sea lo que sea, aun antes de saber en concreto en qué consiste. Quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras... 103, solía rezar, con palabras de una antigua oración del Misal Romano. Esta actitud se muestra nítidamente en su vida desde el momento en que, todavía adolescente, comprende que Dios le pide algo. A partir de entonces comienza a suplicar: Domine, ut videam!, para conocer lo que Dios quiere; y a la vez repite: Domine, ut sit!, pidiendo que se realice, es decir, que él realice lo que Dios quiera, sea lo que sea. Al comprobar que Jesús esperaba algo de mí –¡algo que yo no sabía qué era!–, hice mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba para algo nuevo y el Rabboni, ut videam –Maestro, que vea– me movió a suplicar a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que Tú quieres, se cumpla 104. La ocasión en la que mejor se comprueba la sinceridad de esta actitud es el dolor, ya que el sufrimiento contradice la tendencia natural de la voluntad pero el cristiano sabe no obstante que el dolor ha sido querido por Dios para nuestro bien, al haber pecado el hombre, y que tiene un sentido redentor, manifestado plenamente en la Pasión y Muerte de Jesucristo 105. Por esto san Josemaría enseña a aprovechar esas circunstancias para intensificar la unión con la Voluntad divina: "Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. –Amén. –Amén" 106. Y habla de grados en el querer la Voluntad de Dios, que corresponden a la actitud ante el dolor. Escalones: Resignarse con la Voluntad de Dios: Conformarse con la Voluntad de Dios: Querer la Voluntad de Dios: Amar la Voluntad de Dios 107. Al subir esos escalones, se produce una adhesión creciente a la Voluntad divina. Así se ve que dar gloria a Dios no consiste únicamente en aceptar su Voluntad (cosa que hace tanto el que se resigna como el que la ama), sino en cumplirla con total identificación. Quien ama la Voluntad de Dios incluso en el dolor, y no se limita a resignarse, es quien le glorifica más plenamente. Nótese que san Josemaría distingue entre "querer" y "amar" la Voluntad de Dios. Quizá la distinción se pueda entender de diversos modos. Por nuestra parte pensamos que el "querer" tiene por objeto "algo" que Dios quiere, mientras que el "amar" se refiere propiamente a "alguien", en este caso a Dios mismo. Por encima del querer lo que Dios quiere está el amar a Dios queriendo lo que Él quiera. En último extremo, el amor a Dios no consiste en querer algo que Él quiere, sino en amarle a Él. Para san Josemaría esta actitud ha de llegar a constituir la identidad psicológica más profunda de un hijo de Dios, como su "nombre propio". Ojalá pueda decirse que la característica que define tu vida es "amar la Voluntad de Dios" 108. 2.1.3. Corresponder al amor de Dios El amor a Dios no es sólo un amor de elección (elegirle como fin último) y de benevolencia (querer su Voluntad), sino también un amor de "amistad", porque es una respuesta a su Amor por nosotros que ha de tener como medida el amor que Él nos tiene; ha de ser, por tanto, sin medida: "con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas" (Mc 12, 30). Es un amor mutuo, como entre amigos, pero pleno y sublime, porque Dios, al hacernos hijos suyos y partícipes de su naturaleza, nos ha dado su mismo Amor para que le amemos. "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 5). Esto hace posible no sólo querer lo que Dios quiera, sino "querer con Dios", o sea, querer "con el mismo querer de Dios". Es el "escalón" más alto de los que menciona san Josemaría cuando sitúa por encima del "querer la Voluntad de Dios" el "amar la Voluntad de Dios" 109. Como dice Carlos Cardona, "el amor es ser arrebatado por el amado, la fusión en él y la identificación con él y como él. El amor hace del amado un alter ego, o quizá mejor: hace de mí otro tú, me identifica con el tú (sobre todo con el Tú absoluto divino) y me hace vivir su vida" 110. Santo Tomás observa que en el amor a Dios hay "una circulación de bien a bien que es propia de la eternidad del amor divino" 111. Podemos amar a Dios "porque Él nos amó primero" (1Jn 4, 19). El amor del hombre a Dios ha de ser verdaderamente una< >correspondencia al suyo: una redamatio 112. San Josemaría lo expresa con un dicho de su tierra natal: "Amor con amor se paga" 113. El amor de Dios por nosotros se ha revelado de modo supremo con la entrega del Hijo en la Cruz para redimirnos del pecado. "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4, 10). San Juan indica así en qué consiste el Amor de Dios por nosotros: en haber enviado a su Hijo para salvarnos, en habernos entregado todo lo suyo, pues todo lo que tiene el Padre es su único Hijo. Y el Hijo hecho hombre nos ha amado también entregándose completamente, pues "nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Se trata, además, de un amor dirigido personalmente a cada uno, de modo que cada hombre puede hacer suyas las palabras de san Pablo: "me amó y se entregó por mí" (Ga 2, 20). Si éste es el amor de Dios por nosotros, la redamatio del cristiano ha de ser una entrega completa, sin límite. Corresponder a tanto amor exige de nosotros una total entrega, del cuerpo y del alma 114. Las relaciones con Dios son necesariamente relaciones de entrega, y asumen un sentido de totalidad 115. Con el Señor, la única medida es amar sin medida. De una parte, porque jamás llegaremos a agradecer bastante lo que Él ha hecho por nosotros; de otra, porque el mismo amor de Dios a sus criaturas se revela así: con exceso, sin cálculo, sin fronteras 116. En definitiva, el amor a Dios ha de ser un amor con todas las fuerzas y sobre todas las cosas. Sólo así el amor de un cristiano es "semejante" al amor de Dios por él; sólo así el cristiano llega a ser verdaderamente "amigo de Dios". A la vez, es necesario decir que entre el amor del hombre a Dios y el de Dios al hombre hay una desemejanza mayor que la semejanza 117. Él no busca un bien para Sí al amarnos –su Amor es puro Don–, mientras que los hombres buscamos y alcanzamos nuestra perfección y felicidad al amarle. No obstante, por nuestra incorporación a Cristo, podemos corresponder al Amor del Padre con el amor con el que Cristo nos ha redimido; y podemos amar a los demás como Cristo, con una caridad que quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres 118. El mandamiento del amor a los demás declarado en el Antiguo Testamento –"Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lv 19, 18)– se revela así en plenitud como mandamiento nuevo: "que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn 13, 34). El amor de Cristo es un "amor misericordioso", un amor penetrado por la misericordia del Padre que perdona los pecados y las miserias de sus hijos. Así también, el amor de un hijo de Dios ha de ser un amor misericordioso: un amor que quiere reparar a Dios por las ofensas de los hombres y un amor que sabe perdonar a los demás, un amor lleno de la misericordia divina que no rechaza a quien peca sino que reacciona ante los agravios con una sobreabundancia de entrega 119. En definitiva, procurar que la propia vida sea un ejercicio constante de esta posibilidad de amar con el mismo amor de Cristo, es vivir para la gloria de Dios 120. 2.2. CUMPLIR LA VOLUNTAD DIVINA CON OBRAS Dar gloria a Dios no consiste en un mero conocimiento y amor interiores. El acto interior es auténtico sólo si incluye querer cumplir la Voluntad divina. "No todo el que me dice: "Señor, Señor", entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos" (Mt 7, 21). Tu clamar "¡Señor!, ¡Señor!" –comenta san Josemaría– ha de ir unido, de mil formas diversas en la jornada, al deseo y al esfuerzo eficaz de cumplir la Voluntad de Dios 121. 2.2.1. "Obras son amores" El amor a Dios ha de traducirse en hechos, según la exhortación de san Juan: "No amemos de palabra ni con la boca, sino con obras y de verdad" (1Jn 3, 18). San Josemaría cita con frecuencia este texto 122 y expresa la misma idea también con un adagio castellano que quedó grabado en su alma al oírlo interiormente como locución de Dios: "obras son amores y no buenas razones" 123. Por otro lado, tampoco basta cumplir la Voluntad de Dios, si no es por amor suyo. Sólo cumple la Voluntad divina el que la realiza por amor a Dios: sólo éste obra santamente. Por eso, junto con la exhortación a realizar las obras que Dios pide a cada uno, Josemaría recuerda que no está la santidad en el mucho hacer, sino en el amar mucho 124. El cumplimiento glorificador de la Voluntad divina comprende, pues, dos aspectos: por una parte, querer la Voluntad de Dios "sea la que sea", por amor suyo, como ya se ha comentado; y por otra, querer cumplir la Voluntad de Dios "concretamente manifestada a cada uno", poniendo los medios para realizarla. Estas dos aspiraciones han de ir siempre unidas en quien quiera dar gloria a Dios. En todo debemos amar y cumplir la Voluntad de Dios 125. Los dos aspectos corresponden a la distinción de santo Tomás entre "Voluntad divina de beneplácito" y "Voluntad significada" 126. 1. La "Voluntad divina de beneplácito" (expresión inspirada en Ef 1, 5 y Flp 2, 13) es, en general, "lo que Dios quiere". En este sentido, "querer la Voluntad de Dios" es tener un mismo querer con Él 127: querer lo que Él quiera, sea lo que sea, querer lo que le plazca, sabiendo que Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tm 2, 4), pero sin conocer en concreto todo lo que es Voluntad de Dios para cada uno con vistas a ese fin. La actitud de "querer lo que Dios quiera, sea lo que sea", ha recibido desde san Francisco de Sales el nombre de "abandono" o de "santo abandono" 128, entendiendo como tal el dejar la propia voluntad en manos de la Voluntad de Dios siguiendo la invitación del Señor: "No os preocupéis por vuestra vida, qué comeréis; ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿Acaso no vale más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido? Fijaos en las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que ellas?" (Mt 6, 25-26). Esta actitud de querer la Voluntad divina de beneplácito es fundamental en la vida cristiana. San Josemaría se refiere a ella con mucha frecuencia llamándola "abandono en las manos de Dios", y la presenta como actitud que caracteriza el trato de un hijo pequeño con su Padre. 2. La "Voluntad significada" es la Voluntad de Dios que se ha manifestado a través de signos: por ejemplo, la que se expresa en los Mandamientos de la Ley divina; y también, para cada uno, en las obligaciones del propio estado, y en las inspiraciones que le llegan por diversos cauces, como la oración o la dirección espiritual. Querer la Voluntad de Dios en este sentido, consiste en querer cumplir esos mandamientos y esas obligaciones e inspiraciones, poniendo los medios necesarios. Para dar gloria a Dios es preciso querer cumplir su Voluntad significada por amor a su Voluntad de beneplácito. Por ejemplo, para dar gloria a Dios es necesario "cumplir los mandamientos" (Voluntad significada), pero "cumplirlos por amor", porque se quiere la Voluntad divina (de beneplácito), sea la que sea, y no simplemente porque son unas buenas "reglas de conducta", o por miedo a las consecuencias negativas, o por otro motivo solamente humano. Esta distinción permite entender expresiones que a primera vista parecen tautológicas. Por ejemplo, cuando se dice que "para amar a Dios hay que cumplir sus mandamientos, pero hay que cumplirlos por amor" (cfr. Jn 14, 15; Jn 15, 10), no se está afirmando lo mismo en dos sentidos opuestos. Se quiere decir que amar a Dios implica cumplir su Voluntad "significada" en los mandamientos, pero que este cumplimiento ha de ser por amor a su Voluntad de "beneplácito", para agradarle. Una expresión de este género se encuentra implícita en las siguientes palabras: hemos de amar a Dios, para así amar su voluntad y tener deseos de responder a las llamadas que nos dirige a través de las obligaciones de nuestra vida corriente: en los deberes de estado, en la profesión, en el trabajo, en la familia, en el trato social 129. Comienza afirmando que "hemos de amar a Dios", es decir, que hemos de amar lo que Él quiera, sea lo que sea: su Voluntad de beneplácito; y continúa: "para así amar su voluntad...", refiriéndose ahora a la Voluntad significada en los deberes concretos, como queda claro en el resto de la frase. Por esto, en definitiva, tiene sentido decir que "la Voluntad de Dios es que le amemos" y que "el amor a Dios consiste en que cumplamos su Voluntad". La primera afirmación indica que cumplir la Voluntad de Dios no se reduce a las obras, a realizar esto o aquello, sino que consiste en amarle: incluso es posible amarle sin hacer ninguna otra cosa, como hacía María de Betania a los pies de Jesús, y como debe hacer cualquier cristiano dedicando algunos tiempos exclusivamente a la oración. La segunda afirmación indica que amar a Dios, para un fiel corriente, debe traducirse en realizar las obras que Él quiere, en cumplir los propios deberes, pero no como si fueran el último fin, sino por amor suyo. Tan contrario a la vida cristiana es el llamado activismo 130 (volcarse en las actividades temporales y apostólicas prescindiendo de la oración) como el pietismo 131 (centrarse en unas prácticas rutinarias o sentimentales de devoción omitiendo el cumplimiento de los propios deberes). El cumplimiento de la Voluntad divina como acto de amor es la conducta propia de un hijo de Dios, radicalmente distinta de la de un esclavo que cumple lo que le manda su señor, por temor al castigo. San Pablo hace ver esta diferencia cuando escribe: "No habéis recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino que habéis recibido el Espíritu de adopción, en virtud del cual clamamos: Abbá, ¡Padre!" (Rm 8, 14-15). Siguiendo esta enseñanza, san Josemaría insiste en que debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la vo luntad de nuestro Padre 132. 2.2.2. Descubrir y realizar la Voluntad de Dios ¿Cómo se puede conocer la Voluntad de Dios? ¿Cuáles son las obras que Dios quiere que realice cada uno? La enseñanza de san Josemaría se puede resumir en dos puntos: cumplir los propios deberes y cumplirlos con perfección humana y sobrenatural. a) Cumplimiento del deber Recordemos un pasaje del Evangelio: "Se le acercó uno y le dijo: Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna? Él le dijo: ¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. ¿Cuáles? le dice él. Y Jesús dijo: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo. Dícele el joven: Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta? Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme" (Mt 19, 16-21). Comentando esta escena, Juan Pablo II observa que Jesús, antes de contestar, hace notar al joven que únicamente Dios es Bueno, para que comprenda que lo "bueno" es la Voluntad de Dios, lo que Él quiere que cada uno realice: "sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque Él es el Bien" 133. En cambio, lo bueno no es siempre lo que quiere la voluntad propia, porque no es la norma del bien. Después Jesús indica al joven que Dios ha respondido a su pregunta "mediante la ley inscrita en el corazón del hombre, la ley natural (...). Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley en la creación. Después lo hizo en la historia de Israel, particularmente con las diez palabras, o sea, con los mandamientos del Sinaí (...): "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre y amarás a tu prójimo como a ti mismo"" 134. Observando este orden moral con el auxilio de Dios, conformamos nuestra voluntad con la suya, y tendemos eficazmente a nuestro último fin 135, escribe san Josemaría. Sin embargo, aquel joven pregunta de nuevo: "Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?" (Mt 19, 20). Y entonces el Señor le da la respuesta completa: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme" (Mt 19, 21). Le indica que hacer el bien es seguirle a Él, porque Él es el Hijo de Dios que realiza perfectamente la Voluntad del Padre. "No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre" 136. Es la respuesta a la pregunta que nos hacíamos. "La voluntad de Dios es la que Cristo cumplió y enseñó" 137. Realizar la Voluntad de Dios es hacer lo que Cristo dice, como quiere el Padre: "Éste es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle" (Mt 17, 5). "Escucharle" significa obedecer a su palabra (ob-audire) y seguirle. El cristiano debe –por tanto– vivir según la vida de Cristo 138. No se trata sólo de obrar como Él sino de compartir su misma vida. El cristiano cumple la Voluntad divina cuando permite que su Señor Jesucristo viva en él y rea lice la voluntad del Padre a través de él (cfr. Jn 5, 30). Cristo obra a través del cristiano análogamente a como la cabeza actúa por medio de los miembros del cuerpo. Ahora bien, dentro del Cuerpo místico cada miembro tiene una función particular que Dios manifiesta con una llamada o vocación personal. Para dar gloria a Dios el cristiano ha de tratar de conocer su vocación y misión, lo que Dios quiere concretamente de él, y procurar cumplirlo por amor, siendo fiel a la vocación recibida. Ya vimos en la Parte preliminar, al hablar de vocación y vocaciones, que la llamada de Jesús al joven rico no conlleva necesariamente la separación de las actividades temporales. La mayor parte de los textos de san Josemaría se dirigen específica-mente al cristiano que ha de santificarse en medio del mundo, siguiendo radicalmente a Cristo en la vida ordinaria. A él le interroga con viveza en su predicación: Tú, que por ser cristiano estás llamado a ser otro Cristo, ¿mereces que se repita de ti que has venido (...) a hacer las cosas como un hijo de Dios, atento a la voluntad de su Padre (...)? ¿Estás viviendo la vida de Cristo, en tu vida ordinaria en medio del mundo? 139 Para un cristiano corriente, poner por obra la Voluntad divina implica cumplir, en las circunstancias propias del estado y del trabajo de cada uno, los designios, claros y amorosos a la vez, de la voluntad del Padre 140. Es necesario, pues –retomando unas palabras ya citadas–, esforzarse para escuchar las llamadas que [Dios] nos dirige a través de las obligaciones de nuestra vida corriente: en los deberes de estado, en la profesión, en el trabajo, en la familia, en el trato social, en el propio sufrimiento y en el de los demás hombres, en la amistad, en el afán de realizar lo que es bueno y justo 141. Para ser completos tendríamos que añadir que en san Josemaría el cumplimiento de los deberes por amor está unido al ejercicio de los derechos, también por amor. Hay, sin embargo, una diferencia: el amor puede llevar a renunciar a un derecho, pero no a dejar incumplido un deber. Si un deber no se pudiera cumplir sin faltar a la caridad, no sería un deber 142. En cambio, la caridad puede pedir a veces que no se haga valer un derecho. Pero, en otras ocasiones, el ejercicio de los derechos puede constituir un deber y entonces la caridad exige reclamarlos. En este sentido san Josemaría previene contra la dejación de derechos... que son deberes 143. Por eso en este apartado nos hemos limitado a hablar de "cumplimiento del deber". En definitiva, la respuesta a la pregunta sobre qué es lo bueno o cuál es la Voluntad de Dios –la pregunta del "joven rico"–, en el caso de un cristiano corriente, remite al cumplimiento de los propios deberes. Pero no a un cumplimiento a medias sino perfecto –con la mayor perfección posible–, como lo pide el amor. Es lo que vamos a ver a continuación. b) Perfección humana y sobrenatural en las obras Hay un vínculo indisoluble entre obrar por amor y obrar con perfección moral. Dios lo hace todo por amor y "sus obras son perfectas" (Dt 32, 4) 144. También del Hijo de Dios hecho hombre, que nos ha amado hasta dar la vida, dice el evangelista que "todo lo hizo bien" (Mc 7, 37). Por parte del cristiano, el cumplimiento amoroso, con obras, de la Voluntad de Dios exige no sólo realizar lo que Dios pide a cada uno, sino llevar a cabo esos deberes con perfección sobrenatural y humana 145: con la mayor perfección humana y sobrenatural de que seamos capaces 146. Obrar con "perfección sobrenatural" no es otra cosa que obrar por amor a Dios, con un amor que es entrega total a su Voluntad. Obsérvese nuevamente que no hay un razonamiento circular cuando se dice que "obrar por amor a Dios exige obrar con perfección sobrenatural", y que "obrar con perfección sobrenatural consiste en obrar por amor a Dios", porque en el primer caso el "obrar" se refiere a cumplir la Voluntad de Dios expresada en los deberes concretos de cada uno (en general, la Voluntad "significada" de Dios), mientras que en el segundo caso se quiere decir que hay que cumplir esos deberes por amor a la Voluntad de Dios sea la que sea, es decir, con una entrega total a su Voluntad de beneplácito. En definitiva, la "perfección sobrenatural" es la perfección del amor, la que consiste en un amor sin límites, semejante (análogo) al Amor de Dios por nosotros. Obrar con "perfección humana" es obrar del mejor modo posible en cada situación concreta, con una perfección moral que consiste esencialmente en el ejercicio de las virtudes humanas 147 y con perfección técnica (competencia profesional, en el caso del trabajo 148), aunque no siempre se logren los efectos deseados. Para evitar un posible equívoco, conviene observar que el cumplimiento de la Voluntad de Dios con las obras no depende de que "salgan bien" o de que sean "eficaces", sino de que se haya procurado realizarlas a conciencia, por amor a Dios. La persona da gloria a Dios con su actividad si la realiza por amor y con la perfección humana de que es capaz, independientemente de los resultados que obtenga. Dar gloria a Dios no coincide con el triunfo o el éxito humano. Esto no significa que el éxito –el brillo humano, la manifestación de las propias cualidades– no sea un bien, sino que debe ordenarse a la gloria de Dios. Vale la pena completar esta observación haciendo notar que, cuando un hijo de Dios no busca su propia gloria sino la de Dios, entonces Dios le glorifica. Jesucristo no buscaba con su voluntad humana la gloria de su Humanidad (cfr. Jn 8, 50), sino la gloria del Padre; pero la gloria de Dios es que Cristo sea glorificado en su Humanidad (cfr. Jn 8, 54; Flp 2, 9-11). Así Dios glorifica también a sus hijos cuando obran como Cristo y en Cristo, sin buscar su propia gloria sino la del Padre celestial (cfr. Rm 8, 17). Incluso, escribe san Josemaría, Dios exalta a quienes cumplen su Voluntad en lo mismo en que los humilló 149. Los dos requisitos que se han mencionado –"con perfección sobrenatural" y "con perfección humana"– son inseparables para cumplir la Voluntad divina. Sólo el que obra por amor a Dios y busca la perfección humana, obra como Cristo y da gloria a Dios. Se puede decir que son, respectivamente, como el "alma" y el "cuerpo" de la perfección en el obrar. El amor a Dios debe encarnarse en las obras bien hechas; y las obras se han de realizar bien por amor a Dios, no por amor propio desordenado (lucimiento personal, vanagloria, etc.). c) El amor en "cosas pequeñas" Señalemos para terminar este apartado que los dos puntos que hemos visto –cumplir el deber y cumplirlo con perfección– confluyen, en la enseñanza de san Josemaría, en el "cuidado amoroso de las cosas pequeñas", porque habitualmente y en la práctica, los propios deberes no son cosas materialmente grandes sino los "pequeños deberes" de cada momento; y porque la perfección de su cumplimiento consiste también en actos de virtud en "cosas pequeñas", realizados por amor. Con ocasión de algunas canonizaciones, el Magisterio de la Iglesia ha enseñado que la santidad no requiere llevar a cabo acciones extraordinarias sino que "consiste propiamente sólo en la conformidad con el querer de Dios, expresada en un continuo y exacto cumplimiento de los deberes del propio estado" 150. Esos "deberes del propio estado" son habitualmente "pequeños deberes" y su cumplimiento por amor es el camino de santidad que propone san Josemaría: ¿Quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces 151. Estas palabras muestran dos exigencias de la santidad: una material ("haz lo que debes": cumplir el pequeño deber de cada momento, sin retrasos: hodie, nunc, hoy, ahora) y otra formal ("está en lo que haces": cumplirlo con perfección y empeño, por amor a Dios). En la base de estas dos exigencias se encuentra la idea –presente en la doctrina de diversos santos 152– de que, para la santidad, es prioritario el amor respecto a la materialidad de las obras. Un pequeño acto, hecho por Amor, ¡cuánto vale! 153. El valor de las obras en el plano de la santificación y del apostolado no deriva principalmente de su relieve humano (de que sean importantes en su materialidad), sino del amor a Dios con que se realizan. Ese amor se manifiesta muchas veces en "cosas pequeñas" en el trato con Dios y con los demás, y convierte en grande lo que a ojos humanos es pequeño: Hacedlo todo por Amor. –Así no hay cosas pequeñas: todo es grande 154. Las obras del Amor son siempre grandes, aunque se trate de cosas pequeñas en apariencia 155. Esta prioridad del amor no debe llevar a pensar que la perfección objetiva, externa, de las obras que se realizan es poco importante. San Josemaría insiste también en esto último. Para comprender mejor su enseñanza, conviene reflexionar algo más sobre el significado de la expresión "cosas pequeñas". Ante todo, no hay que imaginar las "cosas pequeñas" principalmente como realidades externas a nosotros. Por ejemplo, en el caso de una puerta abierta que debería estar cerrada, la "cosa pequeña" no es la puerta abierta, sino el acto de cerrarla practicando la virtud del orden por amor a Dios. Es decir, las "cosas pequeñas" son ante todo actos virtuosos interiores, que se califican de "pequeños" no por la intensidad del acto (que como tal puede ser muy grande), sino por algún otro motivo relacionado con su objeto, como su poca duración o su escasa relevancia en el plano humano. Cuando san Josemaría habla de la importancia de las "cosas pequeñas", se refiere unas veces a "cosas pequeñas espirituales" que son actos únicamente interiores, aunque se realicen con ocasión de actividades externas (por ejemplo, decir una jaculatoria al cerrar una puerta, o renovar en el corazón el ofrecimiento del trabajo a Dios); otras veces, en cambio, piensa en "cosas pequeñas materiales": actos que tienen por objeto un detalle exterior que contribuye a mejorar objetivamente el estado de cosas a nuestro alrededor, aunque sea en grado mínimo (por ejemplo, arreglar un desperfecto, para servir a los demás por amor a Dios). En el caso de estas últimas –las "cosas pequeñas materiales"–, aunque su valor para la santidad reside prioritariamente en el amor con que se realizan, como ya se ha dicho, san Josemaría atribuye importancia también a su efecto exterior. Está claro que las cosas pequeñas son importantes por el amor, gracias al cual pueden hacerse "grandes", pero esto –dentro de la "lógica de la Encarnación" que preside la doctrina de san Josemaría– es inseparable del valor que posee "hacer las cosas bien", esmerarse en su ejecución. Desde luego, no pierden mérito sobrenatural cuando, a pesar de la buena voluntad de obrar con perfección poniendo todos los medios, no se consigue el efecto deseado; pero la voluntad no sería buena sin el real interés por lograr que los resultados sean buenos. Ese interés está presente de continuo en los textos de san Josemaría. Ya hemos visto antes que enseña a "estar en lo que haces"; otras veces exhorta a realizar con perfección las propias tareas hasta poner la "última piedra" 156; a dejar las cosas acabadas, con humana perfección 157, de modo que sea una labor primorosa, acabada como una filigrana, cabal 158, y recuerda en este sentido los versos de un poeta de Castilla: "el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas" 159. Mientras que clásicamente el acento se ha puesto en el amor y no en la perfección misma de la obra realizada, san Josemaría insiste también en este sentido objetivo. El "cuidado de las cosas pequeñas" es importante no sólo porque confiere a los actos interiores de las virtudes la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección 160 –que sigue siendo lo principal–, sino también porque contribuye a ordenar las cosas de este mundo como Dios quiere, haciendo que reflejen objetivamente, de algún modo, las perfecciones divinas. Aplicado a la vida de un fiel corriente, tejida de pequeños deberes cotidianos, este espíritu de "santidad en cosas pequeñas" se traduce en el siguiente consejo: Esfuérzate para responder, en cada instante, a lo que te pide Dios: ten voluntad de amarle con obras. –Con obras pequeñas, pero sin dejar ni una 161. El amor a Dios con obras se concreta, para un fiel corriente, en el cumplimiento amoroso del pequeño deber de cada momento. La santidad, para san Josemaría, está en la continuidad de ese amor, es decir, en la "fidelidad en cosas pequeñas". Para sub rayarlo, trae a colación un pasaje del Evangelio (cfr. Mt 25, 21): Porque fuiste "in pauca fidelis" –fiel en lo poco–, entra en el gozo de tu Señor. –Son palabras de Cristo. –"In pauca fidelis!..." –¿Desdeñarás ahora las cosas pequeñas si se promete la gloria a quienes las guardan? 162 El valor de las cosas pequeñas radica formalmente, como hemos visto, en el amor con que se realizan, y este amor es siempre una gracia que Dios concede a los humildes (cfr. 1P 5, 5; St 4, 6). También en esto se advierte el valor del cuidado de las cosas pequeñas, porque el hecho de que sean "pequeñas" favorece la humildad, contribuyendo a quitar el obstáculo del amor propio desordenado que se opone al amor de Dios, o el peligro de buscar la propia gloria que impide dar toda la gloria a Dios. Cuando se trata de acciones importantes, es más fácil caer en estos peligros (lo veremos en el apartado siguiente). Las "cosas pequeñas", en cambio, suelen pasar inadvertidas y no reciben recompensa humana: sólo Dios las ve. Por eso recomienda san Josemaría: Te aconsejo que no busques la alabanza propia, ni siquiera la que merecerías: es mejor pasar oculto, y que lo más hermoso y noble de nuestra actividad, de nuestra vida, quede escondido... ¡Qué grande es este hacerse pequeños!: "Deo omnis gloria!" –toda la gloria, para Dios 163. Nos encontraremos con las "cosas pequeñas" también en la Parte II y en la Parte III de este libro, para analizarlas desde diversos puntos de vista 164. 2.3. GLORIA A DIOS Y "GLORIA PROPIA" En el texto de su primera Instrucción, citado al comienzo de este capítulo, después de enunciar el principio de que "dar a Dios toda la gloria" ha de ser la aspiración suprema del alma cristiana, san Josemaría añade: Él lo quiere: gloriam meam alteri non dabo, mi gloria no la daré a otro (Is 42, 8) 165. El "peso" de la gloria de Dios –el bíblico ka-bo-d Jahvé– no admite "contrapeso" o disminución alguna. Para dar a Dios toda la gloria es preciso desprenderse del lastre de la "propia gloria" buscada al margen de Dios. Esa búsqueda de la "propia gloria", no como reflejo de la de Dios sino en oposición a ella, es un peligro que acecha constantemente. Nos movemos siempre cada uno de nosotros, tú, yo, con la posibilidad –la triste desventura– de alzarnos contra Dios, de rechazarle 166. Como consecuencia del pecado, el hombre siente en lo más íntimo de su corazón una fuerte inclinación, como un peso muerto, a poner en sí mismo, en su propia gloria, el fin último de sus acciones. Sólo con esfuerzo puede vencer esa tendencia. Ese esfuerzo comporta a la vez una afirmación y una negación: la afirmación absoluta de Dios como Verdad, Belleza y Bien supremo en quien se encuentra la plena felicidad; y la negación de sí mismo, es decir, de todo intento de considerarse con independencia absoluta de Dios, como un ídolo contrapuesto a Él. Dar gloria a Dios siguiendo a Cristo comporta abnegación, renuncia de sí mismo: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame; pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará" (Mt 16, 24-25). "¡Sólo a Dios el honor y la gloria!" (1Tm 1, 17), son palabras de san Pablo citadas varias veces por san Josemaría en sus escritos. Los mismos textos en los que expresa la aspiración a "dar gloria a Dios" contienen muchas veces la invitación a darle gloria "sólo a Él", rechazando la tentación de buscar la propia gloria, o de preferir la propia voluntad a la Voluntad divina, o de anteponer el amor propio al amor divino. A la vez, señalan que éste es el camino de la felicidad. Tenemos así los dos aspectos que examinaremos a continuación: dar gloria a Dios requiere esfuerzo y conlleva la felicidad del hombre. Son dos trazos particularmente vivos en san Josemaría. Aunque en el capítulo 8º estudiaremos sistemáticamente sus enseñanzas sobre la lucha cristiana y su fruto de paz, es necesario adelantar algo para completar aquí la noción de "dar gloria a Dios". 2.3.1. Gloria a Dios y esfuerzo Se ha escrito, en un contexto de vida espiritual, glosando enseñanzas de san Josemaría, que "como último fin, el hombre o busca a Dios o se busca a sí mismo. Es la alternativa expresada por aquellas palabras de san Agustín: "Dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. Aquélla se gloría en sí misma, ésta en Dios" (De civitate Dei, XIV, 28). No hay término medio, porque sólo puede proponerse como fin último algo absoluto: o el único absoluto-absoluto (Dios) o el único absoluto-relativo (cada hombre para sí mismo)" 167. Quien rechaza a Dios como fin último, tomará como fin de la propia vida un bien creado, y en último término a sí mismo. La alternativa es inevitable. En lugar de la Voluntad de Dios, preferirá la "voluntad propia" ("propia" en el sentido de una voluntad que no quiere identificarse con la Voluntad de Dios); en lugar del amor a Dios, el "amor propio" o egoísmo (un amor de sí mismo que rehúsa la entrega a Dios y a los demás, opuesto a la caridad); y en lugar de la gloria de Dios, la "gloria propia" o vanagloria (la manifestación de sí mismo para ser admirado, apreciado, honrado, etc., sin referencia a Dios). Para expresar la radicalidad del "dar gloria a Dios" san Josemaría emplea frecuentemente estas antítesis: "gloria de Dios y gloria propia"; "voluntad de Dios y voluntad propia"; "amor a Dios y amor propio" 168. Se trata de expresiones habituales en la tradición espiritual, en las que el adjetivo "propio" tiene un sentido peyorativo, el de preferirse uno mismo a Dios. Es el polo opuesto del hacer "propia" la gloria de Dios, reflejándola para que brille ante los hombres; o de hacer "propia" la Voluntad de Dios, identificándose con ella, como pide el amor: Amar es... no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada, no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena... y a la vez propia 169. De aquí se deduce que la "voluntad propia" en sentido peyorativo es la que no se identifica con la Voluntad divina. Esto sucede no sólo al elegir algo que es malo por su objeto, sino también cuando se elige algo que en sí mismo es lícito pero no pedido por Dios hic et nunc. En este sentido, san Josemaría, al hablar del espíritu cristiano de desprendimiento de los bienes creados, aclara que el desprendimiento debe comprender hasta esas ilusiones limpias, con las que buscamos exclusivamente dar toda la gloria a Dios y alabarle, ajustando nuestra voluntad a esta norma clara y precisa: Señor, quiero esto o aquello sólo si a Ti te agrada, porque si no, a mí, ¿para qué me interesa? 170 El recurso a las tres antítesis mencionadas es frecuente en las obras de san Josemaría. Baste citar como ejemplo de la primera y principal, unas palabras de Camino: "Deo omnis gloria". –Para Dios toda la gloria. (...) Nuestra vanagloria sería eso: gloria vana; sería un robo sacrílego; el "yo" no debe aparecer en ninguna parte 171. En general, estas antítesis sirven para subrayar que dar gloria a Dios reclama la pelea contra las tendencias contrarias en el corazón del hombre: "la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida" (1Jn 2, 16). La visión positiva de las realidades creadas por Dios es una característica de las enseñanzas de san Josemaría, pero no lo es menos el rechazo de toda componenda con el pecado y lo que al pecado inclina. No es vanagloria, en cambio, querer reflejar la gloria de Dios. Todo lo contrario. Ya hemos citado antes el texto de Mt 5, 16: "Alumbre vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos". Pero ¿cómo alumbrar sin atribuirse la luz? Sabiéndose "instrumentos" en las manos de Dios, es decir, "servidores del Señor" (Rm 12, 11). Personas libres e hijos de Dios, que reflejan su gloria si le sirven de instrumentos para realizar su Voluntad. "¿Qué es Apolo? ¿Qué es Pablo? Ministros, por medio de los cuales habéis creído; cada uno según el Señor le ha concedido" (1Co 3, 5). Tu deber es ser instrumento 172, recuerda san Josemaría. En su oración personal considera que el sol envuelve de luz cuanto toca 173, y en consecuencia pide: Señor, lléname de tu claridad, endiósame: que yo me identifique con tu Voluntad adorable, para convertirme en el instrumento que deseas... 174. Y en otro momento: aunque sea miserable, no dejo de comprender que soy instrumento divino en tus manos 175. Esta convicción, que aleja el peligro de buscar la propia gloria, se tradujo en un lema de su vida: Ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca 176. 2.3.2. Gloria a Dios, paz y felicidad "Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad" (Lc 2, 14). San Josemaría ve reflejado en este texto el vínculo existente entre la "paz" interior y la "buena voluntad": ¡Paz, paz!, me dices. –La paz es... para los hombres de "buena" voluntad 177. Proponerse "dar gloria a Dios" como fin último de todas las acciones, hace buena la voluntad del cristiano porque la identifica progresivamente con la Voluntad divina. En la medida en que esto sucede, se unifica la conducta personal generando la paz interior que es, a su vez, el fundamento más sólido para construir la paz en el mundo 178. Por el contrario, quien pretende hacer compatibles las antítesis anteriores, siguiendo la Voluntad de Dios sólo en algunas cosas y la "voluntad propia" en otras, se ve abocado irremediablemente a la división interior. San Josemaría lo pone al descubierto incisivamente: Tu experiencia personal –ese desabrimiento, esa inquietud, esa amargura– te hace vivir la verdad de aquellas palabras de Jesús: ¡nadie puede servir a dos señores! 179. En la misma línea hace notar, en otro punto de Camino: Tu propia voluntad, tu propio juicio: eso es lo que te inquieta 180. Vamos a detenernos en esta idea considerándola desde otra perspectiva –la del anticipo de la felicidad del Cielo–, que se encuentra en san Josemaría con frecuencia. Al llamar al hombre a la santidad, Dios quiere "al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad" 181. Buscar su gloria es, por lo tanto, el camino de la paz y de la felicidad, que tendrán su plenitud en el Cielo, más allá de lo que pueda concebir la mente humana: "ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman" (1Co 2, 9) 182, escribe san Pablo. Como él, y como todos los santos, san Josemaría goza con esta perspectiva de felicidad completa, fruto de la bondad divina: No estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres 183. La visión de Dios cara a cara en el Cielo es una visión beatífica ("que hace feliz") 184, una visión que sacia completamente las ansias de felicidad que alberga el corazón, y sin posibilidad de hastío porque el hombre nunca puede abarcar a Dios. Nos saciará sin saciar 185, porque proporciona una saciedad que no hace cesar nuestra actividad (como sucede al que, habiendo satisfecho su sed, no desea beber más), sino que la mantiene en su culmen (como la fuerza que el imán ejerce sobre el hierro unido a sí mismo). En esta vida, el conocimiento amoroso de Dios incoa en nuestra alma la eterna felicidad del Cielo 186: es un cierto anticipo de la visión beatífica. "Quien beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás" (Jn 4, 14), dice el Señor a la samaritana, dando a entender que quien ama a Dios no desea otra "agua" mejor. Quien ha encontrado el amor a Dios, no tiene motivo para separarse de Él buscando la felicidad en otro bien. Por eso escribe san Josemaría: ¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. –Enamórate, y no "le" dejarás 187. Se refiere a la perseverancia en el camino por el que Dios llama a cada uno a la santidad. En cambio, mientras no se ame a Dios y se quiera cumplir su Voluntad, no cabe la felicidad que es posible en esta tierra. "Nos has creado, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no repose en Ti" 188, escribe san Agustín, transmitiendo la convicción –y la experiencia personal– de que la posesión de cualquier bien humano, separada del amor a Dios, no puede llenar el corazón. "Todo el que bebe de esta agua tendrá sed otra vez" (Jn 4, 13), dice el Señor, refiriéndose al agua material que buscaba la samaritana, figura de las cosas de esta tierra. Incluso sucede frecuentemente que cuando alguno centra su felicidad exclusivamente en las cosas de aquí abajo (...) pervierte su uso razonable y destruye el orden sabiamente dispuesto por el Creador. El corazón queda entonces triste e insatisfecho; se adentra por caminos de un eterno descontento y acaba esclavizado ya en la tierra, víctima de esos mismos bienes que quizá se han logrado a base de esfuerzos y renuncias sin cuento 189. Por eso concluye: Os recomiendo que no olvidéis jamás que Dios no cabe, no habita en un corazón enfangado por un amor sin orden, tosco, vano. (...) Anclemos, pues, el corazón en el amor capaz de hacernos felices (San Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 63, 3) 190. Al ser el amor a Dios en esta tierra un anticipo de la gloria, se comprende también que la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra 191. Estos son los que viven la vida sobrenatural de los hijos de Dios, la vida de Cristo, que tiene siempre el sello de la Cruz: Algunas veces se habla del amor como si fuera un impulso hacia la propia satisfacción, o un mero recurso para completar egoístamente la propia personalidad. Y no es así: amor verdadero es salir de sí mismo, entregarse. El amor trae consigo la alegría, pero es una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz 192. Por eso se entiende también la aparente paradoja: Nadie es feliz, en la tierra, hasta que se decide a no serlo. Así discurre el camino: dolor, ¡en cristiano!, Cruz; Voluntad de Dios, Amor; felicidad aquí y, después, eternamente 193. La felicidad está en el amor a Dios, y el amor se manifiesta en la donación de sí en unión con el Sacrificio de Cristo. De la relación entre felicidad y Cruz hablaremos más ampliamente en el capítulo 2º. Ahora interesa señalar sólo que la paradoja ("nadie es feliz, en la tierra, hasta que se decide a no serlo") hace ver que el fin que se ha de querer es dar gloria a Dios –amarle, cumplir su Voluntad– y que en esto se encuentra la felicidad. No es al revés: no se trata de buscar la felicidad y, "para eso", procurar amar a Dios, intuyendo que así se encontrará. El amor a Dios no es un "medio" para ser feliz: se ha de amar a Dios como fin último, y entonces se encuentra la felicidad. En otros términos, la felicidad no está en que Dios haga nuestra voluntad, sino en que nosotros hagamos la suya (cfr. Mt 16, 24; Flp 3, 7-10). En definitiva, la felicidad está en la posesión del fin último y, en esta tierra, en aquello que es su anticipo: el amor a Dios y a los demás por Dios. Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado 194. La felicidad es como el premio que acompaña necesariamente a este amor si no se subordina a ningún otro, según las palabras del Señor: "Todo el que haya dejado casa, hermanos o hermanas, padre o madre, o hijos, o campos, por causa de mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna" (Mt 19, 29). No solamente no puede haber oposición entre santidad y felicidad, sino que la santidad es el único camino de verdadera felicidad. Si quieres ser feliz, sé santo; si quieres ser más feliz, sé más santo; si quieres ser muy feliz –¡ya en la tierra!–, sé muy santo 195. 3. VIDA DE ORACIÓN. CONTEMPLACIÓN EN MEDIO DEL MUNDO Hemos visto que dar gloria a Dios es conocerle y amarle como hijos suyos, cumpliendo su Voluntad con obras. Ese conocimiento amoroso de Dios (con la decisión de realizar su Voluntad) –y el cumplimiento mismo de la Voluntad divina con las obras–, es un dirigirse a Dios que Él mismo suscita en el hombre y que siempre acoge. El intento vital de buscarle, de encontrarle y de amarle 196 –de conocer su Voluntad para ponerla por obra del mejor modo posible, de anhelar su respuesta y de abandonar todo en sus manos– no es un acto unilateral. Es un verdadero "diálogo con Dios" y lo llamamos "oración". La oración es culto cotidiano a Dios 197, con el que el cristiano le da gloria y él mismo es santificado. Orar es hablar con Dios 198. Cuando san Josemaría escribe estas palabras tiene detrás de sí toda la tradición cristiana 199. La oración es un diálogo con la Santísima Trinidad, como hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. Un diálogo filial y amoroso suscitado por el Espíritu Santo, que puede e incluso debe tener lugar en todo momento, pues "es necesario orar siempre y no desfallecer" (Lc 18, 1; cfr. 1Ts 5, 17; Rm 12, 12). La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo 200. Puede desarrollarse, por tanto, no sólo cuando se dedica un rato a rezar, sino en cualquier actividad, ya que todos los quehaceres se pueden convertir en oración, si se realizan debidamente y por amor a Dios. Es doctrina común que la oración "no se interrumpe necesariamente cuando nos dedicamos al trabajo y a atender al prójimo, cumpliendo la voluntad de Dios" 201. Desde antiguo se ha hablado de estos dos modos de oración: la que tiene lugar en los momentos que se le dedican en exclusiva y la que resulta de la transformación de las obras en oración. Orígenes afirmaba que "toda la vida de un santo es como una gran oración, de la cual lo que nosotros llamamos oración no es más que una parte" 202. En san Josemaría el tema ocupa un lugar central. Los dos modos y la relación entre ellos pueden verse, por ejemplo, en el siguiente texto: No penséis que la oración es un acto que se cumple y luego se abandona. El justo encuentra en la ley de Yavé su complacencia y a acomodarse a esa ley tiende, durante el día y durante la noche (Sal 1, 2). Por la mañana pienso en ti (cfr. Sal 62, 7); y, por la tarde, se dirige hacia ti mi oración como el incienso (cfr. Sal 140, 2). Toda la jornada puede ser tiempo de oración: de la noche a la mañana y de la mañana a la noche. Más aún: como nos recuerda la Escritura Santa, también el sueño debe ser oración (cfr. Dt 6, 6-7). (...) La vida de oración ha de fundamentarse además en algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios (...). Gracias a esos ratos de meditación, a las oraciones vocales, a las jaculatorias, sabremos convertir nuestra jornada, con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a Dios. Nos mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su pensamiento a la persona que aman (...). Cuando un cristiano se mete por este camino del trato ininterrumpido con el Señor –y es un camino para todos, no una senda para privilegiados–, la vida interior crece, segura y firme; y se afianza en el hombre esa lucha, amable y exigente a la vez, por realizar hasta el fondo la voluntad de Dios 203. En otros muchos momentos insiste en esta idea capital: también el trabajo tuyo debe ser oración personal, ha de convertirse en una gran conversación con Nuestro Padre del Cielo 204. El doble modo de aplicar el término oración radica teológicamente en la distinción entre fin último y medios de santificación en la vida espiritual. Cuando decimos que toda la vida de un hijo de Dios puede y debe ser "vida de oración" porque todas las obras buenas pueden convertirse en oración, estamos hablando de la oración como fin último de la vida espiritual, pues orientar las acciones a la gloria de Dios no es otra cosa que transformarlas en oración. En cambio, cuando hablamos de "hacer oración" en el sentido de dedicarle unos ratos determinados, nos estamos refiriendo a un medio de santificación. En este apartado trataremos de la oración en el primer sentido, como "vida de oración" que puede llegar a ser "vida contemplativa" en las actividades ordinarias. Más adelante, en el capítulo 9º, hablaremos de los "tiempos dedicados a la oración" como medio imprescindible para una verdadera vida de oración y de contemplación. 3.1. VIDA DE ORACIÓN Hablar con Dios, dirigirse a Él llamándole "Padre", es el acto propio de un hijo de Dios, suscitado por el Espíritu Santo. "Puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: "¡Abbá, Padre!"" (Ga 4, 6). Hay una relación intrínseca entre la condición de hijos de Dios y la oración. Porque así como el Hijo Unigénito del Padre es la "Palabra" engendrada, el "Verbo" en eterno diálogo de Amor con el Padre, así también –análogamente– la vida de un hijo adoptivo de Dios, partícipe del Hijo, es esencialmente un diálogo filial y amoroso con Dios Padre 205. Se dice de una persona que "vive porque respira", pues respirar es un acto vital necesario. Análogamente se puede decir de un cristiano adulto que "vive (vida sobrenatural) porque ora". La vida sobrenatural es "vida de oración". Para vivir constantemente como hijo de Dios es necesario orar "sin cesar" (1Ts 5, 17). Y ya lo hemos dicho: "orar siempre" es posible porque la oración no excluye realizar otras tareas; más aún, todas las obras buenas pueden y deben transformarse en oración: Se reza con la boca; se reza con la mente; se reza con las obras 206. 3.1.1. Convertir las obras en oración Fijémonos ahora con más detalle en esa transformación de nuestras tareas. La oración de un hijo de Dios –que es, en último término, como una sola palabra: "Abbá!, ¡Padre!"– no se expresa sólo verbalmente, sino también con la obras. El Hijo de Dios es el Verbo creador –"todo fue hecho por Él" (Jn 1, 3)– y las obras realizadas por Dios a su imagen son "palabra" suya 207. Análogamente, un hijo de Dios, al participar en su poder creador mediante el trabajo y las demás actividades con las que prolonga de algún modo la obra creadora, realiza obras que constituyen "palabras" del diálogo con Él, son expresión del ofrecimiento de la propia vida para su gloria. Se hacen oración cuando imitan el obrar divino, que es un obrar por amor y con perfección. Amor y perfección. Son dos condiciones entrelazadas inseparablemente. San Josemaría lo expresa del siguiente modo: No podemos ofrecer al Señor algo que, dentro de las pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin tacha, efectuado atentamente también en los mínimos detalles: Dios no acepta las chapuzas. No presentaréis nada defectuoso, nos amonesta la Escritura Santa, pues no sería digno de Él (Lv 22, 20) 208. La perfección de que habla exige ciertamente el empeño de proceder del mejor modo posible y de poner, por tanto, los medios disponibles, pero no consiste en el mero acabamiento "técnico" de la tarea (que alguna vez quizá no se consiga, por error, impedimentos externos, etc.), sino en la calidad moral de la actividad realizada, que viene dada por el ejercicio de las virtudes humanas. Sin embargo tampoco basta esa perfección moral humana; es necesaria la perfección sobrenatural de las obras, que sólo se da cuando las virtudes humanas están informadas por la caridad. En este sentido, san Josemaría no invita simplemente a trabajar del modo más perfecto posible, hasta "en los mínimos detalles", sino a hacerlo así "para ofrecerlo al Señor": por amor suyo. Las obras así realizadas son oración porque son "palabras de amor bien dichas" (obras bien hechas por amor), participación en el diálogo del Hijo con el Padre en el Espíritu Santo. Considerar que el Espíritu Santo, Don mutuo del Padre y del Hijo, es fuente de todo don a las criaturas –la Iglesia lo invoca como Creator Spiritus–, ayuda a comprender que el amor, radicalmente, no se expresa sólo con los labios sino también con obras bien hechas, que son asimismo "palabras" en cuanto que tienen un significado: el de querer cumplir la Voluntad de Dios por amor suyo. "No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y de verdad" (1Jn 3, 18). Las obras de un hijo de Dios, si son cumplimiento perfecto de sus deberes, por amor a Dios y a las almas, son oración. Por eso se lee en Camino: Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración 209. No dice que una hora de estudio sea una hora de oración, sino "para un apóstol moderno", que es un modo de referirse a quien desea que su vida esté presidida por el amor a Cristo y el deseo de corredimir con Él. Y lo que afirma del estudio se puede aplicar a las demás tareas que cada uno ha de realizar: el trabajo profesional y las ocupaciones familiares y sociales. Aquí hablaremos de las obras en su conjunto, sin detenernos en un género u otro. 3.1.2. Diálogo con la Santísima Trinidad presente en el alma en gracia El diálogo presupone la presencia mutua de los que hablan, un "contacto" al menos espiritual entre ellos. La oración como diálogo con Dios presupone la presencia sobrenatural de la Santísima Trinidad en el alma –la inhabitación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo–, el "contacto" con Dios establecido por la participación en la naturaleza divina por la gracia 210. Tan íntima es esta presencia que ningún acto interior del cristiano ha de quedar al margen de ella. Hasta la reflexión más autorreferencial puede tener a Dios como interlocutor, porque Él no es un extraño ni un "invitado" en el alma, sino más íntimo a nosotros que nosotros mismos 211: origen, fundamento y fin de toda nuestra vida; dueño y señor del alma. Vida de oración es transformar la propia interioridad en un diálogo con Dios. San Josemaría lo expresaba, entre otros modos, con un ejemplo gráfico: Me habéis oído decir muchas veces que Dios está en el centro de nuestra alma en gracia; y que, por lo tanto, todos tenemos un hilo directo con Dios Nuestro Señor. ¿Qué valen todas las comparaciones humanas, con esa realidad divina, maravillosa? Al otro lado del hilo está, aguardándonos, no sólo el Gran Desconocido, sino la Trinidad entera: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, porque donde se encuentra una de las divinas Personas, allí están las otras dos. No estamos nunca solos. Es una pena que los cristianos olvidemos que somos trono de la Trinidad Santísima. Os aconsejo que desarrolléis la costumbre de buscar a Dios en lo más hondo de vuestro corazón. Eso es la vida interior 212. A través de la oración, el cristiano es introducido por el Espíritu Santo en esta realidad inefable de la inhabitación de la Santísima Trinidad y penetra cada vez más en ella. Y si corresponde a su acción, quitando el obstáculo del "amor propio" desordenado, es guiado por el camino de la vida contemplativa: Si estamos en gracia, el Espíritu Santo está en medio de nuestra alma, dando carácter sobrenatural a todas nuestras acciones. Y, con el Espíritu Santo, están el Padre y el Hijo: la Trinidad Beatísima, que es un solo Dios. Somos templo de la Trinidad, y podemos hablar con Dios sencillamente, sin hacer ninguna rareza, poniéndonos sobre nosotros mismos, pisándonos a nosotros mismos, como se pisa la uva en el lagar, porque no somos nada. Nos metemos allí, en el fondo de nuestra alma, para contarle lo que nos pasa: pidiendo, adorando, desagraviando, amando (...). Tratándole de esta manera, con esa intimidad, llegarás a ser buen hijo de Dios y un gran amigo suyo: en la calle, en la plaza, en tus negocios, en tu profesión, en tu vida ordinaria 213. 3.2. LA CONTEMPLACIÓN El diálogo, a veces, no es más que mirarse 214. Así sucede entre las personas que se aman en esta tierra. Pues el amor de Dios y el diálogo con el Señor es eso: puede bastar una mirada, una mirada de paz que no es con los ojos de la carne 215. Cuando hace oración, el cristiano advierte con mayor o menor claridad que Dios trasciende completamente sus conceptos, se da cuenta, al menos algunas veces, de que no puede expresar con palabras todo lo que de Él y de sus designios conoce, quizá más con el corazón que con la inteligencia. Es la experiencia que san Josemaría manifestaba, a veces ante muchas personas, diciendo al Señor: ¡qué grande eres, y qué hermoso, y qué bueno! Y yo, qué tonto soy, que pretendía entenderte. ¡Qué poca cosa serías, si me cupieras en la cabeza! Me cabes en el corazón, que no es poco 216. Una experiencia de este género, con diferentes grados de profundidad, es un don de Dios que responde a lo que llamamos "contemplación". En la tradición teológica, sin embargo, el término se reserva para denominar una forma de oración en la que esa insuficiencia de las palabras se hace más evidente a causa de un amor intenso y profundo que el Espíritu Santo concede y gracias al cual se alcanza un conocimiento muy sencillo de Dios. Hay una continuidad entre la oración y la contemplación. Análogamente a como un río fluye entre sus riberas antes de desembocar en el mar, donde se expande y remansa, así también la corriente de la oración discurre primero entre los márgenes de las palabras, exteriores o sólo interiores, hasta desembocar en la contemplación, donde "alcanza" su meta: Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres...: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio 217. 3.2.1. Noción de contemplación y llamada universal a la contemplación La noción de "contemplación" tiene una larga y compleja historia en la que aquí no podemos detenernos 218. En la filosofía antigua designa un modo elevado y sencillo de conocer la verdad. El conocimiento racional sigue un proceso discursivo: a partir de lo sensible, por medio de la abstracción, se forman el concepto y el juicio; pero cuando este proceso se simplifica, se puede llegar a una cierta "contemplación" de lo conocido. Esta "contemplación" filosófica es de orden solamente intelectual y especulativo. Santo Tomás la describe como un simplex intuitus veritatis 219, una sencilla intuición de la verdad, es decir, una mirada o una visión clara y simple de la verdad. La contemplación cristiana es de otro orden, por la función que en ella tiene el amor, según las palabras de san Juan: "El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor" (1Jn 4, 8). "Co nocemos por el amor" 220 decía san Gregorio Magno. Ciertamente, en la contemplación filosófica está presente el amor al bien y el gozo por la percepción de la belleza 221, pero no como en la contemplación cristiana. Ésta es un don de Dios que consiste en un sencillo conocimiento –un simplex intuitus– que deriva del amor sobrenatural y lleva a conocer a Dios y sus designios de salvación de un modo simple y profundo, y a gozarse en ellos. La contemplación cristiana no es sólo actividad de la inteligencia, sino que "pertenece a la voluntad, que mueve a todas las demás potencias a sus actos, incluido el intelecto (...). Por eso san Gregorio pone la esencia de la vida contemplativa en el amor a Dios, en cuanto que este amor impulsa a contemplar su belleza. Y puesto que a todos agrada alcanzar lo que aman, el término de la vida contemplativa es el gozo, que radica en la voluntad, el cual aumenta a su vez el amor" 222. Santo Tomás señala también que la contemplación es un "acto de la potencia cognoscitiva dirigida por la afectiva" 223. Conjugando todos estos elementos, la contemplación se puede definir, en su doctrina, como un simplex intuitus veritatis ex caritate proveniens (un simple y no discursivo conocimiento de la Suma Verdad, que proviene del amor). A esto hay que añadir que en la contemplación "se halla esencialmente y por sí misma la belleza" 224, que es "aquello cuyo conocimiento agrada" 225. En esta misma línea, pero resaltando más el papel del amor y subrayando que es un don gratuito de Dios, san Juan de la Cruz describe la contemplación como "ciencia de amor (...), noticia in-fusa de Dios amorosa, que juntamente va ilustrando y enamorando el alma, hasta subirla de grado en grado hasta Dios, su Criador; porque sólo el amor es el que une y junta el alma con Dios" 226. No nos detenemos en hacer un recorrido histórico sobre las vicisitudes de la noción de contemplación cristiana. Mencionamos únicamente cuatro puntos que Illanes considera "cruciales": 1) la contemplación no es sólo conocimiento intelectual sino comunión personal con Dios Uno y Trino; 2) la contemplación de Dios no acontece por vía de superación de la materialidad o de la caducidad, pues Dios ha creado el universo y ha llamado al hombre a la comunión con Él ya en la vida temporal, sino por la apertura a la palabra por la que se da a conocer y a la realidad de que habita en lo más íntimo del hombre, siendo a la vez trascendente, 3) la contemplación no es introspección de sí mismo sino conocimiento y amor de Dios: un conocer amando y un amar conociendo, que implica salida de uno mismo y entrega a Aquél en quien está la plenitud del propio ser; 4) siendo un conocimiento amoroso de Dios, la contemplación implica amar lo que Él ama: implica el amor a los demás y al mundo, manifestado en obras 227. San Josemaría habla de contemplación sin explicar qué entiende por el término. Nos parece obvio que esto se debe a que lo emplea en el sentido tradicional, el que resulta familiar a sus interlocutores. Habla de la misma contemplación que Dios ha concedido a muchos santos que son llamados "contemplativos". Pero a la vez abre el concepto a un horizonte nuevo. Se refiere, en efecto, a la contemplación en medio del mundo y a ser contemplativos en la vida ordinaria, expresiones recurrentes en su predicación y en sus escritos 228. Afirma que toda la vida del cristiano puede ser, de diversos modos, una continua contemplación de Dios en medio y a través de los quehaceres corrientes. Para él, la contemplación no se da sólo en unos momentos particulares, sino que puede estar presente, como fin último de la vida cristiana, en todo lo que uno hace. Es el modo más pleno de dar gloria a Dios en la vida presente y el anticipo más perfecto de la visión cara a cara en la vida futura. Veámoslo con sus palabras. Las expresiones que emplea san Josemaría muestran inequívocamente que entiende la contemplación –en continuidad con la tradición cristiana y avanzando por el mismo camino– como un don divino sobrenatural que consiste en un conocimiento amoroso de Dios, sencillo como el mirar, que no supone un proceso discursivo de la razón. En la contemplación –escribe– no se discurre, ¡se mira! 229 Como en santa Teresa de Jesús, la palabra "mirar" es aquí el término clave 230. Sugiere que este don es una peculiar incoación en esta tierra de la visión de Dios cara a cara en el Cielo 231. Siendo un "mirar", la contemplación es un conocimiento de Dios que no se puede traducir en palabras, pues la lengua no logra expresarse 232. Con ella el entendimiento se aquieta 233, como es propio de la percepción de la belleza del misterio de Dios reflejado en la creación, también por el trabajo humano 234. Es una mirada de amor 235, semejante a la de una madre a su hijo; un mirar a Dios como se mira a un Padre, como se mira a un amigo que se quiere con locura 236; una mirada al amor divino 237, como la de la Santísima Virgen; un mirar con las limpias luces del Amor 238, llegando a ver a Dios en todas las cosas de la tierra: en las personas, en los sucesos, en lo que es grande y en lo que parece pequeño, en lo que nos agrada y en lo que se considera doloroso 239; un descubrir ese algo divino que en los detalles se encierra 240; un amor que hace conocer a Dios y esperar la plena unión con Él: todas las virtudes teologales (...) se ejercitan activamente en la vida contemplativa de un hijo de Dios 241; una contemplación amorosa que trae el gozo al alma porque donde hay amor, todo es felicidad 242. No me refiero a situaciones extraordinarias. Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma 243, aclara san Josemaría. Y es evidente que no quiere decir que pueden ser "fenómenos ordinarios de personas extraordinarias" sino "fenómenos ordinarios de cualquier cristiano corriente". La contemplación no es un don reservado solamente y por principio a algunas almas excepcionales. Es una merced de Dios que pertenece al camino ordinario de la santidad a la que Él llama. San Josemaría predica que todos pueden ser contemplativos. No es, ni mucho menos, el primero que lo dice en la tradición cristiana. Por citar sólo un ejemplo, baste recordar que ya el Cardenal de Bérulle, figura insigne de la espiritualidad en Francia en el siglo XVII, escribe que "los cristianos están llamados y deben dedicarse por vocación como algo esencial a la contemplación (...). Son llama dos a la contemplación, no simplemente por inspiración, sino por el estado y la condición de la forma de vida y de gracia que han recibido en el Bautismo" 244. Se puede decir incluso –ya hemos aludido antes a esto– que un comienzo de contemplación se da cada vez que el cristiano, al elevar su corazón a Dios en la oración y llamarle Padre, abriéndose a su Amor y confiando en su Poder, Bondad, Misericordia y Sabiduría, advierte en su alma que la gloria de Dios supera infinitamente esos términos: lo "ve" con la luz de la fe viva y lo "gusta", aunque no pueda explicar qué es lo que ve ni lo que gusta. Esta percepción más o menos clara de la insuficiencia de las palabras humanas en el trato con Dios, que es un cierto "germen" de la contemplación, pertenece a la esencia de la oración. Al contrario, quien al orar imaginara que "abarca" a Dios con sus palabras y no fuera consciente de que Dios le supera absolutamente, no estaría orando. Su oración no sería "adoración". Este germen de contemplación que puede tener todo fiel en gracia de Dios al rezar atentamente, es quizá muy débil y casi imperceptible al principio, pero es un inicio verdadero, porque la fe viva que se ejerce en la oración es la primera manifestación de lo que un día contemplaremos en plenitud. Por la luz de la fe entramos en la verdad divina 245. Es un germen que está destinado a crecer por la acción del Espíritu Santo, y que puede llegar, con la cooperación personal de cada uno, hasta las más altas cimas de lo que propiamente se llama oración contemplativa. La correspondencia personal a este don exige lucha –la lucha ascética de la que hablaremos en su momento (capítulo 8º)– para purificar el alma del pecado y de sus consecuencias. Pero esa lucha no es sólo un paso previo para la "unión mística con Dios" que la contemplación comporta (según la terminología tradicional), sino que la contemplación se da ya en el mismo combate contra aquello que se opone al Amor de Dios. No es, sin embargo, conquista de las fuerzas humanas. Es siempre un don, al que el cristiano se dispone luchando, con la ayuda de la gracia. San Josemaría no emplea la distinción clásica entre "contemplación adquirida" y "contemplación infusa" para referirse a esta sinergia divino-humana 246. Después de haber descrito la oración contemplativa en la que no se discurre, ¡se mira! Y el alma (...) se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios 247, comenta: ¿Ascética? ¿Mística? No me preocupa. Sea lo que fuere, ascética o mística, ¿qué importa?: es merced de Dios (...). Ésta ha de ser la vida de muchos cristianos, cada uno yendo adelante por su propia vía espiritual –son infinitas–, en medio de los afanes del mundo 248. Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tm 2, 4). Llama a todos a conocerle y a tratarle en esta tierra y a verle cara a cara en el Cielo. La contemplación no es otra cosa que la forma más alta y profunda de ese trato, un anticipo del Cielo 249, la incoación más perfecta de la visión beatífica. Así como todos pueden y deben tratarle, todos están llamados también a contemplarle. 3.2.2. Conocimiento por connaturalidad La contemplación es un conocimiento de Dios que se funda en la sintonía creada por el amor. "El que ama se identifica en cierto modo con el amado" 250, escribe santo Tomás. El amor une a los que se aman, estableciendo una "connaturalidad", que es base de un conocimiento profundo. Quien ama intensamente capta con frecuencia lo que hay en el interior de la persona amada sin necesidad de un proceso racional. Puede bastar una mirada para comprender y comunicar muchas cosas sin que haya que explicarlas. Y esa comunicación instaura una confianza que facilita la entrega mutua. La persona enamorada se entrega segura, con una sintonía maravillosa, en la que los corazones laten en un mismo querer ¿Y qué será el Amor de Dios? 251 Efectivamente, la contemplación divina es una realidad absolutamente superior a la que pueda darse entre dos personas humanas, por muy compenetradas que estén. Porque al ser el amor a Dios –la caridad sobrenatural– una participación en el mismo Amor "interior" a la Santísima Trinidad, el cristiano, divinizado por la gracia, contempla a Dios no "desde fuera" sino "desde dentro" de esa participación en la Vida divina, como da a entender el Salmo: "En ti está la fuente de la vida, y en tu luz vemos la luz" (Sal 36, 10). La Santísima Trinidad inhabita en el alma del cristiano que ama a Dios, mientras que, cuando la persona amada es una criatura, la presencia del amado en el que ama es sólo intencional. Incluso la caridad más débil –como la de quien se limita a no pecar gravemente, sin tratar de cumplir en todo la Voluntad de Dios– permite un cierto conocimiento de Dios por connaturalidad. Pero mientras se mantenga esa actitud, no dará lugar más que a un conocimiento efímero. "Quien se contenta con oír la palabra, sin ponerla en práctica, es semejante a un hombre que contempla la figura de su rostro en un espejo: se mira, se va, e inmediatamente se olvida de cómo era" (St 1, 23-24). Muy distinto es el caso de quien procura libremente, bajo el impulso de la gracia, identificar en todo su voluntad con la Voluntad de Dios quitando obstáculos a la acción del Espíritu Santo. Entonces crece su connaturalidad con Dios porque el Paráclito derrama en el alma, junto con la caridad, el don de sabiduría y todos los demás dones –entendimiento, piedad, ciencia...– que familiarizan aún más profundamente con Dios 252. Contemplativos, con los dones del Espíritu Santo 253, resume san Josemaría. Llega a suceder entonces algunas veces –con creciente frecuencia, si hay correspondencia a la gracia– que en el trato con Dios sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se sabe y se siente también mirada amorosamente por Dios, a todas horas 254. La contemplación, en definitiva, es un conocimiento amoroso fundado en la connaturalidad con Dios que proviene de la caridad sobrenatural –con la fe y la esperanza– y de los dones del Paráclito. 3.2.3. Contemplación de hijos de Dios en Cristo La connaturalidad con Dios por el amor tiene su fundamento en la participación del cristiano en la naturaleza divina como hijo adoptivo de Dios por el envío del Espíritu Santo; pero se funda también en la Encarnación del Hijo Unigénito, que se ha hecho "connatural" al hombre al asumir la naturaleza humana. Ha "estrechado" la connaturalidad, facilitando la contemplación al permitirnos ver en esta tierra al mismo Dios hecho hombre. "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos a propósito del Verbo de la vida (...) os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros" (1Jn 1, 1.3) 255. No sólo los Apóstoles y los primeros discípulos han tenido la posibilidad de contemplar a Dios por medio de Cristo. En todo tiempo el cristiano puede contemplar la figura de Jesús 256, el paso de Dios por la tierra 257, la maravilla de un Dios que ama con corazón de hombre 258: Es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con Él en la oración 259. La Encarnación, además de permitir al cristiano contemplar a Dios a través de la Humanidad de Cristo, le facilita la contemplación también por medio de las realidades creadas y de las actividades humanas nobles, pues al haber sido asumidas por el Verbo se ha revelado su sentido más profundo: "que todo ha sido creado por Él y para Él" (Col 1, 16; cfr. Jn 1, 3). Finalmente hay que considerar que el cristiano vive la misma vida sobrenatural de Cristo y por tanto, cuando contempla a Dios, lo hace unido a Cristo por el Espíritu Santo. La contemplación es un conocer y amar "con Cristo y en Cristo", con su mente y con su corazón. El Apóstol lo expresa en un texto que contiene todo un programa de vida contemplativa –conocimiento y amor, oración y vida– 260: "que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; y que arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos, cuál sea la anchura y la grandeza, la altura y la profundidad del misterio; y conocer también aquel amor de Cristo, que sobrepuja todo conocimiento, para que os llenéis de toda la plenitud de Dios" (Ef 3, 17-19). Pocas semanas antes de su tránsito al Cielo, san Josemaría resumía así la vida contemplativa a la que ardientemente aspiraba: que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma 261. En síntesis, por lo mismo que el cristiano da gloria a Dios a través de Jesucristo –"por Él, con Él y en Él"–, su contemplación es igualmente "por Cristo, con Cristo y en Cristo". San Josemaría enseña a pedir el don de esta vida contemplativa y a buscarla con afán en todas las acciones: a estar en continua, sencilla y filial unión con Dios, nuestro Padre 262. De esta permanente vida contemplativa hablaremos a continuación. 3.3. "CONTEMPLATIVOS EN MEDIO DEL MUNDO" La contemplación de Dios puede tener lugar en la vida ordinaria de un hijo de Dios, no sólo en los momentos dedicados exclusivamente a la oración. San Josemaría predicó constantemente que todos los cristianos pueden ser almas contemplativas, con un diálogo constante, tratando al Señor a todas horas: desde el primer pensamiento del día al último pensamiento de la noche 263. La enseñanza va acreditada por su experiencia personal y por la de numerosos fieles que han seguido el mismo camino de amor a Dios en los quehaceres cotidianos. Porque estamos enamorados –atestigua–, tenemos vida contemplativa en medio de la calle 264. Y lo ilustra con un ejemplo bien común: La persona que tiene su primer amor piensa siempre en el que ama, y nosotros estamos en coloquio continuo con Dios, sin ruido de palabras 265. El fundamento teológico de esta doctrina se puede indicar de dos modos. El primero parte del hecho, ya explicado, de que toda actividad noble se puede convertir en oración. Como la contemplación no es otra cosa que la perfección a la que tiende la oración misma, es patente que cualquier actividad buena puede llegar a ser oración contemplativa. En el siguiente texto de san Josemaría puede verse un ejemplo de este llegar a la contemplación a partir de la oración en la vida ordinaria: Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura 266. El segundo modo considera la contemplación como incoación de la visión de Dios en el Cielo. Como esta visión no excluye ni impide otras muchas actividades que los santos realizan en la gloria y que tienen por objeto las criaturas, se puede concluir que también la contemplación en esta tierra ha de ser posible en medio de las diversas actividades de la vida corriente. San Josemaría acude en este punto a un argumento del Doctor Angélico, refiriéndose a los santos en la gloria: Mirad lo que dice Santo Tomás: cuando de dos cosas una es la razón de la otra, la ocupación del alma en una no impide ni disminuye la ocupación en la otra... Y como Dios es aprehendido por los santos como la razón de todo cuanto hacen o conocen, su ocupación en percibir las cosas sensibles, o en contemplar o hacer cualquier otra cosa, en nada les impide la divina contemplación, ni viceversa (Santo Tomás, S.Th., Suppl., q. 82, a. 3 ad 4). (...) Pongamos al Señor como fin de todos nuestros trabajos, que hemos de hacer non quasi hominibus placentes, sed Deo qui probat corda nostra (1Ts 2, 4); no para agradar a los hombres, sino a Dios que sondea nuestros corazones 267. Lo que santo Tomás dice de los santos en la gloria –que la atención a las criaturas no "distrae" de la atención a su Creador–, san Josemaría lo aplica a la vida ordinaria del cristiano que tiene, por la gracia, un cierto anticipo de la gloria. También él puede contemplar a Dios cuando lleva a cabo actividades queridas por Él, que tienen por objeto las cosas creadas. La afirmación de que se puede contemplar a Dios al realizar actividades de diverso género no es nueva en la historia. San Josemaría salía al paso de la idea de que la contemplación exige abstenerse de cualquier actividad: Algunas personas con conocimientos elementales de religión piensan que los contemplativos están todo el día como en éxtasis. Y es una ingenuidad muy grande. Los monjes, en sus conventos, están todo el día con mil trabajos: limpian la casa y se dedican a tareas con las que se ganan la vida. Frecuentemente me escriben religiosos y religiosas de vida contemplativa, con ilusión y cariño a la Obra, diciendo que rezan mucho por nosotros. Comprenden lo que no comprende mucha gente: nuestra vida secular de contemplativos en medio del mundo, en medio de las actividades temporales. Nuestra celda está en la calle: ése es nuestro encerramiento 268. Como se desprende de estas palabras, san Josemaría habla de la contemplación como ha sido entendida tradicionalmente: un modo de orar que han vivido muchas almas santas a lo largo de la historia, pero buscado en las actividades civiles y seculares de la existencia. Esto último es lo característico de su enseñanza: Dondequiera que estemos, en medio del rumor de la calle y de los afanes humanos –en la fábrica, en la universidad, en el campo, en la oficina o en el hogar–, nos encontraremos en sencilla contemplación filial, en un constante diálogo con Dios. Porque todo –personas, cosas, tareas– nos ofrece la ocasión y el tema de una continua conversación con el Señor: lo mismo que a otras almas, con vocación diversa, les facilita la contemplación el abandono del mundo –el contemptus mundi– y el silencio de la celda o el desierto. A nosotros, hijos míos, el Señor nos pide sólo el silencio interior –acallar las voces del egoísmo del hombre viejo–, no el silencio del mundo: porque el mundo no puede ni debe callar para nosotros 269. Que esta enseñanza sea característica de san Josemaría no significa que carezca de precedentes, pero señalarlos y compararlos es una cuestión de historia de la espiritualidad en la que aquí no podemos entrar con el detalle que merece. Nos limitamos a llamar la atención sobre dos puntos. El primero es que cuando se ha hablado de "contemplación en la acción" se ha pensado principalmente en la "acción apostólica". Según Queralt, la expresión "contemplativus in actione" fue acuñada en el siglo XVI por el jesuita Nadal para describir a san Ignacio de Loyola 270. "La fórmula quiere expresar la nota característica de la llamada vida mixta, que conjuga la contemplación con la acción apostólica" 271. San Josemaría enseña, en cambio, que todas las acciones de la vida profesional, familiar y social pueden transformarse en oración contemplativa. El segundo punto es el papel de las virtudes humanas en la contemplación. Tradicionalmente se ha considerado que su función se reduce a la de moderar las pasiones del alma para crear el sosiego interior necesario para la contemplación 272, de modo que, según Royo-Marín, las virtudes humanas, y concretamente las morales, concurren a la contemplación sólo "remote, indirecte et per accidens" 273. Al considerarlo así, quizá se piensa en la contemplación durante los ratos dedicados a la oración mental, cuando no se hace otra cosa. Pero cuando se trata de la contemplación en la vida ordinaria, el ejercicio de las virtudes humanas adquiere un relieve de otro orden, porque son imprescindibles para realizar con perfección moral las mismas tareas en las que se pretende contemplar a Dios. El camino que enseña san Josemaría es el de ejercitar las virtudes teologales y cardinales en el mundo, y llegar de esta manera a ser almas contemplativas 274. Se puede decir que el ejercicio de las virtudes humanas informadas por la caridad pertenece a la sustancia de la contemplación en la vida ordinaria, de modo análogo a como el cuerpo pertenece a la sustancia de la naturaleza humana. Por ejemplo, sólo puede ser contemplativo en el trabajo profesional quien procura trabajar bien, porque ésa es la materia de su vida contemplativa, y trabajar bien –con perfección moral– exige practicar las virtudes humanas por amor a Dios. En este sentido, san Josemaría no se limita a asumir y a repetir una doctrina tradicional, sino que la enriquece, al poner de manifiesto de modo más completo el papel de las virtudes humanas en la contemplación. Señalemos en relación con estas observaciones que la enseñanza de san Josemaría nos ha llevado a explicar la contemplación dentro de la parte dedicada al fin último, en vez de hacerlo al hablar de los ratos dedicados a la oración mental, como es frecuente en las obras de Teología espiritual. Algunos de los aspectos característicos del modo en que san Josemaría entiende la contemplación salen a relucir en sus comentarios a las palabras que Jesús dirige a la hermana de Lázaro y de María: "Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada" (Lc 10, 41-42). Desde antiguo se ha distinguido entre "vida contemplativa" y "vida activa", tomando como referencia a las dos hermanas. Históricamente ha habido equívocos importantes en este punto, como el de pretender fundar la correspondencia de los dos géneros de vida con las dos hermanas en la autoridad de san Agustín 275. En realidad, según ha demostrado Joseph Ratzinger, para el Obispo de Hipona "en Marta y María se figuran la vida presente y la futura y no simplemente dos formas de vida en este mundo" 276. Esto matiza mucho la contraposición entre contemplación y acción. En todo caso, san Josemaría pone el acento en que no se excluyen, como se ve en las palabras que citamos a continuación. Están dirigidas a las personas que se ocupan de los trabajos del hogar en los centros del Opus Dei, pero se pueden aplicar a cualquier otro trabajo profesional: No os puedo decir a vosotras, mis hijas, lo que decía el Señor a Marta (cfr. Lc 10, 40-42), porque, en todas vuestras actividades, también al ocuparos de los trabajos de la casa, sin congojas ni miras humanas, tenéis siempre presente –porro unum est necessarium (Lc 10, 42)– que sólo una cosa es necesaria y, como María, habéis también escogido la mejor parte, de la que jamás seréis privadas (cfr. Lc 10, 42): porque tenéis vocación de almas contemplativas, en medio de los quehaceres del mundo 277. Como explica en el mismo escrito, el espíritu que transmite armoniza el trabajo y la contemplación, una tarea humana nobilísima –socialmente indispensable– y una vida divinizada, preludio del gozo del cielo: realizándose en cada una de vosotras, en íntima unión, la parte de Marta y la de María, porque tan necesaria es una como otra, siendo la de Marta condición y medio para la de María 278. Se puede pensar que Marta podía haber realizado sus tareas de servicio a Jesús estando tan pendiente de Él como su hermana. También el cristiano puede contemplar a Dios en la vida ordinaria. Entonces, para él, la acción es contemplación y la contemplación es acción, en unidad de vida 279. Cuando se corresponde a la gracia de Dios sin poner obstáculos, adquirimos una segunda naturaleza: sin darnos cuenta, estamos todo el día pendientes del Señor y nos sentimos impulsados a meter a Dios en todas las cosas, que, sin Él, nos resultan insípidas. Llega un momento, en el que nos es imposible distinguir dónde acaba la oración y dónde comienza el trabajo, porque nuestro trabajo es también oración, contemplación, vida mística verdadera de unión con Dios –sin rarezas–: endiosamiento 280. Estas dos palabras, contemplación y acción, terminan por significar lo mismo en la mente y en la conciencia 281. 3.3.1. Contemplación "mientras" se realizan las actividades ordinarias Cuando se habla de "contemplar a Dios en la vida ordinaria", quizá se piensa primero en la contemplación "mientras" se realizan algunas actividades: por ejemplo, mientras se va por la calle, o mientras se lleva a cabo un trabajo que no exige toda la atención de la mente. No es éste el núcleo central de la contemplación en la vida ordinaria, como enseguida se explicará, pero es una parte integrante. Por eso, la insistencia de san Josemaría en buscar la contemplación mientras se realizan otras actividades, es constante. Por ejemplo, en una de sus homilías, después de referirse a la búsqueda de la presencia de Dios durante el día por medio de diversas prácticas de piedad, añade: Esas prácticas te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa. Brotarán de tu alma más actos de amor, jaculatorias, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Y esto, mientras atiendes tus obligaciones: al descolgar el teléfono, al subir a un medio de transporte, al cerrar o abrir una puerta, al pasar ante una iglesia, al comenzar una nueva tarea, al realizarla y al concluirla; todo lo referirás a tu Padre Dios 282. Por este camino, la contemplación puede surgir en el momento más inesperado e introducirnos como de improviso en la intimidad divina. El Señor quiso que san Josemaría lo experimentara muy pronto con una intensidad extraordinaria, que le confirmaba en lo que había de transmitir a tantas almas. En sus Apuntes íntimos anota: Es incomprensible: sé de quien está frío (a pesar de su fe, que no admite límites) junto al fuego divinísimo del Sagrario, y luego, en plena calle, entre el ruido de automóviles y tranvías y gentes, ¡leyendo un periódico! vibra con arrebatos de locura de Amor de Dios 283. No obstante, como decíamos, el núcleo de la contemplación en medio del mundo no es éste, sino que se encuentra aún más "dentro", por así decir, de las actividades ordinarias. No sólo es posible contemplar a Dios "mientras" se lleva a cabo una actividad buena, sino "a través" de esa misma actividad y "en" ella, incluso cuando exige toda la concentración de la mente. Fijémonos en un texto de la homilía Hacia la santidad. Después de comentar que en la contemplación el alma se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo 284, san Josemaría añade –y lo dice significativamente en primera persona: no está transmitiendo una teoría, sino su experiencia personal– que esta contemplación es posible en las ocupaciones diarias, que no me son estorbo; que son –al contrario– vereda y motivo para amar más y más, y más y más unirme a Dios 285. Aquí se encuentran enunciados los aspectos más específicos de sus enseñanzas en este tema, como veremos a continuación. 3.3.2. Contemplación "a través" de las actividades ordinarias En primer lugar, es posible contemplar a Dios "a través" de las actividades ordinarias porque, así como le vemos a través de sus obras, en las que se manifiesta su gloria, también podemos contemplarle "a través" de las obras nuestras, en la medida en que participan de su poder creador. San Josemaría escribe, por ejemplo, a quienes se dedican a la investigación y a tareas educativas: el estudio y la docencia –vuestro trabajo profesional– son en nuestro caso medio de santidad personal, de unión con Dios, de vida contemplativa: porque, como a través de los efectos divinos podemos llegar a la contemplación del mismo Dios, según la enseñanza de San Pablo: lo invisible de Dios puede ser conocido por medio de las cosas creadas (cfr. Rm 1, 20), también como elemento secundario pertenece a la vida contemplativa la contemplación de los efectos divinos, en cuanto su conocimiento empuja al hombre al conocimiento de Dios (Santo Tomás, S.Th. II-II, q. 180, a. 4, c) 286. Más en general, el cristiano contempla a Dios "a través" de una actividad buena, cualquiera que sea, cuando ve cómo se reflejan en los efectos de esa actividad las perfecciones divinas –como sucede, por ejemplo, en un trabajo realizado con perfección– o cuando descubre a Dios en algo que acompaña a esa actividad, aunque no sea efecto de ella (como puede ocurrir cuando al estudiar un fenómeno de la naturaleza el corazón admira la Sabiduría de Dios, su Bondad y su Belleza). 3.3.3. Contemplación "en" las actividades ordinarias Además, es posible contemplar a Dios "en" la misma actividad que se realiza. Reconocemos a Dios no sólo en el espec táculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor 287, escribe san Josemaría. Un autor ha visto perspicazmente en estas palabras la indicación de "una audaz vía antropológica para acceder a Dios" 288. Una vía que parte no ya del universo material o de la constitución ontológica del hombre, en la que se puede contemplar la imagen de Dios, sino de "la actividad humana" 289, en la medida en que esa actividad es un acto de amor que refleja el Amor divino. El cristiano puede contemplar "en" la misma actividad libre que nace de su corazón, si la lleva a cabo por amor a Dios. Cuando trabaja por amor, bajo el influjo de los dones del Paráclito, encuentra a Dios "en la experiencia de su propia labor", porque ese amor con el que la realiza es participación del Espíritu Santo, que "conoce las profundidades de Dios" (1Co 2, 10). Quien trabaja por amor a Dios puede ser consciente del amor con el que trabaja, y contemplar a Dios ahí, en ese amor que el Paráclito pone en su corazón 290. Este es, según nos parece, el núcleo de la enseñanza que estamos comentando. Los tres aspectos señalados –contemplar a Dios "mientras" se realiza una actividad, contemplarle "a través" de esa actividad y contemplarle "en" la actividad misma– pertenecen a la contemplación en la vida ordinaria, pero el más hondo es el último. Baste considerar que un trabajo puede "salir mal", a pesar de la buena voluntad, y entonces quizá no se perciba un reflejo de las perfecciones divinas en los efectos de ese trabajo, pero siempre se podrá contemplar a Dios "en" la misma actividad que se realiza, si se lleva a cabo por amor a Él. Jesucristo, durante su vida en Nazaret, trabajaba como artesano, lo mismo que José. No nos ha llegado el resultado de su trabajo –los enseres o los muebles que habrá fabricado con la perfección que permitieran las herramientas de la época–, pero tampoco los necesitamos para saber en qué consiste convertir un trabajo en medio de contemplación, porque lo decisivo es el amor con el que cumplió esa labor, y este amor sí lo conocemos: es el mismo que le llevó a dar su vida por nosotros en la Cruz. El cristiano que desempeña sus deberes por amor a Dios, trabaja en unión vital con Cristo, y sus obras se convierten de algún modo en obras de Cristo. Las siguientes palabras, que el fundador dirige a los fieles del Opus Dei, sirven para cualquier cristiano llamado a santificarse en la vida ordinaria: el trabajo profesional, las relaciones humanas de amistad y de convivencia, los afanes por lograr –codo a codo con nuestros conciudadanos– el bien y el progreso de la sociedad son, en los miembros de la Obra, frutos naturales, consecuencia lógica, de esa savia de Cristo que es la vida de nuestra alma: son trabajo de Cristo, Opus Dei, operatio Dei 291. Para esto no basta que se esté en gracia de Dios y que las obras sean moralmente buenas. Han de estar informadas por el amor y han de ser realizadas del modo divino que procede de los dones del Espíritu Santo. La contemplación en la vida ordinaria hace pregustar el fin último, la unión definitiva con Dios. Lleva a obrar cada vez con más amor, con el deseo de ver a Dios no ya por medio de las obras, sino cara a cara: Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto. (...) Un nuevo modo de pisar en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso. Recordando a tantos escritores castellanos del quinientos, quizá nos gustará paladear por nuestra cuenta: ¡que vivo porque no vivo: que es Cristo quien vive en mí! (cfr. Ga 2, 20) 292. Las tareas humanas de cada día no son el fin último. El fin último es la contemplación de Dios y por eso el alma contemplativa "ansía escaparse" hacia el encuentro definitivo con Él. San Josemaría solía repetir con insistencia, sobre todo en sus últimos años en la tierra: Vultum tuum, Domine, requiram! Vultum tuum, Domine, requiram! (...). Sí, ¡tengo ganas de ver cómo es el Señor, pero no ya por la fe, sino cara a cara...! 293 Y lo explicaba con esta razón: Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor 294. Pero ese deseo no es incompatible con la afirmación de que las tareas humanas son medio para contemplar a Dios si se llevan a cabo, precisamente, "con la mayor perfección posible". Para concluir podemos completar una idea enunciada más arriba. Se dijo que algunos de los autores que han hablado de la unión entre contemplación y acción se refieren con este último término a la "acción apostólica", mientras que para san Josemaría, la contemplación es posible en todas las actividades honradas de un fiel laico. Precisamente cuando este fiel busca ser contemplativo en la vida ordinaria –completamos ahora– esas actividades corrientes se llegan a convertir plenamente en "acción apostólica". San Josemaría afirma, en efecto, que un alma contemplativa, sabe ver a Jesucristo en los que le rodean 295. La contemplación en la vida ordinaria no es una actitud cerrada a los demás, sino que, por el contrario, lleva a fundir el empeño de dar personalmente gloria a Dios con el deseo de reflejarla para que todos le glorifiquen (cfr. Mt 5, 16). La vida contemplativa en medio del mundo exige transformar todas las actividades en actividad apostólica: No hay compartimentos estancos en nuestra vida, ni podemos distinguir –insisto– dónde acaba la oración ni dónde empieza el trabajo, ni dónde se encuentran los límites del apostolado. Porque el apostolado es Amor de Dios que se desborda, dándose a los hombres; y la vida interior contemplativa es clamor de almas; y el trabajo, un esfuerzo sostenido de abnegación, de caridad, de obediencia, de comprensión, de paciencia y de servicio a los demás 296. Este es el horizonte de vida cristiana que despliega san Josemaría. Dar gloria a Dios es buscar ser contemplativos en la vida ordinaria. En los capítulos sucesivos penetraremos cada vez más en este panorama al considerar que, para dar gloria a Dios –para contemplarle–, hemos de buscar que Cristo reine, cooperando con el Espíritu Santo en la edificación la Iglesia. * * * ALGUNAS APLICACIONES PRÁCTICAS Los textos de san Josemaría contienen con mucha frecuencia aplicaciones prácticas de la doctrina que enseña. Incluso se puede decir que las contienen siempre, porque no se propone exponer teorías carentes de repercusiones para la vida ordinaria, sino orientar e impulsar concretamente la búsqueda de la santidad en el día a día. Los numerosos pasajes citados en este capítulo lo han hecho patente. Sin embargo, pocas veces nos hemos detenido a sacar consecuencias para la existencia cotidiana, ya que nuestro intento es explicar teológicamente el espíritu expresado en esos textos. Por este motivo nos ha parecido conveniente incluir al final de cada capítulo un apartado con "algunas aplicaciones prácticas". Nos limitaremos a poner solamente unos pocos ejemplos de los muchos que podrían mencionarse. 1. Primera conversión y sucesivas conversiones. En la vida nuestra, en la vida de los cristianos, la conversión primera –ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide– es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones 297. La conversión primera es la decisión, consciente y libremente asumida, de vivir para la gloria de Dios, no para uno mismo. Esta primera conversión se ha de fortalecer y reafirmar después por medio de sucesivas conversiones en elecciones concretas –importantes algunas; menudas y ordinarias, la mayor parte de las veces– hasta acabar haciendo "todo" para la gloria de Dios. Para llegar hasta el fondo en esas sucesivas conversiones tiene gran importancia advertir que en todas nuestras acciones nos proponemos siempre, al menos implícitamente, un último fin, que sólo puede ser o Dios o "el propio yo", pues no hay más posibilidades: o amamos a Dios e intentamos darle gloria en cada acto; o nos amamos a nosotros mismos más que a Dios. En este sentido, san Josemaría da un consejo que ayuda a vivir para la gloria de Dios: Es cuestión de segundos... Piensa antes de comenzar cualquier negocio: ¿Qué quiere Dios de mí en este asunto? Y, con la gracia divina, ¡hazlo! 298 2. Conocer y cumplir la Voluntad divina. Además de estar dispuesto a cumplir la Voluntad de Dios para darle gloria, san Josemaría le pedía que le mostrara concretamente lo que quería de él: Domine, ut videam! Esta actitud nos da pie para mencionar la tentación de contentarse con realizar cosas "buenas", sin preguntarse si son realmente las que Dios pide. Porque puede suceder que se elija un bien aparente: algo bueno considerado en abstracto, pero que no es lo que Dios quiere hic et nunc para cada uno. No basta que algo sea bueno "en sí" para que sea bueno "para mí". La santidad no consiste en "hacer cosas buenas" sino en cumplir la precisa voluntad de Dios sobre uno mismo. Por eso advierte san Josemaría que al elegir santificaros en el lugar donde el Señor os ha puesto, tenéis que prescindir de otras cosas buenas, pero que ya no son vuestro camino 299. Hemos de pedir humildemente a Dios que nos conceda esa sabiduría, para que sepamos ver todas las cosas a su luz 300. 3. Rectificar la intención. La gloria de Dios no sólo es el fin último de todas las acciones del cristiano, sino que ha de serlo totalmente y solamente: Da "toda" la gloria a Dios. –"Exprime" con tu voluntad, ayudado por la gracia, cada una de tus acciones, para que en ellas no quede nada que huela a humana soberbia, a complacencia de tu "yo" 301. En la situación actual, por las consecuencias del pecado original y de los pecados personales, aun queriendo vivir para la gloria de Dios, la intención de la voluntad se tuerce fácilmente en acciones concretas. Por eso san Josemaría señala la necesidad de rectificar una y otra vez: Rectificar. –Cada día un poco. –Esta es tu labor constante si de veras quieres hacerte santo 302. Cuando se realizan acciones que materialmente forman parte del cumplimiento de los propios deberes, puede suceder que se mezclen intenciones santas y rectas con otras que no lo son. Conviene ser conscientes de la necesidad de afinar, sin conformarse con realizar exteriormente lo que se debe. San Josemaría se refiere con mucha frecuencia a la "purificación de la intención": Pureza de intención. –Las sugestiones de la soberbia y los ímpetus de la carne los conoces pronto... y peleas y, con la gracia, vences. Pero los motivos que te llevan a obrar, aun en las acciones más santas, no te parecen claros... y sientes una voz allá dentro que te hace ver razones humanas..., con tal sutileza, que se infiltra en tu alma la intranquilidad de pensar que no trabajas como debes hacerlo –por puro Amor, sola y exclusivamente por dar a Dios toda su gloria. Reacciona en seguida cada vez y di: "Señor, para mí nada quiero. –Todo para tu gloria y por Amor" 303. 4. Los fines inmediatos y el fin último. Cualquier fin que se proponga un cristiano en el terreno profesional, o familiar, o en cualquier otro ámbito, debe estar ordenado al fin último: la gloria de Dios. Para lograrlo es preciso poner empeño, con la gracia de Dios, en "conectar" siempre los fines inmediatos con el fin último. Es decir, en las cosas buenas que se quieren hacer, no hay que perder de vista que la meta es la santidad, para valorarlas bajo esta luz. Por ejemplo, refiriéndose a las iniciativas apostólicas, afirma san Josemaría: Mido la eficacia de las labores, por el grado de santidad que alcanzan los que las realizan. (...) Universidades, residencias universitarias, una escuela hogar... ¿Esos son fines? No. Del mismo modo que la pala y la azada no son fin del campesino, sino medios para labrar la tierra 304. Admitir conscientemente un fin inmediato, por noble que fuera, "desconectado" de la santidad, desviaría de la gloria de Dios. Tampoco tendría sentido despreocuparse de la santidad, "olvidarse por un momento de Dios", o ponerle "entre paréntesis" conscientemente, ante la urgencia de cumplir un deber o de sacar adelante un trabajo, o ante la necesidad de un periodo de descanso, etc. Cualquier bien que se pretenda alcanzar, si no es para la gloria de Dios, es sólo un bien aparente, no está en el camino de la vocación cristiana a la santidad. Y entonces hay que saber prescindir de ese bien, por importante que sea. "¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?" (Mt 16, 26). Si algún bien, considerado en abstracto, pone en peligro de perder el propio camino de santidad, entonces no puede ser en concreto un verdadero bien y la reacción ha de ser consecuente: Todos hemos oído hablar de aquellas barcas llenas de objetos preciosos, que, ante el peligro de ir a pique, se salvaban porque la tripulación arrojaba al mar todos los tesoros, todas las joyas que transportaban. Si un día –no tiene por qué suceder, y no sucede cuando hay talento y humildad–, si un día –digo– os pareciera ver una oposición, en la labor profesional, entre la libertad y la vocación, es la hora de tomar ejemplo de los marineros y echar por la borda todo lo que estorba, y decir al Señor: ecce ego quia vocasti me (1S 3, 6), aquí estoy porque me has llamado 305. 5. Gloria de Dios y vanagloria. Lo opuesto a la gloria de Dios es la vanagloria, buscar la gloria personal, que es como una idolatría. El Señor nos quiere humildes: esa humildad no significa que no lleguéis a donde debéis llegar en el terreno profesional, en el trabajo ordinario, y, desde luego, en la vida espiritual. Es preciso llegar, pero sin buscaros a vosotros mismos, con rectitud de intención. No vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios: sólo esto nos mueve 306. Si dar gloria a Dios es contemplarle, la vanagloria es de algún modo "contemplarse" y buscar "ser contemplado": amar la propia excelencia, real o imaginaria, por sí misma; buscar que los demás la reconozcan y la admiren (cfr. Jn 12, 43). El "amor propio" incluye como elemento esencial "pensar en uno mismo". El "amor a Dios", en cambio, lleva necesariamente a "pensar en Dios y en los demás", a buscar la presencia de Dios y a preo cuparse por el bien de los demás, con "olvido de sí", hasta que sea posible llegar a decir sinceramente al concluir la jornada: Señor, ¡si no me he acordado para nada de mí, si he pensado sólo en Ti y, por Ti, me he ocupado sólo en trabajar por los demás! 307 6. Buscar la contemplación. La convicción de que Dios llama a todos a ser contemplativos debe llevar en la práctica a quitar, con la ayuda divina, lo que impida recibir ese don. El obstáculo, en último término, es el egoísmo con sus diversas manifestaciones. Una de ellas es el "monólogo interior", la imaginación o la memoria descontrolada, los afectos desordenados, los sentidos dispersos... Es preciso buscar el trato constante con Dios, cooperando libremente con la gracia: Debéis consagrar día y noche todos los esfuerzos a unir el alma y el espíritu a Dios, nuestro Padre, por la oración, por la contemplación con un amor no interrumpido: metidos en Dios los sentidos, la imaginación, las potencias del alma, no tendréis problemas personales y, endiosados, podréis decir: vivo autem iam non ego, vivit vero in me Christus (Ga 2, 20); no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí. Sentiréis entonces un hambre, una sed de Dios que nunca se sacian: y experimentaréis en vuestra vida la verdad de aquellas palabras: los que me coman quedarán con hambre de mí, y los que me beban quedarán de mí sedientos (Si 24, 29) 308. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO SEGUNDO Que Cristo reine: Jesucristo en la cumbre de las actividades humanas 1. LA NOCIÓN DE "REINO DE CRISTO" EN LA ENSEÑANZA DE SAN JOSEMARÍA 1.1. GLORIA DE DIOS, REINO DE CRISTO, IGLESIA       1.1.1. Fuentes de la noción de Reino de Cristo. Recorrido histórico       1.1.2. Síntesis doctrinal 1.2. EL REINADO DE CRISTO, EFECTO DE SU MEDIACIÓN SACERDOTAL       1.2.1. Mediación de Jesucristo e incorporación a su Reino       1.2.2. La Cruz, centro de la mediación sacerdotal de Cristo       1.2.3. Por Cristo, con Cristo y en Cristo 1.3. ALGUNAS CARACTERÍSTICAS DEL REINADO DE CRISTO 2. EL REINADO DE CRISTO EN LOS CORAZONES 2.1 JESUCRISTO REINA EN QUIEN LE AMA 2.2. AMOR A DIOS "POR CRISTO". RECIBIR SU MEDIACIÓN       2.2.1. Ser santificados por el "contacto" con Jesucristo       2.2.2. Ser enseñados por Cristo       2.2.3. Ser guiados por Cristo 2.3. AMOR A DIOS "CON CRISTO". UNIÓN CON SU MEDIACIÓN ASCENDENTE       2.3.1. Corredimir con Cristo: unión con el Sacrificio de la Cruz       2.3.2. "Ama el sacrificio"       2.3.3. "El dolor entra en los planes de Dios". Reparación por los pecados       2.3.4. "Felicidad en la Cruz" 2.4. AMOR A DIOS "EN CRISTO". PROLONGAR SU MEDIACIÓN DESCENDENTE       2.4.1. Miembros de Cristo para santificar       2.4.2. Miembros de Cristo para enseñar       2.4.3. Miembros de Cristo para guiar a la santidad 3. EL REINADO DE CRISTO EN LA SOCIEDAD Y EN EL MUNDO 3.1. QUERER QUE CRISTO REINE EN LA SOCIEDAD 3.2. "PONER A CRISTO EN LA CUMBRE DE LAS ACTIVIDADES HUMANAS"       3.2.1. "Et ego, si exaltatus fuero a terra..."       3.2.2. Búsqueda del reinado de Cristo y progreso temporal Algunas aplicaciones prácticas CAPÍTULO SEGUNDO Que Cristo reine: Jesucristo en la cumbre de las actividades humanas Regnare Christum volumus!" –queremos que Cristo reine. (Forja, 639) Hemos de dar a Dios toda la gloria 1, escribe san Josemaría en el texto que nos está sirviendo de guía para los capítulos de esta Parte I. Y a continuación añade: Por eso queremos nosotros que Cristo reine, ya que per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri Omnipotenti in unitate Spiritus Sancti omnis honor et gloria; por Él, y con Él, y en Él, es para ti Dios Padre Omnipotente en unidad del Espíritu Santo todo honor y gloria 2. Dar gloria a Dios se traduce en buscar que Cristo reine. La aspiración: Deo omnis gloria!, ¡a Dios toda la gloria!, se prolonga ahora en esta otra: Regnare Christum volumus!, ¡queremos que Cristo reine!, invocación que hace eco a las palabras de san Pablo: "es necesario que Él reine" (1Co 15, 25). Puesto que el Hijo de Dios se ha hecho hombre para disipar las tinieblas del pecado que oscurecen la gloria de Dios en el mundo (cfr. Jn 1, 4-5), procurar que Él reine no es "otra cosa más" que el cristiano ha de hacer para dar gloria a Dios, sino el único modo de darle gloria: de conocerle y amarle, de cumplir su Voluntad y de ser contemplativo en la vida ordinaria. Lo que se ha expuesto en el capítulo anterior se ilumina de modo nuevo al considerar que dar gloria a Dios es buscar que Cristo reine. Estudiaremos en primer lugar la noción de Reino de Cristo que se encuentra en la base de la enseñanza de san Josemaría. Después veremos en qué consiste ese reinado en los corazones y en la sociedad. Para este tema tienen especial importancia las homilías Cristo Rey (22-XI-1970) y El corazón de Cristo, paz de los cristianos (17-VI-1966), pronunciadas en las respectivas solemnidades litúrgicas y recogidas en Es Cristo que pasa. Las citaremos con frecuencia, pero también acudiremos a muchos otros escritos que contienen el eco de una predicación vibrante de amor a Cristo. 1. LA NOCIÓN DE "REINO DE CRISTO" EN LA ENSEÑANZA DE SAN JOSEMARÍA La "gloria de Dios" reclama que toda la creación esté sometida a su dominio (al dominio de Dios) o, lo que es lo mismo, que todo forme parte del Reino de Dios o Reino de los Cielos 3. Este Reino no es, evidentemente, un ámbito, como una especie de territorio, sino una situación o estado de cosas en el que todo está bajo el señorío de Dios. Sólo así se manifiesta su Omnipotencia, Bondad y Sabiduría, es decir, su gloria. Objetivamente, todo está sometido a Dios, porque cualquier criatura se encuentra bajo su poder, pero su gloria postula que el hombre quiera estarlo libremente, como corresponde a su naturaleza, participando en la vida íntima de Dios. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa 4, dice san Josemaría. Formar parte del reino de Dios es tener vida sobrenatural (cfr. Mc 9, 43-49; Mc 10, 26). De hecho, "lo que los evangelios sinópticos llaman reino (malkuth [basileiva]) de Dios, es llamado en San Juan casi siempre "vida eterna"" 5. Dios, en efecto, ha creado al hombre para que se integre en su Reino no por necesidad, como las criaturas sólo materiales, sino en libertad, acogiendo el don de participar en la Vida trinitaria y viviendo de acuerdo con ese don por el amor: un amor que obedece filialmente a la Voluntad divina. Este es el significado que san Agustín descubre en el precepto de "no comerás del árbol de la ciencia del bien y del mal" (cfr. Gn 2, 16-17), dado por Dios a nuestros primeros padres: "Convenía al hombre que se le prohibiera alguna cosa, para que, colocado bajo el Señor Dios, pudiera merecer la posesión de su Señor con la virtud de la obediencia" 6. El hombre da gloria a Dios cuando libremente quiere y cumple su Voluntad como hijo suyo y procura que todo se realice de acuerdo con ella. Si quiere esto, quiere el Reino de Dios. Tal es el sentido de la petición del Padrenuestro: "venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo" (Mt 6, 10) 7. "Dar gloria a Dios" y "querer el Reino de Dios" son, pues, expresiones equivalentes. Pero san Josemaría no dice que para dar gloria a Dios sea preciso querer que Dios reine. Sería repetir lo mismo. Lo que dice es: Hemos de dar a Dios toda la gloria. (...) Y por eso queremos nosotros que Cristo reine 8. Se refiere al reinado de Cristo en cuanto Hombre, o por su Humanidad, no sólo en cuanto Dios. El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana. Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo 9. Ahora bien, ¿qué entiende san Josemaría por "Reino de Cristo"? Para responder a esta pregunta, veremos en primer lugar (1.1) la relación del Reino de Cristo con la gloria de Dios y con la Iglesia, ya que –como se puede comprobar en el texto que nos sirve de guía para los tres capítulos de esta Parte I–, las tres nociones están íntimamente unidas: dar gloria a Dios se traduce en buscar que Cristo reine, y el reinado de Cristo exige edificar la Iglesia. Después expondremos que este Reino se establece a través de la mediación sacerdotal de Cristo (1.2). Será el punto más extenso y es fundamental para todo el capítulo, porque de ahí se derivará que "querer que Cristo reine" consiste en acoger personalmente su mediación sacerdotal y en ser instrumentos suyos para extenderla a todos los hombres. Por último (1.3) mencionaremos algunas características del reinado de Cristo que lo distinguen de los reinados humanos. 1.1. GLORIA DE DIOS, REINO DE CRISTO, IGLESIA Algo semejante a lo que dijimos al inicio del capítulo precedente sobre la noción de "gloria de Dios", habría que repetir ahora respecto al "Reino de Cristo". San Josemaría se refiere muchas veces a ese reinado, pero no explica el concepto. No está haciendo teología académica. Predica para transmitir un espíritu de vida cristiana y da por supuesto que las personas a quienes se dirige le entienden. Aquí, en cambio, tenemos que plantearnos lo que significa "Reino de Cristo" en su mensaje, ya que no podemos suponer, como sucedía en el capítulo anterior con el concepto de gloria de Dios, que el de "Reino de Cristo" no ha experimentado desarrollos relevantes en el siglo XX y que san Josemaría está empleando una expresión pacíficamente compartida por la doctrina común. Al contrario, a lo largo de este periodo se produce una notable profundización, no tanto porque el debate teológico esté centrado en este punto 10, sino como consecuencia de la intensa reflexión sobre la Iglesia, con la que guarda una estrechísima relación. Incluso se puede decir que, en parte, es la presencia del tema del Reino de Dios y de Cristo en las fuentes de la Revelación, junto con la necesidad de aclarar las interpretaciones de que ha sido objeto en autores protestantes, lo que lleva a profundizar en la doctrina católica sobre la Iglesia. En el Magisterio, la doctrina se desarrolla sobre todo a partir de Pío XI, y alcanza su madurez, por así decir, en la Constitución Lumen gentium del Vaticano II 11. El número 5 de esa Constitución, con el fundamento bíblico que contiene, refleja objetivamente la base doctrinal de la noción de Reino de Cristo en san Josemaría. Decimos objetivamente porque nos referimos al contenido, no a la relación cronológica con sus obras. Desde la década de 1930 afirma que el Reino de Dios y de Cristo se realiza edificando la Iglesia, como hemos visto en el texto base del inicio de la Parte I ("exigencia del reinado de Cristo" es que "todos con Pedro vayan a Jesús por María") 12. Para él, no hay tensión alguna entre Reino e Iglesia: la Iglesia es ya un inicio del Reino, y su misión no es otra que la de extenderlo. Esta doctrina la verá confirmada en la Lumen gentium y utilizará a partir de entonces la enseñanza de esta Constitución con la familiaridad de quien ya la poseía sustancialmente, como se percibe en numerosos textos que hablan del Reino y de la Iglesia. Por ejemplo: La Sagrada Escritura utiliza muchos términos –sacados de la experiencia terrena– para aplicarlos al Reino de Dios y a su presencia entre nosotros, en la Iglesia. La compara al redil, al rebaño, a la casa, a la semilla, a la viña, al campo en el que Dios planta o edifica 13. El Señor ha confiado en nosotros para llevar almas a la santidad, para acercarlas a Él, unirlas a la Iglesia, extender el reino de Dios en todos los corazones 14. Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos. La extensión del Reino de Dios no es sólo tarea oficial de los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han recibido de Él los poderes sagrados. Vos autem estis corpus Christi (1Co 12, 27), vosotros también sois cuerpo de Cristo, nos señala el Apóstol 15. 1.1.1. Fuentes de la noción de Reino de Cristo. Recorrido histórico Para comprender la noción de "Reino de Cristo" presente en san Josemaría, resulta necesario partir de los textos bíblicos y recorrer, aunque sea rápidamente, el camino de la evolución histórica del concepto. El lector de la obras de san Josemaría puede observar en las homilías que hemos citado, y en otros escritos, que cuando habla del Reino de Cristo hace referencia principalmente a la Biblia y a la Liturgia. Tomemos el ejemplo de la homilía Cristo Rey 16. De las 59 citas que contiene, 56 son de la Escritura (principalmente del Evangelio de san Mateo, llamado el "Evangelio del Reino"), una sola –pero fundamental por ofrecer el punto de arranque y el tema de fondo de la homilía– de la Liturgia, concretamente del Prefacio de la solemnidad de Cristo Rey, y dos de los Padres (san Agustín y san Gregorio Magno). La Sagrada Escritura es la fuente primordial. Entre los textos del Antiguo Testamento, san Josemaría se detiene sobre todo, y con mucha frecuencia, en las palabras proféticas del Salmo 2 que preanuncian la realeza de Cristo: "Yo mismo he ungido a mi Rey en Sión, mi monte santo (...). Tú eres mi Hijo. Yo te he engendrado hoy. Pídeme y te daré en herencia las naciones" (Sal 2, 6-7). La misericordia de Dios Padre –comenta– nos ha dado como Rey a su Hijo 17. Del Nuevo Testamento cita prácticamente todos los pasajes sobre el reinado de Jesucristo. Nos limitamos a una síntesis, sin señalar cada vez dónde y cómo los cita. Desde el inicio de su ministerio público, Jesús habla de la cercanía inminente del Reino de Dios (cfr. Mc 1, 14 s. y par.): está ya en medio de los que le escuchan (cfr. Lc 17, 21) y es reconocible por los milagros y exorcismos que Él realiza (Mt 11, 5; Lc 11, 20). Entre las "parábolas del Reino", algunas dan a entender que Jesús, siendo Hijo del Rey, es Rey Él mismo (cfr. Mt 22, 1 s., Lc 14, 15 ss.). Acepta las aclamaciones del pueblo cuando entra triunfalmente en Jerusalén (cfr. Mt 21, 1 ss. y par.), y la pregunta de Poncio Pilato recibe una respuesta diáfana: "Tú lo dices: yo soy Rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo..." (Jn 18, 37). Afirma su realeza antes de subir al Cielo: "se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra" (Mt 28, 18), y anuncia que vendrá a sentarse en el trono de su gloria para juzgar a todos los pueblos al final de los tiempos (cfr. Mt 25, 31 ss.). La plenitud de su Reino es una realidad escatológica (Ap 1, 29.36.49; Ap 11, 15). San Pablo enseña que el Reino de Dios se realiza a través del Reino de Cristo. Aclara que ninguno que se comporta "como un adorador de ídolos, puede heredar el Reino de Cristo y de Dios" (Ef 5, 5). Dice que Dios "nos ha liberado del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, el perdón del los pecados" (Col 1, 13 s.). Y desarrolla su pensamiento de modo más acabado cuando describe la última meta del designio divino: "Después llegará el fin cuando (Cristo) entregue el Reino a Dios Padre, cuando haya aniquilado todo principado, toda potestad y poder. Pues es necesario que Él reine, hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies. Como último enemigo será destruida la muerte (...). Y cuando le hayan sido sometidas todas las cosas, entonces también el mismo Hijo se someterá a quien a Él sometió todo, para que Dios sea todo en todas las cosas" (1Co 15, 24-28; cfr. Ef 1, 21-22) 18. Este último texto es uno de los que san Josemaría cita con más frecuencia. Siente incluso la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare! (1Co 15, 25), conviene que Él reine 19. No se trata de que Cristo "llegue a ser" Rey, porque ya lo es -–Cristo es el Señor, el Rey 20–, sino de que los hombres le reconozcan como Rey. "Si queremos resumir brevemente –escribe Schmaus– el papel de Cristo en la instauración del Reino de Dios, podemos decir que es el instrumento y la manifestación del Reino de Dios. Su vida, su palabra y su actividad estuvieron al servicio de esa finalidad. Y en Él se manifestó, apareció el Reino de Dios. Él es el Reino de Dios verdaderamente realizado dentro de la historia" 21. Según algunos autores, Jesús habría anunciado la llegada inminente del Reino escatológico, es decir, el fin de los tiempos con la plenitud del sometimiento de los hombres a Dios y la participación de los elegidos en la gloria 22. La doctrina católica no entiende la llegada "inminente" en un sentido temporal. El anuncio de Jesús significa que con la Encarnación y el envío del Espíritu Santo la humanidad ha entrado en los "últimos tiempos", "el tiempo de la Iglesia", en el cual está ya presente el Reino de Cristo y de Dios porque la Iglesia, en cuanto Cuerpo místico de Cristo animado por el Espíritu Santo, es su "germen e inicio" 23. La duración de estos últimos tiempos no ha sido revelada por Dios. La Segunda Carta de Pedro advierte: "Para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. No tarda el Señor en cumplir su promesa, como algunos piensan; más bien tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos se conviertan" (2P 3, 8-9). La Segunda Carta a los Tesalonicenses exhorta a no inquietarse "como si fuera inminente el día del Señor" (2Ts 2, 2), sino a vivir en la fe y en la verdad, cumpliendo cada uno sus deberes, especialmente el de trabajar (cfr. 2Ts 2, 13; 2Ts 3, 6 s.). El cristiano ha de preparar activamente la segunda venida de Cristo, con una vida santa y procurando la difusión del Evangelio. Desde el siglo II, los Padres y autores cristianos proclaman de muchos modos la realeza de Cristo e insisten sobre todo en las exigencias morales que comporta el sometimiento a Él y la participación en la Vida divina 24. San Josemaría cita, sin embargo, pocos testimonios patrísticos. Más que reflexionar sobre su doctrina, se fija en el ejemplo de los cristianos de los primeros siglos que dieron la vida por el Reino de Cristo, como refiere Eusebio: "Interrogados sobre Cristo y sobre su Reino (...) respondían que el Reino de Cristo no es de este mundo ni de esta tierra..." 25. En continuidad con este testimonio, predica que vale la pena jugarse todo por conseguirlo [el reino de Jesucristo] 26 y que su única ley es el precepto entrañable de la caridad 27. Volveremos luego sobre las características del Reino de Cristo. Sucesivamente, el concepto de Reino está presente en la predicación y en las obras sobre la vida espiritual pero poco en la Teología especulativa. Esto puede explicarse, sin entrar en detalles, por la tendencia a identificarlo con la Iglesia y a hablar generalmente más de ella que del Reino, como se observa ya en san Gregorio Magno que aplica las parábolas evangélicas del Reino a la Iglesia 28. También influye, ya entrada la época medieval, la propensión a ver el Sacrum Imperium "como una primera materialización del Reino de Dios" 29. Santo Tomás no se ocupa de modo sistemático del tema, pero ofrece un texto de gran interés. Dice que el Reino de Dios es la Iglesia militante en cuanto congregación de los que se someten a Dios por la fe y caminan hacia la gloria; y es también la Iglesia triunfante, en cuanto formada por aquellos que ya han alcanzado la meta 30. En otros lugares afirma que "Regnum Dei est ecclesia" 31 y que "Regnum signat praesentem ecclesiam" 32. No nos detenemos en los desarrollos posteriores 33, salvo para observar, en términos muy generales, que la teología protestante ha dedicado atención al estudio del Reino, "sustituyendo" con él, en cierto modo, el tema de la Iglesia, o hablando de la Iglesia como Reino. Ha subrayado así el aspecto invisible y ha dejado en segundo plano la visibilidad y "sacramentalidad" de la Iglesia. Por el contrario, la teología de la contrarreforma tendió a destacar el aspecto visible, sin dar quizá el debido peso a la noción bíblica y patrística del Reino. En el capítulo siguiente resumiremos el desarrollo de la eclesiología, que permitirá entender mejor la visión de san Josemaría, en la que se armonizan las nociones de Reino de Cristo y de Iglesia. Si en la teología académica católica de los siglos pasados la noción de Reino no ha estado en primer plano, ha ocupado, sin embargo, un lugar principal en las enseñanzas de muchos santos 34. Ejemplo emblemático es el de san Ignacio de Loyola en los Ejercicios espirituales, donde impulsa el ideal de extender el Reino de Cristo con una actividad apostólica planificada 35. Señalamos también, en particular, la obra de san Juan Eudes, La vie et le Royaume de Jésus dans les âmes chrétiennes (1637) 36. En la época en la que comienza la actividad pastoral de san Josemaría se produce un hecho de importancia trascendental en este proceso. Pío XI dedica la encíclica Quas primas (11-XII-1925) a la realeza de Cristo e introduce la solemnidad litúrgica de Cristo Rey. El Papa enseña que Cristo es Rey en cuanto hombre 37, "no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista" 38, y que su reinado se extiende a los hombres considerados singularmente y "unidos en sociedad" 39. La enseñanza del Pontífice encuentra un eco claro en la predicación de san Josemaría, si bien con una perspectiva nueva, sobre todo por lo que se refiere al reinado de Cristo en la sociedad. Se aparta de las interpretaciones de esas palabras que van en la línea de promover un "partido político confesional", dejando claro que el Reino no puede confundirse con fórmulas políticas 40. Su perspectiva anticipa y prepara la del Concilio Vaticano II, donde la enseñanza de Pío XI sobre el Reino de Cristo en la sociedad se enriquece con nuevos desarrollos doctrinales, como el que se refiere al derecho social y civil a la libertad religiosa 41. Tendremos ocasión de estudiarlo al final de este capítulo. A raíz de la enseñanza de Pío XI se intensifica también el debate teológico acerca del progreso humano: si pertenece o no al Reino de Cristo. Ya nos hemos referido a esta cuestión en la Parte preliminar y no es necesario volver a los textos correspondientes de san Josemaría. Nos limitamos a recordar que el tema recibe nueva luz con la Constitución Gaudium et spes del Vaticano II. En su capítulo III, trata de la distinción entre el progreso humano y el reinado de Cristo, y la ordenación del primero al segundo 42. Esta enseñanza se completa con la del 72 sobre "la actividad económico-social y el reino de Cristo", donde se exhorta a los fieles a "contribuir al bienestar de la humanidad", por medio de la "competencia profesional" en las actividades temporales, realizándolas "con fidelidad a Cristo y al Evangelio". Josemaría Escrivá de Balaguer está en plena sintonía: hace ver que, para los laicos, la búsqueda del reinado de Cristo incluye la del progreso humano, lo cual no significa que, si alguna vez este progreso no se alcanza, no se haya adelantado en el reinado de Cristo, porque éste tiene lugar ante todo en los corazones. Después del Vaticano II se promulga otro documento pontificio de gran importancia: la encíclica Redemptoris missio, de Juan Pablo II (7-XII-1990). En su capítulo II denuncia algunas concepciones teológicas erróneas acerca del Reino de Dios que nos dan pie temáticamente –no cronológicamente, porque la encíclica es posterior a san Josemaría–, para completar la exposición de este punto. La encíclica reprueba a los que hablan del Reino de Dios pero "dejan en silencio a Cristo" 43 y dan a entender así que la mediación de Jesucristo no es el único camino para que los hombres se sometan al Reino de Dios. Pretenden ser concepciones "teocéntricas" del Reino, pero no "cristocéntricas". Para san Josemaría, como sabemos, dar gloria a Dios o buscar el Reino de Dios, que es lo mismo, exige absolutamente querer que Cristo reine. Por otra parte, el Papa descalifica también determinadas concepciones que tienden a construir el Reino de Cristo sin edificar la Iglesia. Concepciones que "se presentan como "reinocéntricas" (...) como reacción a un supuesto "eclesiocentrismo" del pasado" 44. Para san Josemaría no existe, como ya hemos visto, la alternativa –o Reino de Cristo o Iglesia–, sino que el Reino de Cristo se establece edificando la Iglesia. Como hace ver la encíclica, la postura "reinocéntrica" lleva a promover los "valores del Reino de Cristo", como la paz, la justicia, la libertad, la fraternidad..., sin promover la vida sacramental y los demás medios de salvación de que dispone la Iglesia. Conduce así a una visión secularizada del mismo Reino de Cristo "en la que sólo cuentan los programas y luchas por la liberación socioeconómica, política y cultural, con unos horizontes cerrados a lo trascendente" 45. También este punto ha sido subrayado por san Josemaría 46. Positivamente, la encíclica Redemptoris missio se dirige a impulsar la misión apostólica de los cristianos. Idéntico anhelo ha movido a san Josemaría a repetir su Regnare Christum volumus! En esto reside fundamentalmente la coincidencia entre su enseñanza y la encíclica de Juan Pablo II. 1.1.2. Síntesis doctrinal ¿Cuál es entonces la relación entre gloria de Dios y reinado de Cristo? En la respuesta está implicada toda la economía de la Redención 47 y de ella depende la entera vida cristiana. Podemos resumirla con palabras de la Escritura 48. Por la desobediencia del primer hombre entró el pecado en el mundo, perdimos la amistad con Dios y quedamos sometidos a las demás consecuencias del pecado (cfr. Rm 5, 19). La gloria de Dios se oscureció en un mundo subyugado por el "reino de las tinieblas" (cfr. Col 1, 13) y, de hijos de Dios, pasamos a ser "hijos de la ira" (Ef 2, 3). Pero el pecado ha sido ocasión para que la gloria divina resplandeciera con fulgor incomparablemente más intenso, porque el mismo Hijo de Dios se ha hecho hombre: no se ha vestido de hombre: se ha encarnado 49. Ha querido ser plenamente hombre, con carne como la nuestra. (...) Un Dios que ama con corazón de hombre 50. Es así como ha llegado a brillar del modo más pleno y profundo la gloria divina en la naturaleza humana. "El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14). El designio de Dios ha sido enviar a su Hijo como "luz que brilla en las tinieblas" (Jn 1, 5), para manifestar su gloria –su Amor–, salvando al hombre del pecado y dándole la vida sobrenatural. "Dios envió al mundo a su Hijo Unigénito para que recibiéramos por Él la vida" (1Jn 4, 10). "Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, aunque es tábamos muertos por nuestros pecados, nos dio vida en Cristo –por gracia habéis sido salvados–, y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2, 4-6). "Nos arrebató del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados" (Col 1, 13-14). Quien recibe la vida sobrenatural de Cristo, entra en su Reino. Llega a ser una nueva criatura en Cristo (cfr. 2Co 5, 17), se asemeja a Él. Entonces la gloria de Dios se refleja en el hombre como en un espejo (cfr. 2Co 3, 18 y 2Co 5, 17). El reinado de Cristo se extiende a toda la creación, porque todas las cosas han sido creadas "en Él y para Él" (Col 1, 16), y aunque el hombre las ha desnaturalizado no pocas veces, corrompiendo su uso, Cristo les ha devuelto su noble y original sentido al encarnarse. Dios ha querido "reconciliar por Él a todos los seres consigo" (Col 1, 20) y "recapitular todas las cosas en Cristo... para alabanza de su gloria" (Ef 1, 10.12) 51. Este designio divino sobre el hombre y el cosmos culminará con la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos como Juez universal a quien todos serán sometidos (cfr. Mt 25, 31 ss) y de quien todos los elegidos recibirán el premio de la Vida eterna. "Entonces también el mismo Hijo se someterá a quien a Él sometió todo, para que Dios sea todo en todas las cosas" (1Co 15, 28). Esta es, en síntesis, la relación entre "gloria de Dios" y "reinado de Cristo", el porqué de la realeza de Cristo. De esta relación dimana la que hay entre "Reino de Dios" y "Reino de Cristo". El "Reino" es uno sólo: el "Reino de Cristo y de Dios" (Ef 5, 5). Pero las expresiones "Reino de Dios" y "Reino de Cristo [en cuanto hombre]", no significan lo mismo. El Reino de Dios es, ante todo, el mismo Hijo de Dios hecho hombre, sentado con su Humanidad gloriosa a la derecha del Padre (cfr. Mc 16, 19; Col 3, 1; Ef 1, 20-22). Por la unión hipostática, su Humanidad pertenece absolutamente a la Persona divina; su voluntad humana está perfectamente identificada con la Voluntad del Padre. "La obediencia que presta al Padre no es simplemente la sumisión que presta un inferior a un superior, sino –sobre todo– la que el Hijo Eterno ofrece al Padre (...). El Padre regala todo al Hijo; el Hijo entrega todo al Padre" 52. Todo en Él es gloria y Reino de Dios. A su vez, Jesucristo es Rey de toda la creación porque Dios, "resucitándole de entre los muertos y sentándole a su derecha en los cielos, le ha puesto por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación y de todo cuanto existe" (Ef 1, 20-21). Sin embargo, como consecuencia del pecado, "ahora no vemos que todo le esté ya sometido" (Hb 2, 8). Por eso san Pablo habla en futuro: "cuando le hayan sido sometidas todas las cosas, entonces también el mismo Hijo se someterá a quien a Él sometió todo..." (1Co 15, 28). Este sometimiento de los hombres a Cristo –el reconocimiento de su reinado, no por la fuerza sino en libertad–, es el modo establecido por Dios para disipar el reino de las tinieblas e irradiar su gloria y su Reino –el Reino de Dios– en el mundo. Dios ha querido incorporarnos a su Reino por medio de su Hijo encarnado, constituyéndole Rey como "único mediador entre Dios y los hombres" (1Tm 2, 5). Cuando el hombre acoge su mediación, Cristo reina en él y él se convierte en Reino de Dios. Más todavía: reina con Cristo, pues es hecho partícipe de su poder para unir a todas las criaturas con Dios. Veremos enseguida cada uno de estos aspectos. La relación entre el Reino de Dios y de Cristo y la Iglesia, será el tema de fondo del capítulo siguiente. Aquí apuntamos sólo que el Reino de Dios, presente ya en Cristo, "se va instaurando paulatinamente en el hombre y en el mundo a través de un vínculo misterioso con Él" 53. Ese vínculo se realiza visiblemente por la incorporación a su Iglesia, al Pueblo que le reconoce como Rey. Por esto, el Reino de Dios y de Cristo "no puede ser separado de la Iglesia" 54, que es "germen e inicio" 55 de ese Reino en la tierra. Por medio de la Iglesia, bajo la acción del Espíritu Santo, se realiza en la historia el plan divino de atraer a todos los hombres a Cristo (cfr. Jn 12, 32) que, al final de los tiempos, cuando vendrá como Rey glorioso (cfr. Ap 19, 16), entregará al Padre el Reino conquistado con su Humanidad Santísima, y reinará eternamente con Él (cfr. Ap 21, 1-22, 5). Todos los aspectos que hemos visto aparecen en las parábolas del Reino de los Cielos (cfr. Mt 13, 1 ss), bajo forma de imágenes. San Josemaría las trae a colación en la homilía Cristo Rey, haciendo referencia sobre todo a su significación escatológica. La perfección del reino (...) no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra (cfr. Mt 13, 24), como el crecimiento del grano de mostaza (cfr. Mt 13, 31-32); su fin será como la pesca con la red barredera, de la que –traída a la arena– serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad (Mt 13, 47-48). Pero, mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada (cfr. Mt 13, 33) 56. No podemos comentar todas esas imágenes. Mencionamos sólo, a título de ejemplo, algunos aspectos de las parábolas del sembrador y de la semilla. Jesucristo, enviado para instaurar el Reino de Dios, es como un sembrador que lanza la semilla. Él mismo es también, al encarnarse, la semilla sembrada en la tierra. E igual que la semilla, muere para dar fruto. San Josemaría descubre aquí una imagen profunda del misterio de la Eucaristía que edifica la Iglesia. Jesús es simultáneamente el sembrador, la semilla y el fruto de la siembra: el Pan de vida eterna 57. Al recibir ese Pan, "muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan" (1Co 10, 17). Ese cuerpo es el "Cuerpo místico de Cristo", la Iglesia, en la que cada uno es miembro que coopera a transmitir la vida sobrenatural a los demás. Jesús presente entre nosotros, nos ha constituido como miembros suyos: vos estis corpus Christi et membra de membro (1Co 12, 27), vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros unidos a otros miembros 58. Así como el fruto se convierte en nueva semilla para ser sembrado, así cada cristiano ha de ser semilla, como Cristo, y sembrador para cooperar con Él, dando la propia vida, en el establecimiento de su reinado en el mundo hasta su segunda venida al final de los tiempos. 1.2. EL REINADO DE CRISTO, EFECTO DE SU MEDIACIÓN SACERDOTAL La gloria de Dios y la salvación de los hombres exige reparar el pecado y sus consecuencias. Para esto ha sido enviado el Hijo. Jesús es el Camino, el Mediador; en Él, todo; fuera de Él, nada 59. Su mediación tiene por objeto conquistar el Reino que entregará al Padre al final de los tiempos. Desde el inicio mismo de su predicación anuncia el Reino de Dios, llamando a todos a convertirse (cfr. Mc 1, 15; Mt 4, 17). Es una llamada eficaz, que realiza, en quien no se opone, aquello que anuncia: el restablecimiento de la amistad con Dios, porque Él, Jesús, la ha ganado con el precio de su Sangre. "Habéis sido comprados a gran precio" (1Co 6, 20; 1Co 7, 23), repite el Apóstol. Es un texto que san Josemaría cita docenas de veces. El ha comprado cada alma, una a una, al precio –lo repito– de su Sangre 60. Otras veces cita la Primera Carta de Pedro: Sabed que fuisteis rescatados de vuestra vana conducta..., no con plata u oro, que son cosas perecederas, sino con la sangre preciosa de Cristo (1P 1, 18-19). No nos pertenecemos. Jesucristo nos ha comprado con su Pasión y con su Muerte. Somos vida suya 61. Con su mediación sacerdotal Jesucristo "ha inaugurado en la tierra el reino de los cielos" 62. Esta mediación tiene una gran riqueza de aspectos que vamos a describir, porque sólo así podremos comprender después lo que encierra el acto de "querer que Cristo reine". 1.2.1. Mediación de Jesucristo e incorporación a su Reino Para exponer la enseñanza de san Josemaría vamos a recordar antes unos conceptos teológicos comunes y a presentar un planteamiento que, a nuestro juicio, permite entender mejor su aspiración a que Cristo reine – el Regnare Christum volumus!– y saber qué ha de hacer el cristiano para realizar este ideal en su vida. En general, un mediador es el que intenta poner de acuerdo a dos partes en conflicto. La mediación humana suele tener por objeto un bien profano. La mediación de Jesucristo, en cambio, tiene un objeto sagrado: reconciliar a los hombres con Dios, reparando la ruptura producida por el pecado. Por este motivo es una "mediación sacerdotal". El adjetivo "sacerdotal" (cuya raíz latina es "sacrum", sagrado) caracteriza toda la mediación de Jesucristo, no sólo algunos aspectos. En la mediación sacerdotal de Jesucristo se pueden considerar dos direcciones: la de los hombres a Dios (mediación ascendente) y la de Dios a los hombres (mediación descendente). Cristo Señor realiza su mediación ascendente ofreciendo a Dios "dones y sacrificios por los pecados" (Hb 5, 1): una reparación que culmina con el Sacrificio de la Cruz. La mediación descendente la lleva a cabo de un triple modo, según sus palabras: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre si no es a través de mí" (Jn 14, 6). Este triple modo se suele describir con los términos "santificar", "enseñar" y "guiar". Cristo santifica al hombre dándole la Vida sobrenatural que Él tiene en plenitud; enseña la verdad divina como Maestro; y guía como Pastor o gobierna como Rey para llevar a los hombres a la unión con Dios (cfr., respectivamente, Jn 1, 16; Jn 18, 37; Jn 10, 11 ss.). Santificar, enseñar y gobernar, son los tres "oficios" de la mediación descendente de Cristo: los "munera Christi", que describiremos después. Antes de la venida de Jesús al mundo, el sacerdocio era imperfecto. Por lo que se refiere a la mediación "ascendente", los sacerdotes ofrecían víctimas distintas a sí mismos, que no implicaban necesariamente el sometimiento del propio corazón a Dios. "¿Acaso se complace Yahveh en los holocaustos y sacrificios como en la obediencia a su palabra? Mejor es obedecer que sacrificar" (1S 15, 22; cfr. Os 6, 6). Por lo que se refiere a la mediación "descendente", los sacerdotes no tenían por sí mismos el poder de santificar, ni eran necesariamente maestros de la verdad divina ("profetas"), ni guías del pueblo para conducir hacia Dios ("reyes"), oficios que pertenecen a la mediación sacerdotal entre Dios y los hombres. Como escribe un Padre de la Iglesia, "entre los israelitas, los reyes y sacerdotes (...) no eran ambas cosas a la vez, sino que unos eran reyes y otros eran sacerdotes; sólo a Cristo pertenece la perfección y la plenitud en todo" 63. El Hijo de Dios hecho hombre es el sacerdote perfecto, "Sumo Sacerdote para siempre" (Hb 6, 20). Lo es en cuanto a la "mediación ascendente", pues ha sometido perfectamente su voluntad humana a la Voluntad divina (cfr. Jn 5, 30; Jn 6, 38; Hb 10, 5-7) y ha consumado su entrega ofreciendo al Padre, por el Espíritu Santo, el Sacrificio de su misma vida (cfr. Hb 9, 14), haciéndose "obediente hasta la muerte y muerte de Cruz" (Flp 2, 8). De este modo, ha reparado o satisfecho toda ofensa del hombre a Dios. También es sacerdote perfecto en cuanto a la "mediación descendente": comunica la Vida sobrenatural que tiene en plenitud; enseña la Verdad revelada siendo Él la plenitud de esa Revelación divina; y guía hacia Dios por el camino que es Él mismo. De este triple modo redime de la culpa y de la pena por el pecado (cfr. Col 2, 13-15) y de la esclavitud de las consecuencias del pecado, siendo para todos "causa de salvación eterna" (Hb 5, 9). La teología llama munera Christi u "oficios de Cristo" a estos tres aspectos de su mediación sacerdotal descendente, citándolos por lo general en el siguiente orden: santificar, enseñar y gobernar (munus sanctificandi, munus docendi, munus regendi). "Santificar" incluye, en primer lugar, "justificar", hacer justo ("ajustar" en relación con Dios), porque el primer paso de la santificación consiste en el paso del estado de pecado al de justicia (cfr. Rm 5, 19). A partir de ahí el proceso de la vida sobrenatural se llama propiamente "santificación", porque Dios va haciendo cada vez más santo al cristiano que corresponde a sus dones (lo cual es también hacerle más "justo"). En suma, por la mediación sacerdotal de Cristo el cristiano es justificado y santificado (cfr. 1Co 1, 30). "Enseñar" comprende comunicar la verdad salvadora sobre Dios y el hombre, así como el don interior de la fe para adherirse a ella. Por mediación de Cristo se reciben ambas cosas. Por una parte comunica la verdad –que se condensa en lo que Él es: el Verbo de Dios Padre hecho hombre por obra del Espíritu Santo para salvarnos–, no simplemente declarándola, sino dando "testimonio" de ella con su Vida, Muerte y Resurrección 64. Por otra parte concede el don interior de la fe viva, que se recibe con la gracia y que después ha de aplicarse progresivamente a la verdad revelada y testimoniada por Cristo. El munus docendi se llama también munus propheticum, por tratarse del oficio de transmitir a otros la Palabra de Dios. "Gobernar" o "regir" o "guiar", hace referencia a la potestad de Cristo, que no ha de entenderse como un dominio humano contrario a la libertad, sino como el servicio amoroso de conducir a la felicidad eterna ayudando a usar la libertad para amar a Dios y a los demás. Por eso el munus regendi se llama también munus pastorale. Ser Rey equivale, en Jesucristo, a ser Pastor que guía a los suyos hacia el Cielo. Estos tres munera de la mediación de Cristo son tres aspectos distintos pero inseparables de una sola realidad. Por eso hablaremos tanto de tria munera ("tres oficios de Cristo") como de un triplex munus ("un solo oficio que es triple") 65. Decimos que el cristiano se incorpora al Reino de Cristo cuando recibe su mediación descendente. Pero esto implica, como acabamos de ver, tres aspectos: dejarse santificar, enseñar y gobernar por Él. ¿Por qué, entonces, se resume el efecto de la mediación descendente diciendo que "incorpora al Reino de Cristo", esto es, haciendo referencia a uno sólo de esos tres aspectos (el regir o gobernar)? En realidad, cualquiera de los tres podría servir para expresarlo, ya que en cada uno están implicados los otros dos 66. Pero si se analizan las cosas desde el punto de vista de la vida espiritual, hay un motivo para preferir hablar del reinado, es decir, para afirmar que "con su mediación sacerdotal, Jesucristo conquista su Reino". El motivo está ligado a nuestra relación con los munera Christi. En efecto, cada uno de los tres aspectos de la mediación de Cristo tiene un término propio o específico en nosotros. Cuando decimos que nos santifica, queremos señalar que causa la gracia que eleva todo nuestro ser. Cuando decimos que nos enseña, nos referimos a que ilumina nuestra inteligencia con el conocimiento sobrenatural de la Verdad revelada. Y cuando decimos que nos guía o gobierna, ponemos de relieve que mueve nuestra voluntad a seguir libremente sus pasos para realizar la Voluntad de Dios. En este sentido, la gracia y la verdad que nos comunica al santificarnos y enseñarnos, se orientan a guiarnos o gobernarnos: a que con nuestra voluntad amemos y queramos cumplir la Voluntad de Dios siguiendo a Cristo, sometiéndole libremente nuestro corazón. Con otras palabras, el designio de Dios para instaurar su Reino ha sido enviar a su Hijo para que, santificándonos y enseñándonos, nos lleve a obedecer al Padre por amor, como Él ha obedecido. Jesucristo es "causa de salvación eterna para los que le obedecen" (Hb 5, 9). En último término se salvan o son santos los que le obedecen por amor, los que se dejan guiar por Él. Su mediación sacerdotal se dirige a que la voluntad del hombre se le someta libremente, estableciendo así su Reino que al final de los tiempos entregará al Padre (cfr. 1Co 15, 25-28). Otra cuestión unida a la anterior es que el cristiano, al recibir la mediación sacerdotal de Cristo no sólo se incorpora a su Reino, sino que recibe un "sacerdocio real" (1P 2, 9) –participa del sacerdocio y de la realeza de Jesucristo–, para ser mediador "en Cristo" entre Dios y los hombres. Al ser liberado del pecado y adoptado como hijo de Dios, es ungido como sacerdote en el Bautismo para cooperar en la expansión del Reino. "Todos los fieles cristianos, en cuanto son miembros de Cristo, se llaman sacerdotes y reyes" 67, dice santo Tomás. Por tanto, la incorporación al Reino de Cristo no consiste sólo en someterse libremente a la potestad de Cristo, sino en ejercer su sacerdocio para contribuir a que se salven todos los hombres y se le someta la entera creación. Así como Cristo, al obedecer en su Humanidad Santísima a los designios del Padre ha sido constituido Rey para siempre (cfr. Flp 2, 9-10; 2P 1, 11), así también el cristiano que se le somete, reina con Él (cfr. Lc 19, 14-19; Rm 8, 17). Dios Padre, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo Unigénito, que –por obra del Espíritu Santo– tomó carne en María siempre Virgen, para restablecer la paz, para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar en la intimidad divina: para que así fuera concedido a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar el universo entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 9-10), que las ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20). A esto hemos sido llamados los cristianos, ésa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo 68. 1.2.2. La Cruz, centro de la mediación sacerdotal de Cristo En la Cruz culmina la mediación ascendente de Jesucristo. Él reparó la desobediencia del pecado haciéndose "obediente hasta la muerte y muerte de Cruz" (Flp 2, 8; cfr. Rm 5, 19), y Dios "perdonó todos nuestros delitos, al borrar el pliego de cargos que nos era adverso, que canceló clavándolo en la cruz" (Col 2, 13-14; cfr. Hb 10, 10). Ha reconciliado con el Padre todas las cosas, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz 69. En la Cruz culminan también los tres aspectos de la mediación sacerdotal descendente. San Josemaría la contempla como Altar, Cátedra y Trono 70. Altar en el que ofrece el Sacrificio para darnos la vida sobrenatural; Cátedra desde la que nos enseña de modo supremo el Amor de Dios por nosotros; y Trono en el que triunfa sobre el poder del diablo, del pecado y de la muerte, y gobierna atrayendo a todos hacia sí. La Epístola a los Hebreos muestra que era conveniente que el Hijo de Dios hecho hombre consumara su mediación sacerdotal por medio de los sufrimientos (cfr. Hb 2, 10), ya que es su amor lo que tiene valor redentor, y el amor se había de manifestar en la obediencia a la Voluntad del Padre, que culmina en abrazar libremente el dolor y la muerte (cfr. Hb 5, 8). El dolor y la muerte han entrado en el mundo como castigo por el pecado: un castigo paterno, amoroso, dispuesto por la Voluntad de Dios para corregir la voluntad del hombre que, al pecar, se había apartado de la suya, y que por esto lo debe acoger, como exhorta la misma epístola: "Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando Él te reprenda; porque el Señor corrige al que ama y azota a todo aquel que reconoce como hijo" (Hb 12, 5-6). El Hijo de Dios hecho hombre ha tomado sobre sí el dolor y la muerte, y de este modo, los ha transformado en medio de redención. De ahí que se afirme que Jesucristo nos ha librado de la esclavitud del dolor y del miedo a la muerte (cfr. Hb 2, 15-15), porque les ha dado un sentido salvífico. "La muerte –escribe Joseph Ratzinger–, que por naturaleza es el fin, la destrucción de toda relación, ha sido transformada por Cristo en un acto de comunicación de sí mismo, y esto es la salvación de los hombres en cuanto que significa que el amor vence a la muerte" 71. El Sacrificio de la Cruz es el triunfo del amor. Así se comprende que san Juan llame a la muerte de Jesús glorificación de Dios y glorificación del mismo Hijo (cfr. Jn 12, 28; Jn 17, 1). Esto no significa que lo que precede al Sacrificio del Calvario, y especialmente la vida de Jesucristo en Nazaret, haya sido una simple preparación de los años que vendrían después 72. Aunque el Sacrificio del Calvario es el hecho que, por su objeto, corona el Sacerdocio de Cristo, todos los actos del Señor son ejercicio de su mediación sacerdotal y están unidos al Sacrificio de la Cruz. Jesús –que ha venido al mundo para entregar se en el Calvario y ansiaba que llegase esa hora (cfr. Lc 12, 50; Jn 12, 27)– ha vivido cada momento de su paso por la tierra con plena entrega amorosa a la Voluntad del Padre. Cuando trabajaba como artesano, ya estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí todas las cosas (Jn 12, 32) 73. También la Resurrección y Ascensión a los Cielos son inseparables del Sacrificio de la Cruz. Constituyen con la Muerte del Señor el "misterio pascual": misterio del "paso" de la vida terrena a la celestial, que glorifica a Dios y salva a los hombres. Resurrección y Ascensión pertenecen a la mediación sacerdotal del Señor e iluminan el sentido de la Cruz. Jesucristo, en efecto, ha padecido y ha muerto en la Cruz para resucitar y subir a los Cielos. El Señor declara la íntima conexión entre su Muerte y su Resurrección cuando afirma: "Yo doy mi vida para tomarla de nuevo" (Jn 10, 17). Del mismo modo manifiesta a los discípulos de Emaús la relación entre su Muerte y su Ascensión: "¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?" (Lc 24, 25-26; cfr. Jn 17, 4 ss). A su vez, san Pablo escribe que, por la obediencia de Cristo hasta la muerte, "Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre" (Flp 2, 9). Todo el misterio pascual forma una unidad. Esta realidad de que el Señor ejerce su mediación sacerdotal con toda su vida, desde la Encarnación hasta la Ascensión a los Cielos, con la Cruz como centro, configura el "querer que Cristo reine", tanto en el recibir la mediación de Cristo como en el ejercer la participación en ella. San Josemaría no separa la vida oculta de la vida pública y del misterio pascual. Al ser la Cruz el centro de esa mediación, se comprende que Jesús resuma su seguimiento –la incorporación a su Reino y la cooperación en su expansión– con estas palabras: "Si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24; cfr. Mc 8, 34). San Lucas puntualiza significativamente: la cruz "de cada día" (Lc 9, 23). Así como la "obediencia de la Cruz" –obediencia total y sin reservas a la Voluntad del Padre– estuvo presente en la vida ordinaria de Jesús en Nazaret, así también lo ha de estar en la vida del cristiano. Ha de llevar la cruz "cada día". Cada momento ha de procurar identificarse completamente con la Voluntad divina, obedeciendo por amor, con afán de ofrecer a Dios Padre reparación por los pecados y de salvar a todos los hombres. Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo. Obedecer a la voluntad de Dios es siempre, por tanto, salir de nuestro egoísmo 74. También la unidad del misterio pascual –la unión de la Muerte de Jesús con su Resurrección y Ascensión– tiene consecuencias capitales, que completan lo que acabamos de considerar. El cristiano ha de llevar su cruz de cada día, pero participando ya en la vida gloriosa de Cristo resucitado y en su señorío sobre toda la creación. No la ha de acoger porque "no hay más remedio": ha de llevar la cruz en triunfo por todos los caminos de la tierra 75. "Para el Beato Josemaría la cruz viene considerada principalmente en su dimensión gloriosa, aunque no se olviden sus aspectos dolorosos" 76. Es muy propio de san Josemaría considerar esta unidad de los misterios de la vida de Cristo y verla plasmada en el cristiano que busca que Cristo reine, particularmente en la vida ordinaria en medio del mundo. Al recibir la mediación de Cristo, el cristiano es incorporado al Reino de Dios "en Cristo", lo que significa que se reproduce en él toda la vida de Cristo. La vida de Jesucristo, si le somos fieles, se repite en la de cada uno de nosotros de algún modo, tanto en su proceso interno –en la santificación– como en la conducta externa 77. Es un punto crucial. La Humanidad de Jesús no es sólo un puente (palabra de la que viene "pontífice") por el que el hombre llega a unirse con Dios, dejando el puente atrás, sino que se une con Dios "con el puente" y "en el puente". " [Dios] nos resucitó con Cristo y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ef 2, 6; cfr. 1Co 15, 17-22; 1P 1, 3). Teniendo en cuenta el conjunto de la predicación de san Josemaría, las palabras de la última cita ("La vida de Jesucristo...") significan, en nuestra opinión, que el cristiano es santificado por el Espíritu Santo de modo que se reproduce en él cada uno de los momentos de la vida del Señor. Se trata del "proceso interno de santificación", de nuestra vida sobrenatural, por tanto, no de la vida natural del hombre. No es que el cristiano nace, crece y muere como Cristo, y que resucitará al final de los tiempos: no se reduce a eso la repetición de la vida Cristo en nuestra "conducta externa". Si se piensa que todos los momentos de la existencia cristiana –el nacimiento, el crecimiento, etc.– han de ser santificados por la gracia de Cristo, estamos ya más cerca de lo que quiere expresar el texto. Pero su significado es más radical, pues en la existencia del cristiano se actualizan de algún modo los misterios de la vida humana de Jesús. Nace a la vida sobrenatural por obra del Espíritu Santo a través de la Virgen; crece en esa vida por el impulso del Espíritu y con la mediación materna de María, análogamente a como el Señor ha crecido en edad, sabiduría y gracia (cfr. Lc 2, 52); se da cuenta de cómo en tantos sucesos pequeños y grandes de su existencia se renuevan las escenas del Evangelio, y hasta puede decir con el Apóstol que completa en su carne "lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo que es la Iglesia" (Col 1, 24). Muere "según la carne" (Rm 8, 5) –es decir, al pecado y a la "voluntad propia" que conduce al pecado–, análogamente a como Cristo ha muerto para resucitar. Hay que morir a uno mismo, para renacer a una vida nueva. Porque así obedeció Jesús, hasta la muerte de cruz (...). Y por esto Dios lo exaltó. Si obedecemos a la voluntad de Dios, la Cruz será también Resurrección, exaltación. Se cumplirá en nosotros, paso por paso, la vida de Cristo 78. Esta presencia de los misterios de la vida de Cristo en el cristiano, de raigambre paulina, se encuentra a lo largo de la historia con acentuaciones diversas en la teología y en la espiritualidad cristiana. Ya santo Tomás había enseñado que la Resurrección del Señor –y lo mismo se puede decir de cada uno de los demás misterios de su Vida– tiene no sólo una ejemplaridad sino también una eficacia específica en nuestra salvación que se nos aplica gracias a un "contacto virtual" o contacto con la "virtud" (poder salvífico) de Cristo que se hace presente en todos los tiempos y lugares 79. De este modo ofrecía una base teológica para considerar cómo se hacen presentes los misterios de la vida del Señor en la vida del cristiano. Entre los autores de vida espiritual, esta doctrina se encuentra con especial profundidad en los grandes maestros de la escuela francesa del s. XVII, que tiene su inicio con Pierre de Bérulle, fundador en 1611 de la Congregación del Oratorio, en Francia. Para Bérulle las circunstancias de la vida de Cristo en cuanto hombre, que históricamente han tenido lugar una sola vez, poseen una presencia eterna por la unión con la Divinidad 80. "Esto nos obliga a tratar las cosas y los misterios de Jesús, no como cosas pasadas y extinguidas, sino como cosas vivas, presentes y eternas, de las que podemos obtener un fruto también presente y eterno" 81. El cristiano, según Bérulle, está llamado a "adherirse" a los estados de la vida de Jesús, entendiendo esa "adhesión" no como simple imitación exterior sino como una verdadera comunión vital: "Yo quiero que el espíritu de Jesús sea el espíritu de mi espíritu y la vida de mi vida" 82. En la misma línea de Bérulle se podrían citar textos de otros autores de su escuela. Incluimos a pie de página solamente uno, especialmente significativo, de san Juan Eudes (1601-1680) 83. La sintonía de san Josemaría con los autores de la escuela francesa es patente en este aspecto; más todavía si se considera la importancia que da a la configuración con Cristo por el sacramento del Bautismo, y a la Liturgia eucarística que hace sacramentalmente presentes los misterios de la vida del Señor, permitiendo al cristiano participar en ellos 84. Hay también diferencias. Mientras los autores de esta escuela insistan en que la conformación con Cristo está unida a la abnegación o negación de sí mismo, san Josemaría lo comparte; pero si en este contexto algunos de sus representantes recomiendan la práctica del "ofrecimiento a Dios como víctima" 85, no va por ese camino porque no plantea así la unión con el Sacrificio de Cristo, como veremos más adelante. Por otra parte, aunque estos autores se dirigen también a laicos, el espíritu no es aún, lógicamente, el de la santificación del mundo desde dentro. Para san Josemaría, la presencia actual de los misterios de la vida de Cristo se puede realizar en la vida ordinaria. Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor de toda criatura. Nuestra misión de cristianos es proclamar esa Realeza de Cristo (...), llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña 86. 1.2.3. Por Cristo, con Cristo y en Cristo Hemos visto que la mediación de Cristo es ascendente y descendente, y que esta última tiene tres aspectos: santificar, enseñar y gobernar. Aplicaremos este esquema para exponer el contenido del Regnare Christum volumus!, de san Josemaría. Hay razones para sostener que este esquema se adapta bien a su enseñanza. Con esto no queremos decir que se derive de su doctrina, y mucho menos que sea parte de ella; ciertamente se podría presentar su mensaje ordenando las ideas de otro modo. Pero podemos señalar dos razones que avalan nuestra elección. La primera es que ese esquema permite tratar todas las facetas del reinado de Cristo porque abarca todos los aspectos de su mediación, y en la enseñanza de san Josemaría se encuentran de hecho todas esas facetas o aspectos: tendremos ocasión de comprobarlo en la segunda parte del capítulo, al citar y estudiar los textos de san Josemaría siguiendo ese orden. El segundo motivo es que ese esquema encuentra apoyo en su misma enseñanza: vamos a detenernos en este punto. Recordemos el texto citado al inicio del capítulo: Hemos de dar a Dios toda la gloria. Por eso queremos nosotros que Cristo reine, ya que por Él, y con Él, y en Él, es para ti Dios Padre Omnipotente en unidad del Espíritu Santo todo honor y gloria. Reflexionando sobre estas frases salta a la vista la concatenación de dos ideas: 1ª) La gloria de Dios está relacionada con el reinado de Cristo: para dar gloria a Dios hay que querer que Cristo reine. 2ª) La gloria de Dios está vinculada al Per Ipsum et cum Ipso et in Ipso (la doxología de la Plegaria Eucarística), en el sentido de que el cristiano da gloria a Dios "por Cristo, con Él, y en Él". Al unir las dos ideas con un "ya que", su sentido más obvio es: "sólo si Cristo reina, podemos dar gloria a Dios, pues le glorificamos por Cristo, con Cristo y en Cristo". El "por Él, con Él, y en Él" indica por tanto tres aspectos del reinado de Cristo. Y no hay dificultad para entenderlos del siguiente modo: "por Cristo" damos gloria a Dios recibiendo su mediación descendente al reconocerle y acogerle como Rey; "con Cristo y en Cristo" damos gloria a Dios ejerciendo nuestra participación en su mediación: tanto en la ascendente (ofreciendo "con Cristo" oraciones y sacrificios a Dios Padre por todos los hombres), como en la descendente (actuando como mediadores "en Cristo" para que reine en los demás y en el mundo). Lógicamente, no pretendemos aquí ofrecer una interpretación de la doxología final de la Plegaria Eucarística. Queremos indicar solamente que el esquema que vamos a seguir encuentra apoyo en ella. Recordemos la doxología completa "Por Cristo nuestro Señor, por quien Tú creas todas las cosas buenas, las santificas, vivificas, bendices y nos las das. Por Él, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y gloria". En su clásico estudio sobre el sentido teológico de la liturgia, Vagaggini comenta que, en estas palabras, "Cristo nuestro Señor es considerado como el gran mediador, por cuyo medio hace el Padre todo: crea, santifica, vivifica, bendice todo bien y lo da a los hombres, y por cuyo medio, junto con Él y en unión con Él, como cabeza nuestra (...) damos nosotros toda gloria al Padre" 87. Como se ve, en el inicial "por Cristo nuestro Señor" está incluida tanto la mediación descendente (por Él recibimos todo del Padre) como la ascendente (por Él damos gloria al Padre). Estos mismos dos aspectos se contienen después en el "por Él, con Él y en Él". Aquí entendemos el per Ipsum como recibir la mediación descendente de Cristo, y el cum Ipso et in Ipso como ejercicio participado de su mediación. Con otras palabras, puesto que Cristo establece su reinado por el ejercicio de su mediación, el cristiano, para "querer que Cristo reine", 1º) ha de recibir "por Él" (o sea, por medio de Él) su mediación descendente –ser santificado, enseñado y gobernado "por Él"–; y 2º) ha de ejercer él mismo la mediación de Cristo, pues al ser reconciliado con Dios "por Él" es hecho también mediador entre Dios y los hombres "con Él y en Él": "con Él" porque es hecho mediador "con Cristo" para ofrecer a Dios oraciones y sacrificios por los pecados, participando de su mediación ascendente; y "en Él" porque es hecho mediador "en Cristo" con el fin de extender su reinado participando de su mediación descendente, como miembro o instrumento suyo para santificar, enseñar y guiar a los demás. Como se puede ver, este planteamiento se apoya en dos elementos. El primero es la distinción entre mediación ascendente y descendente. El segundo es la actuación de ésta última a través de los tres "munera Christi". Este segundo elemento (los munera), frecuente en la teología y en el Magisterio 88, se encuentra también en san Josemaría. Escribe, por ejemplo, que el cristiano se sabe llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo 89. En otra ocasión amplía los conceptos (el texto que se reproduce a continuación consta de varios párrafos; aquí se citan sólo algunas frases): El Señor es, para nosotros, Rey, Médico, Maestro, Amigo. Es Rey y ansía reinar en nuestros corazones de hijos de Dios (...). Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma (...). Es Maestro de una ciencia que sólo Él posee: la del amor sin límites a Dios y, en Dios, a todos los hombres (...). Es Amigo, el Amigo: vos autem dixi amicos (Jn 15, 15), dice. Nos llama amigos y Él fue quien dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo, no impone su cariño: lo ofrece. Lo muestra con el signo más claro de la amistad: nadie tiene amor más grande que el que entrega su vida por su amigos (Jn 15, 13) 90. Como se ve, presenta a Cristo no sólo como Rey, Sacerdote y Profeta, sino también como "Amigo". No emplea, pues, el esquema rígidamente, pero a la vez es innegable que la noción teológica de los tria munera le sirve de trasfondo. En definitiva, para exponer nuestra relación con Cristo, el esquema de la mediación "ascendente" y la "descendente" y –dentro de esta última– del triplex munus, además de tener una sólida base en la doctrina del Magisterio y en la tradición teológica, encuentra apoyo en las enseñanzas de san Josemaría. 1.3. ALGUNAS CARACTERÍSTICAS DEL REINADO DE CRISTO Jesucristo ha sido enviado como Rey para someter todas las cosas al Padre con su mediación sacerdotal. Por eso su sacerdocio es "real" (en el sentido de "regio"), ya que a través de él conquista su Reino 91. Y también por eso su potestad de Rey es una "potestad-servicio": el poder de entregarse para salvarnos. Para Jesucristo, "servir es reinar" 92. Reina sirviendo: entrega su vida por amor –lo cual es servir, ponerse a disposición nuestra–, no para sofocar nuestra libertad, sino para alcanzarnos "la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rm 8, 21). Cuando san Josemaría predica sobre el Reino de Cristo, el vocabulario está lleno de términos como libertad, servicio, amor, santidad... Son, junto con los de verdad, gozo y paz, los mismos que emplea la tradición de la Iglesia reflejada en la Liturgia. La homilía Cristo Rey comienza recordando las palabras del Prefacio de la Misa de la solemnidad: el Reino de Cristo es "reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz". Veamos cómo comenta estas características esenciales. El Reino de Cristo tiene, en primer lugar, carácter sobrenatural. Su reino no es de este mundo (Jn 18, 36), aunque está en el mundo 93. No es de este mundo porque viene de arriba. Es ante todo un don: el don de participar en la vida de Dios que es el bien supremo para el hombre. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero (cfr. Mt 6, 33), lo único verdaderamente necesario (cfr. Lc 10, 42) 94. El Reino está presente ya "en este mundo", pero es preciso no confundirlo con los reinos "de este mundo". Para subrayarlo reme-mora la historia del antiguo Israel: los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible, se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo (Rm 14, 17) 95. El Espíritu Santo, que infunde el amor divino en los corazones, es el vínculo de unión del Reino. Es cierto que al hablar del Reino de Dios y de Cristo empleamos términos como sometimiento, sujeción, dominio, etc., que en el uso humano suelen oponerse a libertad y liberación. Pero esta oposición no existe en el reinado de Cristo. Al contrario: El Reino de Cristo es de libertad 96. Cristo no domina ni busca imponerse, porque no ha venido a ser servido sino a servir (Mt 20, 28) 97. No se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas 98. Esta última es la razón primordial: la relación con el amor. Dios mismo ha querido que se le ame y se le sirva en libertad, y respeta siempre nuestras decisiones personales 99. Al ser el suyo un Reino al que sólo pertenece quien acoge el don de la santidad, y al ser la esencia de la santidad el amor que derrama el Espíritu en los corazones, está claro que en ese Reino no existen más siervos que los que libremente se encadenan, por Amor a Dios. ¡Bendita esclavitud de amor, que nos hace libres! 100 Una libertad que surge también del conocimiento de la verdad acerca de Dios, que Jesús no impone sino que propone (cfr. Jn 8, 32): Dios, que puede vencer siempre, prefiere convencer 101. San Josemaría ve toda la doctrina tradicional acerca del Reino desde la perspectiva del espíritu de filiación divina y de santificación en medio del mundo. Recuerda, por ejemplo, que Dios no desea siervos forzados, prefiere hijos libres 102. El "sometimiento" al Reino no es el de un esclavo a su señor, sino el de un hijo que ama a su padre. En la homilía sobre Cristo Rey, cuando está hablando de pedir ayuda para servir eficazmente a su Reino, es significativa la puntualización que hace: Dirijámosle una oración de súbditos, ¡de hijos! 103 Por otra parte, como decíamos, cuando se refiere a la expansión del Reino de Cristo tiene en la mente en primer lugar la misión específica de los laicos (aun cuando en los textos hable de los cristianos en general porque todos han de contribuir a esa tarea, cada uno a su modo). A los laicos corresponde de un modo peculiar, desde dentro de las actividades temporales, liberar el universo entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 9-10), que los ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20). A esto hemos sido llamados los cristianos, ésa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor 104. También es típico de san Josemaría en este tema destacar la universalidad del Reino de Cristo, por la relación evidente con la vocación universal a la santidad. La llamada al Reino es una invitación dirigida a todos (...). Nadie se encuentra excluido de la salvación, si se allana libremente a las exigencias amorosas de Cristo 105. Por eso predica también a todos lo que implica la incorporación a ese Reino: nacer de nuevo (cfr. Jn 3, 5), hacerse como niños, en la sencillez de espíritu (cfr. Mc 10, 15; Mt 18, 3); alejar el corazón de todo lo que aparte de Dios (cfr. Mt 19, 23). Jesús quiere hechos, no sólo palabras (cfr. Mt 7, 21). Y un esfuerzo denodado, porque sólo los que luchan serán merecedores de la herencia eterna (cfr. Mt 11, 12) 106. 2. EL REINADO DE CRISTO EN LOS CORAZONES Después de haber señalado las bases doctrinales de la enseñanza de san Josemaría sobre el reinado de Cristo y de haber indicado el esquema que vamos a seguir, situémonos ya en la perspectiva del cristiano corriente que aspira a la santidad. ¿Qué significa para él "querer que Cristo reine"? Explicarlo no será otra cosa que hacer explícito lo que se ha dicho sobre "dar gloria a Dios". Veremos, por tanto, que "conocer y amar a Dios" –en lo que consiste darle gloria– es conocerle y amarle "por Cristo, con Cristo y en Cristo". Y todo lo que implica el conocimiento y el amor a Dios –cumplir su Voluntad y, en último término, contemplarle– se concentra ahora en buscar que Cristo reine en nosotros y en el mundo por el amor: un amor que se manifiesta en obras de seguir a Cristo hasta identificarse con Él, prolongando también su misión (cfr. Jn 20, 21). 2.1. JESUCRISTO REINA EN QUIEN LE AMA El Reino de Dios se establece ante todo en el interior del hombre, cabeza de la creación visible. Por eso también se ha de establecer ahí en primer lugar el reinado de Cristo, enviado por el Padre para instaurar su Reino. ¡Queremos que Cristo reine! Pero nos debemos preguntar: ¿dónde debe reinar Cristo Jesús? (...). Debe reinar, primero, en nuestras almas. Debe reinar en nuestra vida, porque toda ella tiene que ser testimonio de amor 107. La última frase indica ya en qué consiste querer que Cristo reine: Él reina en quienes le aman. Querer que reine es idéntico a amarle. Es la misma equivalencia que existe entre dar gloria a Dios y amar a Dios. Cuando consideremos, en todo lo que sigue, que querer que Cristo reine implica "someterse" a Él, conviene tener presente que el "sometimiento" a Cristo no es otro que el del amor: el sometimiento de quien desea cumplir la voluntad de la persona que ama. "Si alguno me ama, guardará mi palabra" (Jn 14, 23), dice el Señor. En las relaciones humanas es frecuente separar la idea de sometimiento de la de amor, pero en la relación con Cristo es imposible: "si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor (...). Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando" (Jn 15, 10.14). Cristo reina en quien le ama, pero ¿qué es amar a Jesucristo? Ante todo hemos de considerar que el amor a Jesucristo se dirige a su Persona, la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Ciertamente es amor a un hombre, pero a un hombre que es Dios. Es "amor a Dios en Cristo". Por eso, amar a Cristo no es un medio o un paso para amar a Dios, sino que es ya amar a Dios. No cabe un verdadero amor a Cristo en cuanto hombre o a su Humanidad que no sea amor a Dios, porque la Humanidad de Cristo no es un "instrumento separado" sino hipostáticamente unido a la Divinidad 108. Cada uno de los gestos humanos de Jesús –escribe san Josemaría– es gesto de Dios. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2, 9). Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad 109. Esta consideración es básica para entender la apasionada exhortación de san Josemaría: ¡Amad la Santísima Humanidad de Jesucristo! No hay en esto nada de sensualidad, de equivocación. Al contrario, es amar el paso de Dios por la tierra. (...) Y de la Humanidad de Cristo, pasaremos al Padre, con su Omnipotencia y su Providencia, y al fruto de la Cruz, que es el Espíritu Santo. Y sentiremos la necesidad de perdernos en este Amor, para encontrar la verdadera Vida 110. Afirma que "no hay equivocación" en el amor a la Humanidad de Cristo, porque no tendría sentido un amor a Jesucristo que fuera solamente amor a un hombre y no amor a Dios. En un amor equivocado de ese género podría infiltrarse la sensualidad, podría ser un amor reducido a sentimiento, mero sentimentalismo. Esto no puede suceder si se tiene presente que al amar a Cristo amamos "el paso de Dios por la tierra", amamos a Dios. En consecuencia, la afirmación siguiente de que "de la Humanidad de Cristo pasaremos al Padre", no significa que el amor a Cristo "quede atrás" una vez que hayamos llegado al amor del Padre (como sucede, por ejemplo, cuando a través del afecto a una persona, conocemos a otra, y comenzamos a apreciarla con independencia de la primera que ha servido sólo de "intermediario"). El misterio de la unión hipostática es infinitamente más profundo. En Cristo "encontramos inmediatamente a Dios" 111. Él es el Camino y, a la vez, la meta: la Verdad y la Vida. Se puede decir que conocerle y amarle es como pasar a través de una puerta: por el mismo acto de pasar, nos encontramos ya en el interior de la Trinidad. El mismo Jesús dice: "Yo soy la puerta" (Jn 10, 9). Decíamos que el amor a Cristo no es un simple sentimiento. Detengámonos un momento en este punto. Desde luego, los sentimientos pueden estar involucrados, pero también pueden estar ausentes. Este amor es esencialmente un acto de la voluntad que implica conocimiento: es un amor-conocimiento. Para amar a Cristo es preciso conocerle y, a su vez, el amor hace más penetrante y vivo el conocimiento. No es el amor de un siervo que "no sabe lo que hace su señor" (Jn 15, 15) y se limita a cumplir lo que le manda sin preocuparse de conocer los motivos y, por tanto, sin poner en juego plenamente su inteligencia y su voluntad. "A vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). El amor a Cristo es un amor de amistad, el amor del amigo que conoce y hace propios los pensamientos y deseos más íntimos. Por esto san Josemaría aconseja mucha lectura del Santo Evangelio, para conocer a Jesucristo (...) y enamorarse de su Humanidad Santísima 112. A su vez el amor lleva a profundizar en el conocimiento. Cuando se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su muerte y su resurrección 113. Con este mutuo alimentarse del conocimiento y del amor se va estableciendo y radicando el reinado de Cristo en el alma. En este marco se entiende mejor que san Josemaría hable de etapas clarísimas en la vida cristiana: "Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo" 114. No se trata de "etapas sucesivas", porque buscar a Cristo es ya haberle encontrado y comenzar a amarle, como aclara en otro momento: En este esfuerzo por identificarse con Cristo, he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle. Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos (cfr. Flp 3, 20) 115. Del mismo modo, quien ya trata y ama a Jesucristo, ha de seguir buscándole siempre, para que toda su vida sea un continuo crecer en ese conocimiento y amor que son el fin último de la existencia cristiana. El amor-conocimiento de Cristo tiene su cumbre en la contemplación, que identifica más profundamente al cristiano con Cristo, porque no es una simple mirada exterior sino una intensa participación en su misma Vida sobrenatural. Por la contemplación, el cristiano se llena de su amor redentor a todos los hombres. Al acercarse el momento de su Pasión, el Corazón de Cristo, rodeado por los que Él ama, estalla en llamaradas inefables: un nuevo mandamiento os doy, les confía: que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros, y que del modo que yo os he amado así también os améis recíprocamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros (Jn 13, 34-35) 116. Significativamente hace notar que el Señor pronunció estas palabras en la inminencia de su Pasión, ya que es en la Pasión donde se manifiesta de modo supremo ese amor. Por eso he regalado desde el principio tantos libros de la Pasión del Señor: porque es cauce perfecto para nuestra vida contemplativa 117. En síntesis, Cristo reina en quien le ama, y este amor, inseparable del conocimiento, tiene su cima en la contemplación que identifica al cristiano con Cristo, dándole su amor redentor: el amor a Jesucristo incluye necesariamente el afán de corredimir con Él. Volvamos ahora a la pregunta sobre qué es amar a Cristo (o amar a Dios en Cristo). Ya vimos en el capítulo 1º que amar a Dios es conocer y cumplir su Voluntad. Esta Voluntad es la de unirnos a Él –hacernos (dejarnos hacer) santos, incorporarnos a la Vida divina– por medio del Hijo encarnado, único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5). Amar a Cristo es, igualmente, cumplir su voluntad humana, que coincide perfectamente con la divina. Por eso, para cumplir la Voluntad de Dios hay que cumplir la de Cristo, como muestran las palabras del Padre: "Éste es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle" (Mt 17, 5). "Escucharle" es acoger su doctrina, seguir su ejemplo y vivir su misma Vida sobrenatural. Lo podemos decir con los términos que ya conocemos. Amar a Cristo –cumplir su voluntad, "escucharle"– es recibir su mediación sacerdotal: dejarse santificar, enseñar y guiar por Él. No sólo esto, porque la Voluntad de Dios expresada por medio de Cristo, es que, al acoger su mediación, el cristiano se convierta él mismo en mediador, en el sentido de prolongar la mediación de Cristo participando en su sacerdocio. Por eso, amarle significa tomar parte en su mediación ascendente, ofreciendo a Dios reparación por los pecados, en unión con Cristo; y significa también tomar parte en su mediación descendente, siendo instrumento suyo para santificar, enseñar y guiar a otros la santidad. Todo esto es amar a Jesucristo. Un panorama inmenso, cuyo despliegue en la enseñanza de san Josemaría vamos a ver en los apartados siguientes. Seguiremos el esquema que acabamos de exponer y que se puede sintetizar en estos términos: amar a Jesucristo es amar a Dios "por Cristo, con Cristo y en Cristo". En efecto, el amor a Cristo consiste en estos dos aspectos inseparables (digámoslo de nuevo, a costa de repetir, para retener el esquema): 1º) amar a Dios "por Cristo" (gracias a su mediación sacerdotal), lo que implica acoger esa mediación dejándose santificar, enseñar y guiar por Él; 2º) amar a Dios "con Cristo" y "en Cristo", lo que implica participar en su mediación sacerdotal "ascendente" (ofrecer a Dios, en unión con Cristo, oraciones y sacrificios por los pecados) y "descendente" (santificar, enseñar y guiar a los demás hacia la santidad, actuando como instrumentos o miembros de Cristo) 118. Este esquema nos permitirá mostrar con cierto orden la riqueza de matices del amor a Jesucristo, como lo entiende san Josemaría. Al detallarlo es de suma importancia no perder de vista la inseparabilidad entre recibir personalmente la mediación de Cristo y ser instrumentos suyos para comunicarla a otros. Esa inseparabilidad la expresan las siguientes palabras con singular piedad y belleza: Cristo Jesús, Buen Sembrador, nos aprieta –como al trigo– en su mano llagada, nos inunda con su sangre, nos purifica, nos limpia, ¡nos emborracha! Y luego, generosamente, nos echa por el mundo 119. 2.2. AMOR A DIOS "POR CRISTO". RECIBIR SU MEDIACIÓN Amar a Jesucristo es amar a Dios "por Cristo", entendiendo esta expresión en el sentido de amar a Dios gracias a la mediación sacerdotal de Cristo, es decir, recibiendo esa mediación. En breve: amar a Jesucristo implica acoger su mediación. Y esto significa dejarse santificar, enseñar y guiar por Cristo. Hemos de acudir a Él, que nos anima, nos enseña, nos guía 120. La cita anterior procede de una homilía sobre el Corazón de Jesús. La frase completa es: En esto se concreta la verdadera devoción al Corazón de Jesús: en conocer a Dios y conocernos a nosotros mismos, y en mirar a Jesús y acudir a Él, que nos anima, nos enseña, nos guía 121. Es evidente que la "devoción al Corazón de Jesús" equivale al "amor a Jesucristo" y consiste, como se ve en la frase, en un conocimiento amoroso de Dios por medio de Cristo que tiene estos tres elementos: dejarse "animar", enseñar y guiar por Cristo. La referencia a los tria munera resulta bastante clara. Las palabras "Él nos anima", en el contexto concreto –es decir, junto con "nos enseña" y "nos guía"–, pueden entenderse en el sentido radical de que nos da vida sobrenatural: "nos anima" porque nos "vivifica" o "santifica", y no sólo porque "nos alienta" o "nos da ánimos", en sentido psicológico. Trataremos estos tres puntos brevemente, sólo lo necesario para indicar que son partes constitutivas del amor a Jesucristo. No nos detendremos en los medios para ser santificados, enseñados y guiados por Cristo, que se estudiarán en el capítulo 9. 2.2.1. Ser santificados por el "contacto" con Jesucristo Para que Cristo santifique al cristiano con su gracia, es decir, para que éste reciba vida sobrenatural de la plenitud Cristo, es necesario que se "acerque" a su Humanidad Santísima, fuente de toda gracia. "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba" (Jn 7, 37), dice el Señor. Esta fuente se ha abierto en la Cruz y está representada misteriosamente por el momento en que "uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante brotó sangre y agua" (Jn 19, 34). Sangre y agua, porque la santificación del hombre incluye simultáneamente el lavado de purificación del pecado (simbolizado por el agua) y la infusión de la vida sobrenatural (significada por la sangre). El amor a Cristo, que lleva a querer ser santificados por Él, se concreta, por tanto, en querer participar de su gracia entrando en una relación con su Humanidad Santísima: una relación de "presencia" mutua que santo Tomás llama "contacto espiritual" 122. Este "contacto" se establece en la oración y en los sacramentos, y de modo supremo en la Eucaristía. San Josemaría lo expone con una anécdota: Un Obispo muy santo, amigo mío, en una de sus incesantes visitas a las catequesis de su diócesis, preguntaba a los niños por qué, para querer a Jesucristo, hay que recibirlo a menudo en la Comunión. Nadie acertaba a responder. Al fin, un gitanillo tiznado y lleno de mugre, contestó: ¡Porque pa quererlo, hay que rosarlo! Nosotros lo rozamos cada día en nuestros tiempos de meditación, que son un verdadero contacto con Nuestro Señor y, de modo aún más íntimo, también cada día, en la Sagrada Eucaristía 123. La anécdota da a entender que el amor a Cristo exige el acercamiento a su Humanidad, el "contacto" con Él. Y la última frase indica que esto se produce en el coloquio de la oración y al participar en la Eucaristía y en los demás sacramentos, huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos 124. No vamos a hablar ahora de estos medios de santificación que son los sacramentos: lo haremos, como quedó dicho, en el capítulo 9º. Nos interesa únicamente dejar sentado que un elemento esencial del acto interior de amar a Cristo y de querer que reine en nosotros, es el deseo de ser santificados por el "contacto" con Él, que se realiza sobre todo en la Eucaristía y en la oración. ¡Pan y palabra!: Hostia y oración 125. 2.2.2. Ser enseñados por Cristo El amor a Cristo implica también dejarse enseñar por Él: aprender lo que hizo y enseñó, desde la Encarnación hasta la Ascensión a los Cielos, porque hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo 126. Lejos de la actitud de quienes pretenden amar a Cristo pero ponen poco empeño en conocerle, san Josemaría insiste en que buscar ese conocimiento forma parte del amor y lo manifiesta. Cuando se ama mucho a una persona, se desea saber todo lo que a ella se refiere 127. A la vez, la enseñanza de Cristo se condensa en el amor: es Maestro de Amor 128, nos revela el amor del Padre. Jesús ha concebido toda su vida como una revelación de ese amor 129. Podemos decir que el amor a Cristo implica aprender de Él a amar, "no de palabra ni con la boca, sino con obras y de verdad" (1Jn 3, 18). Esa enseñanza tiene su centro en la Cruz, donde culmina la revelación del Amor de Dios por los hombres. "No me he preciado de saber otra cosa entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1Co 2, 2; cfr. 1Co 1, 23-24; Flp 3, 8): el amor a Jesucristo aspira a aprender la "sabiduría de la Cruz". Lo que el Señor enseñó con su palabra y sus obras –condensado en ese amor–, es la plenitud de la Revelación divina que entregó a los Apóstoles para llevarla a todas las gentes (cfr. Mt 28, 19-20), y que la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, conserva y expone fielmente. La teología, por su parte, se esfuerza en profundizar en ese depósito sagrado. De ahí que querer ser enseñados por Cristo se deba traducir en asimilar más y más la doctrina de la Iglesia. San Josemaría se refiere insistentemente a este aspecto: Para nuestra santidad, doctrina 130; y en otro momento: tenéis siempre el deber de adquirir una formación doctrinal religiosa firme y profunda, porque el mayor enemigo que tiene Dios en la tierra es la ignorancia 131. Decíamos que este aprender la doctrina es, para san Josemaría, una dimensión integrante del amor a Cristo. Separada de su amor y reducida a una actividad exclusivamente intelectual, no sería "conocimiento" de Cristo, pues éste no consiste sólo en estar informados sobre lo que hizo y enseñó, sino en conocer lo que significan sus palabras y obras: el amor de Cristo, revelación del Amor del Padre. Y esto sólo es posible si hay amor. El conocimiento de Cristo no proviene, por tanto, "de la carne ni de la sangre" (Mt 16, 17). Excede las fuerzas humanas, es un don de Dios: "nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo" (Mt 11, 27). Acoger la enseñanza de Cristo no es un aprendizaje cualquiera, como familiarizarse con la doctrina de un filósofo, sino un entrar en la vida divina de conocimiento y amor, unido a Cristo (cfr. Ef 3, 17-19), lo cual sólo es posible por la acción del Espíritu Santo, "Maestro interior" que hace asimilar la doctrina de Cristo 132. Para aprender de Jesús hay que tratar de conocer su vida 133, dice san Josemaría; y a continuación concreta: a fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla, a fuerza de hacer oración 134. De nuevo hacemos notar que no nos detenemos ahora en los medios, pero sí señalamos que el afán de adquirir doctrina, como parte del amor a Cristo, "alimenta" la oración. No aspira a un conocimiento intelectual que sea fin de sí mismo; y tampoco busca esa doctrina sólo como algo "previo", para servirse después de ella en la oración. La unión entre doctrina y amor es más estrecha. Así como la comida no alimenta mientras está en la despensa, por mucho que se acumule allí, tampoco la doctrina de Cristo se "aprende" mientras no se asimile en la oración. Si permanece sólo en el intelecto, aunque sin duda se posee, aún no se ha hecho plenamente propia. El "adquirir doctrina" de que habla san Josemaría, se realiza acabadamente en la oración. Bien gráficamente lo expresan estas palabras: Iremos a Jesús, al Tabernáculo, a conocerle, a digerir su doctrina 135. A partir de la infusión de la gracia que se recibe por el "contacto" con Cristo en los sacramentos (sobre todo en la Eucaristía), la relación con Él se hace más estrecha por medio del trato a lo largo del día, que es la vida de oración. Por eso, la específica dimensión del amor a Cristo que consiste en querer ser enseñados por Él se concreta en tratarle con una oración constante a lo largo de la jornada. 2.2.3. Ser guiados por Cristo Dios no es el caudillo que arrastra sin amor, sino el Amor mismo, que nos toma como posesión suya 136. Amar a Cristo implica también querer ser gobernados por Él, libremente: obedecerle por amor. No tendría sentido llamarle Señor y no hacerle caso: "¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que os digo?" (Lc 6, 46). Obedecerle es poner por obra sus enseñanzas e imitar su ejemplo sin mengua, viviendo en la existencia ordinaria la obediencia amorosa de la Cruz. En este sentido pueden entenderse las palabras de san Pedro: "Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas" (1P 2, 21). Para que el amor se manifieste en obras de seguimiento a Cristo, es preciso aprender a hacer el bien. No hablamos ahora de aprender la doctrina, sino de aprender a practicarla en la situación concreta de cada uno, siguiendo el ejemplo de Cristo y las inspiraciones del Espíritu Santo. Es decir, aprender la virtudes de Cristo en cuanto hombre: las virtudes humanas del cristiano. Querer ser gobernados por Cristo, como miembros de su Cuerpo, exige cultivar esas virtudes, informadas por el amor a Cristo, en el trabajo y en la vida familiar y social. Dejarse gobernar por Cristo, obedecerle y seguirle, es mucho más que la simple imitación exterior de su ejemplo. Es vivir su misma vida incluso en las acciones más ordinarias, realizándolas según la Voluntad de Dios en conformidad con Cristo. "Revestíos del Señor Jesucristo" (Rm 13, 14), dice san Pablo. No se trata de un revestimiento externo, sino de una transformación interior –presencia de la vida de Cristo en el cristiano– que se manifiesta en toda la conducta, como se deduce de estas otras palabras: "revestíos con entrañas de misericordia, con bondad, con humildad, con mansedumbre, con paciencia (...). Sobre todo revestíos con la caridad que es el vínculo de la perfección (...), y todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en el Señor Jesús" (Col 3, 12-17). San Josemaría entiende de este modo el "seguimiento de Cristo" y el "revestirse de Él". Lo expresa vivamente cuando escribe: Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm 13, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo 137. Recapitulando: en los tres apartados anteriores hemos comenzado a ver la gran riqueza de matices contenidos en el amor a Cristo (concretamente en el "amor a Dios por Cristo"). Pero no hemos hecho más que hablar del primer aspecto, que es recibir su mediación descendente. El panorama se ensancha cuando consideramos que al recibir esa mediación somos hechos mediadores nosotros mismos, y que el amor a Cristo comporta, en consecuencia, ejercer o prolongar participadamente su mediación entre Dios y los hombres: tanto en el sentido de elevar a Dios un culto de adoración, acción de gracias y reparación por los pecados, como en el de cooperar en la redención de los hombres. Son los dos apartados que veremos a continuación. 2.3. AMOR A DIOS "CON CRISTO". UNIÓN CON SU MEDIACIÓN ASCENDENTE Varios pasajes de la Escritura dan a entender que el cristiano, al ser unido a Dios por medio de Cristo, es hecho mediador con Él y en Él. "Acercándoos a Él, piedra viva, desechada por los hombres, pero escogida y preciosa delante de Dios, también vosotros –como piedras vivas– sois edificados como edificio espiritual en orden a un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo" (1P 2, 4-5). De la profundidad de significado de este texto nos limitamos a considerar ahora únicamente que el "acercarse" a Cristo implica recibir su mediación; y que el "ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo" representa una invitación a unirnos a su mediación ascendente: es el tema del presente apartado. El texto habla de ofrecer sacrificios a Dios "por medio" (dia) de Jesucristo. Evidentemente el "por medio" abarca todo, tanto la mediación descendente como la ascendente. Pero cuando se trata de la participación en el aspecto ascendente (ofrecer sacrificios a Dios), también se puede decir que el cristiano ofrece sacrificios a Dios "con (sun) Cristo" (cfr. Ga 2, 19). Con eso no se excluye que los ofrezca "por medio de Cristo", ya que "con Cristo" no significa un estar "a su lado" o a su nivel, sino un estar en una comunión en la que Él es nuestra Cabeza. La Tradición patrística ha expresado de muchos modos esta unidad entre acoger la mediación de Cristo y tomar parte en ella. Los cristianos, dice Clemente de Alejandría, "son a la vez salvados y salvadores" 138. Como veremos, es una constante en la predicación de san Josemaría. Recuerda que Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5); y nosotros nos unimos a Él para ofrecer, con Él, todas las cosas al Padre 139. Pero antes de abordar el tema, conviene hacer una observación terminológica. Nos serviremos de un texto muy significativo dentro de la cuestión que nos ocupa. La participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo, le hace idóneo [al cristiano] para guiar los hombres hacia Dios, enseñarles la verdad del Evangelio, y corredimirlos con su oración y su expiación 140. El texto es significativo por dos motivos. El primero es que afirma la ideoneidad del cristiano, a causa de su participación en los tres munera de Cristo Sacerdote, para mediar él mismo entre Dios y los hombres, tanto en el sentido ascendente (de ofrecer a Dios "oración y expiación" por los pecados 141), como en el descendente (de "guiar a los hombres hacia Dios" y de "enseñar el Evangelio"). En este sentido nos corrobora en lo que llevamos dicho. El segundo motivo es la terminología. Para designar la cooperación del cristiano en la misión redentora de Cristo, habla de "corredimir" (aquí aplicado sólo al ofrecer oración y expiación; en otras ocasiones también al guiar, enseñar y santificar a los hombres). Es el vocabulario habitual de san Josemaría. Escribe, por ejemplo, en Forja: La Redención se está haciendo, todavía en este momento..., y tú eres –¡has de ser!– corredentor 142. Cristo no solamente nos ha redimido, sino que nos ha hecho colaboradores suyos: corredentores. Para san Josemaría, la gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención 143. Resulta claro que "corredimir" no expresa una cooperación en la obra de Cristo en un plano de igualdad –como algunos autores temen, cuando tienen reservas para aplicar el título de "Corredentora" a María–, sino cooperación al modo en que los miembros sanos del cuerpo participan de la operación de la cabeza 144. Encontraremos los términos corredención, corredimir, corredentores, etc. en los textos de san Josemaría que citaremos, tanto en este apartado como el siguiente, ya que Cristo nos asocia a sí en todos los aspectos de su misión. Podemos decir que el amor a Jesucristo, por el que reina en el alma, implica corredimir con Él y en Él. 2.3.1. Corredimir con Cristo: unión con el Sacrificio de la Cruz Jesucristo, en cuanto Hombre y como cabeza de la humanidad (cfr. Rm 5, 14-15; 1Co 15, 22.45-47), ha ofrecido a Dios Padre un culto perfecto de alabanza, acción de gracias, reparación y súplica por todos los hombres. Su acto supremo es el Sacrificio de la Cruz (cfr. Hb 9, 14). Al aplicarnos su mediación, nos atrae hacia sí para que, unidos a Él, también nosotros podamos ofrecer a Dios Padre, por la acción del Espíritu Santo, su mismo Sacrificio al que unimos nuestra propia vida. De este modo damos culto a Dios. Hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo (1P 2, 5), para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre 145. Amar a Cristo implica ofrecerse por Él, con Él y en Él, para alabar, dar gracias, reparar y presentar súplicas a Dios Uno y Trino. Ofrecerse a Dios en unión con Cristo no significa ser "víctima" en el mismo sentido en que lo es Cristo. Hay un modo genérico de entender el término "víctima", que san Josemaría utiliza alguna vez, por ejemplo en Camino: Ningún ideal se hace realidad sin sacrificio. –Niégate. –¡Es tan hermoso ser víctima! 146 Ser "víctima" equivale en este texto a ofrecer el sacrificio interior de la propia voluntad. Pero si se toma el término "víctima" como equivalente a "víctima inocente" (tal como se dice en el lenguaje corriente que uno es víctima porque ha sufrido un daño sin culpa propia), entonces la única Víctima es Jesucristo, que no tiene pecado. Él ha reparado como "víctima propiciatoria" (1Jn 4, 10) por los pecados de todos los hombres, mientras que el cristiano ha de reparar también, y en primer lugar, por las propias culpas. Todos, excepto la Santísima Virgen, somos pecadores. Cualquier pena que sufra un cristiano puede verla como ocasión para reparar por el pecado. Por eso insiste san Josemaría: Nada de mentalidad de víctima. Hay una sola Víctima: Cristo Señor Nuestro en la Cruz 147. Al participar activamente en el Sacerdocio de Cristo –por haber dado a nuestra vida un sentido profundamente sacerdotal–, tenemos que vivir nuestra vocación con sencillez, con naturalidad (cfr. 1Cro 29, 17 y Pr 11, 20), sin espectáculo, convencidos de que la única víctima es Él, Cristo Señor Nuestro. Si unimos nuestras pequeñeces –las pequeñas y las grandes contradicciones, que todas son de igual tamaño (cfr. Rm 8, 18)– a los grandes dolores del Señor, Víctima, se agrandará su valor, se harán un tesoro y, entonces, llevaremos a gusto, con garbo, la Cruz de Cristo 148. San Josemaría rechaza los "victimismos" 149 que conducen a quejarse de las contrariedades de la vida, sin tener en cuenta que no son nada en comparación con la Cruz de Cristo y que pueden unirse a su sacrificio. Como decíamos más arriba, el "ofrecimiento a Dios como víctima" ocupa un lugar importante en algunos autores de la escuela francesa del XVII 150 y en otros, anteriores y posteriores. 2.3.2. "Ama el sacrificio" La participación del cristiano en la mediación ascendente nos lleva a considerar algunos aspectos del amor a Cristo y de su reinado en nuestras almas que se encuentran como condensados en las siguientes palabras: Ama el sacrificio, que es fuente de vida interior. Ama la Cruz, que es altar del sacrificio. Ama el dolor, hasta beber, como Cristo, las heces del cáliz 151. Amar a Cristo es amar el sacrificio, unidos al que Él ofrece al Padre en la Cruz, y es por tanto amar el dolor que el sacrificio comporta. Se trata de un punto capital en la vida cristiana, que las enseñanzas de san Josemaría resaltan de un modo característico. La mediación sacerdotal de Cristo se consuma en la Cruz. Su amor a la Voluntad del Padre le lleva a asumir el dolor y la muerte, consecuencias del pecado, para reparar la desobediencia del hombre con un sacrificio perfecto. Esta relación del amor con el sacrificio se debe dar también en el cristiano, ya que Cristo, al ofrecer su Sacrificio, lo ha unido a sí para que se ofrezca con Él al Padre. Mientras estemos en la tierra y no hayamos llegado a la plenitud de la vida futura, no puede haber amor verdadero sin experiencia del sacrificio, del dolor 152. Uno de los más antiguos Padres de la Iglesia escribe: "Mi amor está crucificado" 153. Esta afirmación se puede entender en el sentido de que su amor se dirige a Cristo crucificado; pero se puede entender también –y esta lectura es inseparable de la anterior– en el sentido de que su mismo amor está marcado por la Cruz: es un amor que se manifiesta en ofrecer el sacrificio de la propia voluntad, obedeciendo a la Voluntad divina "hasta la muerte", con una entrega total, en unión con Cristo en la Cruz. ¿Qué significa que la obediencia a la Voluntad divina deba ser "hasta la muerte"? Significa ciertamente que el cristiano ha de estar dispuesto a morir antes que desobedecer o pecar; pero también, y sobre todo, que en cada momento ha de estar dispuesto a "morir" a la propia voluntad: a quitar lo que hay de "propio" en ella –el ponerse a sí mismo como fin último–, para hacer suya la Voluntad de Dios. Seguir a Cristo obedeciendo hasta la muerte es llevar la cruz cada día (cfr. Lc 9, 23). Es ofrecer con Él, por Él y en Él el sacrificio de la propia voluntad en todas las cosas, buscando solamente la Voluntad de Dios. De ahí que san Pablo pudiera decir, ya antes de dar la vida en el martirio: "con Cristo estoy crucificado" (Ga 2, 19); y que afirmara a continuación, como consecuencia: "y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Ga 2, 20). La enseñanza es clara. Para que Cristo reine en el alma, no basta obedecerle en algo, ni siquiera en mucho: hay que darse del todo, hay que negarse del todo: es preciso que el sacrificio sea holocausto 154. Entre los sacrificios que se ofrecían en el Antiguo Testamento, el "holocausto" consistía en quemar la víctima ofreciéndola enteramente a Dios, mientras que en otros sacrificios se reservaba una parte. San Josemaría habla de holocausto para señalar que el sacrificio que hemos de ofrecer a Dios es la entrega total de nuestra vida: que sepáis ofreceros en holocausto, diciendo de veras: con plena sinceridad, con alegría, me he entregado, Señor, con todo lo que tengo (1Cro 29, 17) 155. El ofrecimiento a Dios con Cristo en perfecto holocausto 156, en la vida ordinaria, no implica prescindir de afanes, ideales, aficiones y proyectos nobles, pero exige ordenarlos totalmente y sin reservas al cumplimiento de la Voluntad de Dios. El sacrificio de la propia voluntad consiste en emplear la vida como Dios quiere, no como quiere la "voluntad propia". Ejercitáis ese espíritu sacerdotal, al ofrecer a Dios el trabajo, el descanso, la alegría y las contrariedades de la jornada, el holocausto de vuestros cuerpos rendidos por el esfuerzo del servicio constante. Todo eso es hostia viva, santa, grata a Dios: ése es vuestro culto racional (Rm 12, 1). Grabad en vosotros las palabras de San Pedro: vosotros como piedras vivas sois edificados en casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo (1P 2, 5) 157. Dios quiere que se pongan a su servicio los talentos que Él concede (cfr. Mt 25, 14 ss.). El cristiano los ha recibido para un fin: la gloria de Dios, el Reino de Cristo. Dios se ha querido servir incluso de vuestros talentos humanos. Recordad siempre el mandato de Cristo: que brille vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 16). Para Él toda la gloria, todo el honor: soli Deo honor et gloria in saecula saeculorum (1Tm 1, 17), sólo a Dios hemos de dar el honor y la gloria, por los siglos sin fin 158. Todo empleo de los dones recibidos de Dios que desvíe del cumplimiento de su Voluntad se ha de rechazar sin titubeos. En este caso, más honrado es el Señor con el abatimiento de tus talentos que con el vano uso de ellos 159. Lo mismo puede decirse, en general, de los bienes de este mundo. San Josemaría habla de no buscar "compensaciones": satisfacciones que implican postergar la Voluntad de Dios, huyendo del sacrificio. Hemos venido a esta tierra, para ofrecer nuestra vida en un holocausto a Dios: no os canséis de entregaros; no paréis en vuestro afán por alcanzar la santidad, echando mano –al cabo del tiempo– de compensaciones humanas 160. Honra, dinero, progreso profesional, aptitudes, posibilidades de influencia en el ambiente, lazos de sangre (...), todo ha de someterse –así, someterse– a un interés superior: la gloria de Dios y la salvación de las almas 161. El principio que se afirma en estas frases es válido para todos los cristianos; el modo de concretarlo depende de la vocación de cada uno. Es frecuente en la literatura espiritual contraponer el "amor a la Cruz" y el "amor al mundo", como si el ofrecer sacrificios a Dios en unión con Cristo exigiera prescindir necesariamente de los bienes de esta tierra, o como si fuera más perfecto hacerlo así. En este sentido se interpretan a veces algunos textos del Nuevo Testamento. Veamos uno de ellos. San Pablo afirma: "El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo" (Ga 6, 14). El término "mundo" se refiere aquí a las realidades terrenas manchadas por el pecado. En cuanto creadas por Dios, las realidades de este mundo son buenas y deben amarse como camino de santificación; pero en cuanto deformadas por el pecado no cabe amarlas, pues sería incompatible con el amor a Dios (cfr. Rm 1, 25). De ahí que "estar crucificado para el mundo" no significa necesariamente abandonar las actividades temporales buenas, sino haber "crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias" (Ga 5, 24), para ordenar esas actividades a la gloria de Dios (cfr. 1Co 10, 31). En consecuencia, esas palabras del Apóstol ("el mundo está crucificado para mí...") se pueden aplicar plenamente a quienes han sido llamados por Dios a santificarse en medio del mundo. Ponen de manifiesto que es preciso realizar las actividades temporales sacrificando la "propia voluntad", si inclina a algo diverso de lo que quiere Dios. Se puede "estar crucificado para el mun do", en medio del mundo: muriendo a uno mismo en el ejercicio de las tareas temporales, para vivir la vida de Cristo y corredimir con Él. Para un cristiano corriente que busca la santidad, estar inmerso en las actividades temporales no es incompatible con estar con Cristo en la Cruz. 2.3.3. "El dolor entra en los planes de Dios". Reparación por los pecados Dios es Amor, y todo lo que ha dispuesto revela su Amor. También el dolor y la muerte, consecuencias del pecado, manifiestan su Amor, pues aun siendo castigos, no se quedan en simple privación de bienes: el mismo Hijo de Dios los ha asumido y ha hecho que se convirtieran en medicina que repara las heridas del pecado y en medio para que le amemos y glorifiquemos, cumpliendo su Voluntad, y por tanto en medio para nuestra santidad y felicidad. "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito" (Jn 3, 16). Dios ha manifestado su Amor por nosotros entregando a su Hijo hecho hombre al dolor y a la muerte. "No perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros" (Rm 8, 32). A su vez, Jesucristo, al aceptar el dolor y la muerte, obedeciendo hasta el Sacrificio de la Cruz, ha manifestado en cuanto hombre, de modo supremo, el amor al Padre. Se puede decir que "ha vencido el dolor" porque con su Pasión, Muerte y Resurrección nos ha alcanzado que el dolor y la muerte desaparezcan en la Vida eterna y que, ya en esta vida, se conviertan en medios para testificar la obediencia de amor a Dios Padre y para reparar por la desobediencia del pecado (cfr. Rm 5, 18). "La victoria de Cristo sobre el dolor tiene una doble faceta: en primer lugar, la victoria definitiva, que se dará en la consumación de la historia y que consiste en la total aniquilación del dolor y de la muerte, pues en la Jerusalén celeste "la muerte no existirá más, ni habrá duelo" (Ap 21, 4); en segundo lugar, la victoria ya presente, y que consiste precisamente en que se da al hombre la posibilidad de cambiar de signo al dolor, al hacerlo colaborador de la Redención. En la fe en esta doble victoria se apoya inconmoviblemente la fortaleza cristiana ante el dolor, porque las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de Jesús, que voluntariamente experimentó por Amor a los hombres toda la gama del dolor, todo tipo de tormentos (Es Cristo que pasa, 168)" 162. Nosotros, escribe san Josemaría, no podemos aspirar a ser corredentores con Cristo, si no estamos dispuestos a reparar por los pecados, como Él lo hizo 163. El cristiano está llamado a ofrecer a Dios Padre el Sacrificio de su Hijo y a ofrecerse en unión con Él. También para nosotros la realidad del dolor y de la muerte sirven para confirmar la obediencia de amor a la Voluntad de Dios en reparación por los pecados. El Sacrificio de la Cruz ilumina el sentido del dolor y de la muerte. Dios busca con ellos nuestro bien –curar nuestra voluntad y unirnos a la suya–, y para dar plenitud a este designio los ha asumido Él mismo en su naturaleza humana al ofrecerse en el Calvario. Cristo ha convertido el dolor en amor, pues su aceptación del dolor es un acto de amor. Al hacernos partícipes de su mediación, ha querido que unamos a su Sacrificio nuestros sufrimientos, a los que confiere la inefable grandeza de servir a la Redención del mundo. El dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cueste entenderla. También, como Hombre, le costó a Jesucristo soportarla: Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc 22, 42). En esta tensión de suplicio y de aceptación de la voluntad del Padre, Jesús va a la muerte serenamente, perdonando a los que le crucifican. Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida 164. Lo que podía haber sido sólo medicina amarga para combatir la inclinación al mal, se ha transformado en alimento de vida espiritual, en medio de glorificación a Dios y redención de la humanidad. Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad 165. Al asumir el dolor y la muerte, Cristo nos enseña que el sufrimiento no repugna a nuestra condición de hijos de Dios ni al amor que nos tiene el Padre. Un cristiano no puede decir que Dios no le ama porque permite que sufra. La enseñanza de la Cruz es precisamente la opuesta. El valor que ha recibido el dolor al convertirse en medio de corredención testimonia que somos hijos de Dios de verdad y no sólo de nombre. Esta es la profunda consideración de san Josemaría al contemplar la oración en Getsemaní: Jesús ora en el huerto: Pater mi (Mt 26, 39), Abba, Pater! (Mc 14, 36). Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la Voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino Hijo. Y, entonces, como Él, podré gemir y llorar a solas en mi Getsemaní, pero, postrado en tierra, reconociendo mi nada, subirá hasta el Señor un grito salido de lo íntimo de mi alma: Pater mi, Abba, Pater, ...fiat! 166 San Josemaría enseña a recibir el dolor como una bendición, y a amarlo como medio de santificación propia y de glorificación de Dios. El siguiente punto de Camino refleja especialmente la "sabiduría de la Cruz" (cfr. 1Co 2, 2) que Dios le concedió: Bendito sea el dolor. –Amado sea el dolor. –Santificado sea el dolor... ¡Glorificado sea el dolor! 167 La expresión "amado sea el dolor" se inspira en las epístolas de san Pablo. El Apóstol muestra el motivo por el que muchos rechazan como una necedad el sentido cristiano del sufrimiento: "se comportan como enemigos de la cruz de Cristo (...) porque ponen el corazón en las cosas terrenas" (Flp 3, 18-19; cfr. 1Co 1, 23). Quien, en cambio, tiene su corazón puesto en Dios, no rehúsa el dolor sino que lo acoge como medio para corredimir: "Me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo" (Col 1, 24). El cristiano que "pierde" su vida por amor a Cristo, la "encuentra" (cfr. Mt 10, 39): "si sufrimos con Él, también con Él reinaremos" (2Tm 2, 12). Un hijo de Dios no debe limitarse a la resignación ante el dolor, si desea participar en la Cruz redentora. Ha de "amar el dolor". Esto no significa que el dolor sea en sí mismo un bien (es precisamente la privación de un bien), sino que el sufrimiento se puede convertir en un acto de amor redentor. "Amado sea el dolor" significa: amado sea Dios a través del dolor, pues el dolor es ocasión de manifestar el amor a Dios y a los demás por Él. Los textos de san Josemaría que muestran esta convicción –hablando de "padecer por amor", de "amar en el sufrimiento" o "en la enfermedad" o "en la contradicción", etc.– son numerosísimos. De un modo u otro, son siempre aplicaciones de una verdad que condensa en estas palabras: El Dolor es la piedra de toque del Amor 168. Así pues, resulta patente que la locución "amado sea el dolor" de ningún modo significa que haya que querer el dolor por el dolor, o el dolor en sí mismo. San Josemaría rechaza los sufrimientos que son manifestación de amor propio desordenado: sufrir porque algo va contra la propia voluntad, el propio gusto, etc. Los llama dolores "inventados", y le repugna que se designe como "cruces" a tales contrariedades, pues en esos dolores no se halla el amor a la Voluntad de Dios que caracteriza la Cruz. Aunque comprendo que es un modo normal de decir, siento desagrado cuando oigo llamar cruces a las contradicciones nacidas de la soberbia de la persona. Estas cargas no son la Cruz, la verdadera Cruz, porque no son la Cruz de Cristo. Lucha, pues, contra esas adversidades inventadas, que nada tienen que ver con el resello de Cristo: ¡despréndete de todos los disfraces del propio yo! 169 Sólo el dolor que se padece por amor a Dios merece ser llamado "cruz", ya que los sufrimientos de Cristo en la Cruz no se pueden separar de su amor. Jesús no se ha rebelado contra la Voluntad del Padre. A mí no me gusta que llaméis cruces a lo que os produce dolor, porque la Cruz es el trono donde triunfó Jesucristo Sacerdote. Esos Cristos, rabiosos, encrespados, me molestan. El Señor extendió los brazos con gesto de sacerdote, y más que con hierros se dejó clavar en el madero, por Amor 170. No es necesario esperar a que se presente un dolor físico o moral –una enfermedad, una contrariedad...– para amar la Cruz con un amor "actual". Si fuera así, no se podría amar la Cruz en todo momento y no sería una dimensión integrante del amor a Cristo. Es cierto que las circunstancias de sufrimiento o de adversidad son ocasiones para que el amor a la Cruz se haga patente, pero en realidad éste puede estar presente en todo acto, ya que en todo acto se puede buscar que Cristo reine, y Él reina desde la Cruz. Algo de dolor se encuentra incluso en medio de las mayores alegrías y satisfacciones de la vida presente. La alegría de los pobrecitos hombres, aunque tenga motivo sobrenatural, siempre deja un regusto de amargura. –¿Qué creías? –Aquí abajo, el dolor es la sal de nuestra vida 171. Este "regusto de amargura" del que habla san Josemaría no nace de la disconformidad con la Voluntad divina, sino del hecho de que en esta tierra ninguna alegría es plena. Por eso cabe amar la Cruz también en medio de las buenas y legítimas satisfacciones. La presencia del amor a la Cruz en todo acto de amor a Dios puede entenderse, de algún modo, considerando que, en esta vida, cualquier acto de amor exige vencer cierta resistencia del amor propio desordenado. El reino de Dios sólo se alcanza a viva fuerza: regnum caelorum vim patitur, et violenti rapiunt illud (Mt 11, 12) 172. Para que Cristo reine en el alma por el amor, es necesario "negarse a uno mismo", "morir a uno mismo" y tomar la Cruz para corredimir con Él (cfr. Lc 9, 23) 173. 2.3.4. "Felicidad en la Cruz" El amor a la Cruz es parte integrante del amor a Dios "con Cristo". Sin amor a la Cruz no puede haber amor a Cristo y, por tanto, verdadero amor a Dios. La perfección de este amor en el Cielo se da sin el dolor, pues allí Dios "enjugará toda lágrima; y no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó" (Ap 21, 4; cfr. Ap 7, 17). En la gloria celestial, el "amor a la Cruz" no implicará ya "amor al dolor", sino que será amor a Cristo que ha dado su vida en la Cruz y conserva en su Humanidad glorificada, como trofeo, las llagas de la Pasión. La Redención habrá dado ya su fruto, con la recapitulación de todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 10). En esta tierra, en cambio, el amor a la Cruz implica dolor. Quien ama a Dios ha de encontrar necesariamente un verdadero, aunque imperfecto, anticipo de la felicidad definitiva. Como el amor a Dios implica amor a la Cruz, el dolor que el encuentro con la Cruz comporta inevitablemente en esta vida, no excluye la felicidad. El amor trae consigo la alegría, pero es una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz 174. Esta afirmación resultaría paradójica si el fin del hombre fuese un bien terreno. Pero en una visión de fe, la paradoja no existe. Cuando el sufrimiento se transforma en un acto de obediencia por amor a la Voluntad del Padre, sucede lo que se lee en Camino: La aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz: la felicidad en la Cruz. –Entonces se ve que el yugo de Cristo es suave y que su carga no es pesada 175. San Josemaría escribe incluso, transmitiendo indudablemente su propia experiencia: Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz 176. "Mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11, 30), dice el Señor. La carga es ligera porque Él "tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores" (Is 53, 4). Jesús vino a la tierra para padecer..., y para evitar los padecimientos –también los terrenos– de los demás 177. Además, llevar ese yugo se hace suave porque nos ha mostrado que el dolor se puede transformar en amor. Es un dolor que se paladea, que es amable, que es fuente de íntimo gozo, pero dolor real, porque supone vencer el propio egoísmo, y tomar el Amor como regla de todas y de cada una de nuestras acciones 178. Lo que es incompatible con la felicidad no es el dolor, sino el egoísmo –la pretensión de hacer "la propia voluntad"– y la consecuente falta de amor a Dios. Nadie es feliz, en la tierra, hasta que se decide a no serlo. Así discurre el camino: dolor, ¡en cristiano!, Cruz; Voluntad de Dios, Amor; felicidad aquí y, después, eternamente 179. Las palabras "hasta que se decide a no serlo" indican que el cristiano no será feliz mientras busque la felicidad egoístamente. No dicen que sólo ha de aspirar a la felicidad en el Cielo. Al ser la gracia incoación de la gloria, comporta necesariamente una auténtica felicidad en la tierra. El Evangelio es Buena nueva, y las mismas Bienaventuranzas (cfr. Mt 5, 3 ss.) no prometen un mero consuelo en el más allá, sino que califican de "bienaventurados" precisamente a los que ya aquí y ahora siguen sin condiciones la Voluntad de su Padre celestial. La experiencia de los santos confirma esta verdad, que se refleja de modo diáfano en la vida de san Josemaría, alegre y positiva, como muestran los biógrafos, a la vez que presidida enteramente por la Cruz 180. Su enseñanza es que el camino de quien sigue a Cristo "negándose a sí mismo", "tomando la cruz" y "perdiendo la propia vida" (cfr. Mt 16, 24-25) es un camino de felicidad ya en este mundo. Por eso afirma con decisión: Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra 181. Palabras que son como un eco de la promesa de Jesús de que quien le siga dejando todas las cosas "recibirá en esta vida cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna" (Mc 10, 30), y de que quienes tomen la cruz encontrarán descanso para sus almas (cfr. Mt 11, 28-30). También las Cartas de los Apóstoles repiten varias veces que la vida cristiana se caracteriza por la alegría en medio de las pruebas y por la esperanza de felicidad plena en el Cielo (cfr. 1P 4, 12-13; Flp 2, 17-18; Flp 4, 4). San Josemaría lo condensa en una jaculatoria: Todos los años suelo escribir en la primera hoja de la epacta que uso: in laetitia, nulla dies sine Cruce!, para animarme a llevar con garbo la carga del Señor, siempre con buen humor –aunque sea a contrapelo tantas veces–, siempre con alegría 182. Recapitulemos lo que se ha dicho en este apartado: el amor a Cristo supone participar en su mediación "ascendente" para corredimir con Él, ofreciendo la propia vida al Padre por el Espíritu Santo, en unión con el Sacrificio de la Cruz, lo que implica amar la Cruz con un amor que conlleva en la vida presente dolor: un dolor que no impide la felicidad sino que la radica en el alma, al hacer más profundas las raíces del amor. 2.4. AMOR A DIOS "EN CRISTO". PROLONGAR SU MEDIACIÓN DESCENDENTE Pasemos ahora a considerar el tercer aspecto del amor a Jesucristo. Amarle implica querer que reine en los demás. Para esto, el cristiano ha de "prolongar" la misión redentora de Cristo ejercitando la participación que ha recibido en su sacerdocio. Esta "prolongación" no es una simple sucesión temporal, como si Jesucristo perteneciera al pasado y el cristiano continuara su misión en el presente. Es el mismo Cristo quien realiza su misión por medio del cristiano en cada momento de la historia. "Cristo resucitado obra realmente en y a través de los creyentes" 183. "Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vo sotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 19-20). Jesús envía a sus discípulos –a los Doce Apóstoles y a todos los cristianos, con poderes y funciones diversas– a santificar, enseñar y guiar a las almas. El Señor quiere atraer a los hombres hacia sí a través de cada cristiano. Amar a Cristo entraña secundar este querer 184. La Redención, que quedó consumada cuando Jesús murió en la vergüenza y en la gloria de la Cruz (...) continuará haciéndose hasta que llegue la hora del Señor. No es compatible vivir según el Corazón de Jesucristo, y no sentirse enviado, como Él, peccatores salvos facere (1Tm 1, 15), para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo, y Él se dio a sí mismo en rescate por todos (1Tm 2, 6) 185. Ser "corredentor con Cristo" equivale aquí a ser "mediadores en Cristo", prolongando su mediación descendente. El cristiano está llamado, en efecto, a ser guía, maestro y sacerdote de sus hermanos los hombres, siendo para ellos otro Cristo, alter Christus, o mejor, como os suelo decir, ipse Christus 186. No es el cristiano quien santifica, o enseña o guía, sino Cristo a través de él. El cristiano ha de ser un "miembro" de Cristo, que vive su misma vida sobrenatural y la transmite a los demás. Cristo vive en el cristiano 187, insiste san Josemaría; y añade: cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres 188. El cristiano es "miembro" e "instrumento" de Cristo como persona libre. Está llamado a cumplir su mandato de "ir" a todas las gentes, empleando su inteligencia y su voluntad, con iniciativa propia y libertad. El amor a Cristo apremia a procurar activamente que todos le conozcan y le amen. Jesús mismo lo muestra cuando se revela como el Buen Pastor que va en busca de la oveja que se ha perdido (Lc 15, 4-6). San Josemaría invita a seguir este ejemplo: Has de ir a buscar a las almas, como el Buen Pastor salió tras la oveja centésima: sin aguardar a que te llamen 189. A la vez no se ha de olvidar que Jesús afirma: "Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre" (Jn 6, 44; cfr. Jn 6, 65). Y para que el Padre atraiga a las almas, Jesús lo pide con su oración, ofrece el Sacrificio de su vida en expiación por los pecados y se dirige a todos para que se abran al don de Dios. La enseñanza de san Josemaría recalca el ejemplo del Señor: Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en "tercer lugar", acción 190. El cristiano ha de "ir" activamente a las personas para atraerlas a Cristo, pero su acción apostólica debe estar precedida por una oración y expiación más intensas aún, porque es el Padre quien atrae. Hablamos, desde luego, del cristiano corriente, llamado a la santidad en medio del mundo. Para realizar el mandato de "ir a todas las gentes" no es necesario que cambie de lugar o de actividad. Las circunstancias de la vida ordinaria pueden convertirse en medio y ocasión para atraer hacia Cristo. Es posible "ir" a donde ya se está, comenzando a estar presente ahí de un modo nuevo, con la fuerza de la vida de Cristo 191. A continuación nos referiremos a cada uno de los tres aspectos de la participación del cristiano en la mediación descendente de Cristo. Este tema es el fundamento del apostolado, que se tratará con más amplitud en el capítulo siguiente sobre la edificación de la Iglesia. 2.4.1. Miembros de Cristo para santificar Querer que Cristo reine en los demás pide ser instrumento suyo para santificar, desempeñando la propia participación en su munus sanctificandi. Y puesto que la santificación exige un "contacto" (espiritual) con Jesucristo en cuanto Hombre, como ya hemos visto, "santificar a otros" consiste esencialmente en ponerles en contacto con Cristo acercándoles a los sacramentos: invitarles al Bautismo, si se trata de no cristianos; o facilitarles, si son católicos, el acceso a la Confesión, a la que san Josemaría alude con gran frecuencia, como paso imprescindible para reencontrar a Cristo en la Eucaristía. Baste un ejemplo, tomado de su predicación oral: ¡El Señor está esperando a muchos para que se den un buen baño en el Sacramento de la Penitencia! Y les tiene preparado un banquete, el de las bodas, el de la Eucaristía; el anillo de la alianza y de la fidelidad y de la amistad para siempre. ¡Que vayan a confesar! Vosotros, hijas e hijos, acercad a las almas a la Confesión 192. También se les pone en contacto con Cristo moviéndoles a la oración: a dirigirse a Dios para adorar, pedir o dar gracias. Los textos de san Josemaría en este sentido son muy numerosos. Hacia 1930, cuando se acercaban a mí, sacerdote joven, personas de todas las condiciones –universitarios, obreros, sanos y enfermos, ricos y pobres, sacerdotes y seglares–, que intentaban acompañar más de cerca al Señor, les aconsejaba siempre: rezad. Y si alguno me contestaba: no sé ni siquiera cómo empezar, le recomendaba que se pusiera en la presencia del Señor y le manifestase su inquietud, su ahogo, con esa misma queja: Señor, ¡que no sé! Y, tantas veces, en aquellas humildes confidencias se concretaba la intimidad con Cristo, un trato asiduo con Él. Han transcurrido muchos años, y no conozco otra receta. Si no te consideras preparado, acude a Jesús como acudían sus discípulos: ¡enséñanos a hacer oración! (Lc 11, 1) 193. Lógicamente, para acercar a los sacramentos es preciso antes enseñar lo que son, y ayudar a recibirlos con convicción interior y con aprovechamiento. Algo semejante se puede decir de la oración. Por eso nos detendremos algo más en los otros dos aspectos del triple munus, que son inseparables de éste. 2.4.2. Miembros de Cristo para enseñar Parte integrante del amor a Cristo es enseñar a otros a amarle, ejerciendo la propia participación en el munus docendi (diferente en el laico y en el ministro ordenado, como sucede también en los otros munera). Para que Cristo reine es preciso darlo a conocer. Todo nuestro afán será enseñar a conocer a Jesucristo, y por Él, al Padre y al Espíritu Santo 194. "Para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad" (Jn 18, 37), dice el Señor. Para quien quiere cooperar en la misión de Cristo, las consecuencias son claras: No basta aceptar personalmente, en el fuero de la propia conciencia, las exigencias de la verdad. Hay que saber proclamarla, llevarla a los demás. No nos ha dado Dios la inteligencia, y luego la luz sobrenatural de la fe, para nuestro exclusivo beneficio, sino para que hagamos llegar su fe hasta los últimos confines de la tierra 195. En esto consiste la tarea de "dar doctrina", a la que tantas veces se refiere san Josemaría, con palabras que muestran la importancia capital que le concede. No olvidéis que la esencia de nuestro apostolado es dar doctrina, porque, como os he dicho una y mil veces, la ignorancia es el mayor enemigo de la fe. Escribía San Pablo a los romanos: ¿cómo invocarán a Aquél en quien no han creído? Y ¿cómo creerán, sin haber oído hablar de Él? Y ¿cómo oirán si nadie les predica? (Rm 10, 14) 196. Dirige estas palabras a los fieles del Opus Dei, pero no son otra cosa que el eco del mandato de Cristo: "Id y enseñad a todas las gentes" (Mt 28, 19). Cabe preguntarse, al considerar estos textos, por qué san Josemaría destaca el "dar doctrina". No es, ciertamente, porque enseñar sea "más importante" que santificar (acercar a otros a los sacramentos) o que guiarles a la santidad. Los tres munera Christi forman una unidad, como ya sabemos. Precisamente por esto, a través de uno de ellos se pueden ver los otros dos. Al afirmar que dar doctrina es la gran misión nuestra 197, san Josemaría está señalando que de este modo los fieles cristianos procuran ser instrumentos de Cristo para acercar a otros a los sacramentos y para guiarles hacia la santidad: dirigiéndose primero a la cabeza, y luego a la voluntad y a los sentimientos. Igualmente insiste en fundar el crecimiento de la vida interior ante todo en la doctrina y, con esa luz, en las decisiones de la voluntad y en los afectos 198. La tarea de "dar doctrina" (cristiana) tiene un contenido más elevado –de otro orden– que la actividad humana de enseñar. Se trata de ser instrumentos de Cristo para que otros le conozcan y le amen. Cuando el Señor enseña, no transmite sólo unos conocimientos, sino que ofrece su amistad: la participación en su misma vida. "Os he llamado amigos –dice a los Apóstoles–, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). Por parte del cristiano, dar doctrina es dar a conocer a Jesucristo y enseñar a amarle. Es ser instrumento suyo para que otros le traten en el Pan y en la Palabra; es decir, para enseñar a acudir a los sacramentos y a hacer oración. Por otra parte, recuérdese lo que dijimos más arriba sobre el munus docendi de Cristo. El oficio de enseñar implica dar testimonio de la verdad con la propia vida, de modo que la misma vida del cristiano se convierta en "signo" de la verdad. El cristiano ha de ser testigo de Dios unido a Cristo, el "Testigo fiel" (Ap 1, 5): ha de ser "testigo en el Testigo" 199. Como escribe Paul O'Callaghan, "el celo de los cristianos por testimoniar la resurrección de Cristo, que en muchos casos llega a la aceptación de la muerte a ejemplo del verdadero Testigo (Mártir), es lo que hace humanamente posible la fe de los otros" 200. Al ser instrumentos de Cristo, los cristianos enseñan como Él: con la palabra y con las obras. El apostolado de dar doctrina está manco e incompleto, si no va acompañado por el ejemplo. Hay un refrán que deja, con la sabiduría del pueblo, muy claro lo que os estoy diciendo. Y el refrán es éste: fray ejemplo es el mejor predicador 201. Se enseña a hacer oración siendo alma de oración: dedicando tiempo a la oración y tratando de convertir las actividades en oración. El buen ejemplo consiste en "procurar" hacerlo así, a pesar de que a veces no se logre por debilidad personal. Consiste en luchar sinceramente, aunque sean patentes las propias miserias: como Él –que coepit facere et docere (Hch 1, 1)–, primero hemos de dar el testimonio del ejemplo, porque no podemos tener una doble vida. No podemos enseñar lo que no practicamos; por lo menos, hemos de enseñar lo que luchamos por practicar 202. 2.4.3. Miembros de Cristo para guiar a la santidad Parte integrante del amor a Cristo es, finalmente, guiar a otros hacia la santidad, procurando que quieran seguir libremente al Señor. El cristiano está habilitado para esta tarea en virtud de su participación en el munus regale de Cristo, su función de regir o guiar. Procurar que los demás sigan a Cristo es el mayor servicio al que impulsa el amor, y la razón última de todos los servicios que el cristiano pueda prestar. Para el cristiano, "guiar" no es imponerse, sino servir. Lo que atrae hacia Cristo –y por tanto, lo que constituye la esencia del "gobernar" o "guiar" por el camino de la santidad– es el amor manifestado en obras de servicio, el amor con el que se busca el bien del otro. Puesto que todos necesariamente quieren su propio bien, se sienten atraídos por quien desinteresadamente les ayuda a encontrarlo (siempre que lo reconozcan como su bien; por esto hay que enseñar la verdad para guiar por el camino del bien). Puede ilustrarlo un ejemplo: un niño pequeño se siente atraído por su madre cuando le llama, porque se sabe amado. Las madres se valen de esta atracción para lograr que los hijos hagan lo que les conviene: llaman al pequeño para que dé los primeros pasos y aprenda a andar. Jesucristo es Rey y ansía reinar en nuestros corazones de hijos de Dios. Pero no imaginemos los reinados humanos; Cristo no domina ni busca imponerse, porque no ha venido a ser servido sino a servir (Mt 20, 28) 203. Dios no se dirige a nosotros con actitud de poder y de dominio, se acerca a nosotros, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres (Flp 2, 7) 204. Nos llama amigos y Él fue quien dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo, no impone su cariño: lo ofrece. Lo muestra con el signo más claro de la amistad: nadie tiene amor más grande que el que entrega su vida por sus amigos (Jn 15, 13) 205. De ahí que participar en el oficio de guiar, propio de Cristo, sea esencialmente servir por amor: Si dejamos que Cristo reine en nuestra alma, no nos convertiremos en dominadores, seremos servidores de todos los hombres 206. Para servir (y guiar así hacía la unión con Dios) se precisan unas condiciones. "Discite benefacere!" (Is 1, 17), repite san Josemaría con frecuencia: ¡aprended a hacer el bien! Lo suele relacionar con el lema "para servir, servir". Porque hemos de servir, siempre os repito que para servir, es necesario servir. Para ser de utilidad al Cuerpo Místico, se precisa una recta conciencia, bien formada, que produzca frutos de buenas obras 207. Para servir a los demás hace falta "servir" en el sentido de tener preparación, ser idóneos para prestar el servicio de que se trate. Y para prestar un servicio no sólo en un aspecto técnico sino en sentido integral –acercando las personas a Cristo, en definitiva–, se necesitan virtudes humanas. Es un tema que trataremos en el capítulo 6º. Cristo atrae hacia sí por el Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo. El cristiano puede atraer a otros hacia Cristo en la medida en que vive "según el Espíritu" (cfr. Rm 8, 14.17), amando a los demás con obras de servicio, hasta entregar la propia vida. "Que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn 13, 34), dice el Señor. Ser instrumento suyo para guiar implica amar a los demás como Él, que "no vino a ser servido sino a servir" (Mt 20, 28). Todo el que quiera seguirle no ha de pretender otra línea de conducta 208, comenta san Josemaría. Queremos servir, nos sentimos honrados de hacerlo y estamos convencidos de que no podríamos imitar a Cristo, como es nuestro único deseo, si prescindiéramos de ese afán 209. Unas palabras que Juan Pablo II dirige a todos los fieles (no sólo a los ministros sagrados) ayudan a profundizar en esta idea. La participación en la misión real de Cristo, escribe, "se expresa en la disponibilidad a servir, según el ejemplo de Cristo, que "no ha venido para ser servido, sino para servir" (Mt 20, 28). Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede verdaderamente "reinar" sólo "sirviendo", a la vez el "servir" exige tal madurez espiritual que es necesario definirlo como "reinar". Para poder servir digna y eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio. Nuestra participación en la misión real de Cristo –concretamente en su "función real" (munus)– está íntimamente unida a todo el campo de la moral cristiana y a la vez humana" 210. Por otra parte, si el cristiano se sabe miembro de Cristo para servir a los demás, verá en aquellos a quienes sirve otros miembros de Cristo –o personas que están llamadas a serlo–: verá en ellos a Jesús. En último término, el amor, el servicio a los demás, se dirige al mismo Cristo, según sus palabras: "Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40). Con esta afirmación del Señor llegamos a la conclusión del presente apartado. El cristiano que ama a Cristo obra como instrumento suyo para santificar, enseñar y guiar a otros hacia la santidad. De este modo, al extender su Reino, Cristo mismo reina en su corazón. 3. EL REINADO DE CRISTO EN LA SOCIEDAD Y EN EL MUNDO El reinado de Cristo se ha de establecer ante todo en los corazones, como hemos visto, pero no para que cada uno dé gloria a Dios independientemente de los demás, sino en comunión con ellos en la Iglesia –"Reino de Cristo, presente ya en misterio" 211– y en la misma sociedad civil, donde los cristianos están llamados a ser sal y levadura, porque son en el mundo "lo que el alma en el cuerpo" 212. Cristo sólo reina plenamente en el corazón de quien quiere que reine también en la sociedad en la que vive. "La "vida interior" no sería más que pura mistificación si se replegara sobre sí misma en una especie de egoísmo refinado" 213. La vida social es una exigencia de la naturaleza humana y los cristianos han de estructurarla de acuerdo con su dignidad de personas que son hijos adoptivos de Dios o están llamados a serlo 214. Comentando el punto 301 de Camino –estas crisis mundiales son crisis de santos...–, Pedro Rodríguez hace notar que san Josemaría "descalifica toda concepción de la vida cristiana como intimismo que se ausenta de las "crisis mundiales" –equivocado sentido de la "vida interior"–, y pone en cambio la "vida interior" en estricta e interna relación con la actividad humana, con los problemas de la sociedad humana" 215. Citemos directamente sus palabras: Ninguna vida humana es una vida aislada, sino que se entrelaza con otras vidas. Ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad 216. Cristo asumió nuestra naturaleza, para introducir a todos los hombres en la vida divina, de modo que –uniéndonos a Él– vivamos individual y socialmente los mandatos del Cielo 217. Buscar el reinado de Cristo implica querer que reine no sólo en los corazones o en la vida privada, sino también en el entramado externo y público de relaciones que constituye la sociedad. ¿Qué significa esto para san Josemaría? Una primera respuesta la encontramos en la homilía Cristo Rey, donde escribe que los cristianos estamos llamados a procurar que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor 218. Un hijo de Dios, codo a codo con los demás ciudadanos –nótese este inciso: está hablando de valores humanos que todos pueden compartir– debe defender todos los bienes derivados de la dignidad de la persona. Y existe un bien que deberá siempre buscar especialmente: el de la libertad personal 219, dentro de una pacífica y razonable convivencia 220. En otros términos, para que Cristo reine en la sociedad es preciso procurar que las relaciones sociales estén presididas por la justicia y la paz, el amor y la libertad, características del Reino de Cristo. Completaremos después esta primera respuesta, pero ya desde ahora deseamos señalar que aspirar al reinado de Cristo en la sociedad y en el mundo no es proponer una teoría o un programa político. San Josemaría habla de santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención 221, y aclara a continuación: No pienso en el cometido de los cristianos en la tierra como en el brotar de una corriente político-religiosa 222. Concretamente, querer que Cristo reine en la sociedad no es pretender un estado confesional ni forma alguna de integrismo religioso-político. El Reino de Cristo es de libertad 223, porque la adhesión a Él por la fe ha de ser libre. 3.1. QUERER QUE CRISTO REINE EN LA SOCIEDAD El sentido originario de la vida social es el e servir al bien integral de la persona humana (cfr. Gn 2, 8 ss.). Sin embargo, todo ha sido trastocado por la desobeddiencia del primer hombre y la sucesiva proliferación del pecado que "hace reinar entre los hombres la concupiscencia, la violencia y la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina. Las "estructuras de pecado" son expresión y efecto de los pecados personales" 224. Hay, pues, dos factores que se oponen al reinado de Cristo en la vida social: la inclinación interior a dejarse arrastrar por "la concupiscencia, la violencia y la injusticia"; y la presencia de "estructuras de pecado", que proceden de los pecados personales y a ellos conducen al dificultar la práctica de las virtudes. En consecuencia, buscar que Cristo reine en la sociedad consiste, por una parte, en procurar que las relaciones sociales estén presididas por el amor y las virtudes de Cristo, y no viciadas por "la concupiscencia, la violencia y la injusticia", ayudando a los demás, si son cristianos, a santificar esas relaciones y a santificarse en ellas; y, si no lo son ni desean serlo, a practicar las virtudes humanas. Por otra parte, e inseparablemente, consiste en configurar la sociedad de acuerdo con el querer de Cristo, de modo conforme a la dignidad de la persona humana, "saneando las estructuras y los ambientes del mundo (...) para que favorezcan la práctica de las virtudes en vez de impedirla" 225. Joseph Ratzinger designa estos dos elementos ("las estructuras y los ambientes del mundo") con los términos instituta et mores: las instituciones y las costumbres, entendiendo por costumbres "un tejido de convicciones fundamentales que se manifiestan en la forma de vida, que dan concreción al consenso sobre los indiscutibles valores fundamentales de la vida humana" 226. Josemaría Escrivá de Balaguer compendia los dos aspectos con las siguientes palabras, desde la perspectiva de la vida espiritual: Ésta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social 227. Se trata de orientar con sentido cristiano las profesiones, las instituciones y las estructuras humanas 228. Para referirse a esta tarea, san Josemaría emplea algunas veces el término "cristianizar". Dice, por ejemplo, que el fiel ha de procurar cristianizar la sociedad 229, o que ha de hacer lo posible para cristianizar su ambiente 230, o que los laicos han de cristianizar desde dentro el mundo entero 231. En estas expresiones, "cristianizar" equivale a "buscar que Cristo reine" (en la sociedad, en el propio ambiente, en el mundo entero, etc.). El término "cristianizar" no debe llevar a equívocos. José Luis Illanes hace notar "las radicales diferencias que median entre el planteamiento apostólico de san Josemaría y las actitudes de "institucionalismo confesional" o de "restauracionismo" con añoranzas de cristiandad, presentes en muy diversos ambientes de Europa de la primera mitad del siglo XX" 232. El historiador François-Xavier Guerra observa que "no se encuentra en los escritos de Josemaría Escrivá ninguna alusión nostálgica a una Edad de Oro, a una época o a una sociedad idealmente cristiana" 233. Dice, en cambio: Amamos esta época nuestra, porque es el ámbito en el que hemos de lograr nuestra personal santificación. No admitimos nostalgias ingenuas y estériles 234. Quizá por esto no habla de "recristianización", en un contexto en el que es frecuente entender este término como vuelta a una época pasada 235, sino simplemente de "cristianización". Con estas acotaciones se puede decir que la búsqueda de la cristianización de la sociedad es tan central en la predicación de san Josemaría que, "dejarla en un segundo plano, deformaría por entero el alcance de su mensaje" 236. Para explicar cómo entiende san Josemaría el reinado de Cristo en la sociedad, sobre todo en relación con las estructuras e instituciones –aspecto que puede parecer más problemático o más expuesto a la sospecha de integrismo–, conviene tener en cuenta los precedentes históricos 237. La idea del "reinado de Cristo en la sociedad" figura ya en los primeros escritos suyos de la década de 1930 238. Es la época en la que Pío XI impulsa vigorosamente la acción de los cristianos para promover el reinado de Cristo en la sociedad 239. No hay duda de que la predicación de san Josemaría debe mucho a este impulso, pero no se limita a reproponer la enseñanza del Pontífice sino que, a la luz del espíritu que ha recibido, la proyecta a horizontes nuevos que sólo se abrirán paso varios decenios más tarde. Sintetizando el marco en el que se mueve la concepción de Pío XI, Rhonheimer ha escrito que "ya su primera encíclica Ubi arcano, proponía la visión de una sociedad bajo la guía de la Iglesia, reconocida como verdadera y única maestra de los pueblos. La misma encíclica veía a los laicos organizados y guiados por la jerarquía, como el instrumento para alcanzar ese fin en todos los ámbitos de la sociedad. Sólo de este modo, afirmaba el Pontífice, el Reino de Cristo, la pax Christi in regno Christi, "la paz de Cristo en el Reino de Cristo" llegaría a ser realidad" 240. Con este ideal, el Papa impulsa la Acción Católica. San Josemaría manifestará siempre gran estima a esta institución, según vimos 241, pero dejará claro a la vez que no es ni puede ser el único camino para que los laicos asuman su propia misión 242. Lo que Dios nos pide a nosotros es distinto 243, escribe a los fieles del Opus Dei, y lo caracteriza por un específico espíritu de libertad y de responsabilidad personal 244 en el ejercicio de las propias tareas en la sociedad y en la Iglesia; un espíritu que nace del bautismo y se apoya en la filiación divina 245. De ahí que, cuando se hace eco del lema de Pío XI en un punto de Camino (Estas crisis mundiales son crisis de santos. –Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. –Después... "pax Christi in regno Christi" –la paz de Cristo en el reino de Cristo 246), el emblema del Pontífice adquiere una connotación que anticipa los tiempos. "Escrivá ve actuar a los laicos con plena libertad y con la consiguiente responsabilidad personal, junto con otros hombres que no comparten su misma fe. Los ve como fermento, fundidos en la masa de los hombres, iluminando todas las actividades humanas con la luz de la fe y esparciendo la sal de la buena doctrina y de la caridad de Cristo entre los hombres" 247. Para él, "la idea del Reino de Cristo en la sociedad no es un programa político" 248. Es más, excluye tajantemente que su predicación pueda dar lugar a un grupo político católico. No pienso en el cometido de los cristianos en la tierra como en el brotar de una corriente político-religiosa –sería una locura–, ni siquiera aunque tenga el buen propósito de infundir el espíritu de Cristo en todas las actividades de los hombres. Lo que hay que meter en Dios es el corazón de cada uno, sea quien sea. Procuremos hablar para cada cristiano, para que allí donde está (...), sepa dar testimonio, con el ejemplo y con la palabra, de la fe que profesa 249. A la vez, impele a los fieles a dar tono cristiano a la sociedad desde el sitio en el que cada uno se encuentra. {Así}actuaron los primeros cristianos. No tenían, por razón de su vocación sobrenatural, programas sociales ni humanos que cumplir; pero estaban penetrados de un espíritu, de una concepción de la vida y del mundo, que no podía dejar de tener consecuencias en la sociedad en la que se movían 250. No hay duda de que, con este espíritu, san Josemaría recoge las más profundas aspiraciones de Pío XI, pero lo hace abriendo un camino nuevo. No promueve una acción común de los católicos en el vasto campo de las cuestiones políticas opinables, sino la actuación libre y responsable de cada uno, coherente con la fe y respetuosa de la libertad de los demás, para impulsar –desde dentro de las actividades humanas– el progreso temporal empapado de espíritu cristiano 251. Y esto, colaborando "codo a codo" con los demás ciudadanos en todo ideal humanamente noble y bueno. Amemos de verdad a todos los hombres; amemos a Cristo, por encima de todo; y, entonces, no tendremos más remedio que amar la legítima libertad de los otros, en una pacífica y razonable convivencia 252. Una "razonable convivencia social" es una convivencia fundada sobre bases razonables, compatible con las diferencias de fe religiosa. Por esto, "cristianizar" la sociedad no tiene nada que ver con "imponer" a otros la fe verdadera. La doctrina cristiana reclama el respeto a la "libertad de las conciencias", expresión de Pío XI que también emplea san Josemaría en la misma época y en años sucesivos, pero ampliándola hasta entenderla como respeto a un derecho humano que no es otro que el derecho a la libertad social y civil en materia religiosa enseñado después por el Concilio Vaticano II 253. Así lo expone en una entrevista de 1966: En cuanto a la libertad religiosa, el Opus Dei, desde que se fundó, no ha hecho nunca discriminaciones: trabaja y convive con todos, porque ve en cada persona un alma a la que hay que respetar y amar. No son sólo palabras; nuestra Obra es la primera organización católica que, con la autorización de la Santa Sede, admite como Cooperadores a los no católicos, cristianos o no. He defendido siempre la libertad de las conciencias. No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad. Comprenderá que siendo ése el espíritu que desde el primer momento hemos vivido, sólo alegría pueden producirme las enseñanzas que sobre este tema ha promulgado el Concilio 254. Si la razonable convivencia social no reclama compartir la misma fe religiosa, postula en cambio, para que llegue a ser verdadera convivencia humana, el respeto de la ley moral natural que el hombre puede conocer con su razón y que la Iglesia enseña. Cuando cualquier ciudadano, cristiano o no, pretende que las leyes y las costumbres de la sociedad proscriban robar o maltratar a un inocente, no está queriendo imponer una fe religiosa, aunque esa convicción formara también parte de sus creencias, sino que está exigiendo que la convivencia social se funde sobre una base razonable. E igualmente, cuando un ciudadano, cristiano o no, pretende que la ley civil promueva el respeto de la vida humana desde el momento de la concepción hasta la muerte natural; o reconozca la identidad del matrimonio entre un hombre y una mujer con un vínculo que la autoridad humana no puede disolver; o proteja los derechos de los padres en la educación de los hijos; o la verdad y la libertad en la información; o la justicia en las relaciones laborales y la moralidad pública en general; etc., no está tratando de imponer a los demás su credo religioso, sino que trabaja por una "razonable convivencia" en una sociedad estructurada conformemente a la dignidad de la persona humana, es decir, de acuerdo con la ley moral natural. Un cristiano, gracias a la Revelación, conoce, con una certeza superior, esas exigencias de la ley moral, pero en realidad son exigencias que están al alcance de la razón humana. Ciertamente forman parte de la concepción cristiana de la vida y facilitan alcanzar la santidad, pero no son exclusivas de esa concepción y favorecen el camino hacia la felicidad para todos. Por eso el cristiano puede razonablemente pedir el acuerdo libre de los demás sobre esos temas, también de quienes no comparten su fe. En este sentido, cuando san Josemaría escribe: Hay dos puntos capitales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí, los hijos de Dios tienen que estar firmes, luchar bien y con nobleza, por amor a todas las criaturas 255, no está pretendiendo que el Estado asuma una fe religiosa sino que cumpla su función estrictamente secular de servicio a todos los ciudadanos (lo está pidiendo "por amor a todas las criaturas"). Está en juego una parte esencial del bien común que todos los ciudadanos han de promover, y está en juego también la búsqueda del reinado de Cristo en la sociedad, que corresponde a los fieles cristianos. Quiere el Señor que seamos nosotros, los cristianos –porque tenemos la responsabilidad sobrenatural de cooperar con el poder de Dios, ya que Él así lo ha dispuesto en su misericordia infinita–, quienes procuremos restablecer el orden quebrantado y devolver a las estructuras temporales, en todas las naciones, su función natural de instrumento para el progreso de la humanidad, y su función sobrenatural de medio para llegar a Dios, para la Redención: venit enim Filius hominis –y nosotros hemos de seguir los vestigios del Señor– salvare quod perierat (Mt 18, 11); Jesús vino para salvar a todos los hombres 256. El afán de santificar las actividades temporales, buscando "el Reino de Dios y su justicia" (Mt 6, 33), garantiza que el progreso sea auténtico. Cabe, sin duda, un progreso humano que no tenga en cuenta a Cristo, pero cuando se excluye expresamente la ordenación a su reinado, es fácil que, en aspectos de importancia capital, los resultados acaben siendo contrarios al bien común. El Hijo de Dios, al haber asumido una naturaleza humana, ha manifestado plenamente en qué consiste la perfección del hombre y a su luz se descubre en qué consiste el auténtico perfeccionamiento de la sociedad. Cuando se rechaza esta luz sólo porque la Iglesia la posee y difunde, es fácil equivocarse. Así sucede, por desgracia, con las leyes contrarias al respeto de la vida humana, a la dignidad de la persona, a la estabilidad de la familia, o con sistemas y organizaciones económicas que marginan a los más débiles; etc. Las "estructuras temporales" (por tanto, seculares), no tienen sólo una función "natural" sino también una "sobrenatural", porque si cumplen su función "natural" –si sirven plenamente al bien humano de los ciudadanos– ipso facto, y sin ningún añadido, cumplen también la función "sobrenatural" de favorecer el camino de los cristianos hacia la santidad. El siguiente texto, leído en su unidad, subraya esta misma idea: Esfuérzate para que las instituciones y las estructuras humanas, en las que trabajas y te mueves con pleno derecho de ciudadano, se conformen con los principios que rigen una concepción cristiana de la vida. Así, no lo dudes, aseguras a los hombres los medios para vivir de acuerdo con su dignidad, y facilitarás a muchas almas que, con la gracia de Dios, puedan responder personalmente a la vocación cristiana 257. Dotar a la sociedad de estructuras conformes a una concepción cristiana de la vida tiende a asegurar a todos los ciudadanos los medios para vivir de acuerdo con la dignidad humana y facilita, por eso mismo, a los cristianos que respondan a su vocación a la santidad. Las dos funciones son coincidentes. San Josemaría no dice que a las estructuras justas haya que añadir algo específicamente católico. En general, no le agrada que las actividades temporales se presenten como oficialmente católicas, porque advierte el riesgo de oscurecer su autonomía propia y de instrumentalizar a la Iglesia 258. Ángel Rodríguez Luño destaca con razón lagran estima de san Josemaría por las realidades creadas "y, más específicamente por la libertad personal (...) así como por la autonomía y el valor intrínseco de las realidades terrenas" 259. El cristiano, cuando trabaja, como es su obligación, no debe soslayar ni burlar las exigencias propias de lo natural. Si con la expresión bendecir las actividades humanas se entendiese anular o escamotear su dinámica propia, me negaría a usar esas palabras. Personalmente no me ha convencido nunca que las actividades corrientes de los hombres ostenten, como un letrero postizo, un calificativo confesional. Porque me parece, aunque respeto la opinión contraria, que se corre el peligro de usar en vano el nombre santo de nuestra fe, y además porque, en ocasiones, la etiqueta católica se ha utilizado hasta para justificar actitudes y operaciones que no son a veces honradamente humanas 260. Lo mismo sucede con las estructuras de la sociedad. La enseñanza de san Josemaría no lleva a formar "estructuras cristianas" (en el sentido de confesionales) sino "estructuras conformes a la fe cristiana", que no son otras que las exigidas por la dignidad de la persona humana. Así como para él no hay una "medicina cristiana" sino médicos cristianos que tratan de practicar la medicina con competencia, por amor a Dios, tampoco hay una "política cristiana" sino políticos cristianos que han de realizar ese trabajo según sus leyes propias, viviendo las virtudes cristianas por amor a Dios y a los demás, coherentemente con su fe. Al trabajar en la vida pública –les dice–, no podéis olvidar que los católicos deseamos una sociedad de hombres libres –todos con los mismos deberes y los mismos derechos frente al Estado–, pero unidos en un concorde y operativo trabajo para conseguir el bien común, aplicando los principios del Evangelio, que son la fuente constante de la enseñanza de la Iglesia 261. Como se puede ver en lo que llevamos dicho, san Josemaría habla siempre de vida cristiana y no de teoría política. Por lo que se refiere a la doctrina social, hace suyo todo lo que la Iglesia enseña, y rechaza lo que el Magisterio recusa. Su pensamiento se sitúa en el plano de la búsqueda de la santidad y es compatible con cualquier idea u opción política que pueda ser informada por el Evangelio. Concluyamos recordando el otro punto al que aludimos brevemente más arriba. Para que Cristo reine en la sociedad no basta procurar que sus estructuras sean conformes a la dignidad de la persona humana. Aunque ésta sea una meta alta, no pasa de ser una exigencia básica. Hace falta mucho más. Es necesario llevar el Evangelio a las personas, es decir, procurar, sobre todo, que los ciudadanos quieran libremente amar a Jesucristo y que cada uno irradie a su alrededor la luz y el calor de ese amor en su conducta diaria. El fin no es sólo que las estructuras sean sanas, sino que las personas sean santas. Tan equivocado sería despreocuparse de que las leyes y las costumbres de la sociedad sean conformes al espíritu cristiano, como contentarse sólo con eso, porque en ese mismo momento peligrarían de nuevo esas estructuras. Si se quiere que Cristo reine en la sociedad, siempre hay que estar re-comenzando. Como enseñaba Pablo VI, "no hay humanidad nueva, si antes no hay hombres nuevos, con la novedad del bautismo y de la vida según el Evangelio" 262. El camino para cristianizar la sociedad parte de la santidad personal de los cristianos. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención 263. Viene bien recordar que esta empresa de sanear las estructuras de la sociedad "es un cometido que exige valentía y paciencia" 264: valentía porque el cristiano no ha de tener miedo a chocar con el ambiente, cuando sea inevitable; y paciencia, porque cambiar la sociedad desde dentro requiere tiempo. Cuanto más profunda sea la trasformación que la sociedad necesita, tanta mayor ha de ser la fuerza del fermento que la transforma, sin desvirtuarse él mismo. El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro, estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene –no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado– de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica 265. 3.2. "PONER A CRISTO EN LA CUMBRE DE LAS ACTIVIDADES HUMANAS" Querer que Cristo reine en la sociedad pertenece al fin de la vida espiritual y, por tanto, ha de ser ambición de todo cristiano. No se pide, sin embargo, a todos lo mismo. Cada uno ha de contribuir a esa meta según su vocación y misión específica. Como escribe Ramiro Pellitero, "la transformación social en orden al Reino de Dios corresponde de modo particular a los cristianos laicos y se ejerce dentro de una gran diversidad de opciones" 266. A ellos les compete, cooperando con el sacerdocio ministerial, "iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y del Redentor" 267. Dentro de este modo de buscar que Cristo reine en la sociedad, propio de todos los fieles laicos, san Josemaría concreta una forma específica de llevarlo a cabo. En su enseñanza, el trabajo profesional ocupa un puesto singular en el conjunto de las actividades temporales, con vistas al reinado de Cristo. Ésta ha sido mi predicación constante desde 1928: urge cristianizar la sociedad 268, afirma en una homilía; y poco después señala el modo que propone: elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio 269. Se trata, con otras palabras, de la santificación del trabajo, tema que será objeto de un entero capítulo de este libro y que ahora mencionamos sólo para mostrar su relación con el reinado de Cristo en el mundo. Por el trabajo –escribe–, somete el cristiano la creación (cfr. Gn 1, 28) y la ordena a Cristo Jesús, centro en el que están destinadas a recapitularse todas las cosas 270. Se abre aquí una perspectiva fascinante cuyo origen se encuentra en un hecho histórico que es preciso recordar para comprender el alcance del mensaje. 3.2.1. "Et ego, si exaltatus fuero a terra..." El 7 de agosto de 1931 fue una fecha memorable para san Josemaría. Muchas veces recordará que ese día el Señor le hizo ver con claridad inusitada una característica del espíritu que venía transmitiendo desde 1928 271. Comprendió que Jesucristo reinará en el mundo si los cristianos le ponen en la entraña y en la cumbre de su actividad profesional, santificando su trabajo. De este modo Él atraerá a todos los hombres y a todas las cosas hacia sí, y su Reino será una realidad, porque la sociedad entera –con sus instituciones y costumbres–, edificada con el entramado de las diversas profesiones, llegará a estar configurada cristianamente. Este mensaje quedó impreso en su alma a partir de aquella fecha, al comprender en un sentido nuevo las palabras del Señor recogidas en Jn 12, 32, según la Vulgata: "et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum" (y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré todas las cosas hacia mí) 272. He aquí uno de los pasajes en que san Josemaría se refiere a lo que el Señor le hizo comprender entonces: Cuando un día, en la quietud de una iglesia madrileña, yo me sentía ¡nada! –no poca cosa, poca cosa hubiera sido aún algo–, pensaba: ¿tú quieres, Señor, que haga toda esta maravilla? (...). Y allá, en el fondo del alma, entendí con un sentido nuevo, pleno, aquellas palabras de la Escritura: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32). Lo entendí perfectamente. El Señor nos decía: ¡si vosotros me ponéis en la entraña de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño..., entonces omnia traham ad meipsum! ¡Mi reino entre vosotros será una realidad! 273 En otro lugar –escribiendo en tercera persona– explica el sentido que descubrió en este pasaje del Evangelio: [Aquel sacerdote] entendió claramente que, con el trabajo ordinario en todas las tareas del mundo, era necesario reconciliar la tierra con Dios, de modo que lo profano –aun siendo profano– se convirtiese en sagrado, en consagrado a Dios, fin último de todas las cosas 274. Las biografías de san Josemaría narran la profunda conmoción que experimentó en su alma al recibir esta luz 275. Las palabras de Jn 12, 32, esculpidas al pie de la imagen de san Josemaría en los muros de la Basílica de San Pedro, bendecida por Benedicto XVI el 14 de septiembre de 2005, recuerdan la importancia de este suceso para su enseñanza y su servicio a la Iglesia. Los comentarios siguientes pueden ayudar a valorar el contenido teológico de lo que comprendió Josemaría en esa ocasión 276. 1) En los textos citados, habla de poner a Cristo en la cumbre de las "actividades de la tierra", es decir, de todas las actividades humanas nobles. En otras ocasiones se refiere más en concreto al trabajo profesional. Por ejemplo, en el siguiente texto, con la sucesiva aplicación a la vida espiritual: Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), cuando sea levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí. Cristo con su Encarnación, con su trabajo profesional ordinario en Nazaret, con su entrega plena al cumplimiento de la labor mesiánica, con su muerte en la Cruz, es centro de la creación, Rey de todo lo creado 277. La aplicación a la vida espiritual es: Que entreguemos plenamente nuestras vidas al Señor Dios Nuestro, trabajando con perfección, cada uno en su tarea profesional y en su estado, sin olvidar que debemos tener una sola aspiración, en todas nuestras obras: poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades de los hombres 278. Buscar el reinado de Cristo en la sociedad quiere decir santificar todas las actividades humanas; dentro de esta tarea, la santificación del trabajo profesional tiene una función peculiar: la de ser "eje" de la santificación en medio del mundo. Aunque este tema lo veremos más adelante con cierto detalle 279, vale la pena citar aquí otro texto que muestra el relieve del trabajo profesional para "el reinado de Cristo en los corazones y, a partir de ellos, en el mundo" 280. Después de recordar las palabras de Jn 12, 32, san Josemaría comenta: Unidos a Cristo por la oración y la mortificación en nuestro trabajo diario, en las mil circunstancias humanas de nuestra vida sencilla de cristianos corrientes, obraremos esa maravilla de poner todas las cosas a los pies del Señor, levantado sobre la Cruz, donde se ha dejado enclavar de tanto amor al mundo y a los hombres. Así simplemente, trabajando y amando a Dios en la tarea que es propia de nuestra profesión o de nuestro oficio, la misma que hacíamos cuando Él nos ha venido a buscar, cumplimos ese quehacer apostólico de poner a Cristo en la cumbre y en la entraña de todas las actividades de los hombres: porque ninguna de esas limpias actividades está excluida del ámbito de nuestra labor, que se hace manifestación del amor redentor de Cristo. De esta manera, el trabajo es para nosotros, no sólo el medio natural de subvenir a las necesidades económicas y de mantenernos en lógica y sencilla comunidad de vida con los demás hombres, sino que es también –y sobre todo– el medio específico de santificación personal que nuestro Padre Dios nos ha señalado, y el gran instrumento apostólico santificador, que Dios ha puesto en nuestras manos, para lograr que en toda la creación resplandezca el orden querido por Él. El trabajo, que ha de acompañar la vida del hombre sobre la tierra (cfr. Gn 2, 15), es para nosotros a la vez –y en grado máximo, porque a las exigencias naturales se unen otras claramente de orden sobrenatural– el punto de encuentro de nuestra voluntad con la voluntad salvadora de nuestro Padre celestial 281. Según Pedro Rodríguez, san Josemaría "comprendió que Dios quería (...) que la actividad secular del cristiano, en su más abarcante extensión, fuese signo e instrumento de la Cruz redentora de Cristo; (...) en definitiva, "comprendió" el significado salvífico de la secularidad cristiana" 282. 2) En esos mismos textos se refiere también a lo "profano" (lo que de por sí no es "sagrado" 283). Convertir lo profano en sagrado "aun siendo profano", significa que una actividad profesional –la medicina, la construcción, la hostelería, etc.–, sin cambiar su naturaleza y su función en la sociedad, con su autonomía y sus leyes propias, se puede convertir en oración, en diálogo con Dios, y así se santifica: se purifica y eleva. Por esto afirma: En rigor, no se puede decir que haya realidades profanas, una vez que el Verbo de Dios se ha dignado asumir una naturaleza humana íntegra y consagrar el mundo con su presencia y con el trabajo de sus manos, porque fue designio del Padre reconciliar consigo, pacificándolas por la sangre de su cruz, todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo (Col 1, 20) 284. 3) Al hablar de poner al Señor "en la entraña" de las actividades humanas pone además de manifiesto que esa transformación de lo profano en santo o sagrado ocurre en lo más íntimo de la actividad. En efecto, la esencia de esa transformación es la caridad, el amor sobrenatural, que informa y vivifica enteramente aquello que se hace: ¡Si los hombres nos decidiésemos a albergar en nuestros corazones el amor de Dios! Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32) 285. Algunas veces, en lugar de decir "en la entraña", san Josemaría escribe "en la cumbre" o "en la cima", como a continuación del pasaje apenas citado: Si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad! 286 Por una parte, "en la cumbre" equivale a "en la entraña", pues decir que el amor de Cristo vivifica una actividad desde su entraña es tanto como decir que la preside desde su cumbre. Por otra parte la expresión "en la cumbre" o "en la cima" añade algo: parece indicar que en esa actividad se tiene que ver a Cristo, pues "no puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte, ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 5, 14-16). Por tanto, decir que el cristiano ha de poner a Cristo en la cima de su trabajo, significa que el amor con el que lo realiza se ha de manifestar en el trato con los demás, en la actitud de entrega y de servicio. Con naturalidad, se debe notar la caridad de Cristo en la conducta de sus discípulos, junto con la competencia profesional y dentro de ella. Cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes le traten perciban el bonus odor Christi (cfr. 2Co 2, 15), el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro 287. Hay también otro sentido de la expresión "poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas", que es consecuencia de lo anterior: quien hace su trabajo por amor a Cristo y para que los hombres, al verlo, glorifiquen a Dios, debe tratar de realizarlo lo mejor posible también humanamente, con la mayor perfección de que sea capaz. Así pone a Cristo en la cima de su trabajo. Esto no significa que haya de ser el mejor en esa tarea, pero sí que ha de esforzarse por llevarla a cabo con la mayor competencia humana que pueda adquirir y poniendo en práctica las virtudes cristianas empapadas por el amor a Dios. Poner al Señor en la cumbre del propio trabajo "no se ha de entender en términos de éxito terreno" 288; es algo que está al alcance de todos, no sólo de algunos particularmente dotados; es una exigencia personal: cada uno ha de ponerlo en la cumbre de sus actividades aunque humanamente no destaque en ellas. El sentido más profundo, sin embargo, de ese "poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas", y en el que se encierran los anteriores, es el de unir el trabajo y todas las actividades buenas a la Santa Misa, cumbre de la vida de la Iglesia y del cristiano 289. Se encierran ahí los sentidos anteriores, porque unir el trabajo al Sacrificio de Cristo implica realizarlo por amor y con la mayor perfección humana posible. Entonces el trabajo se convierte en un acto de culto a Dios: se santifica por su unión con el Sacrificio del Altar, renovación o actualización sacramental del Sacrificio del Calvario, se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei 290. El sentido tradicional de la expresión "opus Dei", que designa el oficio litúrgico, se abre en las palabras de san Josemaría al trabajo y a todas las actividades. Pide al cristiano que a lo largo de su jornada sea "alma de Eucaristía", porque sólo así Cristo estará en la cumbre de su actividad. Vamos, pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía (...). Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se cumplirá la promesa de Jesús: Yo, cuando-sea exaltado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí 291. No prolongamos más esta línea, verdadero eje de la enseñanza de san Josemaría, porque necesitaríamos hablar de la edificación de la Iglesia, que es el tema del capítulo siguiente. Dejaremos sólo enunciada la idea central. La Eucaristía edifica la Iglesia porque reúne en un solo Cuerpo a quienes participan en ella: "puesto que el pan es uno, muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan" (1Co 10, 17). Se ha dicho que "la Eucaristía es el cumplimiento de la promesa del primer día de la gran semana de Jesús: "Cuando sea levantado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32)" 292. Se alcanza a entrever entonces el profundo significado que encierra el hecho de que la luz recibida por san Josemaría sobre este texto le llegara precisamente mientras alzaba la Hostia 293: en el momento de la Consagración, en la Santa Misa. Cuando el cristiano une su trabajo al Sacrificio del Altar, ese trabajo santificado edifica la Iglesia porque hace presente la fuerza unificadora de la Eucaristía: la acción de Cristo que por el Espíritu Santo atrae a todos los hombres y a todas las cosas hacia sí. 4) El camino que Dios quiso mostrar a san Josemaría para hacer realidad el reinado de Cristo (es decir, la adhesión libre de los hombres a su reinado), no era principalmente el de que los fieles promovieran colectivamente entidades que sirvieran de catalizadores del espíritu cristiano en la sociedad, tales como escuelas, medios de comunicación, iniciativas asistenciales, etc. Sin excluir todo esto, lo principal era que cada uno personalmente procurase levantar la Cruz de Cristo en la cima de su trabajo y de los deberes ordinarios, santificando sus tareas y siendo fermento de vida cristiana en su lugar en el mundo. Un modo poco vistoso y poco brillante de contribuir al reinado de Cristo, pero portador de toda la eficacia de la promesa divina. Poner a Cristo en la cumbre de "todas las actividades humanas" para que Él reine, no significa tampoco que su reinado será el resultado del influjo humano de un gran número de cristianos actuando en todas las profesiones. Es el Señor quien atraerá hacia sí todas las cosas, si un puñado de cristianos fieles, hombres y mujeres, procuran ser auténticamente santos cada uno en su lugar en medio del mundo. No es una cuestión de proporciones humanas. Lo que entendió san Josemaría es que se nos pide a los cristianos que pongamos a Cristo en la entraña de nuestra actividad, quizá de muy poco relieve social, y que si lo hacemos así, Él atraerá todas las cosas hacia sí: no sólo aquellas que son efecto de nuestro limitado trabajo, sino todas y en todo el mundo. Desde 1931 estaba claro que aquellas palabras, que relata San Juan –et ego si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32)–, debíamos entenderlas en el sentido de que le alzáramos, como Señor, en la cumbre de todas las actividades humanas: que Él lo atraería todo hacia sí, en su reinado espiritual de amor 294. 3.2.2. Búsqueda del reinado de Cristo y progreso temporal Así como querer que Cristo reine en la propia vida incluye buscar la propia perfección –las virtudes humanas informadas por la caridad, para ser a imagen de Cristo "perfecto hombre" 295–, así también querer que Cristo reine en la sociedad exige buscar su perfeccionamiento: el bien común temporal, del que forma parte el progreso. En realidad no es un simple paralelismo entre el bien de la persona y el de la sociedad, como si la búsqueda de lo uno pudiera ser independiente de lo otro. Lo que llamamos bien común de la sociedad es bien de las personas que la constituyen. Y a su vez, el bien de las personas contribuye al bien común de la sociedad, siempre que este último se entienda de modo integral. Las condiciones de vida social que se intenta mejorar no se reducen al desarrollo económico y al bienestar material, aunque ciertamente los incluyen. Son también, y antes –en sentido cualitativo, no en el de urgencia temporal, en el que pueden a veces tener preferencia los aspectos materiales–, la libertad, la justicia, la moralidad, la paz, la cultura, etc.: todo lo que corresponde a la dignidad de la persona humana, que ha de ser amada por sí misma. La sensibilidad de san Josemaría hacia este tema es muy aguda: Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana (cfr. Tertuliano, Apologeticum, 17), no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar. Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor 296. En las líneas anteriores hemos mencionado los conceptos de "bien común temporal" y de "progreso". Son términos que aparecen frecuentemente en sus escritos. Conviene preguntarse qué entiende por ellos. En cuanto al "bien común temporal" recordemos que el Concilio Vaticano II lo describe como el "conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección" 297. San Josemaría no ofrece ninguna definición. Podemos suponer que la noción que emplea coincide con la del Concilio, porque es la clásica. Por lo que se refiere al "progreso humano", es una expresión que prácticamente coincide con la anterior, pero pone el acento en el desarrollo dinámico del bien común, más que en las condiciones ya alcanzadas. En este sentido es un concepto más limitado, y puede volverse ambiguo si se pierde de vista el de bien común. Por ejemplo, no es progreso humano el desarrollo de instrumentos que sólo puedan usarse para realizar el mal de modo técnicamente más perfecto. Por eso san Josemaría lo pone algunas veces entre comillas para indicar que es contrario al bien de la persona humana: un "progreso", que devuelve a la selva 298. En la casi totalidad de los textos, sin embargo, el término progreso equivale a bien común o forma parte de él 299: El progreso rectamente ordenado es bueno, y Dios lo quiere 300. Desear sinceramente el reinado de Cristo en la sociedad implica, por tanto, procurar el bien común temporal y el progreso. Este bien o este progreso es un "fin" porque se ha de querer en sí mismo y no solamente como medio para alcanzar otro bien, ya que la persona humana es esencialmente social, y lo que pertenece a su esencia –en este caso la formación de la sociedad y su perfeccionamiento– tiene razón de fin, no de medio. Sin embargo, no es el fin último sobrenatural, ni anticipo de éste, porque ningún bien terreno puede ser en sí mismo incoación de los bienes sobrenaturales. La búsqueda del progreso de la sociedad humana es un fin subordinado a la búsqueda de la santidad, al fin último sobrenatural. No nos ha creado el Señor para construir aquí una Ciudad definitiva (cfr. Hb 13, 14), porque este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar (Jorge Manrique, Coplas, V). Sin embargo, los hijos de Dios no debemos des-entendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes 301. Que el cristiano no ha de pretender construir en este mundo una "Ciudad definitiva" significa que no ha de poner en el progreso objetivamente realizado el fin último de su vida. No obstante tiene que buscarlo como fin propio al que tienden las actividades temporales. Para quienes, como Teilhard de Chardin en Le milieu divin 302, ven el progreso humano como un proceso evolutivo hacia "los nuevos cielos y la nueva tierra, en los que habita la justicia" (2P 3, 13), que llegará al final de los tiempos cuando todas las cosas sean "recapituladas en Cristo" (cfr. Ef 1, 10), esta actitud de buscar el progreso sin poner el sentido último de la vida en conseguirlo efectivamente, quitaría fuerza a la misma búsqueda del progreso. Para san Josemaría no es así. El progreso en cuanto resultado del obrar no es el fin último sobrenatural ni un anticipo de éste. Es, sin embargo, importante, porque al ser un fin del hombre (que se ha de ordenar al fin último sobrenatural) y no sólo un medio, es una imagen real de la plenitud escatológica de la creación. Nos estamos refiriendo al establecimiento de la justicia, de la paz, de las condiciones de libertad y, en definitiva, a lo que el Magisterio a partir de Pablo VI ha llamado "civilización del amor". No estamos hablando de cualidades de la persona sino de condiciones objetivas de vida en el mundo, de progreso objetivamente alcanzado. Esas condiciones son una imagen de los "nuevos cielos y de la nueva tierra", no un anticipo. Es posible que en la historia haya retrocesos objetivos, una pérdida del progreso alcanzado hasta entonces, lo cual no significa que las personas que viven en esos momentos no progresen hacia la santidad (por eso decimos que para ellos el progreso de la sociedad no es anticipo del fin último sobrenatural). Al ser imagen de "los cielos nuevos y tierra nueva" y de la "recapitulación de todas las cosas en Cristo", el logro efectivo y objetivo de unas mejores condiciones de vida, materiales y espirituales, es un elevado valor y una meta irrenunciable, especialmente para aquellos que han sido llamados a santificar las actividades temporales desde dentro. Ya hemos dicho que los cristianos sólo avanzarán hacia la santidad si cumplen el mandamiento original de cultivar y perfeccionar este mundo, buscando ese progreso humano. Ahora bien, hay que añadir algo más. Esos positivos logros objetivos son nada menos que lugar y "materia" de contemplación. Recuérdese lo que dijimos en el capítulo 1º: análogamente a como Dios vio que era bueno lo que había creado porque manifestaba su bondad, el hombre puede contemplar a Dios en la perfección de su trabajo realizado (en sus efectos), porque ese trabajo es participación del poder creador de Dios. En definitiva, afirmar que el progreso no es el fin último sobrenatural ni un anticipo suyo, no es quitarle importancia. Es solamente no divinizar el progreso. Es divinizado el hombre al buscar el progreso humano con su trabajo santificado, pero no son santificados, en sentido estricto, los efectos de ese trabajo. Ciertamente el mundo será transformado al final de los tiempos, cuando todas las criaturas sean "recapituladas" en Cristo, reflejando de modo nuevo la gloria de Dios, pero esto será efecto de una acción divina sobrenatural. La exégesis del texto paulino que habla de la "recapitulación de todas las cosas en Cristo" (Ef 1, 10), tiene una larga historia 303. Parece que fue sobre todo Teodoreto de Ciro (s. V) quien lo interpretó en el sentido de que al final de los tiempos serían reunidos bajo Cristo Cabeza ("recapitulados") no sólo los ángeles y los hombres sino también el mismo cosmos transformado y hecho incorruptible; de ahí, según Teodoreto, que san Pablo escriba que "la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios" (Rm 8, 19) y que "gime y sufre con dolores de parto hasta el momento presente" (Rm 8, 22) 304. En esta misma línea, santo Tomás afirma que al final de los tiempos, "así como el cuerpo humano [de los hijos de Dios] se revestirá de una cierta forma sobrenatural de gloria (...) así toda criatura sensible recibirá una cierta novedad de gloria" 305, y esto permitirá contemplar a Dios también en las criaturas materiales en las que "aparecerán manifiestamente los indicios de la divina majestad" 306. "Según esta reflexión –comenta Fernando Ocáriz– la realidad de los nuevos cielos y la nueva tierra recapitulados en Cristo, es decir, el estado final y definitivo del cosmos, será tal que no exista ruptura ni desproporción entre la contemplación amorosa inmediata de la Trinidad por parte del alma de los hombres bienaventurados y lo que éstos, con sus ojos glorificados, vean en el mundo material" 307. Si tal es el destino final del cosmos perfeccionado por el trabajo del hombre, ¿cómo no advertir la importancia del progreso objetivamente alcanzado (no sólo de su búsqueda, que está fuera de cuestión), para el cristiano que, ya en esta tierra, quiere vivir para la gloria de Dios y contemplarle? La búsqueda del progreso temporal en orden al reinado de Cristo es parte integrante de la santificación del trabajo profesional, eje de la santidad en el mensaje de san Josemaría. Y lo es porque la santificación del trabajo implica la elevación de la misma realidad humana del trabajo al orden de la santidad. Humanamente el trabajo es fuente de progreso, de civilización y de bienestar 308. Por su naturaleza es medio imprescindible para el progreso de la sociedad y el ordenamiento cada vez más justo de las relaciones entre los hombres 309. Quien quiera santificar su trabajo no puede prescindir de esta realidad. Necesariamente habrá de aspirar al progreso temporal, para ordenarlo a Dios. No es admisible pensar que, para ser cristiano, haya que dar la espalda al mundo, ser un derrotista de la naturaleza humana 310. Lejos de despreciar la búsqueda del progreso temporal y lejos al mismo tiempo de divinizarlo, más allá también de las posturas encarnacionistas y escatologistas extremas a las que hicimos referencia 311, la enseñanza de san Josemaría está empapada de la sabiduría de la Encarnación, de la Cruz y de la Resurrección de Cristo 312. El siguiente texto, dirigido a los miembros del Opus Dei pero válido en general para los fieles laicos, es emblemático de esa sabiduría: Ha querido el Señor que, con nuestra vocación, manifestemos aquella visión optimista de la creación, aquel amor al mundo que late en el cristianismo. No debe faltar nunca la ilusión, ni en vuestro trabajo ni en vuestro empeño por construir la ciudad temporal. Aunque, al mismo tiempo, como discípulos de Cristo que han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias (Ga 5, 24), procuréis mantener vivo el sentido del pecado y de la reparación generosa, frente a los falsos optimismos de quienes, enemigos de la cruz de Cristo (Flp 3, 18), todo lo cifran en el progreso y en las energías humanas 313. De este texto nos interesa destacar ahora dos aspectos: 1) El empeño por construir la ciudad temporal es un deber de aquellos hijos de Dios que han sido llamados a santificar el mundo desde dentro. Promover todos los bienes derivados de la dignidad de la persona (...) especialmente el de la libertad personal 314, forma parte constitutiva del empeño para que Jesucristo reine en la sociedad. Más aún: No sólo no hay incompatibilidad entre el cristianismo y los problemas que surgen al hilo del progreso de la ciudad temporal, sino que –al revés– los verdaderos valores del hombre y su dignidad personal y social únicamente podrán salvaguardarse, integrados en la concepción cristiana de la vida 315. 2) El reinado de Cristo no se reduce a ese progreso terreno. Es un reino de santidad. Por eso se equivocan quienes "todo lo cifran en el progreso", como si fuera el fin último, e intentan "edificar la sociedad prescindiendo absolutamente de la religión" 316. Un tal progreso no puede ser íntegro, porque hace caso omiso de aspectos fundamentales del bien común, como el de "reconocer y favorecer la vida religiosa de los ciudadanos" 317, y con frecuencia se concentra sólo en el bienestar material, convirtiendo a sus protagonistas en "enemigos de la cruz de Cristo" (Flp 3, 18). San Josemaría previene de esta visión horizontal del progreso humano: Volved los ojos a esos pueblos, que han alcanzado un crecimiento casi increíble de cultura y de progreso; que, en pocos años, han llevado a cabo una evolución técnica admirable que les proporciona un alto nivel de vida material. Sus investigaciones –es una maravilla cómo Dios ayuda a la inteligencia humana– deberían haberles movido a acercarse a Dios, porque, en la medida en que son realidades verdaderas y buenas, proceden de Dios y conducen a Él. Sin embargo, no es así: tampoco ellos, a pesar de su progreso, son más humanos. No pueden serlo, porque, si falta la dimensión divina, la vida del hombre –por mucha perfección material que alcance– es vida animal. Sólo cuando se abre al horizonte religioso culmina el hombre su afán por distinguirse de las bestias: la religión, desde cierto punto de vista, es como la más grande rebelión del hombre, que no quiere ser una bestia 318. Se dirá acaso que son palabras excesivas, porque el hombre que rechaza a Dios sigue siendo hombre y puede realizar muchas obras humanamente nobles y buenas. Esto no lo niega san Josemaría, como puede verse en otros textos suyos 319. Sus palabras hacen referencia a la expresión de san Pablo en 1Co 2, 14: yucikos de anqrwpo ou decetai ta tou pneumatos, que la Vulgata traduce "animalis autem homo non percipit quae sunt Spiritus Dei". Lo que afirma san Josemaría, con toda la antropología cristiana, es que, sin Dios, el hombre no puede vivir una vida íntegramente digna. Podemos concluir con el breve comentario a un texto de la Escritura que liga la relación del hombre con los bienes de este mundo y con Dios, poniendo en conexión lo que acabamos de tratar –el reinado de Cristo en la sociedad– con su reinado en los corazones, que hemos considerado al inicio del capítulo: Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios (1Co 3, 22-23). Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor 320. * * * ALGUNAS APLICACIONES PRÁCTICAS 321 1. Vivir y morir con Cristo. Un conciso resumen de la vida cristiana se encuentra en el párrafo conclusivo del Via Crucis: Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas. Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él 322. San Josemaría no separa nunca la identificación personal con Cristo (la santidad) de la corredención (el apostolado). Sólo se puede identificar con Cristo quien coopera con Él en su misión redentora. La vida cristiana es una vida de amor a Cristo y de amor a los demás en unión con Cristo, y para vivir esta vida es necesario "morir a uno mismo": combatir el amor propio desordenado (las diversas formas de egoísmo) y la voluntad "propia" (en el sentido que ya conocemos: "propia" como independiente de la Voluntad de Dios). Este "morir a uno mismo" se realiza por la mortificación y la penitencia, que no son algo negativo sino el camino para vivir la vida de Jesucristo 323. 2. Contemplación y Cruz. En el lenguaje común, cuando se habla de "contemplar" un paisaje, o una puesta de sol, o una obra de arte..., normalmente se quiere decir que uno se queda extasiado, admirado, y que se deleita mientras contempla. En la contemplación cristiana sucede en parte lo mismo y en parte no. También hay un gozo profundo, incomparablemente superior a cualquier otro, porque la contemplación de Dios anticipa de algún modo la visión beatífica. Sin embargo, siempre está presente la Cruz: por una parte, porque es contemplación de Cristo crucificado, ya que ahí se nos manifiesta de modo supremo el Amor de Dios y, por tanto, su gloria; y, por otra parte, porque esta contemplación no es un mirar "desde fuera", como quien mira a cierta distancia, sino la contemplación de quien participa de ese Amor estando con Cristo en la Cruz (cfr. Ga 2, 19-20). De ahí que sea posible que la contemplación cristiana no lleve consigo ningún gusto sensible. El amor del cristiano es un amor sacrificado, un amor como el de Cristo en la Cruz, que ve al Padre y se dirige a Él desde la Cruz. En la vida del cristiano se refleja de algún modo esta misma realidad. No hay contemplación sin Cruz. Mirar a Cristo en la Cruz lleva a descubrir también que podemos contemplar a Dios (en Cristo) en lo que padecemos, más incluso que en lo que hacemos. En la vida de Cristo, su obediencia (considerada materialmente) se consuma con un acto –porque es una actividad libre– que no consiste en hacer esto o aquello, sino en padecer hasta la muerte, con un abandono absoluto en las manos de su Padre (cfr. Lc 23, 46; Mt 27, 46). San Josemaría enseña cómo los hijos de Dios hemos de poner en práctica, en la existencia cotidiana, esta lección sublime. No olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios. Es la hora de amar la mortificación pasiva, que viene –oculta o descarada e insolente– cuando no la esperamos. (...) Al admirar y al amar de veras la Humanidad Santísima de Jesús, descubriremos una a una sus Llagas. Y en esos tiempos de purgación pasiva, penosos, fuertes, de lágrimas dulces y amargas que procuramos esconder, necesitaremos meternos dentro de cada una de aquellas Santísimas Heridas: para purificarnos, para gozarnos con esa Sangre redentora, para fortalecernos. Acudiremos como las palomas que, al decir de la Escritura (cfr. Ct 2, 14), se cobijan en los agujeros de las rocas a la hora de la tempestad. Nos ocultamos en ese refugio, para hallar la intimidad de Cristo: y veremos que su modo de conversar es apacible y su rostro hermoso (cfr. Ct 2, 14) 324. 3. Santidad y Cruz. No seremos santos, si no nos unimos a Cristo en la Cruz: no hay santidad sin cruz, sin mortificación 325. El reinado de Cristo en la propia vida exige sacrificio: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame" (Lc 9, 23). A pesar de la claridad de estas palabras, siempre acecha el peligro de olvidarlas. Se tiende a evitar las contrariedades de modo más o menos consciente, y así muchas cosas buenas se dejan de hacer sólo porque cuestan, aunque deberían hacerse. La dirección espiritual es un cauce valioso para enseñar y ayudar de modo práctico y concreto a amar la Cruz: recordar que es "normal" que cueste esfuerzo renunciar a una comodidad, o superar un desánimo, o cortar con un afecto o un sentimiento que aparta de Dios, o trabajar más y mejor aunque sea sin gusto y sin ganas, o perseverar tenazmente en el apostolado, etc. Cuando la vida espiritual requiere un vencimiento que cuesta mucho, no significa que las cosas vayan mal, sino que ha llegado la hora de amar más la Cruz. Sin participación en la Pasión de Cristo, no se puede ir detrás del Maestro. Quizá por esto contemplamos una dolorosa desbandada: muchos pretenden componer una vida según las categorías mundanas, con el seguimiento de Jesucristo sin Cruz y sin dolor. Y esto no es posible sin alterar sustancialmente el mensaje de Nuestro Redentor, porque no es el discípulo más que el Maestro (Mt 10, 24) 326. En este sentido, san Josemaría transmite una experiencia práctica de gran importancia: Sabed que nos sirven más las cosas que aparentemente no van y nos contrarían y nos cuestan, que aquellas otras que al parecer van sin esfuerzo. Si no tenemos clara esta doctrina, estalla el desconcierto, el desconsuelo. En cambio, si tenemos bien cogida toda esta sabiduría espiritual, aceptando la voluntad de Dios –aunque cueste–, en esas circunstancias precisas, amando a Cristo Jesús y sabiéndonos corredentores con Él, no nos faltará la claridad, la fortaleza para cumplir con nuestro deber: la serenidad 327. 4. Obediencia y Cruz. Jesucristo nos redimió obedeciendo por amor: así reparó la desobediencia. Y su obediencia culminó en la Pasión y Muerte de Cruz. "Aun siendo Hijo aprendió ("experimentó") por los padecimientos lo que significa obedecer" (Hb 5, 8). En la vida cristiana es esencial aprender a obedecer por amor (obedecer a Cristo, el Buen Pastor, y a quien ejerce su oficio). Y la obediencia se "aprende" verdaderamente, se "experimenta", cuando requiere un sacrificio que contraría la propia voluntad. Puede suceder que durante mucho tiempo, en un cristiano que de veras quiera seguir a Cristo, la obediencia no le exija grandes vencimientos, ya sea porque al inicio resulta más fácil dejarse guiar, o porque agradan las orientaciones que se reciben. El Espíritu Santo lleva a las almas por un plano inclinado. Pero antes o después se presentan ocasiones en las que la obediencia cuesta y pide quizá heroísmo. Estas situaciones forman parte de los planes de Dios. Entonces se puede hacer más honda la realidad de que Cristo reina en el alma, y de que no se quiere la propia voluntad sino la de Dios. Ahora, que te cuesta obedecer, acuérdate de tu Señor, "factus obediens usque ad mortem, mortem autem crucis" –¡obediente hasta la muerte, y muerte de cruz! 328 5. Felicidad y Cruz. Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado 329. El único amor que puede colmar todas las aspiraciones del corazón humano es el amor a Dios, que es amor a Cristo y por tanto a la Cruz. En la dirección espiritual muchas veces es preciso ayudar a ser realistas y a darse cuenta de que la felicidad en esta tierra es felicidad en la Cruz: felicidad verdadera, pero con dolor. La felicidad absoluta, sin dolor de ninguna clase, sólo es posible en el Cielo, cuando Dios "enjugará toda lágrima de los ojos; y no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó" (Ap 21, 4; cfr. Ap 7, 15-17). Conviene estar prevenidos de una visión terrena o mundana de la felicidad, que la sitúa en el éxito, en la salud, en el bienestar, etc. Algo de esto puede haber tras la tristeza por un fracaso, la impaciencia por una enfermedad o la amargura por la falta de algo que se desea. Si una persona que ha descubierto su vocación cristiana y quiere amar a Dios sobre todas las cosas, no fuera feliz, no sería porque ama a Dios y se ha entregado en sus manos, sino porque no ama la Cruz y, por tanto, porque aún no se ha entregado del todo a Dios. La alegría (...) tiene sus raíces en forma de cruz 330. La felicidad de un cristiano es un don de Dios, un fruto del Espíritu Santo, que no depende sustancialmente de las circunstancias: de la buena salud, o de la buena fortuna... Que se reciba este don depende sólo de la "buena voluntad" (cfr. Lc 2, 14). San Josemaría atestigua así su propia experiencia: Ninguna pena me ha hecho perder el gaudium cum pace, porque Dios me ha enseñado a amar, y nullo enim modo sunt onerosi labores amantium (S. Agustín, De bono viduitatis, 21, 26); para quien ama, el trabajo no es nunca carga pesada. Por esto, lo importante es aprender a amar, porque in eo quod amatur, aut non laboratur, aut et labor amatur (ibid.): donde hay amor, todo es felicidad 331. En Camino da este consejo: Si salen las cosas bien, alegrémonos, bendiciendo a Dios que pone el incremento. –¿Salen mal? –Alegrémonos, bendiciendo a Dios que nos hace participar de su dulce Cruz 332. 6. Paz y lucha. El efectivo reinado de Cristo en el corazón se reconoce por la paz que trae consigo. Cuando todo el querer de un cristiano está en cumplir, como Cristo, la Voluntad de Dios, entonces tiene paz interior, que es un don de Dios (otro fruto del Espíritu Santo), y no la pierde a causa del dolor, de la enfermedad o del fracaso. En esta tierra, el reino de Cristo en el alma no llega nunca a ser completo. Siempre queda algo que someterle, porque –afirma la sabiduría popular cristiana– "la soberbia muere veinticuatro horas después de haber muerto la persona" 333. Es lógico, por tanto, que tampoco la paz llegue a ser perfecta. Dios la va concediendo, pero supone al mismo tiempo una conquista progresiva, ya que siempre es necesario luchar contra la inclinación al pecado. La paz es algo muy relacionado con la guerra. La paz es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha. Sin lucha no podré tener paz 334. Hay también una paz de los que no quieren luchar para que Cristo reine en ellos: la paz de los vencidos "que yacen en tinieblas y en sombra de muerte" (Lc 1, 79), sin vida sobrenatural y sin verdadera libertad. En este sometimiento al "poder de las tinieblas" (Col 1, 13) por el pecado, no hay felicidad sino frustración. 7. Sembradores de paz y de alegría. Los cristianos que tratan de vivir coherentemente su vocación han de procurar ser sembradores de paz y de alegría en los caminos de los hombres 335. Al hablar a otros de la Cruz, al invitarles a llevar una vida mortificada, al pedirles que no se dejen dominar por la comodidad, la sensualidad, la codicia, el afán de poder, etc., el cristiano no es un "aguafiestas", sino que está ayudando a ir por el camino de la felicidad, de la paz y de la alegría, bienes que sólo se encuentran plenamente en el seguimiento de Cristo. Del joven rico que no quiso seguir a Jesús, dice el Evangelio que "se fue triste" (Lc 18, 18 ss.). El cristiano, en su apostolado, no ha de tener miedo a mover a otros a cambiar la pobre satisfacción de unos bienes materiales, por el único amor que llena el corazón de paz y alegría. Nuestra actitud –ante las almas– se resume así, en esa expresión del Apóstol, que es casi un grito: caritas mea cum omnibus vobis in Christo Iesu! (1Co 16, 24): mi cariño para todos vosotros, en Cristo Jesús. Con la caridad, seréis sembradores de paz y de alegría en el mundo, amando y defendiendo la libertad personal de las almas, la libertad que Cristo respeta y nos ganó (cfr. Ga 4, 31) 336. 8. Ser humanos para ser sobrenaturales. El hecho de que Jesucristo haya padecido y muerto, implica que la ausencia del dolor y de la muerte no es condición exigida, en la vida presente, por la perfección del hombre. El sufrimiento hace patente la indigencia de la naturaleza humana en sí misma, con sus consecuencias para la vida espiritual y para el apostolado. Por ejemplo, ayuda a comprender que es humano compadecerse de quien sufre, en vez de volver la espalda al dolor, como aquellos que pasaron de largo ante el herido, en la parábola del buen samaritano (cfr. Lc 10, 31-32), o de pensar que si alguien sufre es por su culpa, como decían algunos ante el ciego de nacimiento (cfr. Jn 9, 2). Él, "perfectus Deus, perfectus Homo" –perfecto Dios y perfecto Hombre–, que tenía toda la felicidad del Cielo, quiso experimentar la fatiga y el cansancio, el llanto y el dolor..., para que entendamos que ser sobrenaturales supone ser muy humanos 337. El sentido humano y sobrenatural del dolor no se refiere sólo a grandes sufrimientos, sino también a las cosas menudas de la vida ordinaria. Jesús volvía de Betania con hambre (cfr. Mt 21, 18). A mí me conmueve siempre Cristo, y particularmente cuando veo que es Hombre verdadero, perfecto, siendo también perfecto Dios, para enseñarnos a aprovechar hasta nuestra indigencia y nuestras naturales debilidades personales, con el fin de ofrecernos enteramente –tal como somos– al Padre, que acepta gustoso ese holocausto 338. 9. Reinado de Cristo y trabajo profesional. Que Cristo reine en la sociedad depende, según la enseñanza de san Josemaría, de que los cristianos santifiquemos el trabajo profesional, realizándolo por amor a Dios, con toda la perfección posible. La rectitud de intención, la intensidad, el cuidado de las cosas pequeñas, el servicio a los colegas, la lealtad, etc., tienen una trascendencia que supera el ámbito inmediato. En la medida en que un cristiano obra de este modo, Cristo atrae todas las cosas hacia sí, aunque la propia tarea parezca poco importante a los ojos humanos, y aunque quizá no se perciba aún la transformación del ambiente. Este convencimiento es parte de la vida de fe, según las palabras de la Escritura: "Es necesario que Él reine, hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies" (1Co 15, 25). Por contraste, se pone de manifiesto la importancia trascendental de evitar el aburguesamiento en el trabajo, la visión humana plana, pegada a la tierra, de dos dimensiones 339, la rutina, la falta de rectitud de intención y el ansia de satisfacciones humanas. No os podéis entibiar: la profesión u oficio es el ámbito natural de nuestro apostolado y, por tanto, el punto de encuentro constante con Dios, el terreno para nuestro diálogo divino y para nuestra lucha interior. Revelaría un síntoma indudable de tibieza que nuestro trabajo ordinario se transformara en campo para satisfacciones de afirmación personal, de influjo a lo humano, de mundano progreso 340. 10. Una batalla de paz y de amor. El reino de Cristo no se queda en la intimidad de la propia alma. Debe extenderse a la entera sociedad y necesariamente ha de contrastar con las manifestaciones del pecado. "No penséis que he venido a traer la paz a la tierra. No he venido a traer la paz sino la espada. Pues he venido a enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra. Y los enemigos del hombre serán los de su misma casa" (Mt 10, 34-36). "¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino división. Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos contra tres" (Lc 12, 51-52). La naturalidad cristiana pide que no se oculte la propia vida de fe para evitar a toda costa ese choque, porque Dios cuenta con él 341. La meditación frecuente del Salmo 2, que san Josemaría recomendaba, es una gran ayuda para profundizar en el reinado de Cristo que han de establecer los hijos de Dios. Ese reinado es el mayor bien para la sociedad, pero –como hace ver el Salmo– exige lucha, pues hay que contar con la oposición de quienes lo rechazan y confiar en la ayuda divina. Por todos los caminos de la tierra nos quiere el Señor, sembrando la semilla de la comprensión, de la caridad, del perdón: in hoc pulcherrimo caritatis bello, en esta hermosísima guerra de amor, de disculpa y de paz 342. Las siguientes palabras completan el sentido de esta idea: Sin espíritu belicoso ni agresivo, in hoc pulcherrimo caritatis bello, con una comprensión que acoge a todos y colabora con todos los hombres de buena voluntad –también, sin transigir con los errores que profesan, con los que no conocen o no aman a Jesucristo–, no olvidéis que el Señor dijo: no penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada (Mt 10, 34). Es muy fácil prestar atención sólo a la mansedumbre de Jesús y orillar –porque estorban a la comodidad y al conformismo– sus palabras, divinas también, con las que nos aguijonea para que nos compliquemos la vida 343. La conclusión más importante es que el reinado de Cristo en la sociedad exige que los hijos de Dios quieran ser santos en el lugar donde cada uno se encuentra. Recordemos un texto, citado antes parcialmente: Un secreto. –Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. –Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. –Después... "pax Christi in regno Christi" –la paz de Cristo en el reino de Cristo 344. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO TERCERO Edificar la Iglesia: santificación y apostolado 1. VISIÓN DE LA IGLESIA EN SAN JOSEMARÍA 1.1. A la luz del 2 de octubre de 1928 1.2. El contexto teológico 1.3. La Iglesia "enraizada en la trinidad". Comunión de los Santos 1.4. La Iglesia, "Cristo presente entre nosotros". Cuerpo místico 1.5. La iglesia, "sacramento de la presencia de Dios en el mundo" 1.6. La iglesia, "pueblo de Dios" 1.7. La iglesia "una, santa, católica y apostólica, animada por el Espíritu Santo" 2. COOPERAR CON EL ESPÍRITU SANTO EN LA EDIFICACIÓN DE LA IGLESIA 2.1. El espíritu santo edifica la Iglesia 2.2. La cooperación del cristiano en la edificación de la Iglesia. Santificación y apostolado 2.3. Un modo específico de edificar la Iglesia 3. LA SANTA MISA, "CENTRO Y RAÍZ" DE LA VIDA CRISTIANA 3.1. Santa Misa y edificación de la Iglesia 3.2. Dos sentidos de la Misa como "centro y raíz" de la vida cristiana       3.2.1. La participación en la celebración litúrgica de la Misa       3.2.2. Hacer del día una misa: "almas de Eucaristía" 4. "A JESÚS POR MARÍA" 4.1. "María edifica continuamente la Iglesia" 4.2. Acudir a la mediación materna de María Algunas aplicaciones prácticas Reflexión conclusiva de la Parte I CAPÍTULO TERCERO Edificar la Iglesia: santificación y apostolado Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, ¡todos, con Pedro, a Jesús por María! (Es Cristo que pasa, 139) Las dos expresiones del fin último de la vida cristiana que hemos visto en los capítulos anteriores –"dar gloria a Dios" y "buscar que Cristo reine"–, sólo pueden comprenderse acabadamente si se relacionan con la tercera, a la que ambas conducen. Así lo expresan las palabras de san Josemaría: Y exigencia de su gloria y de su reinado es que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María 1. Sin esta aspiración, el afán de dar gloria a Dios y de contribuir al reinado de Cristo no encontraría cauce para su realización, no sería amor auténtico. A su vez, esta tercera aspiración –"Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!"– de tal modo presupone las otras dos que resultaría ininteligible sin ellas. No tendría sentido si no apuntara a que Cristo reine y a que sea dada a Dios toda la gloria. El presente capítulo completa los dos anteriores no como se prolonga una línea añadiendo un segmento más, sino como las palabras finales de una frase que permiten comprender su entero significado. La jaculatoria "Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!" se encuentra frecuentemente en los Apuntes íntimos de san Josemaría desde 1931, y en otros muchos escritos a lo largo de su vida 2. Por lo que se refiere a sus orígenes, parece que el primero en usar la expresión "ad Iesum per Mariam" es, según Roschini 3, Godofredo de Vendome (†1132) que escribe: "Ad matrem ipsius et per ipsam ad Iesum recurramus" 4. A partir del siglo XVIII, la doctrina de "ir a Jesús por María" se difunde gracias a san Luis María Grignion de Montfort (1673-1716) 5. No hemos encontrado, sin embargo, la jaculatoria completa (con el "omnes cum Petro") con anterioridad a san Josemaría. Las tres expresiones juntas reflejan adecuadamente el fin último de la vida cristiana, ese acto trascendental que ha de estar presente en todo el obrar para que tenga plenitud de sentido. El fin último es siempre la glorificación de Dios, que se realiza por la unión sobrenatural con Él (la participación en la vida trinitaria). Para hacerla posible, Dios ha enviado al mundo a su Hijo y al Espíritu Santo. El capítulo precedente tuvo como base la "misión" del Hijo, enviado por el Padre para establecer su Reino. En cumplimiento de esa misión, el Hijo hecho hombre ha fundado la Iglesia como "germen e inicio" 6 de su reinado en la tierra. La base del presente capítulo será la "misión" del Espíritu Santo, lazo de amor entre el Padre y el Hijo 7, enviado por el Padre y el Hijo como fruto de la Cruz 8, para atraer a todos los hombres a la unión con Cristo en la Iglesia. No se puede comprender la misión del Hijo sin la del Espíritu Santo, y viceversa. Ambos han sido enviados para obrar conjuntamente nuestra salvación: se trata de dos misiones distintas por su origen, que forman una unidad por su término 9. De ahí que, así como dar gloria a Dios comporta querer que Cristo reine, buscar el reinado de Jesucristo implica cooperar con el Paráclito en la atracción de todos los hombres a la Iglesia. Viceversa, "construir la universalidad efectiva de la Iglesia ("Omnes cum Petro ad Iesum...") es edificar el Reino de Cristo, para la gloria de Dios ("Regnare Christum volumus", "Deo omnis gloria")" 10. La expresión "todos con Pedro a Jesús por María" no hace mención explícita de la Iglesia, pero apunta claramente a ella. Esto resulta evidente en las mismas palabras de la jaculatoria (y, como es lógico, en los textos de san Josemaría 11). La Iglesia está representada por la referencia al Apóstol al que dijo Jesús: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18). "Pedro", en la jaculatoria que comentamos, no es sólo el primero de los Apóstoles sino también el "Sucesor de Pedro", el Romano Pontífice, cabeza visible de la Iglesia en la tierra. También se puede ver una referencia a la Iglesia en la doxología de la Plegaria Eucarística, que san Josemaría cita cuando enlaza la gloria de Dios con el reinado de Cristo: "Per Ipsum et cum Ipso et in Ipso, est tibi Deo Patri omnipotenti in unitate Spiritus Sancti omnis honor et gloria". En efecto, según algunos historiadores de la Liturgia, las palabras "in unitate Spiritus Sancti" "pueden referirse a la vida intratrinitaria o a la Iglesia" 12. En el primer caso significan que la gloria se dirige a Dios Padre en unión con el Hijo y con el Espíritu Santo. En el segundo –el que ahora nos interesa destacar–, indican que damos gloria a Dios "unidos por el Espíritu Santo", es decir, "en la unidad en que nos constituye el Paráclito". Esa unidad, que tendrá su plenitud en la comunión de los santos en el Cielo (cfr. Ap 5, 13; Ap 19, 1), se incoa en esta tierra sacra-mentalmente en la Iglesia 13. Aspirar a que "todos, en unión con Pedro, vayan a Jesús por María", equivale a querer "edificar la Iglesia" sobre la roca de Pedro, en unión con su Sucesor. Como ha escrito Pedro Rodríguez, el "Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam" es, en san Josemaría, la "fórmula eclesiológica, para expresar el reinado de Cristo ("Regnare Christum volumus") y el modo de dar a Dios toda gloria ("Deo omnis gloria")" 14. En un artículo sobre la "edificación de la Iglesia", después de recordar que Jesucristo es el "único fundamento" (Hch 4, 11), la piedra angular del edificio que Dios construye –su Templo santo– del cual los hombres son "piedras vivas" (1P 2, 5) asentadas "sobre el cimiento de los apóstoles y de los profetas" (Ef 2, 20), Ramiro Pellitero hace notar que en esa edificación "todos son constructores de la Iglesia –en realidad, colaboradores con Dios–" 15. Respecto a la presencia de esta idea en escritores cristianos antiguos, remite al Pastor de Hermas, a Orígenes, san Hilario y san Agustín. En el surco de esta tradición bíblica y patrística, también san Josemaría emplea la expresión edificación de la Iglesia 16 u otras similares para designar lo que es actividad propia de todos los cristianos. Junto a las fórmulas "Omnes cum Petro..." y "edificación de la Iglesia", utiliza otros giros para indicar el lugar de la Iglesia en la vida del cristiano. Álvaro del Portillo menciona algunos, que son, en última instancia, variantes de una idea dominante: el "amor a la Iglesia" 17. San Josemaría –escribe Del Portillo– predica el "amor a la Iglesia y al Papa, sobre todas las cosas de la tierra, como vía única para ir al Señor, para amar al Señor. Amor a la Iglesia, que hace exclamar: (...) ¡Qué alegría poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa! (Camino, 518). Amor, que se traduce necesariamente en actos: Ese grito –"serviam!"– es voluntad de "servir" fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida, a la Iglesia de Dios (Camino, 519); y en amor filial al Papa: Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón (Camino, 573): Cristo. María. El Papa. ¿No acabamos de indicar, en tres palabras, los amores que compendian toda la fe católica? (Instrucción, 19-III-1934, 31). Por eso (...) ha escrito tantas veces: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, todos, unidos al Papa, iremos a Jesús por María" 18. Como puede verse, Álvaro del Portillo concluye poniendo el "amor a la Iglesia" en relación con el "omnes cum Petro ad Iesum per Mariam". Ambos se identifican porque, al ser la Iglesia la comunión de los hombres con Dios presidida visiblemente por el Sucesor de Pedro, amar a la Iglesia no es otra cosa que edificar esa comunión, es decir, procurar que "todos, con Pedro, vayamos a Jesús por María". Por otra parte, las frases que cita muestran tres aspectos que nos parece interesante resaltar. El primero es que el amor a la Iglesia se ha de traducir en obras de servicio. Más aún, las reclama sin límite alguno –"aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida"–, porque sólo entonces se adecuan a un bien que constituye el fin último: se ha de amar a la Iglesia estando dispuestos a la entrega de la propia vida en su servicio, como Cristo que "amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5, 25). Estas palabras de Jesús se reflejan no sólo en los escritos sino en la vida de san Josemaría 19. El segundo aspecto es la mención del amor al Papa como algo constitutivo del amor a la Iglesia. Para san Josemaría, en un católico no puede haber verdadero amor a la Iglesia sin amor a su cabeza visible. En sus textos es frecuente que aparezcan ambos a la vez, como cuando dice: Tenemos que amar y servir mucho a la Iglesia y al Romano Pontífice 20. En tercer lugar, nótese en las palabras "Cristo. María. El Papa...", la sustitución de la referencia a la Iglesia por la referencia a María (podría haber dicho: "Cristo. La Iglesia. El Papa..."). En el último apartado de este capítulo veremos que esta "sustitución" tiene un sentido teológico profundo porque María es "prototipo y modelo de la Iglesia" 21 y por eso la Iglesia está representada en María. Vemos así que en la jaculatoria "Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam", la referencia a la Iglesia se encuentra implícita no sólo en la mención de Pedro, su cabeza visible, sino también en María, Madre de la Iglesia 22. Pero si sólo la unión con Dios es fin último de la vida cristiana, ¿cómo puede el "amor a la Iglesia" –o el "edificarla", o el querer que "todos con Pedro vayan a Jesús por María"– expresar también este fin último? Trataremos de dar contestación a la pregunta, aunque ya se intuye que estará relacionada con la afirmación paulina de que "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5, 25). Si se tiene presente que la Iglesia es la comunión de los hombres con la Santísima Trinidad, como hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo, se comprende que "amar a la Iglesia" no es otra cosa que buscar la unión propia y de los demás con Dios. Si no fuera así, no podría ser fin último de la vida cristiana. Por eso, comenzaremos el presente capítulo con unas consideraciones básicas sobre el misterio de la Iglesia en la enseñanza de san Josemaría (apartado 1). Después nos detendremos en lo que significa "edificar la Iglesia" (apartado 2), y estudiaremos cómo san Josemaría focaliza la edificación de la Iglesia en la Santa Misa, "centro y raíz" de la vida cristiana (apartado 3). Por último consideraremos la relación de la Iglesia con María (apartado 4), y se podrá apreciar entonces la profundidad del carácter mariano que tiene la vida espiritual en la enseñanza de san Josemaría. 1. VISIÓN DE LA IGLESIA EN SAN JOSEMARÍA Sorprende quizá a primera vista, como acabamos de observar, que la edificación de la Iglesia se proponga como fin de la vida cristiana. Se entiende fácilmente que dar gloria a Dios y buscar que Cristo reine han de constituir nuestro fin último, pero resulta menos evidente que "edificar la Iglesia" se encuentre a ese nivel. ¿Se puede efectivamente resumir el empeño del cristiano por dar gloria Dios y buscar el reinado de Cristo diciendo que debe "edificar la Iglesia"? Sería sin duda absolutamente extraño si imagináramos la Iglesia como una organización meramente humana o si la identificáramos con su Jerarquía. Pero la Iglesia no es únicamente el clero, como bien se sabe, y edificarla no se reduce a mejorar su organización o a construir nuevos templos. Más allá de la "socialis compago Ecclesiae" 23 o, mejor dicho, dentro de esta estructura social, hay algo invisible o espiritual, esencialmente sobrenatural: una presencia del Espíritu Santo, que congrega a los hombres uniéndolos a Cristo para que participen en la vida de la Santísima Trinidad; y el mismo Espíritu Santo hace, de esa congregación visible, el signo y el instrumento de su acción salvadora. Por eso la Iglesia es un misterio grande, profundo 24: "misterio" en el sentido teológico del término. Edificarla es cooperar con el Espíritu Santo en la formación de esa comunión y en su extensión a todos los hombres. Considerada así, se entrevé que la edificación de la Iglesia constituye el fin último de la vida cristiana, pues no es otra cosa que buscar la unión con Dios, propia y de los demás hombres, como Él ha querido que se realice. Pero no adelantemos más explicaciones de las necesarias. De momento, sólo nos interesaba evitar el posible malentendido de que estemos poniendo el fin último en una realidad creada en lugar de ponerlo en Dios. A continuación describiremos primero algunos elementos centrales del misterio de la Iglesia tal como los expone san Josemaría en sus escritos y en su predicación, sin olvidar la "lección de eclesiología práctica" 25 que, según el ilustre canonista Pedro Lombardía, ofreció con su vida. La consideración de esos elementos despejará el camino para explicar lo que propiamente es objeto de este capítulo: que el fin de la vida cristiana es edificar la Iglesia, procurando "que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María". Como veremos, el mismo hecho de que san Josemaría señale la edificación de la Iglesia como fin último de la vida cristiana es un indicio de la profundidad con la que percibe su misterio. 1.1. A LA LUZ DEL 2 DE OCTUBRE DE 1928 Josemaría Escrivá de Balaguer contempla el misterio de la Iglesia con la luz recibida el 2 de octubre de 1928, que le lleva a predicar la llamada universal a la santidad y a promover la santificación y el apostolado en las actividades temporales. Para Antonio Miralles, es una luz que "comporta una visión renovada de la Iglesia" 26. El aspecto más patente de esa visión renovada es, sin duda, la importancia que reconoce a la vocación y misión propia de los laicos por razón del Bautismo. Como ha escrito Fernando Ocáriz en un estudio sobre san Josemaría, "la conciencia de la llamada universal a la santidad ayuda a contemplar con mayor profundidad a la Iglesia como convocación ("ekklesía") de los santos. A su vez, la dimensión apostólica de esta vocación nos permite captar un peculiar e importante aspecto de la sacra-mentalidad de la Iglesia: que es santificadora no sólo a través de sus acciones propiamente sagradas, sino que además puede y debe serlo mediante la vida de todos los fieles" 27. Esta comprensión de la vocación y misión de los fieles, en par ticular de los laicos, no es un rasgo más que se añade a la eclesiología comúnmente enseñada en los primeros decenios del siglo XX, sino una vertiente de la constitución divina de la Iglesia que, si bien ha estado siempre presente en la tradición teológica y espiritual, emerge con fuerza original en san Josemaría. Ve claramente que los laicos no son, comparados con los sacerdotes y los religiosos, fieles de segunda categoría, ni tampoco meros receptores de la acción pastoral de la Jerarquía. Son responsables directos de la gran tarea de santificar el mundo desde dentro, tarea verdaderamente "eclesial" –constitutiva de la misión de la Iglesia–, que han de llevar a cabo con libertad e iniciativa personal. Recordemos unos textos ya citados en la Parte preliminar: El modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano 28. La específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra –de manera inmediata y directa– las realidades seculares, el orden temporal, el mundo 29. Fruto de la comprensión de la vocación y misión de los laicos es la superación del clericalismo que confunde e intercambia las funciones, llevando al clero a intervenir en asuntos temporales más allá del orden de sus competencias, y concibiendo la misión de los laicos Exclusivamente o principalmente como una colaboración en tareas eclesiásticas o como una actuación en la vida social en calidad de "representantes" de la Iglesia en las cuestiones terrenas 30. El clericalismo es una deformación que afecta a las raí ces del misterio de la Iglesia y san Josemaría lo rechaza sin ambages, a la vez que propone una positiva corrección de ese planteamiento: Me repugna el clericalismo y comprendo que –junto a un anticlericalismo malo– hay también un anticlericalismo bueno, que procede del amor al sacerdocio, que se opone a que el simple fiel o el sacerdote use de una misión sagrada para fines terrenos 31. Cuando habla de la llamada universal a la santidad, afirma la igualdad de todos los fieles en virtud de su dignidad de hijos de Dios recibida en el Bautismo, y hace ver que esta igualdad es un principio radical que se ha de poner como fundamento de la acción pastoral de la Iglesia y se ha de expresar en las relaciones entre sus miembros 32. Una y la misma es la condición de fieles cristianos, en los sacerdotes y en los seglares, porque Dios Nuestro Señor nos ha llamado a todos a la plenitud de la caridad, a la santidad 33. Todos los católicos son ellos mismos Iglesia, pues son miembros con pleno derecho del único Pueblo de Dios 34. Igualmente, el mensaje de la santificación del trabajo profesional y de la edificación cristiana del orden temporal como vocación y misión propia de los laicos no se presenta, en san Josemaría, como una simple exigencia de eficacia apostólica, sino que, más hondamente, está vinculado a la diversidad de funciones en la Iglesia orgánicamente estructurada por el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial 35. No es necesario aducir otros ejemplos para mostrar que una doctrina que sostiene la especificidad y la importancia de la vocación y misión de los laicos en los designios salvadores de Dios y que contempla el sacerdocio ministerial en servicio a esa vocación y misión, comporta una profunda comprensión del misterio de la Iglesia, con repercusiones en su vida y en su acción pastoral. San Josemaría, en efecto, es bien consciente de que el mensaje que predica trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus personales circunstancias 36. Esa visión de la Iglesia se encuentra en todas sus obras, aunque no hay ninguna dedicada expresamente a exponerla en conjunto 36 bis. No debe llevar a confusión el título del volumen Amar a la Iglesia, con las tres homilías que incluye –de 1972 las dos primeras, de 1973 la tercera–, que no estaban destinadas a componer un libro, sino a clarificar diversos puntos de la doctrina católica que se veían impugnados por algunos autores en la agitada época del postconcilio. Inicialmente fueron publicadas por separado y sólo en 1986, años después de su muerte, se reunieron en un volumen con el título actual. En todo caso, el libro no puede tomarse como una síntesis de su eclesiología. De hecho, los mejores artículos que se ocupan del tema citan obras anteriores que contienen ya los principales elementos teológicos de esas homilías 37. Pedro Rodríguez, por ejemplo, sintetiza la visión de la Iglesia que subyace en Camino (publicado, como sabemos, en 1939) con estas palabras: "Escrivá la contempla, ante todo, como "de Trinitate": es la "Iglesia de Dios", la Iglesia-Madre, "mi Madre la Iglesia Santa", que celebra la Eucaristía y los sacramentos, por los que Cristo viene a nosotros. Pero a la vez esta Iglesia es "Ex hominibus": es la Iglesia-comunión y fraternidad de los cristianos, la communio sanctorum confesada en el Símbolo" 38. Esta visión, esbozada ya 1939, permanece a lo largo de toda su predicación, aunque es enriquecida con nuevos matices con el paso de los años. 1.2. EL CONTEXTO TEOLÓGICO Antes de exponer los trazos fundamentales de la visión de la Iglesia en san Josemaría, nos parece necesario hablar del contexto teológico. Ayudará a valorar mejor lo que hay de tradicional y de nuevo en su mensaje. Nos referiremos en primer lugar al desarrollo de la eclesiología en el siglo XX, hasta el Concilio Vaticano II; y, en segundo lugar, a la crisis postconciliar. 1) Los desarrollos de la eclesiología, contemporáneos a san Josemaría, permiten comprender mejor su propia percepción del misterio. No tanto porque podamos afirmar influjos directos de otros autores 39, sino porque en sus obras encontramos los temas típicos del periodo que va del Concilio Vaticano I al Vaticano II y a los años inmediatamente posteriores 40. La teología católica de los siglos XVII y XVIII había puesto el acento en la dimensión visible de la Iglesia como societas perfecta, para contrarrestar la Reforma protestante que subrayaba desmedidamente su aspecto invisible: la Iglesia como "unión espiritual de los discípulos de Cristo" 41. Puesto que el elemento visible más destacado es la constitución jerárquica y principalmente el Romano Pontífice, gran parte de la doctrina católica se concentraba en la defensa de su figura. De este modo se hacía frente no sólo a las corrientes espiritualistas sino también al regalismo, que amenazaba la libertad de la Iglesia con múltiples insidias encaminadas a someter la Jerarquía al poder temporal; y se afrontaba también el conciliarismo, que reivindicaba la superioridad del Concilio sobre el Papa y ponía en peligro la unidad de la Iglesia fundada sobre Pedro. En contrapartida, al polarizarse en la dimensión visible, la teología dejaba en la sombra otros aspectos del misterio. No sucedía lo mismo en las enseñanzas de bastantes maestros de vida espiritual de ese periodo, especialmente de la escuela francesa, como san Juan Eudes 42, que meditaron sobre la realidad invisible de la Iglesia y prepararon la futura profundización sistemática en el misterio. Por diversas circunstancias –guerras en Europa, unificación de Italia, etc.–, el Concilio Vaticano I (1869-70) no pudo realizar el proyecto de una exposición amplia de la doctrina sobre la Iglesia. En el campo eclesiológico se llegó a tratar sólo del Romano Pontífice: la institución divina del Primado, su potestad suprema y la infalibilidad de su magisterio en determinadas condiciones. La Constitución Pastor aeternus (18-VII-1870) 43 sentaba las bases del futuro desarrollo doctrinal que se requería. No obstante, sería aventurado sostener que la dimensión invisible quedaba en segundo plano después del Vaticano I. Para dar una idea de la situación doctrinal, pueden servir estas citas del Catecismo de san Pío X, publicado en 1905: "¿Cómo está constituida la Iglesia de Jesucristo? La Iglesia de Jesucristo está constituida como una verdadera y perfecta sociedad, y en ella, como en toda persona moral, podemos distinguir alma y cuerpo" (n. 164). "¿En qué consiste el alma de la Iglesia? El alma de la Iglesia consiste en lo que tiene de interno y espiritual (...)" (n. 165). "¿En qué consiste el cuerpo de la Iglesia? El cuerpo de la Iglesia consiste en lo que tiene de visible y externo (...)" (n. 166) 44. En el mismo siglo XIX, grandes teólogos como Möhler (1796-1838) y Newman (1801-1890) contribuyeron decisivamente a que la reflexión se centrase en la Iglesia como Cuerpo místico de Jesucristo, misterio fundado en la Encarnación y en el envío del Espíritu Santo. En su pensamiento, las realidades visibles –principalmente el Sucesor de Pedro– aparecen como surgiendo de su realidad más íntima de comunión con Dios en Cristo por el Espíritu Santo. Esta línea eclesiológica se desarrollará vigorosamente en la primera mitad del siglo XX y recibirá el fuerte impulso de las encíclicas Mystici corporis (27-VI-1943) y Mediator Dei (20-XI-1947), de Pío XII. Los decenios sucesivos ven un continuo enriquecerse de la eclesiología con las nociones de la Iglesia como Pueblo de Dios y como Sacramento, que ayudan a profundizar en la imagen del Cuerpo místico de Cristo, mostrando también la relación entre la Iglesia y el mundo. La encíclica Ecclesiam suam (6-VIII-1964), de Pablo VI, refleja ese desarrollo, que culminará poco después (21-XI-1964) en la Constitución dogmática Lumen gentium del Vaticano II. Para valorar la relación entre las nociones eclesiológicas conviene considerar que con la imagen de "Cuerpo místico" no se indica una unión meramente interior de los miembros de la Iglesia entre sí y con su Cabeza. El mismo término "Cuerpo" sugiere visibilidad y organicidad: hace alusión a una realidad institucional, a una "corporación" visible 45. Esa corporación constituye un pueblo, y de ahí la denominación de "Pueblo de Dios" (que pone de relieve la dimensión histórica y social). No hay que olvidar, al mismo tiempo, que el Cuerpo es "místico": quien le da unidad y vida es el Espíritu Santo, de modo que los miembros no forman una corporación al modo de las sociedades humanas, ni un pueblo como los demás. Ni siquiera puede decirse que se trate de un pueblo como el antiguo Israel, ya que éste, siendo verdaderamente "pueblo de Dios", no lo era por el título que lo es ahora la Iglesia, cuyo fundamento son las misiones del Hijo y del Espíritu Santo. Por otra parte, los miembros de la Iglesia en la tierra forman una estructura visible, expresión de la comunión invisible de todos con la Santísima Trinidad; y esta estructura es a la vez instrumento para formar la comunión con Dios y extenderla a la humanidad entera. De ahí la definición de la Iglesia como "sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" 46. Esta noción permite reconocer la estrecha relación entre la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, y la Eucaristía, sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. La Eucaristía expresa todo el ser y obrar de la Iglesia porque es el Cuerpo de Cristo y porque hace crecer a este Cuerpo –al que todos están llamados–, atrayendo y congregando a cuantos la celebran y la reciben: "Puesto que el pan es uno, muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan" (1Co 10, 17). Esto se verifica gracias al ministerio de la misma Iglesia, en la que la Cabeza y el Cuerpo obran conjuntamente: el sacerdocio jerárquico, que representa la función de la Cabeza, coopera orgánicamente con el sacerdocio común de los demás miembros, para atraer el mundo a Cristo. Ya hemos mencionado el impulso inicial que primero Möhler y después Newman dieron a este desarrollo eclesiológico. A su continuación contribuyeron más tarde, pasando del concepto de la societas perfecta a los de Cuerpo místico, Pueblo de Dios y Sacramento de salvación, los estudios de autores como De Lubac (1896-1991), Journet (1891-1975) y Congar (1904-1995), y de los exponentes del "movimiento litúrgico", entre ellos Odo Casel (1886-1948) 47. Asimismo influyó no poco la toma de conciencia eclesial del laicado, que requería obviamente, al poner en primer plano el sacerdocio bautismal y la específica vocación y misión laical, una ulterior profundización que superase la eclesiología anterior, predominantemente jurídica 48. Todas estas instancias prepararon la doctrina eclesiológica del Concilio Vaticano II y encontraron luego en ella su piedra de toque 49. ¿Cómo se sitúa en este contexto la visión de la Iglesia que tiene san Josemaría? Sin duda está en plena sintonía con la doctrina del Cuerpo místico expuesta en la Mystici corporis, pero la santificación en medio del mundo que predica y el valor que reconoce al sacerdocio común de los fieles, piden ulteriores avances. Los ofrece el Concilio al exponer la misión de los laicos, entendiendo la Iglesia como Pueblo de Dios en el mundo y como sacramento universal de salvación. Este es el marco que san Josemaría necesitaba para expresarse con desahogo. En nuestra opinión, en su enseñanza se encuentran las principales ideas que han dado lugar al proceso de profundización que acabamos de resumir, como veremos en los apartados sucesivos. Y lo están, de algún modo, como exigencia del mensaje recibido en 1928. Ahí se halla la fuente de luz que le permitió atisbar el misterio de la Iglesia como comunión enraizada en la Santísima Trinidad, en Cristo, y como "sacramento" de esa comunión. Esa fuente de luz es, en síntesis, la vocación de los fieles laicos a la santidad y al apostolado en las actividades temporales: la santificación del mundo desde dentro, como parte de la misión de la Iglesia que han de realizar los laicos cooperando con el sacerdocio ministerial. Estas son las premisas para entenderle correctamente cuando se refiere a la edificación de la Iglesia con la jaculatoria "Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!". No reduce la Iglesia a su dimensión visible, representada por el Sucesor de Pedro, como podría parecer desde la óptica eclesiológica de la "sociedad perfecta". El marco es, en cambio, el del capítulo 3º de la Lumen gentium, donde se enseña que el Romano Pontífice es "principio visible y perpetuo fundamento de la unidad de la fe y de comunión" 50. "Todos con Pedro" significa, por tanto, lo mismo que "todos en la Iglesia, misterio de comunión, cuyo fundamento visible es el Sucesor de Pedro". Igualmente, cuando dice, por ejemplo, que allá donde hay un cristiano que se esfuerza por vivir en nombre de Jesucristo, allí está presente la Iglesia 51, no piensa en laicos "oficialmente católicos" representando la Jerarquía, como se desprendería de una concepción de la Iglesia reducida a sociedad humana visible. Expresa más bien el deseo de que los cristianos corrientes, los laicos, hagan presente, en todos los ambientes de la sociedad, a Cristo 52, es decir, que sean ellos mismos Iglesia: fermento de vida sobrenatural, sin necesidad de ponerse una etiqueta de cristiano 53, ni emplear un calificativo confesional 54. Estos ejemplos son suficientes para dejar apuntada la necesidad de entender sus afirmaciones sobre el trasfondo de la eclesiología del Vaticano II. Decimos "apuntada" porque aún no hemos mostrado cómo su mensaje implica una visión del misterio de la Iglesia que anticipa de algún modo y asume después la doctrina del Vaticano II. Lo veremos cuando hayamos completado este cuadro con unas consideraciones sobre los años que siguen al Concilio. 2) La crisis postconciliar, descrita por diversos autores 55, constituye la segunda componente de interés para la comprensión adecuada de la enseñanza de san Josemaría sobre la Iglesia, especialmente cuando se leen los escritos de los últimos años de su vida. Basta comparar las tres homilías (de 1972 y 1973) recogidas en Amar a la Iglesia, para apreciar un notable cambio de acentos y de temas. Si antes se había esforzado en abrir camino para que se captara la vocación y misión de los laicos y se reconociera su lugar propio en la vida de la Iglesia, ahora se concentra en mostrar la continuidad de la doctrina conciliar con el Magisterio anterior, su desarrollo armónico sin rupturas o incoherencias. Se comporta como el hombre de la parábola que, según conviene, "saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas" (Mt 13, 52). Las circunstancias de confusión doctrinal le llevan a emplear gran parte de sus energías –piénsese en los largos y agotadores viajes de catequesis por muchos países que emprende en esos años 56– en reafirmar las verdades básicas del depósito revelado. El tono es fuerte, enérgico y firme ante los errores y las ambigüedades. Cuando le preguntan sobre el significado de la palabra "aggiornamento" ("puesta al día"), muy manipulada después del Concilio, responde inmediatamente: Fidelidad. Para mí aggiornamento significa sobre todo eso: fidelidad 57. No deja de predicar el mensaje que le ha sido confiado, pero cuando habla de lo que aparece como nuevo en la Iglesia, insiste en la continuidad con la doctrina perenne. Un ejemplo puede ayudar a valorar lo anterior. La Constitución Lumen gentium resalta la inseparabilidad de las dimensiones visible e invisible de la Iglesia 58. Uno de los términos característicos que usa es el de "comunión jerárquica" 59. Deseaba unir en esta expresión la noción de comunión tanto de fieles como de Iglesias locales bajo la capitalidad de la Iglesia de Roma (como se había entendido a lo largo del primer milenio), con la noción de Iglesia jerárquica (más desarrollada después, a causa de las divisiones que se habían producido) 60. Sin embargo, una parte de la teología postconciliar, en vez de mantener unidos el elemento visible (representado por la referencia a la constitución jerárquica) y el invisible (la comunión en el Espíritu Santo), destacó unilateralmente este último, hablando, por ejemplo, de una "Iglesia carismática" en tensión con la "Iglesia jerárquica". San Josemaría, depositario de un carisma para la edificación de la Iglesia, tiene un aguda sensibilidad hacia la unión con la Jerarquía eclesiástica: el Señor, además de iluminar a los que creen en Él con las luces claras de la enseñanza oficial de la Iglesia, no cesa de ejercer la acción callada, suave y fuerte de su Espíritu, que ilustra a las almas como Maestro interior (...). Con ese magisterio interior de su Espíritu, el Señor fecunda y enriquece el seno de su Iglesia, sin cambiarla, garantizando la unidad de su doctrina; y la hace resplandecer con brillos nuevos, nuevos para nosotros los hombres, incapaces de captar en una sola mirada los insondables tesoros de Cristo (Ef 3, 8)" 61. Sólo si se tienen en cuenta estas ideas se explica la insistencia de san Josemaría en los aspectos visibles del misterio de la Iglesia, o más bien en la inseparabilidad de lo visible y de lo invisible, como en el siguiente texto: No se puede separar la Iglesia visible de la Iglesia invisible. La Iglesia es, a la vez, cuerpo místico y cuerpo jurídico. (...) La Iglesia es, por tanto, inseparablemente humana y divina. (...) Se equivocarían gravemente los que intentaran separar una Iglesia carismática , que sería obra de los hombres y simple efecto de contingencias históricas. Sólo hay una Iglesia. Cristo fundó una sola Iglesia: visible e invisible, con un cuerpo jerárquico y organizado, con una estructura fundamental de derecho divino, y una íntima vida sobrenatural que la anima, sostiene y vivifica 62. Algunas de las desviaciones doctrinales de esta época eran quizá sólo una reacción desmesurada a las concepciones eclesiológicas de tipo belarminiano, o respondían a un intento poco equilibrado de favorecer el diálogo ecuménico; otras, en cambio, tenían su origen en el influjo de una noción de libertad sin vínculos trascendentes, típica de una parte de la cultura moderna, que rechaza la autoridad y concibe la "igualdad" entre los miembros de la Iglesia de un modo incompatible con su constitución jerárquica, con la distinción esencial entre sacerdocio común y ministerial, la existencia de una potestad sagrada y la autoridad del Magisterio. En ese clima, cuando san Josemaría menciona la igualdad de todos los fieles a raíz del Bautismo, básica en su mensaje, no desarrolla sus consecuencias prácticas positivas (como hace en textos más antiguos) sino que se orienta a disipar los malentendidos funestos. El siguiente texto puede servir de muestra: En la Iglesia hay igualdad: una vez bautizados, todos somos iguales, porque somos hijos del mismo Dios, Nuestro Padre. En cuanto cristianos, no media diferencia alguna entre el Papa y el último que se incorpora a la Iglesia. Pero esa igualdad radical no entraña la posibilidad de cambiar la constitución de la Iglesia, en aquello que ha sido establecido por Cristo. Por expresa voluntad divina tenemos una diversidad de funciones, que comporta también una capacitación diversa, un carácter indeleble conferido por el Sacramento del Orden para los ministros sagrados. En el vértice de esa ordenación está el sucesor de Pedro y, con él y bajo él, todos los obispos: con su triple misión de santificar, de gobernar y de enseñar 63. Podríamos citar otros ejemplos, pero no parece necesario para lo que pretendemos: señalar el influjo de la crisis doctrinal y moral de este periodo en la predicación de san Josemaría, pues explica su empeño por destacar la continuidad de la doctrina conciliar –y de su propio mensaje espiritual– con el Magisterio precedente, y su preocupación por impedir que se cause una ruptura. Después de estas observaciones, pasemos a describir los trazos que más caracterizan, a nuestro juicio, la visión que san Josemaría ofrece de la Iglesia. Tomaremos ocasión de algunas frases suyas. 1.3. LA IGLESIA "ENRAIZADA EN LA TRINIDAD". COMUNIÓN DE LOS SANTOS La Iglesia se enraíza en el misterio fundamental de nuestra fe católica: el de Dios uno en esencia y trino en personas 64. Con estas palabras, san Josemaría indica el núcleo íntimo del ser de la Iglesia, consciente de hacer eco a la Tradición. La Iglesia centrada en la Trinidad: así la han visto siempre los Padres 65. Ya san Cipriano, en el siglo III, la había descrito como "pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" 66. En esta misma línea se encuentra la percepción de san Josemaría: "la eclesiología presente en su predicación es trinitaria" 67, afirma Antonio Miralles. Que la Iglesia "se enraíza" en el misterio de la Santísima Trinidad, no significa sólo que tiene, como todo lo creado, su origen y su última razón de ser en Dios. Lo que señala es que, siendo la Santísima Trinidad comunión de Personas, quienes son introducidos a participar de la vida intratrinitaria forman también una comunión –"Comunión de los santos" es la expresión preferida por san Josemaría–, enraizada en la de las tres Personas divinas. Así lo recuerda en una homilía de carácter marcada-mente eclesiológico, fechada en Pentecostés de 1969: hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres 68. Y en otro momento recuerda que hemos sido establecidos en la Tierra para entrar en comunión con Dios mismo 69. La comunión es ante todo "vertical" e invisible. Es una comunión con Dios, que funda la comunión entre todos los que participan de la vida sobrenatural, de diversos modos. A la vez, es una comunión "horizontal" –formada por los santos del cielo, por los que aún se purifican en el purgatorio y por los fieles en esta tierra–, que tiene una dimensión invisible (la comunión en la filiación divina y en la caridad, si la comunión es plena) y una dimensión visible. La Iglesia "enraizada en la Trinidad" es eso: la misma comunión intratrinitaria en cuanto que se "abre" a los hombres para introducirlos en ella, es decir, en cuanto participada por nosotros. De esta radicación en la Trinidad surge toda la vida de la Iglesia: Nuestro Padre Dios (...) no cesa de santificar, por el Espíritu Santo, a la Iglesia fundada por su Hijo amadísimo 70. Para san Josemaría la Iglesia es "una epifanía de la inefable vida trinitaria" 71. Digámoslo con sus propias palabras, aunque anticipen conceptos que detallaremos después: la Iglesia es una realidad mística –clara, innegable, aunque no la percibamos con los sentidos– que es el Cuerpo de Cristo, el mismo Señor Nuestro, la acción del Espíritu Santo, la presencia amorosa del Padre 72. Vale la pena añadir algunas observaciones sobre el término "comunión" que estamos empleando. La Sagrada Escritura no dice expresamente que Dios sea una comunión de Personas, pero los Padres entienden en este sentido diversos textos, como Jn 14, 16 y Jn 16, 7-15. Especialmente se fijan en 2Co 13, 13: "la gracia del Señor Jesucristo y el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros". San Basilio, por ejemplo, enseña que Dios es "comunión (koinônía) continua e indivisible [de las tres Personas divinas]" 73. Tampoco dice la Escritura, de modo explícito, que la Iglesia sea una comunión, pero se desprende del conjunto de la Tradición que entiende en este sentido numerosos pasajes (Hch 2, 42-47; Hch 4, 32-35; Hch 5, 12 ss.; 1Co 10, 16-22; etc.) y fundamenta la comunión eclesial en la comunión intratrinitaria 74. La predicación de san Josemaría se sitúa dentro de esa tradición. La noción de "comunión" posee una gran riqueza teológica 75. Conviene tener presente que no es lo mismo comunión que unión. El término communio no deriva de cum-unio sino de cum-munis (de munus: don, y también función o tarea): "es "com-munis" quien "distribuye los dones y tareas" y, en cierto sentido, lo "distribuido a todos", es decir, lo común" 76. La comunión es el efecto de tener algo en común con otros. En el caso de la Iglesia, esto evoca principalmente la dimensión "horizontal" de la comunión, es decir, la comunión entre los fieles, y sobre todo su aspecto "visible". Para designar mejor todas las dimensiones de la comunión propia de la Iglesia –su carácter "vertical" de comunión con Dios y la relación dinámica entre las dimensiones horizontal y la vertical– hay que acudir al término grie go koinônía (koinwniav), que tiene un significado de "participación": no sólo en el sentido de "tomar parte" ("partem capere": metevcein) sino en el de "tomar parte junto con otros en una realidad común" ("communicare cum aliquo in aliqua rez": koinwnei`n) 77. Esa "realidad común", en el caso que nos ocupa (y en general en la participación trascendental), es previa o anterior a los participantes, de modo que no deriva del hecho de la comunión entre ellos ni se reduce a la misma. Todo esto queda mejor expresado con el término koinônía que con el de comunión. Mientras que la koinônía propia de la Iglesia es el común participar en la vida intratrinitaria, la "comunión" es más bien la situación a que da lugar esa participación. No obstante, la relación entre ambos términos es tan estrecha que suelen usarse como equivalentes 78, y aquí lo haremos así. Pero conviene precisar que estamos hablando de comunión-koinônía, precisamente para evitar la tendencia a reducir la communio al plano horizontal y a confinar la dimensión vertical a la mera intencionalidad: una tendencia que ha tenido consecuencias negativas también en la pastoral y que puede explicar en parte que san Josemaría prefiera hablar de "Comunión de los santos" más que de "comunión" sólo, como veremos, aun a costa de que pueda parecer que se refiere meramente a un aspecto del misterio de la Iglesia (la comunicación de bienes espirituales) y no a la Iglesia en sí misma. En sus escritos no se encuentran estas disquisiciones terminológicas, pero la problemática que se halla en la base, con los peligros y las confusiones que puede originar el abuso del término comunión, en el momento histórico en el que predica, sí que está presente en su predicación y lo encontraremos en los párrafos siguientes. Cuando san Josemaría habla de la Iglesia no la denomina "comunión", a secas. Es un término que en la segunda mitad del siglo XX sufre progresivamente, igual que otros de su misma raíz (comunitario, comunidad, etc.), el influjo de un clima cultural fuertemente marcado por el predominio de lo social y colectivo sobre lo personal e individual (piénsese en el marxismo y en las corrientes teológicas que asumen algunos de su presupuestos, como una parte de la "Teología de la liberación"). La persona tiende a diluirse en la comunidad, que pasa a ser el sujeto y el protagonista de la historia. San Josemaría ve la necesidad de insistir en que la santidad no es comunitaria. La santidad es fruto del esfuerzo personal de cada uno, con la gracia de Dios 79. La comunidad no puede sustituir a la persona, ni ante Dios ni ante los demás. No predica por eso una santidad individualista; predica una "santidad personal" que, precisamente por ser personal, es santidad en comunión-koinônía con otros. La apertura a los demás está incluida en la verdad de la persona 80, y ha sido asumida en el orden de la salvación como todo lo auténticamente humano, al haber querido Dios introducirnos en su vida intratrinitaria formando una comunión en la que cada uno se santifica contribuyendo a la santificación de los demás y recibiendo su ayuda. Hemos de considerar que la decisión y la responsabilidad están en la libertad personal de cada uno, y por eso las virtudes son también radicalmente personales, de la persona. Sin embargo, en esa batalla de amor nadie pelea solo –ninguno es un verso suelto, suelo repetir–: de alguna manera, nos ayudamos o nos perjudicamos. Todos somos eslabones de una misma cadena 81. Por eso, con la misma fuerza con que afirma que la santidad es personal y no "comunitaria", rechaza el individualismo egoísta: Un cristiano que vaya a lo suyo, despreocupándose de la salvación de los demás, no ama con el Corazón de Jesús 82. Y citando al Vaticano II, recuerda: Dios ha querido redimirnos no aisladamente, sin conexión alguna de unos con todos, sino constituyendo un pueblo que le confesara en la verdad y le sirviera santamente (Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 9) 83. El antiguo Israel era figura de la Iglesia, del nuevo Pueblo de Dios, al que todos los hombres están llamados o con-vocados –literalmente "Iglesia significa "convocación"" 84–, de modo que la santidad personal es siempre santidad en la Iglesia. Participar en la vida divina no es tener sólo individualmente parte en ella, sino "compartirla" con los demás. San Josemaría no podría proponer la edificación de la Iglesia como fin último de la vida cristiana si la viera como una realidad meramente humana: sólo Dios puede ser nuestro último destino. En cambio, la percepción profunda de su misterio –su radicación en el Dios Trino– le permite advertir que la Iglesia no se forma a partir de los convocados, sino que los precede, como la raíz de una planta "precede" a su tallo 85. Es cierto que la convocación no existe, no se realiza, si no se reúnen los convocados, lo mismo que no hay banquete sin comensales. Pero así como el anfitrión y la sala preparada son anteriores a la congregación de los invitados (cfr. Mt 22, 8), análogamente –no de modo idéntico– la Iglesia es anterior a los llamados. ""El mundo fue creado en orden a la Iglesia" decían los cristianos de los primeros tiempos (...). Dios creó el mundo en orden a la comunión en su vida divina, "comunión" que se realiza mediante la "convocación" de los hombres en Cristo, y esta "convocación" es la Iglesia" 86. Lo primero es la comunión de la Santísima Trinidad que ha querido abrirse a los hombres. Cuando éstos responden a la invitación, da inicio el banquete que estaba preparado, y se realiza la comunión entre los que participan: estamos ante el misterio de la Iglesia, realidad divina y humana. Como en Cristo hay dos naturalezas –la humana y la divina–, así, analógicamente, podemos referirnos a la existencia en la Iglesia de un elemento humano y un elemento divino 87. Por razón del elemento divino, participar en la comunión de la Iglesia es participar en la comunión trinitaria, fin último de la vida cristiana. Por razón del elemento humano, la Iglesia tiene una dimensión visible. Es sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo 88, porque es "signo" de la comunión sobrenatural con Dios y entre los hombres –signo levantado ante las naciones 89, dice san Josemaría– y también "instrumento" para formar esta comunión 90, de modo análogo a como la Humanidad de Jesucristo es signo de la presencia de Dios e instrumento hipostáticamente unido a la Divinidad para obrar nuestra salvación ("órgano de la Divinidad" 91). "En este sentido la Iglesia –ha escrito Ana María Sanguineti comentando la doctrina de san Josemaría– es como una penetración y una prolongación en el tiempo y en el espacio del misterio de comunión trinitaria, que se hace instrumento visible de una realidad invisible, para desplegar en el mundo el proyecto divino: restaurar la creación entera, unificando todo en Cristo y en la unidad trinitaria" 92. San Josemaría no teoriza sobre la Iglesia como comunión. Ya hemos dicho que no emplea ese término para definirla. Habla en cambio mucho de la "Comunión de los santos". Aunque no afirma explícitamente que la Iglesia sea la Comunión de los santos, denomina con esta expresión la manifestación práctica más propia de una comunión ontológica: la comunicación de bienes espirituales entre los "santos", que son quienes viven vida sobrenatural 93. Por el modo en que habla de esa comunicación resulta claro que presupone, como sustrato ontológico, la participación de los santos en la comunión de las Personas divinas, es decir, la misma Iglesia. Vamos a detenernos un momento en este punto. Ante todo conviene observar que la expresión "Comunión de los santos", en sí misma, designa a la Iglesia. Ya el Catecismo Romano decía del artículo del Credo sobre la Comunión de los santos que "es como una cierta explicación del que se puso antes, que es el de una santa Iglesia católica" 94. No se trata, por tanto, sólo de un aspecto de la Iglesia, sino de un modo de designar todo su misterio. Lo formula abiertamente el Catecismo de la Iglesia Católica: "la comunión de los santos es precisamente la Iglesia" 95. No se trata de ninguna novedad. El concepto pertenecía a la doctrina común y era sin duda familiar a Josemaría Escrivá de Balaguer. Ya al publicar Camino, situó el capítulo "Comunión de los santos" a continuación de los capítulos "Iglesia" y "Santa Misa" . El autor de la edición crítica ve en esta secuencia una significativa conexión de ideas: de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, se pasa a hablar de la Eucaristía, Cuerpo de Cristo en Sacramento, y de ahí a la comunión formada por quienes lo reciben, la Iglesia, Comunión de los santos 96. La Eucaristía y la Comunión de los santos aparecen no simplemente como dos aspectos de la Iglesia, sino como dos expresiones de la totalidad de su misterio. Pasando a los textos mismos, las referencias a la "Comunión de los santos" están vinculadas de ordinario, como decíamos, a una aplicación espiritual concreta: la de tomar conciencia de que entre los "santos" hay una comunicación de bienes sobrenaturales, de modo que cada uno cuenta con la ayuda de los demás en el camino de la vida cristiana y ha de prestarles a su vez ayuda. Por la Comunión de los Santos, has de sentirte muy unido a tus hermanos 97. Tendrás más facilidad para cumplir tu deber al pensar en la ayuda que te prestan tus hermanos y en la que dejas de prestarles, si no eres fiel 98. Recuerda con constancia que tú colaboras en la formación espiritual y humana de los que te rodean, y de todas las almas –hasta ahí llega la bendita Comunión de los Santos–, en cualquier momento: cuando trabajas y cuando descansas; cuando se te ve alegre o preocupado; cuando en tu tarea o en medio de la calle haces tu oración de hijo de Dios 99. A primera vista puede parecer que estas frases contienen sólo un consejo práctico sobre un aspecto circunscrito de la vida cristiana. Pero si se consideran con atención se advierte que inculcan un principio esencial: que la santidad –la comunión con Dios– no es un asunto "individual" o "privado", y que se puede ser santo sólo en la "Comunión de los santos". En esta línea, otros textos hablan de esa comunión como de una realidad ontológica: En el orden de la gracia, estamos unidos por los lazos sobrenaturales de la Comunión de los Santos 100. Es evidente que, para san Josemaría, "vivir" la Comunión de los santos es tomar conciencia de la realidad ontológica de "estar" en la Comunión de los santos, es decir, de que al recibir la gracia santificante por la que se participa en la comunión de las Personas divinas, se entra a formar parte de una comunión sobrenatural con todos los que participan de la vida divina. La comunión "vertical" con Dios es el fundamento de la comunión "horizontal" entre los "santos". A esa comunión pertenecen quienes participan plenamente de la santidad de Dios en el Cielo, in primis la Santísima Virgen María. También la integran las almas del purgatorio, que aún no gozan de su plenitud pero la tienen asegurada. Y, finalmente, los fieles en estado de gracia en la tierra (y también, aunque de otro modo, los bautizados que no están en gracia de Dios pero conservan otros vínculos de comunión fundados en el Bautismo 101). En definitiva: En la Santa Iglesia los católicos encontramos (...) la comunión con todos los hermanos que ya desaparecieron y que se purifican en el Purgatorio –Iglesia purgante–, o con los que gozan ya –Iglesia triunfante– de la visión beatífica, amando eternamente al Dios tres veces Santo 102. En este texto es muy clara la visión de la Iglesia como Comunión de los santos enraizada en la Trinidad. Podríamos tomarlo como resumen conclusivo. Sin embargo, antes de cerrar este apartado nos parece importante añadir un comentario sobre la relación entre la Iglesia-comunión y la llamada universal a la santidad –tema capital en la predicación de san Josemaría–, que completa la idea, a la que ya hemos aludido, de que la Iglesia precede a los elegidos. Josemaría Escrivá de Balaguer habla de la comunión entre todos los miembros de la Iglesia: triunfante, purgante y peregrinante/militante (implícita en las palabras iniciales de la última cita). Otras muchas veces, en cambio, aplica "Comunión de los santos" más directamente a los que se encuentran en esta tierra (como puede verse, p.ej., en todo el capítulo de Camino dedicado a este tema). Pedro Rodríguez ha hecho notar que tradicionalmente, al exponer este dogma, se ha subrayado la comunión con los santos del Cielo (quizá, sobre todo, para impulsar el recurso a su intercesión), dejando en segundo plano la comunión sobrenatural entre los fieles que "militan" en esta tierra, lo cual ha podido favorecer una cierta visión individualista de la santidad y una pérdida de sentido de la Iglesia como comunión. "Josemaría Escrivá invierte los términos, y a la hora de explicar la communio sanctorum subraya ante todo –desde una teología profundamente paulina y patrística– la solidaridad en la oración y en la misión que deben tener los cristianos de la Ecclesia in terris" 103. Es un típico elemento de su predicación sobre la llamada universal a la santidad: los cristianos hemos de ser santos porque pertenecemos a la Iglesia que es santa, al estar enraizada en la Santísima Trinidad. No dice que "primero" hemos de ser santos individualmente para formar la Iglesia "después". Al revés: porque la Iglesia es santa, sus miembros han de ser santos. Nuestro Señor Jesucristo, que funda la Iglesia Santa, espera que los miembros de este pueblo se empeñen continuamente en adquirir la santidad 104. El Concilio Vaticano II planteará también de este modo la llamada universal a la santidad: "Creemos que la Iglesia, cuyo misterio expone este sagrado Concilio, es indefectiblemente santa (...). Por eso, todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, están llamados a la santidad" 105. En términos de vida espiritual, san Josemaría lo venía predicando a lo largo de toda su vida. Un texto entre muchos, de una homilía de 1961: Formamos parte de un solo cuerpo, del Cuerpo Místico de Cristo, de la Iglesia santa (...). Por eso tenemos obligación estricta de manifestar a los demás la calidad, la hondura del amor de Cristo. El cristiano no puede ser egoísta; si lo fuera, traicionaría su propia vocación. No es de Cristo la actitud de quienes se contentan con guardar su alma en paz –falsa paz es ésa–, despreocupándose del bien de los otros 106. La profundidad de este planteamiento se comprende mejor aún si se recuerda que santo Tomás afirma la existencia, en el orden predicamental, de una causalidad de la gracia sobrenatural no sólo de Cristo en cuanto Hombre (o por su Humanidad), sino también, subordinadamente, de todos los justos 107. Es una causalidad instrumental (que presupone, obviamente, la causalidad trascendental divina), propia de los que viven vida sobrenatural y son, por tanto, copartícipes de la vida intratrinitaria: de la filiación divina, participación del Hijo, y de la caridad, participación del Espíritu Santo, ambas esencialmente compenetradas 108. Por esto, la comunión de los fieles en esta tierra está "enraizada en la Trinidad" y cada uno puede ser cauce de la acción divina para formarla. Por ser la Iglesia la comunión de los hijos de Dios, san Josemaría la llama familia de Dios (cfr. Ef 2, 19) 109. Dios Uno y Trino se ha "abierto" a los hombres mediante el envío del Hijo y del Espíritu Santo, para introducirlos en la intimidad de las tres Personas divinas, formando la Iglesia como una familia "enraizada en la Santísima Trinidad". 1.4. LA IGLESIA, "CRISTO PRESENTE ENTRE NOSOTROS". CUERPO MÍSTICO La Iglesia se "enraíza en la Trinidad" de un modo preciso: como Cuerpo místico de la Segunda Persona divina. "Vosotros sois cuerpo de Cristo, y cada uno un miembro de él" (1Co 12, 27), escribe san Pablo. "Cuerpo de Cristo" es la denominación que más frecuentemente emplea san Josemaría, entre todas las que se encuentran en la Sagrada Escritura para describir cómo está formada la Iglesia. Resalta una expresión que compendia todo: la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Y así el mismo Cristo a unos ha constituido apóstoles, a otros profetas, y a otros evangelistas, y a otros pastores y doctores, a fin de que trabajen en la edificación de los santos, en las funciones de su ministerio, en la edificación del Cuerpo de Jesucristo (Ef 4, 11-12). San Pablo escribe también que todos nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo, siendo todos recíprocamente miembros los unos de los otros (Rm 12, 5). ¡Qué luminosa es nuestra fe! Todos somos en Cristo, porque Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia (Col 1, 18) 110. La Iglesia se configura como un cuerpo estructurado de un determinado modo. No todos los miembros tienen la misma función (cfr. Rm 12, 5-7). Cada uno recibe la vida de la Cabeza y es instrumento para comunicarla a otros, pero de manera diferenciada, según su participación en el sacerdocio de Cristo y según los demás dones que haya recibido. El fin de la vida espiritual de un miembro no es simplemente que se una a la Cabeza –la unión con Dios en Cristo–, sino que busque esa unión con todos, poniendo al servicio de los demás sus capacidades, para que todos se adhieran a Jesús como miembros vivos de su Cuerpo que es la Iglesia 111. La época en la que predica san Josemaría, como ya quedó señalado, ve un gran desarrollo de la doctrina del Cuerpo místico, gracias sobre todo a la encíclica Mystici corporis (29-VI-1943), de Pío XII, verdadera "piedra miliar de la eclesiología contemporánea" 112, y gracias también a los estudios teológicos que la preceden y la siguen. Varias veces cita san Josemaría esta encíclica en sus homilías, meditaciones y cartas. No hay duda de que la había meditado profundamente. Además, su aguda percepción de la filiación divina, por la que considera al cristiano no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 113, le pone, junto con su sentido de la fraternidad cristiana, en total sintonía con la sustancia misma de la encíclica, que es precisamente la unión de los miembros del Cuerpo con la Cabeza y entre sí 114. La sintonía deriva también del concepto que tiene del Cuerpo místico como orgánicamente estructurado por el sacerdocio, y de la importancia que reconoce al sacerdocio común de todos los fieles, confirmada por la encíclica 115. Una vez señalada esta armonía y sin pretender detallar ulteriores concordancias, centramos nuestra atención en dos puntos: la unión vital de la Iglesia con Cristo y la estructura sacerdotal de su organismo. 1) San Josemaría no concibe el Cuerpo de la Iglesia sin su Cabeza. Cristo vive en su Iglesia 116. Reacciona ante los que afirman que la Iglesia no es más que el ansia de solidaridad de los hombres (...). Se equivocan –responde–. La Iglesia, hoy, es la misma que fundó Cristo, y no puede ser otra 117. No piensa jamás en la Iglesia como en un cuerpo que se une a la cabeza pero que podría tener sentido y finalidad sin ella. En la línea de la doctrina agustiniana del "Cristo total", ve siempre la Cabeza y el Cuerpo formando como un solo Cristo. La Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante 118. Es necesario valorar bien estas palabras. La Iglesia no es sólo continuadora de la obra de Cristo, al modo en que una empresa humana desarrolla la iniciativa de su fundador. La Iglesia es "Cristo presente entre nosotros" (Bossuet decía que es "Jesucristo extendido y comunicado" 119). Es la Comunión de los santos en cuanto que forma con su Cabeza "quasi una persona mystica" 120, según expresión clásica que también recoge san Josemaría 121. Edificar la Iglesia no es, por tanto, otra cosa que unir a los hombres con Cristo: extender su Reino en el mundo, vivir personalmente su misma Vida y comunicarla a otros; en una palabra, edificar la comunión de los hombres con Dios "en Cristo". Esta visión de la Iglesia como "Cristo presente entre nosotros" permite comprender mejor aún que "amar a la Iglesia" es un modo de designar el fin último de la vida cristiana, en cuanto que equivale a "amar a Jesucristo" (con su Cuerpo místico) y a "amar a Dios en Jesucristo". Si san Josemaría dice que la Iglesia es "Cristo presente entre nosotros" y que es "Dios que viene hacia la humanidad para salvarla", no está identificando a la Iglesia con Dios o con Cristo. Lo que afirma es que así como nos unimos a Dios por Cristo y en Cristo, en quien "habita toda la plenitud (plhvrwma) de la divinidad corporalmente" (Col 2, 9), así también la unión a Cristo se realiza por la Iglesia y en la Iglesia "que es su cuerpo, la plenitud (plhvrwma) de quien llena todo en todas las cosas" (Ef 1, 23). Es verdad que "en el Símbolo de los Apóstoles, hacemos profesión de creer que existe una Iglesia Santa ("Credo... Ecclesiam"), y no de creer "en la Iglesia" para no confundir a Dios con sus obras, y para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones que ha puesto en su Iglesia" 122; pero podemos añadir que la perspectiva de la Teología espiritual hace patente que el amor a la Iglesia se dirige en definitiva a Dios a quien encontramos en ella. Volvamos a citar unas palabras de san Josemaría: Como en Cristo hay dos naturalezas –la humana y la divina–, así, analógicamente, podemos referirnos a la existencia en la Iglesia de un elemento humano y un elemento divino 123. Como el "amor a la Humanidad de Cristo" no es simplemente amor a una naturaleza humana por amor a Dios, sino amor a Dios que ha unido a Sí –en la Persona del Hijo– esa naturaleza, así también, y de modo análogo, el amor a la Iglesia no es simplemente amor a una realidad humana (a una institución) por amor a Cristo que la ha fundado, sino amor al mismo Cristo que ha unido a Sí a su Cuerpo, con el que forma como "una persona mística". El amor a la Humanidad de Cristo y a su Cuerpo no es un amor que haya que ordenar ulteriormente al amor a Dios, pues se dirige a Dios mismo en cuanto que nos ha incorporado a su vida trinitaria en Cristo y en la Iglesia. En este sentido, amar a la Iglesia con obras (o edificarla por amor) es fin último de la vida espiritual, incoación del amor a Dios en la Comunión de los santos en el Cielo. La contemplación de Dios en Cristo no puede prescindir de la Iglesia, porque no se puede separar a la Cabeza de su Cuerpo. La Iglesia es un misterio grande, profundo. No puede ser nunca abarcado en esta tierra. Si la razón intentara explicarlo por sí sola, vería únicamente la reunión de gentes que cumplen ciertos preceptos, que piensan de forma parecida. Pero eso no sería la Santa Iglesia (...). A nadie se le oculta la evidencia de esa parte humana. La Iglesia, en este mundo, está compuesta de hombres y para hombres, y decir hombre es hablar de la libertad, de la posibilidad de grandezas y de mezquindades, de heroísmos y de claudicaciones. Si admitiésemos sólo esa parte humana de la Iglesia, no la entenderíamos nunca, porque no habríamos llegado a la puerta del misterio (...): la Iglesia es el Cuerpo de Cristo 124. A menudo, san Josemaría se refiere a la Iglesia también como Esposa de Cristo 125. Esta denominación, igualmente bíblica (cfr. Ef 5, 22-25), está en estrecha relación con la de Cuerpo de Cristo, como se deduce de las palabras de san Pablo: "el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo" (Ef 5, 23). Tradicionalmente se ha hecho notar que los dos nombres ponen de relieve aspectos diversos: el de Cuerpo indica que la unión de la Iglesia con Cristo es tan "natural" como la del cuerpo con la cabeza, mientras que el de Esposa indica que es "voluntaria", por elección, como la del esposo con la esposa 126. En san Josemaría se encuentra la sustancia de esta distinción –dice muchas veces que los miembros de la Iglesia han sido llamados y elegidos gratuitamente por Dios (la "vocación cristiana"), y que la unión con Dios "diviniza" al cristiano o lo connaturaliza con Él–, pero no relaciona esta distinción explícitamente con los nombres de Cuerpo y Esposa. Cuando habla de la Iglesia como Esposa de Cristo es casi siempre como argumento de su santidad: la Iglesia es Santa, es la Esposa de Jesucristo, sin mancha ni arruga; eternamente joven, eternamente bella 127. También lo hace –y es lo que más nos interesa ahora– para destacar que el amor de Cristo a la Iglesia es un amor personal que no se subordina a otro fin, según las palabras paulinas: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5, 25). Así debe ser también el amor del cristiano: es preciso poner a los pies de la Esposa de Jesucristo –de la Iglesia santa– lo que somos y lo que poseemos, amándola fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida 128. 2) Veamos ahora la estructura del Cuerpo místico en su dimensión visible, como organismo social. Lo que estructura básicamente a la Iglesia, haciendo que los fieles tengan funciones diversas al servicio de una misma misión, es el hecho de que los fieles participan de diversos modos del sacerdocio de Jesucristo. Es esa estructura "sacerdotal" la que hace de la Iglesia instrumento de salvación, de modo análogo a como la Humanidad de Cristo, ungida por el Espíritu Santo, es "instrumento" de la Divinidad para salvar a los hombres, según la enseñanza de la Lumen gentium, bien conocida por san Josemaría 129. Conviene anticipar aquí una observación que desarrollaremos luego. San Pablo enseña que, en el cumplimiento de esta misión salvadora instrumental, "no todos los miembros tienen la misma función" (Rm 12, 4), y el Concilio Vaticano II, al hablar de esa diversidad de funciones, menciona la existencia de "diversos dones jerárquicos y carismáticos" 130. Evidentemente, también los dones carismáticos configuran a la Iglesia, pero no determinan su estructura básica, que es la sacerdotal, sino que se insertan en ella para que sea instrumento eficaz de salvación. San Josemaría recuerda en diversos momentos que carece de sentido oponer unos y otros dones, como si hubiera una Iglesia de estructura jerárquica y otra de estructura carismática 131. Son dones que configuran el ser y la vida del Cuerpo místico, conjugándose mutuamente. La estructura sacerdotal de la Iglesia está constituida ante todo por la distinción entre sacerdocio común y ministerial. Dentro del ministerial, como es sabido, hay varios grados jerárquicos (diaconado, presbiterado, episcopado). Si se minusvalora el sacerdocio común, se tenderá a identificar la estructura sacerdotal de la Iglesia con la gradación interior del sacerdocio ministerial. Nos encontramos entonces, una vez más, ante una concepción clerical de la Iglesia, en la que los laicos son miembros pasivos. San Josemaría no comparte esta visión; más aún, está muy lejos de ella. Su enseñanza se puede resumir en tres puntos de notable repercusión para el planteamiento de la vida espiritual. Los detallamos a continuación. a) Importancia del sacerdocio común, distinto del sacerdocio ministerial jerárquico. Como ya sabemos, san Josemaría enfatiza la importancia del sacerdocio común recibido en el Bautismo y perfeccionado en la Confirmación. Escribe, por ejemplo: [El cristiano está] llamado a servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que (...) capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios 132. A la vez, resalta la grandeza específica del sacerdocio ministerial y su distinción esencial del sacerdocio común: Nuestro Padre Dios nos ha dado, con el Orden sacerdotal, la posibilidad de que algunos fieles, en virtud de una nueva e inefable infusión del Espíritu Santo, reciban un carácter indeleble en el alma, que los configura con Cristo Sacerdote, para actuar en nombre de Jesucristo, Cabeza de su Cuerpo Místico (cfr. Concilio de Trento, sess. XXIII, c. 4; Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2). Con este sacerdocio ministerial, que difiere del sacerdocio común de todos los fieles esencialmente y no con diferencia de grado (cfr. Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, 10), los ministros sagrados pueden consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, ofrecer a Dios el Santo Sacrificio, perdonar los pecados en la confesión sacramental, y ejercitar el ministerio de adoctrinar a las gentes, in iis quæ sunt ad Deum (Hb 5, 1), en todo y sólo lo que se refiere a Dios 133. En ambos casos se trata de un "sacerdocio", porque cada uno permite a su modo ejercer (participadamente) la mediación sacerdotal de Cristo, tanto descendente (ser instrumentos para santificar, enseñar y guiar a otros a la santidad) como ascendente (dar culto a Dios). Pero se diferencian "essentia, non gradu tantum" 134. El sacerdocio ministerial confiere la capacidad de llevar a cabo unas acciones que son exclusivas de la Cabeza: permite obrar "in Persona Christi Capitis" 135. En los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio común de todos los fieles. Por tanto, aunque sería un error defender que un sacerdote es más fiel cristiano que cualquier otro fiel, puede, en cambio, afirmarse que es más sacerdote: pertenece, como todos los cristianos, a ese pueblo sacerdotal redimido por Cristo y está, además, marcado con el carácter del sacerdocio ministerial 136. Dos puntos quedan claramente resaltados: el sacerdote "no es más fiel cristiano" que el laico, pero "es más sacerdote". De los dos, san Josemaría recalca más el primero, sacando conclusiones dirigidas a atajar el peligro de clericalismo: ni como hombre ni como fiel cristiano el sacerdote es más que el seglar. Por eso es muy conveniente que el sacerdote profese una profunda humildad 137. No insiste tanto, en cambio, en que el presbítero es "más sacerdote" que el laico 138. Pero recuerda –sobre todo en los últimos años de su vida, ante la confusión doctrinal a la que nos hemos referido–, que la Iglesia, por voluntad divina, es una institución jerárquica. Sociedad jerárquicamente organizada la llama el Concilio Vaticano II (Const. dogm. Lumen gentium, 8), donde los ministros tienen un poder sagrado (Lumen gentium, 18) 139. El mismo sacerdocio ministerial es jerárquico porque dentro de él "existen dos grados, por institución divina: el episcopado y el presbiterado" 140. El episcopado confiere la plenitud del sacerdocio, "de tal manera que los Obispos, en forma eminente y visible, hagan las veces de Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice y obren en su nombre" 141. Los obispos, declara el Concilio de Trento, han sucedido en el lugar de los Apóstoles y están puestos, como dice el mismo Apóstol (Pablo), por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios (Hch 20, 28) (DS 1768). Y, entre los Apóstoles, el mismo Cristo hizo objeto a Simón de una elección especial: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18) 142. Como se ve, para exponer la constitución jerárquica de la Iglesia, san Josemaría no cita sólo el Vaticano II, sino también el Concilio de Trento, mostrando de este modo el desarrollo homogéneo de la doctrina del Magisterio. Deja claro que Jesucristo estableció la Iglesia sobre el fundamento de los Apóstoles, que forman "un único colegio apostólico presidido por Pedro, para constituir un solo Cuerpo de Cristo en la tierra" 143. Pues "así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás apóstoles forman un único colegio apostólico, por análogas razones están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los apóstoles" 144. Condensa de algún modo esta doctrina al señalar que en el vértice de esa ordenación está el sucesor de Pedro y, con él y bajo él, todos los obispos: con su triple misión de santificar, de gobernar y de enseñar 145. b) Cooperación entre uno y otro sacerdocio: "El sacerdocio común tiene necesidad del sacerdocio ministerial y viceversa". "El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se ordenan el uno para el otro" 146. El ministerial se ordena al común porque está a su servicio, y el común se ordena al ministerial porque tiene necesidad de él: gracias al sacerdocio ministerial todos los fieles pueden participar en los sacramentos, recibir la enseñanza auténtica de la doctrina de Cristo, y ser guiados hacia la santidad por los legítimos pastores. San Josemaría se refiere de diversos modos a esta necesidad. Baste un texto: La función santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote, que administra el sacramento de la Penitencia, celebra la Eucaristía y proclama la Palabra de Dios en nombre de la Iglesia 147. Por otra parte, el sacerdocio ministerial tiene necesidad del común para santificar todas las realidades humanas. Sería un error considerar el sacerdocio común como una función de la que se podría prescindir. Como fieles cristianos, hemos oído el mandato de Cristo: euntes ergo docete omnes gentes! No se trata de una función delegada por la Jerarquía eclesiástica, de una prolongación circunstancial de su misión propia; sino de la misión específica de los seglares, en cuanto son miembros vivos de la Iglesia de Dios 148. [Los laicos tienen] una misión específica, sublime y necesaria, puesto que ha sido querida por Dios. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del Magisterio: sin unión con el Cuerpo episcopal y con su cabeza, el Romano Pontífice, no puede haber, para un católico, unión con Cristo 149. Para san Josemaría es imprescindible la cooperación de sacer dotes y laicos para edificar la Iglesia. Se trata de una "cooperación orgánica", en la que cada "órgano" del cuerpo realiza su cometido propio. Cada fiel ha recibido una participación en el sacerdocio de Cristo, no para ejercerla independientemente de los demás, sino en cuanto miembro de la Iglesia, que es una "comunidad sacerdotal" 150caracterizada por su "indoles sacra et organice exstructa" 151. Sólo cooperando con los demás –los laicos con los sacerdotes y los sacerdotes con los laicos, en comunión con los Obispos y con la cabeza del Colegio episcopal que es Sucesor de Pedro–, se edifica la Iglesia. c) "En la Iglesia hay una amplia diversidad de carismas que hace del Cuerpo Místico de Cristo un cuerpo organizado". El organismo de la "comunidad sacerdotal" no se configura sólo por el sacerdocio común y el ministerial, sino también por los carismas que reciben los fieles para llevar a cabo, de modos variados, la misión de la Iglesia. En este sentido, se puede hablar de "misiones diversas". En la Iglesia hay diversidad de misiones, dones y carismas (...) que hace que el Cuerpo Místico de Cristo sea lo que es: un cuerpo organizado, y no una masa informe 152. Este texto se encuentra en la línea de la enseñanza del Concilio según la cual el Espíritu Santo, además de los "dones jerárquicos" por los que constituye a algunos fieles en miembros de la Jerarquía, concede también "dones carismáticos" "para la edificación de la Iglesia" (1Co 14, 12) 153. San Josemaría está convencido de que es importante que cada uno procure ser fiel a la propia llamada divina, de tal manera que no deje de aportar a la Iglesia lo que lleva consigo el carisma recibido de Dios 154. Vale la pena resaltar la afirmación expresa de que los "carismas" se encaminan a hacer de la Iglesia "un cuerpo organizado". Los "dones carismáticos" no son independientes de los "jerárquicos", como si edificaran la Iglesia de modo paralelo; al contrario, llevan a edificarla en comunión con la Jerarquía, se integran en su constitución orgánica. La doctrina de la Iglesia mantiene que "ningún carisma dispensa de la referencia y de la sumisión a los Pastores de la Iglesia. "A ellos compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno" (Lumen gentium, 12), a fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad, al "bien común" (cfr. 1Co 12, 7)" 155. Ya hemos citado antes otro texto de san Josemaría en el que previene del error de separar una Iglesia carismática de otra jurídica o institucional. Su sensibilidad en este tema es particularmente aguda porque él mismo se sabe depositario de un carisma cuyo único sentido es el servicio a la Iglesia. De ahí que empleara gran parte de sus energías en abrirle cauce en el derecho de la Iglesia 156. En la Iglesia, constituida como Cuerpo de los hijos de Dios en Cristo, cada miembro recibe su específica participación en el sacerdocio del Señor y lo ejerce en dos sentidos: ascendente, para dar culto a Dios junto con todo el Cuerpo y en unión con su Cabeza; y descendente, para ser instrumento u órgano de la Cabeza para santificar, enseñar y guiar a los demás miembros y a todos los hombres (pues todos están llamados a formar parte de la Iglesia), según la misión y los dones recibidos. Lo que cada miembro ha de buscar en última instancia –lo que constituye fin último de su vida– es el bien del Cuerpo: que todos "crezcamos en todo hacia aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo –compacto y unido por todas las articulaciones que lo sostienen según la energía correspondiente a la función de cada miembro– va consiguiendo su crecimiento para su edificación en la caridad" (Ef 4, 15-16). La doctrina de que la vida cristiana tiende a que "todos con Pedro vayan a Jesús por María" va adquiriendo así contornos precisos. Se trata de buscar el crecimiento del Cuerpo de Cristo para la gloria del Padre, procurando formar y fortalecer sus vínculos de unidad y extenderlos a todos los hombres, mediante el ejercicio del sacerdocio de Cristo según la función de cada uno y los dones y carismas que ha recibido. 1.5. LA IGLESIA, "SACRAMENTO DE LA PRESENCIA DE DIOS EN EL MUNDO" Después de haber visto la enseñanza de san Josemaría sobre el Cuerpo místico y su estructura, estamos en condiciones de examinar una idea de gran importancia en su visión de la Iglesia y que impregna toda su predicación: la vocación a la santidad es también, y necesariamente, vocación al apostolado; la llamada a la unión con Dios es al mismo tiempo llamada a ser para los demás "signo e instrumento de esa unión". Se trata de la índole "sacramental" de la vocación cristiana, basada en la sacramentalidad de la Iglesia. La Iglesia es eso: el signo y en cierto modo –no en el sentido estricto en el que se ha definido dogmáticamente la esencia de los siete sacramentos de la Nueva Alianza– el sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo. Ser cristiano es haber sido regenerado por Dios y enviado a los hombres, para anunciarles la salvación 157. Estas palabras son de una homilía de 1969, posteriores, por tanto, al Vaticano II. Indudablemente, san Josemaría se hace eco de lo que el Concilio enseña acerca de la Iglesia como "sacramento universal de salvación" 158. Pero su propósito no es exponer esa doctrina sino aplicarla a la vida espiritual. He aquí su razonamiento: puesto que la Iglesia es "sacramento de la presencia de Dios en el mundo", el fiel cristiano ha de saber que ha sido "regenerado por Dios" –ha nacido a la vida sobrenatural como miembro del Cuerpo de Cristo–, y que por eso mismo es "enviado a los hombres para anunciarles la salvación". Esto es "ser cristiano" o "ser Iglesia", como dice en otras ocasiones 159. Como se puede ver, "ser Iglesia" no es algo "estático" (no se reduce al hecho histórico de "haber sido bautizado"). San Josemaría distingue entre "ser Iglesia" y "estar en la Iglesia": Estar en la Iglesia es ya mucho: pero no basta. Debemos ser Iglesia 160. Ser Iglesia incluye "edificar la Iglesia", "hacer la Iglesia". Esto último no es una actividad añadida, sino el aspecto dinámico del "ser Iglesia". En este contexto de vida espiritual, cobra un fuerte sentido el inciso con el que distingue la Iglesia-sacramento de los sacramentos. Más que de una aclaración casi superflua –que la Iglesia no es un "octavo" sacramento que se añade a los siete, es cosa evidente para un católico– se trata de una aplicación práctica de enormes consecuencias, pues vuelve a hacer patente, desde una nueva perspectiva, que la Iglesia es el fin último de la vida cristiana. Ser Iglesia y formar la Iglesia es vivir en comunión con la Santísima Trinidad como miembro de Cristo, mientras que los siete sacramentos son medios para ese fin. De Lubac ha hecho notar que la Iglesia "constituye este misterioso organismo que no será plenamente realizado hasta el final de los tiempos, y que no es el medio para unificar la humanidad en Dios, sino el fin en sí mismo, es decir, la consumación de esta unidad" 161. Ser miembro de la Iglesia íntimamente unido a la Cabeza y procurar que en todos los demás se dé también esa unión es el fin de la vida cristiana, que se alcanzará plenamente en la Comunión de los santos en la gloria; recibir los sacramentos, en cambio, es medio para formar parte de la Comunión de los santos en la tierra. Por eso son "sacramento" de distinto modo. De la Iglesia dice san Josemaría que es Cristo presente entre nosotros 162, como ya hemos visto; de los sacramentos no dice que son Cristo (a excepción de la Eucaristía: enseguida lo consideraremos), sino que son huellas de la Encarnación del Verbo 163. Como sacramento universal de salvación se suele entender la Iglesia peregrinante. "Por una no pequeña analogía la Iglesia se compara al Misterio del Verbo encarnado. Pues como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como vivo órgano de salvación a Él indisolublemente unido, de forma no desemejante el organismo social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que lo vivifica, para el incremento del cuerpo (cfr. Ef 4, 16)" 164. Para la mayor parte de los autores, "sacramento de salvación" es la dimensión visible de la Iglesia (la profesión de la fe, la celebración de los sacramentos y el gobierno pastoral: realidades que significan y se ordenan a la transmisión de la vida sobrenatural). También san Josemaría, cuando habla de la Iglesia como "sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo", se refiere en primer término a esa dimensión visible (Iglesia militante), ya que dice que es sacramento de la presencia de Dios "en el mundo". No obstante, pensamos que quiere decir algo más. Al considerar que formar la Iglesia (la comunión de los hombres con Dios) es fin último de la vida cristiana y al designarla como sacramento, se ve que no reduce la noción de sacramento a la de "instrumento" de la acción divina, dejando en segundo plano el aspecto de "signo sagrado" (signo que, en este caso, no sólo evoca en la mente la participación en la vida de las Personas divinas sino que la efectúa verdaderamente). Lo que es sacramento no es sólo la dimensión visible de la Iglesia in terris, sino todo el misterio de la Iglesia. Vale la pena recordar aquí que desde la teología medieval se vienen distinguiendo tres aspectos en la noción de sacramento: el sacramentum tantum (el signo visible: p.ej., la inmersión o infusión del agua con las palabras del Bautismo), la res et sacramentum (la realidad sagrada invisible significada –la gracia, vida sobrenatural–, que es además "sacramento" de una ulterior realidad sagrada que se da en plenitud en la gloria), y la res tantum (esa realidad última de vida sobrenatural que existe plenamente en la gloria) 165. La Iglesia en cuanto sacramento puede considerarse análogamente como el conjunto de los tres elementos. No es sólo la sociedad visible en esta tierra (el sacramentum tantum), sino también la comunión invisible –significada por la sociedad visible– de los miembros del Cuerpo místico de Cristo con la Santísima Trinidad y entre sí, la cual es a su vez "sacramento" de una ulterior realidad de comunión en la gloria (res et sacramentum), y es finalmente la plenitud de esa comunión en la gloria, es decir, la Comunión de los santos en el Cielo, realidad plena de filiación divina y de fraternidad en Cristo (res tantum). Esta aplicación de los elementos de la noción de sacramento a la Iglesia-sacramento, permite ver –y perdone el lector la repetición de palabras– que la Iglesia es sacramento no sólo por su dimensión visible sino por el conjunto de su misterio, lo cual resulta adecuado para comprender que la Iglesia, siendo sacramento, no es sin embargo un medio como los siete sacramentos sino el fin último de la vida cristiana. Es la comunión con Dios y no sólo medio para esa comunión, aunque tiene los medios para realizarla. Remitiéndose a Möhler, De Lubac escribe en 1938: "si Cristo es el Sacramento de Dios, la Iglesia es para nosotros como el Sacramento de Cristo, ella le representa según toda la antigua fuerza del término: nos lo hace presente de verdad" 166. El Vaticano II matiza este planteamiento (en el sentido de que lo corrige de algún modo) cuando dice que la Iglesia es "veluti sacramentum" no ya "de Cristo" sino de la íntima unión con Dios y entre los hombres "en Cristo" 167. Nos parece que esta idea se encuentra de algún modo en san Josemaría cuando afirma que la Iglesia es "Cristo presente entre nosotros". La Iglesia es "sacramento en Cristo", el cual, por su Humanidad Santísima, es sacramento de la divinidad. Así como el sacramento no es sólo la Humanidad de Cristo durante su vida terrena, sino también Cristo glorioso sentado a la derecha del Padre, así la Iglesia-sacramento no es sólo la dimensión visible en esta tierra, sino la Comunión de los santos. Señalamos lo anterior sólo a modo de hipótesis. Un estudio más detenido del conjunto de los textos de san Josemaría en relación con este tema permitirá valorar mejor la relación entre estos dos puntos enunciados por él: la Iglesia como fin de la vida cristiana y la Iglesia como sacramento. Si bien el término "sacramento" no se aplica del mismo modo a la Iglesia y a los siete sacramentos, es preciso considerar la singularidad del sacramento de la Eucaristía. Mientras que por la participación en los demás sacramentos se recibe la gracia de Cristo, en la Sagrada Comunión es al mismo Jesucristo a quien se recibe. La Eucaristía no es una "huella" suya, sino Él mismo. No sólo hace partícipe de la vida divina, sino que es la cumbre de esa participación: más que un participare, un tomar parte en algo divino, es un attingere, un alcanzar, un cierto "tocar" la Divinidad misma. De algún modo la Iglesia es Eucaristía porque es el Cuerpo de Cristo. El efecto propio de la Eucaristía es edificar la Comunión de los santos en la tierra, es decir, la Iglesia, como ya hemos recordado con las palabras del Apóstol: "somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan" (1Co 10, 17). De ahí que para san Josemaría, edificar la Iglesia se identifique con ser "almas de Eucaristía" y con hacer de la Santa Misa "centro y raíz" de la propia vida (no citamos ahora los textos porque dedicaremos a este tema el tercer apartado del presente capítulo). Es así como el cristiano llega a "ser Iglesia" y, por tanto, a ser también él mismo "sacramento" como Cristo: hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres lo que San Agustín afirma de la Eucaristía: signo de unidad, vínculo del Amor 168. El comentario de Ana María Sanguineti capta perfectamente el significado de estas palabras: san Josemaría "aplica con audacia ese ser "signo de unidad y vínculo de Amor", propio del sacramento eucarístico, a cada hijo de Dios cristificado. En este sentido puede decirse que su vida misma y su entera existencia, es, en cierto modo, como un sacramento" 169. San Josemaría lo expresa también así: Allá donde hay un cristiano que se esfuerza por vivir en nombre de Jesucristo, allí está presente la Iglesia 170. Señalemos ahora una cuestión estrechamente ligada a lo anterior. Ya dijimos que san Josemaría emplea pocas veces el término sacramento para designar a la Iglesia. No era corriente hacerlo, al menos en textos sobre la vida espiritual. Pero no por esto renuncia a expresar el concepto y la doctrina que están en juego. Lo hace más frecuentemente con otro término, tradicional, entrañable y fácilmente comprensible, llenándolo de sustancia teologal. Habla de la Iglesia como Madre: nuestra Madre la Iglesia 171. Es una expresión de la tradición cristiana 172 que le sale de lo más hondo del alma, con tierna piedad y profundo sentido teológico. Véase, por ejemplo, el siguiente texto (citamos sólo algunas frases que muestran el hilo de la explicación): La Iglesia nos santifica, después de entrar en su seno por el Bautismo (...). Es una maravilla esa maternidad sobrenatural de la Iglesia, que el Espíritu Santo le confiere (...). Resalta con toda su grandeza el poder sacerdotal de la Iglesia, que procede directamente de Cristo (...), esta Madre Santa, que nos ha traído a la vida de la gracia y nos alimenta día a día con solicitud inagotable 173. La Iglesia es Madre porque ha recibido del Espíritu Santo el poder de comunicar la vida sobrenatural. Al llamarla Madre, san Josemaría transmite que la Iglesia es signo e instrumento universal de la comunión de los hombres con Dios. De aquí una convicción que expresa con palabras de san Cipriano: "No puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre" 174. Para salvarse es necesario formar parte de la Iglesia. No podemos olvidar que la Iglesia es mucho más que un camino de salvación: es el único camino. Y esto no lo han inventado los hombres, lo ha dispuesto Cristo: el que creyere y se bautizare, se salvará; pero el que no creyere, será condenado (Mc 16, 16) 175. No cabe duda de que fuera de la estructura visible de la Iglesia de Cristo se encuentran "elementos de santificación y de verdad" 176, pero a san Josemaría no le tranquiliza esa consideración: le consume el afán apostólico y lo quiere comunicar a todos los católicos. La consecuencia principal que saca del dogma de la necesidad de la Iglesia para la salvación es que el cristiano ha de ansiar que todos se salven: los que le rodean ahora y los hombres de todos los tiempos. No es ésta una pretensión quimérica, porque gracias al envío del Espíritu Santo el cristiano puede y debe empeñarse en la corredención de la humanidad entera 177. Un deseo vago e inoperante no basta. Debe ser una meta que incide de modo práctico en la vida. Un cristiano, escribe, ha de vivir de cara a la Iglesia universal, pensando en la salvación de todas las almas 178. Y en otro lugar añade: al reconocernos parte de la Iglesia e invitados a sentirnos hermanos en la fe, descubrimos con mayor hondura la fraternidad que nos une a la humanidad entera: porque la Iglesia ha sido enviada por Cristo a todas las gentes y a todos los pueblos 179. 1.6. LA IGLESIA, "PUEBLO DE DIOS" Así como la visión de la Iglesia en cuanto "comunión enraizada en la Santísima Trinidad" subyace en san Josemaría a la predicación de la llamada universal a la santidad...; así como su percepción de la Iglesia expresada en las palabras "Cristo presente entre nosotros" subyace a su doctrina del sentido de la filiación divina "en Cristo"...; y así como, en fin, la visión de la Iglesia en cuanto "sacramento de la presencia de Dios en el mundo" subyace a su vibrante insistencia en la dimensión apostólica de la vocación a la santidad...; así también la noción de la Iglesia como "Pueblo de Dios en el mundo", ampliamente presente en sus escritos, subyace a otro tema capital de su mensaje: la santificación del mundo desde dentro como misión propia y específica de los fieles laicos. La expresión "Pueblo de Dios" no designa la totalidad del misterio de la Iglesia, pero la describe tal como la vemos in terris, en camino hacia la Patria. Es efectivamente un "pueblo sacerdotal": sus miembros participan del sacerdocio de Cristo, está destinado a dar el verdadero culto a Dios y es signo e instrumento de la santificación de los hombres. San Josemaría recuerda en este sentido varias veces 1P 2, 9-10: "Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en propiedad, para que pregonéis las maravillas de Aquel que os llamó de las tinieblas a su admirable luz: los que un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios". Es bien sabido que el Concilio Vaticano II ha utilizado profusamente la imagen de "Pueblo de Dios", que ayuda a comprender el Cuerpo místico no como una realidad cerrada en sí misma, sino como un organismo abierto al mundo, para asumir la misión salvadora de la humanidad. De ahí que la noción de la Iglesia como "sacramento" constituya como el anillo de unión entre los conceptos de Cuerpo místico y de Pueblo de Dios. Esta concatenación de ideas es connatural al espíritu de vida cristiana que transmite san Josemaría. Una mirada al mundo, una mirada al Pueblo de Dios (cfr. 1P 2, 10) (...). Y, al reconocernos parte de la Iglesia e invitados a sentirnos hermanos en la fe, descubrimos con mayor hondura la fraternidad que nos une a la humanidad entera: porque la Iglesia ha sido enviada por Cristo a todas las gentes y a todos los pueblos (cfr. Mt 28, 19) 180. Le resulta inconcebible una vida de hijo de Dios, miembro del Cuerpo de Cristo, planteada de espaldas al mundo, precisamente porque al ser hijo es también heredero: tiene la misión de llevar el Evangelio a los hombres y de orientar todo a la gloria de Dios. La vocación laical pone de manifiesto con particular claridad este elemento constitutivo de la vocación cristiana (también presente, de otro modo, en la vocación religiosa). Se comprende así que la imagen de la Iglesia como "Pueblo de Dios en el mundo" tenga en san Josemaría unas connotaciones en parte distintas a las que posee en otros autores en torno al Vaticano II. Cuando habla del "Pueblo de Dios" alude, por lo general, a la misión de transformar el mundo, y más concretamente a la misión de los laicos de actuar como fermento en todas las realidades temporales. La Iglesia es la totalidad del Pueblo de Dios (...), allá donde hay un cristiano que se esfuerza por vivir en nombre de Jesucristo, allí está presente la Iglesia. (...) Corresponde a los millones de mujeres y de hombres cristianos que llenan la tierra, llevar a Cristo a todas las actividades humanas, anunciando con sus vidas que Dios ama a todos y quiere salvar a todos. Por eso la mejor manera de participar en la vida de la Iglesia, la más importante y la que, en todo caso, ha de estar presupuesta en todas las demás, es la de ser íntegramente cristianos en el lugar donde están en la vida, donde les ha llevado su vocación humana. (...) Cristianizar desde dentro el mundo entero, mostrando que Jesucristo ha redimido a toda la humanidad: ésa es la misión del cristiano 181. Para otros autores, la figura de "Pueblo de Dios" pone de manifiesto principalmente que la Iglesia no es una realidad ahistórica, sino que se desarrolla en el tiempo y que, para cumplir su misión, tiene que adaptar su organización y estructura a las circunstancias que evolucionan, como hacen los demás pueblos: hay elementos de la organización eclesiástica que pueden y deben cambiar con el tiempo. En cierto sentido, esta necesidad es evidente, y san Josemaría no sólo la comparte sino que contribuye él mismo a poner en marcha cambios importantes (por ejemplo, en diversos aspectos que afectan a los laicos). Siempre parte, sin embargo, de la base de que por "aggiornamento" se ha de entender "fidelidad" a la constitución divina de la Iglesia, y de que se ha de proceder en lo demás con prudencia, estimando el peso de la tradición cristiana 182. De todos modos, para él no es ésta la cuestión central. No resalta principalmente la necesidad de adaptar las estructuras eclesiásticas a los tiempos. Quedarse en esto, indicaría una mentalidad más bien clerical. Cuando habla del "Pueblo de Dios en el mundo" quiere impulsar la misión de la Iglesia –la evangelización–, que incluye la santificación personal en medio de la sociedad y la transformación cristiana de la cultura, con la promoción del bien común temporal y del auténtico progreso: una misión santificadora en la que los laicos tienen parte esencial, cooperando siempre con el sacerdocio ministerial. Los textos muestran a las claras en qué piensa san Josemaría cuando habla de la Iglesia como Pueblo de Dios: Los miembros del Pueblo de Dios (...) son todos corresponsables de la misión de la Iglesia 183. La Iglesia no la forman sólo los clérigos y religiosos, sino que también los laicos –mujeres y hombres– son Pueblo de Dios y tienen, por Derecho divino, una propia misión y responsabilidad 184. [El fiel laico ha de poner] de relieve –con la coherencia de su vida– la constante presencia de la Iglesia en el mundo, ya que todos los católicos son ellos mismos Iglesia, pues son miembros con pleno derecho del único Pueblo de Dios 185. En definitiva, cuando san Josemaría contempla la Iglesia como "Pueblo de Dios en el mundo", está en línea con la célebre afirmación de san Agustín: "mundus reconciliatus, Ecclesia" 186, el mundo reconciliado con Dios es la Iglesia. Con esta cuestión se relaciona estrechamente su insistencia, durante los años que siguen al Vaticano II, en que el fin (la finalidad) de la Iglesia es sobrenatural: la salvación de las almas, la plena comunión de los hombres con Dios. La Iglesia, en efecto, no sólo "es fin" ella misma, sino que "tiene un fin", y no hay en esto ninguna paradoja. Si la consideramos como la comunión de los santos con Dios, se nos presenta como fin último de la vida cristiana; pero si la consideramos como Iglesia peregrinante o Pueblo de Dios en este mundo –"Pueblo sacerdotal", como decíamos– tiene un fin, que es sobrenatural. San Josemaría dedica una entera homilía a explicar y defender este "fin sobrenatural de la Iglesia", frente a los intentos de sustituirlo por fines intramundanos. La Iglesia es de Dios, y pretende un solo fin: la salvación de las almas 187. Como Pueblo sacerdotal, su misión es aplicar la mediación de Cristo: dar culto a Dios y santificar a los hombres por los sacramentos, instruirlos en la doctrina salvadora y conducirlos conforme a ella. Toda su estructura está al servicio de ese fin. No tiene, en cambio, como fin el desarrollo científico, económico, etc., de la sociedad, porque no consiste en esto ni el culto ni la salvación de las almas. Pero no es ajena a las actividades temporales, precisamente porque ha de impulsar a sus miembros a santificarlas (que es también humanizarlas), administrándoles los medios pertinentes. San Josemaría acentúa mucho este punto, en primer lugar porque el fin de la Iglesia como Pueblo de Dios es el mismo que el fin último de la vida de cada fiel cristiano, y lógicamente le interesa recordar que la estructura de la Iglesia ha de estar a su servicio, no sólo teóricamente sino en la práctica. Junto a este motivo de carácter permanente hay otro circunstancial que tiene que ver, como decíamos, con la crisis postconciliar. Se percibe en esa época con fuerza la tentación de ordenar la Iglesia en último término a la solución de problemas humanos (muchas veces nobles, como la lucha por la justicia o por el progreso material), y surgen nuevas formas del vetusto intento de servirse de la Iglesia para ambiciones personales de poder y de influjo humano. Estas circunstancias dan ocasión a san Josemaría para ratificar principios fundamentales. Por una parte, a la vez que afirma que la Iglesia cumple institucionalmente una tarea asistencial de servicio de la caridad (cfr. Hch 6, 1-6), sale al paso de cualquier intento de desgajarla de su fin sobrenatural: Rechacemos (...) las teorías secularizantes, que pretenden identificar los fines de la Iglesia de Dios con los de los estados terrenos: confundiendo la esencia, las instituciones, la actividad, con características similares a las de la sociedad temporal 188. La Iglesia no es un partido político, ni una ideología social, ni una organización mundial de concordia o de progreso material, aun reconociendo la nobleza de esas y de otras actividades. La Iglesia ha desarrollado siempre y desarrolla una inmensa labor en beneficio de los necesitados, de los que sufren, de todos cuantos padecen de alguna manera las consecuencias del único verdadero mal, que es el pecado. Y a todos –a aquellos de cualquier forma menesterosos, y a los que piensan gozar de la plenitud de los bienes de la tierra– la Iglesia viene a confirmar una sola cosa esencial, definitiva: que nuestro destino es eterno y sobrenatural, que sólo en Jesucristo nos salvamos para siempre, y que sólo en Él alcanzaremos ya de algún modo en esta vida la paz y la felicidad verdaderas 189. Por otra parte, insiste en que el fin de la Iglesia no es otro que el de la evangelización. Éste, y no otro, es el fin de la Iglesia: la salvación de las almas, una a una. Para eso el Padre envió al Hijo, y yo os envío también a vosotros (Jn 20, 21). De ahí el mandato de dar a conocer la doctrina y de bautizar, para que en el alma habite, por la gracia, la Trinidad Beatísima: a mi se me ha otorgado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, e instruid a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñando a observar todas las cosas que yo os he mandado. Y estad ciertos de que yo permaneceré continuamente con vosotros hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 18-20). Son las palabras sencillas y sublimes del final del Evangelio de San Mateo: ahí está señalada la obligación de predicar las verdades de fe, la urgencia de la vida sacramental, la promesa de la continua asistencia de Cristo a su Iglesia. No se es fiel al Señor si se desatienden esas realidades sobrenaturales: la instrucción en la fe y en la moral cristianas, la práctica de los sacramentos. Con este mandato Cristo funda su Iglesia. Todo lo demás es secundario 190. 1.7. LA IGLESIA "UNA, SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA, ANIMADA POR EL ESPÍRITU SANTO" Estas palabras, procedentes de la homilía de Pentecostés de 1969 191, nos dan ocasión para concluir la síntesis de la visión de la Iglesia en san Josemaría con la enseñanza clásica de que el Espíritu Santo es como el "alma" de la Iglesia, su principio vital, enseñanza que se une a las cuatro "notas" que permiten descubrir la verdadera Iglesia, aquella en la que habita el Espíritu Santo como en un templo, con el Padre y el Hijo. El Hijo ha asumido una naturaleza humana para ser mediador entre Dios y los hombres y establecer así su Reino. Pero la mediación de Cristo ha de ser aplicada a cada hombre. Con este fin, como fruto de la Cruz, se derrama sobre la Humanidad el Espíritu Santo 192. El Paráclito ha sido enviado para atraer a todos hacia Cristo formando la Iglesia. Como el cuerpo humano está unificado y vivificado por el alma, así, de modo análogo, el Cuerpo místico de Cristo está unificado y vivificado por el Espíritu Santo. La Iglesia es una "comunión en el Espíritu" (Flp 2, 1; cfr. Ef 4, 4; 1Co 12, 13) 193. En efecto, la efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida 194. Une a los hijos de Dios, miembros vivos del Cuerpo místico de Jesucristo, no actuando "desde fuera", sino infundiendo en ellos la caridad, "vínculo de perfección" (Col 3, 14), participación en la Caridad infinita que es Él mismo 195. Además, les unge como sacerdotes, como ungió la Humanidad Santísima de Jesús (cfr. Lc 4, 18), haciéndoles partícipes del sacerdocio de Cristo –el común o también el ministerial– y concediéndoles dones jerárquicos y carismáticos, para que ellos mismos, con docilidad a sus inspiraciones y "consumados en la unidad" (Jn 17, 23), puedan actuar libremente, movidos por el amor, como mediadores entre Dios y los hombres. En estos términos se puede condensar la función del Espíritu Santo como "alma de la Iglesia" en el contexto teológico de san Josemaría 196. En las palabras del título de este apartado, la presencia del Espíritu Santo aparece unida a las cuatro "notas" de la Iglesia: "una, santa, católica y apostólica" 197, signos que la distinguen de cualquier otro tipo de reunión humana 198. En realidad, conformemente a su visión de la Iglesia "enraizada en la Trinidad", subraya que en ella habitan las tres Personas divinas. Por ejemplo, escribe: Mirad qué claras las palabras de San Agustín: Dios, pues, habita en su templo; no sólo el Espíritu Santo, sino también el Padre y el Hijo... Por tanto, la santa Iglesia es el templo de Dios, esto es, de la Trinidad entera (Enchiridion, 56, 15) 199. Naturalmente, lo uno no quita lo otro. Las tres Personas habitan en la Iglesia, pero el Padre y el Hijo envían al Espíritu Santo para que la santifique, la conserve en la verdad y la gobierne. Pero el término de su acción no es otro que hacer de la Iglesia templo de la Trinidad. De ahí que san Josemaría ponga las "notas" en relación con la Santísima Trinidad. Todos los que han amado de verdad a la Iglesia han sabido poner en relación esas cuatro notas con el más inefable misterio de nuestra santa religión: la Trinidad Beatísima 200. La homilía Lealtad a la Iglesia presenta en este sentido particular interés porque en ella el autor comenta cada una de las "notas", haciendo ver que permiten identificar a la verdadera Iglesia precisamente por su relación con Dios Trino. Este es el eje de la homilía que ahora queremos resaltar, dejando al margen otras consideraciones. La Iglesia en esta tierra es "una" porque las tres Personas de la Santísima Trinidad son un solo Dios; por esto hay "un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo" (Ef 4, 5), y a la vez una variedad de miembros, con dones y funciones diferentes (cfr. Rm 12, 4-6; 1Co 12, 12; etc.), que no impiden la comunión sino que le dan su carácter propio, en cierta analogía con la Trinidad de Personas del único Dios. Es "santa" porque es la misma comunión trascendente de las Personas divinas, que se abre a los hombres, y porque dispone, en consecuencia, de todos los medios para llevarnos a la santidad. Es "católica" porque se ha de extender universalmente, "para que Dios sea todo en todas las cosas" (1Co 15, 28), y porque es "la plenitud de quien llena todo en todas las cosas" (Ef 1, 23), siendo el Cuerpo de Cristo, en quien y para quien ha sido creado todo lo que existe (cfr. Col 1, 15-17); ya ahora es inicio de esa plenitud y abarca potencialmente a todos los hombres y a la entera creación. Finalmente es "apostólica" porque ha sido enviada, como el Hijo y el Espíritu Santo han sido enviados para reconciliar el mundo con el Padre, y su misión perdura, garantizada por la sucesión apostólica 201. En torno a las cuatro "notas", san Josemaría trata diversas cuestiones eclesiológicas, como el ecumenismo, la unidad, el hecho de que las deficiencias de los miembros no pueden destruir la esencial santidad de la Iglesia, etc. También se sirve del nexo entre las "notas", para resaltar otros puntos de la doctrina, especialmente que el Romano Pontífice es el centro visible de unidad –a la vez que garantía del respeto a la legítima variedad 202– y testimonio de la catolicidad y apostolicidad de la Iglesia. No podemos detenernos en todos estos temas, pero no quisiéramos omitir el del ecumenismo que, en la enseñanza de san Josemaría, aparece relacionado con la espiritualidad laical. Respecto al "ecumenismo" como diálogo oficial a nivel institucional entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas o las comunidades eclesiales surgidas de la Reforma, san Josemaría se limita a recordar que ese diálogo parte de la verdad de que la Iglesia es una sola. Repite la doctrina de la Constitución Lumen gentium, 8, que cita expresamente 203, pero no habla de ese ecumenismo institucional más que para mover a los fieles a sostenerlo rezando por la unidad. Con más frecuencia alude, en cambio, al ecumenismo que toma ocasión de la convivencia civil. La vida profesional y social implica muchas veces un contacto continuado con cristianos no católicos y con no cristianos. Se participa en empresas comunes y se comparten intereses e ideales: es lógico que la fe y sus consecuencias en la vida no queden al margen. Ciertos aspectos de la búsqueda de la unión de los cristianos entran en juego, sobre todo los que más se relacionan con la misión laical. Vale la pena recoger por extenso unas palabras que, si bien se refieren al Opus Dei, hacen referencia al espíritu –o sea a su mensaje– antes que a la institución: Son muchos, efectivamente –y no faltan entre ellos pastores y aun obispos de sus respectivas confesiones–, los hermanos separados que se sienten atraídos por el espíritu del Opus Dei y colaboran en nuestros apostolados. Y son cada vez más frecuentes –a medida que los contactos se intensifican– las manifestaciones de simpatía y de cordial entendimiento a que da lugar el hecho de que los socios del Opus Dei centren su espiritualidad en el sencillo propósito de vivir responsablemente los compromisos y exigencias bautismales del cristiano. El deseo de buscar la perfección cristiana y de hacer apostolado, procurando la santificación del propio trabajo profesional; el vivir inmersos en las realidades seculares, respetando su propia autonomía, pero tratándolas con espíritu y amor de almas contemplativas; la primacía que en la organización de nuestras labores concedemos a la persona, a la acción del Espíritu en las almas, al respeto de la dignidad y de la libertad que provienen de la filiación divina del cristiano; el defender, contra la concepción monolítica e institucionalista del apostolado de los laicos, la legítima capacidad de iniciativa dentro del necesario respeto al bien común: esos y otros aspectos más de nuestro modo de ser y trabajar son puntos de fácil encuentro, donde los hermanos separados descubren –hecha vida, probada por los años– una buena parte de los presupuestos doctrina-les en los que ellos y nosotros, los católicos, hemos puesto tantas fundadas esperanzas ecuménicas [ 204. En este largo texto está implícita lo que podríamos llamar la potencialidad ecuménica de dos características fundamentales del espíritu que transmite san Josemaría. En primer lugar, al fundar la vida cristiana en el sentido de la filiación divina, quienes tienen ese espíritu se encuentran, quizá sin advertirlo, en profunda sintonía con la tradición espiritual del Oriente cristiano, cuya médula es la transformación del creyente por el don del Espíritu Santo, su "divinización". "El Verbo de Dios se ha hecho hombre, el Hijo de Dios se ha hecho hijo del hombre, para que el hombre, unido al Verbo de Dios y recibiendo la adopción, llegue a ser hijo de Dios" 205, afirma san Ireneo; y comenta Tomáš Špidlík: "este resumen de la historia sagrada, repetido con algunas variantes en todas las épocas, se encuentra en la base de la enseñanza espiritual del Oriente cristiano, y tiene como única finalidad la divinización del hombre" 206. Con esa enseñanza, alma de la espiritualidad oriental, conecta profundamente, como decíamos, el ideal de una vida cristiana fundada en el sentido de la filiación divina y de la búsqueda de la identificación con Cristo que propone san Josemaría. En segundo lugar, quienes procuran vivir el espíritu de santificación del trabajo, sintonizan fácilmente con el aprecio de las realidades temporales y el reconocimiento de su valor teológico, común entre los cristianos de las comunidades surgidas de la Reforma. Ciertamente, como dice Charles Taylor, ese aprecio de lo terrenal procede en parte del rechazo de lo sagrado y de la mediación de la Iglesia 207, pero no por eso deja de constituir un importante punto de encuentro. Así puede verse en diversos textos representativos del acervo religioso de esas comunidades que cita el mismo Taylor 208. Esta "potencialidad ecuménica" del espíritu de san Josemaría ha sido puesta de relieve por Rafael Alvira 209. También para el diálogo con los no cristianos, la convivencia en la sociedad civil es para san Josemaría el cauce fundamental del que disponen los fieles laicos. Es además una ocasión para aprender de sus virtudes humanas que, si son auténticas, forman parte de la perfección cristiana. Sentimos predilección por el apostolado ad fidem: personas nobles y leales que, al acercarse a nosotros con ocasión del trabajo profesional y sentirse ganadas por la amistad sincera y el cariño de mis hijos, irán perdiendo toda posible aversión o indiferencia hacia la Iglesia, y (...) podrán llegar a recibir la gracia de la conversión y el gozo de la fe, sobre el fundamento de su rectitud 210. Es evidente que tanto el apostolado ad fidem en sentido estricto –atraer a la Iglesia a los no cristianos– como el ecumenismo y el apostolado ad plenitudinem fidei 211 –la amistad fraterna con los que, como bautizados, poseen diversos "elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la unidad católica" 212– están íntimamente relacionados con el espíritu de libertad porque exigen un respeto a la libertad personal que va más allá de la simple tolerancia. San Josemaría predica ese respeto, defendiendo la "libertad de las conciencias". Emplea esta noción, frecuente en el magisterio de Pío XI 213, en un sentido radical, extensivo a quienes objetivamente se encuentran en el error religioso, y anticipa así de algún modo la doctrina del Concilio Vaticano II sobre el derecho a la libertad social y civil en materia religiosa 214, aunque lo hace sin entrar en la cuestión de la laicidad del Estado 215. Lo veremos con más detalle en el capítulo 5º. Para san Josemaría ese respeto es la base indispensable de un verdadero espíritu ecuménico en la convivencia diaria: Desde el principio de la Obra, y no sólo desde el Concilio, se ha procurado vivir un catolicismo abierto, que defiende la legítima libertad de las conciencias, que lleva a tratar con caridad fraterna a todos los hombres, sean o no católicos, y a colaborar con todos, participando de las diversas ilusiones nobles que mueven a la humanidad 216. En los demás temas que san Josemaría trata al hablar de las cuatro "notas" de la Iglesia, sustancialmente se limita a recordar la doctrina del Vaticano II y su continuidad con el Magisterio precedente. No podemos detenernos en todos ellos. Nos basta señalar lo que, a nuestro entender, constituye su visión de fondo en este punto: que la Iglesia, caracterizada por esas cuatro notas, se nos muestra como organismo visible de la comunión invisible de los hombres con Dios en Cristo, comunión que es signo e instrumento de salvación para el mundo. * * * Los elementos de la visión de la Iglesia en san Josemaría que se han resumido abren el camino para comprender mejor que el fin último de la vida cristiana es edificar la Iglesia. Hemos tratado de poner la base para estudiarlo en el apartado siguiente. Nos parece que esa afirmación ya no puede resultar ahora chocante o absurda, como sonaría para quien viera en la Iglesia una institución terrena, ya que en la edificación de una sociedad humana no puede agotarse de ningún modo el sentido de la existencia del cristiano. Incluso si fuera la Iglesia una realidad humana divinizada no podría constituir el fin último de la vida espiritual. La Iglesia no ha sido constituida primero en su ser natural, para ser después unida a Cristo. La Iglesia es, desde su raíz, divina y humana: es la comunión trinitaria abierta a los hombres para acogerlos en Cristo. Análogamente a como Cristo es perfecto Dios y perfecto hombre y no sólo un hombre divinizado, así la Iglesia es, a la vez e inseparablemente, una realidad divina y humana. Sólo viéndola desde la Santísima Trinidad, como Cuerpo de Cristo y animado por el Espíritu Santo, se comprende que es "sacramento de salvación" para el mundo. Y sólo desde esta perspectiva –que no reduce la Iglesia a sociedad visible aunque englobe este aspecto de su ser–, resulta claro que edificar la Iglesia es formar la comunión de los hombres con Dios y puede ser fin último del vivir cristiano. Si tuviéramos que elegir una frase, entre los textos de san Josemaría que hemos citado, para sintetizar este aspecto de su enseñanza, escogeríamos esta: no se puede separar la Iglesia visible de la Iglesia invisible 217. En su literalidad se trata de una afirmación clásica; en la predicación de Josemaría Escrivá de Balaguer es, más que una fórmula que se repite, una verdad profundamente meditada que ilumina toda su doctrina espiritual. 2. COOPERAR CON EL ESPÍRITU SANTO EN LA EDIFICACIÓN DE LA IGLESIA Hemos visto algunos elementos centrales del pensamiento eclesiológico de san Josemaría. Pasamos a considerar en qué consiste este edificar la Iglesia que reconocemos como fin de la vida cristiana. En los textos de san Josemaría, las alusiones a la edificación de la Iglesia en general son escasas, pero son, en cambio, muy numerosas las referencias al modo concreto de edificarla al que dedicó su vida: hacer el Opus Dei al servicio de la Iglesia. Neta y clara es su convicción: si la Obra no sirve a la Iglesia, no sirve para nada: ¡para eso ha nacido, para eso la ha querido Dios! 218 En su mente no hay distancia entre hacer el Opus Dei y edificar la Iglesia, porque al buscar la santificación en medio del mundo con el espíritu que él transmite y al tratar de extenderlo, los fieles del Opus Dei no hacen otra cosa que edificar la Iglesia en el mundo. Por eso, si queremos exponer con integridad la enseñanza de san Josemaría sobre este tema, hemos de dedicar un apartado a ese modo particular de edificar la Iglesia que es "hacer el Opus Dei". Surge aquí una dificultad. Lo más lógico es hablar primero de lo general (la edificación de la Iglesia) y después de lo particular (hacer el Opus Dei al servicio de la Iglesia). Y así lo haremos. Pero al ser pocos los textos que se refieren explícitamente a la edificación de la Iglesia en general, también serán pocas las citas de san Josemaría que incluiremos al tratar la primera parte, por lo que podría parecer que nuestra exposición no nace de su doctrina. Hacemos notar, por eso, que el presente apartado ha de considerarse en su conjunto, y que sólo después de leer el epígrafe 2.3. (sobre "un modo específico de edificar la Iglesia": hacer el Opus Dei), se verá que lo dicho con anterioridad está elaborado a partir de la enseñanza de san Josemaría. 2.1. EL ESPÍRITU SANTO EDIFICA LA IGLESIA Retomemos el hilo del capítulo 2º, en el que vimos que para dar gloria a Dios hay que contribuir al reinado de Cristo. El fin de la vida cristiana es que Cristo reine en el propio corazón y en el mundo, y Cristo reina en quien le ama. Querer que reine o amarle implica ante todo acoger su mediación sacerdotal: dejarse santificar, enseñar y gobernar por Él. Y puesto que, al acoger su mediación, el cristiano es hecho "mediador en Cristo", participando de su sacerdocio, querer que Jesús reine implica también ejercer esa mediación suya: tanto la ascendente, dando culto a Dios en unión con su Sacrificio, como la descendente, siendo instrumentos o miembros suyos para santificar, enseñar y guiar a otros a la santidad. Todo esto se lleva a cabo en la Iglesia. Se ha escrito que en la predicación de san Josemaría, "la Iglesia se muestra como el ámbito del reinado de Cristo que se establece por la Palabra de Dios que, en la Iglesia, suscita la respuesta de la fe; y por los sacramentos, que realizan verdaderamente lo anunciado" 219. En la Iglesia, el cristiano recibe la mediación de Cristo, y es hecho mediador en Cristo para dar culto a Dios y para santificar, enseñar y guiar a los hombres. Al hacerlo así dilata el Reino de Jesucristo. Por esto la Iglesia es "germen e inicio" 220 de este Reino en el mundo, análogamente a como una semilla que comienza a brotar es inicio y germen de la planta misma. Es "inicio" del Reino, porque la Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros 221 y porque sus miembros vivos están sometidos a la Cabeza por el amor, de modo que Cristo reina en ellos, aunque todavía no acabadamente, porque no han alcanzado la santidad plena y la caridad perfecta. Es también "germen", porque tiene la capacidad de desarrollar el Reino de Cristo o de hacerlo germinar, gracias al poder del sacerdocio y a los carismas que reciben sus miembros: el Señor ha confiado en nosotros para llevar almas a la santidad, para acercarlas a Él, unirlas a la Iglesia, extender el reino de Dios en todos los corazones 222. Esta relación de la Iglesia con el Reino se encuentra en la base de la afirmación de san Josemaría según la cual exigencia de la gloria de Dios y del reinado de Cristo es que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María 223. Dar gloria a Dios buscando que Cristo reine, se traduce en procurar que todos los hombres se incorporen a la Iglesia visible –que lleguen a estar "con Pedro", en comunión con su sucesor– donde se unen vitalmente a Cristo y crecen en esa unión, participando como hijos en el Hijo en la comunión de las Personas divinas (y todo "por María", como veremos al final del capítulo). Pero procurar que "todos con Pedro vayan a Jesús por María" es un fin sobrenatural, que excede por completo las fuerzas humanas. Sólo el Espíritu Santo puede atraer a los hombres a la unión con Cristo en la Iglesia. Para esto ha sido enviado por el Padre y el Hijo. San Josemaría cita en este sentido las palabras del Crisóstomo: "si el Espíritu Santo no estuviera presente, la Iglesia no existiría" 224. Todo es obra suya, pero el cristiano puede cooperar con el Paráclito en la edificación de la Iglesia, y es así como busca que Cristo reine y da gloria a Dios. Por eso veamos primero en qué consiste la acción del Paráclito y luego cómo coopera el cristiano con esa acción. En un Domingo de Resurrección, después de recordar las palabras del Señor: "Os digo la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si yo no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros, pero si me voy, os lo enviaré" (Jn 16, 7), san Josemaría comenta: Esos eran los designios de Dios: Jesús, muriendo en la Cruz, nos daba el Espíritu de Verdad y de Vida 225. El Señor había anunciado que por su Sacrificio atraería a todos hacia sí (cfr. Jn 12, 32), y la promesa se realiza con el envío del Paráclito. El Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la santificación que Él nos mereció en la tierra 226. Por su acción somos atraídos a Cristo y unidos vitalmente a Él, como miembros de su Cuerpo. Los Hechos de los Apóstoles, al narrarnos los acontecimientos de aquel día de Pentecostés en el que el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego sobre los discípulos de Nuestro Señor, nos hacen asistir a la gran manifestación del poder de Dios, con el que la Iglesia inició su camino entre las naciones. La victoria que Cristo –con su obediencia, con su inmolación en la Cruz y con su Resurrección– había obtenido sobre la muerte y sobre el pecado, se reveló entonces en toda su divina claridad. (...) Aquel día se incorporaron a la Iglesia, termina diciéndonos el texto sagrado, cerca de tres mil personas (cfr. Hch 2, 37-41). La venida solemne del Espíritu en el día de Pentecostés no fue un suceso aislado. Apenas hay una página de los Hechos de los Apóstoles en la que no se nos hable de Él y de la acción por la que guía, dirige y anima la vida y las obras de la primitiva comunidad cristiana: Él es quien inspira la predicación de San Pedro (cfr. Hch 4, 8), quien confirma en su fe a los discípulos (cfr. Hch 4, 31), quien sella con su presencia la llamada dirigida a los gentiles (cfr. Hch 10, 44-47), quien envía a Saulo y a Bernabé hacia tierras lejanas para abrir nuevos caminos a la enseñanza de Jesús (cfr. Hch 13, 2-4). En una palabra, su presencia y su actuación lo dominan todo. Esa realidad profunda que nos da a conocer el texto de la Escritura Santa, no es un recuerdo del pasado, una edad de oro de la Iglesia que quedó atrás en la historia. Es, por encima de las miserias y de los pecados de cada uno de nosotros, la realidad también de la Iglesia de hoy y de la Iglesia de todos los tiempos 227. ¿Cómo edifica el Espíritu Santo la Iglesia? Edificarla es construir la comunión de los hombres con Dios, en Jesucristo. Al tener esa comunión una dimensión invisible y otra visible, sus vínculos corresponden también a esa doble dimensión. El vínculo de comunión invisible es la caridad, participación del Espíritu Santo, lazo de amor entre el Padre y el Hijo 228. Gracias a ese vínculo, la multitud de los creyentes que se formó después de Pentecostés, "tenia un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32). Este vínculo de la caridad tiene dos manifestaciones: une a cada fiel con los Pastores de la Iglesia y de modo especial con el Romano Pontífice, Pastor de la Iglesia universal, que san Josemaría llama Padre común de todos los cristianos 229 (por eso, en este caso, la caridad es una caridad filial); y une con los demás miembros del Cuerpo místico (caridad fraterna). Se puede decir, pues, que estas dos manifestaciones de la caridad son la filiación y la fraternidad sobrenaturales que hacen de la Iglesia "familia de Dios", o "familia de los hijos de Dios" 230. Por su parte, los vínculos de comunión visible se aprecian también desde el día mismo de Pentecostés, cuando la efusión del Espíritu Santo plasmó, en la reunión de los discípulos en el Cenáculo, la primera manifestación pública de la Iglesia 231. Los Hechos de los Apóstoles concluyen el relato de ese día con unas palabras en las que se descubren esos vínculos de comunión visible: "perseveraban asiduamente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones" (Hch 2, 42). Así nos describen las Escrituras –comenta san Josemaría– la conducta de los primeros cristianos: congregados por la fe de los Apóstoles en perfecta unidad, al participar de la Eucaristía, unánimes en la oración. Fe, Pan, Palabra 232. En otro momento los describe citando un texto del Concilio: La unidad de la Iglesia se manifiesta y confirma en los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del gobierno y de la comunión eclesiástica (Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 14) 233. San Josemaría se refiere a esos lazos también con otros términos: son la unidad en la doctrina del Magisterio, en los sacramentos, en el régimen supremo 234. Más que de tres vínculos se trata de un triple vínculo, pues cada uno de ellos sólo puede darse plenamente junto con los otros dos 235. Este triple vínculo se forma gracias a la acción del Paráclito, y lógicamente tiene una estrecha relación con el de la caridad. Por una parte, la comunión invisible en la caridad se expresa en los víncu los visibles 236. A su vez, éstos no sólo la manifiestan sino que también la causan. "La dimensión visible de la koinwniaven la Iglesia in terris no es solamente una "manifestación visible" de la comunión interior en la gracia y en la caridad –escribe Fernando Ocáriz– sino que existe entre ellas una precisa vinculación causal: por esto la Iglesia en este mundo no es sólo comunión sino también sacramento de la comunión, teniendo en sí la fuerza de ser para todos "inseparabile unitatis sacramentum" (San Cipriano, Ep 69, 6)" 237. La relación entre los vínculos de unión visible y la caridad está implícita de algún modo en las palabras "omnes cum Petro ad Iesum", según las cuales la unión de los hombres con Cristo (unión invisible por la caridad) se realiza por medio de la comunión con el Sucesor de Pedro (unión visible por el triple vínculo). En definitiva, la acción con la que el Espíritu Santo edifica la Iglesia consiste en formar los vínculos de comunión invisible y visible. El Paráclito infunde la caridad en los corazones y mueve a los fieles –a cada uno según su función en el Cuerpo místico– para que se manifieste visiblemente la comunión en la profesión de la misma fe, en la participación en los mismos sacramentos y en la unión con los pastores: vínculos visibles que nacen de la caridad y se ordenan a su incremento. San Josemaría no formula en estos términos la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, pero nos parece que ésta es la visión de fondo que sustenta su doctrina. Dice que, siendo obra de la Trinidad Santísima 238, la Iglesia en esta tierra está gobernada por el Espíritu Santo 239, que la guía, dirige y anima 240; y que la acción propia de quien es el lazo de amor entre el Padre y el Hijo 241, es la de unir a los hijos de Dios con la caridad y con los vínculos visibles de la Iglesia en esta tierra, como ya hemos señalado con sus palabras 242. La relación entre la unión invisible y los lazos visibles se encuentra expresada en la afirmación –también citada– de que la unidad de la Iglesia no sólo "se manifiesta" en los vínculos de fe, sacramentos y gobierno, sino que "se confirma" a través de ellos. Como veremos en el apartado siguiente, los cristianos están llamados a cooperar con la acción del Espíritu Santo para la edifi cación de la Iglesia, poniendo en ejercicio el sacerdocio común y el ministerial, así como los dones y carismas que cada uno ha recibido, para tejer los vínculos visibles como manifestación del amor, y extenderlos a toda la humanidad. Es el mismo Espíritu Santo quien les ha hecho partícipes del sacerdocio de Cristo y les ha comunicado esos dones para que puedan cooperar al crecimiento del Cuerpo de Cristo. Porque con esa cooperación, no sólo se manifiesta la caridad, sino que el Paráclito la causa o infunde. El Espíritu Santo intensifica así la comunión en la caridad entre los miembros del Cuerpo místico y atrae a todos los hombres a la unión con Cristo en su Iglesia. En esa cooperación, realizada por amor a Dios, consiste el fin de la vida cristiana. Pasemos a describirla con más detalle. 2.2. LA COOPERACIÓN DEL CRISTIANO EN LA EDIFICACIÓN DE LA IGLESIA. SANTIFICACIÓN Y APOSTOLADO Acabamos de ver que el Espíritu Santo edifica la Iglesia uniendo a los fieles con el vínculo de la caridad y con los tres víncu los de unidad visible. Por su parte, el cristiano edifica la Iglesia cooperando a esta acción del Paráclito. En cuanto a la caridad, el Espíritu Santo sólo la infunde y acrecienta si el cristiano coopera libremente apartando los obs táculos, con la ayuda de la gracia actual (hablamos, lógicamente, del cristiano con uso de razón). Pero siendo la caridad participación de la Caridad infinita, es también –como lo es la gracia habitual o santificante–, participación de la plenitud con la que ha llenado el Corazón humano de Cristo, por lo que el cristiano puede amar como Cristo, con su mismo amor (cfr. Jn 13, 34). Para infundir, pues, la caridad en el cristiano y llevarle a dirigir todos sus actos a la gloria de Dios, el Espíritu Santo le pone en "contacto espiritual" con Cristo. Gracias a este "contacto", del que hemos hablado 243, el hombre es santificado, enseñado y guiado por Cristo glorioso. Y así, unido a Él en su Cuerpo, es hecho instrumento para la unión de los demás miembros y de todos los hombres con Cristo. Cuando el cristiano coopera con esta acción del Paráclito, edifica la Iglesia: contribuye al arraigo universal del vínculo de la caridad, hasta la segunda venida de Cristo, cuando será consumada la unidad de todos los elegidos con Cristo y, en Él, con el Padre. Todo esto resultaría quizá vago si no existieran los vínculos visibles que manifiestan y fortalecen la unidad en la caridad. Era preciso hablar antes de la caridad que de esos lazos, pues sólo si se desarrollan por amor forman parte del acto que es fin de la vida cristiana. Pero, a su vez, no podemos dejar de hablar de ellos, pues son prueba de que hay caridad y son camino para incrementarla. Si se descuidaran, la caridad sería un "amor sin obras", no sería auténtica. Recordemos aquel dicho que se grabó a fuego en el corazón del joven sacerdote: "Obras son amores y no buenas razones" 244. El amor a Dios es verdadero si lleva a cumplir su Voluntad; y la Voluntad de Dios ha de cumplirse por amor: sólo entonces se realiza el fin último de la vida cristiana 245. Pasemos, pues, a considerar nuestra cooperación en la edificación de los vínculos de unidad visible. Antes hemos descrito esos vínculos como realidades ya constituidas: fe, sacramentos, gobierno pastoral. Ahora los expresamos desde la perspectiva de la Teología espiritual, como actos que ha de realizar el cristiano para edificar la Iglesia: 1) Profesar la fe de la Iglesia "cum Petro". Profesar es asentir interiormente y también dar testimonio externo, con la palabra y con la conducta (cfr. Mt 5, 14-15), "siempre dispuestos –escribe san Pedro– a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pida" (1P 3, 16). Exige conocer la doctrina de fe y llevar una vida de fe: una conducta capaz de testimoniar la fe en todo momento. La "fe de la Iglesia" son todas las verdades contenidas en la Revelación, transmitidas por la Iglesia, con la asistencia del Espíritu Santo al Sucesor de Pedro y a los Obispos en comunión con él. Es la fe de Pedro, y por eso san Josemaría dice cum Petro. A los Apóstoles confió Jesús la misión de ser testigos de su Vida, de su Muerte y de su Resurrección y, confirmándolos por la efusión del Espíritu Santo, constituyó en su Iglesia un magisterio infalible, edificado sobre la roca firme de Pedro, cuya cátedra conserva inalterable la tradición apostólica (cfr. S. Ireneo, Adv. haer. 3, 3, 2). La Iglesia, columna et fundamentum veritatis (1Tm 3, 15), columna y fundamento de la verdad, prolonga entre todos los hombres, a lo largo de los siglos y hasta el fin de los tiempos, aquella labor de formación y enseñanza que Jesús entregó a los primeros Doce 246. 2) Participar en los sacramentos, medios de santificación y de culto público de la Iglesia. Dios, aunque nos concede su gracia de muchos otros modos, ha instituido expresa y libremente –sólo Él podía hacerlo– estos siete signos eficaces, para que de una manera estable, sencilla y asequible a todos, los hombres puedan hacerse partícipes de los méritos de la Redención 247. La vida sacramental es vínculo de unidad porque todos los que celebran los sacramentos reciben una misma vida sobrenatural y dan un mismo culto a Dios. Vínculo de unidad es sobre todo la Santísima Eucaristía, fuente y culmen de toda la vida de la Iglesia, como estudiaremos más adelante. 3) El tercer vínculo visible es reconocer la potestad de gobierno en la Iglesia, de acuerdo con su constitución divina, y acoger con espíritu de obediencia los mandatos, consejos y exhortaciones del Romano Pontífice y de los Obispos, y en general de quienes ejercen legítimamente funciones de gobierno en orden a la santidad. La Iglesia, por voluntad divina, es una institución jerárquica. Sociedad jerárquicamente organizada la llama el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, 8), donde los ministros tienen un poder sagrado (Lumen gentium, 18). La jerarquía no sólo es compatible con la libertad, sino que está al servicio de la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 21). (...) Jerarquía significa gobierno santo y orden sagrado, y de ningún modo arbitrariedad humana o despotismo infrahumano. En la Iglesia el Señor dispuso un orden jerárquico, que no ha de transformarse en tiranía: porque la autoridad misma es un servicio, como lo es la obediencia 248. Estos son los tres vínculos de comunión visible de la Iglesia, presentes ya en las palabras con las que Jesús confiere el mandato apostólico (cfr. Mt 28, 19-20). En virtud de ellos la inmensa variedad de hombres, de razas, de pueblos, de culturas, aparece –sin perder sus nobles características peculiares– en unidad de gracia, de doctrina y de régimen supremo 249. Asumir personalmente, por amor a Dios, estos vínculos, y procurar, también por amor, que otros los asuman, es edificar la Iglesia, porque esos lazos expresan la caridad y la fortalecen; y la caridad, repitámoslo, es el vínculo de comunión invisible, participación del mismo vínculo subsistente de unión del Padre y el Hijo, que es el Espíritu Santo. Es patente que ese triple vínculo de unión visible corresponde al triplex munus de la mediación sacerdotal de Cristo –enseñar, santificar y gobernar–, de la que participan todos los miembros de la Iglesia. El vínculo de la "profesión de la fe", en el sentido de asumirla y transmitirla, es, por su objeto, efecto propio del munus docendi (que comprende tanto el ser enseñado como el enseñar); el vínculo de la "participación en los sacramentos" corresponde al munus sanctificandi; y el vínculo del "gobierno" corresponde al munus regendi, que implica dejarse guiar y guiar a otros a la santidad. Este paralelismo no es casual. La Iglesia es inicio y germen del Reino de Cristo. El ejercicio de los tria munera por el que se busca el reino de Cristo, edifica la Iglesia. La formación de los vínculos de unidad es efecto del ejercicio del triple oficio de Cristo Sacerdote, participado por los fieles, y de los carismas que les concede el Paráclito para que cada uno realice su misión. La edificación de la Iglesia como supremo acto de amor, implica el ejercicio del sacerdocio (común o ministerial) y el empleo de los demás dones recibidos. En la Iglesia (...) uno solo es el fin: la santificación de los hombres. Y en esta tarea participan de algún modo todos los cristianos, por el carácter recibido con los Sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Todos hemos de sentirnos responsables de esa misión de la Iglesia, que es la misión de Cristo 250. La referencia, en estas palabras, al "carácter sacramental" (participación en el sacerdocio de Cristo) pone de manifiesto lo que venimos diciendo. San Josemaría no menciona aquí el sacramento del Orden porque está hablando de todos los cristianos, pero evidentemente se aplica de modo análogo: quienes reciben la ordenación sacerdotal, han de ejercer su ministerio para edificar la Iglesia. La importancia de que se actualice el sacerdocio común resulta patente en cualquier caso: La extensión del Reino de Dios no es sólo tarea oficial de los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han recibido de Él los poderes sagrados. Vos autem estis corpus Christi (1Co 12, 27), vosotros también sois cuerpo de Cristo, nos señala el Apóstol 251. Cada miembro de la Iglesia, al participar en el sacerdocio de Cristo, no es solamente "receptor" de la vida sobrenatural sino miembro para comunicarla. El Señor ha confiado en nosotros para llevar almas a la santidad, para acercarlas a Él, unirlas a la Iglesia, extender el reino de Dios en todos los corazones 252. El cristiano no puede limitarse simplemente a "estar" en la Iglesia, como si los vínculos que le unen a ella fueran algo externo o inerte y no expresión y cauce de vida sobrenatural. Recordemos unas palabras ya citadas: Estar en la Iglesia es ya mucho: pero no basta. Debemos ser Iglesia 253. "Ser Iglesia" (signo e instrumento de salvación), implica cooperar con el Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia: en uno mismo (con la santificación personal) y en los demás (con el apostolado, siendo instrumentos para comunicar a otros la vida sobrenatural, ya sea procurando que se incorporen a la Iglesia o que se unan más estrechamente a su Cabeza). Llegamos así al modo más frecuente de formular el fin último de la vida cristiana en la predicación de san Josemaría. Lo enuncia ya en una anotación de 1931: Santificarse y salvar almas. Omnes, cum Petro, ad Iesum per Mariam 254. En estas palabras puede verse cómo entiende la tercera jaculatoria (después del Deo omnis gloria! y del Regnare Christum volumus!) con la que ha designado ese fin último. Procurar que todos, en unión con el Sucesor de Pedro, vayan a Jesús por María equivale en su enseñanza a "santificarse y salvar almas": a procurar la santificación propia y la de todas las personas. Santificación y apostolado son términos cuyo sentido pleno sólo se puede captar en el contexto de la edificación de la Iglesia, y ésta en el contexto de la gloria de Dios y del Reino de Cristo. Hemos visto, en efecto, que dar gloria a Dios es vivir vida sobrenatural de hijos de Dios (ser "santos") y reflejar su gloria para que los demás le glorifiquen. Después hemos mostrado que, para lograrlo, es necesario que Cristo reine en el propio corazón y en todas las almas. Por último, ya en este capítulo, hemos considerado que el Espíritu Santo nos hace hijos de Dios en Cristo incorporándonos a la Iglesia y constituyéndonos en cooperadores de su edificación. Pues bien, esa cooperación nuestra con la acción del Espíritu Santo se llama propiamente santificación y apostolado. "Santificar" es "hacer santo". El cristiano es hecho santo –partícipe de la vida divina como hijo adoptivo de Dios–, por la infusión y el aumento de la gracia o vida sobrenatural. San Josemaría habla de "santificarse" no porque uno pueda hacerse santo a sí mismo, sino porque puede colaborar con la acción del Espíritu Santo que es quien hace santo, es decir, miembro de la Iglesia santa, de la Comunión de los santos unidos por la caridad. "Santificarse" consiste en cooperar en el crecimiento en caridad, para "ser Iglesia" cada vez más plenamente. "Apóstol" viene del griego Apóstolos, enviado. El apóstol es el enviado por Jesucristo con la misión de evangelizar a todas las gentes, es decir, de incorporarlas a la Iglesia y, una vez incorporadas, de unirlas cada vez más a Cristo. Igual que con el término anterior, está claro que el cristiano no puede por sí mismo incorporar a nadie a la Iglesia. Quien atrae a Cristo es el Espíritu Santo, pero realiza esta misión a través de los cristianos que son "enviados", hechos apóstoles. Este nombre se aplica en primer lugar a los Doce, testigos de la Resurrección de Jesucristo, pero también han de ser apóstoles todos los cristianos, cada uno de acuerdo con su participación en el sacerdocio de Cristo y con la misión que ha recibido. El "apostolado" es la tarea que realizan en el cumplimiento de su misión, cooperando con la acción del Espíritu Santo. En definitiva, los términos santificación y apostolado designan la cooperación con el Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia, tanto en nosotros mismos como en los demás. "Santificación" y "apostolado" son dos aspectos de una sola acción (edificar la comunión de los hombres con Dios), fin último de la vida espiritual. San Josemaría emplea centenares de veces estos dos términos juntos, casi como un estribillo de su predicación: la santificación forma una sola cosa con el apostolado 255. A veces pone el acento en uno solo de los dos aspectos, mostrando que es inseparable del otro y como su conditio sine qua non. Por ejemplo, escribe en Camino: Si eres generoso..., si correspondes, con tu santificación personal, obtendrás la de los demás: el reinado de Cristo: que "omnes cum Petro ad Jesum per Mariam" 256. La santificación y el apostolado son, como decíamos, acción del Espíritu Santo y del cristiano. Quien edifica la Iglesia es el Espíritu, pero con la cooperación del cristiano, que se santifica cuando permite que el Paráclito le aplique la mediación de Cristo; y hace apostolado cuando permite que la extienda a través suyo a los demás. La santificación propia y ajena no es algo que el cristiano puede lograr con sus fuerzas, pero tampoco se da sin su libre colaboración. "Trabajo afanosamente con la fuerza de Cristo, que actúa poderosamente en mí" (Col 1, 29; cfr. Jn 15, 5), escribe san Pablo. El poder de Cristo obra en él por la acción del Espíritu, pero el Apóstol se empeña en secundarla. Siendo la santificación y el apostolado acción del Espíritu Santo y del cristiano, no lo son, sin embargo en el mismo sentido. Nuestra cooperación es suscitada por el Paráclito. "Trabajad por vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito" (Flp 2, 12-13). No hay que entender la acción del cristiano y la del Espíritu Santo como dos fuerzas convergentes dentro de un mismo plano. El misterio de la vida sobrenatural es más profundo. La misma acción con la que el cristiano coopera, aunque es obra suya –si no quiere, no la realiza–, es fundamentalmente obra del Espíritu Santo. "Nadie puede decir: ¡Señor Jesús!, sino por el Espíritu Santo" (1Co 12, 3). Por eso, como recuerda san Josemaría, la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad 257. Esa docilidad no es inercia. Nuestra santificación personal es un don de Dios; pero el hombre no puede permanecer pasivo 258. El cristiano ha de ser dócil al Amor trascendente, pero las obras en las que se traduce las debe descubrir con su inteligencia iluminada por la fe, y ha de quererlas y realizarlas con la libertad de un hijo de Dios: con su libre y responsable iniciativa, guiada por la acción del Espíritu 259. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: negociad, mientras vengo (Lc 19, 13). Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos 260. En este tema se encuentran implicadas las relaciones entre gracia divina y libertad humana, que veremos con más detalle en el capítulo 5º. La acción del Espíritu Santo que funda las acciones sobrenaturales del cristiano se distingue de la acción divina que sostiene el ser natural de los actos humanos: es de otro orden. De ahí que los efectos de las acciones con las que cooperamos con el Paráclito –los frutos de santidad y de apostolado– sean exclusivamente obra del Espíritu Santo, regalo de su infinita Bondad. Convencido de esta verdad, escribe san Josemaría: No he dudado jamás de que los trabajos que haya hecho a la largo de mi vida en servicio de la Iglesia Santa, no los he hecho yo: sino el Señor, aunque se haya servido de mí: no puede el hombre atribuirse nada, si no le es dado del cielo (Jn 3, 27) 261. Sólo queda por añadir una observación que reviste importancia por el hecho de que la enseñanza de san Josemaría sobre la edificación de la Iglesia se dirige principalmente a fieles laicos y a sacerdotes seculares. En el capítulo anterior se habló de la relación entre querer que Cristo reine y buscar el bien común temporal y, por tanto, el progreso humano. Vimos que procurar este progreso espiritual y material, ordenándolo al reinado de Cristo, forma parte esencial de la misión de santificar las actividades temporales, propia de los laicos. Ahora estamos en condiciones de añadir que, puesto que la Iglesia es inicio del Reino de Cristo, al cumplir los laicos este aspecto de su misión, edifican a la vez la Iglesia y la sociedad humana. Un fiel laico edifica la Iglesia en el mundo cuando procura santificarse en su trabajo, sus deberes familiares y sus relaciones sociales y santificar a los demás por medio de esos quehaceres. El apostolado no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional 262. El laico, como ha escrito Alfredo García Suárez, "hace presente a Cristo y a su Iglesia cuando su comportamiento en el mundo es traducción coherente de su fe (...). La actividad secular es "eclesial", pero no "eclesiástica" (...). Los creyentes, integrados en el mundo por su "vocación humana", realizan la misión de la Iglesia al realizar cristianamente sus tareas mundanales" 263. Es cierto que el laico edifica la Iglesia también cuando colabora en la organización eclesiástica. No debe perder de vista sin embargo que, tratándose de una aportación significativa y muchas veces necesaria, su misión específica es otra: la santificación de las actividades temporales desde dentro. Si desatendieran su trabajo en el mundo, para ocuparse de las labores eclesiásticas, harían ineficaces los dones divinos recibidos, y por la ilusión de una eficacia pastoral inmediata producirían un daño real a la Iglesia: porque no habría tantos cristianos dedicados a santificarse en todas las profesiones y oficios de la sociedad civil, en el campo inmenso del trabajo secular 264. Si se perdiera esto de vista, se podría producir una deformación que san Josemaría describe con trazos vivos: el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino 265. Para alejar de este peligro, recuerda a continuación que es en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres 266. Por otra parte, la edificación de la Iglesia comporta, para los fieles laicos –aunque no se reduce a esto–, el empeño de promover el bien común temporal de la sociedad humana. San Josemaría subraya que el modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina 267. En la vida espiritual que predica hay una total armonía entre lo temporal y lo eterno. El cristiano debe saberse al mismo tiempo parte de la Iglesia y del Estado, asumiendo cada uno plenamente, por lo tanto, con toda libertad su individual responsabilidad de cristiano y de ciudadano 268. 2.3. UN MODO ESPECÍFICO DE EDIFICAR LA IGLESIA Bastantes de los textos de san Josemaría sobre el ideal expresado en la jaculatoria Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! –y, por tanto, sobre la edificación de la Iglesia–, se dirigen a los fieles del Opus Dei. Por ejemplo, les escribe: Fielmente pegados al Vicario de Cristo en la tierra –al dulce Cristo en la tierra–, al Papa, tenemos la ambición de llevar a todos los hombres los medios de salvación que tiene la Iglesia, haciendo realidad aquella jaculatoria, que vengo repitiendo desde el día de los Santos Ángeles Custodios de 1928: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! 269 En el caso de estas palabras no hay dificultad alguna para referirlas a todos los fieles, porque expresan la "ambición" de atraer a los hombres a la Iglesia con términos universales, válidos para todos. Pero otras veces, emplea términos particulares, sobre todo cuando les exhorta concretamente a "ser Opus Dei y hacer el Opus Dei". Escribe, por ejemplo: Cada uno de nosotros, con su vida de entrega al servicio de la Iglesia, debe ser Opus Dei –es decir: operatio Dei–, trabajo de Dios, para hacer el Opus Dei en la tierra 270. Puede parecer a primera vista que estos textos deberían quedar fuera de nuestra consideración, puesto que nos proponemos hablar únicamente del mensaje que san Josemaría dirige a todos los fieles que buscan la santificación en medio del mundo. Sin embargo, si se tiene presente que la llamada al Opus Dei, de la que hemos hablado en la Parte preliminar 271, no es otra cosa que una llamada a descubrir la vocación cristiana recibida en el Bautismo y a corresponder a ella con plenitud, sin cambiar la condición de fiel corriente o de sacerdote secular, se comprende que san Josemaría, cuando se dirige a ellos, les exhorte indistintamente a "ser Iglesia y edificar la Iglesia" o a "ser y hacer el Opus Dei". Transmitiendo la enseñanza del fundador, escribe Álvaro del Portillo: "ser Opus Dei y hacer el Opus Dei es para nosotros el modo de ser Iglesia y hacer la Iglesia" 272. Es evidente que no queremos decir que edificar la Iglesia consiste en hacer el Opus Dei (que como institución es sólo una parte de la Iglesia); lo que afirmamos es que "hacer el Opus Dei" es un modo específico de "hacer la Iglesia". Desde luego, esto se puede afirmar de cualquier institución cuyo objeto sea prestar un servicio específico a la Iglesia. En el caso del Opus Dei hay que tener en cuenta que lo "específico" no es su objeto, ya que sus fieles no se proponen algo que no fuera ya, desde el Bautismo, objeto de su vocación cristiana de fieles corrientes, sino que se proponen lo mismo que ya tenían que hacer (la santificación y el apostolado en la vida ordinaria), pero de un modo "específico" por el espíritu con que lo realizan y por la forma concreta de emplear los medios comunes de santificación y de apostolado. Por esta razón decimos que nos interesa saber en que consiste "ser y hacer el Opus Dei", porque de ahí podemos extraer algunas enseñanzas sobre lo que entiende san Josemaría por "ser Iglesia y edificar la Iglesia". Podemos ilustrar algo más lo anterior. El Opus Dei, dice san Josemaría, ha nacido en el seno de la Iglesia Santa 273, para servirla. El espíritu de la Obra –repite incansablemente– es servir a la Iglesia 274. Su fundación "se caracterizó desde su origen por los signos indudables de la eclesialidad, (...) enteramente orientada, en sí misma, en su propia realidad histórica, en su hacerse, al servicio de la misión salvífica de la Iglesia" 275. Categóricamente afirma el fundador que la única ambición, el único deseo del Opus Dei y de cada uno de sus hijos es servir a la Iglesia, como Ella quiere ser servida, dentro de la específica vocación que el Señor nos ha dado 276. Si no fuera así, no tendría razón de ser: si la Obra no sirve a la Iglesia, no sirve para nada: ¡para eso ha nacido, para eso la ha querido Dios! 277 "No se trata –comenta Fernando Ocáriz– del servicio de una institución a otra distinta, sino de la parte al todo, del miembro a los otros miembros de un mismo cuerpo. Y cada miembro sirve a los demás, primaria y esencialmente, cumpliendo su propia misión, conforme a su específica vocación" 278. Cada cristiano ha de edificar la Iglesia según su misión propia dentro del Cuerpo místico; los fieles del Opus Dei, de acuerdo con la suya. La cuestión central es qué significa "vocación específica" y por tanto "servicio específico" a la Iglesia en el caso de los que forman parte del Opus Dei, porque de ello depende la posibilidad de aplicar a todos los cristianos corrientes las enseñanzas que san Josemaría les dirige a ellos. Acabamos de ver que esta aplicación se justifica porque los fieles del Opus Dei son simplemente cristianos que han descubierto la llamada que recibieron en el Bautismo y responden a ella con un concreto espíritu y unos medios. Se comprende así que el servicio del Opus Dei a la Iglesia sólo es específico "en el espíritu y en los modos apostólicos, pero no sectorial sino universal" 279. No tiene una finalidad especializada: tiene todas las especializaciones, porque arraiga en la diversidad de especializaciones de la misma vida 280. La llamada al Opus Dei no implica llevar a cabo un tipo particular de actividades, sino santificar las que se están llevando a cabo. El "ser" y el "hacer" el Opus Dei se relacionan entre sí del mismo modo que el ser y el hacer la Iglesia: quien vive el espíritu del Opus Dei y busca, por tanto, la santificación en la vida ordinaria conforme a ese espíritu –o sea, quien procura "ser Opus Dei"– necesariamente "hace" el Opus Dei, que así nace y crece en esta tierra. Hacer el Opus Dei no es una actividad distinta de la propia santificación y apostolado. Es la dimensión dinámica del "ser Opus Dei", igual que edificar la Iglesia es el aspecto dinámico del "ser Iglesia". De ahí que la expresión "hacer el Opus Dei al servicio de la Iglesia", no significa ordenar al servicio de la Iglesia unas determinadas tareas en las que consistiría "hacer el Opus Dei", sino transformar las propias actividades en medio de santificación y de apostolado: así, ipso facto, se edifica la Iglesia, pues su "ordenación" al servicio de la Iglesia es intrínseca. La frase "hacer el Opus Dei al servicio de la Iglesia" es sencillamente una exhortación a servirla de un modo específico: haciendo el Opus Dei, buscando la santificación y el apostolado en el propio lugar. "Ser y hacer el Opus Dei" significa, para quienes forman parte de la Obra, que cuando tratan de vivir con fidelidad su espíritu específico, poniendo en práctica los medios de santificación y de apostolado que san Josemaría ha transmitido, están edificando la Iglesia. Para los fieles corrientes en general, la exhortación también tiene un significado. Quiere decir que cuando buscan la santificación en su vida ordinaria procurando llevar a cabo la misión apostólica en su propio ambiente, están edificando la Iglesia, dilatando el Reino de Cristo, dando gloria a Dios. En una palabra, están respondiendo a su vocación cristiana. Otra cuestión diversa, aunque ligada a la anterior, es que para vivir y difundir el mensaje de san Josemaría al servicio de la Iglesia, existe el Opus Dei como institución, configurada jurídicamente como una prelatura personal 281. En consecuencia, la expresión "hacer el Opus Dei" significa también desarrollar la institución. En este sentido, el Opus Dei tiene como actividades propias la formación de sus fieles y la promoción de iniciativas apostólicas: La actividad principal del Opus Dei consiste en dar a sus miembros, y a las personas que lo deseen, los medios espirituales necesarios para vivir como buenos cristianos en medio del mundo. Les hace conocer la doctrina de Cristo, las enseñanzas de la Iglesia; les proporciona un espíritu que mueve a trabajar bien por amor de Dios y en servicio de todos los hombres. (...) El deseo de contribuir a la solución de los problemas que afectan a la sociedad y a los cuales tanto puede aportar el ideal cristiano, lleva además a que la Obra en cuanto tal, corporativamente, desarrolle algunas actividades e iniciativas (...). Sus obras corporativas son todas actividades directamente apostólicas: una escuela para la formación de campesinos, un dispensario médico en una zona o en un país subdesarrollado, un colegio para la promoción social de la mujer, etc. 282 Según estas palabras, el Opus Dei en cuanto institución, proporciona a sus fieles formación cristiana y promueve algunas labores apostólicas que contribuyen a iluminar la sociedad con el espíritu cristiano. De estos dos aspectos, el primero es el primordial: la actividad de la Obra como institución está volcada en la formación de sus miembros y de las que personas que la buscan. Hacer el Opus Dei en cuanto institución conlleva: 1) formar y fortalecer los vínculos interiores de unidad; y 2) desarrollar su "cuerpo". 1) En cuanto a lo primero, san Josemaría dice a los fieles de la Obra que, dentro del Cuerpo Místico de Cristo, hay entre nosotros una especial Comunión de los Santos 283. Es "especial", porque siendo una comunión formada por el vínculo de la caridad que une a todos los fieles, adquiere una "especial" intensidad por la común llamada al Opus Dei. Los vínculos que constituyen esta "especial Comunión de los Santos" son los de una particular filiación y una particular fraternidad sobrenaturales: la filiación al Prelado, a quien familiarmente llaman Padre, y la especial fraternidad de quienes forman parte de la Obra. Dentro de la Iglesia, "familia de Dios" o "familia de los hijos de Dios" 284, el Opus Dei es una familia de vínculos sobrenaturales 285. Estos vínculos de filiación y de fraternidad son ciertamente más elevados de los que nacen de la carne, pero no son vínculos "desencarnados". Tienen unas manifestaciones externas claras que dan al Opus Dei el modo y el estilo de una familia cristiana: todos los que pertenecemos al Opus Dei –solía decir el fundador–, formamos un solo hogar 286. Todo lo que fortalezca esta filiación y esta fraternidad edifica la Obra; y lo que se oponga a la fuerza cohesiva de estos vínculos la debilita y disgrega. Se comprende que el fundador advierta (refiriéndose implícitamente a la Obra): En tu empresa de apostolado no temas a los enemigos de fuera, por grande que sea su poder. –Éste es el enemigo imponente: tu falta de "filiación" y tu falta de "fraternidad" 287. También en este tema el alcance de las palabras de san Josemaría no se limita a los fieles del Opus Dei: encierran una enseñanza sobre lo que es, en general, edificar la Iglesia. De hecho, el último texto citado, aunque en su origen hace referencia a la Obra, cobra una proyección general al pasar a Camino. Y es lógico que sea así. La filiación y la fraternidad en el Opus Dei no son vínculos teológicamente distintos de los que unen a los fieles corrientes en la gran "familia de los hijos de Dios" que es la Iglesia. Todos están vinculados por una filiación al Papa, Padre común de todos los cristianos 288 y a los legítimos Pastores 289, según vimos, y por una fraternidad con los demás cristianos. Por eso, el caudal de enseñanzas del fundador acerca de la especial filiación y fraternidad en la Obra, puede ayudar a tomar conciencia del vínculo de caridad filial y fraterna que todos los fieles han de fomentar para edificar la Iglesia 290. 2) En cuanto al segundo aspecto que mencionábamos, "hacer el Opus Dei" implica también extenderlo, procurando que se incorporen a él quienes Dios llame por ese camino. Evidentemente, al ser el Opus Dei una parte de la Iglesia, extenderlo es edificar la Iglesia. Esta labor es ante todo obra del mismo Espíritu Santo, pero cuenta con la cooperación de los que ya han recibido esa llamada. Tal cooperación se designa con dos términos que tienen un significado general en la Iglesia: "apostolado" y "proselitismo". Se trata de conceptos muy cercanos: el apostolado es anunciar a Cristo y el proselitismo es proponer la incorporación a la Iglesia (o a una institución de la Iglesia, en este caso al Opus Dei) y ayudar a quienes lo desean a reafirmarse en su libre decisión. San Josemaría emplea estos términos con un sentido general, como se puede ver en Camino, donde dedica dos capítulos al apostolado ("El apóstol", "El apostolado") y uno al "Proselitismo" (con este título), que aparecen así como tareas propias de cualquier cristiano, dirigidas a difundir la doctrina y la vida de Cristo y a procurar que otras personas se incorporen a la Iglesia 291. Estos mismos textos tienen también, sin duda, un sentido particular referido al Opus Dei. El "apostolado" consiste entonces, no sólo en difundir, de modo general, el mensaje de Cristo, sino en ayudar a aplicarlo a la santificación en medio del mundo, mediante el apostolado de amistad y confidencia 292. Lo mismo se puede decir del término "proselitismo": además de su sentido general y dentro de él, posee el significado particular de proponer a otras personas que sigan a Cristo por el camino del Opus Dei. Con lo que llevamos dicho, resultará claro que apenas hay distancia entre los dos sentidos, el general y el particular, y no será necesario volver a explicar que el apostolado "particular" de los fieles del Opus Dei es en realidad "poco particular", porque se reduce a procurar que los demás tomen conciencia de su vocación cristiana y se decidan a vivirla coherentemente; y que su "proselitismo" es también poco particular, porque cuando proponen a otros la incorporación a la Obra, simplemente les están ofreciendo un espíritu y unos medios para responder a la llamada universal a la santidad y al apostolado sin cambiar de estado ni salirse de su sitio en el mundo. No obstante, hace falta alguna explicación más, porque es notorio que la palabra proselitismo ha adquirido en determinadas lenguas un sentido claramente negativo, opuesto al que tiene en los textos de san Josemaría y en nuestra exposición. Por eso conviene que nos detengamos a ver cómo lo utiliza san Josemaría y el fundamento que tiene ese uso. Comencemos con el fundamento. "Proselitismo" viene del griego prosélytos, traducción del término hebreo ger, que designa en la Sagrada Escritura al extranjero que se convierte al judaísmo 293. Mediante el proselitismo se daba a los gentiles la posibilidad de incorporarse al pueblo elegido. El término tenía sólo una acepción positiva 294. En el Nuevo Testamento, la palabra prosélytos aparece cuatro veces: una en los Evangelios (Mt 23, 15) y tres en los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 11; Hch 6, 5; Hch 13, 43). En el texto de Mt el Señor censura a los judíos no por hacer prosélitos, sino porque no viven lo que predican y así arrastran a otros a ser peores que ellos 295. En los tres textos de Hechos el nombre de "prosélito" se refiere siempre a los paganos conversos a la religión judía y tiene una connotación positiva. En ningún lugar del Nuevo Testamento el término se aplica a los convertidos al cristianismo –como es lógico, por el significado que tenía, ligado al judaísmo–, pero se encuentra el mismo concepto: los cristianos se sentían fuertemente llamados a "ganar" almas para Cristo (cfr. 1Co 9, 19-23; Flp 3, 8). En la Patrística, el término proselitismo, aplicado ya al cristianismo, aparece en san Justino: "Os queda poco tiempo para haceros prosélitos (prosélyseos krónos) nuestros: si Cristo os precede con su venida, en vano os arrepentiréis" 296. San Agustín considera que hacer prosélitos es lo mismo que generar hijos 297. Se puede afirmar que en los primeros siglos, la expresión "hacer prosélitos" –aplicada al proselitismo cristiano– era poco frecuente, pero no tenía ninguna acepción negativa. Hoy día, en algunas lenguas, como el alemán, el término tiene prevalentemente una connotación negativa de coacción o de engaño (se habla prácticamente sólo de Proselytenmacherei), que se separa de la raíz bíblica 298. En otras lenguas modernas no sucede lo mismo. Por ejemplo, en el Lessico Universale Italiano se observa que "la actividad misionera es una forma organizada de proselitismo" 299. En castellano se entiende por proselitismo, en general, el "celo por ganar prosélitos" 300. El término proselitismo expresa una actividad en sí misma positiva, pero puede convertirse en negativa por los medios que se emplean o por los fines que se persiguen. Esto explica que sea frecuente hablar de un proselitismo moralmente positivo y de otro negativo. Los autores de espiritualidad han usado pacíficamente el término durante siglos. Como se lee en un reciente diccionario teológico, "hacer proselitismo y difundir la fe cristiana (cristianizar, evangelizar), se consideraban, hasta hace poco, la misma cosa" 301. Un ejemplo de este uso se encuentra en el ya mencionado capítulo "Proselitismo", de Camino 302. El proselitismo del que habla san Josemaría excluye a radice la coacción y el engaño. Los excluye por su objeto, que es ayudar a una conversión, siendo la decisión de vivir la fe con coherencia un acto libre. Y los excluye por la intención de quien lo realiza, ya que, para san Josemaría, el proselitismo es una faceta fundamental de la caridad con Dios y con el prójimo 303. En una de sus Cartas se muestra consciente de los problemas que presenta el término y lo aprovecha para dejar clara su propia posición: Me refería antes a que existen palabras que se vuelven mentirosas. Hay hoy quienes afirman que hacer proselitismo no es cosa cristiana, que el cristiano debe exclusivamente dar testimonio. ¿Que no es cristiano hacer proselitismo? Es el Apóstol quien nos dice que fides ex auditu (Rm 10, 17), y para oír hace falta predicar, hacerse entender, insistir. Si por proselitismo, cambiando el sentido original de la palabra, entienden difundir la religión por medio de una propaganda comercial, o arrastrar a las almas con la violencia o con el engaño, tienen razón: porque Dios no quiere esclavos, sino amigos e hijos que le amen en libertad. Pero si por proselitismo entienden el esfuerzo apostólico por extender la buena nueva, por meterse –con delicadeza pero con verdad– en las vidas de los demás para hacerles conocer a Cristo; si piensan que eso no es cristiano, es que del cristianismo conocen nada más el nombre 304. San Josemaría valora mucho el silencioso testimonio del cristiano en el trabajo y en la familia, con el ejemplo de la conducta íntegra. Pero insiste en que no basta un apostolado de mera presencia. Contempla el ejemplo de Jesús que llama a los Apóstoles "para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar" (Mc 3, 14); que dialoga con la samaritana de sus problemas personales para despertar su conciencia (cfr. Jn 4, 7 ss.); que muestra los sentimientos de su corazón ante las multitudes "maltratadas y abatidas, como ovejas sin pastor" (Mt 9, 36), ante las muchedumbres que desconocen la verdad y el fuego del amor a Dios que inflama su alma: "Ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur" (Lc 12, 49 [Vg]). San Josemaría llevaba estas palabras tan grabadas en su corazón que las repetía a menudo e incluso las cantaba 305 y procuraba inculcarlas en los demás: Profundiza cada día en la hondura apostólica de tu vocación cristiana. –El levantó hace veinte siglos –para que tú y yo lo proclamemos al oído de los hombres– un banderín de enganche, abierto a todos los que tienen un corazón sincero y capacidad de amar... ¡Qué llamadas más claras quieres que el "ignem veni mittere in terram" –fuego he venido a traer a la tierra, y la consideración de esos dos mil quinientos millones de almas que todavía no conocen a Cristo! 306 No se menciona aquí la palabra proselitismo, pero el concepto es exactamente ése: el afán de atraer a todos los hombres a la Iglesia. Para esto, y sólo para esto, impulsa a extender el Opus Dei. Sería un malentendido considerar el proselitismo como labor particularista, que busca el bien de una parte (de una institución) más que el bien del todo (de la Iglesia universal). Para san Josemaría no existe esta dicotomía en la labor apostólica que promueve. Su proselitismo es edificación de la Iglesia, porque atraer al Opus Dei es ayudar a otros cristianos a vivir a fondo su vocación a la santidad en medio del mundo. No hay particularismo en la enseñanza de san Josemaría. No le interesa un supuesto "bien" para el Opus Dei que no lo sea para la Iglesia universal y para las Iglesias particulares. La mayor parte del fruto de nuestra labor apostólica queda en la diócesis 307, afirma. Dice "la mayor parte", no "todo", no porque haya otra parte que no sea servicio a la Iglesia, sino porque esa parte es servicio directo a la Iglesia universal, que no es sólo la suma de las Iglesias particulares. Con otras palabras, la mayor parte de esa labor es un servicio a las Iglesias particulares, pero en ciertos aspectos es un servicio directo a la Iglesia universal, especialmente al ministerio del Romano Pontífice (por ejemplo, el empeño por difundir su Magisterio ordinario o de secundar sus consejos pastorales). En realidad también éste es un servicio a las Iglesias particulares, porque la Iglesia universal se hace presente en ellas. Esta unión que vivimos con el Romano Pontífice, hace y hará que nos sintamos unidísimos en cada diócesis al Ordinario del lugar. Suelo decir, y es cierto, que tiramos y tiraremos siempre del carro en la misma dirección que el Obispo. (...) Sólo nos mueve a nuestra entrega el deseo de dar a Dios toda la gloria, sirviendo a la Iglesia y a todas las almas, sin buscar gloria para la Obra y sin buscar nuestro provecho personal 308. Terminamos aquí este apartado en el que hemos visto que el cristiano edifica la Iglesia cooperando con el Espíritu Santo en su santificación personal y en el apostolado. Las enseñanzas de san Josemaría hacen referencia frecuentemente a un modo específico de edificar la Iglesia –hacer el Opus Dei–, pero se extienden a todos los fieles llamados a la santidad y al apostolado en medio del mundo. A continuación estudiaremos una expresión con la que condensa este afán de edificar la Iglesia. 3. LA SANTA MISA, "CENTRO Y RAÍZ" DE LA VIDA CRISTIANA Volvamos a las palabras de san Josemaría sobre el fin último de la vida cristiana, ya citadas al principio del capítulo: Hemos de dar a Dios toda la gloria (...). Y por eso queremos nosotros que Cristo reine, ya que per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri Omnipotenti in unitate Spiritus Sancti omnis honor et gloria; por Él, y con Él, y en Él, es para ti Dios Padre Omnipotente en unidad del Espíritu Santo todo honor y gloria (Canon de la Misa) 309. Nos interesa ahora fijarnos en un detalle. Después de señalar que, para dar gloria a Dios, hemos de querer que Cristo reine, san Josemaría indica el motivo: "ya que per ipsum, et cum ipso, et in ipso..." Lo significativo no son únicamente las palabras en sí mismas, sino el lugar de donde se toman: el Canon de la Misa (del rito romano), pues se da a entender de algún modo que la Sagrada Eucaristía es el fin último de la vida cristiana en esta tierra. Conviene anticipar que nos referimos no sólo a la participación litúrgica en la celebración de la Eucaristía, sino a la santificación de todas nuestras obras por su unión con el Sacrificio del Altar. Esta verdad, sólo implícita en la cita anterior, la enuncia san Josemaría claramente en otras ocasiones, como cuando escribe: Has de conseguir que tu vida sea esencialmente, ¡totalmente!, eucarística 310. Es una idea que transmite muchas veces con una de las expresiones más características de su doctrina espiritual: la Misa es centro y raíz de la vida cristiana 311. Es el "centro" al que han de dirigirse y en el que han de converger todas las obras, y a la vez la "raíz" de la que procede su valor y su vitalidad sobrenatural. En la bibliografía sobre san Josemaría esta enseñanza ocupa casi siempre un puesto de relieve 312. Gracias a la Eucaristía se nos han hecho sumamente "tangibles", por así decir, la fuente originaria de la vida cristiana y su fin último. Dios Uno y Trino nos ha concedido la vida sobrenatural por la Encarnación, Vida, Muerte y Resurrección del Hijo, que no se ha alejado con la Ascensión, sino que prolonga su cercanía con el prodigio de la Eucaristía realizado en la Iglesia por la acción del Espíritu Santo. Dios es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima (...). Esta corriente trinitaria de amor por los hombres se perpetúa de manera sublime en la Eucaristía 313. "Esta corriente trinitaria de amor", escribe san Josemaría. El Sacrificio eucarístico es de modo particular obra del Espíritu Santo, vínculo de amor del Padre y del Hijo. Así como el Verbo hecho carne fue concebido por obra del Paráclito (cfr. Lc 1, 35), y así como Cristo ofreció el Sacrificio de la Cruz "por el Espíritu Eterno" (Hb 9, 14), y la Iglesia se manifestó por su venida en Pentecostés, así también "por la virtud del Espíritu Santo" 314 se realiza el Sacrificio de la Eucaristía, y es el mismo Espíritu quien nos atrae a la unión con el Sacrificio de Cristo, formando y acrecentando la Iglesia para la gloria del Padre. El alcance de la doctrina de la Santa Misa como centro y raíz de la vida espiritual sólo se puede captar plenamente en el contexto de la edificación de la Iglesia como fin de la vida cristiana. Sólo si se tiene en cuenta la íntima relación entre Iglesia y Eucaristía, se comprende que hacer de la Misa el centro y la raíz de la propia vida resume todo lo que el cristiano ha de cumplir para edificar la Iglesia. Por eso vamos a ver en primer lugar cómo se conectan en la enseñanza de san Josemaría Iglesia y Eucaristía, para poner de relieve después la importancia doctrinal y práctica de la expresión citada. 3.1. SANTA MISA Y EDIFICACIÓN DE LA IGLESIA Al hablar de la relación entre Iglesia y Eucaristía, clásicamente se ha tendido a subrayar que "la Iglesia celebra la Eucaristía" (a veces se dice que la "confecciona") gracias al sacerdocio ministerial, con su poder de obrar in Persona Christi Capitis, según las palabras del Señor: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22, 19). El Catecismo Romano enseña en este sentido que "sólo en la Iglesia de Dios, y fuera de ella en ninguna parte, se halla el verdadero culto y el verdadero sacrificio" 315. Pero no faltan trazos de un razonamiento en dirección opuesta, es decir, en el sentido de que "la Eucaristía edifica la Iglesia". El mismo Catecismo del Concilio de Trento declara que la "dignidad de la Iglesia militante" deriva sobre todo de "la majestad de este misterio" 316. Se razona, pues, no sólo desde la Iglesia hacia la Eucaristía sino también desde la Eucaristía hacia la Iglesia. Esto ocurre especialmente en la encíclica Ecclesia de Eucharistia (17-IV-2003) de Juan Pablo II 317. Este segundo aspecto es el que nos interesa especialmente ahora. San Josemaría no afirma literalmente que "la Eucaristía edifica la Iglesia", pero la expresión refleja su pensamiento. Lo confirma de modo indirecto el hecho de que la citada encíclica señala que la doctrina de que "la Eucaristía edifica la Iglesia" se encuentra ya en el Concilio Vaticano II, aunque con otras palabras. "El Concilio Vaticano II ha recordado que la celebración eucarística es el centro del proceso de crecimiento de la Iglesia. En efecto, después de haber dicho que "la Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios" (Lumen gentium, 3), como queriendo responder a la pregunta: ¿Cómo crece?, añade: "Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz (...) se realiza la obra de nuestra redención (...), la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo" (ibid.). (...) La Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros" 318. La misma doctrina la encontramos en san Josemaría, formulada con otros términos. Considera que la presencia de Cristo en la Eucaristía nos hace cor unum et anima una (Hch 4, 32), un solo corazón y una sola alma; y nos convierte en familia, en Iglesia 319. La Iglesia, unida a Cristo, nace de un Corazón herido (Himno de Vísperas de la fiesta del Sagrado Corazón). De ese Corazón, abierto de par en par, se nos trasmite la vida. (...) ¿Cómo no recordar con agradecimiento particular el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, el Santo Sacrificio del Calvario y su constante renovación incruenta en nuestra Misa? 320 Como se puede ver, por una parte considera que la Iglesia nace del Sacrificio de la Cruz –gracias a él, en efecto, somos congregados los que estábamos dispersos a causa del pecado– y, por otra, que la Santa Misa es renovación sacramental del Sacrificio del Calvario. La conclusión que se impone es que la Iglesia continúa surgiendo del Sacrificio eucarístico; o, lo que es lo mismo, que la Eucaristía edifica la Iglesia. Antes de proseguir conviene que hagamos una observación sobre el término "renovación" y, en general, sobre la relación entre la Misa y el Sacrificio de la Cruz, en san Josemaría. En la homilía Sacerdote para la eternidad recuerda la enseñanza del Concilio de Trento según la cual "en la Misa se realiza, se contiene e incruenta-mente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció Él mismo cruentamente en el altar de la Cruz (...) siendo sólo distinta la manera de ofrecerse" 321. La fórmula que emplea habitualmente es que la Misa es la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario 322. Actualmente es más común decir que la Misa "re-presenta" el Sacrificio del Calvario 323, aunque el Magisterio reciente sigue empleando también "renueva" 324. Ambos términos tienen un sentido equivalente. "Renovar" el Sacrificio del Calvario no significa ofrecer "un nuevo sacrificio", sino realizar nuevamente el mismo Sacrificio: es decir, hacerlo presente, "re-presentarlo" en el aquí y ahora de la celebración eucarística, o –con un término del Vaticano II citado por san Josemaría– "perpetuarlo" 325. Por su parte, el término "incruento" indica que el sacrificio es "sacramental", es decir, que se realiza por medio de signos sacra-mentales. Los dos términos juntos –"renovación incruenta"– se han de entender en el sentido de que el mismo Sacrificio ofrecido por Jesucristo "una sola vez" (Hb 7, 27; Hb 9, 12.28; Hb 10, 10) se hace presente en el altar por medio de signos sacramentales. Lo que se realiza "otra vez" en cada Misa es el signo, no el Sacrificio de Cristo, su acto oblativo, que es único 326. La Santa Misa es así "memorial de la Muerte y Resurrección de Jesucristo" 327, memorial de la Pascua del Señor 328. En el altar está Cristo glorioso, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad 329 –como a san Josemaría le gusta repetir evocando la doctrina de los Concilios de Constanza y Trento 330– que actualiza para nosotros su entrega en la Cruz. Según García Ibáñez, san Josemaría "subraya la dimensión sacrificial de la liturgia eucarística, considerándola en la perspectiva adecuada, es decir, en el orden de la sacramentalidad de la Iglesia: la Santa Misa es el Sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor (Conversaciones, 113). Con la Tradición de la Iglesia, identifica dicho sacrificio sacramental con el Sacrificio único de nuestro Redentor: Es el Sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención (Es Cristo que pasa, 86)" 331. San Josemaría no se queda en indicar la relación del Sacrificio de la Misa con el de la Cruz. Penetrando más en el misterio, ve la Misa como "acción trinitaria", lo mismo que el Sacrificio del Calvario, en el que "Cristo se ofreció a sí mismo a Dios, como víctima inmaculada, por el Espíritu Eterno" (Hb 9, 14). Este pasaje central de la Epístola a los Hebreos muestra la acción de las tres Personas divinas en el acto culminante de la mediación de Cristo. Jesús, con gesto de sacerdote eterno, atrae hacia sí todas las cosas, para colocarlas, divino afflante Spiritu, con el soplo del Espíritu Santo, en la presencia de Dios Padre 332. Lo mismo sucede en la Misa. Toda la Trinidad está presente en el sacrificio del Altar. Por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora 333. La Santa Misa es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano 334. Como el Paráclito es invocado en la Misa sobre el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor (epíclesis), quienes participan plenamente en la Eucaristía son introducidos, hijos de Dios en Cristo, por el mismo Espíritu Santo en la comunión de la Santísima Trinidad: "consummati in unum" (Jn 17, 23). En la Misa nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos 335. San Josemaría remite en este punto a la doctrina de san Cirilo de Jerusalén que expresa así: "Cuando participamos de la Eucaristía experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús" 336. El razonamiento, reducido a su núcleo, viene a ser: puesto que la Santísima Trinidad, que es "la raíz y el centro" de la vida cristiana –su origen y su fin último–, se nos entrega en el Sacrificio del Altar abriendo su intimidad a los hombres, la Santa Misa ha de ser necesariamente el "centro y raíz" de la vida cristiana. Falta sin embargo un eslabón en la cadena que permite unir la Misa como donación de la Trinidad, con la Misa como centro y raíz de la vida cristiana: el hecho de que la Eucaristía no sólo actualiza o perpetúa el Sacrificio de Cristo, sino que es también el Sacrificio de la Iglesia, pues el Señor se ofrece en el altar con su Cuerpo místico. Cristo sigue presente entre nosotros, en esa entrega diaria de la Sagrada Eucaristía. Por eso la misa es centro y raíz de la vida cristiana. En toda misa está siempre el Cristo Total, Cabeza y Cuerpo 337. La Misa no es sólo acción que desciende de la Trinidad a los hombres por medio de Cristo y del Espíritu Santo, sino también acción de los hombres incorporados a Cristo por el Espíritu Santo, que sube a Dios: acción de la Iglesia, por tanto. El don que desciende –el Hijo hecho hombre que da la vida para expiar los pecados y resucita para comunicarnos la vida sobrenatural– atrae a los hombres formando la Iglesia, y los une a su Muerte y Resurrección para glorificar al Padre en el Espíritu Santo. Al ser incorporado a Cristo en el Bautismo, el cristiano es hecho sacerdote para el culto de Dios en la Eucaristía, y para la salvación de los hombres y la santificación de todas las realidades crea das, con la fuerza santificadora que brota del Sacrificio del Altar. En los textos que se acaban de citar se explica que "la Santa Misa es el centro y la raíz...", entendiéndola primero como acción de la Trinidad, y después como Sacrificio de Cristo y de la Iglesia. Las dos perspectivas se complementan y, juntas, permiten captar el sentido pleno de la afirmación de que la Misa es centro y raíz de la vida cristiana. A través del Sacrificio eucarístico, Dios Trino edifica la Iglesia. La Misa es la acción por la que las Personas divinas introducen cada vez más íntimamente en su comunión a los hombres, uniéndolos por el Espíritu Santo como hijos adoptivos del Padre a Cristo, y concediéndoles una participación en su sacerdocio, para que cooperen en la edificación de la Iglesia. Y los hijos de Dios, correspondiendo a esa donación de la Trinidad, se unen a la Muerte y Resurrección de Cristo y cooperan en la edificación de la Iglesia, procurando que la Misa sea el centro y la raíz de su vida. Lo consiguen por la participación en la celebración litúrgica de la Eucaristía y por la unión de todas sus obras al Sacrificio del Altar, haciendo de su jornada, en cierto sentido, una misa. Estos dos aspectos se estudiarán en el apartado siguiente. Ahora se puede comprender mejor por qué san Josemaría habla de "centro" y de "raíz". La Santa Misa es "raíz" de la vida cristiana porque enraíza a la Iglesia y al cristiano en la Santísima Trinidad. El término "raíz" indica la fuente de la que se alimenta la vida cristiana para dirigirse a su fin. Esa fuente es la misma Vida trinitaria. La Misa es "raíz" porque en ella se nos da la vida sobrenatural por medio de Cristo, en el Espíritu Santo. El amor de la Trinidad a los hombres hace que, de la presencia de Cristo en la Eucaristía, nazcan para la Iglesia y para la humanidad todas las gracias 338. La Santa Misa es "centro" de la vida cristiana porque es el fin al que se han de dirigir todas las acciones, la meta a la que se debe orientar, explícita o implícitamente, cualquier obra humana. Nuestro fin último es, en efecto, dar gloria a Dios unidos a Cristo por el Espíritu Santo en la Iglesia: siendo Iglesia y haciendo la Iglesia. Y esto ocurre en la celebración de la Misa y en la unión de todas las obras al Sacrificio de Cristo en el altar. Centro y raíz no son dos nociones que se excluyen. Lo que es "centro" desde un punto de vista (como fin), es "raíz" desde otro (como fuente). Con el término "raíz" se indica el movimiento de la Santa Misa hacia todas las actividades, y con el término "centro" el movimiento de todas las actividades hacia la Santa Misa. Son dos aspectos de la misma realidad. Para ilustrarlo puede servir una comparación que emplea el mismo san Josemaría. Dice que el alma va hacia Dios como el hierro atraído por la fuerza del imán 339. Así como el hierro se dirige al imán, y a la vez toma del mismo imán la fuerza para moverse, análoga-mente toda nuestra vida ha de dirigirse a la unión con Dios en la Santa Misa, y tomar de ahí toda su fuerza. 3.2. DOS SENTIDOS DE LA MISA COMO "CENTRO Y RAÍZ" DE LA VIDA CRISTIANA Si decimos que "la Santa Misa es centro y raíz de nuestra vida" nos podemos referir tanto al momento concreto de la participación en la Eucaristía como al conjunto de la vida del cristiano. En el primer caso hablamos de nuestra "asistencia a Misa" o, más exactamente, de nuestra "plena participación" en ella, que es, en sí misma o por su objeto, la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida 340: la "cima" ("culmen") de la existencia cristiana, como dice la Lumen gentium 341. En el segundo caso afirmamos que la Misa es el "centro" al que se han de dirigir todas las acciones de la jornada, para que demos –por Cristo, con Cristo y en Cristo– gloria a la Santísima Trinidad; y que es la "raíz" que ha de alimentar nuestra vida entera empapándola del sentido de la Cruz en la unidad del misterio pascual. 3.2.1. La participación en la celebración litúrgica de la Misa Objeto principal de este apartado es considerar la relación entre la participación litúrgica en la Eucaristía y el fin último de la vida cristiana. Antes hablaremos brevemente de la Liturgia en general, sólo lo necesario para recordar la singularidad de la Eucaristía dentro ella, ya que precisamente esa singularidad es la que justifica que en el presente capítulo –en el marco del fin último de la vida cristiana– tratemos de la Misa, pero no de las demás celebraciones litúrgicas 342. La Liturgia eucarística es la cima de la Liturgia de la Iglesia. Por lo general, san Josemaría emplea el término "liturgia" (o derivados) como sinónimo de "liturgia eucarística" o "liturgia de la Misa", y la mayor parte de sus consideraciones sobre la Liturgia se centran en la Misa. Cuando habla en general, se limita casi siempre a citar las enseñanzas del Vaticano II o del Magisterio precedente, sine addito. Así puede verse, por ejemplo, en la homilía Sacerdote para la eternidad, donde trae a colación el importante texto de la Constitución Sacrosanctum Concilium, 7, del que hablaremos a continuación. Por esto resumiremos ahora la doctrina general sin citar sus palabras y empleando directamente los textos del Magisterio. a) La Eucaristía, cima de la Liturgia El Concilio Vaticano II enseña que la Liturgia es "el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo, en el cual por medio de signos sensibles se significa y, del modo propio a cada uno, se realiza la santificación del hombre, y el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, Cabeza y miembros, ejerce el culto público íntegro" 343. La Liturgia es la "cumbre a la que tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" 344. Los términos "cumbre" y "fuente" se aplican en general a la Liturgia, pero por antonomasia a la Eucaristía. Todas las celebraciones litúrgicas miran a que los fieles "se reúnan para alabar a Dios, participen en el Sacrificio y se alimenten en la Cena del Señor" 345. Siendo "cumbre", es a la vez "fuente", porque "de la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin" 346. En la Liturgia se contienen todos los elementos de la mediación ascendente y descendente de Cristo, y de nuestra participación en ella. En su celebración los fieles reciben la mediación sacerdotal de Cristo y a la vez ejercen el sacerdocio del que participan: dan culto a Dios y atraen a los hombre hacia Dios. No lo hace cada uno por separado, sino formando todos el Cuerpo de la Iglesia. En la Liturgia se fortalece el vínculo invisible de la caridad y se expresa públicamente en los vínculos visibles de la celebración de los sacramentos, de la profesión de fe y de la comunión con los pastores, ya que obran conjuntamente el sacerdocio común y el ministerial, con funciones diversas. A la vez, estos vínculos visibles son cauce para fortalecer la caridad 347. Por la Liturgia se tejen pues todos los vínculos de la Iglesia 348, y de modo excelente se forman por la Eucaristía, donde los hijos de Dios llegan a ser "un solo cuerpo, al participar todos de un solo pan" (1Co 10, 17). Precisamente por esto, el Magisterio enseña que principalmente la celebración de la Eucaristía "edifica la Iglesia" 349. Sin embargo, la Sagrada Liturgia "no agota toda la vida de la Iglesia" 350. Hay otras acciones, no litúrgicas, que también contribuyen a su edificación. De ahí que "la participación en las celebraciones litúrgicas no abarca toda la vida espiritual" 351 de los fieles, sino que ésta tiene otras múltiples expresiones. "En efecto, el cristiano, llamado a orar en común [en la Liturgia], debe también entrar en su aposento para orar al Padre en secreto (cfr. Mt 6, 6); más aún debe orar sin tregua, según enseña el Apóstol (cfr. 1Ts 5, 17)" 352. Ha de convertir en oración y en ofrenda a Dios su entera vida profesional, familiar y social. Estas actividades no son, sin embargo, independientes de la Liturgia, al ser ésta fuente y cumbre de la vida de la Iglesia y de sus miembros. Ahora bien, la relación de esas actividades con la Eucaristía no es la misma que con los demás sacramentos. Primero, en cuanto "fuente" de vida sobrenatural, pues, como explica el Concilio de Trento, "la Santísima Eucaristía tiene, ciertamente, en común con los demás sacramentos ser símbolo de una cosa sagrada y forma visible de la gracia invisible. Mas se halla en ella algo de excelente y singular, a saber: que los demás tienen la virtud de santificar sólo cuando se hace uso de ellos, pero en la Eucaristía, antes de todo uso, está el autor mismo de la santidad" 353. Segundo –y diríamos que con mayor razón aún–, en cuanto "cumbre" de la vida cristiana, pues mientras la participación en los demás sacramentos es un medio para desarrollarla, la unión con Cristo en la Eucaristía es su fin: es incoación del Cielo. Por eso nos ocuparemos ahora únicamente de las disposiciones interiores requeridas para la Santa Misa, dejando los demás sacramentos y la participación exterior en la liturgia eucarística para el capítulo 9º, donde se hablará de los medios de santificación. b) La participación interior en la celebración eucarística, ejemplar para los demás actos de la vida cristiana Nos interesa hablar ahora de las disposiciones interiores que pide la participación en la Eucaristía por su misma naturaleza, porque el cristiano tendrá que aspirar a mantener después esas mismas disposiciones para hacer de todo su día "una misa" (como veremos luego). La participación litúrgica en la Misa es un acto circunscrito a un lugar y tiempo determinados. No puede realizarse constantemente, como es obvio, y no está presente, en este sentido material, en todas las obras. No puede ser, por tanto, el fin último de la vida cristiana. Pero constituye, en sí misma, la cima de esta vida. Comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor –es decir, participar plenamente en la celebración eucarística– viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo 354. Es el momento culminante de cada día (si es posible la participación diaria en la Misa 355) que ha de modelar formalmente las demás actividades. La participación en la Santa Misa ha de ser, ante todo, el modelo de todas las actividades del cristiano en cuanto acto de amor –de amor sacerdotal– de un hijo de Dios. Al ser la acción más sagrada y trascendente por su objeto, es también la que más claramente pide ser realizada con un amor que pone en juego "todo el corazón, toda la mente, todas las fuerzas". Y este mismo amor, exigido por la participación en el Sacrificio de Cristo, ha de prolongarse a lo largo de la jornada, para hacer de ella, verdaderamente, una "misa". Si en la práctica sucediera que otras actividades captan el interés más que la Misa, sería señal de que se ha de poner más amor en ella, pues así lo pide la naturaleza de las cosas. Al rectificar de este modo, se descubrirá que es posible poner más amor también en el resto de las actividades, porque el modelo de amor supremo es el de Cristo en la Cruz. Esta consideración puede ayudar a entender las siguientes palabras de san Josemaría: Quizá, a veces, nos hemos preguntado cómo podemos corresponder a tanto amor de Dios; quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida cristiana. La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros 356. Intentemos desmenuzar la idea. El cristiano ha de "aprender en la Misa a tratar a Dios", porque es en la Misa donde se pone de manifiesto de modo diáfano que la respuesta a la entrega de Dios ha de ser la de un amor total, con todo el corazón, con todas las fuerzas, hasta dar la vida. Y este amor a Dios puesto en la Misa, no debe ser un hecho puntual, aislado del resto de la existencia diaria, un acto que queda como flotando en el aire, sino como la cima de toda una montaña. Debe estar apoyado en la jornada del cristiano, sirviéndole de punto de referencia para transformar cada acción en una obra de amor, de identificación plena con la Voluntad divina, como Cristo en la Cruz. Este amor es un amor filial, de hijo de Dios. La relación entre Eucaristía y filiación divina es muy estrecha en san Josemaría. Al considerar que la Misa es renovación sacramental del Sacrificio de la Cruz, la contempla como acción que revela de modo supremo el Amor filial: la identificación del Hijo con la Voluntad del Padre. Ve, en consecuencia, la participación de los fieles en la Misa como el momento en el que más propiamente se manifiesta su filiación divina adoptiva, y por eso el instante del día que más anhelan quienes son conscientes de ella. Me explico tu afán de recibir a diario la Sagrada Eucaristía, porque quien se siente hijo de Dios tiene imperiosa necesidad de Cristo 357. Conviene tener presente que cuando san Josemaría habla aquí de "recibir" la Eucaristía se refiere sobre todo –como ya hicimos notar– a la Comunión dentro de la Misa, es decir, a la participación plena en la Eucaristía, presentándola como exigencia del "espíritu de filiación divina" que él enseña (tema del capítulo siguiente). Ese amor filial que "pide" la participación en la Misa, es el que ha de extenderse a toda la jornada. El vínculo entre filiación divina y participación en la Misa tiene aún otras manifestaciones. Por ejemplo, la predicación de san Josemaría sigue habitualmente el ritmo del año litúrgico –como se puede ver en la estructura de Es Cristo que pasa–, no sólo como ocasión para recordar y meditar el paso del Señor, sino para ayudar a que estén presentes los misterios de su vida en la propia existencia a través de su actualización en el "hoy" de la Liturgia eucarística. Es un modo de aprovechar la pedagogía de la Iglesia que establece los tiempos litúrgicos para que "que todo lo domine nuestro Salvador en sus misterios de humillación, de redención y de triunfo. Rememorando estos misterios de Jesucristo, la Sagrada Liturgia mira a la participación de todos los creyentes de modo que la divina Cabeza del Cuerpo místico viva en cada uno de sus miembros la plenitud de su santidad" 358. Inseparablemente de lo anterior, se percibe también otra característica. El amor del cristiano en la Misa ha de ser sacerdotal: el amor de un alma sacerdotal. San Josemaría recalca el sentido y valor del sacerdocio común, como sabemos, y ve en el Sacrificio Eucarístico el momento supremo en el que –unido al sacerdocio ministerial, que actualiza el Sacrificio in Persona Christi Capitis– el cristiano ejerce su sacerdocio real. Después, ese momento se ha de prolongar en toda la jornada, porque ser cristiano –y de modo particular ser sacerdote; recordando también que todos los bautizados participamos del sacerdocio real– es estar de continuo en la Cruz 359. Esta continuidad es un don de Dios y el cristiano puede quitar obstáculos para recibirlo, procurando participar en la Misa sin distracciones y cultivando en su corazón los mismos sentimientos de Cristo sacerdote, mediador entre Dios y los hombres. En resumen, el amor que el cristiano ha de poner en la Misa es un amor filial empapado de espíritu sacerdotal. Este amor ha de prolongarse en las actividades de la vida diaria. Por eso nos interesa ahora considerar sus aspectos constitutivos. c) Tres aspectos del amor en la participación en la Misa El amor que pide, por su misma naturaleza, la participación litúrgica en la Misa, es respuesta a la mediación sacerdotal de Cristo. Podemos distinguir en él tres aspectos, de los que ya se ha hablado, pero que se hacen ahora más concretos y casi "tangibles": 1) recibimos la mediación de Cristo; 2) la ejercemos en su dimensión ascendente; 3) la ejercemos en su dimensión descendente. San Josemaría condensa estos aspectos en un punto de meditación: En el Santo Sacrificio del altar, el sacerdote toma el Cuerpo de nuestro Dios y el Cáliz con su Sangre, y los levanta sobre todas las cosas de la tierra, diciendo: "Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso" –¡por mi Amor!, ¡con mi Amor!, ¡en mi Amor! Únete a ese gesto. Más: incorpora esa realidad a tu vida 360. Las últimas palabras –"incorpora esa realidad a tu vida"– expresan exactamente lo que estamos comentando: que a lo largo de la jornada hay que hacer formalmente lo mismo que en la Misa. Y eso es lo que se manifiesta en los términos de la doxología: "Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso". En la Misa, el cristiano recibe la mediación sacerdotal de Cristo que le santifica, le enseña y le guía con su ejemplo de entrega por Amor hasta el sacrificio de su vida. Además, el mismo cristiano ejerce su sacerdocio en las dos direcciones: da culto a Dios –de adoración, de reparación, de acción de gracias y de súplica–, y coopera como miembro de Cristo en la salvación de los hombres. Estos tres aspectos están presentes de continuo en la enseñanza de san Josemaría. Conviene que nos detengamos en cada uno. c.1) Recibir la mediación de Jesucristo en la Misa En la Eucaristía el Señor ejerce su mediación: santifica, enseña y gobierna a los fieles que participan en ella. Santifica, en general, por el "contacto" con su Humanidad Santísima, fuente de la gracia; y este "contacto" se realiza del modo más profundo por la participación en el Sacrificio sacramental. "El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" (Jn 6, 56). El cristiano se hace una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor 361. No se ha de pensar sólo en la unión con Cristo que causa la Eucaristía en cuanto alimento del alma; se ha de pensar también en el efecto unitivo de la Misa en cuanto renovación sacramental de su Sacrificio, que nos hace morir al pecado y resucitar a la vida sobrenatural. Así queda patente toda la fuerza santificadora de la Misa: no humanizamos nosotros a Dios Nuestro Señor cuando lo recibimos: es Él quien nos diviniza, nos ensalza, nos levanta. Jesucristo hace lo que a nosotros nos es imposible: sobrenaturaliza nuestras vidas, nuestras acciones, nuestros sacrificios. Quedamos endiosados 362. A la vez que nos santifica, Cristo nos enseña en la Eucaristía la sublimidad del Amor de Dios por nosotros. Por amor y para enseñarnos a amar, vino Jesús a la tierra y se quedó entre nosotros en la Eucaristía 363. Y en el Amor de Dios se resume todo lo que el cristiano ha de aprender: "nosotros hemos conocido y creí do en el amor que Dios nos tiene" (1Jn 4, 16). El Señor también gobierna a quienes participan en la Eucaristía. Yo veo a Jesús en la Eucaristía como Rey 364, explica san Josemaría. Cristo, con su entrega no sólo ilumina la inteligencia, para que comprendamos lo que es amar, sino que impera a la voluntad a seguir sus huellas dando la vida para la gloria de Dios y el servicio a las almas. La distinción entre enseñar y guiar se manifiesta precisamente en la Última Cena, cuando Jesús lava los pies a los Apóstoles: primero les da ejemplo y después les manda: "si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros" (Jn 13, 14). El cristiano ha de imitar a Cristo en la Eucaristía, ha de seguirle ahí. Es la escuela de todas las virtudes, en las que ahora no nos detenemos. Serán objeto del capítulo 6º. Jesús sigue actuando fuera de la Misa. San Josemaría recuerda muchas veces que cuando al disolverse las especies sacra-mentales, el Cuerpo y la Sangre de Cristo dejan de estar presentes en quien ha comulgado, no cesa la inhabitación de la Trinidad: Este cuerpo y esta alma nuestra, esta pobre criatura (...) es como un Sagrario en el que se asienta la Trinidad Beatísima 365. El cristiano puede ir recibiendo a lo largo del día, por obra del Espíritu Santo –si es dócil a su acción y no pone barreras–, la fuerza santificadora de la Humanidad de Jesucristo. c.2) Dar culto a Dios en la Eucaristía En la Misa, el cristiano no sólo recibe la mediación de Cristo. Se une activamente a ella, en sus dos dimensiones, ascendente o cultual, y descendente o salvadora. Nos fijamos ahora en la unión con la mediación ascendente de Jesucristo. El cristiano ejerce el sacerdocio común en cuanto participación en el sacerdocio de Cristo, que –siendo esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial– capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia 366. La Santa Misa es en sí misma el acto supremo de culto a Dios, el ofrecimiento del Sacrificio del Verbo encarnado al Padre por el Espíritu Santo. El fiel que toma parte en ese acto ha de unirse a la Cabeza del Cuerpo místico como miembro suyo. Vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua (...): adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados 367. Esta misma actitud interior puede y debe estar presente en toda la vida, no sólo en el momento de la Misa. San Josemaría relaciona ese culto continuo y existencial del cristiano con la presencia permanente de Cristo en los Tabernáculos. Siempre práctico en sus consejos, invita a "descubrir" los Sagrarios que se encuentren en nuestros recorridos habituales y a "meterse" en ellos con el corazón, para adorar la presencia de Dios, aun desde lejos 368. Lógicamente, puede haber muchas otras manifestaciones de unión actual con Cristo. En todo caso, para san Josemaría la presencia real eucarística es una llamada constante a dar culto a Dios de modo también permanente, en todas las ocupaciones de la jornada. Ante todo, hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba? Aprendemos entonces a agradecer al Señor esa otra delicadeza suya: que no haya querido limitar su presencia al momento del Sacrificio del Altar, sino que haya decidido permanecer en la Hostia Santa que se reserva en el Tabernáculo, en el Sagrario 369. Estas palabras asocian la permanencia de Jesús en el Sagrario a la actitud interior del cristiano que procura prolongar la Misa durante el día, como un acto continuo de culto. Hablando de ese milagro perpetuo de la presencia real de Cristo en el Sagrario 370, san Josemaría comenta: Se ha quedado para que lo tratemos, para que lo adoremos 371. Ciertamente, en su enseñanza tienen gran importancia las prácticas de culto eucarístico fuera de la Misa, tanto públicas (especialmente la adoración litúrgica de la Eucaristía, seguida de la Bendición con el Sacramento) como privadas (las visitas al Santísimo y los ratos de oración ante el Tabernáculo). Hablaremos de ellas en el capítulo 9º, mientras que ahora nos concentramos en la presencia real en la Eucaristía, como invitación a permanecer constantemente en adoración y en acción de gracias, en reparación y en súplica al Dios con nosotros. La "presencia real" está obviamente en estrecha relación con la vida de oración y con su ápice que es la oración contemplativa. Así se pone de relieve en Forja: Debes mantener –a lo largo de la jornada– una constante conversación con el Señor, que se alimente también de las mismas incidencias de tu tarea profesional. –Vete con el pensamiento al Sagrario..., y ofrécele al Señor la labor que tengas entre manos 372. Como es típico en san Josemaría, la oración se materializa en el desempeño de las tareas diarias. Es una oración que lleva a rea lizarlas con perfección: elemento esencial del culto que el cristiano ha de dar a Dios. Lo podemos ver también de otro modo. En la Eucaristía, al manifestarnos Dios su Amor nos manifiesta su gloria, y contemplar ese Amor es darle gloria. Pero no es sólo admirar el Amor que le lleva a entregarse hasta el extremo, sino aprender de Él lo que significa amar y procurar corresponder con una entrega total que se manifieste en el cumplimiento amoroso de los propios deberes. Dentro de la unidad de los tres aspectos del acto interior de nuestra participación en la Santa Misa que estamos analizando, el primordial es el de dar culto a Dios. Desde luego, es inseparable de los otros dos: recibir la mediación de Cristo y ser instrumento para transmitirla a los demás (si no se recibe la mediación de Cristo no se le puede dar culto; y si no se transmite a los demás, tampoco ellos le darán culto). Sin embargo, en la dinámica de los tres aspectos el culto tiene una prioridad de orden, es el origen de los otros dos (de modo semejante a como en la misión redentora de Cristo son inseparables la gloria del Padre y la salvación de los hombres, pero lo primero es el origen de lo segundo: salva a los hombres para dar gloria al Padre, no al revés). De esa "prioridad" radical de la gloria de Dios se deriva la prioridad del culto sobre los otros aspectos. La vida cristiana, como adoración rendida y culto total a Dios en la Iglesia –por Cristo, con Cristo y en Cristo, en la unidad del Espíritu Santo– está en el corazón de la enseñanza de san Josemaría. c.3) Afán apostólico en la Misa Una característica muy importante del varón apostólico es amar la Misa 373. En la Misa, el cristiano se une también a la mediación descendente de Jesucristo. Es el tercer aspecto del amor que pide la participación litúrgica y que ha de informar después todo lo demás: Haciendo de la Santa Misa el centro de nuestra vida interior, buscamos nosotros estar con Jesús, entre Dios y los hombres 374. San Josemaría subraya mucho la dimensión apostólica de la Misa (así se ha interpretado el origen del nombre de "Misa" 375). Resalta que allí el cristiano no está solo, porque la celebración eucarística le une a los demás. Por ejemplo, en una homilía (es un texto ya citado) invita a saborear, en torno a este altar y en esta Asamblea, la presencia de Cristo, que nos hace cor unum et anima una (Hch 4, 32), un solo corazón y una sola alma; y nos convierte en familia, en Iglesia, una, santa, católica, apostólica 376. El sentido apostólico en la Misa no se reduce a este fortalecimiento de la unidad ad intra: se orienta hacia la expansión universal. San Josemaría contempla a Cristo atrayendo desde el Sacrificio del altar a todos los hombres y a todas las criaturas de este mundo, conforme a su comprensión del "omnia traham ad meipsum" (Jn 12, 32). Los sentimientos de salvación universal del Corazón de Cristo hallaron en él un eco profundo. Cuando celebro la Santa Misa –manifiesta en una homilía– siento junto a mí a todos los católicos, a todos los creyentes y también a los que no creen. Están presentes todas las criaturas de Dios –la tierra y el cielo y el mar, y los animales y las plantas–, dando gloria al Señor la Creación entera 377. El cristiano ha de ser para los demás signo e instrumento de la acción salvadora de Jesucristo, Cristo que pasa 378. A la luz de la Eucaristía, emergen aspectos capitales de esa misión apostólica. En particular, que el cristiano ha de entregarse a los demás como el Señor en la Eucaristía: como el grano de trigo que muere para dar fruto y alimentar a otras almas. El siguiente texto lo expone admirablemente: Jesús, os decía al comienzo, es el sembrador. Y, por medio de los cristianos, prosigue su siembra divina. Cristo aprieta el trigo en sus manos llagadas, lo empapa con su sangre, lo limpia, lo purifica y lo arroja en el surco, que es el mundo. Echa los granos uno a uno, para que cada cristiano, en su propio ambiente, dé testimonio de la fecundidad de la Muerte y de la Resurrección del Señor. Si estamos en las manos de Cristo, debemos impregnarnos de su Sangre redentora, dejarnos lanzar a voleo, aceptar nuestra vida tal y como Dios la quiere. Y convencernos de que, para fructificar, la semilla ha de enterrarse y morir (cfr. Jn 12, 24-25). Luego se levanta el tallo y surge la espiga. De la espiga, el pan, que será convertido por Dios en Cuerpo de Cristo. De esa forma nos volvemos a reunir en Jesús, que fue nuestro sembrador. Porque el pan es uno, y aunque seamos muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan (1Co 10, 17). (...) Es preciso recorrer el camino de Jesús: ser trigo, morir para nosotros mismos, resurgir llenos de vida y dar fruto abundante: ¡el ciento por uno! 379 El misterio eucarístico ilumina también el reinado de Cristo en la sociedad y en el mundo. Es Cristo glorioso quien ofrece el Sacrificio de su vida: Jesús resucitado que vive en la Gloria y a la vez hace presente su inmolación en el altar. Al participar en la Eucaristía, el cristiano se une estrechamente a Cristo, y entonces, cuando procura ponerle en la entraña de sus actividades temporales, está poniendo ahí a Cristo glorioso. Es la aplicación de las palabras de Jn 12, 32 ("Cuando sea levantado de la tierra, atraeré todas las cosas hacia mí") que lleva a san Josemaría a escribir que Jesús quiere que se le alce ahora no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a sí todas las cosas 380, y a añadir poco después: para cumplir esta Voluntad de nuestro Rey Cristo, es menester que tengáis mucha vida interior: que seáis almas de Eucaristía 381. La Constitución Lumen gentium pone a Jn 12, 32 en relación con la edificación de la Iglesia: "La Iglesia, o reino de Cristo presente ya en su misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios. Este comienzo y crecimiento están significados por la sangre y el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado (cfr. Jn 19, 34), y profetizados por las palabras de Cristo acerca de su muerte en la cruz: "Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a mí" (Jn 12, 32)" 382. Ana María Sanguineti relaciona la conocida enseñanza de san Josemaría sobre este ver sículo con el texto del Concilio que acabamos de citar. Puesto que las actividades se santifican por su unión con la Misa, concluye que el fiel corriente edifica la Iglesia haciendo de su día una "misa" o, lo que es lo mismo, haciendo de la Santa Misa el centro y la raíz de su vida 383. 3.2.2. Hacer del día una misa: "almas de Eucaristía" A lo largo del apartado anterior hemos ido viendo cómo la participación en la Santa Misa no ha de ser una práctica aislada o independiente de las demás actividades del cristiano, sino el modelo del amor que ha de poner en todas ellas y, más aún, su "forma" presente en todas ellas, aun siendo materialmente muy diversas. Ahora sólo nos queda hacer explícita la enseñanza de san Josemaría sobre la continuidad entre la Misa y el resto del día: "Nuestra" Misa, Jesús... 384. Comencemos citando de nuevo unas palabras suyas: Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba? 385 Para un cristiano, todo el día puede y debe transformarse en una "misa": Todas las obras de los hombres se hacen como en un altar, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura veinticuatro horas, en espera de la misa siguiente, que durará otras veinticuatro horas, y así hasta el fin de nuestra vida 386. En otro momento aconseja: Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar... 387 El tema de hacer de la propia vida y de cada jornada una "misa" tiene raíces antiguas en el acervo de la tradición espiritual, al menos desde san Agustín 388. Lo encontramos sobre todo, como apunta García Ibáñez, en los autores que se inspiran en la escuela francesa de espiritualidad del XVII 389. En el siglo XX está presente en el fundador de la J.O.C., Joseph Cardijn (1882-1967), según señalamos en la Parte preliminar 390 y, en general, en el ámbito de los movimientos especializados de la Acción Católica. Por ejemplo, F. Mugnier escribe: "Hacer de mi jornada como una misa en presente, continuando la Santa Misa oída y vivida cotidianamente, si es posible, debería ser normal en todo cristiano" 391. Es la misma doctrina que transmite san Josemaría. No obstante, en su caso forma parte –y parte esencial– de un todo más amplio y unitario. Cuando menciona este punto es frecuente que lo entrelace con otras manifestaciones de su espíritu de santificación en medio del mundo. Puede verse, por ejemplo, el siguiente texto, denso de conexiones, que tiene un cierto tono de síntesis de su enseñanza. Se dirige expresamente a los miembros del Opus Dei, pero resulta evidente que la enseñanza es válida no sólo para ellos: Muy unidos a Jesús en la Eucaristía, lograremos una continua presencia de Dios, en medio de las ocupaciones ordinarias propias de la situación de cada uno en este peregrinar terreno, buscando al Señor en todo tiempo y en todas las cosas. Teniendo en nuestras almas los mismos sentimientos de Cristo en la Cruz, conseguiremos que nuestra vida entera sea una reparación incesante, una asidua petición y un permanente sacrificio por toda la humanidad, porque el Señor os dará un instinto sobrenatural para purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en instrumento de apostolado. Sólo así seremos almas contemplativas en medio del mundo, como pide nuestra vocación, y llegaremos a ser almas verdaderamente sacerdotales, haciendo que todo lo nuestro sea una continua alabanza a Dios 392. Las primeras palabras –"muy unidos a Jesús en la Eucaristía"– son la clave de todo lo demás. Indican el fin al que se han de orientar las acciones del cristiano en esta tierra: la unión con Cristo en la Eucaristía. Lo que viene después son manifestaciones de esa unión. Sólo tendrá "una continua presencia de Dios" quien haga de la Eucaristía el centro y la raíz de su vida: la Misa no es un medio entre otros, sino fundamento y fin de esa conciencia de que Dios está con nosotros y presente en nosotros. Y tendrá los sentimientos sacerdotales de Cristo Jesús, deseará reparar por los pecados y alabar a Dios como alma contemplativa en la vida diaria, procurará ser instrumento de apostolado..., sólo quien busque la unión con Cristo en la Eucaristía: quien procure hacer de la Misa el centro y la raíz de toda su vida. La necesidad de unir todas las acciones, hasta las más ordinarias, a la Misa, está como insinuada en el sencillo hecho de que la materia del Sacrificio eucarístico –el pan y el vino– no está sin más a nuestra disposición (como el agua del bautismo, por ejemplo), sino que requiere un trabajo organizado y supone por tanto todo el entramado de la sociedad humana. ¿Qué es esta Eucaristía –ya inminente– sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo –vino y pan–, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, como el último Concilio Ecuménico ha querido recordar? (cfr. Gaudium et spes, 38). Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios (1Co 3, 22-23). Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor 393. Terminamos haciendo referencia a otra expresión frecuente en san Josemaría, con la que también resume el fin de la vida cristiana: ser almas de Eucaristía 394. Nos parece que su significado es predominantemente el de "hacer de la Santa Misa el centro y la raíz" de la vida espiritual. En efecto, aunque se refiere también a las diversas manifestaciones de devoción eucarística –como las visitas frecuentes al Santísimo o la costumbre, a la que ya nos hemos referido, de "asaltar" Sagrarios 395: descubrirlos en tu camino habitual por las calles de la urbe 396, para dirigir al Señor en la Eucaristía actos de amor y de petición– esas devociones son a su vez afirmaciones del empeño de dar a la Misa la posición dominante en la jornada. Citamos sólo un ejemplo del uso de la expresión en el que destaca el aspecto apostólico 397. Escribe a los fieles del Opus Dei: Carísimos: Jesús nos urge. Quiere que se le alce de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a sí todas las cosas (Jn 12, 32). Es preciso que la Obra de Dios se extienda por todas las partes, afirmando el reinado de Jesucristo para siempre (...). Mas, para cumplir esta Voluntad de nuestro Rey Cristo, es menester que tengáis mucha vida interior: que seáis almas de Eucaristía (...) haciendo que se repita muchas veces, por quienes os tratan en el ejercicio de vuestras profesiones y en vuestra actuación social, aquel comentario de Cleofás y de su compañero en Emaús: nonne cor nostrum ardens erat in nobis, dum loqueretur in via?; ¿acaso nuestro corazón no ardía en nosotros, cuando nos hablaba en el camino? (Lc 24, 32) 398. Un "alma de Eucaristía" es un alma con un encendido afán apostólico, porque hacer del día una Misa es hacer del día una misión, poner por obra la invitación a "ir" a los demás que se ha escuchado al final de la celebración eucarística: Ite, missa est. Es dar a todas las actividades sentido de corredención, de misión apostólica. En todo lo anterior hemos citado la predicación y los escritos de san Josemaría. No hemos hablado, en cambio, del ejemplo de su vida centrada en la Misa, más elocuente quizá que todo lo demás, en este tema. Las personas que le trataron de cerca dan testimonio de su amor continuo y ardiente a la Eucaristía 399. Él mismo, contemplando el misterio eucarístico, el Amor de Dios que llega al extremo de la entrega por la Iglesia, por cada uno de sus hijos y por la humanidad entera, exclamaba extasiado: aquí está la explicación de mi vivir 400. 4. "A JESÚS POR MARÍA" Al inicio del capítulo vimos que la expresión "ad Iesum per Mariam" tiene raíces antiguas en la tradición de la Iglesia y que su uso es frecuente sobre todo a partir del siglo XVIII. El significado es notorio: la unión con Cristo se alcanza a través de la mediación de María e imitando su ejemplo. Esta es también la convicción de san Josemaría, muchas veces afirmada de modo explícito 401. Según Arturo Blanco, "dentro de su mensaje específico y como parte principal, se encuentra la indicación de que el trato con la Virgen es necesario para conseguir la santidad, la identificación personal con Cristo" 402. Situadas en el contexto del fin último de la vida espiritual, después del "omnes cum Petro", las palabras "ad Iesum per Mariam" adquieren un significado muy profundo y hasta un rango insuperable. Indican que, en la economía de la Redención, toda la vida cristiana dirigida a dar gloria a Dios edificando el Reino de Cristo cuyo inicio y germen es la Iglesia, tiene esencialmente, por beneplácito divino, un carácter mariano. Con razón se ha afirmado que "la doctrina mariana de San Josemaría Escrivá tiene una innegable afinidad con lo que el Concilio enseña sobre la devoción mariana" 403. Como es sabido, el Vaticano II ha expuesto la doctrina sobre la Santísima Virgen dentro de la Constitución dogmática sobre la Iglesia. Este nexo entre María y la Iglesia lo encontramos en san Josemaría ya desde la década de 1930, cuando pone por escrito el ideal que venía predicando de "llevar a todos con Pedro a Jesús" –esto es, de edificar la Iglesia–, "por Maria". En la unión del "omnes cum Petro" con el "ad Iesum per Mariam", se manifiesta el víncu lo profundo entre María y la Iglesia, vínculo que se traduce, para la vida espiritual, en la necesidad de acudir a la mediación materna de María para cooperar con el Espíritu Santo en la santificación personal y en el apostolado. El autor de la edición crítico-histórica de Camino ve reflejada esta relación entre la Madre de Dios y la Iglesia en la misma colocación del capítulo dedicado a María, situado inmediatamente antes del que trata de la Iglesia. "El capítulo sobre la Virgen –escribe Pedro Rodríguez– guarda estrecha relación con el siguiente, sobre la Iglesia. María, y luego también la Iglesia, aparece a los ojos de Josemaría Escrivá, ante todo, como Virgen y Madre. La maternidad mariana y la maternidad eclesial vienen propuestas por el Autor una a continuación de la otra" 404. Esta profunda relación entre la mediación de María y la edificación de la Iglesia se manifiesta de diversos modos en la enseñanza de san Josemaría. Especialmente en la certeza de la presencia de la Virgen en el Sacrificio eucarístico, que es donde principalmente se edifica la Iglesia (y en cierto sentido exclusivamente, puesto que las demás obras del cristiano edifican la Iglesia por su referencia a la Misa). Cuando celebro la Santa Misa (...) sé también que, de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la íntima unión que tiene con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Jesucristo concebido en las entrañas de María Santísima sin obra de varón, por la sola virtud del Espíritu Santo, lleva la misma Sangre de su Madre: y esa Sangre es la que se ofrece en sacrificio redentor, en el Calvario y en la Santa Misa 405. La Santa Misa es una acción de la Trinidad: por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora. En ese insondable misterio, se advierte, como entre velos, el rostro purísimo de María: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo 406. En consecuencia, se comprende que afirme: Para mí, la primera devoción mariana –me gusta verlo así– es la Santa Misa 407. La relación de la Virgen con la Misa nos ratifica en la idea de que el contexto de la jaculatoria "omnes cum Petro ad Iesum per Mariam" es el más adecuado para transmitir el carácter mariano de la vida cristiana. A la luz del misterio de la Iglesia se comprende con más hondura lo que representa el recurso filial a la mediación de la Virgen en la vida espiritual. Y viceversa, como veremos, en María se ilumina el misterio de la Iglesia 408. Hemos de advertir que el objeto de este apartado no es la devoción a la Virgen en la enseñanza de san Josemaría, en general. Ella está en cierto modo omnipresente en su predicación y en sus escritos. Cuando habla de María, su palabra asume tonos de ternura y de confianza filial, como es particularmente patente en el libro Santo Rosario, y como se percibe, entre tantas manifestaciones de amor, en su costumbre de terminar los ratos de meditación con el recurso a la Madre de Dios o de firmar sus cartas familiares con "Mariano", uno de sus nombres de pila 409. Si en algo quiero que me imitéis, solía decir a los fieles del Opus Dei, es en el amor que tengo a la Virgen 410. No podemos reflejar aquí la fuerza y el calor de este rasgo prominente de su piedad. Pretendemos sólo explicar por qué la dimensión mariana es característica esencial de la existencia cristiana. Un vez visto que el fin de la vida del cristiano es cooperar con el Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia, se trata ahora de poner de relieve que lo alcanza siempre y sólo por María. Nos encontramos, ciertamente, ante una mediación; pero la mediación de María, participada de la de Cristo, es absolutamente única, porque es "materna". La Virgen no es sólo intercesora de los dones de la vida sobrenatural como los demás santos, sino "Madre de la divina gracia". La suya es una mediación de orden distinto y superior a cualquier otra, hasta el punto de que es imposible silenciarla al hablar del fin de la vida espiritual. Siendo Mediadora por soberano designio de Dios, acudir a su mediación materna forma parte, en la actual economía de la Redención, de "lo único necesario" (Lc 10, 42). 4.1. "MARÍA EDIFICA CONTINUAMENTE LA IGLESIA" La Virgen María ha sido "introducida" a participar en la vida de la Santísima Trinidad de un modo único, como Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo 411. Su plenitud de vida sobrenatural –"llena de gracia" (Lc 2, 28)– deriva de la singularidad del vínculo materno con el Hijo, Cabeza de la Iglesia. Por eso es "miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia" 412. Y así es también "prototipo y modelo de la Iglesia" 413. Considerando que la Iglesia es "inicio y germen" del Reino, vemos que María es "prototipo y modelo" en los dos sentidos. Lo es como "inicio" del reinado de Jesucristo, porque "en la Virgen María la Iglesia [inicio del Reino] ya ha llegado a su perfección" 414. Ella es Reino de Cristo del modo más pleno y excelente. Nos ha precedido por la vía de la imitación de Cristo, y la glorificación de Nuestra Madre es la firme esperanza de nuestra propia salvación 415: de nuestra definitiva incorporación al Reino de Cristo. Y es modelo en el sentido de "germen" del reinado de su Hijo, porque Ella es Medianera materna de todas las gracias; María participa de modo absolutamente singular en la mediación de Cristo 416: "es verdaderamente Madre de los miembros de Cristo (...), pues coopera con su amor al nacimiento de los fieles en la Iglesia, los cuales son miembros de aquella Cabeza" 417. La Virgen Santísima puede llamarse con verdad madre de todos los cristianos. San Agustín lo decía con palabras claras: cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella cabeza, de la que es efectivamente madre según el cuerpo (S. Agustín, De sancta virginitate, 6) 418. Y si es Madre de todos los cristianos, ¿no será Madre de la Iglesia, que es la reunión de los que han sido bautizados y han renacido en Cristo, hijo de María? 419 Podemos ver lo mismo de otro modo, también presente en los textos citados. María es "modelo" de la Iglesia en cuanto que ésta es "sacramento universal de salvación", ya que es signo y es instrumento de la unión de los hombres con Dios. Signo preclaro, por su participación en la comunión de las Personas divinas; e instrumento, por ser Madre de gracia. Estos dos aspectos de la singularidad de Santa María –ser plenamente Reino de Cristo (que se expresa también diciendo que es "trono de Dios"), y ser Mediadora de todas las gracias como Madre nuestra– se unen en una jaculatoria frecuentemente repetida por san Josemaría: "Adeamus cum fiducia ad thronum gloriae, ut misericordiam consequamur". Son unas palabras muy semejantes a un texto de la Sagrada Escritura (Hb 4, 16), que la Liturgia de la Iglesia rezaba antiguamente en la fiesta del Inmaculado Corazón de María (en la actualidad ha cambiado de lugar en el calendario litúrgico y también han cambiado, en parte, los textos). San Josemaría las escuchó en su alma, como locución divina, el 23 de agosto de 1971, en momentos de graves dificultades en la vida de la Iglesia. Poco después las comentaba así: adeamus cum fiducia –hemos de ir con mucha fe– ad thronum gloriae, al trono de la gloria, la Virgen Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra, a la que tantas veces invocamos como Sedes Sapientiae, ut misericordiam consequamur, para alcanzar misericordia (...). Que lo tengáis muy en cuenta en estos momentos y también después. Yo diría que es un querer de Dios: que metamos nuestra vida interior personal dentro de esas palabras que os acabo de decir 420. Al afirmar que es "un querer de Dios que metamos nuestra vida interior" en ese acudir a la Virgen, "en estos momentos y también después", san Josemaría está expresando que ir a Jesús por María no es una devoción sólo para unas circunstancias determinadas, sino algo permanente. Álvaro del Portillo traducía con fidelidad esta enseñanza cuando afirmaba que, para ser santos, es preciso "meter a la Virgen en todo y para todo" 421. Estudiar la relación singular entre María y la Iglesia es indispensable para comprender por qué san Josemaría, al hablar del fin de la vida espiritual –la gloria de Dios, el Reino de Cristo, la Iglesia–, se refiere también a la Santísima Virgen. El motivo se puede explicar del siguiente modo. Edificar la Iglesia en nosotros y en los demás es nuestro fin último. Ya hemos considerado que el Espíritu Santo es quien edifica la Iglesia, y que el cristiano coopera. La Santísima Virgen ha realizado esa cooperación de una manera única: puso su existencia a disposición del Paráclito para ser Madre del Hijo del Altísimo, obedeció a la Voluntad de Dios en todos los momentos de su vida –escuchando la palabra divina y poniéndola en práctica (cfr. Lc 11, 28)–, se unió al Sacrificio del Calvario donde nos ha recibido como hijos, para ser "Madre nuestra en el orden de la gracia" 422, y esperó con los discípulos la venida del Paráclito en Pentecostés (cfr. Hch 1, 14). Así como María tuvo un papel de primer plano en la Encarnación del Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en los orígenes de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo 423. Y "esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia (...), pues una vez recibida en los Cielos no ha cesado su oficio de salvación" 424. He aquí la conclusión: María edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa. Por eso me gusta repetir: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, ¡todos, con Pedro, a Jesús por María! 425 "María edifica continuamente la Iglesia" significa que el Espíritu Santo va formando la Iglesia con la particular cooperación de la Santísima Virgen, atrayéndonos a todos a Jesús por María. Así, por beneplácito divino, la Iglesia se edifica "por María". Cooperamos con el Espíritu Santo en ese crecimiento del Cuerpo místico de Cristo –en la santificación y en el apostolado– uniéndonos a Jesús por María y uniendo a los demás a Jesús por María. 4.2. ACUDIR A LA MEDIACIÓN MATERNA DE MARÍA Las palabras "per Mariam" equivalen a "por mediación de María". Pero, como decíamos, se trata de una mediación materna, no sólo porque María intercede por nosotros con amor de Madre, sino porque su intercesión nos engendra de algún modo a la vida espiritual 426. Interceder significa intervenir en la concesión de la vida sobrenatural, pero no necesariamente "desde fuera". La Sagrada Escritura dice, por ejemplo, que el Espíritu Santo "intercede por nosotros" (Rm 8, 26) y "pide en favor de los santos" (Rm 8, 27), y sin embargo la vida espiritual se nos concede per Spiritum Sanctum (cfr. Rm 5, 5; Rm 8, 11). La Santísima Virgen intercede unida al Paráclito –la invocamos como "Esposa de Dios Espíritu Santo"–, y así, de algún modo, nos engendra a la vida sobrenatural: es Madre nuestra en el orden de la gracia. Tener presente que la Iglesia es Madre porque tiene el poder de transmitir la vida sobrenatural a sus miembros (por eso el cristiano es "hijo de la Iglesia"), permite profundizar en el contenido del "ad Iesum per Mariam", tal como lo emplea san Josemaría. El contexto del "omnes cum Petro..." ofrece mucha luz para captar su significado, pues se dice que vamos –y que llevamos a otros– a Jesús "por María", en un sentido análogo a como se dice que vamos a Él "por la Iglesia". De hecho, vamos a Jesús a través de los medios que nos ofrece la Iglesia, y a la vez vamos a Él en la Iglesia, unidos a la Iglesia. Así también "por María" significa a través de María –por su intercesión– y, a la vez, unidos a Ella como hijos suyos. Esta particular naturaleza de la intercesión de Santa María lleva consigo que acudir a su mediación materna en la vida espiritual es ciertamente invocarla y pedir su ayuda para obtener la gracia, pero no es sólo eso. Buscar su intercesión consiste a la vez en estar unidos a Ella en todo como hijos suyos. Lleva por tanto a aprender sus lecciones, a seguir su ejemplo y a procurar parecerse más y más a Ella. Para imitar a Jesús, el cristiano ha de imitar a María 427. La Santísima Virgen, por último, es modelo de santificación y apostolado particularmente en la vida ordinaria, y más concretamente prueba del valor trascendente que puede alcanzar una vida en apariencia sin relieve 428. No olvidemos que la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios! 429 Por otra parte, no sólo se comprende mejor, a la luz de lo que es la Iglesia, el papel de María en la vida del cristiano, sino que también sucede algo semejante en dirección opuesta: la figura de María ilumina a su vez el misterio de la Iglesia y permite comprender mejor qué significa edificarla. Como ya sabemos, contribuimos a la edificación la Iglesia cooperando con el Espíritu Santo. El cristiano realiza esta cooperación –que consiste en buscar la santificación personal y ejercer el apostolado– con el apoyo y la cercanía de María, tratándola como se trata a una persona viva: porque sobre Ella no ha triunfado la muerte, sino que está en cuerpo y alma junto a Dios Padre, junto a su Hijo, junto al Espíritu Santo 430. Manteniendo y cultivando una relación filial con la Madre de Dios, el cristiano se santifica y lleva a otros a Jesús. Consideremos brevemente estos dos puntos, que san Josemaría enseña de modo constante 431. – El Espíritu Santo nos santifica conformándonos con Cristo por medio de María. Por nuestra parte, cooperamos a esa acción y nos santificamos –nos conformamos progresivamente con Cristo– por el trato con María. Cuando Dios hizo experimentar el sentido de la filiación divina a san Josemaría, le movió a comprender también con nueva luz lo que llevaba practicando desde años atrás: que para vivir la vida de Cristo debía tener un trato filial con su Madre. El principio del camino, que tiene por final la completa locura por Jesús, es un confiado amor hacia María Santísima 432. Ese "principio del camino" se refiere ciertamente a la primera conversión, pero incluye también las conversiones sucesivas en la vida cristiana, que para san Josemaría es un continuo "comenzar y recomenzar" 433. Todos los avances en la lucha interior se realizan gracias a su intervención: A Jesús siempre se va y se "vuelve" por María 434. Conviene fijarse en el significado de estas palabras para la vida espiritual. Ciertamente, todos los dones divinos los recibimos "por María", seamos conscientes o no. Pero aquí no se trata sólo de esto, sino de que la vida espiritual, como actividad de cada uno, se ha de dirigir hacia la santidad o unión con Dios por el trato con María: dirigiéndonos a Ella con confianza, meditando su vida, buscando su mediación. María, a quienes se acercan a Ella y contemplan su vida, les hace siempre el inmenso favor de llevarlos a la Cruz, de ponerlos frente a frente al ejemplo del Hijo de Dios. Y en ese enfrentamiento, donde se decide la vida cristiana, María intercede para que nuestra conducta culmine con una reconciliación del hermano menor –tú y yo– con el Hijo primogénito del Padre 435. – El cristiano ha de ser instrumento para llevar a todos a Jesús por María. Y la cercanía de María hará que nos sintamos hermanos 436. No se puede tratar filialmente a María y pensar sólo en nosotros mismos, en nuestros propios problemas. No se puede tratar a la Virgen y tener egoístas problemas personales (...). Un cristiano no puede detenerse sólo en problemas personales, ya que ha de vivir de cara a la Iglesia universal, pensando en la salvación de todas las almas (...). Hasta esas facetas que podrían considerarse más privadas e íntimas –la preocupación por el propio mejoramiento interior– no son en realidad personales: puesto que la santificación forma una sola cosa con el apostolado. Nos hemos de esforzar, por tanto, en nuestra vida interior y en el desarrollo de las virtudes cristianas, pensando en el bien de toda la Iglesia (...). María, Madre de Jesús, que lo crió, lo educó y lo acompañó durante su vida terrena y que ahora está junto a Él en los cielos, nos ayudará a reconocer a Jesús que pasa a nuestro lado, que se nos hace presente en las necesidades de nuestros hermanos los hombres 437. El amor de san Josemaría a la Iglesia y a María se funden en uno solo. "Mi madre la Iglesia", "mi Madre la Virgen", repite a menudo, y en su corazón son una sola madre que le transmite la vida sobrenatural. Pero no se puede decir que sean sólo un "medio" para amar a Dios, como tampoco es un "medio" la Humanidad Santísima de Cristo, si se entiende por "medio" algo que se deja atrás cuando se ha logrado el fin. Ya hicimos notar que la Humanidad de Jesús no es como un "puente" que se cruza para alcanzar la unión con el Padre, dejando el puente atrás. No es así como el cristiano se une a Dios: se une a Él permanentemente "en Cristo", siempre a través de su Humanidad inseparable de la Divinidad por la unión hipostática. Y esta unión del cristiano con Dios en Cristo, se realiza por la Iglesia y por María. En otros capítulos tendremos ocasión de ver diversas enseñanzas particulares de san Josemaría sobre el amor a la Virgen. Aquí hemos visto sólo una, que es la fundamental. En su doctrina espiritual, el amor a María no representa "una parte" de la vida cristiana: unos actos aislados, unas prácticas de piedad. El amor a María penetra todos los instantes de la existencia, porque es constitutivo, por beneplácito divino, de nuestra tensión al fin último. Quien nos ha dado a Cristo por María ha querido que vayamos también por María a Cristo. Dicho más cabalmente: la Santísima Trinidad que nos ha llamado a participar en su vida íntima como hijos en el Hijo, formando su Cuerpo místico, nos ha dado a Cristo por María; y quiere que, atraídos por el Espíritu Santo, vayamos también todos, con Pedro, a Jesús por María. * * * ALGUNAS APLICACIONES PRÁCTICAS 438 1. Fomentar el trato con el Espíritu Santo. El Paráclito edifica la Iglesia en nosotros y con nosotros. Toda la vida espiritual se dirige a cooperar con Él. Por eso resulta esencial tratarle. Frecuenta el trato del Espíritu Santo –el Gran Desconocido– que es quien te ha de santificar. No olvides que eres templo de Dios. –El Paráclito está en el centro de tu alma: óyele y atiende dócilmente sus inspiraciones 439. En la vida cristiana conviene cultivar este trato con el Espíritu Santo desde el principio. No es algo reservado para quienes tienen más edad o experiencia. Para ayudar a esto es muy eficaz la dirección espiritual, donde se puede enseñar a conectar el esfuerzo por mejorar en aspectos concretos con el trato con el Paráclito. Por ejemplo, en la santa pureza. San Pablo muestra claramente la relación (y es una estupenda lección de dirección espiritual): "¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Y ¿voy a tomar los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? De ninguna manera (...). En cambio, el que se une al Señor se hace un solo espíritu con él. Huid de la fornicación (...) ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido comprados mediante un precio. Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo" (1Co 6, 15-20). Sobre todo es importante comprender que la vida espiritual es vida de amor que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones (cfr. Rm 5, 5) y que es preciso tratar mucho al Paráclito para que los inflame con el fuego de su amor: Ure igne Sancti Spiritus! 440 rezaba a diario san Josemaría. Así se llega a tener el mismo afán de Cristo –"Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que arda?" (Lc 12, 49)–, afán de dar la vida para corredimir con Él. 2. Manifestaciones concretas de amor y de servicio a la Iglesia. Para un cristiano no hay santidad sin unión con la Iglesia. Ha de profesar la fe, participar en los sacramentos, estar unido al Papa y a los Pastores de la Iglesia. En los párrafos siguientes se mencionan algunas consecuencias de estos tres aspectos. – En primer lugar, profesar la fe. Para estar unidos a la Iglesia, se ha de procurar conocer cada vez mejor su doctrina. No esperemos unas iluminaciones extraordinarias de Dios, que no tiene por qué concedernos, cuando nos da unos medios humanos concretos: el estudio, el trabajo. Hay que formarse, hay que estudiar 441. El apostolado es cauce para transmitir la doctrina: "Id y enseñad" (Mt 28, 19). San Josemaría ha insistido mucho en este punto: No olvidéis que la esencia de nuestro apostolado es dar doctrina, porque, como os he dicho una y mil veces, la ignorancia es el mayor enemigo de la fe 442. Vuestra pasión dominante ha de ser el afán de dar doctrina: doctrina católica, que esté plenamente de acuerdo con el sentir de la Iglesia y que siga con toda fidelidad el Magisterio de Pedro 443. La fe se ha de profesar ante todo mediante el ejemplo, en la vida ordinaria: con naturalidad, pero sin esconderla y sin miedo a dar la cara. Tengamos la valentía de vivir pública y constantemente conforme a nuestra santa fe 444. – En segundo lugar, la unión con la Iglesia se manifiesta en la participación en los sacramentos (habitualmente en la Eucaristía y en la Penitencia) y en el culto público: principalmente en la Santa Misa. La participación activa en la liturgia de la Iglesia 445, por parte de los laicos, ha de ser interior y también externa, conforme a las normas de la autoridad eclesiástica, porque de este modo se pone de manifiesto que son celebraciones de todo el Pueblo de Dios y concretamente que el sacerdocio común tiene una función visible en el acto que es la cumbre de la vida de la Iglesia. Lógicamente se debe evitar, de acuerdo con las disposiciones universales del Romano Pontífice, supremo regulador de la Liturgia, toda confusión de funciones entre el sacerdocio común y el ministerial. Una manifestación importante de amor y servicio a la Iglesia es el cuidado del culto divino, hasta en los detalles más pequeños, y la observancia fiel de las "rúbricas" como acto de adoración, reparación y acción de gracias. En esta materia nada es "insignificante". Las celebraciones litúrgicas han de realizarse con la mayor dignidad, sin acostumbramiento, con la conciencia de que se está en el culmen y en la fuente de la vida de la Iglesia. En relación con ese cuidado de los actos de culto y de los objetos a él dedicados, san Josemaría ha enseñado a convertir en oración especialmente esas tareas: Si la casa entera ha de ser el hogar de Betania, lo es especialmente el oratorio: servid a Jesucristo con tal delicadeza, que el mismo servicio que le prestáis sea ya contemplación 446. – El tercer aspecto es la unión con la Jerarquía eclesiástica, sobre todo con el Romano Pontífice, sea quien sea 447. Sin unión con el Papa, no puede haber, para un católico, unión con Cristo 448. Esta unión es consecuencia de un amor radicado en la fe, un amor siempre más ¡teológico! 449 Pero también afectivo: el amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo 450. Manifestaciones esenciales de la unión con el Papa son la oración por su persona e intenciones, el asentimiento a su Magisterio y la obediencia a sus disposiciones de gobierno. Lo mismo con respecto a los Obispos de las Iglesias locales. Que la consideración diaria del duro peso que grava sobre el Papa y sobre los obispos, te urja a venerarles, a quererles con verdadero afecto, a ayudarles con tu oración 451. 3. Santidad personal y apostolado personal. La santidad es personal y el apostolado también. Pero "personal" no significa prescindir de los demás, ser individualista. La santificación y el apostolado consisten en edificar la Iglesia, que es comunión de los santos. San Josemaría pone en guardia del peligro de convertirse –hablando castizamente– en apóstol de pata libre (...) El sarmiento da fruto, si está unido a la vid 452. Sin unión con la Iglesia no puede haber crecimiento en santidad ni fruto en el apostolado. 4. Trato filial con Santa María. La Santísima Virgen ha de estar presente en todos los propósitos, luchas, iniciativas apostólicas... En la dirección espiritual es indispensable enseñar a ir a Jesús siempre por María, a tratarla con cariño filial, con detalles de hijo. La relación de cada uno de nosotros con nuestra propia madre, puede servirnos de modelo y de pauta para nuestro trato con la Señora del Dulce Nombre, María. Hemos de amar a Dios con el mismo corazón con el que queremos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros miembros de nuestra familia, a nuestros amigos o amigas: no tenemos otro corazón. Y con ese mismo corazón hemos de tratar a María 453. Cada uno debe hacerlo como mejor le parezca, porque ha de ser un trato personal. Reflexión conclusiva de la Parte I Hemos visto que san Josemaría indica el fin último de la vida cristiana con tres expresiones: "dar gloria a Dios", "querer que Cristo reine", "llevar a todos, con Pedro, a Jesús por María". También indica su concatenación (recuérdese la frase que hemos venido citando desde el principio): dar gloria a Dios implica querer que Cristo reine; y sólo busca que Cristo reine quien procura unirse a Él y unir a los demás con Él en su Iglesia, por medio de María. En la enseñanza de san Josemaría, estas tres expresiones se traducen en otras tres, típicas de su mensaje. Para él, dar gloria a Dios consiste en ser contemplativos en medio del mundo 1; buscar que Cristo reine, equivale a poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades de los hombres 2; y llevar a todos con Pedro a Jesús por María, se realiza haciendo de la Eucaristía el centro y raíz de la vida cristiana 3. La misma concatenación de las tres primeras expresiones, existe también entre las tres segundas. Para ser contemplativos en medio del mundo, es preciso tratar de poner a Cristo en la entraña de la propia actividad profesional; y esto se realiza uniendo el trabajo a la Santa Misa, es decir, procurando que la entera jornada sea "una misa", por la acción del Espíritu Santo. De este modo el cristiano se santifica, pues el Espíritu Santo le une a Cristo como hijo de Dios y, bajo el impulso del mismo Espíritu que le hace partícipe del sacerdocio de Cristo, realiza la misión apostólica de atraer a todos los hombres a la unión con Jesucristo en la Iglesia, por mediación de María. En estos términos se puede condensar la percepción de la finalidad última de la vida cristiana en el mensaje de san Josemaría, a la que hemos dedicado íntegramente la Parte I. Podríamos haber comenzado nuestra exposición hablando de los puntos más conocidos de su doctrina espiritual, como la "santificación del trabajo profesional" y "el sentido de la filiación divina". De hecho, san Josemaría los destaca empleando comparaciones que muestran el lugar central que ocupan en su enseñanza. Del sentido de la filiación divina afirma que es el "fundamento" de la vida cristiana (como veremos en la Parte II); y del trabajo profesional repite numerosas veces que es el "eje" de la santificación en medio del mundo (lo estudiaremos en la Parte III). Sin embargo, para comprender la enseñanza de san Josemaría sobre estos aspectos, nos ha parecido que era imprescindible considerar primero su concepción del fin último de la vida cristiana. ¿Cómo se va a poner un fundamento sin saber lo que se ha de edificar? ¿O de qué sirve un eje si no se conoce a dónde debe apuntar? El fundamento de la filiación divina (o del "sentido" de la filiación divina, como veremos) es la base de la identificación con Cristo en el trabajo profesional y en los quehaceres cotidianos que configuran el mundo, herencia de los hijos de Dios, siempre que no se pierda de vista que han de orientarse a la gloria de Dios, al reinado de Cristo y a la edificación de la Iglesia, buscando la contemplación en ese trabajo y en esos quehaceres, al unirlos al sacrificio de Cristo actualizado en el Altar. Podemos decir, en definitiva, que esta Parte I nos proporciona la luz necesaria para enfocar adecuadamente los temas que estudiaremos en los restantes capítulos. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría PARTE II El sujeto de la vida cristiana. El cristiano "otro Cristo", "el mismo Cristo" Visión general de la parte segunda El fin último de la vida cristiana incluye dos aspectos –la gloria de Dios y la perfección del hombre– inseparables entre sí: quien procura dar gloria a Dios (con todo lo que esto encierra: buscar el reino de Cristo, edificar la Iglesia) alcanza su propia perfección y felicidad, ya que en el fin último se encuentra necesariamente "el bien perfecto y completo de uno mismo" 1. Puesto que la gloria a Dios es que el hombre viva Vida sobrenatural, según las conocidas palabras de san Ireneo 2, es decir, que sea santo e instrumento para santificar a los demás, el texto de la Sagrada Escritura que hemos elegido como epígrafe de la Parte I ha sido: "Sed santos porque yo soy santo" (Lv 19, 2; 1P 1, 16). Ahora hemos de considerar que esa participación en la Vida íntima de la Santísima Trinidad en comunión con todos los santos –la santidad y el apostolado–, transforma al cristiano: lo eleva y lo perfecciona. Con otros términos: la unión con Dios "realiza y perfecciona al hombre en el supremo nivel de su plenitud" 3. Santidad y perfección son, en todo caso, conceptos inseparables. De ahí el epígrafe elegido para esta Parte II: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48). El texto completa el que ha abierto la Parte I. Allí hemos estudiado el primer aspecto del fin último: que la santidad consiste en dar gloria a Dios, buscando el reinado de Cristo, la edificación de la Iglesia. Ahora hablaremos del segundo aspecto: que la santidad implica la perfección y felicidad del cristiano. ¿En qué consiste esa perfección? "Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselos a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme" (Mt 19, 21). Según estas palabras, la perfección consiste en seguir a Cristo prefiriéndole a cualquier otro bien (lo que significa, como veremos, ordenar todo a su seguimiento) y este seguimiento implica trato, amistad, comunión de vida con Él: no una mera imitación exterior. San Josemaría lo describe con un término muy expresivo: "identificación". Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos 4. Define la perfección como identificación con Cristo 5. Otras veces comenta que el cristiano ha de ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo 6. "Identificarse con Cristo", "ser ipse Christus", son ciertamente afirmaciones audaces, pero no sorprenden si se consideran los numerosos precedentes en la tradición teológica, tanto de Oriente como de Occidente, que tendremos ocasión de sondear. En san Josemaría revelan una viva percepción del "misterio" de la unión del cristiano con Cristo, tan presente en los textos paulinos. Citemos solamente uno: "Dios quiso dar a conocer a los suyos las riquezas de gloria que contiene este misterio para los gentiles: es decir, que Cristo está en vosotros y es la esperanza de la gloria" (Col 1, 27). Hablar de "identificación" no es más que un modo de designar ese misterio de la compenetración sobrenatural del cristiano con Cristo que realiza el Espíritu Santo si encuentra cooperación a su gracia. ¿Cómo se puede describir esa identificación con Cristo? No nos referimos ahora al proceso de identificación, es decir, a cómo se alcanza y con qué medios –temas que veremos en la Parte III–, sino a la realidad misma de esa identificación. Nos preguntamos en qué consiste y qué es lo que cambia en quien la busca. La respuesta se puede condensar en tres puntos que serán objeto de los capítulos de esta Parte II. Los describiremos sintéticamente. En primer lugar, el cristiano queda transformado en hijo adoptivo de Dios en el momento grandioso del Bautismo: hijo del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. Veremos que esta filiación sobrenatural lleva consigo una presencia de Cristo en el cristiano, gracias a la cual se puede decir que éste es "el mismo Cristo". Pero no se trata de una realidad estática. Esa identificación que ha comenzado en el Bautismo debe crecer a lo largo de la vida y aquí se encuentra una enseñanza característica de san Josemaría: la de poner como fundamento de ese crecimiento el sentido de la filiación divina 7, la conciencia viva de ser hijo de Dios en Cristo. No se trata de un conocimiento teórico de la verdad de nuestra filiación adoptiva ni, menos aún, de un estado de ánimo. El "sentido de la filiación divina" es una sencilla sabiduría del corazón acerca de la propia identidad sobrenatural más profunda. Es un don divino, sin duda, pero sólo puede recibirlo quien se abre a él sin poner obstáculos. Es, por tanto, un don y una tarea. Y no una tarea más sino aquella que es la base de todo el edificio de la santidad, porque quien se sabe hijo de Dios en Cristo y reconoce la presencia de su Vida en él, ¿no se verá impulsado a hacerla suya quitando todo estorbo –muriendo al hombre viejo (cfr. Rm 6, 6)–, para llegar a afirmar como san Pablo: "Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Ga 2, 19-20)? Pedir al Espíritu Santo que imprima en la propia alma el sentido de la filiación divina y cultivarlo es, para san Josemaría, el cimiento del edificio de la vida espiritual. Como tal, será el primer tema de esta Parte II: "El sentido de la filiación divina" (capítulo 4º). En segundo lugar consideraremos que el cristiano ha recibido una nueva libertad: la libertad de los hijos de Dios, la libertad para la que Cristo nos ha liberado (cfr. Ga 5, 1). Consecuencia inmediata del sentido de la filiación divina es la conciencia de esta libertad. Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural 8. Dios no desea siervos forzados, prefiere hijos libres 9, escribe san Josemaría. En toda su enseñanza, el término "libres" sigue muchas veces al de "hijos", porque la libertad pertenece a la condición de hijo de Dios. Es el don que permite amar, correspondiendo a la gracia del Espíritu Santo. La vida cristiana reclama su ejercicio activo: no cabe la inercia. Para identificarse con Cristo hay que emplear todas las energías de la libertad en amar a Dios y a los hombres, con obras de servicio, secundando la acción del Espíritu que mueve a ponerla en juego. San Josemaría recalca la importancia de respetar y fomentar la libertad de los fieles corrientes para buscar la santidad y ejercer el apostolado conformemente a su vocación, con iniciativa y responsabilidad personales. El papel que reconoce a la libertad muestra que en el proceso de la identificación con Cristo no hay alienación del yo. Es, al contrario, realización de la vocación personal (cfr. Ef 1, 4) e implica el desarrollo original de la libertad, que está en el núcleo mismo de la persona. Estos son algunos elementos del segundo tema que examinaremos: "La libertad de los hijos de Dios" (capítulo 5º). En tercer lugar veremos que el sentido de la filiación divina, con la conciencia de la libertad, es la base del crecimiento en las virtudes que configuran al cristiano con Cristo. San Josemaría enseña a practicarlas con espíritu de hijos de Dios llamados a la santidad en medio del mundo. Al mencionar cualquier virtud añade con frecuencia las palabras "de un hijo de Dios" o "de los hijos de Dios": la justicia de los hijos de Dios, la alegría, la lealtad, la obediencia "de un hijo de Dios"... Es connatural a este espíritu filial que la caridad sea la primera virtud y la que vivifica a todas las demás, porque la filiación divina adoptiva –participación en el Hijo– y la caridad –participación de la Caridad infinita que es el Espíritu Santo– son inseparables, análoga-mente a como lo son el Hijo y el Espíritu Santo en el seno de la Trinidad. Un cristiano que "siente" la filiación divina, procura necesariamente que su vida sea una vida de amor. San Josemaría remarca esa preeminencia de la caridad, y concede al mismo tiempo gran importancia a las virtudes humanas, imprescindibles para la identificación con Cristo, "perfectus Deus, perfectus homo" 10: virtudes especialmente necesarias para los fieles que se santifican en las actividades temporales, porque su perfecta realización sería imposible sin ellas. La predicación de san Josemaría es muy amplia en este campo. Se verá a lo largo del tercer tema de esta Parte II: "La caridad y las demás virtudes cristianas" (capítulo 6º). En resumen, la figura del cristiano que emergerá de estos tres capítulos será la de la persona profundamente consciente de su filiación divina que compromete su libertad en amar a Dios y a los demás con obras de servicio, practicando todas las virtudes con el afán de identificarse con Jesucristo en los quehaceres de la vida ordinaria. Se puede observar que en estos tres temas están implicados los diversos niveles de la constitución ontológica del sujeto: su ser persona, su naturaleza y sus potencias. En efecto, la filiación divina adoptiva es una propiedad personal: la nueva relación con Dios que adquiere la persona humana en la elevación sobrenatural y que lleva consigo también una nueva relación con los demás (la fraternidad de los hijos de Dios) y con las realidades temporales (herencia de los hijos de Dios). Por su parte, la libertad cristiana caracteriza a la naturaleza del hombre elevado por la gracia 11: es una nueva libertad respecto a la de quien era esclavo del pecado. Por último, la caridad y las demás virtudes informadas por ella elevan sus potencias, para que pueda obrar como hijo de Dios. Como se puede ver, todos los temas de la antropología cristiana están implicados en los tres capítulos de esta Parte II. Podemos preguntarnos si es necesario que el cristiano se proponga expresamente como fin su propia perfección, o si basta que la espere como efecto de la unión con Dios que alcanzará si se preocupa sólo de darle gloria. Con otras palabras, puesto que el fin de la vida cristiana es a la vez la glorificación de Dios y la propia perfección, ¿no bastaría buscar lo primero para obtener lo segundo sin necesidad de procurarlo formalmente? ¿No lo da a entender así san Juan, cuando escribe que en la gloria "seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3, 2)? Si la visión beatífica hace a los santos plenamente semejantes a Cristo, ¿no llevará también la contemplación en esta tierra a la perfección cristiana, sin necesidad de buscar esta última deliberadamente? Sin embargo, el Señor dice: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48). Exhorta a tender a la perfección. En realidad, no hay diferencia entre buscar la gloria de Dios y encaminarse a la perfección o identificación con Cristo, pues ésta radica esencialmente en la caridad, el amor sobrenatural a Dios, en lo que consiste darle gloria, como vimos en el capítulo 1º. No es, por tanto, algo distinto de la unión con Dios ni un efecto suyo, sino más bien su fuente, en el mismo sentido en que la virtud de la caridad (como "habitus") es la fuente de los actos de amor. El cristiano ha de buscar su propia perfección, que se halla en la caridad, porque sólo así dará gloria a Dios con su ser y su obrar. Sólo el árbol bueno da frutos buenos (cfr. Mt 7, 17). Para dar frutos buenos –actos de amor con los que el cristiano glorifica a Dios–, ha de procurar ser él mismo "árbol bueno", ha de buscar su propia perfección. Proponer como fin la búsqueda de la perfección humana y sobrenatural puede parecer un planteamiento antropocéntrico de la vida espiritual. Sin embargo este antropocentrismo no se opone al radical teocentrismo cristiano, sino que más bien es exigencia suya. Juan Pablo II ha situado esta idea en el núcleo del Concilio Vaticano II: "Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano, han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso a contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlos en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Éste es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante, del Magisterio del último Concilio" 12. Nos parece que san Josemaría apunta a la raíz de esta cuestión cuando enseña a poner en la base del amor a Dios el sentido de la filiación divina en Cristo y por tanto la aspiración a la identificación con Él. Señalemos, por último, la relación –a la que ya hemos aludido– de esta Parte II sobre el sujeto con los temas de la Parte III (sobre el camino de la vida cristiana). Ahora estudiaremos en qué consiste la identificación con Cristo, mientras que en la Parte III veremos cómo el cristiano tiende a ella en el transcurso de su vida terrena. Para un fiel corriente, su camino no es otro que el de la santificación del trabajo profesional y de las relaciones familiares y sociales (capítulo 7º); un camino que requiere esfuerzo, lucha interior contra el pecado y sus consecuencias (capítulo 8º); pero en el que cuenta con los medios de santificación y apostolado que le proporciona la Iglesia (capítulo 9º). Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO CUARTO El sentido de la filiación divina, fundamento de la vida espiritual 1. LA EXPERIENCIA DE LA FILIACIÓN DIVINA EN 1931 1.1. La conciencia de ser hijo de Dios Padre en unión con Jesucristo por el Espíritu Santo       1.1.1. Percepción de la paternidad divina       1.1.2. Conciencia de la acción del Espíritu Santo       1.1.3. "Saberse Cristo" 1.2. Filiación divina encarnada y redentora       1.2.1. Filiación encarnada       1.2.2. Filiación redentora       1.2.3. Filiación divina y conciencia de la filiación divina 2. LA NOCIÓN DE FILIACIÓN DIVINA ADOPTIVA EN SAN JOSEMARÍA 2.1. Fuentes y contexto teológico 2.2. Elementos doctrinales de la noción de filiación divina sobrenatural 2.3. El cristiano "otro Cristo", "el mismo Cristo"       "No ya alter Christus sino ipse Christus"       Fundamento y precedentes de la expresión 2.4. La presencia de Cristo en el cristiano: una explicación teológica 2.5.Hijos e hijas de Dios con "idéntica filiación divina adoptiva" 3. EL SENTIDO DE LA FILIACIÓN DIVINA, FUNDAMENTO DE LA VIDA CRISTIANA 3.1. Significado de la expresión "sentido de la filiación divina"       "Hilo de todas las virtudes". Relación con la virtud de la piedad y con el don de piedad       "Alma sacerdotal" con "mentalidad laical" 3.2. Fundamento para tender al fin último de la vida cristiana       Para ser contemplativos en medio del mundo       Para poner a Cristo en la entraña de las actividades humanas       Para edificar la Iglesia haciendo de la Santa Misa el centro y la raíz de la vida interior 3.3. Del Bautismo a la Gloria       El crecimiento de un hijo de Dios       El camino de los hijos de Dios Algunas aplicaciones prácticas CAPÍTULO CUARTO El sentido de la filiación divina, fundamento de la vida espiritual El fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina (Forja, 987) Abordamos en este capítulo un tema que, para Álvaro del Portillo, es el nervio central 1 de la predicación de san Josemaría. Nervio que transmite a todo el cuerpo de su doctrina una sensibilidad peculiar y característica. La filiación divina –escribe Fernando Ocáriz– lo informa todo en su espíritu y en su palabra (...). Si habla o escribe sobre la fe, se trata de la fe de los hijos de Dios, si predica sobre la fortaleza, habla de la fortaleza de los hijos de Dios, si contempla la realidad de la conversión y la penitencia, su palabra versa sobre la conversión de los hijos de Dios... Toda virtud, todo aspecto del existir cristiano –y aun humano en general– está caracterizado desde dentro, en su vida, en su voz y en su pluma, por ser de los hijos de Dios 2. Una vez que el Hijo de Dios se ha hecho hombre y ha venido a habitar entre nosotros para que llegáramos a ser hermanos suyos (cfr. Jn 1, 12-14; Rm 8, 29), la vida del cristiano se desenvuelve objetivamente en una atmósfera filial. Pero no todos son conscientes de esta realidad ni aprecian el valor del aire que respiran. A quienes siguen el camino de santidad que propone san Josemaría, les dice: el fundamento de nuestra vida espiritual es el sentido de nuestra filiación divina 3. No les recuerda sólo que el hecho de la filiación divina sobrenatural está en la base de la vida cristiana; les orienta a poner como fundamento de la búsqueda de la santidad el sentido –la conciencia viva– de esa filiación adoptiva. Enseña a saberse hijo amado de Dios 4 y a extraer todas las consecuencias, a sentirse "otro Cristo" y a desear identificarse progresivamente con Él. El "sentido de la filiación divina" es algo más que el conocimiento teórico de una verdad. Es un don divino, una inmensa gracia de Dios destinada a orientar todo el pensar y el querer, el sentir y el obrar. Un don que, en quien tiene uso de razón, acompaña de algún modo al mismo hecho de la adopción filial, porque al hacernos hijos suyos Dios quiere que poseamos la conciencia de serlo y ha dispuesto que le llamemos Padre (cfr. Mt 6, 9). Pero es un don que necesita ser avivado, como una brasa, para que irradie su luz y su calor a la conducta del cristiano. En la vida de san Josemaría hay un momento, en 1931, en el que Dios quiso intensificar extraordinariamente ese don para que lo viera –y enseñara a verlo– como cimiento de la vida espiritual y, concretamente, del espíritu de santificación en medio del mundo que estaba llamado a difundir desde 1928. La lógica del cimiento está presente en el mismo descubrimiento de este rasgo de su mensaje espiritual. Cuando se observa un edificio, es normal que la mirada se detenga en su forma, en las dimensiones o en los materiales empleados. No se suele pensar en los fundamentos que están debajo, sosteniendo la construcción. Algo de esto le sucedió a san Josemaría cuando el 2 de octubre de 1928 vio por primera vez el espíritu que habría de encarnar y difundir. Comprendió que Dios llamaba a todos a la santidad y que la gran mayoría de los hombres deberían buscarla en los quehaceres corrientes: la familia, el trabajo, las relaciones sociales... Uno de estos quehaceres, el trabajo profesional, se le presentaba como eje del edificio. Era el elemento central del mensaje de aquella mañana de 1928, pero no era el único. Había otros menos visibles, y no por ello menos importantes. Concretamente, el edificio y su eje estaban apoyados en una roca que garantizaba su estabilidad. La roca era el hecho y la conciencia de la filiación divina adoptiva. Este cimiento se encontraba allí desde el inicio, pero estaba oculto. San Josemaría lo descubriría claramente sólo tres años después, en los últimos meses de 1931, gracias a una nueva luz interior que recibiría. Reflexionando más tarde sobre la sucesión de los acontecimientos dirá que este rasgo típico de nuestro espíritu nació con la Obra [en 1928], y en 1931 tomó forma 5. A partir de entonces enseñará siempre a poner como fundamento de la vida espiritual el sentido de la filiación divina. Cabe preguntarse cómo es compatible que un rasgo esencial del mensaje naciera en 1928 pero no tomara forma hasta 1931. No nos consta que san Josemaría lo haya explicado, aunque quizá los estudios sobre la documentación manuscrita aporten datos sobre este punto en el futuro. En todo caso, no le suponía ningún problema afirmar que en 1928 vio todo el mensaje que debía predicar y que en 1931 percibió con más nitidez uno de sus aspectos esenciales. En 1928 había comprendido que todos los fieles están llamados a la perfección cristiana por el sencillo hecho de haber recibido el Bautismo 6, y precisamente en el Bautismo se nace a la vida sobrenatural de hijo adoptivo de Dios. Al predicar desde 1928 la llamada universal a la santidad, estaba ya invitando a tomar conciencia de la dignidad de hijos de Dios. De hecho, no faltan testimonios de la fuerza y ardor con que hablaba de la filiación divina a quienes acudían a su dirección espiritual ya en este periodo, como aquel estudiante de la Universidad Central de Madrid que le confiaba, según escribe en Camino: pensaba en lo que usted me dijo... ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, "engallado" el cuerpo y soberbio por dentro... ¡hijo de Dios! 7 San Josemaría recuerda su respuesta: Carta 9-I-1959, 60. Le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la "soberbia" 8: el orgullo santo de ser hijo de Dios. El autor de la edición crítico-histórica sitúa la conversación con el estudiante en 1929 o muy poco después, lo que representa para nosotros un testimonio de la intensidad con que san Josemaría transmitía el sentido de la filiación divina entre 1928 y 1931. A partir de esta última fecha la invitación a poner ahí el cimiento de la vida espiritual se haría más apremiante y explícita, con los perfiles netos y típicos que estudiaremos en este capítulo. La secuencia de los hechos parece encerrar un significado también para la comprensión teológica del camino de santidad que enseña san Josemaría. Los años que transcurren desde que nace ese rasgo hasta que toma forma, dejan traslucir que el sentido de la filiación divina puede tardar en desarrollarse. No es raro, en efecto, que quien sigue el camino de santidad que enseña san Josemaría necesite tiempo para aprender –bajo la acción de la gracia–, que el trato con Dios se ha de apoyar en esa conciencia de ser hijos suyos. ¿No sucede también que un niño, aunque reconoce muy pronto a sus padres, sólo cuando crece toma conciencia de que les debe la vida, el alimento, la educación...? Sólo entonces esa realidad comienza a influir de modo práctico en su conducta, llevándole a comportarse de acuerdo con la condición de hijo. San Josemaría encauza la vida espiritual hacia este descubrimiento, enseña a lanzarse a su conquista secundando la acción del Espíritu Santo. Ya a los que comienzan a buscar la santidad, con seria determinación, les aconseja desde el primer momento que consideren frecuentemente la filiación divina cada día 9, aunque quizá todavía no comprendan bien lo que significa. La secuencia histórica a la que nos hemos referido no debe imponer, en cambio, el orden de la exposición teológica. Nada obliga a explicar primero lo que vio san Josemaría en 1928 y después lo que comprendió en 1931. No es necesario hablar antes de la casa que de sus cimientos, a tratar primero de la santificación del trabajo y después del sentido de la filiación divina. Por una parte, ya hemos visto que la filiación adoptiva estaba presente desde el inicio; por otra, difícilmente se entendería el alcance de la santificación del trabajo sin tener en cuenta que quien trabaja ha de saberse hijo de Dios, "otro Cristo". Por eso hemos optado por estudiar ahora el sentido de la filiación divina y, más adelante, en el capítulo 7º, la santificación del trabajo. Lo primero ayudará a comprender mejor lo segundo. Analizaremos a continuación (apartado 1) el origen de esta enseñanza –la vivencia de la filiación divina en 1931– y estudiaremos después (apartado 2) la noción teológica de filiación divina que subyace a esa vivencia. Tendremos así abierto el camino para exponer lo que es el objeto principal de este capítulo: el "sentido" o la "conciencia" de la filiación divina como fundamento de la vida cristiana (apartado 3). 1. LA EXPERIENCIA DE LA FILIACIÓN DIVINA EN 1931 La enseñanza de san Josemaría sobre el sentido de la filiación divina en la vida espiritual no es el resultado de una especulación teológica. Se formó en su alma a partir de una intensa vivencia interior, sobrevenida en diversos momentos de septiembre y octubre de 1931, cuando se afanaba por sacar adelante la empresa sobrenatural que Dios le había confiado y que superaba totalmente sus fuerzas10. Diversas anotaciones de sus Apuntes íntimos muestran, según Vázquez de Prada, que en esos meses se posesionó de todo su ser la gozosa claridad de saberse hijo de Dios 11. El 22 de septiembre de 1931 escribe: Estuve considerando las bondades de Dios conmigo y, lleno de gozo interior, hubiera gritado por la calle, para que todo el mundo se enterara de mi agradecimiento filial: ¡Padre, Padre! Y –si no gritando– por lo bajo, anduve llamándole así (¡Padre!) muchas veces, seguro de agradarle 12. La irrupción de luz en su alma venía a iluminar un misterio ya conocido y creído. Hasta ese momento sabía que era hijo de Dios; ahora lo comienza a "sentir", lo percibe de un modo nuevo, cargado de consecuencias. En las semanas sucesivas se prolongará este clima interior. El sentido de la filiación divina irá calando en su alma bajo el efecto de una lluvia de gracias que le sorprenden en las circunstancias más diversas. La que recibió el 16 de octubre quedará fijada en su alma como uno de los momentos de oración más intensos de su vida. Al final de la jornada anota lo ocurrido: Día de Santa Eduvigis 1931: Quise hacer oración, después de la Misa, en la quietud de mi iglesia. No lo conseguí. En Atocha, compré un periódico (el A.B.C.) y tomé el tranvía. A estas horas, al escribir esto, no he podido leer más que un párrafo del diario. Sentí afluir la oración de afectos, copiosa y ardiente. Así estuve en el tranvía y hasta mi casa 13. El contenido de aquella oración era el misterio de la filiación divina adoptiva, como explicará más tarde: La oración más subida la tuve (...) yendo en un tranvía y, a continuación vagando por las calles de Madrid, contemplando esa maravillosa realidad: Dios es mi Padre. Sé que, sin poderlo evitar repetía: Abba, Pater! 14 El hecho de encontrarse en la calle y en un tranvía, encerraba para él un claro significado: la calle no impide nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración 15. Era una manifestación práctica de que el sentido de la filiación divina formaba parte esencial –como cimiento escondido– del espíritu de contemplación en medio del mundo que Dios le había hecho ver. Ahora le hacía percibir vivamente su condición de hijo de Dios. El fin de esta nueva intervención divina (no le cabía duda de que era el Señor quien obraba: luego veremos cómo lo afirma) era llevarle a comprender que la base de la contemplación en la vida ordinaria, el fundamento de la transformación del trabajo y de todos los quehaceres seculares en oración, había de ser el sentido de la filiación divina. Pero dejemos el análisis de esta enseñanza para más adelante y fijémonos en los hechos de 1931. La Teología espiritual dispone de un concepto que engloba sucesos de este género en la vida de los santos: "experiencia"16. Aunque san Josemaría no emplea este término cuando se refiere a esos momentos –tampoco los define de ningún otro modo: se limita a narrar lo acontecido–, los detalles que ofrece inducen a pensar que es el más adecuado para designarlos. "Experiencia" es, en general, el conocimiento de una realidad particular o individual mediante un cierto contacto inmediato, sin necesidad de un proceso discursivo. Puede ser sensible, si procede de los sentidos corporales, o espiritual. Cuando la experiencia espiritual se refiere al misterio de la participación sobrenatural del cristiano en la vida de la Santísima Trinidad, por medio de Cristo y con Él y en Él, se habla de "experiencia mística". San Buenaventura se refiere a un cierto conocimiento experimental de Dios 17 que no es de tipo especulativo ni tiene necesidad de discurso racional o de imágenes. Santo Tomás lo califica como afectivo o experimental18. "Afectivo", no tanto porque suscite el amor, sino porque tiene lugar en el amor, es decir, por medio del amor que pone en contacto inmediato con Dios: por eso lo denomina también "experimental". En nuestro caso, esta experiencia de san Josemaría es un acto muy semejante a la "contemplación de Dios" de la que ya hemos hablado en el capítulo 1º, aunque no se reduce a ella. Incluye la contemplación infusa (estuve contemplando con luces que no eran mías esa asombrosa verdad... 19), pero deja además como un recuerdo indeleble (quedó encendida como una brasa en mi alma, para no apagarse jamás 20), lo que pertenece a la noción de experiencia. Es también propio de una experiencia que la realidad conocida (experimentada) sea una verdad singular y concreta, no abstracta y universal. Como se ve en los textos de san Josemaría, lo que contempló y quedó grabado en su alma fue ante todo "su" filiación divina adoptiva, no una doctrina general. Después, lo que experimentó en estos momentos le llevará a descubrir la riqueza de la filiación divina tal como se nos presenta en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia 21, y será la conciencia de esta verdad lo que propondrá, en general, como fundamento de la vida cristiana. Otro elemento de la noción de experiencia espiritual que se advierte en los diversos relatos de san Josemaría es la implicación de toda la persona, incluida la esfera sensible. Se desprende, por ejemplo, de un texto (ya hemos anticipado algunas frases) referido a los hechos del 16 de octubre de 1931: Probablemente hice aquella oración en voz alta. Y anduve por las calles de Madrid, quizá una hora, quizá dos, no lo puedo decir, el tiempo se pasó sin sentirlo. Me debieron tomar por loco. Estuve contemplando con luces que no eran mías esa asombrosa verdad, que quedó encendida como una brasa en mi alma, para no apagarse jamás 22. Cabe preguntarse qué significado tienen estas manifestaciones sensibles, como el no saber si hablaba en voz alta o el perder la conciencia del tiempo. Se podría pensar que no son más que el efecto de un estado del alma que revela en el cuerpo la intensidad de la conmoción interior. En este caso, la esfera sensible vendría a ser como la caja de resonancia de las vibraciones del espíritu. Pero es posible que esta explicación resulte insuficiente para dar razón de los hechos, pues san Josemaría habla expresamente de un "sentir": Sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! 23 ¿Cómo hay que entender ese "sentir"? Cuando san Juan de la Cruz habla de este género de percepciones particulares 24 de las cosas divinas, que el Espíritu Santo concede a veces, menciona entre ellas los sentimientos espirituales 25, que en ocasiones acompañan a las visiones, revelaciones y locuciones 26. Para el Doctor Místico todas esas percepciones, comprendidos los sentimientos espirituales, tienen lugar sin la intervención de ningún sentido corporal 27, por la desproporción absoluta entre sujeto y objeto. El "sentir" de san Josemaría habría que entenderlo, por tanto, de un modo espiritual. Efectivamente, una antigua tradición que va desde Orígenes y san Gregorio de Nisa hasta san Bernardo y san Buenaventura, habla de unos "sentidos espirituales" en el cristiano dócil a la acción del Espíritu Santo, con los cuales puede "ver", "oír", "sentir" las realidades sobrenaturales, si Dios se lo concede, de modo análogo a como ve, oye y siente, con los sentidos corporales externos e internos 28. Lo que llaman "sentidos espirituales" no sería otra cosa que operaciones de la inteligencia y de la voluntad que asumen connotaciones análogas a las de los sentidos corporales. Se denominarían "sentidos" sólo por asociación mental, empleando una alegoría del lenguaje. Sin embargo, esta interpretación no satisface a otros autores. Piensan que no explica suficientemente el modo de hablar de los santos que se refieren a experiencias de realidades sobrenaturales como si las percibieran también, de algún modo, con la sensibilidad corporal. En esta línea, Anselm Stolz sostiene que la noción de "sentidos espirituales" dice una espiritualización, una actividad de los sentidos [corporales] dirigida por el Espíritu Santo, y no la existencia de sentidos en el espíritu 29. Es una hipótesis que no carece de dificultades, pero que quizá no puede descartarse absolutamente si se tiene presente que la acción deificante de la gracia comporta una cierta espiritualización de todo el hombre, incluida la dimensión corporal 30. El tema es familiar a san Josemaría, que escribe (sin relación alguna con la hipótesis de Stolz): Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa 31. Santo Tomás observa que los santos, después de la resurrección de la carne, podrán percibir con su cuerpo glorificado no a Dios en su esencia pero sí en sus efectos corporales (...), principalmente en la carne de Cristo 32. Siendo la gracia una incoación de la gloria, se podría pensar que es posible un cierto anticipo de esa experiencia. No se trataría de lo que clásicamente se llama un "fenómeno extraordinario" (como una aparición del Señor o de la Santísima Virgen, que también se han dado en ciertos casos, algunos de ellos reconocidos por la Iglesia), sino como un fenómeno ordinario de la gracia, aunque revestido de extraordinaria intensidad. El testimonio de san Josemaría no permite dilucidar si su "sentir la acción del Señor" ha de entenderse de un modo metafórico, como designando una operación exclusivamente espiritual (con repercusiones en el cuerpo), o se puede interpretar como un cierto participar de los mismos sentidos corporales, elevados por la gracia, en la percepción de su filiación divina. Quizá un estudio más detenido de los textos y de las doctrinas a las que nos hemos referido llegue a esclarecer este punto en el futuro. De lo que no cabe duda es de que san Josemaría se vio impetuosamente involucrado con todo su ser en aquella experiencia. No solamente conoció: se "sintió" hijo de Dios, "otro Cristo, el mismo Cristo" (con expresión que estudiaremos luego), en su alma y en su cuerpo. "Me debieron tomar por loco...", anota en uno de los textos que hemos visto. Por temperamento y educación no era propenso a actitudes que llamaran la atención, y lo era aún menos por razón del mensaje que predicaba, dirigido precisamente a la santificación de la vida ordinaria. Pero en aquellas ocasiones de 1931 se apoderaba de él una fuerza que daba lugar a manifestaciones ajenas a su natural. Era evidente que aquella claridad venía de lo alto. "Estuve contemplado con luces que no eran mías esa asombrosa verdad...", escribe. Experimentó que el paso del "saber" al "sentir" la filiación adoptiva era una dádiva divina y comprendió que el Señor quería servirse de él para otorgar ese "sentido" a otras muchas almas. ¿Cómo se puede describir el contenido de lo que comprendió y sintió en aquellas semanas de 1931? ¿Cómo explica san Josemaría en qué consiste el sentido de la filiación divina? Esto es lo que nos proponemos estudiar en el apartado siguiente. Antes de ver cómo surge el edificio de la vida cristiana desde su cimiento –lo veremos en la última parte del capítulo–, fijamos la atención en el cimiento mismo. 1.1. La conciencia de ser hijo de Dios Padre en unión con Jesucristo por el Espíritu Santo En las anotaciones de los Apuntes íntimos que hemos citado y en otros pasajes donde san Josemaría reflexiona sobre la luz recibida en aquella ocasión, se advierte que el sentido de la filiación divina abarca un triple aspecto: es una experiencia de la paternidad divina (1), de la acción del Espíritu Santo que nos hace hijos de Dios (2), y de la unión con Cristo, en quien somos hechos hijos de Dios (3). 1.1.1. Percepción de la paternidad divina Lo primero que destaca en los relatos es la íntima conmoción ante el descubrimiento vital de la paternidad de Dios. Sintió la acción divina que hacía germinar en su corazón y en sus labios la tierna invocación: Abba! Pater! 33. "Abba! Pater!" 34 Es la llamada que Jesús dirige al Padre en el Huerto de los Olivos: ¡Abbá, Padre! Todo te es posible... (Mc 14, 36) 35. San Josemaría siente el impulso de clamar como Jesús, dirigiéndose al Padre. No invoca sólo a Dios como Padre, sino a la primera Persona de la Santísima Trinidad. Estamos ante la experiencia de una filiación que se encuentra absolutamente por encima de aquella por la que todo hombre puede llamar "Padre" a su Creador. Es una filiación sobrenatural, semejante a la de Cristo, Primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29), aunque también diversa y de orden infinitamente inferior a la del Hijo Unigénito (Jn 1, 14; 3, 16; 1Jn 4, 9), ya que no es filiación natural sino por "adopción" (cfr. Rm 8, 15.23; Ga 4, 5; Ef 1, 5). Según Joachim Jeremias, "Abbá" era el término habitualmente empleado por Jesús para designar a Dios. Un modo insólito de hablar en el Antiguo Testamento, al ser "abbá" un término familiar (como "papá") que manifiesta la relación singular de Jesús con Dios Padre, una relación nueva, desconocida hasta ese momento en la Biblia 36. Como sabemos, la novedad consiste en que Cristo revela abiertamente el misterio de la Santísima Trinidad: habla del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo como de tres Personas en la unidad de un solo Dios, y se da a conocer a sí mismo como el Hijo Unigénito hecho hombre para que lleguemos a ser hijos de Dios (cfr. Jn 1, 13) y podamos decir también: ¡Abbá, Padre! Esta filiación sobrenatural que deriva de la de Jesucristo y nos da acceso al Padre (Ef 2, 18) es la que san Josemaría experimenta en 1931. Pronuncia el "¡Abbá, Padre!" como una "tierna invocación", con la confianza de un hijo pequeño que se arroja en los brazos de su padre. Esa confianza quedará para siempre impresa en su alma "como una brasa encendida" que irradiará calor a toda su conducta: el calor de un espíritu filial que hace sentirse miembros de la familia de Dios (Ef 2, 19), porque Él, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna! 37 La experiencia de la paternidad divina se traduce así en un trato familiar y confiado con Dios, semejante al de un hijo pequeño con su padre, de quien todo lo espera: Qué confianza, qué descanso y qué optimismo os dará, en medio de las dificultades, sentiros hijos de un Padre, que todo lo sabe y que todo lo puede 38. En un texto de Amigos de Dios ilustra esta actitud acudiendo a su experiencia personal. Después de citar las palabras de san Juan: Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios (1Jn 3, 2), comenta: A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad. Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres 39. Dios es un padre misericordioso que abre sus brazos al hijo indigente y débil. También al hijo "pródigo" que vuelve arrepentido (cfr. Lc 15, 1-24). El pecado no es la última palabra en la vida de un cristiano: La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina. Por eso os repito hoy con San Juan: ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto (1Jn 3, 1)40. El "sentido" de la filiación divina es una gozosa percepción de la paternidad de Dios que sintoniza hondamente con la enseñanza de san Pablo: No recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: "¡Abbá, Padre!" (Rm 8, 15). Comentando este texto, Heinrich Schlier muestra que el estado de hijos de Dios se manifiesta precisamente en la confiada invocación ¡Abbá, Padre!, antítesis del temor servil y de la angustia por la esclavitud del pecado y de la muerte 41. Es una actitud básica que san Josemaría transmite con toda su predicación. Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza 42. Un hijo de Dios puede descansar sereno en la misericordia de su Padre que, además de perdonar las miserias de sus hijos cuando acuden a Él con confianza, no permite que sean tentados por encima de sus fuerzas sino que les otorga su gracia para vencer cualquier prueba (cfr. 1Co 10, 13). Con el salmista se pregunta san Josemaría: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (Sal 26, 1), y a renglón seguido responde: A nadie: tratando de este modo a nuestro Padre del Cielo, no admitamos miedo de nadie ni de nada 43. Nos encontramos ante una clave de su existencia que da razón de la alegría y de la seguridad con la que se movió en la búsqueda de la santidad y en la labor apostólica. Aun en las situaciones más duras –narra un testigo directo de su vida– siempre mantuvo su buen humor. Los que estábamos a su alrededor en aquellos momentos, no le vimos nunca triste. Por el contrario, se mostraba siempre alegre y optimista. El origen de aquella serenidad era el hondo sentimiento de la filiación divina, que Dios quiso poner como fundamento del espíritu del Opus Dei 44. 1.1.2. Conciencia de la acción del Espíritu Santo Fijémonos de nuevo en el inicio de uno de los textos que ya conocemos: "Sentí la acción del Señor...". Normalmente, cuando san Josemaría escribe "el Señor", se refiere a Jesucristo. Aquí también puede entenderse así, porque es Jesucristo quien nos ha alcanzado la filiación adoptiva y nos enseña a dirigirnos a Dios Padre (cfr. Lc 11, 1-2). Pero también puede entenderse que "la acción del Señor" que le hace clamar "Abbá, Padre" es la acción del Espíritu Santo. San Josemaría lo señala explícitamente varias veces, sobre todo cuando cita la Carta a los Gálatas: Puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre! (Ga 4, 6); y la Carta a los Romanos: recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: "¡Abbá, Padre!" Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Rm 8, 15-16). Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! (Rm 8, 15) 45. Partiendo de esta base y para calibrar mejor los textos, conviene distinguir dos efectos de la acción del Paráclito: la comunicación del mismo don de la filiación adoptiva en el Bautismo, y la experiencia de ese don por parte del cristiano. San Josemaría se refiere directamente a esta experiencia, pero obviamente presupone el don del que depende. Vayamos por orden. En cuanto al primer efecto –la filiación divina en sí misma– conviene considerar que, siendo la adopción sobrenatural una obra de Dios en las criaturas –una obra ad extra–, la causa son las tres Personas divinas, no sólo el Espíritu Santo 46. No obstante se puede decir que la adopción nos es concedida "por el Espíritu Santo". Nos detendremos en este punto en la segunda parte del capítulo, al profundizar teológicamente en la adopción sobrenatural. Ahora es suficiente recordar que este aspecto de la acción del Paráclito se encuentra explícitamente en el texto de Ga 4, 6 que volvemos a citar: Puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre!. La exégesis moderna de este versículo confirma la lectura de los Padres griegos: las palabras "puesto que sois hijos" no significan que el cristiano es hecho "primero" hijo de Dios, para recibir "después" el Espíritu Santo, sino que es el Espíritu Santo quien le constituye en hijo adoptivo, de modo que el clamor del "¡Abbá, Padre!" es "prueba" de la presencia del Espíritu en el corazón de un hijo de Dios 47. El cristiano recibe este don al participar de la naturaleza divina mediante la gracia infundida por el Espíritu Santo: hemos sido constituidos por la gracia en hijos de Dios 48, dirá san Josemaría, empleando los términos tradicionales para indicar como causa formal de la elevación sobrenatural la gracia creada (gracia santificante) que le es concedida al cristiano por el envío del Espíritu Santo (gracia increada) 49. El envío del Paráclito no sólo constituye al hombre en hijo de Dios, sino que le hace consciente de su condición impulsándole a clamar ¡Abbá, Padre! Este es el segundo efecto de su acción y el más directamente implicado en la experiencia de san Josemaría. Escribe, por ejemplo, que la efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios 50. Enseguida volveremos sobre la expresión "al cristificarnos"; ahora nos fijamos en las últimas palabras. Análogamente a como el Evangelio relata que Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra... (Lc 10, 21), así también, el mismo Espíritu Santo, presente en el cristiano, "lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios": nos hace tomar conciencia de la filiación divina. Este aspecto de la acción del Paráclito se puede descubrir en las ya mencionadas palabras del Apóstol: El Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Rm 8, 16). La exégesis y la teología lo ponen de manifiesto con más énfasis en los últimos decenios. El Espíritu Santo, escribe Schlier, revela al hombre su adopción como hijo (...). No nos deja en la ignorancia o en la inseguridad acerca de la adopción filial a la que él mismo nos ha dado acceso en el Bautismo. Manifestación de esto es el grito inspirado "¡Abbá, Padre!", el cual hace presente nuestra condición de hijos que se actúa como don bautismal, siempre que nos dejemos guiar por el Espíritu. En el Bautismo nos hace ser "hijos de Dios". Si nos abandonamos a él, nos apropiamos en nuestra existencia de este modo de ser en el Espíritu, de nuestro "ser hijos" 51. En esta línea, Jean Galot observa que la filiación divina no es sólo objeto de fe; es una realidad sentida y vivida en el grito "Abbá", que viene del Espíritu Santo 52. Según otro autor, cuando san Pablo atestigua que el Paráclito hace clamar ¡Abbá, Padre!, está testificando la viveza con la que él mismo y sus destinatarios inmediatos, los primeros cristianos, experimentaban esa realidad verdaderamente "popular" entre ellos 53. El tema está muy presente en los Padres de la Iglesia 54. A modo de ejemplo mencionamos unas palabras de san Juan Crisóstomo (que significativamente cita san Josemaría): Si no existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos eso? Porque el apóstol nos enseña: "Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abbá, Padre". Cuando invoques, pues, a Dios Padre, acuérdate de que ha sido el Espíritu quien, al mover tu alma, te ha dado esa oración 55. Volvamos al relato de 1931: Sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! 56 Después de lo que hemos visto, parece claro que en estas palabras late el reconocimiento de la acción del Espíritu Santo. La conciencia de la filiación divina en san Josemaría no es sólo conciencia de la paternidad de Dios, sino también del actuar del "Espíritu del Hijo" en su alma, que se convierte en estímulo para aprender a "oír" al Paráclito y seguir sus inspiraciones. De hecho, las anotaciones de sus Apuntes íntimos en las que consigna ese sentido filial, están seguidas por otras sobre la necesidad de intensificar el trato con el Paráclito. Transcribimos solamente una, tal como pasará después a Forja, donde redacta, en tercera persona, lo que procede de su misma vida interior. A propósito de un consejo recibido en la dirección espiritual, escribe: No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele! En tu oración, considera que la vida de infancia, al hacerte descubrir con hondura que eres hijo de Dios, te llenó de amor filial al Padre; piensa que, antes, has ido por María a Jesús, a quien adoras como amigo, como hermano, como amante suyo que eres... Después, al recibir este consejo, has comprendido que, hasta ahora, sabías que el Espíritu Santo habitaba en tu alma, para santificarla..., pero no habías "comprendido" esa verdad de su presencia. Ha sido precisa esa sugerencia: ahora sientes el Amor dentro de ti; y quieres tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender... ¡No sabré hacerlo!, pensabas. –Óyele, te insisto. Él te dará fuerzas, Él lo hará todo, si tú quieres..., ¡que sí quieres! –Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte 57. El texto es todo un programa de vida "espiritual" en cuanto vida de hijos de Dios guiados por el Espíritu. No lo comentamos ahora con detalle porque nos llevaría a adelantar temas que veremos en otro momento. Retengamos de todas maneras el punto central: que la conciencia de la filiación divina en san Josemaría incluye la conciencia de la presencia y acción del Espíritu Santo en el alma. 1.1.3. "Saberse Cristo" Para describir el contenido de aquella experiencia de 1931, hemos de considerar otro texto significativo que presupone y engloba los anteriores. Lo introducimos recordando que san Josemaría atravesaba por entonces, como él mismo refiere, "momentos humanamente difíciles", contrariedades de diverso tipo que las biografías narran con cierto detalle 58. Esas circunstancias fueron la ocasión para que comprendiera que ser hijo de Dios es "ser Cristo", porque Él es el Hijo Unigénito; y que "ser Cristo" implica sufrir con Él, participar en su Cruz, porque Él se ha hecho hombre para redimirnos haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (Flp 2, 8). Con esta premisa, veamos el texto al que nos referíamos: Cuando el Señor me daba aquellos golpes, por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: Tú eres mi hijo (Sal 2, 7), tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!; Abba!, Abba!, Abba! (...) Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios 59. "Tú eres mi hijo..., tú eres Cristo". Se comprende el estremecimiento interior del joven sacerdote ante estas palabras. El versículo del Salmo 2 –Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy–, cobraba una viveza inaudita, casi se puede decir que estallaba de sentido, al transformarse en "Tú eres Cristo" y al aparecer no sólo como un anuncio mesiánico sino como una llamada de Dios Padre a sus hijos adoptivos: a él mismo en ese preciso momento. En el alma y en el cuerpo se sentía "otro Cristo", en cierto modo "el mismo Cristo", y entonces se revelaba el significado de "aquellos golpes", de las duras dificultades que atravesaba y que "no entendía" porque parecía que Dios mismo obstaculizaba la misión que le había confiado. Ahora comprendía que aquellas contrariedades no eran otra cosa que la cruz que había de llevar en pos de Cristo. Hasta ese momento se encontraba, sí, junto a la Cruz del Señor, pero a oscuras al no saber cómo interpretar aquellos sufrimientos. Era una situación amarga que reclamaba la obediencia de la fe. "Y de pronto..." quiso Dios iluminarle con un fulgor extraordinario que penetró hasta el fondo de su alma, encendiéndolo para siempre. Vio y sintió que ser hijo de Dios era "ser Cristo" y que por eso Dios Padre le trataba como a Cristo al confiarle esos dolores físicos y morales: la cruz. Era la prueba patente de su filiación, porque así como el Padre había querido la pasión y muerte de su Hijo encarnado para la redención de los hombres, así aquellas contradicciones suyas eran camino para cumplir la misión que le había sido encomendada, como participación en la obra redentora de Cristo. Dios Padre no sólo le trataba "como a Cristo" sino que, al invitarle a abrazar la cruz, le decía: "tú eres Cristo", "tú eres mi hijo". Años más tarde, contemplando la oración de Jesús en Getsemaní, hará explícito lo que ya estaba en su corazón en 1931: Jesús ora en el huerto: Pater mi (Mt 26, 39), Abba, Pater! (Mc 14, 36). Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la Voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino Hijo. Y, entonces (...) subirá hasta el Señor un grito salido de lo íntimo de mi alma: Pater mi, Abba, Pater, ... fiat! 60 A través de la presencia del dolor en su vida, san Josemaría tuvo acceso a una elevada contemplación del misterio cristiano en su conjunto, es decir, del misterio de la íntima unión del cristiano con Cristo en la que consiste el "ser cristiano". La experiencia de la filiación divina en 1931 le llevó a comprender de algún modo que el cristiano es "otro Cristo" y, en cierta manera, "el mismo Cristo", no sólo cuando sufre y ofrece sus sufrimientos en unión con los del Señor en la Cruz, sino en todo momento. Cuando trabaja y cuando descansa, en la vida familiar y en la social, el cristiano "es Cristo" y está llamado a vivir la vida de Cristo, porque la adopción divina se realiza "en Cristo", por medio de su Humanidad Santísima, de cuya plenitud de gracia participa el cristiano. Y el Hijo de Dios hecho hombre vive la vida sobrenatural y cumple su misión realizando perfectamente la Voluntad del Padre en todas las circunstancias de su paso por la tierra, en Belén, en Nazaret y en su predicación pública, no sólo en el Calvario, aunque ahí la obediencia se manifiesta de modo supremo con la entrega de su vida terrena. Por esto, la filiación divina percibida por san Josemaría en 1931 no se agota en la doctrina –profunda, pero quizá algo abstracta– de ser "hijos en el Hijo", sino que es una filiación divina "en Cristo", una filiación divina "encarnada" y "redentora". Las consecuencias son decisivas para la santificación en medio del mundo, como tendremos ocasión de estudiar en el próximo apartado. Antes de pasar a esos temas, retornemos un momento a la última frase del texto principal que venimos comentando: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios 61. Vale la pena detenerse en el lenguaje, que resulta notable. San Josemaría habla de "identificación con Cristo", de "ser Cristo", y también –como en otras muchas ocasiones– del cristiano como "ipse Christus", "el mismo Cristo". No son expresiones desconocidas por la Tradición –lo documentaremos más adelante con cierto detalle–, pero sí poco frecuentes, quizá porque pueden prestarse a equívocos: a la confusión entre Cristo y el cristiano. Por eso nos parece oportuno advertir desde ahora que en san Josemaría no hay lugar para tal confusión. Basta simplemente hojear cualquiera de sus obras para comprobarlo. "Identificación con Cristo" no significa desaparición de la propia identidad. Es solamente un modo de expresar la íntima unión entre el cristiano y Cristo, una compenetración que no tiene parangón en esta tierra, porque resulta pobre, como término comparativo, la sintonía entre dos personas en el plano humano, por profunda que se pueda imaginar. La única referencia adecuada, por analogía, es la unión entre el Padre y el Hijo en el seno de la Santísima Trinidad, según las palabras del mismo Señor en el discurso eucarístico y en su despedida: Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí (Jn 6, 57); Yo en ellos y Tú en mí... (Jn 17, 23). Lo expresa muy bien Tillard cuando escribe que al "vivir en Cristo", el discípulo no pierde su identidad personal: así como el Hijo no se funde en el Padre sino que es sujeto libre de acción y de vida cara a cara con Él, así los discípulos no se funden con el Hijo sino que permanecen sujetos libres 62. Ciertamente los enunciados "identificación con Cristo" o "el cristiano es ipse Christus" son audaces, pero san Josemaría no puede renunciar a emplearlos después de las luces recibidas sobre la filiación divina. Son expresiones que muestran una penetración singular en el misterio de la unión con Cristo y se puede decir que las necesita para transmitir su mensaje. El peligro real no es tanto que puedan dar lugar a la confusión que decíamos, sino que se puedan ver como simples hipérboles o "exageraciones místicas" carentes de un preciso contenido teológico. Esas fórmulas no son más que un modo de expresar el núcleo de la doctrina paulina sobre la incorporación del cristiano a Cristo. En el relato de san Josemaría se puede apreciar, en efecto, el mismo hilo conductor que se observa en las palabras de san Pablo a los Gálatas: Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 19-20). El contexto es el tema de la justificación por la fe en Jesucristo y no por las obras de la antigua Ley; sin embargo, las obras sobre la vida espiritual suelen entender que el Apóstol declara ahí su conciencia de estar viviendo la misma vida de Cristo resucitado ("Cristo vive en mí") por haber entregado la suya a corredimir con Él, muriendo al egoísmo del propio yo ("estoy crucificado con Cristo"). San Josemaría se encuentra en esta línea. Contemplando en el Via Crucis la crucifixión del Señor le dirige unas palabras vibrantes de amor: soy tuyo, y me entrego a Ti, y me clavo en la Cruz gustosamente, siendo en las encrucijadas del mundo un alma entregada a Ti, a tu gloria, a la Redención, a la corredención de la humanidad entera 63. Ese "clavarse en la Cruz" significa morir a uno mismo para vivir la vida de Cristo, como se ve en lo que escribe poco después en el mismo Via Crucis: Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor 64. Tenemos así que para "vivir la vida de Cristo" es preciso "estar crucificado con Cristo", muriendo a uno mismo por la mortificación y la penitencia, es decir, muriendo al pecado y a todo lo que impide o dificulta vivir la vida de Cristo. Todo esto no es un pensamiento extraño al sentido literal de Ga 2, 19-20 ni a su contexto, como muestran diversos exegetas 65. San Josemaría experimenta, como san Pablo, que cuando Jesús invita a seguirle tomando la cruz de cada día –si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame (Lc 9, 23)–, está enseñando que "seguirle" abrazando la cruz es mucho más que imitar un ejemplo: es vivir su misma Vida. Habla de "identificación con Cristo" porque, al abrazar la cruz con amor y generosidad –muriendo a sí mismo, dando la vida por los demás–, tiene la certidumbre de que la vida de Cristo está presente en él, como la tiene san Pablo cuando se atreve a afirmar que completa en su carne lo que falta a los sufrimientos del Señor por su cuerpo, que es la Iglesia (cfr. Col 1, 24). Regocija a san Josemaría que la Escritura haya dejado constancia de la mística de san Pablo, en la que encuentra la garantía de autenticidad de lo que él mismo siente. Cuando evoca la figura del Apóstol, en la misma meditación en la que recuerda las luces recibidas en 1931, sus palabras traslucen entusiasmo: Con aquellas llagas invisibles, se sentía alter Christus, ipse Christus. ¡Sí, Pablo, gran Pablo! Gracias por esta doctrina que nos has dejado, porque el Espíritu Santo te la inspiró ¡Tú eres Cristo! ¡Pablo, alégrate de que te queramos los cristianos, de que te agradezcamos este tesoro de doctrina! 66 En la experiencia de san Josemaría late, como decíamos, el mismo hilo conductor que une, en san Pablo, el "estar con Cristo en la Cruz" y el "vivir la vida de Cristo". Para el cristiano, escribe, : hay un único modo de vivir en la tierra: morir con Cristo para resucitar con Él, hasta que podamos decir con el Apóstol: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20) 67. Esta conciencia de la presencia de la vida de Cristo en el cristiano es la base y la médula del "sentido de la filiación divina" que enseña a poner como fundamento de la vida espiritual. San Josemaría entiende que Ga 2, 20 habla de una presencia de la vida de Cristo en el cristiano no sólo en sentido intencional (como está presente lo conocido en quien conoce y lo amado en quien ama), sino ontológico. Alguna luz sobre esto puede venir de la consideración del contexto que, como ya hemos observado, es la justificación por la fe en Cristo, no por las obras de la ley antigua (cfr. Ga 2, 15 ss.). En efecto, después de la afirmación de que es Cristo quien vive en mí, el Apóstol añade: Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Ga 2, 20). Las palabras en cursiva podrían hacer pensar que está hablando de una unión con Cristo sólo de tipo intencional, si se tiene una visión "forense" o extrínseca de la gracia y de la justificación. Pero, como observa Albert Vanhoye, la "vida en la fe" es vida de Cristo en él [Pablo] y de él en Cristo, maravillosa interioridad recíproca. La fe no se presenta aquí como el asentimiento de la mente a ciertas verdades, sino como la adhesión de todo su ser a la persona de Cristo 68. El mismo autor comenta que la afirmación "Cristo vive en mí" es una novedad estupenda para la que no sirven analogías como la de la presencia de un espíritu profético en un hombre: aquí se trata de un hombre, Cristo, que vive en otro hombre, el creyente, en un modo de tal manera real que la vida del creyente se atribuye a Cristo más que al creyente mismo 69. En una línea semejante se encuentran también otros comentarios bíblicos, clásicos y recientes 70. En la forja del dolor, Dios concedió a san Josemaría la conciencia de que "ser hijo de Dios" significa "ser Cristo": vivir la misma Vida de Cristo que de algún modo está presente en el cristiano. En adelante, esa convicción no le abandonará jamás: le sostendrá en todos los momentos de su existencia como cimiento inconmovible ante la embestida violenta de las contradicciones y como raíz vital que dará lozanía permanente a su caminar terreno. La conciencia de "ser Cristo" se manifestará en un espíritu de libertad y de amor filial y sacerdotal, lleno de fortaleza ante las dificultades, empapado de alegría y de paz, frutos del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22): el mismo Espíritu por el que somos hechos hijos de Dios. A esos frutos se refiere cuando describe el "tono" de la vida de un hijo de Dios: Entendí que la filiación divina había de ser una característica fundamental de nuestra espiritualidad: Abba, Pater! Y que, al vivir la filiación divina, los hijos míos se encontrarían llenos de alegría y de paz, protegidos por un muro inexpugnable; que sabrían ser apóstoles de esta alegría, y sabrían comunicar su paz, también en el sufrimiento propio o ajeno. Justamente por eso: porque estamos persuadidos de que Dios es nuestro Padre 71. Se comprende que resuma el apostolado de un hijo de Dios en : dar testimonio de Cristo y llevar a quienes nos rodean la alegría de saberse hijos de Dios 72; es decir, en transmitir a todos : la nueva alegre de que Él es un Padre que ama sin medida 73. Como conclusión de este apartado podemos retener que san Josemaría experimenta la filiación divina como realidad trinitaria: un saberse introducido en la vida de la Santísima Trinidad siendo hijo adoptivo del Padre, unido a Cristo por el Espíritu Santo. Esto implica una relación peculiar con cada una de las tres Personas divinas, presentes en el cristiano por la gracia, que lleva a distinguirlas en un trato de conocimiento y amor, que constituye la esencia de la vida contemplativa. Siendo la filiación divina –como antes os recordaba– el fundamento seguro de nuestra vida espiritual, procurad meditar con frecuencia estas palabras de San Pablo: los que se rigen por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios, porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía solamente por temor, como esclavos, sino que habéis recibido el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre!, porque el mismo Espíritu está dando testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y siendo hijos, somos también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Jesucristo, con tal que padezcamos con él a fin de que seamos con él glorificados (Rm 8, 14-17). Son palabras que resumen cómo ha de ser nuestro trato con Dios Padre, en unión con su Hijo y con el Espíritu Santificador 74. 1.2. Filiación divina encarnada y redentora La experiencia de san Josemaría no es nueva en la historia. En todos los tiempos, muchos cristianos que han buscado la santidad, han recibido luces de Dios para contemplar este misterio y penetrar en su inagotable contenido. San Agustín se goza con la bondad del Padre, experimentada en el perdón de los pecados 75; san Francisco de Asís, al recibir los estigmas de la Pasión, se sentía otro Cristo, a la vez que la percepción de la paternidad divina le impulsaba a practicar con los demás una misericordia sin límites 76; san Juan de la Cruz se extasiaba ante la ternura paternal y maternal de Dios 77; santa Teresa de Lisieux se sabía hija pequeña de Dios, y esa persuasión se convertía en fuente caudalosa de vida espiritual 78. Los ejemplos serían demasiado numerosos para poder resumirlos aquí 79. Nuestro propósito es únicamente mostrar que la doctrina de la filiación divina tiene algunas características peculiares en san Josemaría, relacionadas con la santificación en medio del mundo. Experimenta la filiación adoptiva como "encarnada", es decir, como una condición de la que es propio el asumir las realidades temporales, herencia de los hijos de Dios, y con una misión "redentora" que pone en primer plano su relación con el sacerdocio de Cristo. 1.2.1. Filiación encarnada Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía: la calle no impide nuestro diálogo contemplativo 80. Estas palabras son un importante inciso en la narración del acontecimiento. Muestran que san Josemaría percibe la filiación divina como conectada con la santificación de la vida corriente: como fundamento de la santificación en medio del mundo. El espíritu de vida cristiana que predicó siempre es un espíritu de filiación adoptiva "encarnada" en la vida ordinaria, en pleno "bullicio del mundo", "en la calle", es decir, en el ejercicio de todas las actividades humanas civiles y seculares honestas. Como paradigma de este espíritu indicaba la vida cotidiana del Hijo de Dios en Nazaret, siempre en diálogo filial con el Padre en medio de las actividades propias de su trabajo y de su vida familiar y social. Todos estos quehaceres ordinarios no perturbaban lo más mínimo ese diálogo. Al contrario eran "tema" de su conversación y "materia" en la que plasmaba su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Si precisamente las cosas de este mundo, objeto de las actividades temporales, han sido creadas en Él y por Él y para Él o en vista de Él (cfr. Col 1, 16), si Jesucristo es el heredero de todas las cosas (Hb 1, 2), ¿cómo no iban a ser medio y ocasión para su diálogo con el Padre?, ¿y cómo no lo van a ser también para los hijos adoptivos? La conciencia de ser hijo de Dios implica, para san Josemaría, una visión de las realidades terrenas que conlleva la seguridad de que el mundo no impide la confiada intimidad de los hijos adoptivos con el Padre, sino que es lugar, ámbito y materia para ese trato familiar. Está aquí presupuesto el vínculo entre la filiación adoptiva del cristiano y la Encarnación del Hijo. Un vínculo patente: Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, (...) a fin de que recibiésemos la adopción de hijos (Ga 4, 4-5). A cuantos le reci bieron les dio la potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios. Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros (Jn 1, 12-14). Los Padres de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, han entendido que el fin de la Encarnación del Hijo no es sólo que el hombre llegara a ser hijo de Dios, sino que llegara a serlo precisamente a semejanza del Hijo hecho hombre y unido a Él por el Espíritu Santo. Baste recordar al respecto las palabras de san Ireneo: El Verbo de Dios se ha hecho hombre y el Hijo de Dios se ha hecho hijo del hombre, para que el hombre, unido al Verbo, recibiera la adopción y llegara a ser hijo de Dios 81. De modo más desarrollado escribe san Cirilo de Alejandría: Puesto que el Verbo de Dios habita en nosotros por medio del Espíritu, somos elevados a la dignidad de la adopción filial teniendo en nosotros al Hijo mismo, al cual somos hechos conformes por la participación en su Espíritu y, ascendiendo a un nivel igual de libertad, osamos decir: "¡Abbá, Padre!" 82. En términos semejantes se expresa también san Agustín 83. Son algunos testimonios de una doctrina común, presente en la tradición cristiana. Dejamos aparte las polémicas teológicas acerca de la causa formal de la adopción y de la acción del Espíritu Santo que inhabita en el alma (posturas de Lessius y de Petau, de Scheeben y de Granderath, etc.) 84. Nos interesamos sólo por el hecho incontrovertible de que la filiación adoptiva es "semejante" a la Filiación de Cristo y está de algún modo unida a ella. Lo detallaremos en la segunda parte del capítulo. Así pues, la concepción que se tenga de la filiación divina del cristiano depende estrechamente de cómo se comprenda la Encarnación. Si se pensara que el Hijo de Dios ha asumido sólo la "apariencia" de hombre, su "vida en el mundo" y sus "actividades temporales" carecerían prácticamente de significado para nuestra filiación adoptiva. Sin embargo, la fe de la Iglesia es otra. Creemos que el Hijo de Dios es verdadero "Hijo del hombre", que ha asumido una naturaleza humana completa y, precisamente por eso sabemos que un hombre puede ser realmente hijo de Dios en cuerpo y alma; y que las actividades temporales que Dios ha encomendado al hombre para que perfeccione la creación –el trabajo, la formación de la familia y de la sociedad– son algo propio de su vida de hijo adoptivo de Dios. Una postura como la criticada podría, con razón, calificarse de "docetista". Como se sabe, el docetismo es una de las primeras herejías surgidas en la Iglesia, a la que ya alude san Juan cuando advierte que han aparecido en el mundo muchos seductores que no confiesan a Jesucristo venido en carne (2Jn 1, 7; cfr. Jn 1, 14; 1Jn 1, 1) 85. Algunos, en efecto, para excluir de Cristo lo que les parecía indigno del Hijo de Dios, negaban que el Logos hubiera asumido una verdadera carne 86. Hoy día difícilmente se encontrará alguien que defienda esta postura, pero, como observa Studer, la tentación de minimizar el valor salvífico de la Encarnación, comprendidas las debilidades del hombre Jesús que asume una naturaleza humana sujeta a las consecuencias del pecado –desde el hambre y la sed, al dolor y a la muerte–, no estará nunca ausente de la teología cristiana 87. Sin caer propiamente en el docetismo, cabe el peligro de una visión "espiritualista" de la Encarnación, que comportaría una concepción "débil" del papel de los valores humanos en la filiación divina del cristiano. A esa tendencia parece referirse san Josemaría cuando habla de ciertos planteamientos "espiritualistas" y "pietistas" que no son consecuentes con la verdad de la Encarnación 88. En uno de los documentos de la Causa de canonización de san Josemaría –el decreto sobre la heroicidad de las virtudes– se afirma que Dios le otorgó una vivísima contemplación del misterio del Verbo Encarnado, gracias a la cual comprendió con hondura que el entramado de las realidades humanas se compenetra íntimamente, en el corazón del hombre renacido en Cristo, con la economía de la vida sobrenatural, convirtiéndose así en lugar y medio de santificación 89. La contemplación de la Encarnación está en la base de su comprensión de la filiación adoptiva, vivida en las actividades temporales. Dos son los aspectos fundamentales de esa comprensión de la filiación adoptiva que deriva de la "vivísima contemplación del misterio del Verbo encarnado": 1) Ante todo, san Josemaría es bien consciente de que el Hijo de Dios no se ha vestido de hombre: se ha encarnado 90. La naturaleza humana de Cristo no es ni disfraz ni apariencia: es la Humanidad del Hijo de Dios. Cuando alguna vez escribe que se ha revestido de nuestra carne 91, quiere señalar algo distinto: que la Divinidad de Cristo se nos ha hecho visible en su Humanidad: Cada uno de esos gestos humanos es gesto de Dios. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2, 9). Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad 92. De ninguna manera significa que la Humanidad esté unida a la Divinidad de un modo sólo exterior, como el vestido a la persona que lo lleva. De Jesús escribe: Te contemplo perfectus Deus, perfectus homo: verdadero Dios, pero verdadero Hombre: con carne como la mía 93. Este énfasis en la verdadera Humanidad de Cristo, que no es una "envoltura" de la Divinidad, resalta en diversos autores cuya lectura recomendaba san Josemaría, como por ejemplo en Karl Adam 94. El Verbo se hizo carne (Jn 1, 14). Quien existía desde el principio y estaba junto a Dios y era Dios (Jn 1, 1) no ha tomado una naturaleza humana para dejarla después de haber consumado la Redención. Cuando Marcelo de Ancira, en el siglo iv, quiso sostener que, después del Juicio final, Jesucristo se despojaría de su naturaleza humana, el Concilio I de Constantinopla se le opuso y añadió al Símbolo de fe las palabras: "y su reino no tendrá fin" 95. La Iglesia ha profesado siempre que la unión hipostática no cesará jamás. En san Josemaría es una jubilosa certeza: Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana 96. El Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una única Persona: Jesucristo, verdadero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre (...), la segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha unido a sí para siempre –sin confusión– la naturaleza humana 97. Con estas palabras –como en otras muchas ocasiones– proclama la fe de la Iglesia, formulada en los primeros Concilios ecuménicos a propósito principalmente de los errores nestorianos y monofisitas 98. Llegamos así a un punto culminante. Acabamos de ver cómo san Josemaría profesa la doctrina de fe en el Hijo de Dios hecho verdadero hombre. ¿Cómo entiende entonces el "anonadamiento" (cfr. Flp 2, 7) de la segunda Persona divina que asume la naturaleza humana? Si ese "anonadamiento" fuera una "degradación", podríamos admirar nuestra adopción divina, pero las realidades y actividades terrenas se nos presentarían como un lastre o como un obstáculo para vivir según la dignidad recibida. Recordemos primero las palabras de san Pablo: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: "¡Jesucristo es el Señor!", para gloria de Dios Padre (Flp 2, 5-11). Veamos ahora un texto de san Josemaría, que contempla esa maravilla inefable de Dios que se humilla hasta hacerse hombre, y que no se siente degradado por haber tomado carne como la nuestra, con todas sus limitaciones y flaquezas, menos el pecado; y esto, ¡porque nos ama con locura! Él no se rebaja con su anonadamiento; en cambio, a nosotros, nos eleva, nos deifica en el cuerpo y en el alma 99. Siguiendo a san Pablo, describe la asunción de la naturaleza humana por el Hijo Unigénito como un "anonadamiento" de la Persona divina. Además, el Hijo asume nuestra naturaleza no como era al inicio, sino "con todas su limitaciones y flaquezas, menos el pecado". Efectivamente, una mancha de pecado sería incompatible con la Divinidad (cfr. Hb 4, 15), pero no son incompatibles con ella las "limitaciones y flaquezas", como el padecer hambre y sed, dolor y muerte, provenientes de la pérdida de los dones preternaturales por el pecado, que comportan "humillación". Hasta aquí san Josemaría repite prácticamente la enseñanza paulina. Después explica su comprensión de esta doctrina: "humillarse" no es "degradarse", y "anonadarse" no es "rebajarse" 100. Aunque no se deban entender estos términos de un modo rígido –no está proponiendo definiciones académicas–, es indudable que contienen ciertos matices: el Hijo de Dios "no se rebaja con su anonadamiento", "no se degrada por su humillación". Ciertamente se "anonada", porque la distancia ontológica entre Dios y las criaturas es tal que hacerse hombre siendo Dios es como hacerse "nada", pues las criaturas sin Dios simplemente no son. Sin embargo, al anonadarse no se rebaja, al asumir nuestra naturaleza no hace algo indigno de la naturaleza divina, ya que la persona humana ha sido creada a imagen y semejanza de Dios en vista de Cristo (cfr. Col 1, 16), con una naturaleza espiritual y corporal que es la más perfecta del mundo visible y que ha sido querida por Dios para que el hombre diera razón de las demás criaturas, creadas también en Cristo y por Él y para Él, que "piden" todas ellas un intérprete consciente y libre de su canto de gloria al Creador. En lugar de rebajarse al hacerse hombre, dignifica infinitamente nuestra naturaleza: "nos eleva, nos deifica en el cuerpo y en el alma", hasta el punto de realizar una "nueva creación". 2) El segundo aspecto de la comprensión de san Josemaría sobre la filiación divina adoptiva que deriva de su contemplación del misterio de la Encarnación, se refiere no ya a la naturaleza sino a las actividades humanas, y es que todas esas tareas nobles pueden ser actividades de un hijo de Dios porque han sido asumidas por el Hijo: no se puede decir que haya realidades –buenas, nobles, y aun indiferentes– que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres (...), ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia 101. El texto siguiente vuelve sobre la misma idea, pero desde un punto de vista que complementa el anterior permitiendo observar mejor el relieve de la cuestión. Ahora parte de la vocación nativa del hombre a poseer este mundo perfeccionándolo mediante su trabajo, para afirmar después que el Hijo de Dios hecho hombre realiza plenamente esa vocación al asumir una tarea humana –la de artesano, faber (Mc 6, 3)– que, en sus manos, se convierte en "tarea divina"; la conclusión implícita es que ese trabajo y cualquier otro quehacer honesto es actividad propia de un hijo adoptivo de Dios: puede ser "tarea divina", medio de crecimiento como hijos de Dios y de mejora del mundo. Dios creó al hombre para trabajar. Hemos venido a llamar de nuevo la atención sobre el ejemplo de Jesús que, durante treinta años, permaneció en Nazareth trabajando, desempeñando un oficio. En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina 102. Al ser adoptado como hijo de Dios en el Bautismo, el cristiano es hecho heredero, según las palabras de san Pablo: si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo (Rm 8, 17; cfr. Ga 4, 7). Heredero es el que tiene derecho a poseer un bien recibido en herencia. El bien, en este caso, es el sumo bien: la gloria del cielo (cfr. ibid.; Tt 3, 7; etc.), que esencialmente es la visión beatífica de Dios, pero que incluye también la posesión de todos los bienes creados por Dios para el hombre (cfr. Sal 2, 8; Hb 1, 2; etc.), una vez purificados de las consecuencias del pecado y transformados en la consumación escatológica de la historia y del cosmos. De estos bienes que constituyen la herencia, los hijos de Dios tienen ya ahora, en la vida presente, no sólo una promesa sino un anticipo, pues la gracia santificante es una cierta incoación de la gloria 103 y las realidades creadas son materia de santificación que anhela la manifestación de los hijos de Dios (Rm 8, 19) pues el cristiano las comienza a "poseer" cuando efectivamente santifica las actividades que tienen por objeto esas realidades temporales, creciendo él mismo en santidad y procurando la santidad de los demás 104. En el núcleo de la enseñanza de san Josemaría sobre la filiación divina hay, en definitiva, una luz acerca del misterio del Verbo encarnado que se proyecta sobre la persona humana y las actividades temporales, mostrando su valor y su sentido, ya que han sido asumidas por el Hijo de Dios hecho hombre 105. San Josemaría armoniza el "anonadamiento" de Cristo con la afirmación de la dignidad de la naturaleza humana asumida y, en consecuencia, con el valor de las actividades propias del hombre. La comprensión de esta armonía es básica para captar que la filiación divina adoptiva puede desplegarse en la vida ordinaria. Más aún: da lugar a una visión radicalmente positiva de la existencia cristiana en medio del mundo, que deriva de la verdad de la Encarnación. Cristo es perfectus Deus, perfectus homo, Dios, Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, y hombre perfecto. Trae la salvación, y no la destrucción de la naturaleza 106. 1.2.2. Filiación redentora Las últimas palabras nos abren paso a una nueva consideración, igualmente central. Hemos visto que el Hijo de Dios se "anonada" al asumir la naturaleza humana pero no se "degrada" porque ha sido creada para Él o en vista de Él. Sin embargo, se podría pensar que se "degrada" al asumir una naturaleza que ha perdido, como consecuencia del pecado, los dones (preternaturales) que la libraban del dolor y de la muerte. Pero no es así, sino al revés: ha transformado esas consecuencias en medio para reparar por el pecado y redimirnos. Ciertamente el Señor se "humilla" al acoger la realidad de la naturaleza con sus "limitaciones y flaquezas", como muestra expresivamente el evangelista al narrar el momento en que Jesús llega al pozo de Sicar fatigado por el caminar (Jn 4, 6), y con hambre y con sed. San Josemaría contempla conmovido la generosidad del Señor que se ha humillado, que ha aceptado en pleno la condición humana 107. Pero precisamente por la aceptación libre de esos límites que contrarían a la voluntad humana, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (Flp 2, 8; cfr. Rm 5, 12-19; Hb 9, 27), ha ofrecido al Padre reparación por la desobediencia del pecado que los causó y nos ha obtenido el don del Espíritu Santo que infunde la vida de hijos de Dios y libera de la esclavitud del dolor y de la muerte. En adelante, los hijos de Dios no han de temer esos males como definitivos; es más, el cristiano los puede convertir en ocasión para corredimir con Cristo (cfr. Col 1, 24). Por todo esto, la muerte de Jesús en la Cruz no significa la condenación y destrucción de la naturaleza humana, sino la redención y salvación. No significa tampoco una "degradación" ya que todo esto lo ha hecho "¡porque nos ama con locura!", como escribe san Josemaría en el texto que venimos comentando. No hay degradación en esa humillación por amor, sino todo lo contrario: es la revelación suma de la gloria del Dios que es amor (cfr. Jn 3, 16; 1Jn 4, 8.16), la gloria de la Cruz, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (1Co 1, 23) 108. San Josemaría contempla siempre la Encarnación del Hijo de Dios como Encarnación redentora. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con Él una sola cosa. Ésta es la razón de su venida al mundo: por nosotros y por nuestra salvación, bajó del cielo, rezamos en el Credo 109. Afirma que no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres 110. El Hijo de Dios hecho hombre es el Redentor del hombre, y nos redime con su mediación sacerdotal. Pues bien, así como Jesucristo es Hijo de Dios y Sacerdote para siempre (cfr. Hb 5, 5-6), el cristiano, al participar de su Filiación divina es hecho partícipe también de su sacerdocio, para que sea verdaderamente alter Christus, ipse Christus. La filiación divina del cristiano tiene un sentido sacerdotal, implica la llamada a corredimir con Cristo: con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres 111, escribe san Josemaría a continuación de las palabras anteriores. Al contemplar que el Hijo se hace mediador entre Dios y los hombres, asumiendo no sólo las realidades humanas creadas por Dios sino también las "limitaciones y flaquezas" que son consecuencia del pecado para reparar el pecado por medio de ellas mismas, comprende que la filiación divina adoptiva del cristiano implica participar de esa mediación sacerdotal, ejerciéndola en las actividades temporales para salvar al hombre y liberar al mundo de las consecuencias del pecado. Esas consecuencias no eclipsan la filiación divina sino que más bien la exaltan porque son ocasión para que se manifieste que los hijos de Dios tienen el poder de vencer el mal con el bien (cfr. Rm 12, 21) y que todo el que ha nacido de Dios, vence al mundo (1Jn 5, 4) 112. Incluso en los momentos más trágicos de la historia en los que parecen desencadenarse las potencias del mal, como en las décadas del siglo xx que vivió san Josemaría 113, un hijo de Dios sabe que este mundo es su herencia y que si él está unido a Cristo, puede ordenarlo, con la gracia del Espíritu Santo, a la gloria de Dios Padre. No os dé miedo, por tanto, la situación actual, ni penséis que no tiene remedio. No os asusten las olas embravecidas por la tempestad en el océano del mundo. No tengáis deseos de huir, porque ese mundo es nuestro: es obra de Dios y nos lo ha dado por heredad. Recitamos y meditamos todas las semanas el salmo de la realeza de Jesucristo, y dice el Señor: Filius meus es tu, ego hodie genui te. Postula a me, et dabo tibi gentes hereditatem tuam, et possessionem tuam terminos terrae (Sal 2, 7-8). Nosotros, hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, participamos de su heredad, que es el mundo entero: si autem filii, et heredes: heredes quidem Dei, coheredes autem Christi (Rm 8, 17): porque si somos hijos, somos herederos: herederos de Dios, coherederos con Cristo 114. La luz sobre la filiación divina recibida en 1931 estaba en continuidad con aquella otra del 7 de agosto del mismo año cuando, al elevar la Sagrada Hostia en la celebración de la Misa, comprendió en un sentido nuevo las palabras de Jesús: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32). Ya lo expusimos en el capítulo 2º: si los cristianos procuraban poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas, santificando el trabajo profesional y las demás tareas ordinarias, Él atraería todas las cosas hacia sí y su Reino se haría realidad. El nuevo descubrimiento venía a poner de relieve que, para llevar a cabo este ideal, el cristiano debía apoyarse en la conciencia de ser hijo de Dios: "otro Cristo, el mismo Cristo". Ésta había de ser la base firme para su santificación y para la transformación del mundo. 1.2.3. Filiación divina y conciencia de la filiación divina Volvamos de nuevo al texto de san Pablo a los Filipenses para señalar un último aspecto de la experiencia de la filiación divina que le fue concedida a san Josemaría. Al hablar del anonadamiento del Hijo de Dios, de su humillación y obediencia, el Apóstol no quiere que el conocimiento de esa verdad se quede en teoría. Su propósito es práctico, como declara en las palabras iniciales: Tened en vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús (Flp 2, 5). Con razón el exegeta Nello Casalini destaca la importancia de esta intención práctica de san Pablo para comprender bien el sentido del pasaje 115. Según este autor, todo lo que dice el Apóstol acerca del abajamiento, la humillación y la obediencia de Jesús tiene una finalidad pedagógica: enseñar a los fieles a tener sus mismos sentimientos. En esto se muestra de acuerdo con lo que escribe Hawthorne en el Word Biblical Commentary 116. En cambio, le parece insuficiente la interpretación de Gnilka que refiere las expresiones "se anonadó" y "se humilló" al hecho objetivo de la Encarnación redentora, sin poner de relieve la conexión con las palabras iniciales: "Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús" 117. Para nosotros, la observación de Casalini tiene interés porque muestra la base exegética de una lectura como la que hace san Josemaría. A Josemaría Escrivá de Balaguer le resulta connatural esa orientación práctica del texto paulino. No se queda en consideraciones especulativas: enseña a poner como fundamento de la vida cristiana la "conciencia de la filiación divina", el "saberse y sentirse hijos de Dios unidos a Cristo". Esto equivale a tener "los mismos sentimientos de Cristo Jesús", si se entiende por "sentimiento" el acto que surge del "corazón" en el sentido bíblico, es decir en cuanto fuente de pensamientos, intenciones y afectos, o como interioridad de la persona, no reducible a un estado de ánimo o a una inclinación irreflexiva 118. ¿Cuáles son esos sentimientos? San Pablo los da a entender, dirigiendo la mirada a Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo... (Flp 2, 6-7). Habla de anonadamiento, humillación, obediencia y glorificación. No se trata aquí, evidentemente, de los sentimientos de Cristo, sino de las manifestaciones de esos sentimientos. Lo que Cristo "siente", aquello de lo que tiene conciencia, es su "condición divina" e, inseparablemente, su amor al Padre y a los hombres amados por el Padre. Es eso lo que le lleva a anonadarse, a humillarse, a obedecer y a recibir la glorificación de su Humanidad Santísima, para que también nosotros seamos glorificados con Él y contribuyamos a recapitular todas las cosas bajo su dominio para la gloria del Padre (cfr. Rm 8, 17; Ef 1, 10). El cristiano ha de tener esos mismos sentimientos, que se resumen en saberse hijo de Dios y entregarse por amor a corredimir con Cristo. No ha de considerar la dignidad de la filiación adoptiva como un tesoro sólo para sí mismo, o como un bien destinado a la afirmación de su propio yo, sino como un enriquecimiento sobrenatural que le proporciona una nueva capacidad de amar: la posibilidad de donarse con un alcance mucho mayor del que consienten las solas fuerzas humanas. San Josemaría emplea el término "endiosamiento" para referirse a la conciencia de ser hijo de Dios por la gracia santificante, y hace notar que se trata de un endiosamiento que, al acercarte a tu Padre, te hará más hermano de tus hermanos los hombres 119. La conciencia filial lleva a anonadarse por amor a Dios y a los hombres, como se anonadó Cristo. Un hijo de Dios ha de poder decir con san Pablo: me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos (1Co 9, 22). Se humilla aceptando las limitaciones de la condición presente, y obedece a la Voluntad divina hasta la entrega de la propia vida para reparar por la desobediencia del pecado, en servicio a los demás. Coopera a la Redención realizando sus actividades humanas para la gloria del Padre. Ama al mundo como el Hijo de Dios lo ama, con un amor salvador que le lleva a entregar su vida para purificarlo del pecado y ofrecerlo a Dios Padre. Ama a sus hermanos los hombres, con el amor de Cristo: un amor a la vez fraterno, como primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29), y también "paterno", como se manifiesta cuando Jesús llama a sus discípulos "hijos" e "hijitos" (cfr. Jn 13, 33), porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cfr. Jn 14, 10-11): análogamente en el cristiano hay una misteriosa participación en la circumincessio de las divinas Personas 120, gracias a la cual ha de tener sentimientos de paternidad hacia sus hermanos, como se ve en san Pablo cuando dice: hijos míos, por quienes padezco otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros (Ga 4, 19). Teniendo en nuestras almas los mismos sentimientos de Cristo en la Cruz, conseguiremos que nuestra vida entera sea una reparación incesante, una asidua petición y un permanente sacrificio por toda la humanidad, porque el Señor os dará un instinto sobrenatural para purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en instrumento de apostolado. Sólo así seremos almas contemplativas en medio del mundo, como pide nuestra vocación, y llegaremos a ser almas verdaderamente sacerdotales, haciendo que todo lo nuestro sea una continua alabanza a Dios 121. En este texto san Josemaría condensa en la expresión "alma sacerdotal" los sentimientos que ha de albergar el cristiano para reflejar los de Cristo Jesús. Otras veces, como veremos más adelante, se refiere también a la "mentalidad laical" que expresa el amor cristiano al mundo con su relativa autonomía respecto a las realidades sagradas por su naturaleza, una autonomía que demanda amor a la libertad. En el texto precedente está implícita la mentalidad laical en la referencia a todas las actividades humanas (civiles y seculares) que se han de elevar a la gloria de Dios. Generalmente los dos conceptos, "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" aparecen juntos en la predicación y en los escritos de san Josemaría. Pero esto lo estudiaremos en la última parte del capítulo. Aquí nos basta decir que se sirve de estos términos para resumir la interioridad de un hijo de Dios con "sentido de la filiación divina", las entrañas de un cristiano que alberga en su corazón los mismos sentimientos de Cristo Jesús (Flp 2, 5). Concluyendo este apartado podemos señalar que la contemplación de la Encarnación redentora del Hijo de Dios conduce a san Josemaría a una visión de la filiación divina adoptiva como "encarnada" y "redentora"; y le lleva a poner la "conciencia" de esa filiación como fundamento de la búsqueda de la santidad. En 1931 quiso Dios que encontrara este tesoro en el campo de la vida ordinaria para que no permaneciera por más tiempo escondido (cfr. Mt 13, 44). 2. LA NOCIÓN DE FILIACIÓN DIVINA ADOPTIVA EN SAN JOSEMARÍA La experiencia de 1931 permitió a san Josemaría no ya "aprender" teóricamente la verdad de la filiación divina adoptiva –no le resultaba desconocida la doctrina –, sino "aprehenderla" o "captarla vitalmente", para hacer de ella el fundamento de la vida espiritual. No era el descubrimiento de una "verdad nueva", sino la "comprensión nueva" de una verdad presente en la Tradición y de su lugar en el edificio de la vida cristiana. La comprensión nueva se refiere, pues, a dos cuestiones íntimamente relacionadas: 1) qué significa ser hijo de Dios en Cristo y cómo ha de entenderse la presencia de Cristo en el cristiano; 2) cuál es el papel que la conciencia de la filiación divina ha de ocupar en la vida de los fieles. Sobre el primer punto sería vano buscar una exposición sistemática en san Josemaría. Recibió las luces acerca de la filiación divina para orientar la vida cristiana en la práctica, y así las transmitió. No pretendió componer un capítulo de Teología dogmática sino transmitir una doctrina espiritual. Sin embargo, esta doctrina espiritual presupone una noción de filiación adoptiva como "participación de la filiación divina en Cristo" que conviene explicar para hacerse cargo de lo que se quiere decir cuando se designa al cristiano como "otro Cristo, el mismo Cristo". Será el tema del presente apartado. En cuanto al segundo punto, los textos de san Josemaría son numerosísimos. Insiste continuamente en fundar la vida cristiana en el sentido de la filiación divina. De este tema nos ocuparemos en el tercer y último apartado del presente capítulo. 2.1. Fuentes y contexto teológico La experiencia espiritual de san Josemaría, antes descrita, es el origen de su comprensión de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual, pero no es la fuente de la noción de filiación divina que emplea. La noción se encuentra en el Nuevo Testamento, tanto en los pasajes que tratan directamente de la paternidad de Dios, de la filiación de Cristo y de la adopción del cristiano 122, como en muchos otros y, de algún modo, en su conjunto, porque toda la Palabra revelada habla del Hijo de Dios hecho hombre. Junto a la Escritura, es patente la huella que han dejado en los escritos de san Josemaría los Padres de la Iglesia, que contemplan la elevación sobrenatural –la "divinización" o "deificación" del hombre– como una adopción filial realizada por la unión con el Verbo encarnado 123. Como se sabe, la idea es fundamental en los Padres griegos 124, pero tiene gran relieve también en san Agustín 125. Después de éste último, la especulación teológica sobre la divinización tendió a centrarse en la curación del hombre de las heridas del pecado y se ocupó menos de la adopción 126. No obstante, en santo Tomás de Aquino pasa de nuevo a primer plano 127, y a él se debe la explicación de la filiación adoptiva como una participación (participata similitudo) de la Filiación subsistente, con toda la riqueza que encierra el término "participación" en su pensamiento. Veremos después que san Josemaría emplea este mismo término y hay motivos sobrados para pensar que lo hace en el cuadro de la doctrina tomasiana. Scott Hahn ha escrito que en su enseñanza no encontramos una novedad, sino una recuperación, un ressourcement: un volver a las fuentes cristianas (...). El Beato Josemaría descubre de nuevo una particular idea que está en el corazón del cristianismo y que había sido oscurecida por las controversias de los últimos siglos. Es una idea que comprende gracia y conversión, salvación, justificación y santificación. (...) La recuperación de la "filiación divina" implica una reintegración de la experiencia cristiana, una recuperación de la unidad patrística y tomista que de algún modo se había perdido en las discusiones. (...) En los siglos después de la Reforma protestante, tanto los teólogos católicos como los protestantes tendían a subrayar que Jesucristo nos ha salvado del pecado. Había diferencias entre ellos en el modo en que eso sucedía y en los efectos que producía sobre nuestras vidas. Pero coincidían en concentrar su atención en el pecado del que Cristo nos salvó. El Beato Josemaría, en cambio, enseñaba no sólo que hemos sido salvados del pecado, sino que hemos sido salvados para la filiación. Así podía hablar de la filiación divina como fin de la divinización, y de la divinización como razón de nuestra redención 128. Con ocasión de la polémica luterana, la doctrina acerca de la filiación divina sufre una nueva y grave postergación. Se discute principalmente sobre la justificación del hombre (el paso del estado de pecado al de amistad con Dios), que los reforma-dores entendieron de una forma extrínseca o "forense", como simple no imputación del pecado 129. La noción clave para hacer frente a esta concepción y poner de manifiesto la transformación de la persona al pasar de un estado a otro es, entonces, la de "gracia creada" 130 como distinta de la "gracia increada" que es el mismo Espíritu Santo inhabitando en el cristiano. Aunque el Concilio de Trento enseña que, en la justificación, el hombre recibe el don del Espíritu Santo y nace al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios 131, el debate posterior se centrará más en la gracia creada que en la increada, hasta el punto de producirse un cierto eclipse de la doctrina de la inhabitación del Espíritu Santo 132. La misma suerte sigue la filiación divina, resultado de su envío a las almas (cfr. Ga 4, 6) 133. La teología tendió a situarla entre los "efectos de la gracia creada", sin precisar bien lo que se quiere decir con "efecto", cosa imprescindible cuando se trata de los distintos niveles de la constitución ontológica del sujeto. Hay que tener en cuenta que, en la doctrina de santo Tomás, la gracia santificante atañe al nivel de la esencia o naturaleza, a la que eleva, mientras que la filiación adoptiva, al ser una propiedad personal, concierne al nivel del acto de ser, constitutivo de la personalidad ontológica 134. Hablar de causa y efecto entre ambos niveles exige emplear con mucha precisión las nociones metafísicas ya en el orden de la creación, y más aún en el de la elevación sobrenatural 135. Que el cristiano sea "hijo de Dios por la gracia" no equivale a decir que "la filiación adoptiva es un efecto de la infusión de la gracia creada". Si no se matiza bien esta última afirmación, puede parecer que la filiación adoptiva es una realidad jurídica como la adopción humana, cuando en realidad es una verdadera participación en la Filiación subsistente que transforma a la persona en hijo de Dios 136. La teología de la primera época post-tridentina se fijó en la naturaleza sanada y elevada por la gracia santificante, más que en la persona adoptada como hijo de Dios al recibir el Espíritu Santo. Es razonable pensar que, después, la polémica con el jansenismo, centrada en la gracia como auxilio divino (suficiente o eficaz, etc.), haya contribuido a posponer aún más la realidad de la filiación adoptiva en la reflexión teológica. En el siglo xix se advierten signos de una recuperación de la visión patrística del don del Espíritu Santo como fundamento de la adopción divina y de la gracia creada: recuperación a la que, según Rondet 137, contribuye especialmente Matthias Josef Scheeben (†1888). En la base doctrinal del mensaje de san Josemaría puede quizá descubrirse una afinidad con el pensamiento de este autor respecto a la materia de que hablamos ahora, pero en todo caso es poco probable que se deba a un influjo directo 138. Pasando a la primera mitad del siglo xx, los estudios de más relieve en el campo de la teología dogmática sobre la filiación adoptiva del cristiano, como los de Émile Mersch 139 y Stanislas Dockx 140, no ven la luz hasta el final de las décadas de los 30 y 40, respectivamente, cuando ya había tomado forma este punto central en el mensaje de san Josemaría. En definitiva, si bien la enseñanza de Josemaría Escrivá de Balaguer surge en una época de auge para la reflexión teológica sobre la filiación divina, nos parece que la centralidad de este tema en su enseñanza espiritual no se explica por el desarrollo de la teología sistemática de su tiempo, ni se origina a partir de sus resultados. Por otra parte, no es difícil comprobar que en el conjunto de la investigación académica se sigue prestando poca atención a la cuestión, que está prácticamente ausente en las obras enciclopédicas de mayor influjo y difusión, hasta época reciente 141. En cambio, es muy probable que, desde antes de 1931, conociera los escritos de algunos autores contemporáneos de espiritualidad que venían destacando la importancia de la filiación divina, entre ellos el beato Columba Marmión (1858-1923), en el libro Jesucristo en sus misterios, publicado originalmente en francés en 1919 y traducido enseguida a varios idiomas 142. En esta obra, que alcanzó pronto amplia difusión, escribe que no entenderemos nada del cristianismo mientras no estemos convencidos de que lo fundamental de él consiste en el estado de "hijos de Dios" por la participación, por medio de la gracia santificante, en la eterna filiación del Verbo encarnado (...). Toda la vida cristiana, como toda la santidad, se reduce a ser por gracia lo que Jesús es por naturaleza: Hijo de Dios 143. Es patente la convergencia de san Josemaría con esta idea central del beato Columba, pero el solo hecho de que sea anterior no basta para afirmar que haya habido un influjo. Puede haber ocurrido algo semejante a lo que sucede en relación con santa Teresa de Lisieux, a quien el joven sacerdote tenía gran devoción 144. Su sintonía con el "caminito de infancia espiritual" de la santa carmelita es clara; sin embargo, es una sintonía que descubre sólo después de haber recibido él mismo las luces que le han llevado a apoyar su vida espiritual en la filiación divina, con rasgos propios. En sus Apuntes íntimos, anota al respecto: Yo no he conocido en los libros el camino de infancia [de santa Teresita] hasta después de haberme hecho andar Jesús por esa vía 145. Según Pedro Rodríguez, la "infancia espiritual" que san Josemaría vive y propone a los lectores [de Camino], no es sólo, ni antetodo, pequeñez, humildad de la criatura ante Dios, sino, radicalmente, gozo y seguridad ante la paternidad de Dios-Padre, y modo de vivir la filiación divina del "niño" (vid. en este sentido el punto 860 [de Camino], que es definitorio), que ve en Jesús a su Hermano mayor 146. Como observa Illanes, varios de los textos en los que san Josemaría habla de la filiación divina están situados en un contexto de vida de infancia 147. Sin embargo, prosigue el mismo autor, es preciso distinguir: el sentido de la filiación divina y la vida de infancia, aunque puedan tener, y tengan, muchas relaciones entre sí, no se identifican, ni en general ni en la enseñanza de san Josemaría 148. Una cosa es saberse "hijos pequeños" de Dios –lo que ciertamente es un rasgo del espíritu de filiación divina–, y otra es seguir un concreto camino de infancia espiritual en la vida interior (por ejemplo, el "caminito de infancia" de santa Teresa de Lisieux). San Josemaría distinguía las dos cosas y señalaba que el modo de vivir como hijo pequeño de Dios no era único y el mismo para todos. Primero aconseja: Haceos niños delante de Dios. Sólo así sabremos ser hombres muy maduros en la tierra, porque a través de nuestra sencillez obrará la mano de Dios con su fortaleza y seguridad. Niños delante de Dios, con entera confianza, como el pequeño confía en su madre; no se preocupa del mañana ni de otra cosa: su madre vela por él. Dios vela por nosotros, si somos sencillos 149. Pero a la hora de concretar más ese trato de hijos pequeños, señala: De ordinario me abandono, procuro hacerme pequeño y ponerme en los brazos de la Virgen. Le digo al Señor: ¡Jesús, hazme un poco de sitio! ¡A ver cómo cabemos los dos en los brazos de tu Madre! Y basta. Pero vosotros seguid vuestro camino: el mío no tiene por qué ser el vuestro (...) ¡viva la libertad! 150 Estas breves consideraciones no permiten llegar a una conclusión acerca de influencias de otros autores en san Josemaría. Habría que examinar también, por ejemplo, la revista "Vida sobrenatural" promovida por el dominico Juan González-Arintero que, ya desde su aparición en 1921, se interesa por la filiación divina y era bien conocida por Josemaría Escrivá de Balaguer, así como otras fuentes. Un tal estudio excede nuestras posibilidades. De todas formas, lo que hemos señalado más arriba puede ser suficiente para proponer como hipótesis que las posibles influencias hay que buscarlas, más que en el terreno de la teología especulativa, en autores contemporáneos de espiritualidad. En todo caso, la fuente primordial es directamente la Sagrada Escritura, leída y meditada con las luces que Dios le iba dando para abrir un camino de santidad en medio del mundo. Antes de concluir señalemos que es más fácil indicar los influjos en la dirección opuesta: la enseñanza de san Josemaría ha despertado el interés por el estudio teológico de la filiación divina adoptiva y del lugar que le corresponde en la vida espiritual. Existen varias obras que, sin estar dedicadas al mensaje de san Josemaría, han tenido en él su origen, como los mismos autores señalan 151. Más numerosos son los estudios sobre la filiación divina en su predicación 152. 2.2. Elementos doctrinales de la noción de filiación divina sobrenatural En el espíritu de vida cristiana basado en la filiación divina, que transmite san Josemaría, late una doctrina sobre esta realidad cuyos principales elementos trataremos de describir a continuación. 1. Órdenes de filiación. El primer punto y el más elemental es la proclamación de que todos los hombres son hijos de Dios 153: no sólo los bautizados, ni sólo los que viven en estado de gracia santificante, sino todos los hombres, porque todos proceden de Dios a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1, 26-27; Gn 5, 1). Esta filiación se ordena, sin embargo, a otra más excelente: hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios 154. Es la filiación divina sobrenatural, propia de quienes poseen la vida sobrenatural, que no se transmite por generación humana sino que es un don ulterior. Es la filiación de aquellos que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios (Jn 1, 13). El cristiano nace a esta filiación sobrenatural cuando recibe la vida sobrenatural en el Bautismo. Por la gracia bautismal he mos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina, la dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente 155. La infusión de la gracia santificante confiere una semejanza con Dios de orden absolutamente superior a la que ya se tenía como persona, por la naturaleza humana. El hombre, en estado de gracia, está endiosado 156. La Santísima Trinidad nos constituye miembros de su familia 157; adquirimos la nueva condición de hijos, de modo que podemos mirar a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, sabiéndonos partícipes de la vida divina 158. Esta filiación sobrenatural llegará a su plenitud en la gloria, al recibir una nueva y superior semejanza con Dios, según las palabras de san Juan: Ya ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como es (1Jn 3, 2). Por eso la santidad en la gloria no es otra cosa que la plenitud de la filiación divina 159. San Josemaría considera, como se ve, tres órdenes de filiación divina: uno de todo hombre, otro "sobrenatural", propio de quienes se encuentran en estado de gracia santificante, y un tercero que es la plenitud de este último en la gloria. Santo Tomás explica así los diversos órdenes de filiación: En Dios Padre y en Dios Hijo se realiza perfectamente el concepto de paternidad y el de filiación, porque el Padre y el Hijo tienen una misma naturaleza y una misma gloria. Pero en las criaturas la filiación respecto a Dios no se encuentra según toda su perfección, ya que una es la naturaleza del Creador y otra la de la criatura, sino en virtud de alguna semejanza. Cuanto más perfecta sea la semejanza, tanto más se aproximará la filiación a su verdadero concepto. Se llama a Dios Padre de las criaturas [no racionales] por una semejanza que no es más que huella o vestigio (...). De las racionales se le llama Padre en virtud de una semejanza de imagen (...). Pero además es Padre de algunos por la semejanza de la gracia, y a estos se les llama hijos adoptivos (...). Por último es Padre de algunos por la semejanza de la gloria 160. En otro lugar, hace ver que hay tanta diferencia entre la filiación a Dios propia de todo hombre por ser criatura racional y la filiación adoptiva sobrenatural, que la primera es metafórica, porque los hombres no han sido "engendrados" por el Padre análogamente a como es engendrado el Hijo en el seno de la Santísima Trinidad, sino que han sido "creados ex nihilo" 160 bis. En cambio, la filiación adoptiva sobrenatural es filiación en sentido propio, analógico (el hombre es realmente engendrado a la vida sobrenatural, hecho hijo en el Hijo, como veremos a continuación). 2. La filiación sobrenatural: hijos en el Hijo. ¿Cómo se relaciona la filiación divina del cristiano con la filiación del Verbo? Veamos un pasaje representativo de la concepción que subyace a la enseñanza de san Josemaría: Por la gracia bautismal hemos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina, la dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente: y si el pecado destruyó ese prodigio, la Redención lo reconstruyó de modo aún más admirable (Missale Romanum, Ordo Missae), llevándonos a participar todavía más estrechamente de la filiación divina del Verbo 161. El texto nos parece representativo, como decíamos, por dos motivos: a) Porque se refiere a la filiación divina del cristiano como "participación" de la filiación divina del Verbo. San Josemaría no cita aquí a santo Tomás, pero indudablemente es el marco de referencia. El Doctor Angélico explica, en efecto, que el Verbo se dice Unigénito de Dios por naturaleza, pero Primogénito en cuanto de su filiación natural se deriva a muchos la filiación por cierta semejanza y participación 162. Entiende la filiación divina sobrenatural como participación de la Filiación subsistente (el Hijo), de modo que, cuando se dice que el cristiano es "hijo de Dios" no se ha de pensar que lo es "al lado del Hijo" sino, más profundamente, unido al Hijo, formando con Él como un solo Hijo. La doctrina de santo Tomás en este punto es un instrumento valioso para comprender que el cristiano es "hijo en el Hijo" –un hijo que está "presente en el Hijo"; o un hijo "en el que está presente el Hijo"–, expresión de raigambre bíblica y patrística, empleada también por el Magisterio de la Iglesia 163. Según el biblista Scott Hahn, para san Josemaría, la divinización es el proceso por los que los cristianos se hacen "hijos en el Hijo": hijos de Dios por la incorporación en el Hijo Eterno de Dios. Somos hijos porque Cristo ha compartido su propia filiación divina con nosotros. Nuestra filiación es más que una mera imitación de Cristo; es más que la transferencia legal de un título; más que un actuar "como si" fuéramos hijos de Dios. La nuestra es una participación metafísica en la Unigenidad de Cristo 164. b) El segundo motivo por el que tiene especial interés el texto que comentamos, es la afirmación de que la Encarnación redentora del Hijo nos ha llevado a participar "todavía más estrechamente" de la filiación divina del Verbo. Es evidente la referencia a un modo (hipotético) de Redención, en el que Dios nos hubiera hecho partícipes de la filiación divina sin que el Verbo se encarnara. Efectivamente, para hacernos hijos de Dios, la Encarnación no era necesaria. El "motivo" de la Encarnación es, para san Josemaría, la redención del pecado. No obstante, la grandeza del don de la filiación divina es más admirable gracias a la Encarnación, porque el hecho de que el Hijo de Dios haya asumido la naturaleza humana nos permite "participar todavía más estrechamente" de la filiación divina del Verbo: con una connaturalidad o familiaridad basada no sólo en nuestra participación en la naturaleza divina sino también en su participación en la naturaleza humana. 3. Filiación "adoptiva". Pasemos ahora a considerar que la filiación divina del cristiano es "adoptiva" (cfr. Rm 8, 15.23; Ga 4, 5; Ef 1, 5). San Josemaría lo recuerda a menudo, con ocasión de estos y de otros textos 165. Es "adoptiva" porque el cristiano no la tiene por naturaleza (es un don posterior al nacimiento humano) y no es idéntica sino análoga a la filiación "natural" del Hijo Unigénito. Pero la adopción sobrenatural trasciende completamente la adopción entre los hombres. Ésta última es un acto jurídico que no implica una transmisión de la vida del padre al hijo –sólo ante la ley el adoptado es hijo de quien lo adopta–, mientras que la adopción sobrenatural constituye realmente en miembros de la familia de Dios (Ef 2, 19), porque los adoptados son hechos partícipes de la naturaleza divina 166. Por eso la filiación adoptiva tiene algo de la filiación natural, como dice Scheeben, que prosigue: Por no ser nosotros meros hijos adoptivos, sino miembros del Hijo natural, entramos realmente como tales en la relación personal en que se halla el Hijo de Dios respecto de su Padre 167. En esta misma línea escribe Fernando Ocáriz, comentando a san Josemaría: No sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos; no sólo Dios, en un derroche de bondad, quiere que le tratemos como a un padre, sino que en un derroche incomparablemente mayor de su amor, nos adopta como hijos suyos en sentido estricto, aunque limitado, parcial; por participación de la Única Filiación divina en sentido estricto: la que constituye la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo Unigénito del Padre: "Ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto" (1Jn 3, 1) 168. 4. Hijos del Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo. La adopción sobrenatural es, por su origen, obra de las tres Personas divinas en la unidad de su substancia, de su amor, de su acción eficazmente santificadora 169. Su efecto en el hombre adoptado es una propiedad personal 170 que consiste en una relación sobrenatural con Dios: una relación con cada una de las tres Personas en su distinción mutua. San Josemaría lo expresa cuando afirma que Dios ha querido introducir a todos los hombres en la vida divina 171, o que hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo 172. Esto se traduce, en la vida espiritual de un hijo de Dios, en que puede distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas 173: mantener un trato "personal" con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. De ahí que, para ilustrar este punto de su enseñanza, algunos autores se sirvan de la concepción teológica que describe la adopción sobrenatural como una cierta "introducción" en la Santísima Trinidad. Escribe, por ejemplo, Fernando Ocáriz: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en la unidad de su acción ad extra, nos santifican, nos adoptan como hijos de Dios. Pero el término –por tanto, en nosotros– de esa única acción divina eficiente es precisamente nuestro endiosamiento, nuestra verdadera introducción en la Vida divina 174. Johannes Stöhr emplea términos semejantes: El cristiano es, en cierta manera, acogido en la comunidad familiar de Dios, en el misterio de la vida trinitaria. (...) Adquiere una relación personal con cada una de las tres Personas divinas 175. Si consideramos la Vida íntima de la Santísima Trinidad como el eterno actuarse de las procesiones intratrinitarias –la generación del Hijo por el Padre, y la espiración del Espíritu Santo por el Padre y el Hijo–, podemos concebir la "introducción" del cristiano en esa Vida como un misterioso tomar parte en esas procesiones. En efecto, las tres Personas "vienen" a inhabitar en el alma que se abre al don de la vida sobrenatural, según las palabras del Señor: Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada dentro de él (Jn 14, 23) 176. Las Personas divinas "vienen" al alma porque el Hijo y el Espíritu Santo son enviados por el Padre para introducir al cristiano en la comunión trinitaria como hijo del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo 177 . Conviene advertir que también es usual esta otra expresión: "hijos del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo". En este caso se quiere decir que por el envío del Hijo hecho hombre hemos recibido el Espíritu Santo (es decir, gracias a la Redención obrada por Cristo ha sido enviado el Paráclito). Por Cristo y en el Espíritu Santo, el cristiano tiene acceso a la intimidad de Dios Padre (Es Cristo que pasa, 116). Las dos expresiones reflejan aspectos diversos del misterio de la salvación. Emplearemos una u otra según los casos. La filiación adoptiva es así, en primer lugar, filiación al Padre; esto significa que en la vida espiritual podemos entretenernos confiadamente con Él, como un hijo charla con su padre 178. En segundo lugar, es participación en la Filiación del Hijo, lo cual es fundamento del trato fraterno con Él: somos Hijos de Dios, hermanos del Verbo hecho carne 179. En tercer lugar, implica una relación personal con el Espíritu Santo. Siendo un nacimiento, una generación sobrenatural como hijos del Padre en el Hijo, la filiación divina se nos da "por el envío del Espíritu Santo" e implica una participación en el mismo Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo como Don mutuo (non quomodo natus, sed quomodo datus, no como quien nace sino como quien es dado, según la expresión de san Agustín 180). La Tercera Persona de la Santísima Trinidad, recuerda san Josemaría citando unas palabras de san Cirilo de Alejandría, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera (...) por la comunicación de sí 181. El cristiano, por esa comunicación del Espíritu Santo, es hecho don al ser hecho hijo del Padre en el Hijo: don del Padre al Hijo y del Hijo al Padre (cfr. Hb 2, 13) en el Espíritu Santo. De ahí que la vida propia de un hijo de Dios consista en el don completo de sí: una vida de amor, participación de la caridad infinita, que es el Espíritu Santo 182. Esto se realiza con el concurso de la libertad. En la medida que el cristiano secunda los impulsos del Espíritu a entregarse por amor a la Voluntad del Padre, se hace "más espiritual", al ser más íntima su relación con el Espíritu. Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro 183. 5. Hijos de Dios en Cristo. Consideremos ahora, como último aspecto, que la vida de los hijos de Dios nos es dada en Cristo: por medio de su santísima Humanidad. Es participación de la plenitud de gracia de Jesucristo en cuanto hombre y conlleva una participación en su sacerdocio. Al pecado del primer hombre, por el que perdió la vida sobrenatural y la filiación divina adoptiva, se han sumado los pecados de toda la humanidad, pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, aunque estábamos muertos por nuestros pecados, nos dio vida en Cristo (Ef 2, 4-5). Adán no quiso ser un buen hijo de Dios, y se rebeló. Pero se oye también, continuamente, el eco de ese felix culpa –culpa feliz, dichosa– que la Iglesia entera cantará, llena de alegría, en la vigilia del Domingo de Resurrección (Pregón pascual). Dios Padre, llegada la plenitud de los tiempos, envió al mundo a su Hijo Unigénito, para que restableciera la paz; para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, liberados del yugo del pecado, hechos capaces de participar en la intimidad divina de la Trinidad. Y así se ha hecho posible a este hombre nuevo, a este nuevo injerto de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar a la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 5-10), que los ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20) 184. El designio divino de otorgarnos la filiación sobrenatural se ha realizado mediante la Encarnación del Hijo, que se hizo hombre a fin de introducir a todos los hombres en la vida divina 185. Jesucristo nos ha elevado a su nivel, al nivel de los hijos de Dios, bajando a nuestro terreno: al terreno de los hijos de los hombres 186. El Hijo de Dios ha entrado en la familia humana asumiendo nuestra naturaleza y así se ha unido en cierto modo a todo hombre 187. De este modo puede comunicar a todos la vida divina, porque el Espíritu Santo ha llenado de gracia su Humanidad (cfr. Jn 1, 14), y de su plenitud recibimos todos, gracia sobre gracia (Jn 1, 16). La gracia o vida sobrenatural que el Paráclito infunde en el cristiano es gratia Christi 188: una participación de la gracia de la Humanidad del Verbo, que el Espíritu Santo comunica asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús 189. Y como tal nos hace también partícipes de su sacerdocio y nos permite obrar como miembros suyos para la salvación de los hombres. Hechos hijos de Dios y partícipes del sacerdocio de Cristo, no ya "junto a Él" o a su lado, sino "en Él", unidos vitalmente a Él por medio de su Humanidad Santísima, de modo análogo a como los miembros del cuerpo están unidos a la cabeza, en cierto sentido formamos con Cristo y en Él un mismo Hijo del Padre 190. Toda la intimidad divina se nos abre en Él, y sin Él ninguna participación en la Filiación nos es dada, porque Él, Cristo –Dios y Hombre–, es esa Filiación en cuanto Dios y la posee plenamente –por la unión in Persona– en cuanto Hombre. Cristo es el Unigénito del Padre, y nosotros somos hijos de Dios en la medida en que somos el mismo Cristo, ipse Christus 191. Esta última expresión, muy querida por san Josemaría, como veremos en el siguiente apartado, nos sitúa ya ante el núcleo de su aprehensión de este misterio. 2.3 El cristiano "otro Cristo", "el mismo Cristo" La contemplación del misterio de la filiación divina adoptiva lleva a san Josemaría a llamar al cristiano "alter Christus" e incluso "ipse Christus". Son expresiones recurrentes en sus escritos 192 que, si bien no carecen de precedentes en la tradición cristiana, revisten características peculiares en su predicación. Según Antonio Aranda, autor de los estudios más detallados sobre el tema 193, la consideración del cristiano como "alter Christus, ipse Christus" en san Josemaría tiene un origen específico en su "experiencia teologal" 194 y, en este sentido, "procede sólo en parte de la multiforme tradición católica" 195. 2.3.1 "No ya alter Christus sino ipse Christus" Que el cristiano en gracia es "otro Cristo" –christianus, alter Christus– es una afirmación relativamente frecuente en la literatura cristiana. Aunque literalmente no se encuentra en los Padres, según un estudio de R. Gerardi 196, suele afirmarse que se remonta a la patrística. Así, por ejemplo, Scheeben: "Christianus alter Christus, dijo un antiguo Padre de la Iglesia. Quod homo est –escribe san Cipriano (De idolorum vanitate, 2)–, esse Christus voluit, ut et homo possit esse, quod Christus est" 197. Como se ve, la cita del santo de Cartago no contiene literalmente la expresión. Más próximas al "alter Christus" son otras palabras de la misma obra: "Quod est Christus erimus christiani, si Christum fuerimus imitati" 198. Un ejemplo de atribución patrística de la expresión es el comentario de Cornelio a Lapide (†1637) a Rm 13, 14 ("revestíos del Señor Jesucristo"), en el que interpreta un texto de san Juan Crisóstomo en este sentido: "Unde S. Chrysostomus: "induire, ait, Christum, est undique in nobis per sanctimoniam et mansuetudinem Christum conspicuum esse. Homo enim indutus id esse videtur, quod indutus est: appareat itaque in nobis Christus". Christianus ergo quasi viva imago, viva forma, vivus habitus Christi sit oportet, imo sit alter quasi Christus ut in eius vita, gestu, habitu et moribus omnes se Christum videre putent" 199. En los maestros de espiritualidad no es raro encontrar fórmulas equivalentes. Citamos un ejemplo de la escuela francesa del XVII. San Juan Eudes escribe que "el cristiano es un miembro o como una extensión de Jesús, o mejor, otro Jesús" 200. En el siglo xx, el Beato Columba Marmión emplea con cierta frecuencia la expresión christianus, alter Christus 201, y otro autor contemporáneo, Raoul Plus, explica así su sentido: "se dice: christianus, alter Christus: el cristiano es otro Cristo, y nada más verdadero. Pero es preciso no equivocarse. "Otro" no significa aquí "diferente". No somos otro Cristo diferente del Cristo verdadero. Estamos destinados a ser el Cristo único que existe: Christus facti sumus, según dice san Agustín. No hemos de hacernos una cosa distinta de él: hemos de convertirnos en él" 202. Volveremos a encontrar el texto agustiniano al hablar de los precedentes del uso del "ipse Christus" para designar al cristiano. El Magisterio pontificio reciente aplica con frecuencia la expresión "alter Christus" al sacerdote, pero también a todo cristiano. "Si cada bautizado es alter Christus, el sacerdote lo es por un nuevo título..." 203. Los textos citados orientan sobre el significado del "christianus, alter Christus" en la tradición espiritual. Al hablar de este modo se quiere poner de relieve que el cristiano es a la vez humano y divino, a semejanza de Cristo, porque participa de la naturaleza humana y de la divina 204. También se dice que es "otro Cristo" porque, ungido en el Bautismo y en la Confirmación, participa en el sacerdocio de Cristo para cooperar en la redención de los hombres. Más propiamente se llama "otro Cristo" al cristiano que de hecho procura reflejar en su conducta la vida del Señor y se esfuerza por ejercer su sacerdocio en la misión apostólica. Este es el sentido que tiene la expresión en san Josemaría. Kurt Koch observa que "Escrivá empleaba a propósito esta terminología que algunas líneas de la tradición católica habían reservado al sacerdote ordenado. Precisamente de este modo quería expresar que todos los bautizados y confirmados están llamados a la santidad y que en la Iglesia no hay santidad de primera y segunda clase" 205. No nos detenemos más en el "alter Christus" porque todo lo que implica está comprendido en el "ipse Christus", que glosaremos a continuación. San Josemaría escribe, en efecto, que el cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 206 El concepto no es nuevo 207. De algún modo está presente en muchos autores que han sentido la necesidad de subrayar que el cristiano no sólo "se parece" a Cristo, sino que, si está en gracia, "es Cristo" porque su vida sobrenatural no es distinta de la del Señor, sino participación de la misma Vida de su Humanidad santísima y porque, de algún modo, Cristo está presente en él. "No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20), escribe san Pablo. Haciéndole eco, reitera san Josemaría: puede afirmar que "el cristiano es Cristo" 208. La relación con el Señor no es la mera adhesión del discípulo al maestro, ni el seguimiento de un líder humano. Ciertamente, el cristiano ha de seguir a Jesús, respondiendo a su invitación –"Ven y sígueme" (Mt 9, 9)–, y ha de tomarle como modelo. Pero el significado bíblico de los términos muestra que ese seguimiento es más que una imitación 209. Implica una misteriosa comunión de vida que excede los parámetros de cualquier relación simplemente moral, por profunda que pueda imaginarse. No consiste sólo en aplicar las enseñanzas de Jesús a la propia existencia, ni se agota en la decisión de entregarse a compartir su suerte. Abarca todas esas ambiciones, pero va más lejos: es un vivir su misma vida sobrenatural, y por eso san Josemaría habla de "identificación con Cristo" y dice que el secreto de la vida cristiana consiste en "seguir a Cristo hasta identificarse con Él". Leamos un texto en el que describe el núcleo de la santidad y del apostolado. Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm 13, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo 210. El comentario de Fernando Ocáriz ayuda a penetrar en la densidad de estas palabras: "El camino de nuestra entrada en la intimidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es seguir a Cristo, pero de tal modo que no sólo le imitemos, sino que lleguemos a identificarnos con Él. Sólo así Nuestro Señor es Primogénito entre muchos hermanos sin dejar de ser el Unigénito del Padre: nosotros no somos hijos del Padre cada uno por su cuenta –por decirlo de algún modo–, sino que somos hijos del Padre porque somos Cristo, sin dejar de ser nosotros mismos" 211. En las citas anteriores se puede ver que san Josemaría emplea las expresiones "ipse Christus" e "identificación con Cristo" en dos sentidos conectados entre sí, que nos interesa distinguir para comprender mejor su contenido: 1) como un hecho derivado del Bautismo, y 2) como un proceso que exige correspondencia a la gracia. En primer lugar, un hecho: el cristiano ha sido identificado con Cristo, por el Bautismo 212. La transformación operada por la gracia bautismal es una cristificación que constituye a la persona en hijo de Dios en Cristo y puede llamarse "identificación con Cristo". En segundo lugar, un proceso: san Josemaría habla de esa identificación como de un apropiarse de las virtudes de Cristo, de sus mismos sentimientos, propósitos y deseos. Dice: Hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en la propia, de manera que pueda decirse que el cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 213 En consecuencia, para san Josemaría el cristiano "es" ipse Christus por el Bautismo, pero a la vez "debe ser" ipse Christus por su correspondencia libre a la gracia, esto es, por su respuesta de amor al Amor. Para santo Tomás, "por el amor [de amistad], el amante se hace uno con el amado" 214, y en este sentido se dice que el amigo es "alter ipse" 215. La amistad con Cristo identifica con Él. La identificación, que ha comenzado con la infusión de la gracia santificante, crece por el amor en quien es dócil al Espíritu Santo. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rm 8, 14) 216. San Josemaría subraya la necesidad de la cooperación del cristiano en este proceso. No es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20). La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas 217. Al principio del capítulo nos pareció conveniente anticipar, para evitar equívocos, que "identificación con Cristo" no implica confusión entre Cristo y el cristiano. Ahora podemos comprobarlo en los textos citados. En san Josemaría está claro –resulta ocioso decirlo– que Jesús y el cristiano son dos personas distintas: Jesucristo es la segunda Persona de la Trinidad, el cristiano es una persona humana y además pecador. La distancia es infinita. Sin embargo, esta distinción no impide que se pueda hablar de una cierta identificación. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo 218. Se puede decir con Schmaus que "el cristiano es Cristo sin dejar por eso de ser él mismo" 219. 2.3.2 Fundamento y precedentes de la expresión No es nuevo afirmar que el cristiano "es Cristo" o que ha de "identificarse con Cristo". No lo ha inventado san Josemaría, como veremos con diversos ejemplos. Cuando se expresa de este modo, refleja el núcleo del misterio cristiano con fidelidad a las fuentes de la Revelación y en continuidad con la tradición. Lo "nuevo", si se quiere hablar así, es que predica esa identificación con Cristo a todos los cristianos, que la muestra accesible en la vida ordinaria y que enseña a fundar la vida espiritual en la conciencia de ser hijo de Dios: de ser Cristo. En las obras contemporáneas de teología sistemática, las expresiones que comentamos no son frecuentes. Es posible que esto se deba, por un lado, al hecho, ya mencionado, de que la filiación divina ha estado poco presente en la reflexión teológica de los últimos siglos. Por otro, hay que recordar que algunos autores, antiguos y recientes, han hablado de la unión del cristiano con Cristo de un modo que se presta a confusión 220. Como de ahí podría caer una sombra de sospecha sobre la conveniencia de estas expresiones, interesa mostrar con más detalle sus raíces en la Sagrada Escritura y en la tradición espiritual de la Iglesia. En el Nuevo Testamento, la unión con Jesucristo es una unión vital, como la que existe entre la vid y los sarmientos (cfr. Jn 15, 1-7), que comporta una cierta inmanencia mutua: como la vid está presente en los sarmientos y éstos se encuentran en la vid, así el Señor está en los suyos y los suyos en Él. Cristo les comunica la vida sobrenatural, y ellos la reciben y permiten que fructifique en la medida de su unión con la vid: "Permaneced en mí y yo en vosotros (...). El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto" (Jn 15, 4-5). La realidad significada por esta imagen adquiere todo su peso a la luz de las palabras con las que el Señor compara la unión de los discípulos con Él a su propia unión con el Padre en el seno de la Santísima Trinidad: "yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros" (Jn 14, 20). Este misterio se nos hace "tangible", por así decir, en la Sagrada Eucaristía: "Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él. Así como el Padre que me ha enviado vive y yo vivo por el Padre, así quien me come también vivirá por mí" (Jn 6, 56-57) 221. Jesucristo está sustancialmente presente en la Eucaristía con su Humanidad y viene al cristiano que le recibe. Esa presencia se verifica mientras están presentes las especies eucarísticas. Cuando éstas desaparecen, deja de estar en el cristiano con la sustancia de su Humanidad. Por tanto, no es éste el modo de presencia por el cual se puede afirmar que el cristiano "es Cristo" en todo momento. Ha de ser otro, de género diverso (una presencia no por la sustancia de su Humanidad sino por su acción, como veremos después) 222. La doctrina sobre la unión con Cristo y su presencia en el cristiano, que se halla especialmente en el Evangelio de san Juan, la encontramos iluminada con matices peculiares en las Cartas de san Pablo. Para mostrar la íntima compenetración del cristiano con Cristo, utiliza con frecuencia la expresión "en Cristo Jesús", u otras equivalentes, que aparecen más de 150 veces en sus epístolas 223. Los cristianos han sido "creados en Cristo Jesús" (Ef 2, 10), elegidos en Cristo (cfr. Ef 1, 4), "llamados en el Señor" (Flp 3, 14), "viven" en Cristo (cfr. Rm 6, 11; Ga 2, 20), "son" en Cristo Jesús (cfr. 1Co 1, 30; 2Co 5, 17; Rm 16, 7.11; Ga 3, 28). Igualmente afirma que Cristo "está" en el cristiano (cfr. Rm 8, 10; 2Co 13, 5; Col 1, 27) y "se forma" en él (Ga 4, 19). En otras ocasiones, esa unión se expresa con los términos "con Cristo", "por Él" y "para Él": por ejemplo, "sepultados con Cristo" (Rm 6, 4; Col 2, 12), "vivificados y resucitados con Cristo" (Ef 2, 5-6), salvados por Cristo (cfr. Rm 5, 9), creados para Él (cfr. 1Co 8, 6; Col 1, 16), hechos hijos de Dios por Cristo (cfr. Ef 1, 5), etc. Otras veces, en fin, se describe la unión del cristiano con Cristo mediante la imagen de la cabeza y el cuerpo: los cristianos son "miembros de Cristo" (1Co 6, 15; 1Co 12, 27), "cuerpo de Cristo" (Ef 1, 13; Ef 4, 12; Ef 5, 30; Col 1, 24; Rm 12, 5) 224. La presencia de Cristo en el cristiano que implica esta unión vital es el núcleo del "misterio" predicado con gozo por el Apóstol: "que Cristo está en vosotros y es la esperanza de la gloria" (Col 1, 27). Pasemos ahora a la Tradición patrística. Recordemos en primer lugar, siguiendo un orden cronológico, lo que escribe san Ignacio de Antioquía a los cristianos en el siglo ii: "sois portadores de Cristo" 225. Por el contexto es patente que no se refiere sólo al momento de haber recibido la Eucaristía. Tampoco se está limitando a señalar que el cristiano ha de ser mensajero de la doctrina de su Maestro. Dice que es "portador de Cristo" porque Jesús está presente en él, no como lo está en la Eucaristía (sustancialmente), ni sólo por su doctrina, sino de otro modo (cuya explicación queda como tarea abierta para la teología). Algo semejante vale para muchos textos patrísticos de diversas épocas, tanto de Oriente como de Occidente, en los que se afirma que Cristo está presente en el cristiano, e incluso que el cristiano "es Cristo". Estos pasajes se han entendido frecuentemente de un modo débil, refiriéndolos a una presencia de la doctrina de Cristo o a un reflejo de sus virtudes. Pero esta reducción no hace justicia a la fuerza de los textos. Citemos algunos que permiten ver que las expresiones "ipse Christus" e "identificación con Cristo" se encuentran en la misma línea. Comentando las palabras "he ahí a tu hijo" (Jn 19, 26), que Jesús dirige a María desde la Cruz, escribe Orígenes (†255 aprox.): "Si María no ha tenido más hijos que Jesús, y Jesús dice a su Madre: he ahí a tu hijo, y no he ahí otro hijo, entonces es como si Él dijera: ahí tienes a Jesús a quien tú has dado la vida. Efectivamente, quien es perfecto no vive para sí, sino que Cristo vive en él (cfr. Ga 2, 20). Y puesto que en él vive Cristo, de él dice Jesús a María: He ahí a tu hijo, a Cristo" 226. Este antiguo texto es un testimonio admirable de la convicción de que Cristo está presente en el cristiano (evidentemente, para Orígenes, san Juan representa a todo discípulo del Señor). San Cirilo de Jerusalén (†386 aprox.) considera que en el bautizado hay una imagen de Cristo que no está separada del ejemplar sino que existe precisamente porque el cristiano es partícipe de Cristo. Por este motivo puede ser llamado "cristo", sin más apelativos: "Bautizados en Cristo y revestidos de Cristo, habéis sido hechos semejantes al Hijo de Dios. Porque Dios nos predestinó a la adopción, nos hizo conformes al cuerpo glorioso de Cristo. Hechos, por tanto, partícipes de Cristo, con toda razón os llamáis cristos; y Dios mismo dijo de vosotros: no toquéis a mis cristos. Fuisteis convertidos en Cristo al recibir el signo del Espíritu Santo" 227. El fundamento por el cual llama al cristiano Cristo no es en último término la semejanza, sino una realidad más profunda de la que nace la semejanza. San Gregorio de Nisa (†394) se refiere a esta realidad mostrando el ejemplo de san Pablo, a quien fue concedida una intensísima conciencia de la presencia de Cristo en él: "pues lo imitó de una manera tan perfecta que mostraba en su persona una reproducción del Señor ya que, por su gran diligencia en imitarlo, de tal modo estaba transformado en el mismo ejemplar, que no parecía ya que hablaba Pablo, sino Cristo, tal como dice él mismo, completamente consciente de su propia perfección: Tendréis la prueba que buscáis de que Cristo habita en mí. Y también dice: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí" 228. Una lectura atenta permite ver que el texto no afirma que la presencia de Cristo en Pablo consistiera sólo en que éste lo imitaba, sino que al imitarlo se manifestaba la presencia de Cristo en él. El autor de la antigua homilía In sabbato magno 229 trata de imaginar el diálogo entre el Señor, que desciende a los infiernos después de su muerte en la Cruz, y Adán como representante de cada hombre en espera de la liberación del pecado y de la vida nueva en Cristo: "A ti te mando: Despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mí, y yo en ti, formamos una sola e indivisible persona" 230. Estas últimas palabras expresan una misteriosa compenetración con Cristo, por la que Él está presente en el cristiano, y el cristiano en Cristo. San Cirilo de Alejandría (†444), comentando las palabras "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos" (Jn 15, 5), considera las misiones del Hijo y del Espíritu Santo y habla abiertamente de una presencia de Cristo en cuanto hombre en el cristiano. Escribe: "Los que están unidos a Él e injertados en su persona, vienen a ser como sus sarmientos y, al participar del Espíritu Santo, comparten su misma naturaleza (pues el Espíritu de Cristo nos une con Él). La adhesión de quienes se vinculan a la vid consiste en una adhesión de voluntad y de deseo; en cambio, la unión de la vid con nosotros es una unión de amor y de presencia (...). De qué modo nosotros estamos en Cristo y Cristo en nosotros nos lo pone en claro el evangelista Juan al decir: En esto conocemos que permanecemos en Él, y Él en nosotros: en que nos ha dado su Espíritu" 231. Es decir, el Espíritu Santo enviado hace presente de algún modo a Cristo en cuanto hombre en aquellos a los que comunica su gracia. San Agustín (†430), que tan profundamente expone el misterio del Cuerpo místico –"Christus totus, caput et corpus" 232– insiste en que Cristo está presente en el cristiano y le llama simplemente "Cristo": "Felicitémonos y demos gracias, pues hemos venido a ser no solamente cristianos, sino Cristo; admirémonos, saltemos de júbilo, pues hemos llegado a ser Cristo" 233. En otro lugar escribe: "Derramando su sangre, el Cordero inmaculado nos redimió, incorporándonos a sí mismo, haciéndonos miembros suyos, para que en Él también nosotros seamos Cristo" 234. Y exponiendo Jn 17, 26, comenta: ""Yo en ellos", como si dijera: porque yo mismo estoy en ellos. De un modo está en nosotros como en su templo. De otro porque nosotros somos Él (quia nos ipse sumus), en cuanto que al hacerse hombre para ser nuestra Cabeza, nosotros somos su Cuerpo" 235. Prolonguemos aún estos testimonios patrísticos con algunos ejemplos de la literatura teológica posterior, procedentes de grandes maestros de vida espiritual, bien conocidos por Josemaría Escrivá de Balaguer. Capítulo aparte merecerá santo Tomás, a quien nos referiremos por extenso en el apartado sucesivo 236. El siguiente texto de La vida en Cristo, de Nicolás Cabasilas (1320-1391, aprox.), hace honor a la tradición oriental. "[La unidad con Cristo] supera toda unidad que se nos antoje expresar en símbolos de criatura. Por esta causa los Libros Santos se sirvieron de muchos símbolos para significar dicha unión, no bastando uno solo: el Huésped y la Casa. El Sarmiento y la Vid. El Desposorio. La Cabeza y los Miembros, sin que ninguno enteramente la exprese, por ser incapaces de captar su contenido exacto. (...) Los miembros están unidos a la cabeza, viven a ella vinculados, y su separación lleva consigo la muerte. Mas los cristianos viven más unidos a Cristo que a su propia cabeza, y viven más realmente de Él que de la unión que los liga a su cabeza. Ejemplo de esto son los Santos Mártires, que afrontaron gustosos la muerte y no queriendo ni oír hablar de su separación de Cristo, ofrecieron al verdugo su cabeza y sus miembros con alegría (...). Pero hay algo todavía más admirable: ¿Hay algo más unido que uno consigo mismo? Pues aún esta intimidad queda lejos de aquella unión. Cada una de las almas santas es una e idéntica a sí y, no obstante, está más unida al Salvador que a sí misma" 237. Si Cabasilas experimenta los límites de cualquier metáfora para hablar de la unión con Cristo, otro tanto les sucede a santa Teresa de Jesús y a san Juan de la Cruz (s. XVI): les faltan palabras para expresar lo que contemplan. El lector puede comprobarlo sin necesidad de que incluyamos aquí los extensos textos en los que se refieren al misterio 238. En el siglo siguiente, el XVII, encontramos precedentes de las expresiones que emplea san Josemaría en autores de la "escuela francesa". Para Jean-Jacques Olier "un cristiano es Cristo vivo en la tierra" 239. San Juan Eudes refleja por su parte una idea muy presente en esta escuela de espiritualidad: "El Hijo de Dios ha determinado consumar y completar en nosotros todos los estados y misterios de su vida. Quiere llevar a término en nosotros los misterios de su Encarnación, de su nacimiento, de su vida oculta, formándose en nosotros y volviendo a nacer en nuestras almas por los santos sacramentos del Bautismo y de la Sagrada Eucaristía, y haciendo que llevemos una vida espiritual e interior escondida con Él en Dios" 240. Concluimos esta muestra de testimonios con dos textos de autores contemporáneos a san Josemaría, que dan idea del esfuerzo de la reflexión teológica por encontrar los términos adecuados para definir la unión con Cristo y su presencia en el cristiano. Émile Mersch afirma: "El Señor nos ha revelado que entre el Verbo encarnado y el cristiano hay algo más que una unión de amor, aunque sea ardiente; algo más que una relación de semejanza, por estrecha que sea; algo más que dependencia, aunque sea total (...); más que la inserción siempre precaria de los miembros en un organismo; más que una unión moral, aunque fuera extraordinariamente íntima. Hay una unión física, diríamos, siempre que no se ponga esta palabra al mismo nivel que el de las simples cohesiones naturales; una unión real en cualquier caso, una unión ontológica; o, mejor aún, pues los términos tradicionales son en este caso los más acertados, una unión mística, trascendente, sobrenatural, que supera en unidad y en realidad las fórmulas que se puedan ofrecer, y que sólo Dios puede hacer conocer, como sólo Él puede realizarla" 241. Por otro lado, según Michael Schmaus, "podemos llamar físico-dinámica a la unidad entre Cristo y los cristianos; pero no debe olvidarse que Cristo y los cristianos no se funden en una sola naturaleza; se destaca este punto de vista cuando se llama físico-accidental a esa unidad; pero incluso así no se destaca suficientemente que se trata de un encuentro personal; y si se la llama comunidad personal-dinámica, no se acentúa suficientemente su fuerza e intimidad; podría dar la impresión de que se trata de una unidad moral; es cierto que lo es, porque es una comunidad de intenciones y tiene, por tanto, un carácter muy real, pero es más que esto, porque es participación en la vida de Jesucristo. Algunos teólogos la llaman por eso unidad orgánica, pero esta denominación corre el peligro de ser interpretada como un proceso natural y de no expresar la consistencia y sustancialidad del yo humano, podría sugerir la idea de que Cristo y los cristianos están llenos de una misma corriente de vida celestial, mientras que en realidad cada uno sigue teniendo su propia vida, aunque la del cristiano sea participación en la vida de Cristo. Todas estas denominaciones tienen, pues, su pro y su contra; unas acentúan la unión e intimidad, pero ponen en peligro el carácter personal; otras destacan el carácter personal, pero arriesgan la intimidad. Quizá fuera mejor elegir una palabra acomodada que exprese su singularidad: podría llamársela unidad místico-sacramental. La palabra "místico" no se usa en sentido de una vivencia especial de Cristo, sino para significar el carácter misterioso de esa unidad; la unión entre Cristo y los cristianos es un misterio. Este hecho está destacado al llamar místico-sacramental a esa unión. El cristiano es él mismo en cuanto que existe en Cristo y es independiente y soberano (...); en esto consiste el profundo misterio del cristiano" 242. Estos textos ilustran suficientemente, en nuestra opinión, que sostener que el cristiano puede ser calificado de "ipse Christus" no es una piadosa exageración. Son ejemplos de una tradición espiritual ininterrumpida a lo largo de la historia de la Iglesia, que surge, antes que de la reflexión teológica, de la experiencia mística de la unión con Cristo y de su presencia en el cristiano. San Josemaría aporta a esta tradición su propia vivencia de que ser hijo de Dios es "ser Cristo". No afirma nada nuevo pero refrenda con su testimonio la validez de un modo de expresar el misterio cristiano. Consciente de que la profunda unión con Cristo no está reservada a unos pocos, la propone con un lenguaje sencillo y con unas fórmulas vivas, universalmente comprensibles. El mejor modo de mostrarlo sería reproducir por entero la homilía del significativo título: Cristo presente en los cristianos 243. Nos limitamos a entresacar algunas frases, a modo de invitación a la lectura del texto completo. Cristo vive en el cristiano (...). El cristiano debe –por tanto– vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo (...), dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! (...). El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera (...). Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres (...). Pero para ser ipse Christus hay que mirarse en Él (...), hay que aprender de Él detalles y actitudes (...). Así, viviendo cristianamente entre nuestros iguales, de una manera ordinaria pero coherente con nuestra fe, seremos Cristo presente entre los hombres 244. En síntesis, para san Josemaría, ser hijo de Dios es "ser Cristo" porque "Cristo vive en el cristiano", "está presente en el cristiano". Esta presencia se da ya por la gracia del Bautismo, pero cuando el cristiano "deja que su vida se manifieste en él", cuando procura "vivir la vida de Cristo" de modo consciente y libre, cooperando con su misión redentora mediante el ejercicio de su sacerdocio, entonces madura la semilla de la gracia bautismal y se puede decir que es ipse Christus y se puede hablar de una identificación con Jesucristo, compatible con la distinción personal. El motivo por el que el cristiano puede ser llamado ipse Christus es, en primer lugar, que Cristo está de algún modo presente en él; y, en segundo lugar –partiendo de esa presencia–, que permita que Cristo actúe a través de él, ejerciendo su sacerdocio. El aspecto más básico es el primero. Lo estudiaremos en el siguiente apartado. 2.4 La presencia de Cristo en el cristiano: una explicación teológica San Josemaría no explica teológicamente en qué consiste la presencia de Cristo, por la gracia, en el cristiano. De los textos se desprende: 1º) que no habla únicamente de su presencia en cuanto Dios sino también en cuanto hombre o por su Humanidad; 2º) que se trata de una presencia permanente, no circunscrita al momento de recibir la santísima Eucaristía 245; 3º) que no es una presencia sustancial, es decir, de la sustancia de la Humanidad de Cristo, pero que tampoco se reduce a un parecido con Cristo derivado de la imitación de su ejemplo, aunque ciertamente es una presencia que impulsa a imitarle; y 4º) que es una presencia de la "vida de Cristo" y de su acción, y no sólo del conocimiento de Cristo o del amor a Él, aunque se realiza por este conocimiento y amor, y se alimenta de ellos. Teniendo en cuenta estos elementos, se pueden buscar diversas explicaciones teológicas de esa presencia de Cristo en el cristiano. La que proponemos a continuación se inspira en santo Tomás, a cuya doctrina acudimos especialmente en esta cuestión por dos motivos. El primero es que en este misterio de la unión del cristiano con Cristo se halla implicada directamente la noción de participación (el Hijo de Dios, por su Encarnación, ha querido participar, junto con todos los hombres, de la naturaleza humana; y el cristiano ha sido hecho partícipe de la naturaleza divina por medio de Cristo y en Él), y es sabido que en el pensamiento de santo Tomás es central la noción de participación. El segundo motivo es que el mensaje de san Josemaría en este punto se mueve en el marco de la doctrina del Doctor Común, ya que habla de la filiación adoptiva como "participación de la filiación del Verbo" 246, de la gracia como "participación en la naturaleza divina" 247, y de la caridad como "participación de la caridad infinita, que es el Espíritu Santo" 248, citando en este último caso expresamente al Doctor de Aquino. Nuestra tesis es que la doctrina de santo Tomás permite afirmar una presencia de Cristo en el cristiano que tiene las cuatro características antes señaladas. Y que esta presencia es la razón más básica por la que se puede afirmar que el cristiano es "el mismo Cristo". Nos parece que cuando san Josemaría dice que el cristiano es ipse Christus, quiere decir ante todo que Cristo está presente en el cristiano. Pero además es necesario que el cristiano quiera dejar que Cristo actúe por medio de él. Entonces se puede decir con más propiedad que es "el mismo Cristo". Repetimos que la explicación teológica que proponemos a continuación es sólo un posible modo de ilustrar este punto de la enseñanza de san Josemaría. La Sagrada Escritura muestra que hemos sido creados "en Cristo", elevados a la condición de hijos de Dios "en Cristo", y redimidos también "en Cristo". Son obras divinas diversas, pero intrínsecamente ordenadas entre sí: el hombre ha sido creado en Cristo en cuanto Verbo, para ser elevado a la vida sobrenatural en Él en cuanto Hijo, y ha sido regenerado en Cristo, Dios hecho hombre, a esa vida que había perdido por el pecado. Tal es el itinerario que describe el prólogo del Evangelio de san Juan: "En el principio existía el Verbo (...). Todo fue hecho por Él (...). A cuantos le recibieron les dio poder de ser hijos de Dios (...). Y el Verbo se hizo carne (...). Y de su plenitud todos hemos recibido, gracia sobre gracia" (Jn 1, 1-16). La creación, la elevación y la regeneración sobrenatural son "participaciones" del hombre en el Ser y en la Vida íntima de Dios que, al realizarse "en Cristo", implican una presencia suya en el cristiano: presencia suya en cuanto Dios y también –de otro modo– en cuanto hombre. Hablaremos primero de su presencia en cuanto Dios –es decir, por su naturaleza divina–; y después veremos en qué sentido puede hablarse también de una presencia suya en cuanto hombre, es decir por su naturaleza humana. En la creación, Dios, Ser por esencia, hace partícipes del ser a las criaturas y las mantiene en él con su presencia permanente. "En Él vivimos, nos movemos y somos" (Hch 17, 28). El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que "puesto que Dios es causa primera de todo lo que existe, está presente en lo más íntimo de sus criaturas" 249. Esta presencia del Ser por esencia en los seres por participación se suele denominar presencia de inmensidad 250. Es necesaria para mantener a las criaturas en el ser, como es necesaria la presencia del sol para mantener la luz en el aire 251. En este sentido Cristo está presente en todas las criaturas en cuanto Verbo de Dios en el que han sido creadas. Por la elevación sobrenatural comienza un nuevo modo de presencia divina en el alma humana, que se designa como presencia sobrenatural de inhabitación. Al ser introducidos en la vida íntima de la Santísima Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo inhabitan en el alma en gracia (cfr. Jn 14, 23). Ya se recordó que la elevación sobrenatural tiene lugar cuando la criatura humana es hecha partícipe de las procesiones divinas por el envío del Hijo y del Espíritu Santo al alma 252. El Hijo es enviado por el Padre y, gracias a su presencia, el cristiano es "hijo en el Hijo" (en términos de participación habría que decir que la presencia de la Filiación subsistente funda la filiación participada). También es enviado el Espíritu Santo y, gracias a su presencia, el cristiano recibe la caridad (este último tema no lo tratamos ahora directamente; nos fijamos sólo en que por la elevación sobrenatural a hijos adoptivos de Dios, Cristo está presente en el alma en cuanto Hijo Unigénito). Los dos modos de presencia a los que nos hemos referido son de Cristo en cuanto Verbo (presencia en todas las criaturas) y en cuanto Hijo (presencia sobrenatural en los hijos adoptivos). Preguntémonos ahora si también puede hablarse de una presencia de Cristo en cuanto hombre, en el cristiano. Lo diremos muy sintéticamente 253. Para regenerarnos a la vida sobrenatural perdida por el pecado, el Hijo de Dios ha asumido una naturaleza humana llena de gracia (cfr. Jn 1, 14), y de esa plenitud participamos todos (cfr. Jn 1, 16) 254. Cristo en cuanto hombre, o por su Humanidad, es causa eficiente "instrumental" de la gracia. "Dar la gracia –afirma santo Tomás– conviene también a Cristo en cuanto hombre, pues su humanidad fue instrumento de su divinidad" 255. Al estar unida hipostáticamente al Verbo, la Humanidad de Cristo posee la gracia en plenitud, en cierto modo infinitamente 256, pero no es la Divinidad (no hay confusión entre las dos naturalezas de Cristo, la humana y la divina), ni es por tanto causa principal sino instrumental de la gracia: causa que "participa en la operación de la naturaleza divina, igual que el instrumento participa en la acción del agente principal" 257. Las consecuencias que de ahí se derivan para el estudio de la presencia de Jesucristo en cuanto hombre en el cristiano son decisivas. Que la causa instrumental sea causa por participación comporta que es causa no por su ser (como la causa principal, la Divinidad) sino por su acción o "virtud", que la Humanidad de Cris to tiene de modo indefectible. Esto implica que la presencia de Cris to en cuanto hombre en el cristiano que recibe la gracia, no es como la presencia de la causa principal, la Divinidad, que inhabita en el alma en gracia, sino que es una presencia de su acción o "virtud". En este sentido se la puede llamar "presencia virtual", entendiendo este último término como presencia de la acción de Cristo o de su virtus: su "poder" o "fuerza" 258. La presencia virtual de Cristo en cuanto Hombre en el cristiano es una presencia verdadera y real, pero no sustancial; es presencia del poder o del influjo de la Humanidad de Cristo, no de su sustancia. Se trata de una presencia dinámica. Gracias a ella puede decirse que las acciones de un hijo de Dios, surgidas de su naturaleza elevada por la gracia de Cristo, son también acciones de Cristo a través del cristiano como miembro suyo: vida de Cristo en el cristiano 259. Y es, además, una presencia permanente, que existe mientras permanece la gracia 260. Ahora debemos considerar cómo se produce esta presencia, es decir, cómo comienza y cómo se intensifica. Santo Tomás afirma que la participación de la gracia de Cristo es una cierta "transmisión", semejante a la transmisión de la naturaleza humana de padres a hijos 261, porque así como ésta es la misma en los padres y en los hijos, así también el Espíritu Santo, que desciende de Cristo a nosotros, es también el mismo en Él y en nosotros 262. Sin embargo, la "transmisión" no lo es en igual sentido, porque el don de la gracia creada, efecto de la inhabitación del Espíritu Santo, no está en nosotros como está en Cristo: en Él se halla en plenitud, en nosotros parcialmente. Si a esto se añade que "es necesario que todo agente se una a aquello en lo que inmediatamente obra y lo toque con su virtud" 263, se puede concluir que la Humanidad de Cristo ha de entrar de algún modo en "contacto" con aquellos a quienes entrega el don del Paráclito para que participen de su gracia. Santo Tomás lo afirma explícitamente al tratar de la eficiencia de la Pasión del Señor. Se plantea la siguiente dificultad: "el agente corporal no obra eficiente-mente si no es por contacto: y así vemos que Cristo limpió al leproso tocándole (...). Pero la pasión de Cristo no pudo tocar a todos los hombres, luego no pudo obrar eficientemente su salvación" 264; y la resuelve diciendo que "la pasión de Cristo, aunque corporal, posee una virtud espiritual por su unión con la divinidad. Y así, por contacto espiritual logra su eficacia, a través de la fe y de los sacramentos de la fe" 265. El "contacto espiritual" entre Cristo y el cristiano se establece por un acercamiento mutuo. Por una parte, el Hijo ha venido a nosotros asumiendo una naturaleza humana, y de este modo ha entrado en el linaje humano y "se ha unido en cierta manera con todo hombre" 266. Esta unión natural con Cristo en cuanto hombre, debida a la participación en la misma naturaleza humana, es fundamento de la comunión sobrenatural que se establece por la "transmisión" del Espíritu Santo de Cristo a nosotros. Pero no basta este fundamento para que el hombre reciba de hecho la vida sobrenatural de Cristo. Es preciso que se abra a su acción, que se adhiera a Cristo "por la fe y los sacramentos de la fe" 267. Primero por la fe viva, formada por la caridad, como escribe san Pablo: "que Cristo habite en vuestros corazones por la fe, arraigados y fundamentados en la caridad" (Ef 3, 17); y segundo, por la participación en los sacramentos, en los que actúa Jesucristo mismo, de modo supremo en la Eucaristía. La referencia a los "sacramentos de la fe" se puede extender a los demás medios de santificación –la oración y la formación cristiana– de los que trataremos en el capítulo 9º. Mediante la fe y los sacramentos el cristiano entra en relación con Jesucristo y recibe por eso mismo al Espíritu Santo, que desciende de la Cabeza a los miembros para dar inicio o acrecentar la vida sobrenatural, cumpliéndose entonces lo que escribe san Pablo: "el que se une al Señor se hace un solo Espíritu con Él" (1Co 6, 17); y san Juan: "por esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos ha dado" (1Jn 3, 24). Y es el Espíritu Santo, Divino Huésped del alma, quien hace presente en el espíritu humano de modo permanente la virtud o la operación de la Humanidad de Cristo, por la cual se despliega con todos sus efectos la vida sobrenatural como vida de Cristo en el cristiano, que se va conformando progresivamente con el Señor (cfr. 2Co 3, 18). En la Encíclica Mystici Corporis, Pío XII enseña que Cristo, autor y causa eficiente de la santidad de los miembros de su Cuerpo místico, "está en nosotros por su Espíritu, el cual nos comunica y por el que de tal suerte obra en nosotros que todas las cosas divinas llevadas a cabo por el Espíritu Santo en las almas se han de decir también realizadas con Cristo" 268. La presencia de Cristo en el cristiano no se identifica con la presencia del Espíritu Santo, pero se realiza por medio de ella y es inseparable de ella. Juan Pablo II lo ha expuesto comentando las palabras del Señor en la Última Cena: "Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre" (Jn 14, 16). Dice el Papa: "Esta promesa está unida a las otras que Jesús ha hecho al subir al Padre: he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Nosotros sabemos que Cristo es el Verbo que se hizo carne y puso su morada entre nosotros (Jn 1, 14). Si, yendo al Padre, dice: Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo, se deduce de ello que los Apóstoles y la Iglesia deberán reencontrar continuamente por medio del Espíritu Santo aquella presencia del Verbo-Hijo que durante su misión terrena era "física" y visible en la Humanidad asumida, pero que, después de su ascensión al Padre, estará totalmente inmersa en el misterio. La presencia del Espíritu Santo que, como dijo Jesús, es íntima a las almas y a la Iglesia (Él mora con vosotros y en vosotros está: Jn 14, 17), hará presente a Cristo invisible de modo estable, hasta el fin del mundo. La unidad trascendente del Hijo y del Espíritu Santo hará que la Humanidad de Cristo, asumida por el Verbo, habite y actúe dondequiera que se realice, con la potencia del Padre, el designio trinitario de la salvación" 269. Esta presencia de Cristo en cuanto hombre explica, a nuestro entender, que se pueda afirmar que el cristiano es y debe seripse Christus. Ya lo hemos dicho: por la infusión de la gracia "es" ipse Christus desde el Bautismo, pero la presencia de la vida de Cristo puede crecer, pues se trata de un influjo de su acción, y por esto se dice también que el cristiano "ha de llegar" a ser ipse Christus. La vida cristiana es un progresivo crecimiento en la identificación con Cristo, hasta la medida de la plenitud de Cristo (cfr. Ef 4, 13). Este crecimiento se realiza por la gracia del Espíritu Santo y la correspondencia del cristiano. Ésta es, en síntesis, la explicación teológica que deseábamos ofrecer sobre el fundamento de las expresiones "identificación con Cristo" y "el cristiano, ipse Christus" que emplea san Josemaría. Como decíamos, habrá otras posibles. En cualquier caso es indudable que esos modos de designar la relación del cristiano con Cristo abren perspectivas a la Teología e impulsan a poner las bases de la vida espiritual en la conciencia de "ser Cristo", que no es otra cosa que edificar la vida cristiana sobre el "sentido de la filiación divina". 2.5 Hijos e hijas de Dios con "idéntica filiación divina adoptiva" Al ser una participación en la única Filiación subsistente e increada del Verbo, el don de la filiación divina adoptiva es idéntico en el varón y en la mujer. La mujer tiene en común con el varón su dignidad personal y su responsabilidad, y –en el orden sobrenatural– (...) una idéntica filiación divina adoptiva 270. Cuando san Josemaría habla de "hijos de Dios" se dirige igualmente a varones y a mujeres. A veces habla expresamente de "hijos e hijas de Dios" o de "hijas e hijos de Dios", no porque el don de la filiación divina sea diverso sino por razón del sujeto, es decir, por la diversa condición de quienes reciben la adopción divina. La igualdad es radical: Todos los bautizados –hombres y mujeres– participan por igual de la común dignidad, libertad y responsabilidad de los hijos de Dios. En la Iglesia existe esa radical unidad fundamental, que enseñaba ya San Pablo a los primeros cristianos: Quicumque enim in Christo baptizati estis, Christum induistis. Non est Iudaeus, neque Graecus: non est servus, neque liber: non est masculus, neque femina (Ga 3, 27-28); ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni libre; ni tampoco de hombre, ni mujer 271. En el texto de san Pablo citado aquí, la diferencia entre "varón y mujer" figura junto con otras de fundamento diverso ("judío y griego", "siervo y libre"). Lo que los fieles tienen en común es la filiación adoptiva recibida en el Bautismo: "Todos sois hijos de Dios (...) porque todos los que fuisteis bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo" (Ga 3, 26-27). En el momento del Bautismo, este don es el mismo en todos en un sentido fuerte: no sólo porque lo tengan por igual (como sucede, por ejemplo, en quienes tienen una misma cantidad de dinero), sino porque es un solo don, es decir, un don que, estando en muchos, hace que sean uno. Es la conclusión del Apóstol: "todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús" (Ga 3, 28) 272. Estamos ante la dialéctica de lo uno y de lo múltiple, típica de la participación trascendental 273. Mientras que la Filiación subsistente es única (el Hijo Unigénito), la filiación participada, recibida en múltiples sujetos, hace que muchos hijos formen "uno solo en Cristo Jesús". Siendo idéntica en el hombre y en la mujer la filiación divina recibida en el Bautismo, es idéntico también el sacerdocio común. De aquí se derivan múltiples consecuencias en la vida práctica (y en el terreno jurídico) que san Josemaría advierte y pregona adelantándose a los tiempos 274. Citemos como ejemplo un texto que incluye también una observación respecto al sacerdocio ministerial: Si se exceptúa la capacidad jurídica de recibir las sagradas órdenes –distinción que por muchas razones, también de derecho divino positivo, considero que se ha de retener–, pienso que a la mujer han de reconocerse plenamente en la Iglesia –en su legislación, en su vida interna y en su acción apostólica– los mismos derechos y deberes que a los hombres: derecho al apostolado, a fundar y dirigir asociaciones, a manifestar responsablemente su opinión en todo lo que se refiera al bien común de la Iglesia, etc. 275 Afirma que la capacidad de recibir el sacerdocio ministerial, ha de reservarse "por muchas razones, también de derecho divino" a los varones, sin detenerse en explicaciones; simplemente remite a la doctrina de la Iglesia 276. Pero, más que esto, lo que aquí nos interesa señalar es que sus palabras subrayan fuertemente la igualdad entre varones y mujeres por lo que se refiere al sacerdocio común, idéntico en todos. Ellos y ellas, al recibir la filiación adoptiva, son hechos partícipes también del sacerdocio que pertenece a Cristo por su naturaleza humana (cfr. 1Tm 2, 5). Al poseer hombres y mujeres la misma naturaleza humana y al haber recibido el carácter bautismal, poseen también ambos el mismo sacerdocio real, la misma capacidad de ser mediadores en Cristo entre Dios y los hombres 277. El sacerdocio ministerial, en cambio, es una capacidad de efectuar ciertas acciones sacerdotales en representación de Cristo Cabeza del Cuerpo místico. Y la función de ser cabeza está relacionada con la condición de varón, como aparece en la creación (cfr. Gn 1, 7.18 ss.) y como enseña san Pablo: "Quiero que sepáis que la cabeza de todo hombre es Cristo, la cabeza de la mujer es el hombre, y la cabeza de Cristo es Dios" (1Co 11, 3; cfr. Ef 5, 23). Hay por esto unas funciones sacerdotales que reclaman la condición de varón. Pero los que reciben este sacerdocio ministerial no son más hijos de Dios, ni mejores cristianos, ni más santos. Son únicamente "más sacerdotes", y no porque ejerzan más o mejor el sacerdocio común, sino porque, además de las que son propias de todos los bautizados, tienen otras funciones sacerdotales. En los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio común de todos los fieles. Por tanto, aunque sería un error defender que un sacerdote es más fiel cristiano que cualquier otro fiel, puede, en cambio, afirmarse que es más sacerdote: pertenece, como todos los cristianos, a ese pueblo sacerdotal redimido por Cristo y está, además, marcado con el carácter del sacerdocio ministerial, que se diferencia esencialmente, y no sólo en grado (Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium 10), del sacerdocio común de los fieles 278. Ni las mujeres ni la mayor parte de los varones reciben el sacerdocio ministerial, pero todos están llamados –sean ministros ordenados o no– a la plenitud de la filiación divina que es la santidad. Como hijos de Dios en Cristo, todos han tender a ser como Cristo, a tener, por tanto, un alma sacerdotal 279. Enseguida nos referiremos con más detalle a este concepto 280. Ahora sólo queremos señalar que san Josemaría, consciente de que la propensión a identificar el "sacerdocio" con el "sacerdocio ministerial" podía llevar a pensar que el "alma sacerdotal" es algo que atañe a los ministros y sólo a ellos, insiste en que también las mujeres, lo mismo que los varones que no reciben el sacramento del orden, precisamente porque son hijos de Dios en Cristo han de tener "alma sacerdotal". Este fue el tema central de su última conversación en la tierra, el 26 de junio de 1975, con un grupo de mujeres, pocas horas antes de su tránsito al Cielo: Vosotras tenéis alma sacerdotal... 281 3. EL SENTIDO DE LA FILIACIÓN DIVINA, FUNDAMENTO DE LA VIDA CRISTIANA Entramos ahora en el aspecto más específico de la enseñanza de san Josemaría acerca de la filiación divina. "Saberse hijos de Dios", "saberse Cristo", es una fuente extremadamente sencilla de vida espiritual, y a la vez de una riqueza inagotable, como un mar profundo en el que se descubren siempre nuevas maravillas. La multiplicidad de aspectos se percibe en la bibliografía existente 282. Aquí trataremos de exponer las diversas implicaciones con un orden que, en sí mismo, refleje una idea central: que el sentido de la filiación divina tiene carácter de fundamento de la vida cristiana. Previamente conviene aclarar una cuestión terminológica. San Josemaría afirma unas veces que el fundamento de la vida espiritual es "la filiación divina", y otras que dicho fundamento es "el sentido de la filiación divina". En nuestra opinión, las dos expresiones son equivalentes: la primera es sólo una forma abreviada de la segunda. Cuando, por ejemplo, señala que la filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei 283 (o sea, de su mensaje), no está simplemente recordando la verdad dogmática de que el cristiano es hijo de Dios por la gracia y de que ahí se asienta objetivamente su vida sobrenatural, ni está afirmando sólo que la vida cristiana se edifica sobre la doctrina de Jesucristo según las palabras del Apóstol: "nadie puede poner otro cimiento distinto del que está puesto, que es Jesucristo" (1Co 3, 11), sino que está proponiendo una enseñanza práctica que, otras muchas veces, formula diciendo que el fundamento de nuestra vida espiritual es el sentido de nuestra filiación divina 284. En los dos casos se trata de la misma doctrina, que en el segundo se presenta explícitamente desde la perspectiva de la primera persona, indicando como fundamento no ya la nueva realidad de la filiación divina, sino el "sentido" que de ella se tiene. 3.1Significado de la expresión "sentido de la filiación divina" Al hablar aquí de "sentido" de la filiación divina no nos referimos, obviamente, a "lo que se entiende" por filiación divina (el "sentido" como acepción o significado de un término), sino a la íntima percepción o conciencia habitual de ser hijo de Dios; percepción que no es sólo un acto del intelecto sino que implica a todas las facultades de la persona. ¿Qué tipo de cualidad es ese "sentido" en el cristiano y cómo configura su personalidad? 3.1.1 "Hilo de todas las virtudes". Relación con la virtud de la piedad y con el don de piedad Evidentemente se puede ser hijo de Dios sin tener "sentido de la filiación divina". No pocos son hijos adoptivos de Dios pero o no lo saben o, en todo caso, es una realidad que no influye conscientemente en su conducta. San Josemaría presenta este "sentido" como una cualidad que, en la medida en que se posee, inclina a comportarse con espontaneidad como hijo de Dios. Alguna vez lo llama "virtud", pero no porque sea una virtud más, sino porque es una cualidad inherente a todas las virtudes que da un carácter filial a su actuación. En cierta ocasión, respondiendo a la pregunta de una mujer sobre "una virtud maravillosa: la filiación divina....", san Josemaría comentaba entre otras cosas: Verdaderamente es una virtud extraordinaria; es –veo que llevas al cuello un collar– como el hilo que une las perlas de un gran collar maravilloso. La filiación divina es el hilo, y ahí se van engarzando todas las virtudes, porque son virtudes de hijo de Dios, son virtudes de cristiano 285. No es una perla más, sino el hilo del collar de las virtudes cristianas. "La filiación divina no es una virtud particular, que tenga sus propios actos, sino la condición permanente del sujeto de las virtudes" 286. No se obra como hijo de Dios sólo con unas acciones especificadas por su objeto. Cada actividad puede adquirir una tonalidad particular si está realizada con "la conciencia de ser hijo de Dios". Y esa conciencia debe presidir progresivamente toda la conducta del cristiano: no podemos ser hijos de Dios sólo a ratos 287. Puesto que la filiación divina es la verdad más íntima 288 de un cristiano –la nueva relación con Dios que recibe la persona humana en la elevación sobrenatural–, el "sentido" de esa relación le otorga una autoconciencia de lo más profundo de su ser y, en consecuencia, una "personalidad" moral: un modo de pensar, de apreciar, de querer, propio de un hijo de Dios; un conocer, amar y sentir en Cristo Jesús. De ahí el consejo de san Josemaría: debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo 289. Por eso pide para sí y enseña a pedir a Jesús: haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo 290. El "sentido de la filiación divina" se encuentra en todas las potencias del alma: en la inteligencia, en la voluntad y en las facultades sensibles. No se reduce a un conocimiento teórico de la doctrina sobre la adopción sobrenatural 291. Conlleva también el juicio práctico de lo que es ser hijo de Dios y de lo que esto implica en la vida, así como el aprecio, por parte de la voluntad y de los afectos, de una realidad en la que se ha de apoyar toda la conducta. Por eso se habla de "sentido" de la filiación: algo que no sólo se conoce como desde fuera, sino que se "siente" y que –como dice Leonardo Polo– es "configurador" 292 de la persona. Al encontrarse en todas las potencias, el sentido de la filiación divina puede empapar todas las virtudes. Según la comparación apuntada anteriormente, es el "hilo" que les sirve de soporte y les permite formar un collar. Cuando san Josemaría menciona una determinada virtud, con frecuencia añade: "de un hijo de Dios". Dice, por ejemplo, "el amor de un hijo de Dios", o la alegría, la obediencia, la lealtad... "de un hijo de Dios". Sin embargo, el sentido de la filiación divina no comunica del mismo modo con todas las virtudes, sino que tiene una relación especial con una de ellas: la piedad. La piedad es la virtud de los hijos 293. Es la virtud que inclina, ante todo, a tratar a Dios como Padre y a comportarse siempre como hijos suyos. Ciertamente lleva a dar culto mediante determinadas "prácticas de piedad", pero el cristiano glorifica a su Padre Dios con todas sus obras. La piedad, en el genuino sentido del término, se extiende a toda su conducta, tanto interior como exterior: puesto que es hijo de Dios, debe vivir con piedad (cfr. Tt 2, 12) 294. No obstante, san Josemaría no identifica el "sentido de la filiación divina" con la virtud de la piedad. Dice que es la médula de la piedad 295. Sería ocioso pararse a distinguir entre la virtud y su médula. Ya se comprende que con el término "médula" expresa que el sentido de la filiación es constitutivo esencial de la piedad, sin que esto signifique que en lo demás se identifique con ella. Es un saberse y un sentirse hijo de Dios que está en el núcleo de la piedad. O sea, la relación del sentido de la filiación divina con la virtud de la piedad es inmediata, y a través de ella está presente en las demás virtudes cristianas. Podríamos comparar la piedad al broche que cierra el hilo del collar de virtudes y mantiene a todas en él, haciendo que sean virtudes de un hijo de Dios. Lógicamente es sólo una comparación que ilustra, con ciertos límites, la relación peculiar del sentido de la filiación divina con la virtud de la piedad. Más estrecha aún es la relación con el "don de piedad" (uno de los siete dones del Espíritu Santo), que perfecciona la virtud homónima. Es el don que dispone al alma a ser dócil al impulso del Espíritu Santo de tratar filialmente a Dios Padre 296. El sentido de la filiación divina no es resultado de un descubrimiento o esfuerzo nuestro, como pone de relieve el mismo san Josemaría al relatar las circunstancias en que germinó en su corazón la invocación Abba, Pater! 297 Es un modo de ver y afrontar la vida que deriva del don de piedad. El Espíritu Santo, con el don de piedad, nos ayuda a considerarnos con certeza hijos de Dios 298. En una oración al Espíritu Santo que compuso en 1971, implora el don de piedad, que nos dé el sentido de nuestra filiación divina, la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y, en Jesucristo, hermanos de todos los hombres 299. Según estas palabras, el sentido de la filiación divina es consecuencia del don de piedad. Sin embargo no coinciden, porque no todo el que tiene el don de piedad tiene también el vivo y actual "sentido" de la filiación divina que predica san Josemaría. El don de piedad es una disposición para ser movido por el Espíritu Santo y comportarse como hijo de Dios. El "sentido de la filiación divina" es la conciencia actual de ese don, de lo que representa en la vida cristiana y la cooperación consciente que demanda, bajo la guía del Espíritu Santo, aquélla de la que dice san Pablo: "los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios" (Rm 8, 14). Es el anhelo de dejarse guiar en todo por el Paráclito y de corresponder al don de piedad; el reconocimiento de ese don y el afán de que el Paráclito actúe esa disposición filial. Y si se incluye el hecho de que esa correspondencia es también suscitada por el mismo Espíritu, que cuenta con nuestra libertad, entonces se puede decir, con palabras de Álvaro del Portillo, que el sentido de la filiación divina es el don de piedad 300. A través de su relación estrecha con el don de piedad, el sentido de la filiación divina se relaciona con los demás dones del Espíritu Santo. Al alcanzar a lo más íntimo del sujeto, su ser hijo de Dios, dispone a la voluntad 301 para obrar conforme a esa condición bajo la acción del Espíritu Santo: con sabiduría filial 302, fortaleza filial, temor filial, etc. 303 Hemos visto, en la última cita de san Josemaría, que el sentido de la filiación divina deriva del don de piedad (implora "el don de piedad, que nos dé el sentido de nuestra filiación divina"). En otro momento escribe, en cambio, que la piedad (...) nace de la filiación divina 304. Parece una contradicción, pero es sólo aparente si se distingue entre "don de piedad" y "vida de piedad". La segunda afirmación no se refiere al don sino a la vida de piedad que surge de la filiación divina como consecuencia del don de piedad. Es decir, el don de piedad es el origen del sentido de la filiación divina, y de éste nace la vida de piedad que se extiende a toda la conducta: La piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos 305. Conviene hacer notar también que el "sentido de la filiación divina" incluye el "sentido de la fraternidad en Cristo". Es –con palabras ya citadas– la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y, en Jesucristo, hermanos de todos los hombres 306. La piedad se extiende a los demás. Lleva a venerar en ellos la imagen de Dios y la llamada a ser sus hijos por la gracia sobrenatural. En definitiva, para precisar teológicamente en qué consiste el "sentido de la filiación divina" conviene al menos distinguir entre "filiación divina", "sentido de la filiación divina", "don de piedad" y "vida de piedad". La filiación divina es un don entitativo, que hace partícipe al cristiano de la Filiación de Cristo. El "sentido de la filiación divina" es un don operativo, destinado a configurar su modo de obrar con el de Cristo; deriva del "don de piedad", como conciencia actual de la condición de ser hijo de Dios que hace surgir el deseo de ser permanentemente guiado por el Espíritu Santo. Del sentido de la filiación divina nace, por último, la "vida de piedad", el tono de vida propio de un hijo de Dios, de cara a Dios y de cara a los hombres. El cristiano es así guiado en toda su conducta por el sentido de la filiación divina, de modo semejante a como se dice de quien sigue una pista que se guía por los sentidos corporales (por el oído o por el olfato, etc.). En la medida en que tiene "sentido de la filiación divina" se dirige hacia su meta guiado por ese "sentido"; más aún, percibe toda la realidad con ese sentido y posee como una "sensibilidad" particular en el trato con Dios y con los demás: una facilidad para discernir lo que es propio de un hijo de Dios, una forma de considerar las cosas con la perspectiva de la santificación y del apostolado. Se realiza en su vida la exhortación paulina de compartir los sentimientos de Cristo (cfr. Flp 2, 5). Tan importante es el sentido de la filiación divina que perderlo totalmente en la vida espiritual sería como quedarse "sin sentido" en la vida física, como "desmayarse". Peor todavía, porque quien se desmaya quizá no es responsable de su situación ni causa daño a otros, pero quien carece completamente de sentido de la filiación divina, quien no trata a Dios como Padre, puede convertirse en una persona que no conoce quién es ni tiene en sus manos el rumbo de la propia vida. El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas 307. 3.1.2 "Alma sacerdotal" con "mentalidad laical" Después de haber visto qué tipo de cualidad es el "sentido de la filiación divina", nos preguntamos ahora cómo configura la personalidad del cristiano que busca la santidad en medio del mundo. Para responder a esta cuestión en toda su amplitud nos tendríamos que plantear cómo influye el "sentido de la filiación divina" en todas las virtudes cristianas, principalmente en la caridad y, a través de ella, en las demás virtudes a las que informa y de las que el sentido de la filiación divina viene a ser como el "hilo" que las une. Pero aún no es el momento de hablar de las virtudes: las estudiaremos en el capítulo 6º. Ahora nos limitaremos a señalar algo más básico: dos trazos característicos del mismo "sentido de la filiación divina" que, por ser intrínsecos a él, se manifiestan después en la caridad y en todas las virtudes de un hijo de Dios llamado a santificarse en el desempeño de las actividades temporales. Estos dos trazos, típicos de la enseñanza de san Josemaría e inseparables entre sí, son el "alma sacerdotal" y la "mentalidad laical". Estos dos trazos corresponden respectivamente a dos realidades, de las que hemos hablado más arriba, que acompañan a la adopción divina en el Bautismo: el sacerdocio y la herencia 308. En efecto, al ser adoptado como hijo de Dios en el Bautismo, el cristiano recibe una participación en el sacerdocio de Jesucristo, y por esto ha de tener un "alma sacerdotal". Además es hecho heredero de la gloria, herencia que incluye las realidades creadas, purificadas de las consecuencias del pecado, que ya en este mundo el cristiano comienza a poseer cuando las emplea como materia de santificación: esta cualidad de heredero reclama, en el caso de los fieles llamados a santificar el mundo desde dentro, una cristiana "mentalidad laical" de la que habla san Josemaría. El cristiano participa del sacerdocio de Jesucristo para ser mediador entre Dios y los hombres. Y ha recibido el mundo como herencia para ejercer su sacerdocio en las actividades temporales, santificándolas, realizándolas para la gloria del Padre 309. Como hijo adoptivo de Dios ha de saberse, con Cristo y en Cristo, sacerdote y heredero del mundo. Son dos aspectos íntimamente unidos, porque el cristiano toma posesión de la herencia mediante el ejercicio de su sacerdocio. Aquí se encuentra el fundamento teológico de la compenetración entre estos dos rasgos –el "alma sacerdotal" y la "mentalidad laical"–, propios del "sentido de la filiación divina". San Josemaría los propone como algo que no puede ser visto como secundario en su mensaje, porque se encuentra en su eje y en su base, es el quicio y el fundamento 310: En todo y siempre hemos de tener –tanto los sacerdotes como los seglares– alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical 311. Se dirige con estos términos expresamente a los fieles del Opus Dei, presentándoles la unión de "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" como una característica esencial de su misión de santificar el mundo desde dentro 312. Pero al ser esta misión común a todos los fieles corrientes y a los sacerdotes seculares, es evidente que no concibe estos dos rasgos y su mutua unión como característica exclusiva de los miembros del Opus Dei, sino que los propone a ellos para que la difundan entre todos los fieles que hayan recibido de Dios la llamada a santificar desde dentro las actividades profesionales, familiares y sociales. Veamos ahora otro texto de san Josemaría, tomado del mismo documento que el anterior, en el que se refiere al alma sacerdotal (aunque no la mencione expresamente en estas líneas) y a la mentalidad laical, así como a la unión de ambas: Porque queremos ser cada uno de nosotros ipse Christus –sabiendo que Él es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5)–, debemos unirnos al Señor y ser mediadores en Cristo Jesús, para llevar a Él todas las cosas. Nuestra vocación nos exige no buscar solamente nuestra santidad personal, sino ir por todos los caminos de la tierra, para convertirlos en caminos del Señor; tomar parte, como ciudadanos corrientes del mundo, en todas las actividades temporales, para ser levadura (cfr. Mt 13, 33) que ha de informar toda la masa (cfr. 1Co 5, 6). Pero, con el fin de que sea fecunda nuestra labor apostólica, necesitamos también tener mentalidad laical, puesto que, para que sea eficaz, la levadura tiene que penetrar, que desaparecer en la masa de la sociedad humana, con naturalidad 313. Como se puede ver en estas palabras, partiendo del "porque queremos ser cada uno de nosotros ipse Christus", san Josemaría señala que ese sentido de la filiación divina debe impulsar al cristiano a ser "mediador en Cristo": a poner en acto el propio sacerdocio. Inmediatamente después se refiere al ejercicio de ese sacerdocio en las actividades temporales para ofrecerlas a Dios y unir a los demás con Él, operando como el fermento en la masa. Ese íntimo deseo es el "alma sacerdotal". Pero el fermento en el que piensa san Josemaría ha de estar compenetrado con la masa, pertenecer a ella, y por eso necesita "mentalidad laical". Tener "alma sacerdotal" es, pues, asumir conscientemente las implicaciones del sacerdocio común (en el caso del laico; o del sacerdocio común y del ministerial, en el del presbítero) para la santificación propia, de los demás y del mundo. Es mirar y tratar las realidades temporales de un modo sacerdotal, ofreciéndolas a Dios como mediadores en Cristo, que ha entregado su vida en la Cruz para unir a los hombres con Dios. Es abrazar con generosidad la cruz de cada día (cfr. Lc 9, 23). "El alma sacerdotal –explica Álvaro del Portillo– consiste en tener los mismos sentimientos de Cristo Sacerdote, buscando cumplir en todo momento la Voluntad divina, y ofrecer así nuestra vida entera a Dios Padre, en unión con Cristo, para corredimir con El" 314. Para san Josemaría, el alma sacerdotal se reconoce en no decir nunca basta 315: en no poner límites al sacrificio, por amor a Dios y a los demás, como no los ha puesto Jesucristo Sacerdote. Por su parte, la "mentalidad laical" consiste sustancialmente en comprender y asumir que las realidades terrenas se han de ordenar a Dios respetando y valorando su autonomía propia; es decir, que la dedicación a las ciencias de la naturaleza y del hombre, a la técnica, a la economía, a la organización social, el arte, etc., se ha de llevar a cabo de acuerdo con las leyes propias de cada actividad. Las realidades temporales, en efecto, han de ser llevadas a Dios –y ahora, después del pecado, redimidas, reconciliadas–, cada una según su propia naturaleza, según el fin inmediato que Dios le ha dado, pero sabiendo ver su último destino sobrenatural en Jesucristo: porque quiso el Padre poner en Él la plenitud de todo ser y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz (Col 1, 19-20) 316. "La autonomía y consistencia de las realidades temporales implica, en los escritos de san Josemaría, el imperativo de conocer y respetar su dinámica intrínseca, fruto de la racionalidad que la Sabiduría del Creador ha impreso en sus obras, y por consiguiente una exigencia de competencia técnica y profesional, presupuesto imprescindible de cualquier proyecto apostólico para la santificación del mundo desde dentro" 317. Esa "legítima autonomía de las realidades temporales" 318 permite una pluralidad de modos de ordenarlas a Dios que reclama, en consecuencia, un pleno respeto a la libertad en esas cuestiones y a la iniciativa apostólica de los fieles que han de santificarlas 319. De ahí que para san Josemaría la libertad (...) es la clave de esa mentalidad laical 320 que constantemente predica. Al hablar de "autonomía de las realidades temporales", el Magisterio de la Iglesia advierte que no se trata de una autonomía absoluta sino relativa, porque el hecho de que tengan sus leyes y su consistencia propia no significa que sean independientes de Dios; al contrario, pueden y deben ordenarse a Él de modo conforme a esas leyes 321. Lo recuerda también san Josemaría cuando escribe que la autonomía del mundo es relativa, y que todo en este mundo tiene como último sentido la gloria de Dios y la salvación de las almas 322. Bajo esa perspectiva, la mentalidad laical lleva a ver el ejercicio de las actividades temporales como el campo que se ha de fecundar y cultivar con el "alma sacerdotal". La mentalidad laical del cristiano necesita del alma sacerdotal y viceversa. Las dos nociones no se pueden entender en la predicación de san Josemaría aislando una de la otra. Él no las separa nunca. El "alma sacerdotal" de que habla no es un genérico "sentido sacerdotal" que ha de cultivar todo cristiano por ser hijo de Dios y por participar en el sacerdocio de Cristo, sino el espíritu sacerdotal específico de quienes han sido llamados a santificar el mundo desde dentro: misión que requiere "mentalidad laical" y, por tanto –como hemos visto–, un reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales que deja un amplio espacio de libertad. De modo recíproco, esa "mentalidad laical" –la que enseña san Josemaría– no es simplemente la que puede tener cualquier ciudadano inmerso en las actividades temporales, sino la propia de un cristiano que desea santificarlas. "Alma sacerdotal" y "mentalidad laical" no se unen de modo extrínseco, como dos cualidades independientes que vienen a coincidir en el mismo sujeto: son actitudes que mutuamente se implicam. Con razón se ha escrito que "una mentalidad laical que no estuviese informada por el alma sacerdotal llevaría al laicismo (...); y viceversa, un alma sacerdotal que no se manifestase según la mentalidad laical podría decantar en el clericalismo" 323. El fiel cristiano laico contribuye a la obra de la Redención a la vez que busca el progreso temporal. No separa lo uno de lo otro, como sería propio de una mentalidad no laical sino laicista, pero tampoco los confunde imaginando que la solución humana a las cuestiones temporales –los planteamientos económicos, la organización política, etc.– deriva inmediatamente de la fe, o pensando que hay para ellas una única "solución cristiana". Esto no sería manifestación de alma sacerdotal, sino clericalismo, porque al pensar de ese modo se tendería a poner las actividades temporales bajo la dirección de la Jerarquía eclesiástica, que no tiene esa misión por su naturaleza. (Otra cosa es la dimensión moral de la cuestiones temporales, campo en el que los pastores de la Iglesia tienen atribuciones propias 324). Por el contrario, la unión de "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" permite entender y ejercitar en nuestra vida personal aquella libertad de que gozamos en la esfera de la Iglesia y en las cosas temporales, considerándonos a un tiempo ciudadanos de la ciudad de Dios (cfr. Ef 2, 19) y de la ciudad de los hombres 325. En la misma personalidad de san Josemaría se percibe nítidamente la compenetración entre alma sacerdotal y mentalidad laical, favorecida desde muy pronto por algunas circunstancias de su vida. Sin detenernos en detalles biográficos 326, recordemos que en el último período de estudios en el seminario de Zaragoza, cursaba también la carrera de Derecho en la Universidad civil, lo que le permitió mantenerse en contacto con modos de pensar diversos de los habituales en el ambiente del seminario. Los testimonios de sus colegas durante esos años, recogidos más tarde con vistas a la causa de canonización y publicados en una monografía 327, señalan la naturalidad con la que se movía con espíritu sacerdotal en ese ambiente laical, donde se encontraba "como pez en el agua" 328; y, viceversa, en el entorno eclesiástico del seminario, resaltaba su sintonía con un modo de pensar cristianamente laical así como su empeño por cultivar las virtudes que reclama el trato y la convivencia en la esfera civil. Esta unión de los dos aspectos confirió un tono característico a su personalidad y a su acción apostólica, decisivo para asentar sobre bases de profunda armonía la necesaria cooperación entre sacerdotes y laicos de cara a realizar conjuntamente la misión apostólica de santificar el mundo desde dentro. Ya en la primera residencia para estudiantes que promovió en Madrid en 1934, la "Academia-Residencia DYA", quiso que el director no fuera un sacerdote sino un laico: un profesional competente en su campo –era arquitecto– y en la tarea de gobernar una residencia, a la vez que con afán apostólico y preparación para impartir formación cristiana a los estudiantes 329. Los ejemplos podrían multiplicarse porque, a lo largo de su vida, fueron numerosos los laicos y los sacerdotes que aprendieron por medio de su ejemplo a fusionar en sus vidas el "alma sacerdotal" y la "mentalidad laical" que les transmitía, como cualidades propias del "sentido de la filiación divina". 3.2 Fundamento para tender al fin último de la vida cristiana Desde antiguo se ha observado que Dios atrae a sus hijos hacia sí moviéndolos no tanto desde fuera cuanto desde dentro de ellos mismos. Se encuentran como inclinados por un instinto interior, en virtud del principio de vida sobrenatural que les ha sido concedido. La criatura humana es sólo capax gratiae, pero una vez hecha partícipe de la naturaleza divina, tiene en sí misma una positiva propensión a desarrollar más y más esa vida de Dios en su alma. San Agustín comenta en este sentido las palabras de Jesús "nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre" (Jn 6,44): "No vayas a creer que eres atraído contra tu voluntad; el alma es atraída también por el amor. (...) Me parece poco decir que somos atraídos libremente; hay que decir que somos atraídos incluso con placer. (...) Muestra una rama verde a una oveja, y verás cómo atraes a la oveja; enséñale nueces a un niño, y verás cómo lo atraes también, y viene corriendo hacia el lugar a donde es atraído; es atraído por el amor, es atraído sin que se violente su cuerpo, es atraído por aquello que desea. Si, pues, estos objetos, que no son más que deleites y aficiones terrenas, atraen, por su simple contemplación, a los que tales cosas aman, porque es cierto que "cada cual es atraído por su deseo", ¿no va a atraernos Cristo revelado por el Padre? (...) Dichosos, por tanto –dice–, los que tienen hambre y sed de la justicia –entiende, aquí en la tierra–, porque –allí, en el cielo– ellos quedarán saciados. Les doy ya lo que aman, les doy ya lo que desean; después verán aquello en lo que creyeron aun sin haberlo visto; comerán y se saciarán de aquellos bienes de los que estuvieron hambrientos y sedientos" 330. En bastantes obras de espiritualidad se habla de esta tendencia del hombre hacia Dios. A veces las consideraciones no revisten particular fuerza operativa, pero no faltan autores que enseñan a tomar conciencia de esa inclinación interior a la unión con Dios y a fomentarla, para ser atraídos sin obstáculos por Él. La clásica obra de Alonso Rodríguez, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, publicada en 1614 y reeditada numerosas veces, comienza tratando del "deseo de perfección" como base de la vida espiritual: si falta este deseo es difícil que el alma se mueva hacia Dios y que se pongan en juego todas las energías para buscar la santidad 331. En san Josemaría el planteamiento se hace radical. El deseo de perfección ha de apoyarse en la conciencia de ser hijo de Dios, hijo muy amado. Este es el fundamento último, el cimiento de la santidad moral. Volvamos un momento al texto de san Agustín que nos puede iluminar sobre este punto. Es razonable pensar que el niño no se moverá a tomar las nueces que le ofrece su padre –aunque le gusten y las desee– si no sabe que es su padre quien se las ofrece o si no se siente querido por él. En último término, el deseo no basta. Sólo se dejará atraer si se reconoce hijo de un padre que le ama y le ofrece sus dones. Pasando del ejemplo a la realidad, podemos decir que cuando san Josemaría enseña que el fundamento de nuestra vida espiritual es el sentido de nuestra filiación divina 332, está indicando la base en la que se apoya la respuesta del cristiano a Dios Padre que le llama y le ofrece sus dones: el alimento de su vida sobrenatural, la familiaridad con Él como hijo suyo en Cristo por el Espíritu Santo, y la herencia de los hijos. El "sentido de la filiación divina" es el resorte que lanza al hijo hacia su Padre Dios. En último término corre hacia la unión con Él no sólo porque le ofrece un premio, sino porque se sabe hijo querido por Él. "Nosotros amamos, porque Él nos amó primero" (1Jn 4, 19). Este planteamiento simplifica mucho la vida espiritual: Para hacer los cimientos de un edificio, a veces hay que ahondar mucho, llegar a una gran profundidad, hacer grandes soportes de hierro y hundirlos hasta que se apoyen sobre roca. Pero no hay necesidad de eso si se encuentra enseguida terreno firme. Para nosotros la roca es ésta: piedad, filiación divina 333. En realidad, siempre que se busca un fundamento sólido para la vida espiritual se acabará hallando la filiación divina, porque esta es la verdad del ser cristiano. San Josemaría enseña a "excavar", por así decir, allí donde esa base firme se encuentra enseguida. Su consejo es bien sencillo: Hay que esforzarse por ser hijos que procuran darse cuenta de que el Señor, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo 334. Se precisa un esfuerzo, pero ese "procurar darse cuenta" de que somos hijos de Dios, es algo no sólo asequible sino cordial. No es más de lo que pide un padre cuando le dice a su hijo: "mírame..., soy tu padre que te quiere mucho". El cristiano es atraído por Dios con gusto. El panorama de la vida espiritual, con la exigencia de llevar la cruz en pos de Jesús, se torna entonces dulce y amable. La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador 335. No se han inventado todavía las palabras, para expresar todo lo que se siente –en el corazón y en la voluntad– al saberse hijo de Dios 336. Numerosos pasajes neotestamentarios pueden leerse en este sentido. Por ejemplo, escribe el Apóstol: "¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados en su muerte? Pues (...) así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva" (Rm 6, 3-4). Es como si dijera: "Si fuerais más conscientes de que habéis nacido como hijos de Dios en el Bautismo, procuraríais vivir como hijos de Dios". O también, señalando una aplicación concreta: "¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (...). Huid de la fornicación (...). Glorificad a Dios en vuestro cuerpo" (1Co 6, 15.18.20). Es como si dijera: "Si tuvierais en cuenta que sois hijos de Dios, emplearíais vuestro cuerpo para dar gloria a vuestro Padre Dios". En esta línea se mueven las exhortaciones de diversos Padres de la Iglesia. Baste recordar las célebres palabras de san León Magno: "Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro..." 337. El tono de las enseñanzas de san Josemaría engarza perfectamente con esta tradición espiritual. Lo que propone se encontraba ya ahí, y él ha sabido reconocer, gracias a la luz divina, la trascendencia que tiene para la vida cristiana saberse hijo de Dios. Poner expresamente el sentido de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual es una enseñanza válida para todos los cristianos, porque todos han de llamar "Padre" a Dios y reconocerse hijos suyos 338. El mensaje de san Josemaría se dirige a la multitud de fieles que han recibido esta dignidad en el Bautismo y están llamados a la santidad, señalándoles un cimiento sólido y accesible para alcanzar la identificación con Cristo. La imagen del "cimiento" o del "fundamento" no debe llevar a pensar que el sentido de la filiación divina es una base "inerte" del edificio de la santidad y del apostolado. Para san Josemaría es un fundamento "vivo", dinámico, del que surge la vida cristiana como una planta de su raíz. La filiación divina, escribe, es una verdad gozosa que fundamenta toda nuestra vida espiritual, que llena de esperanza nuestra lucha interior y nuestras tareas apostólicas 339. Y en otro momento ejemplifica la potencialidad del sentido de la filiación divina para sustentar y dirigir toda la conducta a Dios: Para el apostolado, ninguna roca más segura que la filiación divina; para el trabajo, ninguna fuente de serenidad fuera de la filiación divina; (...) para nuestros errores, aunque se estén palpando las propias miserias, no hay más consuelo ni mayor facilidad, si de veras se quiere ir a buscar el perdón y la rectificación, que la filiación divina 340. El "sentido de la filiación divina" es, como decíamos, un fundamento "vivo", un cimiento palpitante que impulsa a orientar a Dios todas las situaciones: una raíz que suministra energía vital para tender en todas las actividades al fin último de la vida cristiana. Y como ya sabemos, san Josemaría enuncia de modo triple ese fin último: "dar gloria a Dios", "buscar que Cristo reine", "procurar que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María". Estas expresiones genéricas se traducen en la enseñanza de san Josemaría en tres formulaciones más específicas, según hemos estudiado en la Parte I: "contemplar a Dios en la vida ordinaria", "poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas", "hacer de la Misa el centro y la raíz de la vida interior". Por esto dedicaremos los apartados siguientes a mostrar (o al menos a dejar apuntado) cómo la "conciencia de ser hijos de Dios" conduce 1) a vivir para la gloria Dios siendo contemplativos en medio del mundo; 2) a buscar que Cristo reine poniéndole en la cumbre de la propia actividad profesional; 3) a edificar, como exigencia de su gloria y de su reinado, la Iglesia en nosotros mismos y en los demás haciendo de la Eucaristía el centro y la raíz de la vida cristiana. Este último aspecto lo ampliamos señalando 4) cómo el sentido de la filiación divina nos hace vivir una profunda filiación a la Iglesia y a Santa María. 3.2.1Para ser contemplativos en medio del mundo Para ver cómo este fundamento vivo y dinámico proyecta hacia el fin, el primer punto que analizaremos se puede enunciar así: saberse hijos de Dios impele a vivir para su gloria buscando ser contemplativos en la vida ordinaria. Recordemos en pocas palabras que dar gloria a Dios es conocerle y amarle, vivir vida sobrenatural, cumpliendo su Voluntad con obras. En último término es transformar todo en oración, trato con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; y esa oración puede ser contemplativa, si Dios lo concede. San Josemaría enseña concretamente a buscar la contemplación en las actividades ordinarias. Todo esto se ha estudiado en el capítulo 1º. Ahora sólo hemos de añadir que el sentido de la filiación divina es fundamento de la vida espiritual precisamente porque conduce a la vida contemplativa: al trato con las tres Personas divinas como hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo, en la vida cotidiana. Quien es consciente de su filiación procura "vivir constantemente metido en Dios, endiosado" 341. No sólo pasivamente –porque, con la gracia, Dios nos mete dentro de su Vida divina–, sino participando con la inteligencia, la voluntad y los afectos en esa eterna actividad de Conocimiento y Amor que es el misterio de Dios Uno y Trino. Así como el cimiento de una casa "espera" el edificio, o como la semilla de una planta "pide" su desarrollo, así también el sentido de la filiación divina es base y fuerza para el crecimiento hacia la santidad, porque espera y pide esa vida contemplativa que glorifica a la Santísima Trinidad y lleva al cristiano a su plenitud y felicidad. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo 342. Cuando los discípulos suplican a Jesús: "enséñanos a orar" (Lc 11, 1), el Señor les revela el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios, y que podemos entretenernos confiadamente con Él, como un hijo charla con su padre 343. San Josemaría enseña a cultivar este trato: Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y dile –a solas, en tu corazón– que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo. Supone un auténtico programa de vida interior 344. Este "programa de vida interior" es un camino de oración y de contemplación "en medio del mundo": Estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios 345. En las últimas palabras –"porque es hijo de Dios"– está la clave de lo que ahora nos interesa. La conciencia de ser hijo de Dios lleva a estar "metido en Dios", estando a la vez "metidos" en los quehaceres profesionales o familiares, convirtiéndolos en oración: en una oración que puede llegar a las cimas de la contemplación, coronando la aspiración de dar gloria a Dios. Por lo demás, el sentido de la filiación divina da un tono peculiar a la oración. Nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños 346. Lleva a iniciar y a mantener el diálogo con la misma espontaneidad y confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre 347. Es una oración de hijos que se saben indigentes de todo y necesitados de perdón 348, con una seguridad completa de la misericordia del Padre que lleva al abandono en sus manos y al afán de identificar plenamente nuestra voluntad con la de Dios 349. Esa confianza ilimitada glorifica a Dios y encierra a su vez la felicidad del hombre: el abandono en la Voluntad de Dios es el secreto para ser feliz en la tierra 350. La vida cristiana fundada en el sentido de la filiación divina se distingue por el abandono en las manos de Dios, con su sello inconfundible de paz y de alegría, frutos del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22). 3.2.2Para poner a Cristo en la entraña de las actividades humanas Para dar gloria a Dios es preciso buscar que Cristo reine. No puede ser contemplativo en medio el mundo (y así dar gloria a Dios) quien no procura poner a Cristo en la entraña de todo su quehacer, pues sólo así le permite reinar en su vida y puede cooperar, participando de su mediación sacerdotal, a que reine en la sociedad. Esto es, en síntesis, lo que ya hemos estudiado en el capítulo 2º. Ahora se trata sólo de ver cómo el sentido de la filiación divina conduce efectivamente a poner a Cristo en la entraña de la actividad que cada uno desarrolla en medio del mundo. La cuestión es bastante clara, porque quien se sabe hijo de Dios tiene conciencia de que la vida de Cristo es vida nuestra 351, y esto necesariamente le impulsa a buscar la identificación con Él. Consecuencia de esa búsqueda es que Cristo reina efectivamente en su vida, cada vez más profundamente Y así como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor 352, tampoco pueden separarse –en un cristiano que vive la vida de Cristo– su condición de hijo de Dios, por la que está llamado a tomar parte en la vida intratrinitaria, y su participación en la mediación sacerdotal de Cristo, por la que está llamado a corredimir. El sentido de la filiación divina, al "reclamar" la identificación con Cristo, exige y aviva el afán apostólico: conduce a dejar reinar a Cristo en la propia existencia y a cooperar con Él en la extensión de su reinado: a amarle y a hacerle amar. Veamos los diversos aspectos del tema, siguiendo el orden que establecimos en el capítulo 2º. Lo haremos sólo en líneas generales, sin detenernos en todos los puntos. En primer lugar, querer que Cristo reine implica recibir su mediación: seguirle e imitarle. La conciencia de la filiación divina impulsa precisamente a esto: "nos habla de nuestro esfuerzo por imitar a Jesús, pero no como la consecución de un simple parecido exterior, sino como la consecuencia de que sea Él el que vive en nosotros, en su unidad-distinción con el Padre, como Hijo Unigénito" 353. Imitando a Cristo, alcanzamos la maravillosa posibilidad de participar en esa corriente de amor, que es el misterio del Dios Uno y Trino 354. En segundo lugar, querer que Cristo reine lleva a ejercer el propio sacerdocio, siendo con Cristo y en Cristo mediadores entre Dios y los hombres. El sentido de la filiación divina estimula y vigoriza la conciencia de este sacerdocio que un hijo de Dios está llamado a desplegar, tanto de modo ascendente –ofreciendo oraciones y sacrificios (el sacrificio de la "voluntad propia") a Dios Padre–, como de modo descendente, siendo instrumento de Cristo para salvar a los hombres. Fuente de estas ideas son las siguientes palabras de san Josemaría: Cada uno de nosotros ha de ser ipse Christus. Él es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5); y nosotros nos unimos a Él para ofrecer, con Él, todas las cosas al Padre. Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, nos exige que no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por los senderos de la tierra, para convertirlos en trochas que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor; que tomemos parte como ciudadanos corrientes en todas las actividades temporales, para ser levadura (cfr. Mt 13, 33) que ha de informar la masa entera (cfr. 1Co 5, 6) 355. El sentido de la filiación divina en Cristo implica sentirse enviado, como Él, peccatores salvos facere (1Tm 1, 15), para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo, y Él se dio a sí mismo en rescate por todos (1Tm 2, 6) 356. La conciencia de la filiación divina alimenta el sentido sacerdotal de la propia vida suscitando una actitud positiva ante el sacrificio y el dolor, vistos como medio y ocasión para corredimir con Cristo. San Josemaría afirma que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su Padre! 357 Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria 358. Puede verse aquí un rasgo característico del espíritu de filiación divina: hacer "sólida" o estable la alegría. Un hijo de Dios sabe que para ser mediador en unión con Cristo ha de abrazar la Cruz y no ve en esto una desgracia contraria al gozo y a la paz. La conciencia filial lleva a reconocer el valor redentor del dolor físico o moral y a no perder la alegría cuando se presentan 359. En los párrafos anteriores nos hemos referido sustancial-mente a la mediación ascendente. Fijémonos ahora en que el sentido de la filiación divina es fundamento e impulso también para prolongar la mediación sacerdotal descendente: para ser instrumentos de Cristo en la comunicación de la vida sobrenatural y para transformar las realidades terrenas según el querer de Dios. "Divinizar el mundo, reconducir todas las cosas a Dios, como consecuencia de nuestro propio endiosamiento, de nuestra propia divinización: éste es el término del apostolado cristiano, que se fundamenta en la filiación divina, porque es consecuencia necesaria de nuestro ser ipse Christus; y en Cristo –único Mediador– somos corredentores y mediadores" 360. "Si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados" (Rm 8, 16-17). La herencia de los hijos adoptivos es la visión de Dios cara a cara en la gloria futura, pero no hay que olvidar –ya lo hemos comentado anteriormente 361– que los bienes creados también forman parte de esta herencia, una vez que hayan sido plenamente ordenados a Dios y reflejen su gloria sin las sombras ocasionadas por el pecado 362. El sentido de la filiación divina lleva a tomar posesión de esta herencia: a buscar la contemplación de Dios y a ordenar todas las cosas al Reino. En un fiel corriente, filiación y herencia se vinculan de modo peculiar, porque está llamado a identificarse con Cristo santificando precisamente las actividades de la vida ordinaria secular y civil. Podemos decir que está llamado a apropiarse del Cielo tomando posesión de la tierra. En este sentido deben entenderse las siguientes palabras: Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención 363. No es que el cristiano corriente deba buscar "primero" la identificación con Cristo y "después" santificar las actividades temporales. Más bien ha de poner el sentido de la filiación divina –la búsqueda de la identificación con Cristo en la vida ordinaria– como fundamento de la santificación de las realidades terrenas. Otro texto lo muestra con transparencia: Nos enseña la Sagrada Escritura que, concluida la obra maravillosa de la Creación, terminados el cielo y la tierra con su espléndido cortejo de seres (cfr. Gn 2, 1), contempló Dios todo lo que había hecho y vio que todo era muy bueno (Gn 1, 31). Fue el pecado de Adán el que rompió esta divina armonía de la Creación. Pero Dios Padre, llegada la plenitud del tiempo, envió al mundo a su Hijo Unigénito para que restableciera esta paz: para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar de la intimidad divina; y para que así fuera también posible a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 9-10), que las ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20) (...). El Señor nos llama para que le imitemos como hijos suyos queridísimos –estote ergo imitatores Dei, sicut filii carissimi (Ef 5, 1), sed imitadores de Dios, como hijos suyos muy queridos–, colaborando humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina: de restablecer la divina concordia de todo lo creado 364. El Salmo 2, que san Josemaría recomendaba meditar con frecuencia, expresa esta relación entre filiación divina y herencia de las realidades creadas: "Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Pídeme, y te daré en herencia las naciones, en propiedad hasta los confines de la tierra" (Sal 2, 7-8). Poseer las realidades creadas es santificarlas, y esto sólo es posible con la gracia de Dios (el Salmo exhorta, en efecto, a implorarlo: "Pídeme..."). Del sentido de la filiación divina nace el impulso de pedir a Dios la herencia de los hijos: que nos conceda santificar las realidades terrenas y nos lleve así a la plenitud de la filiación divina en la gloria. 3.2.3 Para edificar la Iglesia haciendo de la Santa Misa el centro y la raíz de la vida interior Recordemos, como premisa de este punto, que la gloria de Dios y el reinado de Cristo exigen que "todos, con Pedro, vayan a Jesús por María": la edificación de la Iglesia. Y la Iglesia se edifica con "piedras vivas" (1P 2, 5), los cristianos que buscan su santificación personal y ejercen el apostolado. A esto los impulsa precisamente el sentido de su filiación divina: a la santificación personal, es decir, a la unión con Cristo en la Iglesia, a través de los medios que les proporciona; y al apostolado, sabiéndose miembros de Cristo para atraer a todos los hombres a su Cuerpo. El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera 365. Es en la Eucaristía donde se realiza de modo supremo la unión sacramental con Cristo y donde el cristiano es enviado a todas las almas para atraerlas a la Iglesia o unirlas más profundamente a la Cabeza. La comunión de los hombres con Dios en Cristo –la Iglesia–, se forma y edifica por medio de la Eucaristía. "Muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan" (1Co 10, 17), escribe el Apóstol. Quien participa de la Eucaristía y procura que participen otros, edifica la Iglesia. En la enseñanza espiritual de san Josemaría, todo esto se traduce en hacer de la Santa Misa "centro y raíz" de la vida interior, según vimos en el capítulo 3º. Con estas premisas podemos subrayar ahora lo que directamente nos interesa: el sentido de la filiación divina es cimiento sólido para edificar la Iglesia. Quien tiene conciencia de ser hijo de Dios, de "ser Cristo", ve la Iglesia como la ve Cristo, como a su Cuerpo, de modo que esa conciencia le impulsa a cuidarla y fortalecerla, a desarrollarla o edificarla, "pues nadie aborrece nunca su propia carne, sino que la alimenta y la cuida, como Cristo a la Iglesia" (Ef 5, 29). Esto resulta aún más claro teniendo presente lo que supone la Eucaristía para la Iglesia. El cristiano que se sabe Cristo, querrá unirse al Sacrificio de Cristo del que procede toda la vida de la Iglesia. ¿No lo manifiesta san Pablo cuando, después de declarar a los Colosenses que Cristo vive en el cristiano (cfr. Col 1, 24), se lo aplica a sí mismo y escribe: "completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 27)? Como el Apóstol, quien está embebido de su filiación divina sabe que Cristo vive en él y aspira, por tanto, a "completar" en su propia carne la entrega de Cristo. Esto se realiza en la Santa Misa, renovación sacramental del Sacrificio del Calvario, que permite al cristiano ofrecerse al Padre en unión con Cristo por el Espíritu Santo para atraer a todos los hombres a su Cuerpo místico. El sentido de la filiación divina lleva a edificar la Iglesia haciendo de la Santa Misa el centro y raíz de la vida cristiana 366. Para quien tiene conciencia de "ser Cristo", la Misa no es una ceremonia en la que está presente como espectador o a la que asiste desde fuera. Se sentirá implicado con todo su ser en el Sacrificio, lo percibirá como "suyo" precisamente porque se sabe ipse Christus. Dirá como san Josemaría: "Nuestra" Misa, Jesús... 367, y experimentará la "necesidad" de la comunión eucarística: Me explico tu afán de recibir a diario la Sagrada Eucaristía, porque quien se siente hijo de Dios tiene imperiosa necesidad de Cristo 368. Del costado abierto de Jesús crucificado nació la Iglesia; el cristiano que se sabe uno con Él deseará unirse a su Sacrificio para coope rar en la edificación del Cuerpo místico 369. Y esto no sólo al participar en la celebración litúrgica, sino a lo largo de toda la jornada, aspirando a convertir el cumplimiento de sus deberes en "una misa". La base de tan grande aspiración es el sentido de la filiación divina. a) "Mi Madre la Iglesia" La filiación a la Iglesia y la filiación a María no son distintas, como veremos después. La cuestión de cuál se ha de tratar primero es de carácter didáctico. Si se parte de que María es "Madre de la Iglesia" 369 bis, deberíamos hablar antes de la filiación a María. Si se considera que es miembro de la Iglesia, aunque "sobreeminente y del todo singular" 369 ter, podemos referirnos primero a la filiación a la Iglesia. Hemos escogido este segundo orden porque resulta más claro en el contexto de este apartado (la edificación de la Iglesia). El sentido de la filiación divina impele al cristiano a mirar a la Iglesia como Madre que da a sus hijos la vida sobrenatural y a gozarse de esa maternidad. ¡Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa! 370. Esta tierna locución –"mi Madre la Iglesia"–, se encuentra por todas partes en la predicación de san Josemaría, como ya vimos al inicio del capítulo 3º. La filiación a la Iglesia es un sentimiento profundo del alma de un hijo de Dios porque "de Ella y en Ella nacemos a la vida de la gracia, por el Bautismo, y nuestra vida sobrenatural crece siempre in Ecclesia. Por eso, nuestro nacer como hijos de Dios es ex Deo, pero también ex Ecclesia. Así, somos hijos de Dios en cuanto que somos hijos de la Iglesia, y viceversa: una cosa supone y lleva consigo la otra. La maternidad de la Iglesia es, en cierto modo, una expresión o manifestación de la paternidad divina respecto a sus hijos adoptivos" 371. San Josemaría repite el conocido axioma de san Cipriano: "No puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre" 372. Saberse hijo de Dios implica reconocerse hijo de la Iglesia, familia de hijos de Dios 373. No es un reconocimiento teórico o intelectual, sino amoroso, de amor filial, que impulsa al cristiano a ser buen hijo de la Iglesia, a "edificar" la familia de los hijos de Dios procurando intensificar su comunión personal con Dios Padre en el Hijo por el Espíritu Santo y extender esa comunión a otras personas con el afán de que abrace a la humanidad entera. El amor filial a la Iglesia hace sentir la responsabilidad de ser personalmente santo y de que lo sean todos los miembros de la Iglesia, así como de atraer a Ella a todos los hombres y mujeres, cooperando con el Espíritu Santo para llevar a todos los medios de santificación a través de los cuales la Iglesia-Madre comunica la vida sobrenatural. El principal, al que se orientan todos los demás, es la Eucaristía, sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, "pan de los hijos" 374, alimento que une íntimamente con Él haciendo crecer como hijos de Dios. "La Eucaristía –escribe monseñor Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, inspirándose en la enseñanza de san Josemaría– se denomina "pan de los hijos" con toda justicia, porque desarrolla y robustece la participación del hombre en la Filiación eterna que es el Verbo. La Eucaristía se nos presenta como el sacramento que aumenta, perfecciona y lleva a plenitud esa participación del cristiano en la Filiación divina que Cristo posee personalmente en plenitud" 375. San Josemaría habla frecuentemente no sólo de filiación a la Iglesia sino también al Papa. Muchas veces las menciona juntas, animando a ser buenos hijos de la Iglesia y del Papa 376, porque efectivamente son una sola cosa, ya que la segunda no es otra cosa que manifestación visible y necesaria de la primera. El sentido de la filiación divina, al entrañar la filiación a la Iglesia, urge a expresarla en la filiación al Papa. Ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus. Queremos estar con Pedro, porque con él está la Iglesia, con él está Dios; y sin él no está Dios (...). Amad mucho al Padre Santo. Rezad mucho por el Papa. Queredlo mucho, ¡queredlo mucho! 377 "Rezar" por el Papa y "querer" al Papa: son dos aspectos del amor filial a los que se refiere san Josemaría en este texto. Otras veces habla de afecto o de cariño "sobrenatural y humano": de un amor que tiene manifestaciones sobrenaturales, como la oración y el sacrificio por el Papa, y también humanas, con expresiones diversas según los modos de ser y las circunstancias que, en todo caso, no se reducen a sentimientos sino que los trascienden, ya que este amor radica directamente en la voluntad. Ciertamente reclama, para ser amor filial verdadero, obediencia a su potestad suprema y adhesión a su Magisterio. En este sentido, las expresiones de filiación al Papa se convierten en cauce para vivir como hijos de Dios. Y viceversa, para ser buenos hijos del Papa, no tengo otra receta que ésta: santidad 378. Sobre la conexión entre la filiación divina y la filiación al Papa vale la pena recordar que "Padre" es el nombre propio de la primera Persona de la Santísima Trinidad, Paternidad subsistente, y que nadie más puede ser llamado "Padre" en este sentido pleno y per fecto: "A nadie llaméis padre vuestro sobre la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial" (Mt 23, 9) 379. Esa paternidad está presente en el Hijo Unigénito hecho hombre, por la unidad de las Personas divinas en su distinción relativa: "el que me ha visto a mí ha visto al Padre" (Jn 14, 9), dice el Señor. Pero además, Dios ha querido reflejar su paternidad en sus hijos, de diversos modos (cfr. Ef 3, 14-15). Hay una generación humana natural con la correspondiente paternidad y hay también una generación sobrenatural que da lugar a una paternidad espiritual (cfr. Jn 1, 13). De esta última se sentían depositarios los Apóstoles cuando el Señor les envió como Él había sido enviado por el Padre (cfr. Jn 20, 21) para comunicar la vida sobrenatural, enseñando el Evangelio y bautizando (cfr. Mt 28, 19). Hondamente debía sentir san Pablo esa paternidad cuando escribe: "Aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, no tenéis muchos padres, porque yo os engendré en Cristo Jesús por medio del Evangelio" (1Co 4, 15). "Hijos míos, por quienes padezco otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros" (Ga 4, 19). Después de los Apóstoles, esa paternidad sobrenatural corresponde en la Iglesia a los Obispos y ante todo a su cabeza, el Sucesor de Pedro, Pastor Universal. Él es llamado "Santo Padre", por ser el primer depositario de una verdadera paternidad santa, sobrenatural. Y es el Padre común a todos, según enseña el Concilio Vaticano I: "el Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, y verdadero vicario de Jesucristo, y cabeza de toda la Iglesia, y padre y maestro de todos los cristianos" 380. San Josemaría lo llama así algunas veces: Padre común 381 de los cristianos. No nos detenemos a señalar que también hay una paternidad espiritual propia de los demás pastores de la Iglesia, no sólo del Papa y de los Obispos 382, y de todo cristiano que, mediante el ejercicio del sacerdocio común, se puede decir que engendra a Cristo en los demás cuando coopera con el Espíritu Santo en la transmisión de la vida sobrenatural. La filiación a la Iglesia y al Papa, como exigencia y manifestación de la filiación divina, es algo común a todos los cristianos. Junto a ella –o, más exactamente, "dentro" de ella– san Josemaría habla de otras realidades de filiación derivadas de su misión de fundador del Opus Dei. Nos referiremos brevemente a ellas porque, aunque directamente atañen sólo a quienes forman parte del Opus Dei, contienen una enseñanza más general acerca de la filiación a la Iglesia y en la Iglesia. El fundador llama con frecuencia "madre" a la Obra (al Opus Dei). Escribe, por ejemplo: tenemos esta Madre amabilísima que es la Obra 383... Se expresa de este modo porque tiene conciencia de que el Opus Dei ha de alimentar la vida espiritual de sus miembros con una sólida formación cristiana. Exhorta a sus miembros a "cuidar a la Obra" como a una madre, lo cual es concreción, para ellos, del deber de cuidar de la Iglesia, porque Dios les ha confiado de modo especial esa parte de su familia. Les alienta a buscar la santidad, siendo fieles a su llamada, para proteger la santidad de la Obra, nuestra Madre 384. El sentido de la filiación divina comporta además para ellos una actitud filial hacia el fundador, a quien Dios concedió una paternidad espiritual de la que era consciente desde el inicio: no puedo dejar de levantar el alma agradecida al Señor, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra (Ef 3, 15-16), por haberme dado esta paternidad espiritual, que, con su gracia, he asumido con la plena conciencia de estar sobre la tierra sólo para realizarla. Por eso, os quiero con corazón de padre y de madre 385. La finalidad de este don divino no era solamente fundar el Opus Dei, sino también dirigirlo como cabeza de una familia, ejerciendo el oficio del Buen Pastor. En este último sentido, dicha paternidad se extiende a sus sucesores. Así lo explicaba monseñor Javier Echevarría al tomar posesión del cargo de Prelado del Opus Dei en 1994, después del fallecimiento del Siervo de Dios Álvaro del Portillo: "Gracias a la paternidad especialísima que el Señor concedió a san Josemaría para fundar el Opus Dei (...) es una verdadera familia de vínculos sobrenaturales. Sobre el fundamento de esa paternidad –de la que participarán todos los sucesores de nuestro Padre hasta el fin de los tiempos–, en la Obra se mantendrá siempre vivo, con la gracia de Dios, este espíritu de familia que le es consustancial" 386. b) "Mi Madre Santa María" El "sentido de la filiación divina" comporta necesariamente el "sentido de la filiación a Santa María". Mi Madre Santa María 387, escribe a menudo el Fundador del Opus Dei, como tantos otros santos. En su caso es una dimensión esencial de su sentido de la filiación divina porque, quien se sabe hijo de Dios –"otro Cristo, el mismo Cristo"– ¿cómo no se ha de reconocer hijo de la Madre de Jesús? Cristo, su Hijo santísimo, nuestro hermano, nos la dio por Madre en el Calvario, cuando dijo a San Juan: he aquí a tu Madre (Jn 19, 27) 388. Como decíamos antes, la filiación a la Iglesia y la filiación a Santa María no son dos filiaciones distintas. La vida sobrenatural que se nos da por mediación de María la recibimos en y a través de la Iglesia. La Virgen no es sólo el miembro más eminente de la Iglesia, sino su "figura" (typus) 389. En cierto modo la representa. Si la filiación a la Iglesia puede resultar una noción abstracta, en la filiación a María se convierte en algo personal: en María, la Iglesia adquiere los rasgos de una Madre de esta tierra. El sentido de la filiación divina y de la filiación a la Iglesia, obtienen así un tono familiar y cercano. Dios ha querido introducirnos en la vida trinitaria por un camino que se nos presenta seguro, que invita a una confianza total, que está lleno de dulzura. Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! 390, Corazón dulcísimo de María, prepáranos un camino seguro, invocaba muchas veces san Josemaría, porque su dulce corazón conoce el sendero más seguro para encontrar a Cristo 391. Te aconsejo (...) que hagas, si no lo has hecho todavía, tu experiencia particular del amor materno de María. No basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces. Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo 392. San Josemaría desea grabar en las almas la dulce convicción de la maternidad sobrenatural de la Virgen Santísima. Con palabras que derivan de su experiencia de la filiación divina, contempla a María como a una Madre con dos hijos, frente a frente: Él... y tú 393, y muestra que su misión materna es cooperar con el Espíritu Santo para unirnos al Hijo primogénito: Nuestra Señora, Santa María, hará que seas alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, ¡el mismo Cristo! 394 En las palabras "hará que seas..." se concentra de algún modo la profunda comprensión de la maternidad de la Virgen en la economía de la gracia, a la que ya nos hemos referido 395. María no sólo implora para nosotros la vida sobrenatural, como hacen los santos. Su mediación es verdaderamente "materna", porque, de algún modo, nos engendra a esa vida. Este es el trasfondo doctrinal de las continuas exhortaciones de san Josemaría a acudir a la Santísima Virgen como Madre nuestra 396. Desde el sentido de la filiación divina se ve a María, además, como modelo, speculum iustitiae, reflejo perfecto de Cristo. Resulta natural querer parecerse a Ella como un hijo se parece a su madre. Se trata, desde luego, de imitar sus virtudes, pero el cristiano ha de tomar, además, ejemplo de la cooperación de María con el Espíritu Santo en la formación de la Iglesia y en la transmisión de la vida sobrenatural. La Virgen nos muestra cómo se lleva a cabo la misión apostólica, cómo se atrae a los demás a Cristo, cómo se edifica en ellos la Iglesia. En este sentido profundo el cristiano ha de ser como María: Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con Él por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual 397. c) "San José mi Padre y Señor". "De la trinidad de la tierra a la Trinidad del Cielo" Junto a la filiación a la Virgen Santísima, san Josemaría contempla la filiación a san José a quien llama frecuentemente mi Padre y Señor o nuestro Padre y Señor 398. Un trazo característico de su predicación es el de no "separar" a José de María. Aunque la paternidad de san José respecto a Jesús se encuentra en un orden diverso al de la maternidad de la Virgen, no se reduce a un título jurídico: es auténtica paternidad establecida por Dios, y se extiende espiritualmente a quienes están unidos a Cristo 399. De ahí que saberse "ipse Christus" comporta también saberse, además de hijo de María, hijo de san José. La paternidad de san José sobre los hijos de Dios se manifiesta en que es protector y maestro de vida interior: maestro que enseña al cristiano a identificarse con Cristo. San José es realmente Padre y Señor, que protege y acompaña en su camino terreno a quienes le veneran, como protegió y acompañó a Jesús mientras crecía y se hacía hombre. Tratándole se descubre que el Santo Patriarca es, además, Maestro de vida interior: porque nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con Él, a sabernos parte de la familia de Dios 400. José enseña a ir a Jesús por María, predica el fundador del Opus Dei. La filiación a san José se revela así de una importancia extraordinaria: su intercesión lleva al trato filial con la Virgen Santísima, y ambos conducen a la identificación con Jesús. Acudo a San José, que es mi Padre y Señor; y con él, voy a su Esposa, la Virgen Madre, que es también Madre mía. Con María y con José me acerco hasta Jesús (...). Entonces, sabiendo que nos escucha, que nos ama; sabiendo que somos Cristo –porque Él nos asume de alguna manera–, nos da alegría alabarlo así: gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo 401. Éste es el itinerario de la vida cristiana: a través de Jesús, María y José, la trinidad de la tierra, cada uno encontrará su modo propio de acudir al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, la Trinidad del Cielo 402. Nos encontramos ante una doctrina que abarca toda la vida espiritual. "De la trinidad de la tierra a la Trinidad del Cielo", es una enseñanza de gran profundidad que no hemos encontrado, expresada en estos términos, en ningún otro maestro de vida espiritual. El fin es la unión con la Santísima Trinidad y el camino la trinidad de la tierra. San Josemaría ve en esta trinidad un reflejo de la Trinidad. El reflejo no consiste, evidentemente, en una correspondencia de las personas (como si, junto a Jesús que es el Hijo, María "correspondiera" al Padre y José al Espíritu), pero tampoco consiste simplemente en que sean tres, sino en que son tres corazones, pero un solo amor 403. Es esto lo que constituye a la trinidad de la tierra en camino para la del Cielo. En realidad, el único camino es Jesús (cfr. Jn 14, 6), pero Dios ha querido darnos a Jesús en la familia de María y de José. Esta familia es la cuna de la Iglesia, es ya Iglesia. Por eso mismo es camino en el sentido en que lo es Jesús: no como un camino que se deja atrás cuando se ha alcanzado el fin, sino como "lugar" en el que se nos da el fin, o sea, "lugar" en el que nos unimos a la Santísima Trinidad. La vida sobrenatural tiene así para nosotros una fuente cercana, accesible y, podemos decir, bien dulce y cordial. Entrando en la intimidad de esos tres corazones que forman uno solo, el cristiano se une a Cristo a través de quienes han sido elegidos por Dios para acogerle con amor en esta tierra, y así puede comenzar a contemplar y a participar en la vida íntima de la Santísima Trinidad, de Dios que es amor (cfr. 1Jn 4, 7). De ahí que san Josemaría enseñe a ir a Jesús por María, y a María por medio de José (que lleva a Jesús por María). Este itinerario se recorre no sólo en la oración mental, sino en el desempeño de las tareas familiares y profesionales, porque la familia de Nazaret es también "el taller de José" donde el cristiano aprende a santificar su trabajo profesional y sus quehaceres familiares y sociales, es decir, a convertirlos en oración, en diálogo con las tres Personas divinas a través del diálogo con la trinidad de la tierra. 3.3 Del Bautismo a la Gloria Hemos visto que san Josemaría pone el sentido de la filiación divina como fundamento de la vida cristiana en su dimensión más radical: la del fin último de todas las acciones. Sentirse hijo de Dios lleva a asumir como finalidad de la propia vida dar gloria a Dios, con todo lo que esto encierra –buscar la contemplación de Dios en medio del mundo, poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas, edificar la Iglesia–, según hemos estudiado en la Parte I. Ahora nos detendremos en dos cuestiones que están en la base de las Partes II y III (sobre el sujeto y sobre el camino de la vida cristiana, respectivamente). Veremos primero que el crecimiento de la identificación con Cristo consiste en un incremento de la misma filiación divina así como de la caridad y de la libertad de los hijos de Dios; y que el sentido de la filiación divina conduce a buscar ese crecimiento. En segundo lugar, teniendo en cuenta que el fin último de la vida cristiana y la perfección misma del cristiano (su identificación con Jesucristo) se realizan en el camino de esta tierra, diremos brevemente –son temas que se detallarán en la Parte III– cómo la conciencia de la filiación divina impulsa a recorrer ese camino, es decir: a santificar las realidades temporales, a luchar por amor contra los obstáculos que se oponen a la santidad, y a emplear los medios de santificación y de apostolado de que dispone la Iglesia. 3.3.1 El crecimiento de un hijo de Dios Recordemos unas palabras de san Josemaría ya citadas parcialmente: La santidad, tanto en el sacerdote como en el laico, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina 404. Aparecen en este texto, íntimamente unidos, los términos "santidad", "perfección" y "filiación divina". Indudablemente, la santidad y la perfección son realidades destinadas a crecer desde la primera infusión de la gracia hasta su culminación en la gloria. ¿Se puede decir lo mismo de la filiación divina adoptiva? Las palabras de san Josemaría que acabamos de citar indican que la filiación divina adoptiva tiene una "plenitud". No se trata, por tanto, de una realidad "estática", que permanece siempre igual. Y al estar encaminada a una plenitud parece que debería admitir un progresivo incremento, una intensificación. San Josemaría no lo afirma de modo expreso, pero en nuestra opinión es lo más coherente con las palabras anteriores y, en general, con la noción de filiación divina como participación de la Filiación del Verbo. Esta hipótesis parece chocar, sin embargo, con lo que comúnmente se entiende por filiación. A primera vista la filiación es una relación inmutable: quien es hijo lo es de una vez para siempre. Podrá ser mejor o peor hijo de sus padres, pero no más o menos hijo, ni puede dejar de ser hijo, porque el fundamento de esa relación –el haber sido generado por ellos– es un hecho histórico inconmovible, y también lo es la conformidad en la misma naturaleza humana. Indudablemente esto es así en el caso de la filiación humana, pero ¿lo es también en la filiación adoptiva sobrenatural? Esta filiación ¿es idéntica a la filiación humana? Ante todo hay que tener en cuenta una diferencia fundamental. La filiación divina adoptiva es –según hemos visto en la doctrina de santo Tomás, a la que remite san Josemaría– una participación en una filiación que existe por esencia fuera de los participantes: la Filiación subsistente, que es la Segunda persona de la Trinidad. En cambio, la filiación humana existe sólo en los hombres, no fuera de ellos. Por esta razón es posible participar en diversos grados de la Filiación subsistente (como sucede también en la participación del ser), mientras que la filiación humana es una relación que se predica siempre del mismo modo y no admite grados. La filiación adoptiva sobrenatural es una relación que puede hacerse más íntima, crecer en su mismo ser formal (el "esse ad" constitutivo de toda relación, que en este caso es un "esse ad Patrem in Filio per Spiritum Sanctum") hasta la plenitud trascendente de la gloria (cfr. 1Jn 3, 1). Existe, pues, la posibilidad de crecimiento de la filiación divina adoptiva. Vamos a ver ahora que esa posibilidad está ligada al crecimiento en vida sobrenatural. Para esto conviene considerar primero que la filiación divina adoptiva se puede perder. No porque sea "adoptiva" en el sentido humano –es decir, porque consista en una relación jurídica que puede cesar o desaparecer–, sino porque es posible perder la misma vida sobrenatural de hijo de Dios. En efecto, la filiación divina se llama adoptiva para distinguirla de la Filiación natural del Hijo unigénito, no para asimilarla a la adopción humana. Esta última es una realidad jurídica que no se funda en la transmisión de la vida, mientras que en la adopción sobrenatural hay una verdadera generación, una comunicación de vida sobrenatural (análogamente a como la hay en la filiación humana natural). En este sentido, Stanislas Lyonnet sostiene 405 que san Pablo, al hablar de "adopción" divina, no toma el término solamente del lenguaje jurídico grecorromano, sino también del Antiguo Testamento, donde la adopción del pueblo de Israel es una realidad mucho más rica, aunque no posea aún la profundidad que adquirirá en el Nuevo al revelarse como ligada al envío del Espíritu Santo a los corazones y a una verdadera generación sobrenatural. Según Albert Vanhoye, el contexto de Ga 4, 5-7 (la adopción como hijos por el envío del Espíritu Santo) "muestra cómo entiende Pablo la adopción divina; no se trata de una simple decisión jurídica, que no cambiaría interiormente a la persona adoptada, sino de una intervención divina decisiva, que comunica una nueva vida, participación de la vida filial de Cristo resucitado: "no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20)" 406. Esta comunicación de vida sobrenatural tiene lugar por primera vez en el Bautismo, donde el hombre es adoptado como hijo de Dios. Pero después se puede perder por el pecado mortal, y entonces se "muere", en cierto modo, como hijo adoptivo de Dios: se pierde la condición de hijo adoptivo que había comenzado por la infusión de la gracia, porque cesa la misma vida sobrenatural de la gracia, la vida de hijo de Dios. San Josemaría lo expresa también de otra manera: dice que quien rechaza la gracia de Dios deja de ser hijo para convertirse en esclavo 407. Ciertamente no pierde la filiación a Dios que tiene como criatura humana, porque no desaparece, como es obvio, la condición de persona hecha a imagen y semejanza de su Creador. Pero quien rechaza la gracia de Dios por el pecado mortal, deja de participar en la vida sobrenatural intratrinitaria que le hacía libre del pecado y del poder del demonio, y ya no es hijo de Dios en el mismo sentido que cuando estaba en gracia: ha perdido la vida sobrenatural y la libertad que tiene como hijo de Dios: la "libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1) 408. Por eso "deja de ser hijo para convertirse en esclavo". Con todo, en el bautizado permanece siempre, en esta tierra, el sello indeleble de haber recibido la vida sobrenatural; aunque no sea vida en sentido propio, es como un título para recuperarla. Un bautizado conserva siempre el carácter bautismal, como señal indeleble de que participa del sacerdocio de Cristo, porque fue hecho hijo de Dios por la gracia. Si después se aleja de Él por el pecado mortal, si deja de participar en la intimidad de la vida divina, pierde su dignidad de hijo, pero conserva ese carácter, que es como una señal de pertenencia, un título para regresar a la casa del Padre y un incentivo para hacerlo, con la seguridad de no ser rechazado. En muchos casos, puede conservar además la fe y la esperanza "informes" (sin la caridad). El hijo pródigo de la parábola recibe de nuevo su inicial dignidad cuando se arrepiente y regresa (cfr. Lc 15, 11 ss.). De él dice el padre que "estaba muerto y ha vuelto a la vida" (Lc 15, 32). El pecador contrito puede incluso alcanzar una intimidad con Dios mayor que antes. Lo que ha perdido por el pecado lo recupera por una nueva infusión de la gracia sobrenatural, ordinariamente a través del sacramento de la Penitencia. La vida sobrenatural perdida se puede recuperar, y entonces se recupera con ella la correspondiente relación filial con Dios: la filiación divina adoptiva. O sea, la filiación divina es inseparable de la vida sobrenatural: se recibe o se pierde con ella. Pero la vida sobrenatural también puede crecer o disminuir, se puede poseer más o menos intensamente al ser participación de la Vida divina intratrinitaria que es la misma esencia divina (mientras que la vida humana o se posee o no se posee: se puede tener más o menos salud, que es una cualidad de la vida, pero en rigor no se puede estar más o menos vivo). Al crecer, aumenta la semejanza con Dios, la conformidad con la naturaleza divina (cfr. 2P 1, 4). Esa conformidad es precisamente una semejanza con el Hijo (cfr. 2Co 3, 18), porque quien recibe la vida sobrenatural es hecho "hijo en el Hijo". En consecuencia se puede pensar que quien está más divinizado por la gracia, es también más hijo de Dios "en el Hijo": que la filiación adoptiva crece o disminuye con la vida sobrenatural. Las Cartas a los Romanos y a los Gálatas parecen apuntar en esta dirección cuando hablan de diversos estados de la filiación divina ligados a los de gracia. Como observa Heinrich Schlier, el Apóstol menciona "un triple modo de "ser hijos de Dios", o mejor: el estado de hijos de Dios comprende tres momentos: 1º. el estado que comienza en el Bautismo de la fe (Ga 3, 26; Ga 4, 6); 2º. un estado que se actúa en nuestra existencia bajo la guía del Espíritu (Rm 8, 14); 3º. el estado escatológico en su manifestación definitiva (Rm 8, 19.23)" 409. El primer momento de la filiación, correspondiente a la infusión de la gracia en el Bautismo, se distingue del segundo por el incremento de vida sobrenatural posterior al Bautismo. Por esta misma razón parece que se puede hablar de un desarrollo de la filiación adoptiva dentro del segundo momento –la existencia terrena del cristiano–, en la medida en que crezca su vida sobrenatural. San Josemaría se refiere muchas veces al crecimiento de vida sobrenatural, expresándolo con frecuencia en términos de crecimiento en caridad. Escogemos un texto en el que, citando a santo Tomás, funda la posibilidad de un aumento ilimitado de caridad en el hecho de ser participación en la Caridad infinita que es el Espíritu Santo: Un hombre se va haciendo poco a poco, y nunca llega a hacerse del todo, a realizar en sí mismo toda la perfección humana de que la naturaleza es capaz. En un aspecto determinado, puede incluso llegar a ser el mejor, en relación con todos los demás, y quizá a ser insuperable en esa actividad concreta natural. Sin embargo, como cristiano su crecimiento no tiene límites: siempre puede crecer en caridad, que es la esencia de la perfección. Pues la caridad, según su propia razón específica, no tiene término en su aumento: siendo como es una participación de la caridad infinita, que es el Espíritu Santo. También la causa del aumento de la caridad –es decir, Dios– es infinita en su poder. Y de modo semejante, tampoco por parte del sujeto se puede señalar un término a esta mejora: porque siempre, al crecer la caridad, crece también la capacidad para un ulterior acrecentamiento. Por lo que debe concluirse que en esta vida no se puede prefijar un término al aumento de la caridad (S. Thomas, S.Th. II-II, q. 24, a. 7, c) 410. El crecimiento en caridad (y en gracia santificante) implica un crecimiento en filiación divina, porque ésta no es otra cosa que la relación con las tres Personas divinas que posee quien tiene caridad, vida sobrenatural. La filiación adoptiva es una participación en el Hijo y la caridad una participación en el Espíritu Santo: ambas son inseparables en el cristiano, como lo son el Hijo y el Espíritu Santo en el seno de la Trinidad. La santidad en la gloria es, a la vez e inseparablemente, plenitud de la filiación divina 411 y plenitud de la caridad 412. Cuando el cristiano crece en caridad, avanza también hacia la plenitud de la filiación cuyo inicio recibió en el Bautismo; crece en lo más íntimo de su relación con Dios, en su ser hijo de Dios. La filiación divina es una relación fundada en la comunicación de la vida sobrenatural y su realidad o "intensidad" depende del grado de esa vida. Crecerá en la medida en que aumente la conformidad con la naturaleza divina que deriva de la donación de vida sobrenatural, según la correspondencia de cada uno a la acción del Espíritu Santo. Ese crecimiento como hijo de Dios no se produce inexorablemente, como el crecimiento de un hombre en edad. Sólo tiene lugar si el cristiano corresponde libremente al don del Paráclito obrando como hijo de Dios. Es el mismo comportamiento de hijo de Dios lo que lleva a crecer como hijo de Dios; es la libre correspondencia a la acción del Espíritu Santo, los actos de caridad y de las demás virtudes informadas por ella, lo que lleva al desarrollo de la filiación divina. Por eso, el "sentido" de la filiación divina, al ser como un instinto interior hacia una conducta de hijo de Dios, es fundamento seguro para la intensificación de la filiación divina. Entre los que son adoptados como hijos de Dios en el Bautismo unos obran como hijos suyos y alcanzan así una mayor conformidad con Dios, llegando a ser más "hijos en el Hijo" que otros. La filiación divina sobrenatural que surgió de las aguas bautismales no es una relación "histórica" que ha quedado fijada de una vez para siempre por el Bautismo; es la participación actual en el eterno nacimiento del Hijo generado por el Padre, cuya intensidad corresponde al grado de participación también actual en la vida divina por la gracia y la caridad. Concluimos aquí el primer aspecto del crecimiento del cristiano en identificación con Cristo: el incremento o intensificación de su filiación adoptiva. Se trata del aspecto que corresponde al presente capítulo. Los otros dos son el crecimiento en libertad y en caridad. Los hemos mencionado sólo para hablar del primero, al que están indisolublemente unidos, pero serán objeto de los dos capítulos siguientes. En aparente paradoja, crecer y madurar como hijos de Dios requiere hacerse pequeños. "Si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mt 18, 3). San Josemaría entiende que hacerse como niños ante Dios no tiene nada que ver con la inmadurez humana. Muy al contrario, exige virtudes sólidas, virtudes de hijos de ese Amor, de esa grandeza, de esa sabiduría infinita, de esa misericordia, que es nuestro Padre 413; virtudes que conducen a comportarse con la sencilla humildad de los niños. Quasi modo geniti infantes (1P 2, 2): como niños recién nacidos... Pensaba que esa invitación de la Iglesia nos viene muy bien a todos los que sentimos la realidad de la filiación divina. Porque nos conviene ser muy recios, muy sólidos, con un temple capaz de influir en el ambiente donde nos encontremos; y, sin embargo, delante de Dios, ¡es tan bueno que nos consideremos hijos pequeños! 414. Somos hijos pequeños de Dios, "y como tales hemos de procurar vivir" –comenta Fernando Ocáriz–, "evitando la necedad de aparentar en nuestra conducta una mayoría de edad que, ante Dios, es simplemente un absurdo. Cabe, sí, una mayoría de edad del hijo de Dios, pero en otro sentido: la plena identificación con Cristo –"la plenitud de la edad perfecta de Cristo" (Ef 4, 13)–, que sólo en el Cielo alcanzaremos si somos fieles" 415. Ser pequeño exige creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse como se abandonan los niños..., rezar como rezan los niños 416. Hay muchas maneras de actualizar esta "infancia espiritual" y san Josemaría invitaba a que cada uno eligiera con libertad la que resultara más adecuada a su modo de ser y a sus circunstancias. En todo caso, hay que aprender a ser como niños, hay que aprender a ser hijo de Dios. Y, de paso, transmitir a los demás esa mentalidad que, en medio de las naturales flaquezas, nos hará fuertes en la fe (1P 5, 9), fecundos en las obras, y seguros en el camino, de forma que cualquiera que sea la especie del error que podamos cometer, aun el más desagradable, no vacilaremos nunca en reaccionar, y en retornar a esa senda maestra de la filiación divina que acaba en los brazos abiertos y expectantes de nuestro Padre Dios 417. 3.3.2 El camino de los hijos de Dios Del nacimiento como hijos en el Bautismo a la plenitud de la filiación divina en la gloria hay todo un camino que recorrer, un camino en el que debe realizarse el crecimiento que acabamos de mencionar. Muchos, probablemente todos, lo recorren con avances y retrocesos; algunos de modo más continuo, aunque quizá a ritmo diverso en los distintos períodos de su vida; otros pasan gran parte de su existencia alejados de la casa del Padre y sólo al final regresan contritos. En cualquier caso, el "caminante" es siempre un hijo de Dios (con vida sobrenatural o llamado a recuperarla). Bajo esta perspectiva considera san Josemaría nuestro peregrinaje por este mundo. Tres aspectos se pueden distinguir en ese peregrinaje. El primero es el mismo terreno por el que avanza el cristiano: las realidades temporales que ha de santificar. El segundo es el esfuerzo necesario para recorrer ese camino de la santidad porque, como consecuencia del pecado, la senda se ha hecho cuesta arriba. El tercero son los medios con los que cuenta para avanzar hasta la meta del Cielo. Estudiaremos detenidamente estos aspectos en la Parte III. Ahora queremos sólo apuntar cómo se ven desde el sentido de la filiación divina. 1) Ver las realidades humanas con la mirada de un hijo de Dios. El sentido de la filiación divina hace descubrir en todas las circunstancias de la existencia de un cristiano corriente –el trabajo y el descanso, la vida familiar y social– el lugar en el que ha de vivir la vida de Cristo. Estando plenamente metido en su trabajo ordinario (...), el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios 418. Pero el trabajo y las demás ocupaciones son "lugar" de encuentro con Dios no como lo es un telón de fondo en una obra de teatro, que no cambia mientras se desarrolla la acción. Son, al contrario, un ámbito que el cristiano transforma al buscar la santidad, pues ha recibido el mandato de perfeccionar el mundo. Quien se sabe hijo de Dios no ignora que la creación "anhela la manifestación de los hijos de Dios" (Rm 8, 19); ve las realidades terrenas como parte de la "herencia" que Dios Padre ha confiado a sus hijos para que tomen "posesión" de ella, lo que significa devolver –a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares– su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo 419. Inspirado por el sentido de la filiación divina, el cristiano mira al mundo como cosa propia que ha de ordenar a su Señor: "todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios" (1Co 3, 22-23). San Josemaría lo sintetiza con estas palabras: Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios 420 (se refiere a las actividades temporales). 2) Afrontar la lucha por la santidad con espíritu de hijos de Dios. En el camino hacia la plenitud de la filiación divina, el cristiano ha de luchar para superar los obstáculos que derivan del pecado 421. El sentido de la filiación divina mueve a luchar por agradar a nuestro Padre Dios, planteando con rectitud el combate interior. Es una lucha por amor a Dios, no por amor propio. Una lucha que confía en la ayuda paterna de Dios y en su misericordia. Puesto que habrá derrotas, grandes o pequeñas, es necesario el espíritu de conversión. Precisamente la conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre 422. El sentido filial hace recordar a san Josemaría que Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia 423. El espíritu de penitencia ha de ser filial: Debes ejercitarte en el espíritu de penitencia: cara a Dios y como un hijo 424. 3) Poner los medios que Dios ofrece a sus hijos en la Iglesia. Para crecer en la identificación con Cristo el cristiano ha de acudir a los canales por los que recibe la acción del mismo Cristo y del Espíritu Santo en la Iglesia: primero, la participación en los sacramentos, principalmente en la Eucaristía 425; en segundo lugar, la dedicación de unos tiempos a la oración, diálogo filial con Dios 426; y en tercer lugar, la formación y la dirección espiritual, incluyendo aquí todos los medios pastorales que sirven de cauce a la acción del Espíritu Santo para conducir a los fieles a la identificación con Cristo 427. Dedicaremos a estos medios el capítulo 9º. Aquí solamente queremos hacer notar que el fiel que tiene conciencia de su filiación divina, ve en ellos una necesidad "vital". No son para él obligaciones superpuestas a sus deberes ni constituyen posibilidades opcionales. El "sentido filial" le lleva a buscarlos con afán, a emplearlos y a cuidarlos con esmero. Como conclusión del capítulo podemos decir que, en la enseñanza de san Josemaría, toda la vida del cristiano –su orientación efectiva y radical a la gloria de Dios como hijos suyos en Jesucristo, identificados con Él por el Espíritu Santo– tiene su fundamento en el "sentido de la filiación divina". Queda para los estudios de Historia de la espiritualidad averiguar si es la primera vez que se propone esta doctrina espiritual, sólidamente fundada en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia. Por nuestra parte podemos decir que no la hemos encontrado de modo explícito antes de san Josemaría. * * * Algunas aplicaciones prácticas 428 1. Grandeza y humildad de los hijos de Dios Se pueden aplicar al don de la filiación divina las palabras de san Pablo: "llevamos este tesoro en vasos de barro" (2Co 4, 7). Es propio del sentido de la filiación divina reconocer la grandeza de este don sin olvidar la bajeza de la propia condición. Sólo puede recibirlo y conservarlo quien procura ser humilde. La conciencia de la magnitud de la dignidad humana –de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios– junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino. Es ésta una verdad que no puede olvidarse nunca, porque entonces el endiosamiento se pervertiría y se convertiría en presunción, en soberbia y, más pronto o más tarde, en derrumbamiento espiritual ante la experiencia de la propia flaqueza y miseria 429. No puedo ocultaros, hijos míos, mi temor de que en algún caso ese endiosamiento, sin una base profunda de humildad, pueda ocasionar la presunción, la corrupción de la verdadera esperanza, la soberbia y –más tarde o más temprano– el derrumbamiento espiritual ante la experiencia inesperada de la propia flaqueza. Suelo poner el ejemplo del polvo que es elevado por el viento hasta formar en lo más alto una nube dorada, porque admite los reflejos del sol. De la misma manera, la gracia de Dios nos lleva altos, y reverbera en nosotros toda esa maravilla de bondad, de sabiduría, de eficacia, de belleza, que es Dios. Si tú y yo nos sabemos polvo y miseria, poquita cosa, lo demás lo pondrá el Señor. Es una consideración que me llena el alma (...). Es malo el endiosamiento si ciega, si no deja ver con evidencia que tenemos los pies de barro, ya que la piedra de toque para distinguir el endiosamiento bueno del malo es la humildad. Por eso, es bueno, mientras no se pierde la conciencia de que esa divinización es un don de Dios, gracia de Dios; es malo, cuando el alma se atribuye a sí misma –a sus obras, a sus méritos, a su excelencia– la grandeza espiritual que le ha sido dada. ¡Humildes, humildes! Porque sabemos que en parte estamos hechos de barro, y conocemos un poquito de nuestra soberbia y de nuestras miserias... y no lo sabemos todo. ¡Que descubramos lo que estorba a nuestra fe y a nuestra esperanza y a nuestro amor! 430 2. Cultivar el sentido de la filiación divina En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 431 Para tender a esta meta de identificación con Cristo, san Josemaría recomienda insistir más que en quitar defectos, en adquirir virtudes 432. Y como no se trata de una simple imitación exterior, sugiere a quienes imparten dirección espiritual la siguiente línea de conducta con las personas a quienes orientan: se animarán en esta ascensión, si despertáis en ellos el sentido de su filiación divina 433. La dirección espiritual es un lugar privilegiado para fomentar el sentido de la filiación divina: para enseñar a ver todas las cosas desde la perspectiva de un hijo de Dios en Cristo, y a querer, sentir y obrar como Cristo (cfr. Flp 2, 5). Pero no hay que olvidar que el sentido de la filiación divina es un don de Dios. Quien lo desea, ha de pedirlo con perseverancia. Y para disponerse a recibirlo, san Josemaría recomienda un ejercicio diario que requiere empeño: considerar frecuentemente nuestra filiación divina 434. 3. Hijos pequeños de Dios: valor de las "cosas pequeñas" Delante de Dios, que es Eterno, tú eres un niño más chico que, delante de ti, un pequeño de dos años. Y, además de niño, eres hijo de Dios. –No lo olvides 435. Reconocerse hijo pequeño de Dios da un tono peculiar al sentido de la filiación divina. San Josemaría lo aplica a muchos aspectos: pedir como hijos pequeños, confiar como hijos pequeños, levantarse tras las caídas con la agilidad de los niños... En la vida interior, nos conviene a todos ser quasi modo geniti infantes, como esos pequeñines, que parecen de goma, que disfrutan hasta con sus trastazos porque enseguida se ponen de pie y continúan sus correteos; y porque tampoco les falta –cuando resulta preciso– el consuelo de sus padres 436. San Josemaría enseña a vivir una piedad de hijos pequeños, sencilla y recia, no "infantil". La piedad es la virtud de los hijos y para que el hijo pueda confiarse en los brazos de su padre, ha de ser y sentirse pequeño, necesitado. Frecuentemente he meditado esa vida de infancia espiritual, que no está reñida con la fortaleza, porque exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto 437. En particular, es propio de la piedad de hijos ofrecer cosas pequeñas –sacrificios, detalles de piedad...–, que adquieren valor por el amor con que se realizan. Se pueden encontrar numerosos ejemplos en tres capítulos de Camino: "Cosas pequeñas", "Infancia espiritual", "Vida de infancia". 4. Apoyo firme en las dificultades Para que el sentido de la filiación divina llegue a cumplir en la vida espiritual la función del cimiento en el que todo se apoya, son especialmente importantes los momentos difíciles, por las tentaciones o las contrariedades, en los que se experimenta la necesidad de un fundamento sólido. "Cayeron las lluvias, y los ríos salieron de madre, y soplaron los vientos y dieron con ímpetu contra la casa, que no fue destruida, porque estaba fundada sobre roca" (Mt 7, 25): Para nosotros la roca es ésta: piedad, filiación divina 438. Filiación divina: es la única seguridad, un lugar donde echar el ancla, haya lo que haya en esta superficie del mar de la vida. Y el resultado es alegría, fortaleza, optimismo, victoria siempre. (...) Para estar de pie, y para levantarse, ésta es la consideración que nos hace más fuertes: soy hijo de Dios. Filiación divina: para no perder la alegría, para no perder la serenidad, para sentirnos seguros; y para volver si es que nos hemos descaminado en alguna escaramuza de esta lucha diaria –o aun cuando hubiésemos sufrido una derrota grande–, porque nos podemos descaminar, y de hecho algunas veces nos descaminamos. El sentido de la filiación divina nos da una facilidad grande para volver con agradecimiento, seguros de ser recibidos por nuestro Padre 439. 5. Seguridad en la oración Al querernos como hijos, (Dios) ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna! 440 Para estimular esta seguridad filial y esta audacia en la oración, san Josemaría recuerda con frecuencia las palabras del salmo 2: "Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy. Pídeme, y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra" (Sal 2, 7-8) 441. Es la enseñanza de Jesús: "¿Qué padre de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?" (Lc 11, 11-13). El sentido de la filiación divina lleva a pedir "en nombre de Cristo", sabiéndose ipse Christus: "si algo pedís al Padre en mi nombre, os lo concederá" (Jn 16, 23). Por eso un hijo de Dios ha de tener una seguridad completa en la oración. Amen, amen dico vobis: si quid petieritis Patrem in nomine meo, dabit vobis (Jn 16, 23); si pedimos en nombre de Jesucristo, el Padre nos lo concederá, estad seguros 442. Saberse hijos de Dios en la Iglesia lleva a pedir con los demás. "Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre que está en los Cielos se lo concederá. Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 19-20). No nos sentimos nunca solos 443. El sentido eclesial (...) nos hace vivir instintivamente la realidad del Cuerpo Místico de la Iglesia 444. Ese mismo "sentido" lleva a rezar por los demás miembros del Cuerpo, así como a pedirles su oración y a confiar en ella. 6. La Santa Misa de un hijo de Dios El momento cumbre de la jornada de un hijo de Dios es la participación en el Sacrificio eucarístico. Piensa ahora en la Santa Misa: en cómo hemos de celebrarla o en cómo hemos de oírla (...). Mira que sobre el altar Cristo se vuelve a ofrecer por ti y por mí. Y sentirás un deseo grande de imitar su humildad, su anonadamiento en la Hostia; y te llenarás de acciones de gracias, de adoración, de deseos de reparar, de peticiones. Y te ofrecerás, con los brazos extendidos, como otro Cristo, ipse Christus, dispuesto a clavarte en el dulce madero, por amor a las almas 445. 7. La alegría de los hijos de Dios Una convicción esencial: –¡Dios es mi Padre! –Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración 446. Y un dato de experiencia: "¿Contento?" –Me dejó pensativo la pregunta. –No se han inventado todavía las palabras, para expresar todo lo que se siente –en el corazón y en la voluntad– al saberse hijo de Dios 447. La conciencia de la filiación divina es fuente de una alegría profunda y estable: ¡Qué estén tristes los que no son hijos de Dios! 448, exclama San Josemaría. Para un hijo de Dios, perder el buen humor es una cosa grave 449. Nunca hay motivos para la tristeza, ni siquiera en los momentos más duros o difíciles, porque "todas las cosas cooperan al bien de los que aman a Dios" (Rm 8, 28). Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos. Omnia in bonum! ¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima Voluntad! 450 Incluso las miserias propias y ajenas entran en los planes paternales de la providencia. ¿Razones para vivir la alegría? Sentirnos hijos de Dios; hijos, además, de la Madre del Cielo. Y no entristecernos nunca por nuestros propios errores, que hemos de procurar corregir, luchando humildemente; sin entristecernos tampoco por los errores de los demás, puesto que –con el ejemplo y con la oración– les ayudaremos a vencer en la lucha ascética 451. Dios cuenta con la alegría de sus hijos para que el mundo acoja el Evangelio. La alegría de un hombre de Dios, de una mujer de Dios, ha de ser desbordante: serena, contagiosa, con gancho...; en pocas palabras, ha de ser tan sobrenatural, tan pegadiza y tan natural, que arrastre a otros por los caminos cristianos 452. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO QUINTO La libertad de los hijos de Dios 1. LA LIBERTAD EN LA ENSEÑANZA DE SAN JOSEMARÍA 1.1. Sobre el contexto y las fuentes 1.2. Elementos de la noción de libertad en san Josemaría       1.2.1. "El don de la libertad"       1.2.2. "La aventura de la libertad"       1.2.3. Libertad e inclinación al mal. Libertad y ley 1.3. Gracia y libertad en la vida espiritual       1.3.1. Gracia y "situación de libertad"       1.3.2. Gracia y "ejercicio de la libertad"       1.3.3. Del ejercicio de la libertad a la situación de libertad 1.4. La "conciencia de la libertad de hijos de Dios"       1.4.1. "Sentido de responsabilidad"       1.4.2. Confianza en Dios y en los demás 2. VOLUNTAD, RAZÓN Y SENTIMIENTOS EN EL EJERCICIO DE LA LIBERTAD 2.1. Libertad, voluntad y razón 2.2. Los sentimientos y la libertad       2.2.1. Ordenación de los sentimientos por la razón y la voluntad       2.2.2. Formación del carácter       2.2.3. Desarrollo de la propia personalidad, como varón o como mujer 3. CONDICIONES PARA LA EXPANSIÓN DE LA LIBERTAD 3.1. "El respeto cristiano a la persona y a su libertad"       3.1.1. "Libertad de las conciencias"       3.1.2. "Libertad y pluralismo en lo opinable"       3.1.3. Libertad en la sociedad civil: "libertad religiosa" y "liberación de los hijos de Dios"       3.1.4. "Santa intransigencia, santa coacción, santa desvergüenza" 3.2. Los compromisos cristianos como cauce de libertad       3.2.1. Los compromisos bautismales: "renunciar al pecado", vivir como hijos de Dios       3.2.2. Concreciones de los compromisos bautismales CAPÍTULO QUINTO La libertad de los hijos de Dios "Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural" (Es Cristo que pasa, n. 17). No es frecuente encontrar en las obras de Teología espiritual un capítulo dedicado a la libertad 1, que suele considerarse un asunto propio de la Teología moral. Salvo ilustres excepciones como la de san Agustín, los maestros de vida espiritual no se detienen mucho en el tema. La libertad se da por supuesta y no se le presta una específica atención para orientar la vida espiritual. Sin embargo, al estudiar a Josemaría Escrivá de Balaguer, no se puede omitir esta cuestión sin cercenar gravemente su mensaje, porque lejos de ser algo secundario o colateral es un "concepto clave de su enseñanza" 2 y, más en la raíz, su misma personalidad se caracteriza por la "pasión por la libertad" 3. Una sencilla consideración basta para justificar la atención que le presta: Sin libertad no podemos amar 4. La necesidad de la libertad para responder a la llamada a la santidad en medio del mundo, es una convicción básica en san Josemaría y un trazo inconfundible de su misma personalidad vital. "La libertad constituye uno de los rasgos característicos de su temple humano" 5, testimonia Alejandro Llano: "Le desagradaba la homogeneidad impuesta y consideraba la diferencia en los comportamientos como un valor positivo. Apostaba por la originalidad espontánea, mientras que sospechaba de la uniformidad. Confiaba más en las iniciativas y decisiones de las personas que en la exacta disposición de las estructuras. No le gustaban los formulismos protocolarios; prefería la sencillez de las manifestaciones informales. (...) Contribuía a reafirmar los estilos de cada uno y a dilatar los propios ámbitos de expresión. Era un poderoso catalizador de la libertad: la vivía e impulsaba a vivirla" 6. Difícilmente pasará inadvertida al lector de san Josemaría su insistencia en este punto, omnipresente en su predicación 7. Antonio García-Moreno ha constatado que el término aparece 239 veces en los libros publicados hasta la fecha 8, sin considerar las referencias a "liberación" o al cristiano como persona "libre", y sin incluir en el cómputo los discursos académicos y los artículos de prensa, centrados algunos de ellos en la libertad 9. San Josemaría manifiesta "una sensibilidad y un aprecio muy especial" 10 por la libertad. La descubre por doquier en la Sagrada Escritura. Contemplando la anunciación del Arcángel Gabriel a María, ve en el "hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38) el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios 11. Y comenta a renglón seguido: en todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad 12. Es un descubrimiento que le hace sentir un profundo amor a la libertad 13 : un amor que no es una cosa humana, es una cosa divina, porque es la libertad que Cristo nos ganó en la Cruz 14, y que le lleva a proclamarla, a promoverla y a defenderla cuando es necesario. No diré que predico, sino que grito mi amor a la libertad personal 15, asegura en una ocasión. Y en otro momento añade: Es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante 16. No sorprende que se le haya calificado de "pionero del amor a la libertad dentro de la Iglesia" 17. Y la Iglesia es sal del mundo. Su amor a la libertad está profundamente relacionado con dos elementos centrales de su enseñanza: el sentido de la filiación divina y la santificación del trabajo profesional y de toda la vida ordinaria. La filiación adoptiva es para él como la raíz de la que nace la libertad; y el trabajo profesional y la vida ordinaria, el campo en el que se cultiva y da fruto. Esta perspectiva específica explica, a nuestro juicio, que su doctrina sobre la libertad haya sido vista por Cornelio Fabro como "el aspecto más genial y nuevo de su itinerario hacia la santidad" 18. En cuanto al binomio libertad-filiación, es fácil comprobar que Josemaría Escrivá de Balaguer habla mucho de la libertad de los hijos de Dios, poniendo "el acento en la relación de la libertad con la filiación divina, que Dios le había hecho ver como fundamento de su vida espiritual" 19. Todo su espíritu, sostiene Álvaro del Portillo, "está impregnado por la gran certeza de saberse hijo de Dios, que tan unida está con otra característica fundamental de nuestro espíritu: el amor a la libertad" 20. Otro testigo privilegiado, monseñor Javier Echevarría, confirma que "meditó durante toda su vida que cada uno ha de vivir in libertatem gloriae filiorum Dei (Rm 8, 21), en la libertad de la gloria de los hijos de Dios, y nos estimulaba a gozar de esta libertad, fruto de la filiación divina" 21. Para Lluís Clavell, san Josemaría contempla la libertad "bajo la luz con la que el Espíritu Santo le ha hecho sentir y de algún modo comprender la filiación divina. Ser hijos de Dios significa ser personas libres" 22. Por lo que se refiere a la relación entre libertad y santificación de la vida ordinaria en medio del mundo, se ha dicho con acierto que san Josemaría ve "la libertad como una característica esencial de la secularidad de los fieles laicos" 23, de su ejercicio de las actividades temporales que han de santificar y en las que se han de santificar. Esas actividades tienen una autonomía propia, y hay muchos modos legítimos de llevarlas a cabo. De ahí la insistencia de san Josemaría en pedir respeto a la libertad de los demás –a su libertad responsable–, y en promover condiciones de vida social que favorezcan el ejercicio y la expansión de la libertad. Al ser inmenso el campo de las tareas temporales, se entrevé la "amplitud insospechada" 24 del tema en su predicación. La filiación divina y la misión de santificar las actividades temporales son como las vías por las que discurre el presente capítulo. Ambas parten del Bautismo. Allí es donde el cristiano es liberado del pecado, del poder del diablo y de la muerte eterna, para vivir, bajo la acción de la gracia, en la libertad de los hijos de Dios y conducir toda la creación a su gloria (cfr. Rm 8, 21): misión que los fieles laicos están llamados a realizar santificando el trabajo y todas las actividades temporales. En la primera parte veremos los elementos principales de la noción de libertad de los hijos de Dios en san Josemaría: la libertad cristiana que surge de la filiación divina recibida en el Bautismo y se perfecciona con el crecimiento de la vida sobrenatural. En la segunda estudiaremos la génesis del acto libre: el influjo de la inteligencia, la voluntad y los sentimientos en el ejercicio de la libertad. Y en la tercera hablaremos del respeto a la libertad en la sociedad: un respeto que los cristianos han de promover como parte fundamental de su misión bautismal de santificar el mundo desde dentro. Casi todos los estudios sobre la doctrina de san Josemaría dedican espacio a la libertad. Como es lógico, en este capítulo haremos referencia preferentemente a los que se centran en nuestro asunto 25. 1. LA LIBERTAD EN LA ENSEÑANZA DE SAN JOSEMARÍA San Josemaría concibe su predicación como una "catequesis" asequible a todo tipo de personas, también a quienes no poseen una especial preparación teológica, pero no por eso simplifica los problemas o elude los interrogantes. Conviene tenerlo en cuenta al exponer el tema que nos ocupa porque, tras los enunciados y explicaciones fácilmente comprensibles, hay un visión teológica de la libertad a la que es preciso llegar si se quieren exponer adecuadamente sus enseñanzas. El punto de partida lo expresa el título de la homilía La libertad, don de Dios 26. La libertad es un don que tiene su origen y su fundamento en Dios. La persona humana posee este don en virtud de la dimensión espiritual de su naturaleza compuesta de alma y cuerpo. Es un don que ha recibido con vistas a un fin: la unión con Dios por el amor y el perfeccionamiento de sí mismo y del mundo según el querer de Dios. Este fin, que viene a ser el horizonte de sentido de la libertad, se ha iluminado y dilatado con la adopción sobrenatural. La libertad humana en el plan divino es libertad de los hijos de Dios: libertad para amar a Dios Padre en el Hijo, por el Espíritu Santo. Y cuando el pecado ha apartado al hombre de Dios y lo ha reducido a esclavitud, el Hijo, hecho hombre para rescatarnos de ese estado mediante la entrega de su vida en la Cruz, nos ha obtenido el don del Espíritu Santo que nos hace hijos de Dios y nuevamente libres, con "la libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1). La razón de ser de la libertad es ahora la de vivir de acuerdo con la condición de hijos de Dios en Cristo, es decir, la de buscar la identificación con Cristo por el amor y dirigir la creación a la gloria del Padre 27. Estos son, a grandes rasgos, los temas que se tratarán en el presente apartado. Después de unas consideraciones sobre el contexto, veremos primero los principales elementos de la noción de libertad cristiana en san Josemaría; luego, la relación entre gracia y libertad, para concluir con la importancia de cultivar una viva "conciencia de la libertad" que surge del sentido de la filiación divina. 1.1. Sobre el contexto y las fuentes En el clima cultural que rodea a san Josemaría, la libertad es un tema clave 28. Nunca los hombres han hablado tanto de libertad como ahora 29, escribe al inicio de una de sus Cartas. Por un lado, observa, se siente palpitar, en algunos pueblos que acaban de salir de la tiranía, y en otros que han caído bajo el yugo despótico y materialista del comunismo, un deseo santo de libertad cristiana (...). Hay, de otra parte, en el ambiente general de los pueblos, un afán desmedido hacia una falsa libertad: todos reclaman la libertad, en todo parece que se puede conceder más. Se advierte la existencia de un deseo desordenado, porque más que libertad es desenfreno, pérdida del sentido cristiano de la vida 30. De los dos polos que amenazan a la libertad –la tiranía y el libertinaje–, el primero, no sólo en cuanto despotismo político sino, en general, como abuso de una posición de poder para truncar la libertad de otros, ya sea a nivel doméstico o de relaciones sociales y profesionales, es rechazado con firmeza por san Josemaría: Detestamos la tiranía, que es contraria a la dignidad humana 31; detestamos la tiranía (...). Amamos la pluralidad 32. Como siempre, su actitud se enraíza en el sentido de la filiación divina que, en este caso, le confirma en la convicción de que tu Padre-Dios no es un tirano 33. Con la misma fuerza con que se opone a la tiranía se enfrenta también al otro enemigo de la libertad, al libertinaje, que describe como una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad 34: un enemigo seguramente más insidioso porque no aparece como frontal opresión de la libertad y, sin embargo, la socava desde su médula. En realidad, estos dos peligros, tiranía y libertinaje, que a primera vista parecen de signo opuesto, tienen una base común: la propensión a imponer la propia voluntad como única y suprema norma de conducta: para los demás (en el caso de la tiranía) o para uno mismo (en el caso del libertinaje, en cuanto libertad desvinculada de la verdad moral). Es este el enemigo que amenaza la causa de la libertad en el siglo XX. El problema no es la reivindicación de libertades de pensamiento, de expresión o de conciencia, que es una aspiración noble y justa si se entienden esas libertades como libertades civiles. Desde el momento en que Jesucristo manifestó el vínculo entre libertad y conocimiento de la verdad –"conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32)–, la concepción cristiana de la libertad ha producido cuantiosos frutos de convivencia civil a lo largo de la historia, a pesar de las miserias humanas, y podía dar también la justa respuesta a esa demanda en las épocas moderna y contemporánea. Pero un sector de la cultura dominante planteaba esas libertades como emancipación de la fe, sobre bases antropológicas en parte inconciliables con la visión cristiana de la persona humana y del mundo. Por eso san Josemaría pone en guardia ante una concepción de la libertad que "más que libertad es desenfreno, pérdida del sentido cristiano de la vida". No le preocupa la libertad sino su disolución a manos de la tiranía y del libertinaje. Su posición será la de afrontar la crisis promoviendo la libertad auténtica. San Agustín había distinguido entre el "liberum arbitrium" o capacidad de escoger que está en todas las personas, y la "libertas", el efectivo dominio de los propios actos para ordenarlos al bien del hombre 35. En el contexto de cultura contemporánea en que se mueve san Josemaría, esta distinción conceptual se encontraba oscurecida o al menos difuminada. Una parte del pensamiento –las "filosofías de la emancipación" (de la religión y de la fe)– negaba a la libertad su fundamento en Dios y no la entendía como ordenada a un fin, reduciéndola a libre arbitrio o a la mera capacidad de elegir sin trabas. Se generaba así un proceso de crisis en la concepción de la libertad que tendría importantes consecuencias. Enarbolada la bandera de la libertad en el mástil de una razón emancipada de la fe, pronto resultará claro que ese mástil, en sí mismo robusto, ya no estaba fijo, ni siquiera en la verdad accesible a la razón. Se intentará anclarlo en ideologías diversas, pero enseguida se verá que una fuerte voluntad de poder era capaz de arrancar el asta con su bandera y llevarla a cualquier parte, frustrando los ideales de multitudes ansiosas de liberación. Finalmente, tras no pocas experiencias dolorosas, se acabará sustituyendo el mástil de la razón por la caña quebradiza del pensamiento débil, y se ofrecerá a cada uno su vara con un retazo de la antigua bandera para que lo lleve adonde mejor le parezca, sin mucha compañía, porque a la mayoría ya no le interesa "la libertad" sino solamente "su libre arbitrio", su posibilidad de escoger. El intenso debate sobre la libertad en la época moderna explica de algún modo el relieve que adquiere el tema en san Josemaría. Advierte que no sin algún designio de la divina Providencia, los tiempos modernos aparecen tan sensibles a los valores naturales de la libertad, que sólo en la elevación al orden de la gracia encuentran su plena realización y su perfecto cumplimiento 36. Percibe las exigencias de libertad y la necesidad de una respuesta cristiana. Las corrientes de pensamiento que pretendían emancipar la razón de la fe y la libertad de la verdad y del bien, son sin duda un contexto que estimula su predicación sobre la libertad, pero sería muy difícil establecer relaciones o hacer comparaciones con determinados autores 37. Estos, en todo caso, no son "fuente" de las ideas que transmite. "Su mensaje sobre la libertad –escribe Sanguineti– no está inspirado en especiales lecturas ni autores, sino que se vincula directamente a su carisma" 38. Él mismo lo da a entender de algún modo en su predicación: Algunos de los que me escucháis me conocéis desde muchos años atrás. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas 39. En medio de una cultura que aclama la libertad, san Josemaría toma conciencia del tesoro que Dios ha entregado a los cristianos y que el Magisterio de la Iglesia custodia y dispensa. Los Romanos Pontífices, especialmente a partir de la encíclica Libertas praestantissimum (20-VI-1888) de León XIII, habían abordado los problemas que se presentaban en torno a la noción de libertad, y sus enseñanzas se fueron desarrollando progresivamente hasta el Concilio Vaticano II. Todo este cuerpo de doctrina se encuentra presente en los escritos de san Josemaría, que lo cita literalmente con frecuencia 40. El Magisterio pontificio del siglo XX no es sólo contexto de su predicación, sino también fuente. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que el espíritu de santificación en medio del mundo que enseña y la actividad apostólica que impulsa, difieren de otras realidades presentes en la Iglesia, que también están en conformidad con las enseñanzas del Magisterio. Es el caso, como ya sabemos, de la Acción Católica, que la Jerarquía promueve para hacer presente a la Iglesia en la sociedad y penetrarla de espíritu cristiano, inspirando y dirigiendo la actuación de los laicos 41. A san Josemaría, en cambio, le resulta natural apelar a su libre iniciativa de hijos de Dios, llamados a santificar el mundo desde dentro, sin necesidad de ulteriores encargos o mandatos. Este empeño en potenciar la libertad tropezó a veces con recelos en ambientes eclesiásticos de la época, como él mismo da a entender: Cuando, durante mis años de sacerdocio, no diré que predico, sino que grito mi amor a la libertad personal, noto en algunos un gesto de desconfianza, como si sospechasen que la defensa de la libertad entrañara un peligro para la fe. Que se tranquilicen esos pusilánimes. Exclusivamente atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el libertinaje 42. El tenor del texto hace suponer que la causa de las prevenciones no se encontraba principalmente en la sospecha de que Josemaría Escrivá de Balaguer proclamara una idea errónea de libertad, en línea con los epígonos del liberalismo radical, sino más bien en el resquemor ante una predicación que, al exaltar el papel de la libertad en la vida cristiana, podía poner en peligro la prioridad tradicionalmente reconocida a la obediencia. Este punto lo ha detectado agudamente el filósofo Cornelio Fabro, autor de importantes estudios sobre la libertad, que ha llamado a san Josemaría "maestro de libertad cristiana" 43, delineando con las siguientes palabras la proyección de su figura en la historia: "Hombre nuevo para los tiempos nuevos de la Iglesia del futuro, Josemaría Escrivá de Balaguer ha aferrado por una especie de connaturalidad –y también, sin duda, por luz sobrenatural– la noción original de libertad cristiana. Inmerso en el anuncio evangélico de la libertad entendida como liberación de la esclavitud del pecado, confía en el creyente en Cristo y, después de siglos de espiritualidades cristianas basadas en la prioridad de la obediencia, invierte la situación y hace de la obediencia una actitud y consecuencia de la libertad, como un fruto de su flor o, más profundamente, de su raíz" 44. Fabro señala con perspicacia que lo característico de san Josemaría es el orden de los conceptos. Por supuesto, no se encontrará ningún maestro espiritual que hable de una obediencia que no sea libre, pero por lo general se dará prioridad a la obediencia, y la libertad estará como a su servicio. Esto es verdad si la obediencia se presta por amor, pero puede inducir a pensar que la libertad no importa mucho, siempre que se obedezca. De hecho, algunas expresiones acuñadas en la tradición –como "obedecer ciegamente" u "obedecer como un cadáver"– se han entendido a veces en un sentido voluntarista que subestima el papel de la inteligencia y de la voluntad libre en la obediencia. Evidentemente, esos modos de comprender las expresiones citadas se alejan de la mente de sus autores, que sólo trataban de subrayar la heroicidad con la que se ha de obedecer, en un contexto preciso, al mandato justo. De hecho no los citamos porque no nos referimos a la doctrina de ningún maestro de espiritualidad sino a la deformación vulgar de esas doctrinas. En todo caso, san Josemaría plantea las cosas de otro modo. No concibo que pueda haber obediencia verdaderamente cristiana, si esa obediencia no es voluntaria y responsable. Los hijos de Dios no son piedras o cadáveres: son seres inteligentes y libres, y elevados todos al mismo orden sobrenatural 45. Para él, el cristiano ha de obrar siempre con libertad, porque es hijo de Dios –"ya no eres siervo, sino hijo" (Ga 4, 7), afirma san Pablo–, y precisamente por esto ha de obedecer a la Voluntad divina por amor como Cristo, haciéndose "obediente hasta la muerte y muerte de Cruz" (Flp 2, 8): esa obediencia le libera y le hace más hijo de Dios. Evidentemente, la libertad y la obediencia no están en el mismo plano. La obediencia es una virtud moral; la libertad es una propiedad de la persona por su naturaleza espiritual (volveremos luego sobre esto). No puede existir una contraposición entre ambas, pero sí hay un orden. En el plano de la naturaleza, la libertad es fundamento de las operaciones y de las virtudes. Cuando Fabro habla de siglos de espiritualidades basadas en la prioridad de la obediencia, nos parece que no pretende hacer una crítica a esas espiritualidades, porque se está refiriendo a la obediencia cristiana, que esencialmente es una obediencia por amor, una obediencia libre. Pero esa obediencia se puede enfocar de dos modos: o enseñando a someterse libremente, o enseñando a emplear en la obediencia todo el potencial de la libertad. La diferencia puede parecer sutil y, sin embargo, afecta al fondo de la vida espiritual. Partiendo de la filiación divina, san Josemaría promueve una conducta empapada por la conciencia de la libertad de hijos de Dios, que lleva a una obediencia amorosa a la Voluntad divina. Otros autores no ponen explícitamente ese fundamento, y la prioridad de la libertad no se manifiesta de modo tan patente. Las circunstancias de los siglos xix y XX, al mostrar la urgente necesidad de la acción de los laicos para el cumplimiento de la misión de la Iglesia en las sociedades modernas, pondrán el problema al descubierto. Después de siglos de espiritualidades basadas en la prioridad de la obediencia que, adaptadas a los laicos, han dado paso a una cierta obediencia pasiva, resultará costoso que los mismos laicos asuman su misión eclesial con la libertad y responsabilidad personales que esa misión reclama, y que dejen de esperar mandatos y consignas de la Jerarquía en esos ámbitos. No menos costoso resultará que el clero fomente la libre y responsable iniciativa de los laicos, además de abstenerse de dirigirlos en el campo de su propia autonomía. Esa libertad y responsabilidad personal es, en cambio, la que estimula san Josemaría. Su mensaje sobre la libertad "forma parte de un carisma vivo" 46 que le lleva a descubrir en las fuentes de la Revelación nuevas luces acerca de la libertad: una libertad, que es la clave de esa mentalidad laical 47 necesaria para impulsar la santificación del mundo desde dentro 48. Si a las fuentes de la Revelación y a su "carisma vivo", añadimos que, para exponer su propia enseñanza sobre la libertad, Josemaría Escrivá de Balaguer se sirve de la doctrina teológica común de san Agustín y de santo Tomás 49, tantas veces invocada por el Magisterio de la Iglesia, habremos señalado las bases de su enseñanza en este campo: la Revelación cristiana y la doctrina teológica de esos grandes doctores, comprendidas con la luz del carisma que él mismo ha recibido. 1.2. Elementos de la noción de libertad en san Josemaría San Josemaría no ofrece una definición explícita de libertad, ni nos proponemos establecerla nosotros basándonos en sus enseñanzas. Simplemente deseamos presentar algunas reflexiones sobre la noción de libertad que late en ellas, tanto de la libertad humana en general como de la libertad del cristiano que tiene vida sobrenatural o que "está en gracia de Dios". La noción de libertad en san Josemaría es teológica. Como acabamos de decir, surge de la Revelación e incluye lo que la reflexión creyente alcanza. Cuando quiere explicar alguno de sus elementos, normalmente cita un pasaje bíblico o evoca los hechos de la historia de la salvación que declaran el misterio de la libertad. Tomemos un texto que presenta in nuce los principales elementos sobre los que reflexionaremos después. Con agradecimiento, porque percibimos la felicidad a que estamos llamados, hemos aprendido que las criaturas todas han sido sacadas de la nada por Dios y para Dios: las racionales, los hombres, aunque con tanta frecuencia perdamos la razón; y las irracionales (...). En medio de esta maravillosa variedad, sólo nosotros, los hombres –no hablo aquí de los ángeles– nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe. Esa posibilidad compone el claroscuro de la libertad humana. El Señor nos invita, nos impulsa –¡porque nos ama entrañablemente!– a escoger el bien. Fíjate, hoy pongo ante ti la vida con el bien, la muerte con el mal. Si oyes el precepto de Yavé, tu Dios, que hoy te mando, de amar a Yavé, tu Dios, de seguir sus caminos y de guardar sus mandamientos, decretos y preceptos, vivirás... Escoge la vida, para que vivas (Dt 30, 15-16.19) 50. Con expresiva sencillez aparecen aquí tres elementos de la libertad que enunciamos ahora de modo sintético para que se pueda tener una inicial visión de conjunto: – el primero es que Dios creó al hombre con la capacidad de elegir una u otra cosa con dominio de los propios actos, sin estar movido por necesidad. Como veremos, este elemento básico de la noción de libertad se completa y esclarece en san Josemaría a la luz de la elevación sobrenatural a hijos de Dios. La "libertad de los hijos de Dios" es la plenitud de la libertad humana: plenitud desde la cual san Josemaría comprende qué es en el hombre el don de la libertad que Dios le ha entregado al crearlo a su imagen; – el segundo elemento es que, en la vida presente, la capacidad de elegir tiene ante sí el bien y el mal, pero no es neutra porque posee intrínsecamente una finalidad, la de escoger el bien para dar gloria a Dios; y su ejercicio en esta dirección, bajo el impulso divino, es el camino de la perfección y felicidad del hombre. Este segundo elemento de la libertad está muy desarrollado en los textos de san Josemaría. Partiendo de que el bien al que se ha de orientar la libertad es la unión con Dios por el amor, insiste en que la libertad es para la entrega a Dios: para amar y cumplir su voluntad. Pero siempre cabe la posibilidad de desviarse. En este sentido habla de la "aventura" de la libertad y de que Dios ha querido correr "el riesgo de nuestra libertad", lo cual muestra la grandeza de este don divino; – el tercer elemento, implícito en el texto, se refiere sólo a la situación después del pecado. El hombre ha usado mal la libertad, no ha escogido siempre "la vida con el bien" sino que, al principio y muchas otras veces, ha elegido "la muerte con el mal", como dice el texto del Deuteronomio citado por san Josemaría. Ha ofendido a Dios y, como consecuencia, ha perdido la vida sobrenatural, ha quedado sometido a la muerte y ha malogrado su libertad de hijo de Dios: ha contraído una inclinación al mal que le dificulta usar la libertad para el bien, se ha hecho "esclavo del pecado" (Rm 6, 17) y se encuentra bajo el poder del diablo que le tienta para que continúe obrando mal. Para liberarle, Dios le ha mostrado el camino del bien, mediante la ley, en el Antiguo Testamento. Y al llegar la plenitud de los tiempos, ha enviado a su Hijo que, dando su vida en la Cruz, ha reparado la ofensa a Dios y nos ha alcanzado el don del Espíritu Santo que hace nuevamente hijo adoptivo de Dios a quien lo recibe y le da una nueva libertad, impulsándole interiormente a amar a Dios y dándole fuerza para vencer la inclinación al mal. En esto se funda principalmente la "confianza en la libertad" que caracteriza toda la predicación de san Josemaría: confianza en que el cristiano puede vencer el mal con el bien, confianza en la gracia divina que sana y anima la libertad humana. Al llegar aquí estaremos ya a las puertas del tema de la relación entre gracia y libertad, que trataremos en otra sección. Desde el punto de vista práctico de la vida espiritual, los elementos que más nos interesan son indudablemente el segundo y el tercero. El primero es más teórico o especulativo, pero no es extraño a la predicación de san Josemaría, que invita siempre a ir al fundamento de la filiación divina. 1.2.1. "El don de la libertad" La Sagrada Escritura manifiesta que todas las criaturas existen como efecto de la libertad de Dios, que las ha sacado de la nada para comunicar su Bondad 51. Esto vale de modo particular para el hombre, creado en un libre derroche de amor 52. Dios lo ha hecho a su imagen y semejanza, y por tanto libre. Le ha entregado, con palabras de san Josemaría, el don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos 53. Se puede decir que el primer elemento de la libertad humana como reflejo de la divina es este dominio sobre los propios actos, la posibilidad de elegir una cosa u otra sin estar movido por necesidad. Esta idea básica y tradicional se encuentra por doquier en san Josemaría 54. La capacidad de elegir implica capacidad de amar. San Josemaría aprovecha el verbo diligere –con el que la versión latina del Nuevo Testamento traduce el agapé (amor de benevolencia y amistad) de Mc 12, 33 y Jn 13, 34 en el texto griego–, para poner de relieve que el amor no es un impulso ciego sino que implica elección, actividad de la voluntad racional. La Sagrada Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere sólo al afecto sensible. Expresa más bien una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de electio, de elegir 55. Básicamente, "el amor no es otra cosa que la afirmación libre del bien" 56, la libre elección del bien. Por este nexo entre elección y amor se puede describir la libertad del hombre como una capacidad de elegir autónomamente que le permite amar a semejanza de Dios y consiente que sea elevado –en actuación de su potencia obediencial– a participar en la vida íntima de Dios, que es vida de Amor. San Josemaría ve la libertad humana en la perspectiva de la participación en la vida divina, para la que el hombre ha sido creado. Al inicio de la homilía La libertad, don de Dios, cita unas palabras de san Agustín que le suenan como un maravilloso canto a la libertad: Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti 57. Su significado directo es que la salvación (de una persona adulta, se entiende) exige el ejercicio de la libertad; o, lo que es lo mismo, que la libertad se ordena a la salvación: el hombre ha sido creado libre para que alcance su felicidad cumpliendo la voluntad de Dios. Pero en el dictum agustiniano se puede descubrir un sentido aún más hondo. En efecto, si se considera que la salvación, como estado ya alcanzado, es la participación plena en la vida intratrinitaria, esas palabras no significan sólo que el hombre debe cooperar con la gracia para salvarse, sino también, y más radicalmente, que la libertad pertenece al estado de salvación, o sea, a la plena participación en la vida de Dios en la gloria. La vida de los hijos de Dios es, pues, esencialmente libre, porque es participación en esa Vida de amor. San Josemaría habla constantemente, con expresión paulina (cfr. Rm 8, 21), de la libertad gloriosa de los hijos de Dios 58. Ve la libertad como algo propio de la condición de hijo de Dios, cuya perfección se da en la gloria 59. Por esta razón, vamos a hablar primero de la "libertad de los hijos de Dios" (la libertad del cristiano con vida sobrenatural, repetimos), que es una libertad redimida: "la libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1). Esta libertad presupone la libertad humana, aquella que corresponde a toda persona humana por haber sido creada a imagen y semejanza de Dios. De esta libertad hablaremos después: veremos cómo en la enseñanza de san Josemaría sobre la "libertad de los hijos de Dios" está implícita una noción de "libertad humana". Comencemos, pues, por la "libertad de los hijos de Dios". La relación entre filiación divina y libertad es una cuestión central para san Josemaría. Afirma que, en esta tierra, el cristiano goza de mayor libertad en la medida en que se sabe hijo de Dios y vive como hijo de Dios. Para exponer esta idea parte de unas palabras de Jesús, leídas en el cuarto evangelio: Veritas liberabit vos(Jn 8, 32); la verdad os hará libres. ¿Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas 60. Si se examina el hilo de este texto puede verse que la conciencia de ser hijo de Dios –el conocimiento amoroso de esa verdad– lleva a saberse "objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima" –"hijos de tan gran Padre", dice san Josemaría; y podemos añadir: hermanos de Jesucristo y templos del Espíritu Santo–, lo cual impulsa a amar a Dios sobre todas las cosas para corresponder a su Amor. Y ese amor no es sólo ejercicio de la libertad; es fuente de una libertad mayor, porque dispone a ejercer la libertad en la dirección de su plenitud de sentido, afirmando el dominio y señorío sobre la propia conducta. Como se ve, en la relación entre filiación divina y libertad hay un orden, cargado de consecuencias. No se es hijo de Dios por ser libre, sino que se es libre por ser persona y, de modo nuevo, por ser hijo de Dios. San Josemaría habla de la dignidad y de la libertad que provienen de la filiación divina del cristiano 61. La libertad cristiana (disculpe el lector la insistencia: la libertad del cristiano que está en gracia de Dios, libertad que presupone la libertad humana, o sea, la del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, de la que hablaremos después), "proviene" de la filiación divina, no al revés, según las palabras de san Josemaría. Lo que constituye a un hombre en hijo adoptivo de Dios es el don de la filiación sobrenatural, el ser engendrado por el Padre en el Hijo por el envío del Espíritu Santo, no el don de la nueva libertad. Este don acompaña necesariamente o "sigue" (no cronológicamente sino ontológicamente) a la adopción sobrenatural, porque la adopción se realiza por la gracia que eleva la naturaleza humana otorgando una nueva vida sobrenatural que le hace "más espiritual" y más libre 62. Esa nueva libertad es un don para obrar de acuerdo con la dignidad de la adopción sobrenatural y crecer así como hijo de Dios. Podemos decir con Lluís Clavell que "la filiación divina permite entender y vivir la libertad" 63. Este es, en definitiva, el orden de ideas en san Josemaría. La libertad de los hijos de Dios "proviene" de la filiación divina. Ésta es la fuente de la "nueva libertad". De una libertad que crece en la medida en que se vive de acuerdo con la verdad de la filiación divina: "veritas liberabit vos" (Jn 8, 32). En cambio el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas 64. En la base de la relación entre filiación divina y libertad de los hijos de Dios, propia del orden sobrenatural, se encuentra la relación, en el plano de la creación, entre persona humana y libertad 65. San Josemaría alude también a esta última, aunque de modo menos explícito que a la primera, considerándola desde la fe: La fe cristiana (...) nos lleva a ver el mundo como creación del Señor, a apreciar, por tanto, todo lo noble y todo lo bello, a reconocer la dignidad de cada persona, hecha a imagen de Dios, y a admirar ese don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos y podemos –con la gracia del Cielo– construir nuestro destino eterno 66. Así como antes –en el plano de la elevación sobrenatural– hablaba de la "libertad que proviene de la filiación divina", es decir, ponía la condición de hijo adoptivo como fundamento de la nueva libertad, ahora –en el plano de la creación, al que se refiere–, habla primero de la "persona hecha a imagen de Dios" y después del "don especialísimo de la libertad" 67. Por eso, análogamente a como decíamos que, en la enseñanza de san Josemaría, el cristiano es libre (con la "nueva libertad") por ser hijo de Dios, y no que es hijo de Dios por ser libre, ahora podemos decir que la persona humana es libre porque es persona, no que es persona porque es libre. La prioridad ontológica del ser persona sobre la libertad está presupuesta en los textos de san Josemaría, al menos según nuestra comprensión de los términos 68. San Josemaría considera que la libertad es un don de Dios 69, una maravillosa dádiva humana 70. Para Lluís Clavell, "éste es quizá el punto teológico radical de su reflexión [sobre la libertad]" 71. Si es un don a la persona, significa que en cada persona hay una realidad ontológicamente "previa" a ese don. La libertad no es lo primero en su constitución ontológica, no es lo que la constituye esencialmente en persona. Pero a la vez no hay duda de que la libertad pertenece esencialmente a la persona humana, y le pertenece por la dimensión espiritual de su naturaleza (en este sentido está necesariamente en el núcleo de la persona humana: no hay persona sin libertad, como no hay persona humana sin naturaleza humana y, concretamente, sin alma espiritual) 72. La libertad humana es una característica esencial de la naturaleza humana: la capacidad activa de dirigirse autónomamente al bien de la persona. Es la libertad de una persona creada, con una naturaleza finita y perfectible: libertad, por tanto, con los límites propios de la condición de criatura humana 73. No es un poder de hacer cualquier cosa que esté a su alcance (y en este sentido "absoluta"), sino un poder que tiene un sentido, una finalidad: un poder relativo al bien que corresponde a la persona humana, a su perfeccionamiento y al de las demás personas y del mundo. San Josemaría subraya que la libertad es un don de Dios con vistas al fin sobrenatural de la persona humana. Está convencido, en efecto, de que para lograr este fin sobrenatural, los hombres necesitan ser y sentirse personalmente libres 74, y señala que la defensa de la libertad no es ningún problema para la fe cristiana sino una exigencia suya. Sólo atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno 75. "La libertad –según Cornelio Fabro– nos es dada para que el hombre se forme a sí mismo, se plasme a sí mismo, sea sí mismo según la forma de su finalidad. La forma de su finalidad es la elección del último fin, y el último fin es Dios" 76. La persona ha sido creada por Dios a su imagen y semejanza como ser abierto a la comunión con Él mismo y con los hombres, y ha recibido el don de la libertad, que es un poder de autodeterminación gracias al cual puede desarrollar esa imagen y dirigirse a su último fin. Ciertamente, autodeterminar los propios actos es disponer de sí mismo, del propio ser –o sea, "ser causa de sí mismo" en el orden moral, como decían los antiguos 77–, pero no es el poder de autocrearse, como si la libertad fuera el principio primero del ser personal, en sentido ontológico, sin dependencia de un Dios Creador. "La libertad humana no puede ser un aislado a priori, porque no constituye su propio fundamento. La Libertad de Dios funda la nuestra", escribe Alejandro Llano 78. La libertad humana es el poder de abrirse autónomamente a Dios y a los demás, de acuerdo con la propia estructura de persona creada: un poder para acoger el don del otro y para donarse, para ser amado y para amar 79. Lourdes Flamarique observa que el señorío de los propios actos, "manifiesta una estructura esencial caracterizada por una capacidad original de disponer de sí mismo para abrirse" 80. Esa estructura básica del ser personal explica que la libertad sea un poder de autodeterminación de la persona como ser en relación: en relación ante todo con Dios, principio y fin último del hombre, de modo que "la elección de Dios se constituye existencialmente como fundamento de la misma libertad" 81. El "ser causa de sí mismo" no se refiere al propio ser en sentido ontológico (autocreación), sino a la configuración de la propia vida de la persona como ser en relación capaz de asumir libremente su condición de criatura y su propia finalidad: su origen y su fin (en último término, su fin sobrenatural); en este campo la libertad sí que es principio originario 82. San Josemaría encomia la libertad como capacidad de amar propia de la naturaleza del hombre, según veremos después, pero no la absolutiza haciendo consistir a la persona en su libertad. Esta última es quizá la consecuencia más clara de la concepción que hemos señalado. La libertad del hombre no es absoluta sino relativa a su naturaleza limitada y finita. Es "libertad humana", diversa de la libertad divina. Su finitud no es imperfección sino lógico correlato de la condición de criatura. San Josemaría recurre a una experiencia común para explicarlo: Al elegir una cosa, otras muchas –también buenas– quedan excluidas, pero eso no significa que falte libertad: es una consecuencia necesaria de nuestra naturaleza finita, que no puede abarcarlo todo 83. "Muchas cosas buenas quedan excluidas" del campo del ejercicio de la libertad humana de cada uno. "Lo bueno", aquello que es concretamente objeto de la libertad de cada uno, es lo que Dios quiere (y manifiesta de diversos modos, también a través de las circunstancias personales). Pero carecería de sentido considerar a Dios como un límite para la libertad humana, al ser la libertad un don suyo, un don que tiene en Él su origen y su fin. Una libertad "emancipada de Dios" sería una libertad emancipada del hombre mismo que se desarrollaría al margen de su verdadero bien integral. En el plano operativo (que consideraremos en el próximo apartado), el sentido de la libertad no es otro que el de elegir a Dios, es decir, el de amarle cumpliendo su voluntad. Lejos de ser una restricción, es el camino de la expansión de la libertad y de su plena realización, porque al elegir en cada momento a Dios –añade san Josemaría a las palabras que se acaban de citar– , en Él de algún modo se tiene todo 84. Tal es, a nuestro parecer, la "posición" de la libertad humana y cristiana que subyace en la enseñanza de san Josemaría. Subrayamos de buena gana a nuestro parecer, porque no pretendemos que sea la única explicación posible. Es solamente la que nos parece más adecuada, según nuestra propia comprensión del marco doctrinal de referencia del pensamiento de san Josemaría que, como ya sabemos, se encuentra en la doctrina del Doctor Angélico 85. Por lo demás, esta concepción de la libertad es una sólida base para defender radicalmente la existencia de una dignidad fundamental de la persona humana, presente en todos: también en quien no puede ejercer la libertad o no la usa bien. Hay una dignidad esencial que no deriva del uso que se haga de la libertad sino del ser persona, aunque ciertamente se despliega con el buen ejercicio de la libertad. Jesús Ballesteros ha hecho notar el énfasis con que san Josemaría subraya la magnitud de la dignidad humana 86 en todos los hombres. Citando diversos textos, comenta que se ha adelantado "a criticar los riesgos de deshumanización que iban a presentarse en décadas sucesivas con la tendencia (...) a separar a las "personas", consideradas dignas por su condición de autoconscientes y libres, de los simples "seres humanos", no considerados dignos al faltarles la condición de autoconciencia" 87. 1.2.2. "La aventura de la libertad" Me gusta hablar de aventura de la libertad, porque así se desenvuelve vuestra vida y la mía. Libremente –como hijos, insisto, no como esclavos–, seguimos el sendero que el Señor ha señalado para cada uno de nosotros. Saboreamos esta soltura de movimientos como un regalo de Dios 88. Estas palabras de san Josemaría nos introducen en el segundo elemento de la libertad, que es el aspecto dinámico o práctico del anterior. Ya lo hemos incoado antes: consiste en que la libertad humana posee intrínsecamente una finalidad, la de escoger el bien para dar gloria a Dios. El segundo relato de la creación (Gn 2, 4-24) muestra que Dios ha confiado al hombre la tarea de prolongar su amorosa acción creadora mediante el trabajo y la formación de la familia y la sociedad. La libertad le ha sido dada no para que haga cualquier cosa –lo que quiera–, sino el bien que Dios quiere. Sólo de Dios es propio hacer todo lo que quiere, pues su voluntad es fuente del bien, mientras que el hombre tiene el don de la libertad para moverse a sí mismo a cumplir la Voluntad divina por amor y alcanzar de este modo su propia perfección y felicidad. "La libertad del hijo –hace notar Leonardo Polo– no es la independencia (ser independiente es contradictorio con ser hijo), sino hacerse cargo de su destinación" 89. El modelo perfecto de libertad filial es Jesucristo que ha entregado su vida al cumplimiento de la voluntad del Padre. El cristiano sigue sus pasos, como hijo de Dios en Cristo, cuando emplea su libertad para realizar amorosamente la Voluntad divina (un ejercicio de la libertad que –como veremos en otro apartado– requiere esfuerzo, porque ha de vencer la inclinación al mal que ha dejado en su corazón el pecado). Asumir personalmente la finalidad de la libertad, emplear todas las energías para el bien sin dejarse desviar a un lado o a otro, caminar hacia Dios en pos de Cristo, es una verdadera "aventura", como la del que negocia con los talentos recibidos en lugar de enterrarlos (cfr. Mt 25, 15 ss.). La libertad es una "aventura" porque es necesario ponerla en juego para que dé fruto, elegir unas cosas y rechazar otras: jugarse la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios deposita en nosotros 90. a) "Dios ha querido correr el riesgo de nuestra libertad" San Josemaría invita a distinguir entre un recto uso de la libertad si se dispone hacia el bien; y su equivocada orientación, cuando con esa facultad el hombre se olvida, se aparta del Amor de los amores 91. La libertad humana es una "libertad para", no una simple "libertad de". Es libertad para el bien, no un mero estar libre de impedimentos a la hora de decidir o de actuar. Volvamos al texto en el que san Josemaría recuerda la enseñanza bíblica: El Señor nos invita, nos impulsa –¡porque nos ama entrañablemente!– a escoger el bien. Fíjate, hoy pongo ante ti la vida con el bien, la muerte con el mal. Si oyes el precepto de Yavé, tu Dios, que hoy te mando, de amar a Yavé, tu Dios, de seguir sus caminos y de guardar sus mandamientos, decretos y preceptos, vivirás... Escoge la vida, para que vivas (Dt 30, 15-16.19) 92. Ante esta disyuntiva, la posición del hombre no es neutra. Dios le invita con su gracia a escoger libremente el bien al que ya está naturalmente inclinado. La naturaleza humana, en efecto, está dinámicamente orientada hacia su bien –en último término hacia el bien supremo de la unión con Dios–, y la libertad es la capacidad de actuar y dirigir por uno mismo esa inclinación. El uso de la libertad tiene, pues, una finalidad intrínseca, la misma que posee la naturaleza humana: buscar ese bien supremo que consiste en el conocimiento y amor de Dios, y que comporta el servicio a los demás por amor. El hombre está naturalmente inclinado al bien, pero no basta que algo le resulte apetecible para que sea bueno aquí y ahora. Lo bueno es lo que Dios quiere para él. En el paraíso le había manifestado: "De todos los árboles del jardín podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás" (Gn 2, 16). A los ojos de Eva aquella fruta se presentaba como buena, pero Dios les había anunciado que morirían en caso de comerla (cfr. Gn 2, 17), y su verdadero bien estaba en obedecerle. Para eso habían recibido el don de la libertad. Su acto primero y fundamental –observa Carlos Cardona– es el de decidirse con un amor electivo por el bien en sí mismo, trascendiendo el amor natural del bien para mí 93. Implícitamente al menos, ese acto es un decantarse por Dios, Sumo Bien; y lo contrario un rechazarle. Es lo que hicieron Adán y Eva: no se equivocaron simplemente acerca de un bien terreno (la fruta era buena) sino que pusieron su propia voluntad por encima de la de Dios, quisieron "ser como Dios" (cfr. Gn 3, 5) y rehusaron su soberanía 94. En san Josemaría está muy presente esta trascendencia de la libertad. No la concibe como una simple capacidad electiva limitada a los bienes de este mundo, sino que "la ve dotada de una esencial ordenación a Dios (...), como libertad sobre todo ante Dios" 95. Somos responsables ante Dios de todas las acciones que realizamos libremente. No caben aquí anonimatos; el hombre se encuentra frente a su Señor, y en su voluntad está resolverse a vivir como amigo o como enemigo 96, puede rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde 97. Este concepto de libertad supera el de capacidad de elegir los medios para el fin 98. Para san Josemaría, "la elección humana estriba, en última instancia, no sólo en elegir los medios adecuados, sino también el "contenido" recto del último fin; esto es, la elección del mismo Dios. Esto implica un acto de identificación con la Voluntad de Dios: ¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero! (Camino, n. 762)" 99. Dios ha querido correr el riesgo de nuestra libertad 100, escribe san Josemaría. La libertad en este mundo es la libertad del homo viator, en camino hacia su perfección en la patria celestial. Allí verá a Dios tal como es (cfr. 1Jn 3, 2) y los bienes creados, lejos de distraerle del Sumo Bien, le llevarán siempre a Él. Pero ahora, mientras está in via, puede preferir la criatura al Creador (cfr. Rm 1, 25), puede rechazar a Dios. No obstante, esta disyuntiva no es, en un sentido absoluto, una imperfección de la libertad. Dios, cuyas obras son perfectas (cfr. Dt 32, 4), no crea al hombre defectuoso por el hecho de ponerlo en camino hacia una ulterior perfección, ya que lo dota de la capacidad de alcanzarla; y tampoco nuestra libertad es imperfecta porque la podemos emplear mal: es simplemente la libertad propia de quien ha de caminar hacia su perfección última y no la ha conquistado todavía. Para san Agustín, la posibilidad de obrar mal es precisamente la razón del mérito, pues así Dios nos puede conceder la vida eterna como premio a nuestra libre correspondencia a su gracia 101. Para san Josemaría esa posibilidad de desviarnos desvela un aspecto asombroso del amor de Dios: su confianza en cada hombre, ya que es propio del amor el querer ser correspondido y confiar en la persona amada. Por eso dice que Dios "ha querido correr el riesgo de nuestra libertad" y utiliza otras expresiones semejantes: Dios no quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad 102. Esta manifestación de la autenticidad del amor de Dios y del peso real que da a la libertad humana le hace prorrumpir en exclamaciones de júbilo: Vuelvo a levantar mi corazón en acción de gracias a mi Dios, a mi Señor, porque nada le impedía habernos creado impecables, con un impulso irresistible hacia el bien, pero juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían (S. Agustín, De vera religione, 14, 27). ¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre! Frente a estas realidades de sus locuras divinas por los hijos, querría tener mil bocas, mil corazones, más, que me permitieran vivir en una continua alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres 103. b) Libertad para amar San Josemaría ve en Jesucristo el paradigma de la libertad humana. No podía ser de otra manera, porque Cristo es perfecto Hombre, igual a nosotros, salvo en el pecado 104. Su libertad se revela ya en la Encarnación. El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento: heme aquí que vengo, según está escrito de mí en el principio del libro, para cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad(Hb 10, 7) 105. En el instante en que toma nuestra carne, el Verbo muestra poseer una verdadera libertad humana que, a la luz del misterio de la unión hipostática, entendemos como libertad humana de una Persona divina. Es en cierto modo el sello de la misma libertad de Dios plasmado en la naturaleza humana asumida. Esta libertad la empleará el Señor para reparar con su obediencia la desobediencia de Adán y de sus descendientes. Es cierto que Jesús en cuanto hombre no es sólo viator sino también comprehensor 106, pero la libertad que tiene por su naturaleza humana, a pesar de ser absolutamente única, es verdadera libertad de hombre en camino hacia la glorificación futura. Por eso la libertad de Cristo puede ser modelo de la nuestra. Es perfecta libertad humana y su perfección se manifiesta en que Jesús la emplea no para buscar su propia gloria sino para cumplir por amor la voluntad del Padre, "obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz" (Fil 2, 8). La conclusión que saca san Josemaría es que hemos de estimar especialmente la obediencia. Soy muy amigo de la libertad, y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana. Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre 107. "La contraposición entre libertad y obediencia, cuando en ésta se manifiesta de un modo u otro la voluntad de Dios, suele ser señal de una visión todavía pobre de la libertad, como capacidad de elegir desprovista de su sentido y finalidad. La libertad de Cristo manifestada en la obediencia al Padre durante toda su existencia muestra la clave de su biografía terrena desde Nazaret hasta la Cruz e ilumina el sentido de nuestra propia libertad como respuesta amorosa a la libertad divina" 108. "Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente" (Jn 10, 17-18), dice el Señor. En la obra de Karl Adam, Jesus Christus, se sostiene a propósito de estas palabras que "jamás, en ningún lugar de la tierra, ha acaecido algo tan íntimamente libre, tan completamente voluntad y obra propia como la obra de Jesús en el Gólgota" 109. Por su parte, san Josemaría comenta al contemplar este momento: nunca podremos acabar de entender esa libertad de Jesucristo, inmensa –infinita– como su amor 110. Pero la luz del sacrificio del Calvario ilumina el sentido de la libertad humana, porque el hombre la ha recibido para amar a Dios como Jesucristo y unido a Él. La libertad de Cristo está totalmente al servicio del amor trinitario. Por amor al Padre ejerce su señorío sobre la propia vida para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado 111, aceptando espontánea y rendidamente el sacrificio que el Padre le reclama 112. Se entrega a la muerte con la plena libertad del Amor 113. Esta entrega es ejercicio sublime de libertad humana. San Josemaría encuentra aquí la respuesta a los interrogantes acerca del sentido de la libertad: Señor, ¿para qué nos has proporcionado este poder?; ¿por qué has depositado en nosotros esa facultad de escogerte o de rechazarte? Tú deseas que empleemos acertadamente esta capacidad nuestra. Señor, ¿qué quieres que haga? (cfr. Hch 9, 6). Y la respuesta diáfana, precisa: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente(Mt 22, 37). ¿Lo veis? La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios 114. La persona humana, observa Jutta Burggraf, es un ser "nacido para responder" 115, ha recibido la libertad para responder con amor al Amor de Dios. Pero, responder que sí a ese Amor exclusivo, ¿no es acaso perder la libertad? 116 ¡No!, responde con fuerza. Nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad 117. "Estamos ante un punto de gran importancia –comenta Lluís Clavell–. La libertad es para la entrega, de tal modo que la donación de sí es el acto más propio y adecuado de la libertad" 118. En quien realiza esa entrega a Dios y a los demás, la libertad llega a ser más operativa que nunca, porque el amor no se contenta con un cumplimiento rutinario, ni se compagina con el hastío o con la apatía. Amar significa recomenzar cada día a servir 119. La conclusión que san Josemaría quiere "grabar a fuego" en las almas es que la libertad y la entrega no se contradicen; se sostienen mutuamente. La libertad sólo puede entregarse por amor; otra clase de desprendimiento no la concibo. No es un juego de palabras, más o menos acertado. En la entrega voluntaria, en cada instante de esa dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios 120. "Libertad" y "amor" se dan cita constantemente: libertad para amar a Dios; amor que mueve la libertad. En Josemaría Escrivá de Balaguer, "el amor a la libertad está enraizado en el amor a Dios, y la plenitud de su sentido sólo se hace visible a la luz de este amor" 121, observa Antonio Millán Puelles. Y como el amor a Dios implica identificación con su voluntad y obediencia a sus mandatos, el binomio "libertad-amor" se traduce frecuentemente en "libertad y cumplimiento de la voluntad divina", o en "libertad y obediencia" (y también en "libertad y ley de Cristo", como veremos en el apartado siguiente). Para san Josemaría está claro que el segundo elemento de estos binomios no restringe el primero, más bien le señala su objeto auténtico, lo que da sentido a la libertad y la lleva a plenitud: dirigir los propios actos al fin último, la gloria de Dios y la felicidad del hombre. Al meditar el misterio de la libertad, san Josemaría contempla, junto con la de Cristo, la libertad de María, imagen limpia de la de su Hijo. Se detiene especialmente en el momento de la Encarnación: el momento sublime en el que el Arcángel San Gabriel anuncia a Santa María el designio del Altísimo. Nuestra Madre escucha, y pregunta para comprender mejor lo que el Señor le pide; luego, la respuesta firme: fiat! (Lc 1, 38) –¡hágase en mí según tu palabra!–, el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios 122. He aquí el sentido pleno de la libertad de la persona humana en camino hacia la patria celestial: emplearse enteramente en hacer el bien, en secundar la voluntad divina. El amor a Dios le marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien 123. También la figura de san José es un espejo en el que brilla la compenetración entre libertad y obediencia, manifestada en la soltura e iniciativa con que el Patriarca se mueve dentro de los planes divinos porque los ha hecho propios: Su docilidad no presenta la actitud de la obediencia de quien se deja arrastrar por los acontecimientos. Porque la fe cristiana es lo más opuesto al conformismo, o a la falta de actividad y de energía interiores. José se abandonó sin reservas en las manos de Dios, pero nunca rehusó reflexionar sobre los acontecimientos (...). En las diversas circunstancias de su vida, el Patriarca no renuncia a pensar, ni hace dejación de su responsabilidad. Al contrario: coloca al servicio de la fe toda su experiencia humana. Cuando vuelve de Egipto oyendo que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, temió ir allá (Mt 2, 22). Ha aprendido a moverse dentro del plan divino y, como confirmación de que efectivamente Dios quiere eso que él entrevé, recibe la indicación de retirarse a Galilea 124. 1.2.3. Libertad e inclinación al mal. Libertad y ley El tercer elemento de la libertad, que anunciábamos al inicio, es que su ejercicio, en la vida presente, se encuentra bajo el influjo de la inclinación al mal, tradicionalmente llamada concupiscencia, que ha aparecido en la naturaleza humana como consecuencia del pecado. San Josemaría lo tiene muy en cuenta: No podemos olvidar que llevamos en nosotros mismos un principio de oposición, de resistencia a la gracia: las heridas del pecado original, quizá enconadas por nuestros pecados personales 125. Se refiere a menudo a esta inclinación que puede llevar al hombre a diversas formas de esclavitud, pero no exagera esa inclinación. Suele recordar que Dios ha metido en el alma de cada uno de nosotros –aunque nacemos proni ad peccatum, inclinados al pecado, por la caída de la primera pareja– una chispa de su inteligencia infinita, la atracción por lo bueno 126. La inclinación al mal no ha apagado esa luz que permite reconocer la verdad moral, ni ha destruido la originaria tendencia al bien. Ambas continúan presentes en la naturaleza humana, y en ellas hunde sus raíces la libertad, que no ha sido aniquilada por el pecado. La inclinación al mal es una realidad compleja cuyo estudio pertenece a la Teología Moral. San Josemaría la considera en el marco de la doctrina tradicional 127. El hombre encuentra en sí mismo no ya la simple posibilidad de emplear mal la libertad mientras está in via, sino una dificultad para usarla bien –para amar a Dios y a los demás– y una tendencia a trastocar el orden de los bienes, anteponiendo las criaturas a Dios (cfr. Rm 1, 25; 7, 14 ss.). De ahí que, en la condición presente, usar bien la libertad exija luchar contra la inclinación al mal (cooperando con la gracia, como veremos después). Cuando un cristiano no lo hace así y permite que le domine esa inclinación, deja de ser hijo para convertirse en esclavo 128: "esclavo del pecado" (Rm 6, 17), de la concupiscencia. Se convierte en siervo de aquello por lo que se ha dejado vencer: Unos se postran delante del dinero; otros adoran el poder; otros, la relativa tranquilidad del escepticismo; otros descubren en la sensualidad su becerro de oro 129. Liberarse de la esclavitud del pecado y sustraerse de la inclinación al mal, implica dejarse guiar por el amor a Dios. Entonces el cristiano se hace "esclavo del amor a Dios", como la Santísima Virgen María, que se llama a sí misma "esclava del Señor" (Lc 1, 38). Pero esa esclavitud es enamoramiento, sometimiento filial al amor de Dios, que no reprime la libertad sino que le confiere sentido. Nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos 130. Os lo repito: no acepto otra esclavitud que la del Amor de Dios. Y esto porque, como ya os he comentado en otros momentos, la religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma –no se aquieta– si no trata y conoce al Creador. Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero –¡nos quiere Cristo!– hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse 131. "En estas palabras –comenta Millán Puelles– está contenida in nuce toda una teología de la libertad" 132. Junto a la esclavitud del pecado a que nos acabamos de referir, hay otra, la "esclavitud de la ley", presente también en la doctrina paulina (cfr. Rm 2; Ga 3). Este tema da lugar en san Josemaría a una enseñanza que nos interesa considerar. En el Antiguo Testamento, para librar al hombre de la esclavitud del pecado, Dios quiso mostrarle el camino del bien, oscurecido en su conciencia, mediante la revelación de una ley que comprende tanto la ley moral natural (sustancialmente los diez mandamientos) como un código de preceptos destinados a concretarla en unas determinadas circunstancias históricas y a constituir a Israel como Pueblo de Dios con un culto, unos ritos de purificación del pecado y un régimen de vida que preparaban la venida del Mesías (cfr. Ex 20 ss.). La Antigua Ley había de servir de "pedagogo" para conducir a Cristo (Ga 3, 24), pero con el paso del tiempo muchos habían llegado a considerar la pertenencia al Pueblo elegido y el cumplimiento de los preceptos rituales –a los que habían añadido muchas otras prescripciones (Mt 15, 1 ss.; Mc 7, 3-4)– como requisitos suficientes para considerarse "en regla" con Dios, haciendo caso omiso de la conversión del corazón, reclamada por los profetas (Is 1, 10; Os 6, 6; Ha 2, 4). En vez de emplear la libertad para amar a Dios obrando como Él quería, pretendían asegurarse la salvación por la simple condición de miembros del Pueblo de la Alianza y por la observancia de las "obras de la ley" (Rm 3, 20.28; Ga 2, 16; etc.), viniendo a parar así en la "esclavitud de la ley". La inercia de esta deformación llegará hasta la naciente Iglesia. San Pablo tendrá que luchar para que a los gentiles conversos no se les imponga la circuncisión, con el sometimiento a toda la ley antigua, argumentando que la salvación proviene de la fe viva en Jesucristo, "la fe que obra por la caridad" (Ga 5, 6), con la incorporación a la Iglesia por el Bautismo 133. El alcance de esta doctrina trasciende con mucho el concreto problema histórico que está en su origen, porque la tentación de reducir la vida cristiana a la observancia de unas prácticas y al cumplimiento de unas reglas que supuestamente garantizan la salvación al precio de renunciar a la libertad, estará siempre al acecho. San Josemaría pone en guardia ante este peligro, predicando el valor de las obras buenas realizadas con espíritu de libertad, porque Dios quiere que las obras exteriores sean reflejo de un espíritu y no fruto de coacción: que por la ley nadie se justifica ante Dios es cosa patente, porque el justo vive de la fe(Ga 3, 11) 134. Como se ve, aplica a la vida diaria, actual, la doctrina paulina. La "ley" ya no es aquí solamente aquel conjunto de preceptos del Antiguo Testamento y de tradiciones añadidas al que nos referíamos antes, sino todo cuerpo de reglas y normas de conducta en cuya observancia material se haga consistir la salvación. Para impugnar esa "esclavitud de la ley" presenta la figura de san José. Su actitud ante los mensajes del ángel –acerca de su matrimonio con la Virgen, o de la huida a Egipto y la vuelta a Israel– se le desvela como un magnífico ejemplo de obediencia libre y llena de iniciativa para llevar a la práctica la voluntad de Dios. La enseñanza es importante: Su cumplimiento de la voluntad de Dios no es rutinario ni formalista, sino espontáneo y profundo. La ley que vivía todo judío practicante no fue para él un simple código ni una recopilación fría de preceptos, sino expresión de la voluntad de Dios vivo. Por eso supo reconocer la voz del Señor cuando se le manifestó inesperada, sorprendente 135. San José, el varón obediente, aparece en la enseñanza de san Josemaría como ejemplo de hombre libre, que usa la libertad para creer, amar y servir a Dios, sin refugiarse en el encogido acato de unos preceptos. No es mero cumplidor sino hombre "justo" (Mt 1, 19), porque no está la justicia en la mera sumisión a una regla: la rectitud debe nacer de dentro, debe ser honda, vital, porque el justo vive de la fe (Hab 2, 4) 136. Es un hombre que afronta la "aventura de la libertad", guiado por una fe viva. El ejemplo es tan actual como la deformación contraria. Hay, dice san Josemaría, quienes tienen miedo a ejercitar la libertad. Prefieren que les den fórmulas hechas, para todo: es una paradoja, pero los hombres muchas veces exigen la norma –renunciando a la libertad–, por temor a arriesgarse 137. Cuando no se valora la libertad es fácil tender a sustituirla por el cumplimiento servil de unas reglas que den seguridad. La falta de aprecio a la libertad interior lleva a depositar la confianza en unas obras exteriores que pongan "en regla" con Dios. La predicación de san Josemaría impugna decididamente esta actitud. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada 138. Su religión no es un reglamento ni un moralismo. Recordémoslo de nuevo: Dios no desea siervos forzados, prefiere hijos libres 139. "Para esta libertad, Cristo nos ha liberado; manteneos, pues, firmes, y no os dejéis sujetar de nuevo bajo el yugo de la servidumbre" (Ga 5, 1). Jesucristo nos ha liberado de la "esclavitud del pecado" y de la "esclavitud de la ley". Ha satisfecho la deuda de nuestros pecados "al borrar el pliego de cargos que nos era adverso, y que canceló clavándolo en la cruz" (Col 2, 14), y nos ha alcanzado el don del Espíritu Santo que nos diviniza, nos hace hijos de Dios por la gracia y, por tanto, "más espirituales" y más libres (volveremos luego sobre esto último). El mismo Espíritu derrama la caridad en los corazones, junto con la fe y la esperanza, para que sea como una "ley interior" que inclina a los hijos de Dios desde lo más íntimo de su alma a usar la libertad para amar a Dios y a los demás por Dios. "La caridad es la plenitud de la Ley" (Rm 13, 10). Por la gracia y la caridad, el cristiano goza de "la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rm 8, 21). San Josemaría aplica esas enseñanzas sobre la ley, el amor y la libertad al cristiano que está llamado a la santidad en medio del mundo: el cristiano que ha de emplear su libertad para amar a Dios y a los demás cumpliendo el mandato divino de trabajar y de constituir la familia y la sociedad según el designio de Dios. Ese designio se encuentra básicamente expresado en su ley, de modo que ésta es el cauce para amar a Dios llevando a cabo la tarea de perfeccionar este mundo. Por eso recuerda que la libertad personal (...) exige de nosotros –para que no se corrompa, convirtiéndose en libertinaje– integridad, empeño eficaz en desenvolver nuestra conducta dentro de la ley divina 140. La ley divina es la ley de Cristo que, por una parte, contiene la ley moral natural inscrita en los corazones, iluminándola con la luz de la Revelación sobrenatural que permite conocerla con la certeza de la fe; y, por otra, inclina a orientar libremente la conducta por el cauce de la voluntad divina, por amor a Dios. De una parte, está la ley natural, en cuanto la voluntad y la ordenación divinas se nos manifiestan por la luz de la razón que conoce la naturaleza humana y de las cosas, y sus relaciones naturales esenciales, especialmente la que le ordena a su Creador y último fin, de la que dependen todas las demás. De otra parte, está la Revelación, que conocemos mediante la luz de la fe, que nos hace comprender mejor aquella misma ley natural y nos manifiesta la ley divina positiva, que es propia del orden sobrenatural al que hemos sido elevados, que restauró, declaró, perfeccionó y elevó a un plano y a un fin más altos la vida moral natural de los hombres 141. La noción de ley natural que late en estas palabras no es otra que la de santo Tomás de Aquino 142. No es sólo una "ley de la naturaleza" que el hombre simplemente puede descubrir, sino la "luz de la razón que conoce la naturaleza humana y de las cosas" y descubre "sus relaciones naturales esenciales". San Josemaría reconoce la correspondencia que existe entre el espíritu humano y esas estructuras de las realidades de este mundo. Su sensibilidad hacia la santificación del mundo desde dentro de las actividades temporales –no se cansa de repetir que es en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos 143– le lleva a recalcar que la "naturaleza humana y de las cosas" tiene un significado para el orden moral. Con su libertad, el hombre transforma el mundo, lo "cultiva"; pero el resultado de su actuar será "cultura" verdadera –cultivo o perfeccionamiento de la creación para el bien del hombre– si emplea la libertad dentro del orden moral, cuyas exigencias descubre en la naturaleza humana y en la naturaleza de las cosas. En el momento en que perdiera la conciencia de esas exigencias, perdería de vista también –observa Fernando Inciarte– la distinción entre lo bueno y lo malo 144. San Josemaría habla de la ley divina como cauce de la libertad, atestiguando que dentro de ella hay un amplio espacio para ordenar autónomamente las cosas del mundo. Caben muchas maneras de resolver los problemas sociales, económicos o políticos, y todas serán cristianas, con tal de que respeten esos principios mínimos, que no se pueden abandonar sin violar la ley natural y la enseñanza evangélica 145. Si en su predicación sobre la libertad se preocupa por destacar la importancia de la ley natural, mayor es aún su insistencia en el núcleo específico de la "ley evangélica" o "ley de Cristo", que se resume en el amor a Dios y en el amor a los demás con obras de servicio: "Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo" (Ga 6, 2) 146. La ley del Señor no es una larga serie de preceptos. Se condensa en un solo mandamiento: amar y servir con obras como Jesucristo. Contiene, como decíamos, la ley natural y, en este sentido, muestra el cauce de la libertad para cumplir la voluntad divina, pero sin dar más indicaciones para cada uno, porque hay infinitos modos de recorrer el camino hacia Dios ordenando las realidades temporales. La novedad de la ley de Cristo es que se han de realizar por amor y con amor de hijos de Dios. Es ley de amor, "ley perfecta de la libertad" (St 1, 25). Lo que Dios quiere es que el hombre actúe libremente por amor. No le prescribe lo que tiene que hacer para agradarle en las actividades temporales, dentro del amplio espacio de la ley moral natural. Está dicho y está impreso en su conciencia lo que no tiene que hacer. El discípulo de Cristo no ha de esperar más instrucciones, no se ha de comportar como un esclavo que sólo se mueve cuando le ordenan algo. "Dilige, et quod vis fac" 147, ama y haz lo que quieras, había sentenciado san Agustín. Esta actitud empapa toda la vida espiritual en san Josemaría: No os preocupe nada, siempre que tengáis amor de Dios. Se comprende bien el fundamento de aquellas palabras de san Agustín: ama y haz lo que quieras; porque, amando a Dios Nuestro Señor, no podemos por menos de hacer el bien 148. 1.3. Gracia y libertad en la vida espiritual La fe cristiana, escribe san Josemaría, nos lleva a admirar ese don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos y podemos –con la gracia del Cielo– construir nuestro destino eterno 149. Citamos de nuevo estas palabras, para fijarnos ahora en el inciso "con la gracia del Cielo", presente también en otros muchos textos de san Josemaría. La gracia sobrenatural sana y eleva la naturaleza humana, permitiendo que la libertad se despliegue con energía insospechada para amar a Dios. La vida sobrenatural (gracia santificante) es siempre un don: un don que está llamado a crecer. Pero sólo crece con la cooperación de la libertad, bajo el impulso de la gracia actual. El cristiano puede impedir su crecimiento, pero no puede alcanzarlo él sólo con sus fuerzas. Gracia y libertad, conjuntamente, edifican la santidad cristiana. La relación entre ambas, escribe Scheffczyk, "está acertadamente resuelta [en las obras de Josemaría Escrivá de Balaguer]. Resalta el papel dominante y prioritario de la gracia que decide todo, sin que esa eficacia universal (Allwirksamkeit) de la gracia divina se interprete en el sentido de la teología evangélica [protestante] como mono-eficacia (Alleinwirksamkeit)" 150. Ni sólo gracia ni sólo libertad, sino gracia y libertad, recayendo la prioridad sobre la primera. Josemaría Escrivá, continúa Scheffczyk, "se sitúa plenamente en la corriente espiritual del pensamiento católico sobre la gracia, que une la inmerecible fuerza de la gracia con la cooperación humana. Conoce el reproche y el peligro de una "justicia por las obras" de tipo pelagiano (...), como lo demuestran, por ejemplo, las siguientes palabras: Se ha puesto de relieve, muchas veces, el peligro de las obras sin vida interior que las anime: pero se debería también subrayar el peligro de una vida interior –si es que puede existir– sin obras (Forja, n. 734). De este modo se enfrenta decididamente con un principio pretendidamente católico de la "sola gratia", según el cual, por el origen de toda acción salvífica en la gracia y por la causalidad de la gracia, se puede prescindir de la con-causalidad humana. Ofrece así un desarrollo decidido y correcto del principio agustiniano: qui te creavit sine te, non te iustificat sine te (Sermo 159, 13)" 151. San Josemaría acentúa la importancia de la cooperación humana, pero siempre en el contexto de un planteamiento en el que la filiación divina es el fundamento de la vida espiritual y, por tanto, sobre la base de la prioridad de la gracia. Como el lector habrá podido advertir, cuando hablamos aquí de gracia nos referimos tanto a la gracia santificante como a la actual. Ambas están implicadas en el ejercicio de la libertad, pero de distinto modo. La libertad cristiana es una libertad "nueva", ya sea por la novedad de la elevación de nuestra naturaleza como por los impulsos con los que el Espíritu Santo mueve a obrar. Para entender esta novedad es útil distinguir entre: – la libertad como "libertad de elección" (el liberum arbitrium, en san Agustín): el poder de dirigirse a sí mismo hacia el bien; de querer o de no querer algo; de querer un bien u otro: la "libertad para". La característica primaria de la libertad en este sentido es la autodeterminación; – la libertad como "situación de libertad" (correspondiente a la libertas agustiniana): el estado de la persona, que le permite decidir con mayor o menor dominio de sí: la "libertad de". Incluye, de un lado, la libertad de coacción exterior y, de otro, el estar libres de pecado y de la esclavitud de las pasiones desordenadas. Es más libre el que no está sometido a coacción, y menos libre el que está oprimido de algún modo. Sobre todo, es más libre el que lo está de la culpa del pecado y tiene más dominio de sus pasiones, y es menos libre el que está apartado de Dios por el pecado y ofuscado por las pasiones 152. En la Sagrada Escritura se hace referencia a estos dos aspectos de la libertad en diversos lugares. A la "libertad de elección" aluden, por ejemplo, las palabras ya citadas más arriba: "Hoy pongo ante ti la vida y el bien, o la muerte y el mal (...). Elige, pues, la vida, para que tú y tu descendencia viváis amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz y adhiriéndote a Él" (Dt 30, 15.19-20). O también el siguiente texto: "[Dios] fue quien al principio hizo al hombre, y le dejó en manos de su propio albedrío. (...) Si tú quieres, guardarás los mandamientos, para permanecer fiel a su beneplácito. Él te ha puesto delante fuego y agua, a donde quieras puedes llevar tu mano. Ante los hombres la vida está y la muerte, lo que prefiera cada cual, se le dará" (Si 15, 14-17). A la "situación de libertad" se refieren otros muchos pasajes en los que se habla de la liberación de la esclavitud del pecado y de sus consecuencias 153. Por ejemplo: "Decía Jesús a los judíos que habían creído en Él: Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres. Le respondieron: Somos linaje de Abrahán y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Os haréis libres? Jesús les respondió: En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado, esclavo es del pecado. El esclavo no queda en casa para siempre; mientras que el hijo queda para siempre; pues, si el Hijo os librase, seréis verdaderamente libres" (Jn 8, 31-36). O también los siguientes textos de san Pablo: "No reine, por tanto, el pecado en vuestro cuerpo mortal de modo que obedezcáis a sus concupiscencias (...). Damos gracias a Dios porque vosotros, que fuisteis esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a la enseñanza que os ha sido transmitida y así, liberados del pecado, habéis alcanzado ser siervos de la justicia" (Rm 6, 12.17-18). En la Epístola a los Gálatas, san Pablo se refiere también a la libertad en este sentido (cfr. Ga 4, 1.5.21-31; Ga 5, 1.13; Ga 6, 2). Estos dos aspectos se encuentran sintetizados en el siguiente texto del Magisterio: "La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes" 154. Los dos aspectos son interdependientes: según el ejercicio que se haga de la "libertad de elección" (con la ayuda de Dios) se crea una determinada "situación de libertad" (que a su vez es un don de Dios). Y viceversa, esa situación influye profundamente en el ejercicio de la libertad. La libertad de los hijos de Dios es "nueva" respecto a la libertad del hombre sin la vida sobrenatural, en los dos sentidos. En el segundo, porque la gracia santificante trae una nueva situación de libertad. Y en el primero, porque las gracias actuales impulsan de modo nuevo el positivo ejercicio de la libertad. Veamos a continuación estos dos aspectos. 1.3.1. Gracia y "situación de libertad" Recogiendo la doctrina del Concilio de Trento, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que, por el pecado, la naturaleza humana ha quedado "herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado" 155. Todo esto comporta una situación de esclavitud (cfr. Jn 8, 34). Pero "la justificación arranca al hombre del pecado (...), libera de la servidumbre del pecado y sana" 156. La gracia santificante pone al hombre en una nueva situación de libertad: "la libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1) 157. Al ser "justificado", pasa del estado de pecado al de amistad con Dios, y el sucesivo aumento de la gracia le libera cada vez más de la esclavitud del pecado. Por eso tenemos necesidad de acudir a Jesús: para que Él nos haga verdaderamente libres 158. Aunque la infusión de la gracia no cambia la esencia del acto libre, que es la autodeterminación, puede decirse que hace "más libre" porque libera del pecado y permite realizar acciones sobrenaturales, como corresponde a los hijos de Dios. Esto se puede entender mejor si se considera que al renacer por el envío del Espíritu Santo, el cristiano recibe "un espíritu nuevo" (Ez 36, 26; cfr. Jn 3, 5): la gracia santificante que hace más espirituales 159, como dice santo Tomás, y en consecuencia más libres, ya que la libertad pertenece a la naturaleza humana por su dimensión espiritual, según vimos más arriba 160. Así como la naturaleza elevada por la gracia divina es una nueva naturaleza, así también le corresponde una nueva situación de libertad: la de los hijos de Dios. "Cristo nos ha liberado". Al redimirnos, nos ha puesto en una nueva situación, como cuando se le abren a un preso las puertas de la cárcel, o –con el ejemplo de san Pablo– como sucedía en la antigüedad cuando alguien pagaba el rescate de un esclavo. Cristo ha pagado por nuestra liberación el precio de su Sangre (cfr. 1Co 6, 20 y 1Co 7, 23) y nos ha alcanzado el don del Espíritu Santo, que sana y eleva nuestra naturaleza con la gracia santificante, "de manera que ya no eres siervo, sino hijo" (Ga 4, 7). ¿Para qué hemos sido liberados? Las palabras de Jesús son elocuentes: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os he llamado amigos" (Jn 15, 17). Nos ha liberado para que seamos amigos de Dios: para que podamos conocerle y amarle de modo conforme a nuestra dignidad de hijos adoptivos. Para amar así nos ha liberado Cristo. Al elevar nuestra naturaleza con la gracia, Dios eleva también las potencias operativas del alma (inteligencia, voluntad, facultades sensibles) mediante la caridad, las demás virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Gracias a estas virtudes y dones, el ejercicio de la libertad puede surgir espontáneamente de esa "nueva naturaleza" a través de las potencias elevadas y sanadas tanto de la inclinación al mal en la voluntad, como del oscurecimiento de la razón y del desorden de las pasiones. Quien más participa en la naturaleza divina por la gracia y tiene más caridad, se encuentra en una situación de mayor libertad. En este sentido se puede decir que quien es "más santo" es también "más libre". A las consecuencias del pecado dentro de la persona (inclinación al mal, desorden de las pasiones...), hay que añadir otras consecuencias sobre la persona, concretamente: el poder del diablo (sus tentaciones), el dolor y la muerte 161. La gracia de Cristo libera también de estas consecuencias, aunque esta liberación sólo se manifestará plenamente al final de la historia, cuando será destruido el poder del diablo sobre los hijos de Dios (cfr. Ap 12, 9-10) y el Señor "enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte, ni luto, ni lamento, ni grito de fatiga, porque las cosas de antes han pasado" (Ap 21, 4; cfr. 1Co 15, 26). Sin embargo, ya ahora, en esta vida, la liberación obrada por Cristo es una realidad presente también en estos aspectos, aunque sólo incoada: – somos liberados del poder de Satanás porque la tentación se puede rechazar fácilmente: aun el mínimo grado de gracia es suficiente, para resistir a cualquier concupiscencia y merecer la vida eterna (S. Thomas, S.Th. III, q. 62, a. 6, ad 3) 162. No estamos exentos del ataque de las tentaciones (el mismo Cristo se sometió a ellas), pero podemos vencerlas, y además aprovecharlas para manifestar el amor y la confianza en Dios (cfr. 2Co 12, 7-10); – somos liberados también del dolor, no porque desaparezca por la infusión de la gracia sino porque Cristo le ha dado un nuevo sentido y valor, liberándonos así del temor al sufrimiento. No es éste un "consuelo piadoso" para los que sufren. Es un elemento esencial de la libertad de los hijos de Dios. Ésta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad 163; – somos liberados, en fin, de la muerte porque Cristo ha venido "a liberar a aquellos que por el temor de la muerte eran tenidos en esclavitud durante toda la vida" (Hb 2, 15). Nos ha liberado ya ahora del miedo a la muerte y nos ha ganado la resurrección gloriosa futura. La muerte ha perdido su carácter de amenaza; se ha convertido en tránsito a la vida eterna. "No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma" (Mt 10, 28), dice el Señor. "Para mí, el vivir es Cristo, y el morir una ganancia" (Flp 1, 21), escribe san Pablo. La liberación del temor a la muerte se funda en la realidad objetiva de lo que representa la muerte para un hijo de Dios: A los "otros", la muerte les para y sobrecoge. –A nosotros, la muerte –la Vida– nos anima y nos impulsa. Para ellos es el fin: para nosotros, el principio 164. En resumen, la vida sobrenatural –gracia santificante– que Cristo nos ha ganado en la Cruz, libera del pecado y de las consecuencias del pecado. "La ley del Espíritu de la vida que está en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte" (Rm 8, 2). Por eso la vida del cristiano no ha de ser la de un esclavo que se porta bien por temor al castigo, sino la de un hijo que se mueve por amor a su padre, tratando de realizar lo que le agrada, con una libre y jubilosa obediencia interior 165. Esta situación de libertad de hijos de Dios es un cierto anticipo de la libertad plena en la gloria. Pero en este mundo la liberación no es aún definitiva. Los cristianos llevamos los grandes tesoros de la gracia en vasos de barro (cfr. 2Co 4, 7); Dios ha confiado sus dones a la frágil y débil libertad humana y, aunque la fuerza del Señor ciertamente nos asiste, nuestra concupiscencia, nuestra comodidad y nuestro orgullo la rechazan a veces y nos llevan a caer en pecado 166. El hombre se encuentra frente a su Señor, y en su voluntad está resolverse a vivir como amigo o como enemigo. Así empieza el camino de la lucha interior, que es empresa para toda la vida, porque mientras dura nuestro paso por la tierra ninguno ha alcanzado la plenitud de su libertad 167. 1.3.2. Gracia y "ejercicio de la libertad" Ya como criatura de Dios, el hombre depende totalmente de Él, en su ser y en su obrar. El ser "causa de algo" y también el ser "causa de sí mismo" por el ejercicio de la libertad, se funda siempre en la causalidad divina. Por la elevación sobrenatural, la dependencia de Dios es ya de otro orden. No sólo necesitamos la gracia santificante que diviniza nuestra naturaleza para realizar acciones de alcance sobrenatural, sino que necesitamos además gracias actuales que muevan a llevar a cabo cada una de esas acciones de hijos de Dios, incluso las más pequeñas (cfr. 1Co 12, 3). San Josemaría expresa la doctrina tradicional sobre las gracias actuales cuando dice que consisten en mociones de la voluntad, en luces claras del entendimiento, en afectos del corazón 168. En otra ocasión pone algunos ejemplos: es como si (Dios) nos recordara: lucha cada instante en esos detalles en apariencia menudos, pero grandes a mis ojos; vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la caridad. Son éstas, y otras semejantes, las mociones que cada día sentiremos dentro de nosotros 169. Todas esas mociones e inspiraciones son "gracias actuales". Aunque la naturaleza elevada por la gracia es principio de acciones sobrenaturales, el cristiano necesita esos impulsos divinos que le mueven a obrar, porque, siendo la gracia santificante un don totalmente sobrenatural –no exigido por la naturaleza humana–, la determinación de "pasar al acto" no proviene en primer término de la propia iniciativa, sino de Dios mediante la gracia actual que el cristiano puede secundar libremente 170. El cristiano no podría realizar ninguna acción sobrenatural si, además de estar en gracia (santificante), Dios no le moviera con la gracia (actual): "es Dios quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito" (Flp 2, 13). La primacía de la gracia es absoluta, no sólo en el sentido de que la acción de Dios funda la acción del hombre, sino además en el sentido de que esta última, en el orden de la santificación, es también fruto de la gracia. La grandeza del cristiano está en secundar lo que Dios quiere obrar en él. Por eso, en la tarea de santificación, ha de pedir siempre, como hijo indigente, la gracia de Cristo, que ha dicho: "Sine me nihil potestis facere" (Jn 15, 5). Incluso necesita que el mismo Espíritu Santo le mueva a pedir (cfr. Rm 8, 26). De ahí la insistencia de san Josemaría: Buscad, siempre y para todo, la ayuda y el auxilio de Dios. Persuadíos de que, sin Él, ninguna tarea provechosa se acaba. Ambicionad, por tanto, su misericordia y rezad así: dirigat corda nostra, quaesumus Domine, tuae miserationis operatio, quia tibi sine te placere non possumus: necesitamos que nos gobierne la clemencia de Dios, porque no podemos agradarle ni servirle con alegría, si Él no nos asiste. Es preciso que contemos con Él para todo, abriendo el corazón, a fin de que de una manera sobrenatural y paterna nos lleve por caminos de vida interior y de apostolado 171. Todo esto no ha de hacer olvidar, sin embargo, que Dios siempre cuenta con la libertad del hombre, tanto para el paso del estado de pecado al de gracia (la justificación), como para su crecimiento en santidad (la santificación). San Agustín enseña que Dios actúa invenciblemente (gratia invicta) en nosotros, pero con la suavidad del amor (suavitas amoris), respetando totalmente nuestra libertad 172. La gracia pide nuestra cooperación 173. No podemos propiamente adelantarnos a la acción de la gracia: pero, en lo que de nosotros depende, hemos de preparar el terreno y cooperar, cuando Dios nos la concede 174. El Señor compara el crecimiento de su Reino al crecimiento de una semilla. Ésta tiende a desarrollarse por sí misma: "ya duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo" (Mc 4, 27). La parábola manifiesta la primacía de la gracia en la santificación. Pero no significa que el hombre no tenga nada que poner de su parte. Jesús habla también de la semilla que cae en el camino, o entre pedregales, o entre zarzas, o en tierra buena: unos acogen la semilla y otros no; y no todos dan el mismo fruto: el fruto depende también de la cooperación humana (cfr. Mc 4, 9-20). Asimismo las parábolas de los "talentos" y de las "minas" muestran la necesidad de cooperar con la gracia divina (cfr. Mt 25, 14-28; Lc 19, 11-27) 175. El ejercicio positivo de la libertad de un hijo de Dios consiste, pues, en acoger la gracia santificante y en secundar las gracias actuales: en dejarse conducir dócilmente por el Paráclito. Como ejemplo luminoso de ejercicio de la libertad, san Josemaría contempla la respuesta de la Santísima Virgen al Arcángel Gabriel. Desde el inicio ha sido colmada de gracia (cfr. Lc 1, 28) y en el momento de la Anunciación recibe las gracias actuales convenientes, la luz y el impulso divinos, que se manifiestan externamente en las palabras del Arcángel y le llevan a conocer cómo se realizará la Encarnación; por último, da su respuesta: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). En esto se manifiesta su libertad. Su decisión es, sí, un efecto de la gracia, pero a través de su libertad. Ella se reconoce "esclava", porque todo lo que se realiza es iniciativa de Dios; y a continuación pronuncia el "hágase", porque ha de realizarse por medio de Ella. La libertad se ejerce al acoger, con la ayuda de Dios, lo que Dios mismo obra 176. 1.3.3. Del ejercicio de la libertad a la situación de libertad Al realizar un acto libre correspondiendo a la gracia actual, el cristiano merece un aumento de gracia santificante y de virtudes sobrenaturales que le llevan a una mejor situación de libertad 177. "Dios nos ha dado la libertad para que le amemos, y la libertad crece en la misma medida en que se ama más" 178. Si, por el contrario, obramos mal, comprometemos nuestra libertad. Responder que no a Dios, rechazar ese principio de felicidad nueva y definitiva, ha quedado en manos de la criatura. Pero si obra así, deja de ser hijo para convertirse en esclavo 179. Obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud 180. En caso de pecar mortalmente, el hombre queda privado de la vida de la gracia y pierde la libertad de los hijos de Dios que pertenece al estado de los justificados. En esa situación es incapaz de realizar actos meritorios y es mayor su debilidad moral. No obstante, el que peca mortalmente no pierde el poder de la libertad que tiene como persona. Siempre puede convertirse, correspondiendo a las gracias actuales que le ofrece la misericordia divina, y alcanzar de nuevo la libertad de hijo de Dios. Ninguna de las acciones concretas del cristiano es moralmente indiferente o sin significado para la vida espiritual. Todas, incluso las más materiales, como el comer y el beber, pueden hacerse por amor a Dios y para su gloria (cfr. 1Co 10, 31) –a lo que mueve la gracia actual– o bien por egoísmo y vanagloria. El amor es lo que hace que la libertad se ponga en movimiento. Si es amor a Dios y a los demás por Dios, el acto libera al cristiano; si es amor propio desordenado, le esclaviza de algún modo: la libertad se vuelve contra sí misma. "No avanzar en el camino hacia Dios es retroceder" 181, afir ma san Gregorio Magno: en cada acción se crece o se mengua como hijo de Dios, y mejora o empeora la situación de libertad. Hay, en definitiva, una libertad cristiana con la que se nace (al recibir la vida sobrenatural en el Bautismo), y una situación de libertad que se conquista (con la correspondencia a las gracias actuales). Al usar la libertad con la que se nace para amar a Dios, se crece en santidad y en libertad. "La libertad se consigue a golpe de libertad: se expande con su propio ejercicio" 182, escribe Alejandro Llano, comentando la enseñanza de san Josemaría. Antonio Millán Puelles lo expresa de otro modo: "Sin libertad no podemos amar a Dios (...); sin amar a Dios no podemos ser libres" 183. No se trata de un razonamiento "circular". Cuando dice que "sin libertad no podemos amar a Dios" habla de la libertad con la que nacemos; y al afirmar que "sin amar a Dios no podemos ser libres", habla de la libertad que se conquista correspondiendo a la gracia, la libertad de quien es señor y no esclavo de alguna cosa, o de sus pasiones y de sí mismo. La vida cristiana puede describirse como un proceso de "liberación" en el que se va recibiendo-conquistando una libertad cada vez más perfecta. Santo Tomás escribió que "cuanta más caridad se tiene, más libertad se posee" 184. San Josemaría expresa también esta decisiva verdad con gran viveza: Sólo cuando se ama se llega a la libertad más plena 185. 1.4. La "conciencia de la libertad de hijos de Dios" La vida cristiana se presenta en la enseñanza de san Josemaría como una constante actuación de la libertad. Para perseverar en el seguimiento de los pasos de Jesús, se necesita una libertad continua, un querer continuo, un ejercicio continuo de la propia libertad 186. Cuando escribe estas palabras, lo mismo que cuando recuerda, más en general, que nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad 187, no pretende quedarse en recordar una verdad básica de la antropología cristiana, sino transmitir la convicción de que para la santificación y el apostolado en medio del mundo, los hombres necesitan ser y sentirse personalmente libres, con la libertad que Jesucristo nos ganó 188. No sólo ser libres, sino "sentirse libres". La meta que se propone es propiamente inculcar en las almas esa conciencia de la libertad, como manifestación propia y necesaria del "sentido" de la filiación divina. Su mensaje "no es teórico, sino que tiende a promover la toma de conciencia de la libertad plena y responsable en cada uno" 189. Si el sentido de la filiación divina es, como sabemos, el fundamento de la vida espiritual en la enseñanza de san Josemaría, la conciencia de la libertad viene a ser la persuasión de que ese fundamento es algo "vivo", palpitante de la energía de la libertad, no una roca inerte. La conciencia de la libertad es la íntima y permanente convicción de que la santificación personal y el apostolado requieren "un ejercicio continuo de la propia libertad" de hijo de Dios que ha de corresponder a la gracia divina. Es algo más que el conocimiento de una verdad –la verdad de que ser hijo de Dios por la gracia implica una nueva libertad–; es un apasionado aprecio a la libertad, traducido en celo por defenderla y en deseo de potenciarla en uno mismo y en los demás. San Josemaría "resumía a veces en la expresión amor a la libertad" 190 esa profunda conciencia que deseaba transmitir. Tomar conciencia de la libertad es parte primordial del sentido de la filiación divina. Y vivir de acuerdo con este sentido es ejercer aquella libertad. Ciertamente no se comporta como hijo de Dios quien abusa de su libertad, convirtiéndola "en pretexto para la maldad" (1P 2, 16), pero tampoco actúa como hijo quien no la ejerce, enterrando su "talento" (cfr. Mt 25, 18). No olvidemos –advierte comentando la actitud del siervo de la parábola– este caso de temor enfermizo a aprovechar honradamente la capacidad de trabajo, la inteligencia, la voluntad, todo el hombre 191. La conexión entre filiación divina y libertad es tan profunda que, existencialmente, el cristiano no sólo se ha de sentir libre porque sabe que es hijo de Dios, sino también a la inversa: se ha de saber hijo de Dios porque se siente libre cuando ama a Dios. El cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre 192. Esta conciencia de la libertad, ¿qué manifestaciones y qué exigencias tiene? Podrían señalarse tantas cuantas posee el espíritu de filiación divina. Pero hay dos que destacan en la predicación de san Josemaría: el sentido de responsabilidad y la confianza. 1.4.1. "Sentido de responsabilidad" La libertad personal es esencial en la vida cristiana. Pero no olvidéis, hijos míos, que hablo siempre de una libertad responsable 193. La libertad es un don que permite "responder" al don de Dios con la propia entrega. Precisamente porque nuestras acciones libres nos pertenecen –son "nuestras"–, se nos puede pedir cuenta de ellas. La libertad hace al hombre responsable de sus actos, en primer lugar ante Dios. "La libertad, según el Fundador del Opus Dei, es, en su sentido principal y radical, libertad ante Dios y para Dios, y por tanto la responsabilidad le está inseparablemente unida" 194. Willem Onclin destaca como característica relevante de su personalidad "su amor a la libertad, palabra que nunca pronunciaba sin añadir otra: responsabilidad" 195. De hecho, libertad y responsabilidad aparecen conjuntamente en un gran número de textos 196. No hace falta que nos detengamos en la noción de responsabilidad para llegar a lo que nos interesa más directamente: el "sentido de responsabilidad" como manifestación de la conciencia de la propia libertad. Quien se sabe libre, con libertad cristiana, siente la exigencia de responder del uso de su libertad. De esa libertad nacerá un sano sentido de responsabilidad personal, que haciéndoos serenos, rectos y amigos de la verdad, os apartará a la vez de todos los errores: porque respetaréis sinceramente las legítimas opiniones de los demás, y sabréis no sólo renunciar a vuestra opinión, cuando veáis que no respondía bien a la verdad, sino también aceptar otro criterio, sin sentiros humillados por haber cambiado de parecer 197. "Una libertad responsable –se ha escrito, comentando la predicación de san Josemaría– no es menos libertad: es una libertad que se hace cargo de ella misma, que es más consciente y, si se me permite hablar así, más libre" 198. La idea de "sentido de responsabilidad" –con estos términos u otros equivalentes– aparece constantemente en los escritos de san Josemaría. Recordemos sólo dos textos. El primero es un punto de Camino, ejemplo del tono de su predicación desde el comienzo: De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes 199. El punto pertenece significativamente al capítulo "La voluntad de Dios". No menciona el sentido de responsabilidad pero es claramente lo que pretende inculcar: la responsabilidad de usar la libertad para cumplir la voluntad divina. Una libertad de la que "dependen cosas grandes": por el contexto se entiende que está pensando en la santificación y en el apostolado, que incluye la edificación cristiana de la sociedad y por tanto la búsqueda del bien común temporal. Se trata de una responsabilidad ante Dios y ante los hombres, el mundo y la historia. El otro texto tiene el particular interés de ser autobiográfico: Si interesa mi testimonio personal, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura. Podría añadir que se basa también en la certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar 200. No quiere dar soluciones prefabricadas a quienes acuden a él con interrogantes vitales. Respeta su independencia y quiere que asuman su responsabilidad. Obra así "por amor a la libertad": a una libertad con la que han de escribir la historia "abierta a múltiples posibilidades", especialmente en el caso de quienes se han de santificar en las actividades temporales. 1.4.2. Confianza en Dios y en los demás Si el sentido de responsabilidad manifiesta claramente la "conciencia de la libertad", puede ser menos evidente que manifieste también la "confianza". Este tema, en la doctrina de san Josemaría, ha sido objeto de un interesante estudio de Concepción Naval, bajo el título "La confianza: exigencia de la libertad personal" 201. Desde luego, en los escritos de san Josemaría, la "confianza" es un tema recurrente. Ante todo, la confianza en Dios: Fomenta, en tu alma y en tu corazón –en tu inteligencia y en tu querer–, el espíritu de confianza y de abandono en la amorosa Voluntad del Padre celestial 202. Llénate de confianza en Dios y ten, cada día más hondo, un gran deseo de no huir jamás de Él 203. Pero también confianza en los demás. ¡Qué propio de nuestro modo de ser es la confianza! 204, escribe a sus hijos en el Opus Dei. De modo particular cuando se trata de la dirección espiritual: en la vida espiritual, hay que dejarse llevar con entera confianza, sin miedos ni dobleces 205. En estos y en otros textos, aunque no mencione la libertad 206, puede verse que la confianza surge de la conciencia del valor de la libertad de los hijos de Dios. Naval sintetiza magníficamente, en pocas palabras, el recorrido del pensamiento de san Josemaría desde el sentido de la filiación divina a la conciencia de la libertad y a la confianza: "Por la filiación divina –vivida, no sólo pensada o proclamada– se ha descubierto el sentido pleno de la libertad humana que, en tanto que libertad personal, se contempla como don de Dios. Gracias a la libertad somos capaces de dar y darnos: damos libremente la libertad que se nos ha dado. Esta respuesta donal, en el trato humano, no parece ser otra cosa que la confianza" 207. Si se entiende la libertad humana como desvinculada de su origen y de su fin y reducida al poder de hacer algo, lleva a la "desconfianza en la confianza" (la antinomia es de la misma autora); cuando se considera, en cambio, como un don de Dios para darse, emerge todo su valor, porque sólo confiando es posible la entrega de sí a Dios y a los demás por amor a Dios. La desconfianza provoca el repliegue de la libertad sobre sí misma. Lógicamente no es igual la confianza en Dios que en los demás: sólo Dios no puede fallar. Pero la primera exige la segunda. "Distinguiendo netamente entre la confianza en Dios y la confianza en los hombres, lo cierto es que el Beato Josemaría no las diferencia en su raíz" 208. Los demás merecen una confianza que se funda en que Dios confía en ellos: en la libertad que Él les ha dado. La noción de libertad como don de Dios exige que se confíe en los otros, "porque sólo así puede ayudarse efectivamente a que la libertad de los demás se realice también como don, al dejarles –y animarles– a que obren y se manifiesten con libertad" 209. Esta confianza parte de lo que son –personas libres–, no de cómo han usado su libertad. Si la han usado bien, será motivo de más para confiar ellos; si la han usado mal, no se justifica la pérdida total de confianza, que sería como negar las posibilidades positivas de su libertad. Con noble realismo san Josemaría invita a aprender a no ser recelosos, pero sí prudentes 210. Junto a estas dos manifestaciones de la conciencia de la libertad cristiana brevemente reseñadas, tendríamos que hablar de la promoción de la libertad. Quien tiene conciencia del valor de la libertad, hace lo posible para promoverla. Pero este tema tiene tales dimensiones en san Josemaría que será objeto de la tercera parte del capítulo. 2. VOLUNTAD, RAZÓN Y SENTIMIENTOS EN EL EJERCICIO DE LA LIBERTAD Estudiaremos ahora el papel de las diversas facultades humanas en el ejercicio de la libertad. ¿Cómo influyen la inteligencia, la voluntad, los sentimientos? No es raro encontrar desequilibrios en este tema, en la teoría y en la práctica. A veces se privilegia de tal modo uno de esos factores sobre los demás que se da lugar a diversas formas de voluntarismo, racionalismo o sentimentalismo. En una visión cristiana del hombre y de su libertad reina la armonía que se advierte en Cristo, hombre perfecto. Esa misma visión equilibrada, surgida de las fuentes de la Revelación y desarrollada a lo largo de siglos, la ofrece san Josemaría con los acentos propios de su espíritu de filiación divina y de santificación en medio del mundo. Antes de entrar en el tema conviene hacer dos observaciones terminológicas. La primera se refiere al título de este apartado: "voluntad, razón y sentimientos". Puede parecer una tríada heterogénea, ya que la voluntad y la razón son "facultades" o potencias espirituales, mientras que los sentimientos son "actos" o a veces "estados", más o menos duraderos, de las facultades sensibles. Si hubiéramos escrito "voluntad, razón y facultades sensibles", habría resultado más coherente, pero podría darse la impresión de que la libertad surge de las facultades sensibles lo mismo que de la voluntad y de la razón, cosa que no sucede. Ponemos "voluntad, razón y sentimientos", para reflejar las diferencias que existen: la voluntad y la razón, facultades espirituales de la naturaleza humana, son la doble raíz de la libertad de la persona; los sentimientos, en cambio, proceden de las facultades sensibles y, aunque tienen un gran influjo en el ejercicio de la libertad por la unidad sustancial de alma y cuerpo, no son su raíz, al menos en el mismo sentido 211. La segunda observación se refiere a la ausencia, en el título, del término "corazón". ¿No expresa comúnmente los sentimientos y afectos sensibles? Sin duda es así, pero si lo mencionásemos junto con la voluntad y la razón se entendería como un tertium quid, distinto de las dos facultades espirituales, y ésta sería una acepción que se aparta del uso bíblico del término "corazón", empleado también por san Josemaría. Cuando hablamos de corazón humano –escribe– no nos referimos sólo a los sentimientos, aludimos a toda la persona que quiere, que ama y trata a los demás. Y, en el modo de expresarse los hombres, que han recogido las Sagradas Escrituras para que podamos entender así las cosas divinas, el corazón es considerado como el resumen y la fuente, la expresión y el fondo último de los pensamientos, de las palabras, de las acciones. Un hombre vale lo que vale su corazón, podemos decir con lenguaje nuestro 212. Juan Fernando Sellés hace notar sobre este punto que "para algunos pensadores del siglo XX (Hildebrand, Stein, Haecker, Guardini, etc.) la bipolaridad exclusivista entre entendimiento y voluntad como únicas potencias superiores del alma que ha marcado el perfil de la filosofía moderna y contemporánea, no sólo es discutible, sino que están dispuestos a afirmar que es deficiente. Es frecuente en estos pensadores admitir que el corazón es una potencia distinta y no inferior a las otras dos. En cambio, para Escrivá el corazón hace las veces –como se ha visto– de la persona, y es claro que la persona no se reduce a sus potencias" 213. En definitiva, hablando de "corazón" se designa el núcleo íntimo del obrar humano en toda su amplitud: del pensar, del querer y del sentir. Es un término que pone de manifiesto la unidad de ese núcleo y evoca, en particular, el hecho de que la vida espiritual no es vida de un espíritu desencarnado, sino del hombre "de carne y hueso", con afectos, sentimientos, emociones. Dios no nos declara: en lugar del corazón, os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo 214. 2.1. Libertad, voluntad y razón Comencemos por el papel de la voluntad y de la razón. La tradición cristiana enseña que "el hombre está dotado de libertad en virtud de su alma y de sus potencias espirituales de entendimiento y de voluntad" 215. La libre elección es un acto de la voluntad porque es un querer, pero también surge de la razón, porque la voluntad aspira a algo guiada por la razón, con conocimiento del fin 216. La libertad tiene, en consecuencia, una doble raíz: "La raíz de la libertad está en la voluntad como en su sujeto propio; mas, como en su causa, está en la razón" 217. El acto libre es expresión de ambas potencias. Recordemos que aquí nos referimos siempre al cristiano en gracia de Dios que busca la santidad. La "voluntad" de la que hablamos es la de quien tiene la caridad, y la "razón" es la razón iluminada por la fe. La libertad de un hijo de Dios, al tener su raíz en la fe informada por la caridad, puede hacer muchas cosas que no son "razonables" en el plano solamente humano y que van más allá de un amor de dimensiones terrenas. Un ejemplo patente es la actitud de los Apóstoles en Pentecostés, después de recibir al Espíritu Santo. En esa línea, san Josemaría emprendió durante su vida muchas obras que humanamente eran "locuras de amor divino" 218. Lo que se acaba de exponer es básico para entender una expresión con la que san Josemaría caracteriza frecuentemente la libertad: obrar "porque a uno le da la gana". Te amo, Señor, porque me da la gana de amarte 219. Tú me tiendes amorosamente tu mano, y yo, con tu gracia, me esfuerzo por cogerla porque me da la gana: ¡porque quiero!, ¡porque te amo! 220 Califica así un obrar con dominio del propio acto, lejos de temor y coacción. No propugna un actuar sin razón ("porque sí"), voluntarista, o guiado por el instinto ("hacer lo que a uno le apetece"); excluye expresamente esas actitudes, por ejemplo cuando comenta que muchas veces nos da la gana cuando no tenemos ninguna gana: porque lo hacemos por amor, todo por Amor, por un amor lleno de lealtad 221. Es la voluntad, facultad de querer, a la que "le da la gana", y por eso es la primera raíz de la libertad. Pero necesita la guía de la razón iluminada por la fe, que muestra lo que es bueno: conocer y amar a Dios, cumplir su voluntad 222. La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios (...). Ahí se resume la voluntad buena, que nos enseña a perseguir el bien, después de distinguirlo del mal (S. Máximo Confesor, Capita de caritate, 2, 32) 223. Dios ha dado la libertad al hombre para que pueda amarle. La libertad permite "dar" gloria a Dios, "darle" algo: la propia voluntad, el propio amor. Lógicamente, el hombre no puede dar nada a Dios, si por "dar" se entiende añadirle alguna perfección, pero sí puede amarle porque es libre, puede entregarse a Dios, darle su propio ser. "Por la libertad –escribe Leonardo Polo comentando la enseñanza de san Josemaría– el don divino [del ser y de la vida] se hace desde nosotros, por decirlo así, reversible" 224. Con la libertad podemos corresponder en sentido propio, podemos dar a Dios nuestra vida. De ahí que el mismo autor añada agudamente: "Entregarse a Dios es reduplicativamente libre: damos libremente la libertad que se nos ha dado" 225. No es una pretensión ilusoria. Jesús lo dice: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón..." (Mt 22, 37). Él mismo nos señala lo que desea de nosotros. No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: dame, hijo mío, tu corazón (Pr 23, 26) 226. El Señor muestra a Pedro que busca su amor: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?" (Jn 21, 16); y acepta la respuesta: "Sí, Señor, tú sabes que te amo" (ibid.). Y no sólo busca el amor de Pedro, sino el de todo hombre, aun siendo cada uno criatura y pecador. El amor que da sentido a la libertad no es un deseo ineficaz, sino el don de sí, la entrega al cumplimiento de la voluntad divina. San Josemaría usa el "porque me da la gana" precisamente para caracterizar este acto de donación personal. Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás, por amor a mi Señor Jesús 227. En esta entrega de sí a Dios –y, por amor suyo, al bien de los demás–, encuentra la libertad su pleno sentido, porque el hombre, "única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede alcanzar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás" 228. A propósito de una homilía de san Josemaría observa Leonardo Polo que "el primero de todos los imperativos –amar a Dios con todo el corazón y con toda la mente– llega a ser la urgencia vital por antonomasia. El mandamiento y el ímpetu de la existencia, al unirse estrechamente, constituyen la libertad cristiana" 229. Decidirse por una vida de amor a Dios no es una elección ciega. Hay razones, humanas y sobrenaturales. Entregarse a Dios es, sin duda, lo más razonable, pero la voluntad no está necesariamente determinada por las razones. Cuanta más luz reciba, más inclinada estará a seguirla; pero en esta vida ninguna luz es cegadora si uno no quiere. Siempre se pueden "cerrar los ojos". A pesar de las razones, la voluntad puede querer o no querer lo que Dios pide. Si finalmente se decide por la entrega, es guiada ciertamente por aquellas razones, pero no arrastrada por ellas. Se pone en manos de Dios y permite libérrimamente que domine sobre su vida entera. Por eso san Josemaría califica el motivo de este acto como la "razón más sobrenatural". Para mí y para mis hijos, la razón más sobrenatural de la entrega y del Amor es ésta: porque me da la gana, porque quiero, porque no hay nada en el mundo que me pueda separar de la caridad de Cristo 230. La libertad de elección comprende tanto la libertad de ejercicio (el poder querer o no querer, con autodeterminación) como la libertad de especificación (el poder de querer esto o aquello; es decir, de poner la intención en una cosa o en otra, conocidas y valoradas por la razón). Lo fundamental en el acto libre es lo primero, la autodeterminación 231. Por eso, en la vida espiritual lo básico es determinarse a querer dar gloria a Dios, a querer su voluntad, aun sin conocerla en concreto; después hay que descubrirla y elegir unos medios u otros, poner la intención en esto o en aquello. Pero la vida espiritual requiere ante todo decidirse a querer lo que Dios quiera. San Josemaría señala que Dios no pide a sus hijos que logren tal o cual meta, sino que luchen, porque lo que busca es el corazón, no los resultados; añade luego que puede haber momentos de debilidad en los que parece que no hay fuerzas para luchar, pero que siempre se puede "querer querer". Este es el núcleo del "amar la voluntad de Dios": queremos querer. Tenemos, al menos, deseos de tener deseos. Hijos, eso es ya combatir 232. Esta determinación de entrega a Dios es como un primer paso al que han de seguir otros. La vida espiritual no es resultado de la inercia. Renueva tu propósito firme de vivir con "voluntariedad actual" tu vida de cristiano: a todas horas y en todas las circunstancias 233. Para ganar el cielo hemos de empeñarnos libremente, con una plena, constante y voluntaria decisión. Pero la libertad no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía 234. La libertad no radica sólo en la voluntad, porque ésta no se mueve sin la luz de la razón. La voluntad no es una fuerza ciega, sino que ella misma "aliqualiter rationem participat" 235. A la vez, sin embargo, sólo conocemos si queremos conocer. Razón y voluntad no son dos facultades independientes o simplemente yuxtapuestas, sino íntimamente compenetradas. En la vida espiritual tiene gran importancia practicar un uso de la libertad que haga intervenir plenamente a la inteligencia y a la voluntad, evitando tanto las actitudes "voluntaristas" (moverse prescindiendo casi por completo de las razones; o no moverse a pesar de las razones, despreciándolas más o menos explícitamente) como, en sentido contrario, las actitudes "racionalistas" (moverse sólo cuando se entiende claramente el porqué, sin confiar en quien se debe confiar, sin aceptar que puede haber momentos de oscuridad o que se tienen pocas luces, etc.). El pecado ha herido la "doble raíz" de la libertad. San Pablo lo hace ver transmitiendo su experiencia: "No logro entender lo que hago; pues lo que quiero, no lo hago; y en cambio lo que detesto, eso hago (...). Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero (...). Al querer hacer el bien encuentro esta ley en mí: que el mal está junto a mí. Yo me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros" (Rm 7, 15.19.21-23). San Josemaría habla de esta tensión interior citando un texto de santo Tomás, al que añade un preciso comentario: Como la voluntad tiende al bien o al bien aparente, nunca la voluntad se movería hacia el mal, si lo que no es bueno no apareciese de algún modo como bueno (S. Thomas, S.Th. I-II, q. 77, a. 2 c.). Las pasiones, o la voluntad desviada, fuerzan al entendimiento, le hacen asentir precipitadamente, o eludir la consideración de ciertos aspectos que contrarían, para acogerse, en cambio, a otros que favorecen –que adornan de bondad– aquella inclinación 236. Sería ingenuo desconocer o minusvalorar esta realidad. Pero el realismo no ha de llevar a desconfiar de que siempre cabe corresponder libremente a la gracia. Digamos con Juan y Santiago: possumus! (Mt 20, 22) Omnia possum in eo qui me confortat (Flp 4, 13); todo lo puedo en Aquel que me conforta. Llenaos de confianza, porque el que comenzó la obra, la perfeccionará (Flp 1, 6): podremos, si cooperamos, porque tenemos asegurada la fortaleza de Dios: quia tu es, Deus, fortitudo mea (Sal 42, 2) 237. Experimentar la propia flaqueza no justifica dejarse llevar por ella. Debe conducir, por el contrario, a cooperar con la gracia que sana la doble raíz de la libertad. ¿En qué consiste esta cooperación? Con otras palabras, si el recto ejercicio de la libertad depende de que tanto la razón como la voluntad estén "sanas", ¿cómo fortalecer y cultivar esa "doble raíz"? La respuesta no puede ser otra que nutriendo la razón con el conocimiento de la verdad y la voluntad con el amor a Dios. San Pablo muestra la importancia de estos dos aspectos para caminar hacia la identificación con Cristo cuando escribe que "viviendo la verdad con caridad, crezcamos en todo hacia aquél que es la cabeza, Cristo" (Ef 4, 15). A esos dos aspectos se refiere frecuentemente san Josemaría. 1. En primer lugar, la raíz de la libertad se alimenta con el conocimiento de la verdad. "Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32) 238. ¿A qué verdad alude el Señor? Ya hemos citado antes un comentario de san Josemaría al respecto. La sustancia de sus palabras era que la verdad que hace libres es nuestra filiación divina: ¿Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? (...) que somos hijos de tan gran Padre 239. Un cristiano que se sabe hijo de Dios y que está llamado a ser "otro Cristo, el mismo Cristo"; que no ignora la realidad del pecado y sus consecuencias, y es consciente de de haber sido redimido por Cristo; que conoce su camino de santificación y los medios para recorrerlo..., cuenta con una potente luz para guiar su libertad. Ese conocimiento de la verdad es raíz de libertad porque libera de la ignorancia y del error y muestra a la voluntad el verdadero bien, para que se decida a buscarlo 240. Este conocimiento de la verdad al que nos referimos es el que se designa con el término "sabiduría" porque se trata de un "conocimiento sabroso" –sapientia: sapida scientia–, el conocimiento de quien ama lo que conoce. Y no es simple fruto de la especulación personal sino un don de Dios, según las palabras del Apóstol: "Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda el Espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle, iluminando los ojos de vuestro corazón" (Ef 1, 17-18). El Paráclito es, en efecto, Espíritu de verdad (cfr. Jn 14, 17; Jn 15, 26) que guía a la verdad completa (cfr. Jn 16, 13). Además de asistir al Magisterio de la Iglesia para la transmisión del Evangelio, mueve interiormente a los fieles a acoger la verdad que hace libres 241. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal 242. Lo hace con-naturalizando la mente del cristiano con la Palabra de Dios mediante el don de sabiduría, que constituye así como un manantial de libertad en lo más íntimo del corazón, porque al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida 243. Acabamos de decir que esta sabiduría, alimento de la raíz de la libertad, es un don de Dios. Pero no hay que olvidar que la acción del Espíritu Santo da fruto con la cooperación del cristiano. Él mismo impulsa con su gracia a poner los medios para conocer la verdad que ha de guiar el uso de la libertad. San Josemaría insiste mucho en esos medios: el estudio, la formación doctrinal. No podrá hacer nunca recto uso de la inteligencia y de la libertad (...) quien carezca de suficiente formación cristiana 244. "Su amor a la libertad –escribe Lluís Clavell– le llevó a prodigarse en dar una formación muy cuidada, también en el plano teológico, con la que cada fiel pudiese después moverse con libertad en la santificación del trabajo y en la actividad apostólica, sin esperar consignas" 245. A la vez, el amor a la libertad empapa totalmente su planteamiento de la formación teológica: "se trata de educar en la libertad (como clima y ambiente) y para la libertad (como fin: ayudar a la formación de personas libres y responsables)" 246. 2. La doble raíz de la libertad se fortalece también con la formación de la voluntad. Como el amor a Dios y a los demás es lo que da sentido a la libre elección, la formación de la voluntad consiste en orientarla hacia el don de sí: a la entrega a Dios y a los demás por amor a Dios. Yo no me explico la libertad sin la entrega, ni la entrega sin la libertad: una realidad subraya y afirma la otra 247. Las primeras palabras contienen directamente la idea a que nos referimos: la libertad se realiza o alcanza su pleno sentido con la entrega a Dios, es decir, con el amor a Dios manifestado en la dedicación de la propia vida al cumplimiento de su voluntad. Esa dedicación alimenta la raíz de la libertad porque cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas. Y la libertad –tesoro incalculable, perla maravillosa que sería triste arrojar a las bestias (cfr. Mt 7, 6)– se emplea entera en aprender a hacer el bien (cfr. Is 1, 17) 248. La segunda parte de la frase antes citada ("no me explico... la entrega sin la libertad") subraya la primera. La entrega a Dios ha de ser libre: no sólo al inicio, en la primera decisión, sino permanentemente libre. En este sentido, como veíamos, san Josemaría invita a servir a Dios con "voluntariedad actual" 249. Esta disposición de la voluntad alimenta la raíz de la libertad. "No me explico la libertad sin la entrega", razona san Josemaría. A quienes piensan que entregarse a Dios y al servicio de los demás es "perder libertad" y quieren "conservarla", de modo que en vez de elegir esa entrega por amor prefieren mantener la libertad como posibilidad de darse o de no darse, les hace notar que obrando así están convirtiendo su libertad en fin de sí misma, en un objeto inerte (como los que se mantienen "en conserva", sin vida), y que en realidad la están malogrando. Son almas que hacen barricadas con la libertad. ¡Mi libertad, mi libertad! La tienen, y no la siguen; la miran, la ponen como un ídolo de barro dentro de su entendimiento mezquino 250. En este mismo orden de ideas pone en guardia, a quienes tomaron la decisión de entregar su vida al cumplimiento amoroso de la voluntad divina, de la tentación de "reducir" su entrega con el paso del tiempo. ¿Sabéis cuál es el peor enemigo de las almas entregadas a Dios? ¡La media entrega! 251 Y, coherentemente con la realidad de que la libertad es para la entrega a Dios y que a su vez ésta libera, se puede decir que poner límites a la entrega a Dios es tanto como ponerlos a la libertad. Lejos de impulsar el crecimiento de la libertad alimentando su raíz, estos comportamientos la debilitan. Cuando no se elige a Dios la libertad no se conserva "intacta", porque se está eligiendo "no amar a Dios" y donde no hay amor de Dios, se produce un vacío de individual y responsable ejercicio de la propia libertad 252. La consecuencia es que allí –no obstante las apariencias– todo es coacción. El indeciso, el irresoluto, es como materia plástica a merced de las circunstancias; cualquiera lo moldea a su antojo y, antes que nada, las pasiones y las peores tendencias de la naturaleza herida por el pecado 253. Por último conviene observar que tanto el conocimiento de la doctrina revelada como el amor son fuentes de libertad, pero no separadamente. El conocimiento de la verdad es conocimiento del bien, y de ahí que la fe sea condición para la caridad. Por su parte, la caridad es fuente de conocimiento (cfr. 1Jn 4, 7-8). "Per ardorem caritatis datur cognitio veritatis", escribe santo Tomás 254. El Espíritu Santo obra en nosotros, con nuestra correspondencia, el mutuo reforzarse entre caridad y conocimiento de la verdad, como principio de una mayor libertad. 2.2. Los sentimientos y la libertad La vida espiritual no es, evidentemente, la vida de un espíritu puro, con sólo entendimiento y voluntad. Es vida de una persona compuesta de cuerpo y alma, con unos sentimientos o afectos que influyen profundamente en el ejercicio de la libertad 255. Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios 256. En san Josemaría no hay una concepción espiritualista o desencarnada de la vida cristiana. Resalta la importancia de la afectividad, pero sin dar cabida a un sentimentalismo en el que los afectos sensibles arrebaten el timón de la vida espiritual a la inteligencia y a la voluntad. Arturo Blanco hace notar la importancia que san Josemaría reconoce a la "conexión del intelecto con la voluntad, las emociones y los sentimientos humanos" 257, fomentando la integración armoniosa de todas las facultades en la construcción de la personalidad psicológica y en el desarrollo de la identificación con Cristo. Antes de adentrarnos en el tema conviene hacer algunas observaciones sobre la terminología propia del marco conceptual de san Josemaría. Por su dimensión corporal, en la persona humana hay unas potencias sensibles –facultades "apetitivas" o "de inclinación"–, dirigidas a objetos percibidos por los sentidos, que ejercen un influjo sobre la razón y sobre la voluntad 258. Los movimientos de esas potencias se suelen llamar "pasiones", porque son "padecidos" por la razón y la voluntad (un padecer no en el sentido de "dolor" sino en el de recibir algo de fuera) 259. También se suelen llamar, con diversos matices, sentimientos, emociones o afectos. Es la terminología tradicional que se refleja, por ejemplo, en el Catecismo de la Iglesia Católica 260. Algunos autores señalan matices que distinguirían cada uno de estos términos; otros no lo hacen. En todo caso, en los escritos de san Josemaría tienen un contenido muy semejante, como sucede en el lenguaje común 261. Aquí emplearemos esos términos como prácticamente equivalentes. Recordemos también brevemente –omitiendo ulteriores distinciones de Teología moral– que estas inclinaciones proceden de lo que se llaman clásicamente "apetitos sensibles" ("apetito" en el sentido de facultad de "apetecer" o de aspirar a un bien sensible): el "apetito concupiscible" o tendencia al placer sensible, y el "apetito irascible" o tendencia a superar los obstáculos que separan de un bien percibido por los sentidos 262. Las pasiones o emociones son movimientos surgidos a causa de un bien o un mal captado por los sentidos. Puede suceder que se produzcan antes de que la persona "se dé cuenta", es decir, antes de que lo advierta la razón y de que intervenga la voluntad, y con cierta independencia de éstas. Se habla entonces de "pasiones antecedentes", porque anteceden al acto libre: se "sienten" sin que se "consientan". Las pasiones antecedentes no son actos libres, y por tanto esos actos no son ni buenos ni malos 263. Pensando, entre otras cosas, en esas pasiones, escribe san Josemaría: No te preocupes, pase lo que pase, mientras no consientas. –Porque sólo la voluntad puede abrir la puerta del corazón e introducir en él esas execraciones 264. No obstante, las pasiones antecedentes tienen importancia en la vida espiritual porque influyen en el juicio de la razón e indirectamente en la voluntad. Las pasiones pueden nacer también como consecuencia de un acto voluntario, y entonces se llaman "consecuentes" (porque se provocan, o se consienten, o se pueden prever advirtiendo su causa y queriéndola). Tienen mucha importancia en la vida espiritual. No hace falta que nos detengamos en lo que implica "hacer el mal con pasión" (ya se ocupa la Teología moral); interesa, en cambio, destacar el influjo de las pasiones que apartan del bien y, asimismo, la importancia de "hacer el bien con pasión", no "fríamente". La razón y la voluntad necesitan en cierto modo ser ayudadas por la fuerza de las pasiones 265. Si es indudable que pueden oscurecer la razón, es también verdad que pueden facilitarle el conocimiento del bien y ayudarla a dirigir mejor la voluntad. Por ello –escribe Rafael Alvira tratando de las enseñanzas de san Josemaría– "cuando debamos cumplir un deber que no nos guste en su contenido, debemos realizarlo primero porque queremos cumplir el deber, y, después, esforzarnos en que nos guste" 266. Que el cumplimiento de un deber "no guste inicialmente" (pasión antecedente), no significa que no haya de cumplirse, porque el gusto no es ley (san Josemaría bromeaba a veces refiriéndose a quienes toman como regla de conducta la "ley del gusto"). Más aún, la perfección humana reclama que se procure "realizar aquello con gusto" procurando suscitar en el alma esa pasión consecuente (por ejemplo, considerando que vale la pena el esfuerzo por el bien que se hará a otros). San Josemaría emplea a menudo el adverbio "gustosamente" aplicándolo a cosas que por su naturaleza no agradan: por ejemplo, habla de ser gustosamente hombre penitente 267; de saberse fastidiar gustosamente por amor de Cristo 268; anima a "llevar gustosamente" las pequeñas contradicciones o la escasez de medios 269; a "dar gustosamente la vida por los demás" 270; etc. Después de estas premisas podemos pasar a los temas que permiten ver cómo entiende san Josemaría al influjo de los sentimientos en el ejercicio de la libertad y, por tanto, su importancia en la vida espiritual. 2.2.1. Ordenación de los sentimientos por la razón y la voluntad Los evangelios muestran los sentimientos de Jesús: nos hablan de su compasión por los enfermos, de su dolor por los que ignoran y yerran, de su enfado ante la hipocresía. Jesús llora por la muerte de Lázaro, se aíra con los mercaderes que profanan el templo, deja que se enternezca su corazón ante el dolor de la viuda de Naim 271. Se trata sólo de algunos ejemplos que destacan el papel de los sentimientos en la vida del Señor y, como consecuencia, en la de un hijo de Dios. El cristiano ha de procurar tener "los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Flp 2, 5; cfr. Flp 3, 15) si quiere identificarse con Él. No porque la identificación consista en la igualdad de sentimientos, sino porque estos contribuyen indiscutiblemente a emplear la libertad para amar a Dios y a los demás, en lo que está la esencia de la santidad o identificación con Jesucristo 272. Entre los sentimientos propios de un cristiano, san Josemaría destaca a veces tres que desea para quienes siguen el camino de santidad que él propone. Los llama pasiones dominantes 273: enseñar la doctrina cristiana, guiar a otros por el camino de la santidad con su ejemplo y su palabra, y amar la unidad (cuando se dirige a los miembros del Opus Dei les habla en concreto de amar la unidad de la Obra; en general se puede aplicar al amor a la unidad de la Iglesia). Habla de "pasiones" para subrayar que se han de poseer con vigor y naturalidad; y las designa "dominantes" no porque deban dominar sobre la voluntad y la razón, sino porque han de orientar las energías del alma en la misma dirección de la fe y el amor a Dios y a los demás. Por su género, estas tres "pasiones dominantes" hacen referencia a los diversos aspectos de la misión del cristiano. En efecto, se puede ver una cierta correspondencia con los tres munera Christi: la pasión de dar doctrina, al servicio del munus docendi; la de dirigir almas, al servicio del munus regale; y la pasión por la unidad, al servicio del munus sanctificandi ya que la unidad es señal de vida sobrenatural y condición para transmitirla: la pasión por la unidad es pasión por la vida. En todo caso, las "pasiones dominantes" se ordenan a realizar la misión de Cristo y contribuyen a compenetrar al cristiano con los sentimientos de su Señor. Si es indudable que los sentimientos pueden influir poderosamente en el crecimiento de la vida espiritual, también es cierto que la pueden obstaculizar e incluso desviar y corromper. Para que contribuyan a la identificación con Cristo, han de estar bajo el dominio de la voluntad que se dirige por la razón iluminada por la fe 274. Pero como consecuencia del pecado, los sentimientos tienden a independizarse del orden de la razón y a perturbar el juicio. Las pasiones humanas oscurecen fácilmente la realidad 275 y, si no se las domina, el mando queda en manos del capricho o del gusto o de los estados de ánimo, y la conducta se desvía fácilmente del camino humano y cristiano (cfr. 2Tm 4, 3). Este desorden se describe vivamente en el siguiente punto de Surco. Su protagonista es –como resulta claro– una persona entregada a vivir plenamente su vocación cristiana, que pasa por una situación de descontrol de los sentimientos: En tu vida hay dos piezas que no encajan: la cabeza y el sentimiento. La inteligencia –iluminada por la fe– te muestra claramente no sólo el camino, sino la diferencia entre la manera heroica y la estúpida de recorrerlo. Sobre todo, te pone delante la grandeza y la hermosura divina de las empresas que la Trinidad deja en nuestras manos. El sentimiento, en cambio, se apega a todo lo que desprecias, incluso mientras lo consideras despreciable. Parece como si mil menudencias estuvieran esperando cualquier oportunidad, y tan pronto como –por cansancio físico o por pérdida de visión sobrenatural– tu pobre voluntad se debilita, esas pequeñeces se agolpan y se agitan en tu imaginación, hasta formar una montaña que te agobia y te desalienta: las asperezas del trabajo; la resistencia a obedecer; la falta de medios; las luces de bengala de una vida regalada; pequeñas y grandes tentaciones repugnantes; ramalazos de sensiblería; la fatiga; el sabor amargo de la mediocridad espiritual... Y, a veces, también el miedo: miedo porque sabes que Dios te quiere santo y no lo eres. Permíteme que te hable con crudeza. Te sobran "motivos" para volver la cara, y te faltan arrestos para corresponder a la gracia que Él te concede, porque te ha llamado a ser otro Cristo, "ipse Christus!" –el mismo Cristo. Te has olvidado de la amonestación del Señor al Apóstol: "¡te basta mi gracia!", que es una confirmación de que, si quieres, puedes 276. Dentro de la variedad de enseñanzas que contienen estas palabras, vale la pena resaltar el peligro de una enfermedad de la vida cristiana llamada "sentimentalismo": una hipertrofia de los sentimientos, que amenazan con adueñarse de la conducta sustrayéndola del orden de la razón y de la fe. El remedio no es, entonces, suprimir o neutralizar los sentimientos –sería como la amputación de un órgano vital–, sino combatir su desorden. De ahí la oración que se eleva de un corazón profundamente humano y santo: No te digo que me quites los afectos, Señor, porque con ellos puedo servirte, sino que los acrisoles 277. Y de ahí también unos consejos, en los que late la riqueza de la propia experiencia: Que seáis personas rectas porque lucháis, procurando conciliar a esos dos hermanos que todos tenemos dentro: la inteligencia, con la gracia de Dios, y la sensualidad. Dos hermanos que están con nosotros desde que nacemos, y que nos acompañarán durante todo el curso de nuestra vida. Hay que lograr que convivan juntos, aunque se oponga el uno al otro, procurando que el hermano superior, el entendimiento, arrastre consigo al inferior, a los sentidos. Nuestra alma, por el dictado de la fe y de la inteligencia y con la ayuda de la gracia de Dios, aspira a los dones mejores, al Paraíso, a la felicidad eterna. Y allí hemos de conducir también a nuestro hermano pequeño, la sensualidad, para que goce de Dios en el Cielo 278. Las luces e impulsos del Espíritu Santo sobre el entendimiento y la voluntad se dirigen a someter los sentimientos o afectos a la razón, de modo que no sólo no dificulten sino que ayuden a conocer el bien y a realizarlo. Los "buenos sentimientos" dan una aguda perspicacia para descubrir lo que hay que hacer y energías para ponerlo por obra. 2.2.2. Formación del carácter En la génesis de los sentimientos influyen la voluntad y la razón (por ejemplo, uno puede recordar voluntariamente algo que le provoca un sentimiento de ira), pero influye también –y mucho– la percepción sensible: desde factores más o menos puntuales, como un éxito o un fracaso, un problema de salud o una situación de cansancio, una alegría o un disgusto, etc.; hasta otros, permanentes, como el temperamento y el carácter. Todos estos factores tienen importancia. Ciertamente cabe exagerarla, como sucedería si se considerara que determinan la vida espiritual, o se permitiera que de hecho la determinaran (por ejemplo, si la desgana o el desánimo bastaran para abandonar ciertos deberes); pero cabe también subestimarla, como si la vida espiritual no fuera la de una persona compuesta de alma y cuerpo. San Josemaría enseña a valorar todos esos "factores sentimentales" en su justa medida, que viene dada por una comprensión de lo humano a la luz del misterio de la Encarnación. A modo de ejemplo, se pueden recordar dos puntos de Camino: Decaimiento físico. –Estás... derrumbado. –Descansa. Para esa actividad exterior. –Consulta al médico. Obedece, y despreocúpate. Pronto volverás a tu vida y mejorarás, si eres fiel, tus apostolados 279. ¿Que te da todo igual? –No quieras engañarte. Ahora mismo, si yo te preguntara por personas y por empresas, en las que por Dios metiste tu alma, habrías de contestarme, ¡briosamente!, con el interés de quien habla de cosa propia. No te da todo igual: es que no eres incansable..., y necesitas más tiempo para ti: tiempo que será también para tus obras, porque, a última hora, tú eres el instrumento 280. Particular influjo en la génesis de los sentimientos tiene el "carácter", y de ahí la importancia de su formación. Por "carácter" suele entenderse –a grandes rasgos– el conjunto de cualidades psíquicas de una persona que dependen, en parte, de su temperamento constitutivo y, en parte, de la formación que ha asimilado y del influjo que han ejercido sobre ella las diversas circunstancias familiares y sociales en las que se ha encontrado 281. Según el carácter hay personas más o menos reflexivas, activas, flemáticas, apasionadas, impulsivas, apáticas, reservadas, abiertas, etc. Evidentemente ninguno de estos tipos de caracteres existe en estado puro, en la práctica. Siempre hay muchos matices y no tendría sentido encasillar a una persona en una de esas tipificaciones que indican sólo un aspecto más ostensible. Por otra parte, y sobre todo, no se debe olvidar que la gracia de Dios y la lucha por practicar las virtudes moldean profundamente el carácter confiriendo la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección 282: una "forma" que es diversa e irrepetible en cada uno. San Josemaría señala, entre las características que debe buscar un hijo de Dios, la de ser equilibrado de carácter 283, es decir, la de poseer en equilibrio las diversas características que configuran su carácter. Lógicamente, el punto de equilibrio es diverso para cada uno, según la condición de varón o de mujer (como luego veremos) y según las cualidades que posea: caben innumerables posibilidades dentro de la identificación con Cristo. La diversidad es, para san Josemaría, una riqueza: Habéis de ser tan varios, como variados son los santos del cielo, que cada uno tiene sus notas personales especialísimas. –Y, también, tan conformes unos con otros como los santos, que no serían santos si cada uno de ellos no se hubiera identificado con Cristo 284. El objeto de la formación del carácter es que cada uno alcance el propio punto de equilibrio, o la armonía de los aspectos positivos de su personalidad. Ya desde el primer capítulo de Camino, se refiere a esa formación del carácter como exigencia fundamental de la vida espiritual: No digas: "Es mi genio así..., son cosas de mi carácter". Son cosas de tu falta de carácter: Sé varón –"esto vir" 285. Y esta formación exige conocimiento propio: Cada uno debe mirarse a sí mismo, para ver si es o no es el instrumento que Dios quiere 286. Con estas palabras no está animando a un autoanálisis psicológico sino a la confrontación sincera con Cristo: a mirarse en Él 287, en la oración personal y con la ayuda de la dirección espiritual, para llegar a ser ipse Christus. Del conocimiento propio se ha de pasar a la práctica de las virtudes, especialmente de aquellas que cada uno necesite desarrollar más para alcanzar el equilibro al que nos hemos referido y, consiguientemente, para lograr la ordenación de los sentimientos bajo la razón y la voluntad. En particular son necesarias la fortaleza y la templanza, con sus múltiples virtudes conexas, que perfeccionan las facultades sensibles de la persona, como se explicará en el capítulo 6º. En conjunto, para el filósofo Carlos Ortiz de Landázuri, la enseñanza de san Josemaría sobre el equilibrio del carácter, la armonía entre sentimientos, voluntad y razón, mediante la práctica de las virtudes cristianas, "es un eficaz antídoto contra la "corrosión del carácter" producida por las éticas del sentimiento (Hume) y del deber (Kant), en sus versiones actuales de ética del éxito y del sometimiento al más fuerte" 288. Es una enseñanza que conduce a la formación de hombres y mujeres libres, a imagen de Cristo, con viva conciencia del tesoro de la libertad de hijos de Dios. Como conclusión de estas consideraciones sobre el papel de las diversas facultades del alma en el ejercicio de la libertad, podemos señalar que la libertad de un hijo de Dios es mayor o menor según sea mayor o menor la armonía entre voluntad, razón y sentimientos. Y esta armonía depende de la caridad, del conocimiento de la verdad y del desarrollo de las virtudes morales. Se puede decir que todo se compendia en la caridad, porque implica conocimiento de la verdad, rectitud de la voluntad y dominio de las pasiones. Recordemos las palabras de santo Tomás: "cuanta más caridad se tiene, más libertad se posee" 289. La caridad perfecta y el conocimiento de la verdad completa sólo se dan en la gloria. La libertad podrá alcanzar su plenitud, por tanto, únicamente en la visión beatífica. Mientras tanto, en esta vida, el grado de libertad depende del conocimiento amoroso de Dios: de la contemplación. La intrínseca relación entre la libertad cristiana, la caridad y el conocimiento de la verdad permite afirmar que es más libre quien es más contemplativo. Et reducam captivitatem vestram de cunctis locis (Jr 29, 14); os libraré de la cautividad, estéis donde estéis. Dejamos de ser esclavos, con la oración. Nos sentimos y somos libres, volando en un epitalamio de alma encariñada, en una canción de amor, hacia ¡la unión con Dios! Un nuevo modo de existir en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso. (...) Debemos vivir mucho tiempo, pero de esta manera, en libertad: in libertatem gloriae filiorum Dei (Rm 8, 21), qua libertate Christus nos liberavit (Ga 4, 31); con la libertad de los hijos de Dios, que Jesucristo nos ha alcanzado muriendo sobre el madero de la Cruz 290. 2.2.3. Desarrollo de la propia personalidad, como varón o como mujer Como ya se apuntó de pasada, la condición de varón o mujer incide hondamente en el carácter y, por tanto, en la personalidad que, entendida como "personalidad psicológica", es prácticamente sinónimo de "carácter": así ocurre al menos en la predicación de san Josemaría y en el lenguaje común. Por lo que llevamos dicho, el ser hombre o mujer tendrá un influjo profundo en el ejercicio de la libertad. No cabe duda de que san Josemaría "se dirige desde el principio tanto a hombres como a mujeres, y a todos predica las mismas virtudes humanas y cristianas y el mismo ideal de vida en Cristo, aunque por su lenguaje –muy pegado al texto bíblico y a la experiencia pastoral (...)–, emplea con frecuencia términos masculinos" 291, que piden "una lectura analógica por parte de las mujeres" 292, como lo piden las mismas expresiones bíblicas en las que se basa y emplea a menudo: "Esto vir" (1R 2, 2) 293, "viriliter age" (Sal 27, 14) 294, etc. Pero san Josemaría destaca también que el varón y la mujer tienen unas características positivas propias 295. Sale al paso de la generalizada tendencia a la uniformidad que observa, e insiste concretamente en que la mujer ha de desarrollar su propia personalidad, sin dejarse llevar de un ingenuo espíritu de imitación 296 del modo varonil de actuar, porque eso no sería un logro, sería una pérdida para la mujer: no porque sea más, o menos que el hombre, sino porque es distinta 297. Ha de desarrollar plenamente las propias virtualidades: las que tiene en su singularidad, y las que tiene como mujer 298. Cuando se refiere a la especificidad de cada uno, más que ocuparse de los varones, le interesa resaltar –quizá también para contrarrestar esa tendencia niveladora– las características positivas propias de la mujer. Y lo hace de modo alentador. ¿Quién calumnió a la mujer diciendo que la discreción no es virtud de mujeres?, pregunta, por ejemplo, y añade: ¡Cuántos hombres, bien barbados, tienen que aprender! 299. Al meditar sobre lo que ocurre la mañana de la Resurrección, cuando aquellas mujeres se encaminan al sepulcro sellado y custodiado, comenta que las dificultades –grandes y pequeñas– se ven enseguida..., pero, si hay amor, no se repara en esos obstáculos, y se procede con audacia, con decisión, con valentía: ¿no has de confesar que sientes vergüenza al contemplar el empuje, la intrepidez y la valentía de estas mujeres? 300 Muchas veces repite: Sois las mujeres más recias que los hombres, si os lo proponéis 301. Tenéis mucha fortaleza, que sabéis envolver en una dulzura especial, para que no se note 302. Destaca que en ellas, la interacción entre razón, voluntad y sentimientos adquiere unas formas peculiares que dotan a su modo de actuar de una particular riqueza. El siguiente texto se puede considerar paradigmático: La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad... La feminidad no es auténtica si no advierte la hermosura de esa aportación insustituible, y no la incorpora a la propia vida 303. No se trata de cualidades inducidas por la cultura sino de verdaderos rasgos de la "feminidad", es decir, del modo femenino de ser persona que cada mujer ha de asumir originalmente en la propia vida, mediante el esfuerzo de la formación del carácter. Varios de los elementos característicos de la personalidad femenina que señala san Josemaría, como la "dulzura especial", la "delicada ternura", la "capacidad de intuición" y la misma "fortaleza", tienen que ver sin duda con su tendencia al modo más emotivo de su actuar. En el ejercicio de la libertad, la razón y la voluntad se encuentran, comparadas con el varón, en mayor medida bajo el influjo de los sentimientos. No se trata de un defecto sino de una peculiaridad: de un punto de equilibrio diverso. Esa peculiaridad encierra cierto peligro de replegarse en la pasividad, de preferir la seguridad al riesgo de acometer empresas grandes en el terreno humano y, más radicalmente, en el de la santidad. San Josemaría sale al paso de este recelo: No podéis pensar que, por ser mujeres, no tenéis capacidad de hacer cosas grandes. Estoy persuadido de que podéis llegar donde os dé la gana en vuestro trato con Jesucristo. Que tenéis aptitudes, talento, disposición. Que tenéis facilidad para el sacrificio y para el trabajo y para la alegría. ¡Qué tarea tan inmensa podéis hacer! ¡Y cuánta confianza tengo en vosotras! 304 Cuando se refiere a la excelencia de algunas cualidades de la mujer respecto a las del varón –a las que une a veces, de modo casi imperceptible, alguna alusión a los defectos correlativos– le da, como ya se ha podido entrever en los textos presentados, gran importancia para la misión apostólica: Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor. –¡María de Magdala y María Cleofás y Salomé! Con un grupo de mujeres valientes, como ésas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo! 305 3. CONDICIONES PARA LA EXPANSIÓN DE LA LIBERTAD En la primera parte del capítulo hemos visto que san Josemaría entiende la libertad, ante todo, como "libertad para" tender al bien con autodeterminación: capacidad de amar, "libertad para amar". Como exigencia de esta capacidad, viene la "libertad de": libertad de la culpa del pecado y de la esclavitud de las pasiones, así como de coacción y de trabas o impedimentos exteriores para el ejercicio de la libertad misma 306. La liberación del pecado y del desorden de las pasiones está ligada a la práctica de las virtudes, que será objeto del capítulo siguiente. Ahora, en lo que sigue, nos vamos a referir principalmente a la libertad de coacción y de impedimentos exteriores: es decir, a las condiciones externas que permiten la expansión de la libertad. Algunas corrientes de pensamiento han reducido la libertad a este aspecto, o sea, a la liberación de determinadas estructuras sociales consideradas opresoras, identificando la libertad con la liberación política y social. La noción de libertad cristiana supera ese reduccionismo, situando la idea de liberación en el lugar que le corresponde, esto es, como exigencia de la expansión de la libertad en el obrar. Ante todo, es preciso tener en cuenta que el ejercicio de la libertad personal es posible también en las circunstancias más adversas de opresión. San Josemaría pone un ejemplo extremo, para mostrar que, mientras no se prive a la persona de su interioridad con métodos de tortura psicológica u otras agresiones que destruyan la capacidad de amar, no es posible eliminar por completo la libertad: Se puede estar prisionero en la celda más horrenda e inhumana, y ser libre, aceptando la voluntad de Dios y amando el sacrificio, con el pensamiento en todas las almas de la tierra. ¡Cuántos mártires de la fe en nuestros días han volado así como las águilas, con el cuerpo entre hierros y el alma libre para amar a Dios sin límites! 307 Este lenguaje resultará incomprensible para quien haya identificado sin más libertad y liberación. Pero también existe el peligro opuesto, de corte espiritualista: el de relegar a un lugar secundario la liberación –las condiciones que permiten la expansión de la libertad– y conformarse con la libertad interior. No son pocos los que, por pensar así, se dejan arrebatar demasiado fácilmente las libertades o no se empeñan en defender sus derechos. Consciente del valor de la filiación divina y de la libertad de los hijos de Dios, san Josemaría pide respeto a la persona humana y a su libertad, y promueve una auténtica liberación cristiana. Para él, el don de la libertad reclama las mejores condiciones para su expansión en todos los ámbitos de la vida. Esas condiciones se pueden resumir en dos: – la primera, que nada impida el uso legítimo de la libertad, es decir, que no haya injusta coacción ni sobre la vida interior ni sobre la actividad externa. Esto implica que el cristiano debe defender y promover el respeto a su libertad propia y a la de los demás. Ambas libertades van juntas. Una elemental razón de coherencia ha de llevar al cristiano a comprender que sólo si defiende la libertad individual de los demás con la correspondiente personal responsabilidad, podrá, con honradez humana y cristiana, defender de la misma manera la suya 308. Esta primera condición abarca diversos aspectos que englobaremos bajo el título de una homilía de san Josemaría: "El respeto cristiano a la persona y a su libertad" 309; – la segunda condición para la expansión de la libertad consiste en que cada uno asuma y mantenga fielmente los compromisos libremente aceptados para dirigir el uso de la propia libertad hacia el cumplimiento de la voluntad de Dios. Se trata, para un cristiano, de los compromisos bautismales y de otros que haya adquirido para responder a la llamada personal a la santidad por su camino específico de santificación. Esos compromisos son cauce para la expansión de la libertad. Fuera de ellos la fuerza de la libertad no se dilata sino que se dispersa. Esta segunda condición comprende también diversos aspectos, que reuniremos bajo el título "Los compromisos cristianos como cauce de libertad". 3.1. "El respeto cristiano a la persona y a su libertad" El lector que se acerca por vez primera a las homilías del volumen Es Cristo que pasa, no se extrañará al encontrar títulos como La Eucaristía, misterio de fe y de amor, o La Ascensión del Señor a los Cielos, pero es posible que le sorprenda el tema de la séptima homilía, a la que acabamos de hacer referencia: El respeto cristiano a la persona y a su libertad. Puede que a primera vista no le parezca un asunto de predicación; sin embargo, basta comenzar la lectura para caer en la cuenta de su importancia para la vida espiritual, particularmente en el caso de quienes tienen la misión de santificar el mundo desde dentro. En la enseñanza de san Josemaría es una cuestión capital y, a nuestro juicio, la primera –junto con la libertad interior de la que hemos tratado en la primera parte del capítulo– en la que se perciben las consecuencias del sentido de la filiación divina. Quien se sabe hijo de Dios se sabe libre y siente el deber de respetar la libertad de los demás y de exigir que se respete la suya, tanto en su vida interior como en su conducta externa, dentro de los límites que impone la condición de persona humana con su dimensión social e histórica. Si el sentido de la filiación divina es el fundamento de la vida espiritual, el respeto a la libertad viene a ser, en la enseñanza de san Josemaría, como el aire que necesita un hijo de Dios para respirar normalmente. En este tema, los textos tocan principalmente tres aspectos que enunciamos en el orden que nos parece más lógico, antes de detenernos en cada uno de ellos. En primer lugar, se refiere al respeto a la libertad de las personas en cuanto exigido por su dignidad: habla entonces de la "libertad de las conciencias" en general y, concretamente, dentro de la Iglesia, del respeto de la libertad del fiel y de sus derechos. En segundo lugar, se refiere al respeto de la libertad por razón de la materia de las elecciones libres: aquí insiste ampliamente en la "libertad en lo opinable". En tercer lugar, se refiere al respeto de la libertad por razón de la no competencia de la autoridad en determinadas materias, aunque en sí mismas no fueran opinables: se trata principalmente de la "libertad religiosa" o libertad social y civil en materia religiosa. El conjunto de estos tres aspectos permite, en nuestra opinión, ofrecer una visión general de la enseñanza de san Josemaría sobre este importante tema. 3.1.1. "Libertad de las conciencias" La expresión "libertad de las conciencias" es típica del magisterio de Pío XI, aunque tiene su origen en el de León XIII 310. Puede tomarse como emblemática de la doctrina católica acerca del derecho de toda persona a no ser obligada, con coacción física o moral, a actuar contra su conciencia; más aún, a ser positivamente respetada, defendida y ayudada a obrar en conciencia. San Josemaría emplea a menudo esta expresión, partiendo de la enseñanza de los Pontífices, pero, como enseguida veremos, la abre a los nuevos planteamientos que tomarán forma en el Concilio Vaticano II. Conviene advertir desde ahora que, siguiendo la terminología de León XIII y de Pío XI, san Josemaría distingue entre "libertad de las conciencias" y "libertad de conciencia". Esta última expresión, si se entiende como libertad para llevar a cabo cualquier cosa que se decida "en conciencia" sin reconocer un orden moral establecido por Dios, denota una concepción incompatible con la visión cristiana. En este sentido escribe que no es exacto hablar de libertad de conciencia (...). Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias (León XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20-VI-1888, ASS 20 [1888], 606) 311. Posteriormente, ha evolucionado el sentido de la expresión "libertad de conciencia". Ahora es frecuente emplearla como equivalente a "libertad de las conciencias", lo cual se comprende fácilmente porque, en sí misma, se presta a ser entendida en un sentido o en otro. Por tanto, actualmente ya no tiene por lo general una acepción negativa. Pero es obvio que la doctrina subyacente permanece idéntica. Cuando san Josemaría entendía negativamente la expresión "libertad de conciencia", quería rechazar lo mismo que rechazaba el Magisterio pontificio: el error que designaba en ese momento, no evidentemente lo que significa en otros documentos recientes del mismo Magisterio. Después de esta premisa podemos entrar en el uso que san Josemaría hace de la noción. He defendido siempre la libertad de las conciencias. No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad 312. El texto es bien expresivo de su talante. Hombre de convicciones firmes y de ánimo decidido, Josemaría Escrivá de Balaguer tiene marcada en su personalidad de hijo de Dios la nota característica de un delicado respeto a la libertad, que le lleva a sentir repulsa hacia cualquier tipo de coacción sobre las conciencias y, positivamente, a poner los medios –en el texto citado habla de la oración, del estudio, de la caridad– para ayudar a los demás a usar rectamente la libertad. En este último sentido, su aprecio a la libertad de las conciencias va mucho más allá del simple respeto a la privacy, actitud loable pero estrecha como cauce del apostolado cristiano, que ciertamente exige abstenerse de invadir abusivamente la intimidad de los demás pero que no se contenta con ello, sino que pide una positiva promoción de su libertad. Si interesa mi testimonio personal, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura 313. El siguiente texto, del que ya hemos citado las primeras palabras, ofrece una explicación de cómo entiende el concepto: Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias (León XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20-VI-1888, ASS 20 [1888], 606), que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios. Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle, pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios 314. Como se ve, aquí aplica el respeto a la libertad de las conciencias al campo de la religión. En otros textos lo refiere, en general, al respeto de las convicciones intelectuales y morales de los demás. En todo caso, al estar las convicciones religiosas en el vértice de las demás, lo que se diga de su respeto abarca el de las otras. También hay que observar que en el texto anterior parece referirse sólo al caso de la conversión a la fe católica o de la incorporación a la Iglesia. En otros momentos, como en la cita que sigue, se ve que piensa en el apostolado en general, no sólo en el apostolado ad fidem. [Es preciso] hacer que desaparezca cualquier forma de intolerancia, de coacción y de violencia en el trato de unos hombres con otros. También en la acción apostólica –mejor: principalmente en la acción apostólica–, queremos que no haya ni el menor asomo de coacción. Dios quiere que se le sirva en libertad y, por tanto, no sería recto un apostolado que no respetase la libertad de las conciencias 315. Después de repudiar de nuevo la injusta coacción, la violencia y la intolerancia 316, san Josemaría menciona, como decíamos, el campo más significativo para la defensa de la libertad de las conciencias: el campo de la acción apostólica. Por tratarse de una actividad con la que se pretende comunicar la verdad y el bien –la verdad plena del Evangelio y el bien excelente de la vida sobrenatural– quizá se podría pensar que ahí está justificada una cierta coacción y de hecho no han faltado a lo largo de la historia quienes han pretendido imponer el Evangelio con medios coercitivos. Sin embargo, al obrar así no han actuado según el espíritu cristiano. No entramos en cuestiones históricas complejas de los "estados cristianos", con sus amalgamas de autoridad civil y eclesiástica, y sus confusiones prácticas de diverso género. Hemos de recordar, de todas formas, unas palabras del Vaticano II que proponen la enseñanza constante de la Iglesia: "Es uno de los principales capítulos de la doctrina católica, contenido en la palabra de Dios y enseñado constantemente por los Padres, que el hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios, y que, por tanto, nadie puede ser forzado a abrazar la fe contra su voluntad. Porque el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza, ya que el hombre, redimido por Cristo Salvador y llamado en Jesucristo a la filiación adoptiva, no puede adherirse a Dios que se revela, a menos que, atraído por el Padre, rinda a Dios el obsequio racional y libre de la fe" 317. La enseñanza de san Josemaría recogida en el último texto citado, se encuentra en total sintonía con esta perenne doctrina y se extiende a todos los momentos del itinerario de la fe: no sólo a la conversión a la fe o la plena incorporación a la Iglesia (casos a los que directamente se refiere el texto conciliar), sino a todos los pasos del seguimiento de Cristo. La resolución de abrazar la fe y todas las decisiones de la vida de fe han de ser siempre libres. La conclusión es fuerte: Por eso, cuando alguno intentara maltratar a los equivocados, estad seguros de que sentiré el impulso interior de ponerme junto a ellos, para seguir por amor de Dios la suerte que ellos sigan 318. San Josemaría se refiere concretamente al respeto de las convicciones de los no católicos, pero está claro que es sólo un ejemplo para transmitir radicalmente un espíritu de libertad fundado en la dignidad de ser persona llamada a la adopción divina sobrenatural. Nunca puede estar moralmente justificado, ni por tanto ser aceptable, coaccionar la conciencia de nadie, porque esto sería despreciar su libertad y ofender su dignidad de persona y de hijo adoptivo de Dios (o llamado a serlo). No es lícito "sacrificar la libertad sobre el altar de la verdad" 319, se ha dicho comentando la enseñanza de san Josemaría. Sin renunciar a la verdad, prefiere sufrir con los que se ven injustamente maltratados por sus convicciones, antes que obligar a nadie a salir del error. Las aplicaciones de este espíritu se extienden a todos los campos. Por ejemplo, cuando habla de las relaciones del cristiano –como fiel y como ciudadano– con el poder civil y el eclesiástico, recuerda que la autoridad no debe hacer discriminaciones injustas: En la Iglesia y en la sociedad civil no hay fieles ni ciudadanos de segunda categoría. Tanto en lo apostólico como en lo temporal, son arbitrarias e injustas las limitaciones a la libertad de los hijos de Dios, a la libertad de las conciencias o a las legítimas iniciativas. Son limitaciones que proceden del abuso de autoridad 320. En el terreno de las relaciones entre padres e hijos (y más en general en la formación) promueve la confianza precisamente como exigencia de la libertad de hijos de Dios. Ya lo hemos visto más arriba, haciendo referencia a un estudio de Concepción Naval. Como ejemplo concreto podemos recordar lo que aconseja a los padres cuando los hijos han de tomar decisiones sobre la propia vida: Los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia, haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas. (...) Pero el consejo no quita la libertad, sino que da elementos de juicio (...). Llega un momento en el que hay que escoger: y entonces nadie tiene derecho a violentar la libertad 321. También el campo de la dirección espiritual personal está empapado de este espíritu de libertad. He aquí las orientaciones que san Josemaría ofrece a quienes la imparten: Dejad siempre una gran libertad de espíritu a las almas. Pensad en lo que tantas veces os he dicho: porque me da la gana, me parece la razón más sobrenatural de todas. La función del director espiritual es ayudar a que el alma quiera –a que le dé la gana– cumplir la voluntad de Dios. No mandéis, aconsejad (...), que cada uno sienta su libertad personal y su consiguiente responsabilidad 322. Hemos puesto algunos ejemplos de diversos ámbitos. Pueden ser suficientes para concluir que el respeto a la libertad de las conciencias, fundado en la dignidad de persona y de hijo de Dios, es un sello característico de toda la enseñanza de san Josemaría. Es un principio desde el que se enfocan temas que no estaban directamente considerados en el magisterio de los Pontífices que emplearon la expresión. 3.1.2. "Libertad y pluralismo en lo opinable" Pasemos ahora al respeto a la libertad de las conciencias por razón de la misma materia de las elecciones libres, y no sólo por la dignidad de persona. Hablamos del respeto a la libertad en materias opinables, pero no en abstracto sino tal como se encuentra en san Josemaría: de modo estrechamente ligado a la vocación y misión de los fieles laicos. "El pluralismo –escribe Ana Marta González reflexionando sobre su enseñanza– es una característica esencial del modo laical de estar en el mundo que se extiende a todos los ámbitos" 323. Su sensibilidad hacia estas cuestiones es muy aguda porque tocan el nervio de la santificación en medio del mundo, médula de su misión eclesial. Como ya hicimos notar en la Parte preliminar y al inicio del presente capítulo, san Josemaría considera esencial que se reconozca en la Iglesia la autonomía de los fieles laicos en su actuación profesional, cultural, política, económica, etc., porque sólo así podrán plantear su vida espiritual y realizar su labor apostólica con la iniciativa y la responsabilidad que exige el don de la filiación divina y el sacerdocio recibidos en el Bautismo. La libertad personal del laico católico en estas cuestiones no tiene más límites que la ley de Dios y la fidelidad a la Iglesia Santa; que no son límites, sino precioso don, que hace de las acciones humanas actos de contenido valioso, dignos de un hijo de Dios 324. Para exponer su enseñanza en este tema resulta útil una previa distinción. Todo cristiano posee, en cuanto miembro de la Iglesia, una serie de derechos, deberes y facultades fundamentales, que corresponden a la condición jurídica de fiel, y que tienen su lógico ámbito de ejercicio en el interior de la sociedad eclesiástica: participación activa en la liturgia de la Iglesia, facultad de cooperar directamente en el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en su tarea pastoral si es invitado a hacerlo, etc. 325 Además de esto, que es común a todos los fieles, los laicos tienen una misión específica que consiste precisamente en santificar ab intra –de manera inmediata y directa– las realidades seculares, el orden temporal, el mundo 326. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica 327. Mientras que en el primer caso –la cooperación con el apostolado de la Jerarquía– cualquier fiel, también el laico, debe emplear su libertad para secundar los mandatos de la Jerarquía y moverse dentro de esos mandatos, en el segundo caso –el de su apostolado específico en las actividades temporales– el mandato apostólico proviene inmediatamente de Cristo por el Bautismo mismo e implica una serie de derechos y deberes dentro de la sociedad eclesial, en relación con la santificación y el apostola do, que han de ser reconocidos y respetados para que la libertad de los hijos de Dios se pueda dilatar y dar fruto. Por esto, la defensa de la libertad en las actividades temporales constituye un punto clave para san Josemaría. Sin la promoción de esa libertad, los laicos no podrían realizar su misión propia. Se trata de una libertad con todas sus consecuencias, concretamente con la más clara, que es el pluralismo. Cuando se comprende a fondo el valor de la libertad, cuando se ama apasionadamente este don divino del alma, se ama el pluralismo que la libertad lleva consigo 328. Una defensa de la libertad que procediera con la pretensión (o con la oculta esperanza) de que todos la empleasen del mismo modo, no sería más que una farsa. El campo de aplicación es tan amplio como el de las actividades temporales. Desde luego, la dimensión moral que todas poseen en cuanto actividades humanas, implica que habrá aspectos en los que el Magisterio de la Iglesia se podrá pronunciar para orientar su ejercicio a la luz del Evangelio. Pero siempre habrá, necesariamente, otros aspectos pertenecientes a la autonomía propia de cada ciencia o arte –de las actividades temporales en general– en los que cabe un pluralismo de opiniones, de posiciones y de soluciones 329. San Josemaría no excluye ninguna actividad temporal de ese pluralismo. Lo defiende incluso en un campo tan estrechamente ligado al Magisterio como es el de la investigación teológica. En este sentido, refiriéndose concretamente al Opus Dei, deja sentado como principio que no pensamos de la misma manera, porque admitimos el mayor pluralismo en todo lo temporal y en las cuestiones teológicas opinables 330. Este pluralismo no es obstáculo a la unidad de la fe; más bien es considerar el respeto a la libertad como importante factor de unidad. Por ejemplo, en el Opus Dei, explica san Josemaría, las diversas opiniones son y serán constantemente prueba de buen espíritu 331. Pero, por significativo que sea el campo de la investigación teológica, no se refieren a él la mayor parte de los textos de san Josemaría sobre la libertad en lo opinable, sino a otro en el que la defensa del pluralismo requiere una particular atención: el campo de las opciones políticas de los fieles cristianos 332. Es un campo en el que siempre acecha el peligro de considerar negativamente el pluralismo, ya sea por una mentalidad autoritaria que ve con malos ojos todo lo que escapa a su dominio, o bien por un espíritu gregario que se siente seguro con la uniformidad y se inquieta con la diversidad. En los escritos de san Josemaría "existen abundantes reflexiones teológico-morales sobre la acción de los cristianos en el terreno social y político, pero no encontramos en ellos lo que comúnmente se entiende por "ideas u opiniones políticas". Este hecho corresponde a una línea de conducta reflexivamente asumida y constantemente respetada" 333. Según Ángel Rodríguez Luño, si se quisiera expresar en una fórmula sintética el pensamiento de san Josemaría sobre la acción social y política, "esa fórmula no sería otra que la del nexo indisoluble entre la libertad personal y la correspondiente personal responsabilidad" 334. Y Antonio García-Moreno observa que "el amor a la libertad le llevó siempre a respetar en grado sumo las ideas políticas de todos los laicos. En su actuación en la vida pública los considera libérrimos de optar por uno u otro partido, con la única y lógica orientación vinculadora de la doctrina de la Iglesia" 335. El mismo autor concluye con la siguiente cita que atestigua la importancia que san Josemaría concede al tema: Esta doctrina de libertad ciudadana, de convivencia y de comprensión, forma parte muy principal del mensaje que el Opus Dei difunde 336. La insistencia en este punto está relacionada históricamente con factores muy diversos entre sí. Uno de ellos es la instauración de regímenes totalitarios en diversos países, especialmente en la Europa del siglo XX. Su postura era neta: Es necesario amar la libertad. Evitad ese abuso que parece exasperado en nuestros tiempos –está patente y se sigue manifestando de hecho en naciones de todo el mundo– que revela el deseo, contrario a la lícita independencia de los hombres, de obligar a todos a formar un solo grupo en lo que es opinable, a crear como dogmas doctrinales temporales; y a defender ese falso criterio con intentos y propaganda de naturaleza y substancia escandalosas, contra los que tienen la nobleza de no sujetarse 337. Otro factor es la tendencia, dentro de la Iglesia, a promocionar la unidad de los católicos en la política (y en diversos sectores profesionales), ante la necesidad de hacer frente a la presión laicista y marxista. Ya nos hemos referido a esta cuestión en la Parte preliminar. Gabriel Zanotti estima que en la práctica y con cierta frecuencia, los principios básicos de la Doctrina social de la Iglesia han sido "asumidos y vividos como una propuesta política y económica más, con aplicaciones y soluciones concretas (...) [que serían] la única posición temporal posible para un católico" 338. Desde luego, no faltan claras refutaciones de este temporalismo, añade el autor, pero en todo caso opina que "si hay alguien que no se ha confundido en esta cuestión, es Josemaría Escrivá de Balaguer" 339. En la biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada puede verse –con documentación histórica– cuánto hubo de esforzarse san Josemaría para defender el pluralismo de los cristianos en política 340. Incansablemente reclamaba para los fieles laicos libertad absoluta en todo lo temporal, porque no existe una única fórmula cristiana para ordenar las cosas del mundo 341. Un enunciado recorre sus escritos expresando eficazmente la idea: No hay dogmas en las cosas temporales 342. Principio cargado de consecuencias que ilustra con las siguientes palabras: Pretender imponer dogmas en lo temporal conduce, inevitablemente, a forzar las conciencias de los demás, a no respetar al prójimo. (...) Un cristiano debe hacer compatible la pasión humana por el progreso cívico y social con la conciencia de la limitación de las propias opiniones, respetando, por consiguiente, las opiniones de los demás y amando el legítimo pluralismo 343. "Con esto –comenta Juan José Sanguineti– no pretendía sostener una especie de "liberalismo cristiano", en el sentido de separar las actividades seculares (política, ciencias, artes, etc.) de la fe, que quedaría relegada a la vida de piedad y a la teología. Nada sería más contrario a su pensamiento. Con gran fuerza sostuvo siempre, como parte de su mensaje sobre la santificación del trabajo y de las estructuras seculares, que la fe cristiana debe iluminar todos los problemas temporales y que el cristiano no puede dejar de serlo cuando es parlamentario, médico, arquitecto, etc. (cfr. Camino, n. 353), pues tiene que santificar el trabajo y el mundo, para llevarlos a Cristo (...). Pero esto ha de hacerlo no de un modo integrista o fundamentalista, sino en libertad, sin vincular la fe cristiana a sus soluciones y opciones personales, por muy nobles y acertadas que sean" 344. San Josemaría fomenta la unidad de los cristianos en la fe, pero se trata de una unidad que no es uniformidad, que no consiste en que piensen todos lo mismo, ni en que militen en un solo partido: no es ésa la voluntad de Dios, que no sólo respeta sino que ha creado nuestras personalidades y nuestras inclinaciones, diversas las unas de las otras; que quiere que el hombre crezca y madure ejerciendo su libertad, que desea que la historia humana recorra su camino. Una unidad que es más honda y profunda que todo eso, porque es de otro orden: de orden divino, del orden de la fe y de la caridad 345. Para él, unidad espiritual y variedad en las cosas temporales son compatibles cuando no reina el fanatismo y la intolerancia 346. Fanatismo es no considerar lo opinable como opinable. En este sentido, es un "error gnoseológico" 347, que conduce a actitudes ajenas al espíritu cristiano de libertad, aunque se revistan de un aparente celo por la unidad. Un verdadero cristiano no piensa jamás que la unidad en la fe, la fidelidad al Magisterio y a la Tradición de la Iglesia, y la preocupación por hacer llegar a los demás el anuncio salvador de Cristo, esté en contraste con la variedad de actitudes en las cosas que Dios ha dejado, como suele decirse, a la libre discusión de los hombres. Más aún, es plenamente consciente de que esa variedad forma parte del plan divino, es querida por Dios que reparte sus dones y sus luces como quiere. El cristiano debe amar a los demás, y por tanto respetar las opiniones contrarias a las suyas, y convivir con plena fraternidad con quienes piensan de otro modo 348. Estas palabras pueden servir de síntesis del pensamiento de san Josemaría que hemos pretendido recoger en este apartado y en el anterior. En ellas se armonizan las dos motivaciones del respeto a la libertad de las conciencias que venimos comentando: la dignidad de persona que reclama un amor no condicionado por la diferencia de convicciones, y la valoración positiva del pluralismo en lo opinable. La principal de ellas es la primera: La raíz del respeto a la libertad está en el amor. Si otras personas piensan de manera distinta a como pienso yo, ¿es eso una razón para considerarlas como enemigas? 349 El amor lleva a un respeto atento de la libertad, y este respeto es, para san Josemaría, condición de la convivencia 350. Porque no es un respeto que conduce a aislarse y a aislar a cada uno en sus opiniones (un "allá tú con tus ideas"), sino un verdadero aprecio de la libertad responsable y del pluralismo. Se comprende que Josemaría Escrivá de Balaguer haya sido llamado "maestro de la convivencia" 351. Esto nos introduce ya en el tema siguiente. 3.1.3. Libertad en la sociedad civil: "libertad religiosa" y "liberación de los hijos de Dios" San Josemaría impulsa de muchos modos la tarea, en la que el cristiano ha de ser protagonista, de promover unas condiciones de vida en la sociedad civil –materializadas en leyes, costumbres y estructuras de diverso género– que faciliten el ejercicio de la libertad y sean, por tanto, adecuadas a la dignidad de hijos de Dios y aptas para favorecer el perfeccionamiento humano de todos los ciudadanos. En este ámbito, el primer aspecto de la libertad que es preciso salvaguardar y fomentar –el más importante por su naturaleza– es la "libertad religiosa". Como se sabe, a partir de la Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II, el Magisterio entiende esta expresión como equivalente a "libertad social y civil en materia religiosa". Consiste en que los ciudadanos estén exentos de coacción por parte de la sociedad y del Estado en cuestiones de religión, dentro de los límites del orden público impuestos por el bien común político, que el Estado debe tutelar 352. Recordemos, aunque sea muy conocido, que "libertad religiosa" no significa que dé lo mismo escoger una religión que otra, ni que la conciencia sea independiente de la verdad religiosa. Significa que cada uno tiene derecho a que se respete su libertad para buscar la verdad religiosa y para profesarla sin coacción por parte de la sociedad o del Estado. Esto no implica indiferentismo religioso (Dignitatis humanae lo rechaza desde el comienzo, afirmando que la "única verdadera religión" 353 es la católica), sino limitación de las competencias del Estado. San Josemaría no emplea la expresión "libertad religiosa", pero el concepto no le resulta extraño. Para comprenderlo conviene tener en cuenta que en el derecho a la libertad religiosa se pueden distinguir dos aspectos. Por una parte, es una manifestación necesaria del respeto a la libertad de las conciencias (en este sentido, hay textos de san Josemaría sobre la libertad de las conciencias que se refieren a la libertad religiosa, como enseguida veremos); por otra, es una consecuencia de "la delimitación jurídica del poder público (...) en relación con el libre ejercicio de la religión en la sociedad" 354. El Magisterio señala, en efecto, que la autoridad civil no puede coaccionar en materia religiosa, mientras se respete el "orden público", porque no es materia de su competencia. No es misión del Estado exponer la revelación sobrenatural, ni indicar a los ciudadanos las prácticas de culto que han de vivir, ni guiarles en ese ámbito. "La autoridad civil, cuyo fin propio es velar por el bien común temporal, debe reconocer la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla; pero hay que afirmar que excede sus límites si pretende dirigir o impedir los actos religiosos" 355. Este segundo aspecto también se halla presente en san Josemaría, aunque en menor medida que el de la libertad religiosa como exigencia del respeto a la libertad de las conciencias. A veces se encuentra sólo de modo implícito y unido al primero. Por ejemplo, cuando –respondiendo a una pregunta sobre la "enseñanza de la religión dentro de los estudios universitarios", en el contexto de la España de la década de 1960 donde, al ser un estado confesionalmente católico, esa enseñanza formaba parte del curriculum en la universidad pública–, afirma que nadie puede violar la libertad de las conciencias: la enseñanza de la religión ha de ser libre, aunque el cristiano sabe que, si quiere ser coherente con su fe, tiene obligación grave de formarse bien en ese terreno 356. Afirma, pues, que el Estado no puede imponer como obligatoria para todos la enseñanza de una determinada religión en las instituciones educativas estatales, porque eso supondría "violar la libertad de las conciencias" de quienes no se adhieren a esa religión. Con razón hace notar Martin Rhonheimer que san Josemaría, al entender la expresión "libertad de las conciencias" en su sentido más profundo y esencial "hace saltar las fórmulas tradicionales y se abre a una comprensión más amplia" 357. Al pedir respeto a la libertad de las conciencias también por parte del Estado, está sosteniendo implícitamente el principio de "libertad social y civil en materia religiosa" contenido en la Declaración Dignitatis humanae. Por esto se ha podido afirmar que "Josemaría Escrivá de Balaguer defendió la libertad religiosa (...) entendida como una profundización y desarrollo armónico de la doctrina católica" 358. Por lo demás, manifestaba expresamente su aprecio a este documento del Vaticano II en una entrevista concedida en 1966 al periódico "Le Figaro": Comprenderá que siendo ése el espíritu que desde el primer momento hemos vivido, sólo alegría pueden producirme las enseñanzas que sobre este tema [la libertad religiosa] ha promulgado el Concilio 359. En otras ocasiones se refiere expresamente a la distinción de las competencias de la Iglesia y del Estado. En una de sus Cartas, después de citar Mt 22, 21 ("Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios"), comenta: Distinguió Cristo los campos de jurisdicción de dos autoridades: la Iglesia y el Estado y, con ello, previno los efectos nocivos del cesarismo y del clericalismo. (...) Fijó la autonomía de la Iglesia de Dios y la legítima autonomía de que goza la sociedad civil, para su régimen y estructuración técnica 360. Le resulta connatural defender la autonomía del Estado, pero delimita sus competencias rechazando el cesarismo y exigiendo respeto a la autoridad de la Iglesia en la materia de su jurisdicción pública. Esta delimitación de las competencias del Estado no implica, ni para Dignitatis humanae ni para san Josemaría, sostener un indiferentismo del Estado en materia religiosa. El Estado no debe imponer ni dirigir la vida religiosa de los ciudadanos, pero sí "favorecer la vida religiosa de los ciudadanos" 361. ¿Qué significa esto? ¿Cómo entiende Josemaría Escrivá de Balaguer la diferencia entre "no dirigir" y "favorecer" la vida religiosa de los ciudadanos? En relación con este punto cita textualmente un pasaje de la Declaración conciliar, según el cual la libertad religiosa, como se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo (Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n. 1). A este deber de cada hombre, y de la sociedad, corresponde, por parte nuestra, un deber apostólico correlativo, del que Dios nos pedirá cuentas, porque nos da también la gracia para cumplirlo 362. Como se ve, resalta el deber del individuo y de la sociedad hacia la verdadera religión. Por lo que se refiere a cada persona, está claro que ha de buscarla y, una vez conocida, abrazarla 363. Pero además, siendo miembro de la sociedad, este deber le obliga no sólo individual sino también socialmente. Hay que entender correctamente las palabras "dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", porque la distinción establecida por Cristo no significa, en modo alguno, que la religión haya de relegarse al templo –a la sacristía– ni que la ordenación de los asuntos humanos haya de hacerse al margen de toda ley divina y cristiana. Porque esto sería la negación de la fe de Cristo, que exige la adhesión del hombre entero, alma y cuerpo; individuo y miembro de la sociedad 364. Por tanto, respetando la libertad de los que no comparten la misma fe, los cristianos han de dar a Dios el culto público, que la sociedad como tal está obligada a rendir al Señor 365. Nótese que san Josemaría habla aquí de la sociedad, no del Estado. Es la sociedad –concretamente los cristianos en cuanto miembros de ella– quien ha de dar ese culto. El Estado no debe dirigir ese culto público, pero sí favorecer que los miembros de la sociedad lo eleven a Dios. Sin detenernos en otras cuestiones de doctrina católica sobre el Estado, nos parece necesario un breve comentario a las citas anteriores. El punto de partida es que el Estado no debe impedir el culto público de ninguna religión, dentro de los límites del orden público y de la moralidad pública. Esto no ofrece problemas. Una duda puede surgir cuando se considera que debe "favorecerlo". ¿Ha de favorecer por igual el culto público de todas las religiones? Para responder a esta pregunta hay que tener en cuenta que es competencia del Estado promover en su ordenamiento los principios de la ley natural que afectan a la convivencia social. Estos principios no son exclusivos de una religión determinada. Entre ellos se encuentran, por ejemplo, la defensa de la vida humana inocente, la promoción de la unidad y estabilidad del matrimonio, la tutela de la propiedad privada compatiblemente con su función social, etc. Ahora bien, estos principios no son reconocidos por igual en todas las religiones. En el caso de la religión católica hay que decir que enseña íntegramente la ley natural y educa a observarla. Un Estado que se atiene a su misión específica puede favorecer su acción en este sentido, legítimamente. Respecto a las demás religiones, no ha de impedir lo que se mantiene dentro del orden público, y puede favorecer los aspectos que contribuyan al bien común, no los que lo perjudiquen. Conducirse de este modo no es, ciertamente, abogar por una "confesionalidad católica del Estado" –que la Iglesia no pide 366–; es, en cambio, exigir que se respete la ley natural, accesible a la razón, en sus dimensiones socialmente relevantes. "Los fieles católicos pueden y deben pretender que el ambiente y las leyes de su sociedad recojan esas exigencias para todos, no como si fuesen preferencias puramente religiosas que debieran quedar amparadas por la inmunidad de coacción (...) [sino según] los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano" 367. Otra cuestión es cómo se puede conocer con seguridad la ley natural, principalmente en lo que afecta de modo directo a la convivencia social, en la presente situación de la humanidad. En esto es fundamental el apostolado de los cristianos que, además de poder acceder a esos principios con la razón, como todos, cuentan con la certeza que les proviene de la fe y la enseñanza de la Iglesia. San Josemaría impulsa a realizar ese apostolado con pleno respeto a la libertad de las conciencias y del derecho a la libertad religiosa en la vida social. Pasemos ahora a una última cuestión muy presente en san Josemaría y estrechamente relacionada con la anterior. La promoción de la libertad reclama también que se erradiquen las estructuras injustas que se dan en la sociedad como consecuencia del pecado, ya que impiden o estorban el ejercicio de la libertad misma. Es lo que hemos llamado en el título de este apartado, "liberación de los hijos de Dios". Ésta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestacio nes de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social 368. Tú, por cristiano –investigador, literato, científico, po lítico, trabajador...–, tienes el deber de santificar esas reali dades. Recuerda que el universo entero –escribe el Após tol– está gimiendo como en dolores de parto, esperando la liberación de los hijos de Dios 369. El tema está relacionado con el de la libertad religiosa ya que se trata de la "moralidad pública", es decir, de promover unas relaciones justas de los ciudadanos entre sí y con el Estado, que son elemento constitutivo del bien común político y, por tanto, presupuesto necesario para el ejercicio de la libertad en la sociedad, comenzando por la libertad en materia religiosa. Estructuras contrarias a la moralidad pública son, por ejemplo, las costumbres que implican discriminaciones por la raza, el sexo o la posición económica; las situaciones de pobreza y de miseria que proceden de injusticias; la leyes contrarias al respeto debido a la vida humana o a la dignidad del matrimonio; la corrupción moral en las actividades económicas y políticas; etc. Procurar sustituir estas estructuras por otras que sean justas, forma parte importante de la promoción de la libertad que han de realizar los hijos de Dios, porque la libertad es una planta fuerte y sana, que se aclimata mal entre piedras, entre espinas o en los caminos pisoteados por las gentes (cfr. Lc 8, 5-7) 370. Al mismo tiempo no se debe perder de vista que el cristiano, si llega el caso, ha de saber sufrir la injusticia con libertad interior, uniéndose a la Pasión de Cristo. San Pablo reprende a algunos que, para reivindicar sus derechos, denunciaban a sus hermanos en la fe ante los tribunales paganos: "¿Por qué no preferís sufrir la injusticia? ¿Por qué no preferís ser despojados?" (1Co 6, 7). No hace falta que nos detengamos en el contexto de estas palabras, recordando lo que representaba en aquella época acudir a un juez pagano, etc. La sustancia es que, en cuestiones temporales, un cristiano no ha de hacer valer sus derechos "a toda costa" o a cualquier precio. En ocasiones la caridad conducirá a sufrir la injusticia, en otras exigirá combatirla. Por su parte, san Pedro enseña: "Si tuvierais que padecer a causa de la justicia, bienaventurados vosotros (...), pues es mejor padecer por hacer el bien, si ésa fuera la voluntad de Dios, que por hacer el mal. Porque también Cristo padeció una vez para siempre por los pecados, el justo por los injustos, para llevaros a Dios" (1P 3, 14.17-18). La libertad cristiana es ante todo libertad interior; y su conquista exige primariamente la liberación del pecado. El dolor físico, o la pobreza, o el sufrir una injusticia, se pueden padecer por amor y no impiden la libertad interior. En 1974, durante una charla de catequesis en un país de América latina, cuando tomaba auge una "Teología de la liberación" con ciertas connotaciones del pensamiento marxista que más tarde suscitaría la intervención del Magisterio 371, preguntaron a san Josemaría: "¿Nos podría explicar en qué consiste la liberación?" La respuesta fue: ¡Liberarse del pecado! ¡Liberarse de las cadenas de las pasiones malas! ¡Liberarse de los vicios! ¡Liberarse de las malas compañías! ¡Liberarse de la flojera! ¡Liberarse de la fealdad del alma y de la del cuerpo! (...) Pero el dolor es una bendición de Dios. ¡Bendito sea el dolor! ¡Amado sea el dolor! ¡Santificado sea el dolor! ¡Glorificado sea el dolor! ¿Qué sería del mundo sin el dolor? ¡Sería una pena! Un cuadro sin sombras, no es un cuadro. ¿Sólo hay luces? No, no; tiene que haber sombras. Y el dolor, llevado por Amor, es algo muy sabroso, estupendo. Todas las mamás lo saben. Todas las esposas y los esposos lo saben. Todos los papás saben que el dolor es muy bueno. De modo que querer liberarse del dolor, de la pobreza, de la miseria, es estupendo; pero eso no es liberación. Liberación es lo otro. Liberación es... ¡llevar con alegría la pobreza!, ¡llevar con alegría el dolor!, ¡llevar con alegría la enfermedad! 372 Sin embargo, el hecho de que el dolor se pueda ofrecer a Dios no significa que no se deba hacer lo posible para aliviarlo. Y lo mismo respecto a las injusticias. En la enseñanza de san Josemaría no hay lugar para el "conformismo" con las estructuras en las que el pecado ha "cristalizado". Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo 373. Hay en estas palabras una aguda sensibilidad hacia la defensa de los derechos de la persona que protegen la dignidad y la libertad, pero es siempre una defensa por amor a Dios, una defensa como la de Cristo que exige respeto de la justicia en la tierra pero no hace de ella el fin último y por eso sabe sufrir la injusticia ordenándola a lo único necesario, de modo que el sufrimiento de la injusticia adquiere valor redentor. 3.1.4. "Santa intransigencia, santa coacción, santa desvergüenza" El respeto a la libertad es premisa imprescindible para entender el significado de tres expresiones utilizadas en Camino, a primera vista sorprendentes y paradójicas: El plano de santidad que nos pide el Señor, está determinado por estos tres puntos: La santa intransigencia, la santa coacción y la santa desvergüenza 374. No han faltado incomprensiones en relación con este texto. Martin Rhonheimer observa que, ante tales expresiones –se refiere sobre todo a la "santa coacción"– los críticos parecen "sucumbir a un fallo hermenéutico" 375: identifican "santa coacción" con "coacción por motivos santos". Lo mismo vale para la "santa intransigencia", que interpretarían como "intransigencia por motivos santos". La confusión, o la manipulación del sentido es bastante evidente. Rhonheimer hace notar que la palabra "coacción" en el término "santa coacción", está empleada en sentido analógico. Quien la tomara en sentido unívoco "recordaría a ciertos fariseos del Evangelio" 376 que tergiversaban las palabras de Jesús para tener de qué acusarlo. Veamos el sentido de estas expresiones que san Josemaría empleaba en su predicación al menos desde 1931 377. 1. La "santa intransigencia" consiste en mantener y confesar íntegras las verdades de la fe. Por la gracia de Dios, que nos hizo nacer a su Iglesia por el Bautismo, sabemos que no hay más que una religión verdadera, y en ese punto no cedemos, ahí somos intransigentes, santamente intransigentes. ¿Habrá alguien con sentido común –suelo deciros– que ceda en algo tan sencillo como la suma de dos más dos? ¿Podrá conceder que dos y dos sean tres y medio? La transigencia –en la doctrina de fe– es señal cierta de no tener la verdad, o de no saber que se posee 378. Esta actitud no se opone a la transigencia con las personas sino que la reclama. La formación cristiana debe manifestarse en la comprensión –en la transigencia– con que tratáis a las personas que defienden ideas contrarias, aunque seáis intransigentes con las ideas, cuando son opuestas a las enseñanzas del dogma o de la moral de la Iglesia 379. La "santa intransigencia" en la doctrina no se opone, pues, al respeto de la libertad. Es defender y proteger la verdad como raíz de la libertad. El Magisterio de la Iglesia enseña que "no disminuir en nada la doctrina salvadora de Cristo es una forma eminente de caridad hacia las almas (...). Él fue intransigente con el mal, pero misericordioso hacia las personas" 380. En un estudio sobre este tema, Jesús Ballesteros hace ver que en la enseñanza de san Josemaría "la universalidad en el respeto a la igual dignidad de todos los seres humanos va coherentemente unida al rechazo del relativismo (...). En este punto puede decirse que los escritos del Fundador del Opus Dei tienen un tono anticipador, ya que constituyen una crítica avant la lettre de lo que podría llamarse postmodernidad decadente; es decir, la propuesta de que "todo vale", de que todas las opiniones valen lo mismo, lo que conduce al desarme del individuo y de la sociedad para hacer frente a los errores y a los horrores. Sirva de muestra un texto muy gráfico contenido en Forja: Los católicos –al defender y mantener la verdad, sin transigencias– hemos de esforzarnos en crear un clima de caridad, de convivencia, que ahogue todos los odios y rencores (n. 564). O bien, este otro del mismo libro: El error no sólo oscurece la inteligencia, sino que divide las voluntades. –En cambio, "veritas liberabit vos" –la verdad os librará de las banderías que agostan la caridad. (n. 842). Este es el modo adecuado de comprender lo que, con expresión valiente, designó como "santa intransigencia"" 381. Hay que armonizar –concluye Ballesteros– "el respeto a la dignidad de las personas con la justa defensa de la verdad, defendiendo la verdad con caridad (cfr. Ef 4, 15)" 382. Juan José Sanguineti hace notar que Josemaría Escrivá de Balaguer ha recibido también la crítica diametralmente opuesta. Al advertir cómo valora el respeto a las opiniones ajenas, señalando la importancia de mantener lo opinable como opinable, sin dogmatizarlo, se ha querido clasificar su postura junto con la de filósofos recientes, como K. Popper, que han relacionado la opinabilidad de toda cuestión antropológica ("no hay dogmas") con la posibilidad de la convivencia democrática, ya que pretender que se conoce la verdad en ese ámbito conduciría a intentar imponerla a los demás, con actitudes dictatoriales. La convergencia con san Josemaría es bastante débil porque, de una parte, él sostenía los dogmas que propone la Iglesia; y de otra, porque "no pensaba que la creencia en dogmas intangibles fuera generadora de intolerancias o violencias. Si eso se daba, era un abuso, contrario a la misma fe cristiana. Él siempre impulsó al respeto de la libertad de los que no tienen la fe católica, enseñando a ser "intransigentes" en las verdades de la fe, que no pueden asumirse como meras opiniones discutibles, pero a ser en cambio transigentes y comprensivos con todas las personas, cualesquiera que fueran sus creencias religiosas" 383. Somos muy amigos de la libertad. Todo nuestro apostolado tiene esta base, y de un modo muy especial el apostolado ad fidem, por el que sentimos predilección. La fe no puede imponerse a martillazos: la gracia de Dios y la libertad humana han de cooperar en íntima armonía. Eso nada tiene que ver con el indiferentismo o con un cierto relativismo subjetivista 384. Respetad la libertad de los demás y la libertad de la gracia; y, al mismo tiempo, confesad vuestra fe con las obras y con las palabras 385. 2. La "santa coacción", expresión que hace referencia al apostolado, tampoco tiene nada que ver con la falta de respeto a la libertad. El apostolado exige la libertad. "Compelle intrare" (Lc 14, 23), dice el Señor en la parábola de los invitados a las bodas: "oblígales a entrar". Para san Josemaría es una invitación, una ayuda a decidirse, nunca –ni de lejos– una coacción 386. Entiende esas palabras de Jesús de modo bien diverso a como fueron entendidas hace siglos en el contexto de la lucha contra las herejías 387. El "compelle intrare", explica, no es como un empujón material, sino la abundancia de luz, de doctrina; el estímulo espiritual de vuestra oración y de vuestro trabajo, que es testimonio auténtico de la doctrina; el cúmulo de sacrificios, que sabéis ofrecer; la sonrisa, que os viene a la boca, porque sois hijos de Dios (...). Añadid, a todo esto, vuestro garbo y vuestra simpatía humana, y tendremos el contenido del compelle intrare 388. En la parábola de los invitados a la cena, el padre de familia, después de enterarse de que algunos de los que debían acudir a la fiesta se han excusado con razonadas sinrazones, ordena al criado: sal a los caminos y cercados e impele –compelle intrare– a los que halles a que vengan (Lc 14, 23). ¿No es esto coacción? ¿No es usar violencia contra la legítima libertad de cada conciencia? Si meditamos el Evangelio y ponderamos las enseñanzas de Jesús, no confundiremos esas órdenes con la coacción. Ved de qué modo Cristo insinúa siempre: si quieres ser perfecto..., si alguno quiere venir en pos de mí... Ese compelle intrare no entraña violencia física ni moral: refleja el ímpetu del ejemplo cristiano, que muestra en su proceder la fuerza de Dios: mirad cómo atrae el Padre: deleita enseñando, no imponiendo la necesidad. Así atrae hacia Él (S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 7) 389. 3. Por último, la "santa desvergüenza". Es un aspecto del dominio de la razón sobre los sentimientos: dominio necesario para defender la propia libertad de comportarse cristianamente, sin dejarse condicionar por el entorno, y sin que el ambiente sea un freno para el apostolado. Ríete del ridículo. –Desprecia el qué dirán. Ve y siente a Dios en ti mismo y en lo que te rodea. Así acabarás por conseguir la santa desvergüenza que precisas, ¡oh paradoja!, para vivir con delicadeza de caballero cristiano 390. ¿Si tienes la santa desvergüenza, qué te importa del "qué habrán dicho" o del "qué dirán"? 391 Estas tres actitudes –la "santa intransigencia", la "santa coacción" y la "santa desvergüenza"– determinan el plano de la santidad, afirma san Josemaría en el citado número de Camino. Se pueden entender, por tanto, como puntos de referencia que permiten comprobar si el ejercicio de la libertad se mueve en ese plano. La "santa intransigencia" en la doctrina es, en efecto, señal clara de que la razón está perfeccionada por el conocimiento de la verdad; la "santa coacción" indica que la voluntad tiene la firme intención de dirigirse hacia Dios, procurando que otras personas quieran libremente unirse a Él; y la "santa desvergüenza" evidencia que los sentimientos están al servicio de la razón y de la voluntad, la doble raíz de la libertad. Los tres puntos "determinan el plano de la santidad" porque manifiestan que se ejercita efectivamente la libertad de los hijos de Dios. 3.2. Los compromisos cristianos como cauce de libertad Un "compromiso", en general, es una obligación contraída. Todo cristiano adquiere con el Bautismo unos compromisos que se vigorizan en la Confirmación y se renuevan en diversas ocasiones a lo largo de la vida. Además, al descubrir su personal vocación a la santidad y la misión que Dios le encomienda, el bautizado puede adquirir otros compromisos para llevar a cabo esa vocación (como, por ejemplo, los del matrimonio). Aquí hablaremos de los compromisos a los que san Josemaría se refiere continuamente: los que puede adquirir un cristiano corriente para cristalizar de un modo específico aquellos mismos compromisos que ya tiene por el Bautismo, sin cambiar su condición eclesial. ¿Cómo se conjuga la libertad de hijos de Dios, propia de la vocación cristiana, con la asunción de compromisos que sirven a esa misma vocación? Una respuesta general a esta pregunta no requiere muchas palabras. Basta recordar la distinción entre "libertad de" y "libertad para". Si la libertad se entiende como posibilidad de hacer diversas cosas, está claro que cualquier compromiso la limita, ya que al comprometerse en una cosa ha de prescindir de otras. Pero sabemos que una libertad dedicada a mantener abiertas todas las opciones posibles (o cuantas más mejor) no sirve al bien de la persona. Es una libertad que edifica poco o nada. Si se la comprende, en cambio, como libertad para el bien –para amar a Dios y por amor a Dios– entonces la asunción de compromisos no la limita necesariamente. Dependerá de qué compromisos se trate. Si son ataduras que estorban la libertad cristiana es evidente que merecen ser rechazadas. A ellas se refiere san Josemaría cuando escribe: Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero –¡nos quiere Cristo!– hijos de Dios 392. Hay, por el contrario, compromisos que potencian la libertad y estos no deben temerse. Se ha escrito, comentando su enseñanza, que ""dejarse condicionar" por los compromisos asumidos del proyecto personal de vida buena y renunciar a algún bien parcial, aunque suponga sacrificio, implica refuerzo del recto ejercicio de la libertad, que hace crecer éticamente a la persona" 393. San Josemaría satiriza la actitud de quienes huyen del compromiso por miedo a perder su libertad: ¿Qué aprovechan de esa riqueza sin un compromiso serio, que oriente toda la existencia? Un comportamiento así se opone a la categoría propia, a la nobleza, de la persona humana. Falta la ruta, el camino claro que informe los pasos sobre la tierra: esas almas –las habéis encontrado, como yo– se dejarán arrastrar luego por la vanidad pueril, por el engreimiento egoísta, por la sensualidad. Su libertad se demuestra estéril, o produce frutos ridículos, también humanamente. El que no escoge –¡con plena libertad!– una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros, vivirá en la indolencia –como un parásito–, sujeto a lo que determinen los demás. Se prestará a ser zarandeado por cualquier viento, y otros resolverán siempre por él (...). ¡Pero nadie me coacciona!, repiten obstinadamente. ¿Nadie? Todos coaccionan esa ilusoria libertad, que no se arriesga a aceptar responsablemente las consecuencias de actuaciones libres, personales. Donde no hay amor de Dios, se produce un vacío de individual y responsable ejercicio de la propia libertad: allí –no obstante las apariencias– todo es coacción. El indeciso, el irresoluto, es como materia plástica a merced de las circunstancias; cualquiera lo moldea a su antojo y, antes que nada, las pasiones y las peores tendencias de la naturaleza herida por el pecado 394. Como dan a entender estas palabras, predica una "libertad comprometida", enriquecida por la asunción de compromisos nobles que manifiestan la determinación de responder a la vocación cristiana y conducen a coronarla. 3.2.1. Los compromisos bautismales: "renunciar al pecado", vivir como hijos de Dios Durante la Vigilia pascual, el celebrante pregunta a la asamblea de los fieles: "¿Renunciáis al pecado, para vivir en la libertad de los hijos de Dios? (...) ¿Renunciáis a Satanás, autor y principio del pecado?..." 395. Al responder "renuncio", el cristiano se obliga a enfrentarse radicalmente a Satanás, rechazando el pecado, como condición para vivir en la libertad de los hijos de Dios. Esta "renuncia" no es la renuncia a un bien, sino a un mal que lleva a la esclavitud. Por eso, renunciar al pecado no es perder la libertad. No es dejar de obrar porque me da la gana (elemento esencial de la libertad), sino evitar hacer lo que me da la gana (en el caso de que no sea bueno). Lo bueno para el hombre es que ejerza la libertad para alcanzar su perfección y felicidad, que está en el amor de Dios, a través del cumplimiento de su voluntad. No pierde su libertad quien se decide a no utilizarla de modo opuesto a la ley moral. Con esta renuncia sólo gana. En cambio, "al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo" 396. La "renuncia al pecado" es ciertamente una renuncia a realizar determinadas acciones, y en ese sentido es un límite para la libertad. Pero es un límite a su corrupción, no a su perfección; un límite por debajo del cual no hay libertad cristiana sino libertinaje. San Pablo enseña a distinguir los términos: "Vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad; pero que esta libertad no sea pretexto para la carne, sino servíos mutuamente por amor" (Ga 5, 13). La libertad de cada uno está limitada por la lealtad a su vocación de cristiano 397. "La primera libertad –escribe san Agustín– consiste en estar exentos de crímenes..., como serían el homicidio, el adulterio, la fornicación, el robo, el fraude, el sacrilegio y pecados como éstos. Cuando uno comienza a no ser culpable de estos crímenes (y ningún cristiano debe cometerlos), comienza a alzar los ojos a la libertad, pero esto no es más que el inicio de la libertad, no la libertad perfecta..." 398 Comprometerse a renunciar al pecado no lesiona la libertad, sino que la beneficia y la garantiza. Pero evidentemente los compromisos bautismales no se satisfacen con la simple renuncia al pecado grave ni con el respeto de las prohibiciones de la ley moral, porque esos compromisos tienden a impulsar positivamente la vida cristiana hacia su fin último, la santidad y el apostolado. Por eso, cuando se renuevan, la Iglesia exhorta no sólo a renunciar al pecado, sino a vivir como hijos de Dios, concretamente a "vivir en la libertad de los hijos de Dios" 399, aquella "libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1). San Pablo, que otras veces describe la obra redentora como un "rescate" del mal (cfr. Ga 3, 13), la presenta en este último texto como "liberación", en el sentido de que Cristo nos otorga un bien precioso, el bien de la libertad 400. Por nuestra parte, rechazar el pecado es sólo el primer paso hacia la libertad. Le ha de seguir otro, el de vivir como hijos de Dios. Estos dos pasos o momentos interiores se perciben claramente en la parábola del joven rico. Jesús le enseña primero que la vida del discípulo comporta "cumplir" los mandamientos; y después añade: "ven y sígueme" (Lc 18, 22). No sólo le exhorta a evitar el mal: le invita a entregar su vida con Él. Y así como la renuncia al pecado no es una pérdida de libertad, tampoco lo es el compromiso de seguir a Cristo. La libertad y los compromisos cristianos no se oponen. El compromiso de seguir a Cristo hace más libres porque encauza la libertad hacia el amor a Dios. Como Dios se identifica con el Amor (cfr. 1Jn 4, 8) y las obligaciones que exige el Amor elevan y liberan la conducta entera, resulta que dejarse condicionar por nuestro Dios es entrar en el maravilloso recorrido de los que participan de su Amor 401. 3.2.2. Concreciones de los compromisos bautismales El compromiso de seguir a Jesucristo se puede concretar de muchos modos, según la vocación y misión de cada uno. Cabe comprometerse en la intimidad de la propia conciencia a emplear de una determinada manera los medios de santificación –la frecuencia de sacramentos, la dedicación de unos tiempos a la oración y a otras prácticas de piedad, los cauces para recibir formación cristiana 402–, a poner en práctica determinados modos y medios apostólicos y, en general, a seguir un camino específico de santificación y de apostolado. Para exhortar a no tener miedo a asumir y mantener fielmente los compromisos de este género, san Josemaría se refiere a un hecho que le sirve de comparación. Hace ver que para un cristiano corriente, llamado a la santidad y al apostolado en la vida ordinaria, la aceptación de los compromisos que son propios de la vida profesional, familiar y social, es materia de su compromiso bautismal de vivir como hijo de Dios. Las palabras que vamos a citar a continuación son, por una parte, una invitación a ver positivamente esos compromisos humanos sin temor a perder libertad al asumirlos (más bien se expone a perderla quien no los asume); por otra parte, son también una parábola de otra realidad: la de los compromisos específicamente cristianos. O sea, al hacer ver la necesidad de asumir ciertos compromisos humanos, san Josemaría quiere enseñar también a no tener recelos para asumir y mantener esos otros compromisos específicamente cristianos que hemos mencionado en el párrafo anterior, los cuales proporcionan un cauce concreto para la santificación de esas realidades terrenas. Si un hombre no se deja vincular por afanes nobles y limpios, con los que acepta las obligaciones de una familia, de una profesión, de unos deberes ciudadanos...; si un hombre no tiene iniciativa para tomar esas decisiones, la vida misma se encargará de imponérselas, contra su voluntad. Después vendrá la reacción de rebeldía, de violencia, de abandonarse por un camino que no es cristiano. Cuando todo eso sucede, esa alma queda todavía más condicionada que la que voluntariamente quiso aceptar unos compromisos, que en apariencia coartaban su libertad; en apariencia, porque en ese momento era libre, como seguirá siendo libre su lealtad. De otro modo –no lo olvidéis, hijos– queda el alma más esclavizada, con cadenas que en alguna ocasión parecerán de oro, pero que no dejan de ser cadenas. Y, en otras, serán de hierro mohoso 403. En las últimas frases se puede advertir que san Josemaría no se refiere ya únicamente a los compromisos profesionales, familiares, etc., de los que hablaba al inicio, sino también a otros es pecíficamente cristianos. Esto resulta explícito en los párrafos que siguen al que acabamos de citar. Primero recuerda la triste impresión que le produjo ver un águila dentro de una jaula de hierro, con un pedazo de carroña entre sus garras. Aquel animal –que en las alturas es todo majestad, dueño de los aires, y mira de hito en hito al sol– encerrado en la jaula daba asco y pena a la vez, por las mil diabluras que le gastaban unos niños 404. Y concluye: Creedme, todas nuestras rebeldías desordenadas nos llevan a la jaula y a la carroña, al envilecimiento, a perder la potestad de subir. Sólo entregándonos con humildad podremos decir con San Juan de la Cruz: volé tan alto tan alto, que le di a la caza alcance 405. El compromiso de entrega a Dios al que se refiere implícitamente es, en concreto, el que adquieren los fieles del Opus Dei (a quienes dirige estas palabras). Es el empeño de buscar la santidad y desplegar la misión apostólica en medio del mundo con un espíritu específico –cuyo "eje" es la santificación del trabajo y su fundamento el sentido de la filiación divina–, empleando de un modo concreto los medios de santificación y de apostolado, y formando parte del Opus Dei. Pero no es objeto de nuestro estudio el análisis de este compromiso que, como concreción del bautismal, favorece el desarrollo de la libertad cristiana. Si nos referimos ahora a él es sólo para mostrar que san Josemaría invita a todos los cristianos a actualizar sus compromisos bautismales no simplemente de un modo genérico, sino concretándolos en las personales circunstancias, con la decisión irrevocable de entregarse totalmente a Dios, en el estado propio de cada uno, viviendo su vocación cristiana de un modo claramente definido con la luz de Dios. San Josemaría insiste en que la determinación de los compromisos bautismales no representa un límite sino un cauce para la libertad. Dirigiéndose a los fieles del Opus Dei utiliza dos comparaciones. La primera, con las guías de las autopistas, que ayudan al mostrar el camino: Es lógico, hijas e hijos, que haya límites en nuestra actuación de hijos de Dios, a la vez que nos sentimos y somos verdaderamente libres. Los límites y protecciones de las autopistas, que impiden a los coches salirse del camino, sólo podrían parecer contrarios a la libertad a quien no quisiera verdaderamente llegar a donde conduce la carretera. Únicamente una persona sin juicio quiere que no haya limitaciones en su camino, como un conductor de automóvil que dijera: ¿por qué ponen estas barreras?, y las saltara pasándose al otro lado. Ese hombre no es más libre por eso, pero además atropella la libertad de los otros, y terminará perdiéndose 406. La segunda comparación de los compromisos cristianos es con las alas que permiten volar: Pensad en esas aves de vuelo rapidísimo, majestuoso, que alcanzan alturas adonde la mirada no llega. No sienten esas aves el peso de las alas, aunque son pesadas e inmensas. Si se las cortarais, si ellas pudieran librarse de ese peso, ganarían en ligereza, pero no podrían volar: se aplastarían contra el suelo. Lo mismo pasa con nuestras obligaciones en el Opus Dei: no son peso, no son algo negativo; son una continua afirmación del amor auténtico. Con su fiel cumplimiento, nos levantamos altos, altos. Y, siendo muy poca cosa, vivimos vida de Dios, llegamos muy cerca del sol, mirándolo de hito en hito, como lo miran las águilas en su vuelo hasta las cumbres 407. A la postre, quien custodia los compromisos bautismales será custodiado por ellos y vivirá en la libertad para la que Cristo nos ha liberado (cfr. Ga 5, 1). * * * Algunas aplicaciones prácticas 408 1. Formación en la libertad. La dirección espiritual es cauce apropiado para ayudar a conquistar una libertad cada vez mayor, apoyándose en la gracia. Y para formar personas libres, hay que formar la voluntad, la inteligencia y los sentimientos, de modo que se quiera libremente lo que quiere Dios, y se alcance así más libertad interior, sin las trabas de una mentalidad servil, de una formación doctrinal escasa, o de unas pasiones desordenadas. Tres pinceladas pueden ilustrarlo: –Es vital fortalecer la buena voluntad para vivir como personas libres. Voluntad. Es una característica muy importante. No desprecies las cosas pequeñas, porque en el continuo ejercicio de negar y negarte en esas cosas –que nunca son futilidades, ni naderías– fortalecerás, virilizarás, con la gracia de Dios, tu voluntad, para ser muy señor de ti mismo, en primer lugar. Y, después, guía, jefe, ¡caudillo!..., que obligues, que empujes, que arrastres, con tu ejemplo y con tu palabra y con tu ciencia y con tu imperio 409. –La formación doctrinal, el conocimiento profundo de la verdad revelada, es también raíz vital de la libertad: Veritas liberabit vos (Jn 8, 32), únicamente la verdadera libertad, basada en el conocimiento y en la práctica de la doctrina de Jesucristo, nos hará libres 410. En la dirección espiritual, además de aclarar dudas, posibles errores de conciencia, etc., hay que saber despertar el sentido de responsabilidad que lleva a buscar la necesaria formación doctrinal y moral. Esta formación es imprescindible también para liberar a otros de la esclavitud de la ignorancia: el mayor enemigo de Dios 411. El apostolado es colaborar con Cristo en la misión de redimir, y por tanto de liberar. Dar doctrina es parte esencial de esa labor. Si Jesucristo nos ganó esa libertad y cuenta con nuestra cooperación para que la ejercitemos, cuenta también con nosotros para que le ayudemos a llevarla a todos los hombres, comunicando su palabra, su doctrina que salva 412. – Los sentimientos deben ser una gran ayuda para amar y realizar el bien ("apasionadamente"). Para eso han de estar gobernados por la razón; en caso contrario la oscurecen y agravan la inclinación al mal. En la dirección espiritual hay que enseñar a poner el corazón en lo que Dios quiere que cada uno haga, pero cuidando que gobierne siempre la cabeza, sin conformarse con el entusiasmo emotivo, que suele ser pasajero. Álvaro del Portillo comenta la doctrina de san Josemaría cuando escribe: "El corazón y los sentimientos pueden ayudarnos a ser generosos con Dios, pero no deben constituir el único ni el principal motor de nuestra fidelidad, porque eso sería sentimentalismo, una deformación del amor verdaderamente peligrosa. Bastantes personas conceden excesiva importancia a los estados de ánimo. Cuentan mucho con el corazón y menos con la cabeza. Si tienen ganas, si les apetece, se consideran capaces de todo, fiados en su entusiasmo; si no, se desinflan. Nosotros hemos de estar prevenidos contra esta insidia; debemos considerar que el corazón solo no basta para seguir a Dios (...). Lo primero que hay que poner es la cabeza, sin dejarse llevar del sentimiento" 413. 2. Libertad y espontaneidad. En los comienzos de la vida espiritual, al formar en libertad, puede ser importante enseñar a distinguir, dentro de uno mismo, entre lo que es "natural" y lo que es consecuencia del pecado original y de los pecados personales, para no llamar "libre" a todo lo que resulta "espontáneo". Por ejemplo, la sexualidad es natural y es buena, pero en el hombre caído tiene impulsos desordenados, de modo que no todo lo "espontáneo" es natural (conforme a la naturaleza humana). De ahí que, por ejemplo, ceder a una tentación contra la castidad no es "liberarse", sino ofender a Dios y esclavizarse por el desorden del pecado; igualmente, combatir la tentación no es "reprimirse" sino poseerse, enseñorearse de sí mismo. Otro tanto sucede con las demás tendencias desordenadas. La desarmonía que la persona encuentra dentro de sí, se va superando con la correspondencia a la gracia, de modo que lo bueno y virtuoso resulta cada vez más espontáneo y verdaderamente libre. Siempre habrá tentaciones, porque no desaparecen nunca del todo las malas inclinaciones, pero con la gracia de Dios es posible vencerlas. Lo que no es recto es llamar a las tentaciones "inclinaciones naturales", para justificar las cesiones. Refiriéndose a la dirección espiritual, escribe san Josemaría: Hemos de enseñarles que un católico puede tener la doctrina clara, tener fe... y ser frágil. Es diabólica la tentación de justificar nuestras pasiones, tratando de acomodar a ellas la fe: no hay manera de justificar lo injustificable. Con comprensión, hemos de impedir que tiren todo por la borda, mostrándoles qué es lo que deben seguir practicando, a pesar de su fragilidad 414. Un defecto muy relacionado con lo anterior es que la experiencia de la libertad, del poder de autodeterminación, lleve a confiar demasiado en las propias fuerzas, olvidando las heridas del pecado. En la dirección espiritual ha de quedar claro que sin la ayuda de Dios no podemos hacer nada: "sin mí nada podéis hacer" (Jn 15, 5), dice el Señor; y que, en cambio, con su gracia es siempre posible rechazar las tentaciones y hacer todo el bien que cada uno debe: "todo lo puedo en Aquél que me conforta" (Flp 4, 13). Es preciso pedir la gracia, reconociendo que el mismo impulso y la decisión de pedir humildemente la ayuda de Dios es ya fruto de la gracia divina, que previene nuestras acciones y las lleva a término (cfr. Flp 2, 13). 3. Amor a la libertad y optimismo. Afirma san Josemaría que una de las más evidentes características [del espíritu cristiano que enseña] es su amor a la libertad y a la comprensión 415. Y añade: en lo humano, quiero dejaros como herencia el amor a la libertad y el buen humor 416. Esta conjunción entre amor a la libertad, comprensión y buen humor, es típica del "temperamento", por así decir, de san Josemaría. Ante los daños, a veces dramáticos, que se derivan del mal uso de la libertad algunos pueden sentir una reacción de rechazo hacia quienes los causan, y quizá también de pesimismo respecto a la libertad. La reacción de san Josemaría es muy distinta. El amor a la libertad –a la libertad real del hombre caído y redimido por Cristo– le lleva a una profunda comprensión del corazón humano y a la confianza en que, con la ayuda de la gracia, el buen uso de la libertad cristiana, el amor, es más fuerte que el poder de su degradación. De ahí su buen humor, con fundamento profundo. El optimismo cristiano no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la seguridad del poder de la gracia; un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder en cada instante a las llamadas de Dios 417. La herencia que quiere transmitir, en último término, no es otra que la recibida de san Pablo: "No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien" (Rm 12, 21). Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO SEXTO El amor de los hijos de Dios. Las virtudes cristianas 1. LA CARIDAD DE LOS HIJOS DE DIOS 1.1. Amor a Dios con todo el corazón: "el estilo de las almas contemplativas" 1.2. Amor al prójimo       1.2.1. "Portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios"       1.2.2. "Hacer amable el camino de la santidad" 1.3. Amor a sí mismo, por amor a Dios       1.3.1. Buscar la propia santidad       1.3.2. Rechazar el "amor propio". "Abnegación" y "olvido de sí" 2. VIDA DE FE Y ESPERANZA 2.1. Vida de fe       2.1.1. Conocimiento de la verdad revelada       2.1.2. Confianza en Dios       2.1.3. "Visión de fe", "visión sobrenatural" 2.2. Vida de esperanza       2.2.1. La esperanza de ser santos       2.2.2. La esperanza de dar fruto       2.2.3. Seguridad de la esperanza 3. LA HUMILDAD, FUNDAMENTO DE TODAS LAS VIRTUDES 3.1. Humildad de hijos de Dios 3.2. Aspectos de la humildad       3.2.1. Humildad ante Dios. "Que sólo Jesús se luzca"       3.2.2. Humildad en relación con los demás. "Naturalidad"       3.2.3. Humildad en la consideración de sí mismo. "Nuestra miseria y nuestra grandeza"       3.2.4. La "humildad colectiva" 3.3. Sinceridad, docilidad, sencillez       3.3.1. "Sinceros con Dios, con los demás y con uno mismo"       3.3.2. Docilidad, "como el barro en las manos del alfarero"       3.3.3. Sencillez 4. VIRTUDES HUMANAS DEL CRISTIANO 4.1. A imagen de Cristo, "perfectus Deus, perfectus homo"       4.1.1. "Las virtudes humanas fundamento de las sobrenaturales"       4.1.2. "Para servir, servir". La caridad y las virtudes humanas       4.1.3. División y conexión de las virtudes humanas       4.2.1. "Almas de criterio"       4.2.2. Realismo cristiano y "mística ojalatera". Orden interior       4.3.1. Fidelidad a los compromisos. Lealtad       4.3.2. Obediencia "con todas las energías de la inteligencia y la voluntad" 4.4. Fortaleza. Paciencia. Perseverancia       4.4.1. Fortaleza, por amor       4.4.2. Paciencia y serenidad       4.4.3. Perseverancia. Magnanimidad 4.5. Templanza. Castidad. Pobreza       4.5.1. Castidad: santa pureza       4.5.2. Pobreza, desprendimiento 4.6. El heroísmo de las virtudes en "cosas pequeñas" 5. LOS DONES Y FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO 5.1. Los dones y la vida contemplativa en medio del mundo 5.2. Los frutos del Paráclito y la fecundidad apostólica: "Sembradores de paz y de alegría" Apéndice Amor filial y amor esponsal CAPÍTULO SEXTO El amor de los hijos de Dios. Las virtudes cristianas El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere –insisto– muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo. (Amigos de Dios, n. 75) Nos hemos ocupado de dos aspectos capitales de la identidad del cristiano en la enseñanza de san Josemaría: su filiación divina y su libertad. La primera es una perfección de la persona, la segunda una propiedad esencial de su naturaleza compuesta de espíritu y cuerpo. Para completar la descripción, es necesario hablar de las virtudes que perfeccionan las potencias del hombre –entendimiento, voluntad, facultades sensibles–, para que pueda obrar como hijo de Dios: como "el mismo Cristo". Así habremos considerado todos los niveles de la constitución del sujeto, según la antropología que subyace a la predicación de san Josemaría: el nivel de la persona, el de su naturaleza y el de sus facultades o potencias. En su predicación dedica un espacio muy amplio a las virtudes. De las dieciocho homilías de Amigos de Dios, nueve se centran expresamente en ellas: tres en las teologales, una en las virtudes humanas en general y cinco en virtudes particulares. En las demás homilías de esa misma obra, como en todos sus escritos, el tema se halla presente por doquier. Citar los trabajos sobre este aspecto equivaldría prácticamente a mencionar la entera bibliografía sobre san Josemaría 1. También son numerosos los estudios sobre cómo practicó la caridad y las demás virtudes. Se ha escrito que "fue muy virtuoso (...) porque apostó en su vida por el Amor" 2. En este sentido, el texto más importante, por su autoridad, es el Decreto de la Congregación para las Causas de los Santos sobre la heroicidad de sus virtudes, publicado con aprobación del Romano Pontífice el 9 de abril de 1990 3. Entre los testimonios acerca de su vida, recogidos para la Causa de Canonización, sobresalen los de Álvaro del Portillo y Javier Echevarría, que colaboraron estrechamente con el fundador del Opus Dei durante varios decenios y han ilustrado sus virtudes con muchos ejemplos 4. Aquí hemos de limitarnos al análisis de sus escritos y de su predicación. No nos resulta posible abarcar los testimonios sobre su conducta, aunque ésta sea también fuente de su enseñanza. De hecho no son pocos los que declaran haber aprendido en qué consiste una virtud al presenciar cómo la vivía san Josemaría 5. El concepto de virtud que encontramos en él es el clásico de los catecismos de la doctrina cristiana. El de san Pío X la definía como "una cualidad del alma que da inclinación, facilidad y prontitud para conocer y obrar el bien" 6. El actual Catecismo de la Iglesia Católica sintetiza: "La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien" 7 Se puede decir que es un hábito de tender al bien y de elegir las acciones apropiadas, o de usar bien la libertad 8 Las virtudes tienen, en efecto, una intrínseca relación con la libertad. "Lejos de ser automatismos que disminuyen la libertad de nuestros actos, son cualidades que la potencian y la perfeccionan" 9, escribe Ángel Rodríguez Luño. No se reducen a rasgos positivos del carácter. "La virtud es un habitus, término que no hay que traducir por "costumbre", pues no se trata de una costumbre de obrar de modo estereotipado o irreflexivo" 10. Es una cualidad estable, fruto de actos libres, que a su vez asegura el buen uso de la libertad "en cuanto que los fines de las virtudes [los bienes de la justicia, de la fortaleza, etc.] se constituyen en principio de la libertad" 11. Las virtudes incrementan el dominio sobre el propio acto y proporcionan fuerza y seguridad, facilidad y espontaneidad, para elegir y realizar el bien. En el estudio de las virtudes se suele distinguir entre su objeto (el bien al que se dirigen) y su sujeto (cómo están en la persona, en qué facultad radican). Aquí hemos elegido estudiarlas como perfecciones del sujeto que configuran con Cristo la inteligencia, la voluntad y los afectos. Lo hacemos así con el fin de delinear por entero, en esta Parte II, la figura de un hijo de Dios como ipse Christus, en su empeño de identificarse con quien es "perfectus Deus, perfectus homo", según la fórmula del Símbolo Quicumque, tan cara a san Josemaría. Si las hubiéramos considerado por su objeto, deberíamos haberlas dividido, hablando de las virtudes teologales en la Parte I (ya que su objeto es Dios) y dejando las virtudes humanas para la Parte III (al ser su objeto los bienes creados que se hallan en el camino de la santificación); y al separarlas de este modo no hubiera quedado bien reflejada la figura del cristiano a imagen de Cristo. Reconocemos que nuestra opción sistemática presenta algunos inconvenientes, porque hay aspectos de la caridad teologal que ya vimos en la Parte I sobre el fin último y que no volveremos a repetir ahora; y también hay alguna virtud humana, como la laboriosidad, que trataremos en la Parte III al hablar de la santificación del trabajo, en lugar de estudiarla ahora. Cada opción tiene ventajas y dificultades, pero nos parece que hablar de las virtudes en la Parte dedicada al sujeto, es lo más coherente dentro de nuestro estudio. Conviene advertir que, aunque vamos a tratar de las virtudes antes que de la santificación de la vida ordinaria, los textos de san Josemaría nos llevarán desde ahora a fijarnos concretamente en la práctica de las virtudes cristianas en medio del mundo, en la vida secular y civil, porque éste es el campo de santificación que considera. Para exponer orgánicamente las virtudes como perfecciones del sujeto se han propuesto diversos esquemas 12. El que seguiremos nosotros se funda ante todo en la distinción entre la caridad y las restantes virtudes (cfr. 1Co 13, 1 ss.). La caridad no es una virtud más, ni basta decir que es la más importante. La caridad "da vida al alma formalmente, como el alma al cuerpo" 13. Así como el alma espiritual es la forma sustancial del cuerpo, el principio espiritual y subsistente de unidad que permite realizar operaciones que exceden a la materia, análogamente la caridad es forma de las otras virtudes, principio vital que las unifica y permite realizar actos de vida sobrenatural. Además, en san Josemaría, la caridad con Dios (...) está caracterizada por un fuerte sentido de la filiación divina 14. Para él, la vida de un hijo de Dios está necesariamente presidida por la caridad, porque la filiación adoptiva sobrenatural (participación en el Hijo) es inseparable de la caridad (participación en el Espíritu Santo). Esta inseparabilidad es reflejo de la unidad entre el Hijo y el Espíritu Santo. En consecuencia, nos parece que un estudio sobre las virtudes de un hijo de Dios en la enseñanza de san Josemaría, no sólo ha de situar la caridad en lugar preeminente, sino que ha de estar estructurado por ella de arriba abajo. Así lo haremos en el presente capítulo. Una segunda distinción, imprescindible también para entender la organización de esta materia, es la que existe entre "virtudes teologales" y "virtudes humanas". Las primeras –la fe, la esperanza y la misma caridad– se refieren directamente a Dios (por lo que se llaman "teologales"). La caridad presupone la fe y la esperanza, pues sólo puede amar a Dios quien cree en Él y espera encontrar la felicidad en la unión con Él. Por su parte, las virtudes humanas son aquellas que tienen por objeto las realidades creadas que se han de ordenar a Dios. Sin ellas la caridad no podría manifestarse en las múltiples circunstancias de la vida. Estas virtudes nos interesan especialmente porque la enseñanza de san Josemaría se dirige de modo directo a cristianos corrientes llamados a santificarse en medio del mundo y, por tanto, a realizar con perfección las actividades profesionales, familiares y sociales, lo que exige la práctica de las virtudes humanas informadas por la caridad. Para hablar de las virtudes humanas, san Josemaría emplea a veces el esquema clásico que las ordena en torno a las cuatro "cardinales" (prudencia, justicia, fortaleza y templanza). También aquí lo haremos así. Sin embargo, la humildad ocupa en su enseñanza un puesto singular que desborda este esquema, como tendremos ocasión de ver. Una aclaración terminológica marginal. En san Josemaría (como en otros autores), además de las expresiones "virtudes teologales" y "virtudes humanas", es frecuente encontrar: "virtudes morales", "cardinales", "infusas", "sobrenaturales" y "cristianas". Veamos brevemente cómo se relacionan estas denominaciones con la división general entre "virtudes teologales" y "virtudes humanas". Por "virtudes humanas" entendemos lo mismo que por "virtudes morales", que son las que radican en las potencias "apetitivas" (la voluntad y los "apetitos" o facultades de aspiración a bienes sensibles). No consideramos aquí entre las virtudes humanas las "intelectuales", que radican en el intelecto especulativo o en el práctico (como la ciencia y el arte), salvo la prudencia que, aunque está en el entendimiento práctico, es virtud moral por su objeto 15. Por su parte, se llaman "virtudes infusas" aquellas que Dios infunde. Las virtudes teologales son siempre infusas, pero las humanas no siempre lo son. Concretamente, no son infusas las virtudes humanas de quien no está en gracia de Dios; pero en quien se encuentra en gracia, están vivificadas por la caridad infusa y son entonces "virtudes sobrenaturales" y, en este sentido, infusas (no de modo "directo" como las teologales, sino por estar informadas por la caridad). En consecuencia, son "sobrenaturales" la caridad y todas las demás virtudes que están vivificadas por ella: es decir, las virtudes teologales de la fe y de la esperanza, y las virtudes humanas de un cristiano en gracia de Dios. Por último se llaman "virtudes cristianas" a todas las virtudes de un cristiano, tanto a las teologales como a las humanas. Generalmente, la expresión "virtudes cristianas" hace referencia al cristiano que está en gracia de Dios, y entonces coincide con la de "virtudes sobrenaturales". En este caso, todas sus virtudes, también las humanas, son sobrenaturales, porque están elevadas por la caridad y se desarrollan con la ayuda de la gracia 16. San Josemaría enseña con frecuencia que las virtudes humanas son el fundamento de las sobrenaturales 17. Con esta afirmación no quiere decir que el cristiano posea dos clases de virtudes, unas sólo humanas y otras sobrenaturales. Quiere indicar que debe empeñarse en practicar, bajo la acción de la gracia, todas las virtudes que requiere la perfección humana, porque el precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo 18. No se han de practicar "primero" las virtudes humanas, sin contar con la gracia (como si no se fuera cristiano), y "después", sobre esa base, las sobrenaturales. Pensar así implicaría partir en dos la vida cristiana –"vida humana" hasta un cierto nivel y "vida sobrenatural" por encima de ahí–, ignorando la realidad de la Encarnación. El cristiano ha de practicar las virtudes humanas informadas o vivificadas siempre por la caridad. Las observaciones anteriores pueden ser suficientes para describir sumariamente el esquema del capítulo: se dedicará el primer epígrafe a la caridad en sí misma; después se hablará de la fe y de la esperanza, que la caridad presupone e informa; y, a continuación, de la humildad y de las demás virtudes humanas del cristiano. Concluiremos con un apartado sobre los dones del Espíritu Santo, que elevan el obrar humano a una perfección superior a la que logran las virtudes y disponen a la vida contemplativa en las actividades humanas. Todas estas cualidades –las virtudes cristianas y los dones del Paráclito– componen el "retrato" de un hijo de Dios. Son como los "rasgos" de Cristo en él. No como meros contornos sino como "fuerzas" interiores –según indica la etimología del término "virtud"– que, al estar vivificadas por la misma caridad de Cristo, conforman con Él. Mediante las virtudes se refleja en el cristiano la imagen de Cristo. Más aún, gracias a las virtudes teologales y humanas, y a los dones del Espíritu Santo, el mismo Cristo puede obrar con facilidad por medio del cristiano. Aunque hablaremos del conjunto de las virtudes y recordaremos de cada una tanto su definición clásica como el "sujeto" o potencia del alma en la que radica y otros elementos básicos, nuestro propósito no es exponerlas sistemáticamente, como se haría en un manual de Teología moral, sino mostrar cómo se presentan en la enseñanza de san Josemaría: con qué acentos, con qué perfiles. Al ser aspectos nada superficiales, para ponerlos de manifiesto es necesario hablar del núcleo de cada virtud. Los mismos textos de san Josemaría obligan a menudo a esta reflexión. 1. LA CARIDAD DE LOS HIJOS DE DIOS La noción clásica de caridad es bien conocida: "es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios" 19. El acto de la caridad es el amor, por lo que también la virtud se designa muchas veces con este nombre; de hecho, en los textos de san Josemaría es más frecuente encontrarla como "amor" que como "caridad". Santo Tomás ofrece otra definición que nos interesa especialmente, porque san Josemaría la cita textualmente. Tomando pie de las palabras de san Pablo: "El amor de Dios (caritas Dei) ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado" (Rm 5, 5), afirma que la caridad es "una cierta participación en la infinita caridad, que es el Espíritu Santo" 20. Esta definición tiene el valor de poner en evidencia que la caridad se funda en la filiación divina. En efecto, al ser el Espíritu Santo el Don mutuo del Padre y del Hijo, habrá que decir que la caridad inclina al cristiano a donarse totalmente al Padre en unión con el Hijo. Por tanto, la caridad no es otra cosa que el amor basado en la filiación divina, la amistad de un hijo con su Padre Dios. El Doctor Angélico lo dice apostillando un texto de la Escritura: ""Fiel es Dios, que os llamó a la unión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro" (1Co 1, 9). El amor fundado sobre esta comunicación es la caridad" 21. El Amor, en el seno de la Trinidad, se derrama sobre todos los hombres por el Amor del Corazón de Jesús 22. Así como la gracia santificante es una participación en la plenitud de gracia de la Humanidad de Cristo, así también la caridad derramada por el Espíritu Santo en las almas es una comunicación de los "infinitos tesoros" 23 de su Corazón Sacratísimo. Por esto permite amar como Cristo ha amado (cfr. Jn 13, 34). Y también por esto, el proceso de la identificación con Jesucristo consiste esencialmente en el crecimiento en caridad: "per amorem amans fit unum cum amato" 24. Como ya hemos puesto de relieve en ocasiones anteriores, la santidad, que es la plenitud de la filiacióndivina 25 o plenitud de la identificación con Cristo, es también la plenitud de la caridad 26. El principal requisito que se nos pide –bien conforme a nuestra naturaleza–, consiste en amar: (...) amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente (Mt 22, 37), sin reservarnos nada. En esto consiste la santidad 27. ¿En qué facultad de la persona radica la caridad? La doctrina tradicional enseña que esta virtud "purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino" 28; y como amar es un acto de la voluntad, la caridad está en la voluntad como en su "sujeto" 29. San Josemaría lo afirma en varias ocasiones, porque le preocupa dejar claro que la caridad no se queda en sentimientos 30. La caridad de Cristo no es sólo un buen sentimiento en relación al prójimo; no se para en el gusto por la filantropía. La caridad, infundida por Dios en el alma, transforma desde dentro la inteligencia y la voluntad 31. Hablando del primer mandamiento se pregunta: ¿De qué amor se trata? 32 Y conocemos ya su respuesta: La Sagrada Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere sólo al afecto sensible. Expresa más bien una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de electio, de elegir 33 (que es acto de la voluntad). Todo esto no significa que la caridad prescinda de los sentimientos. De ahí que, con más frecuencia que a la voluntad, se refiera al "corazón" como sede de la caridad 34. Si la voluntad es buena, la persona es buena en sentido estricto, porque la voluntad mueve y gobierna a las demás facultades. Y lo que hace que la voluntad sea buena es la caridad. Otras cualidades que perfeccionan al hombre –como gozar de una inteligencia penetrante, o de una amplia cultura, o poseer ciertas habilidades, etc.– hacen que sea bueno solamente bajo un determinado aspecto 35. Por eso, la perfección cristiana consiste esencialmente en "la perfección de la caridad" 36. Es más perfecto (y más santo o partícipe de la vida divina) quien más ama, y es menos perfecto quien menos ama, aunque destaque por otras cualidades. "Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tuviera caridad, sería como bronce que resuena o címbalo que retiñe. Y si tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y si tuviera tanta fe como para trasladar montañas, pero no tuviera caridad, no sería nada. Y si repartiera todos los bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, pero no tuviera caridad, de nada me aprovecharía" (1Co 13, 1-3). La santidad no consiste en hacer cosas cada día más difíciles, sino en hacerlas cada día con más amor 37, resume san Josemaría. A veces se deforma esta importancia suprema de la caridad, separándola de las virtudes humanas. Se dice: "lo importante es amar", pero tras el lema puede ocultarse la falta de alguna virtud. Como tendremos ocasión de ver, para "hacer las cosas con amor" son necesarias también las demás virtudes que perfeccionan las facultades de la persona. San Josemaría insiste en este punto. Haciéndome eco de una expresión del profeta Isaías –discite benefacere (Is 1, 17)–, me gusta decir que hay que aprender a vivir toda virtud 38. La caridad lleva a desarrollar las virtudes humanas, porque son especialmente necesarias para santificar las actividades temporales. Si no hay empeño en desarrollar esas virtudes, es difícil que el amor sea auténtico. La caridad está en la voluntad como una ley interior. En el Antiguo Testamento, el primer y principal mandamiento era el amor a Dios, que resumía todos los demás preceptos (cfr. Dt 6, 5) y guiaba al fin último, pero constituía una ayuda meramente exterior, desde fuera de la persona. La caridad, en cambio, "es la plenitud de la ley" (Rm 13, 10), porque Dios, además de haber revelado cabalmente por medio de Cristo las exigencias del amor, ha grabado su ley "no en tablas de piedra, sino en tablas que son corazones de carne" (2Co 3, 3). En el cristiano que se encuentra en gracia, la caridad es como una inclinación interior y sobrenatural de la voluntad a amar a Dios. La idea está presente por doquier en san Josemaría, desde el primer punto de Camino donde habla del fuego de Cristo que llevas en el corazón. En cuanto al "objeto" de la caridad, san Josemaría no hace más que recoger la doctrina cristiana cuando afirma que la caridad se dirige siempre a Dios, como amor filial. Pero incluye también el amor a quienes Dios ama, es decir, a los demás y a nosotros mismos por amor a Dios 39. "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22, 37-39). Dios quiere también a todas las criaturas irracionales de este mundo, que son obra suya. Pero no las quiere "por sí mismas" 40, como a la persona humana, sino que las quiere para sus hijos, como medios para que alcancen la santidad y felicidad. En consecuencia, la caridad que hace amar la voluntad de Dios, lleva a querer las cosas creadas no "por sí mismas" o en absoluto, sino como medios para la santidad. La persona humana, en cambio, no debe ser amada sólo como un medio. Dentro del "objeto" de la caridad hay un orden: Éste es el orden de la Caridad: Dios, los demás y yo 41. Estas palabras nos ofrecen el esquema que emplearemos para estudiar los diversos aspectos de la caridad. Hablaremos del amor a Dios, del amor a los demás y del amor a uno mismo por amor a Dios. Es importante tener en cuenta que del acto de amor a Dios ya se ha tratado ampliamente en los tres capítulos de la Parte I, al exponer el fin último. Ahora nos limitaremos a señalar cómo configura al sujeto ese aspecto de la virtud de la caridad. Por eso el primer apartado, aunque sea el principal, será bastante breve. En cambio, nos detendremos más en los otros dos actos de la caridad –el amor a los demás y el amor a uno mismo por Dios–, que no constituyen el "primer" mandamiento sino el "segundo" y, por eso, aunque también se han mencionado en la Parte I, no se han expuesto con el mismo detalle que el amor a Dios. 1.1. Amor a Dios con todo el corazón: "el estilo de las almas contemplativas" En el título de este apartado figuran las palabras "con todo el corazón" (y podríamos haber añadido "con toda la mente y con todas las fuerzas") porque, como se acaba de decir, no vamos a hablar del acto de amor a Dios, sino de lo que representa la virtud de la caridad en el cristiano: de cómo configura su personalidad. La idea de fondo es que esa virtud unifica interiormente, de modo sobrenatural, todas las facultades de la persona –inteligencia, voluntad, sentidos–, al dirigirlas a la unión con Dios, modelando en el cristiano un alma contemplativa que, al vivir de cara a Dios, vive también, como Cristo, de cara a la redención de la humanidad entera, porque es esa la voluntad del Padre. Para ver cómo está en el sujeto, conviene considerar ante todo que la caridad no es la elevación de una virtud humana ya existente: no hay una previa "caridad humana", pues sería una "caridad informe", una "caridad sin caridad", lo cual es contradictorio, mientras que sí hay una justicia humana (sin caridad), una fortaleza humana (sin caridad), etc., que son el fundamento de las correspondientes virtudes cristianas en cuanto que pueden ser informadas por la caridad. Vale la pena aclarar algo más este punto. No estamos afirmando que quien no está bautizado no pueda amar a Dios. Decimos que si le ama verdaderamente, cumpliendo su voluntad expresada en la ley moral, entonces le ama con caridad sobrenatural, aunque no conozca el Evangelio ni esté bautizado, no con una "caridad natural", que –teológicamente hablando– no existe. Amar a Dios sobre todas las cosas –y por tanto anteponer siempre el cumplimiento de su voluntad a todo lo demás– es un precepto accesible a la razón. Es incluso, como subraya san Josemaría, el primero y más grave deber del orden natural 42. De hecho, la Ley de Moisés mandaba amar a Dios. Pero si los justos del Antiguo Testamento le amaron –y lo mismo vale para cualquier hombre no bautizado que ama a Dios con todo su corazón–, es porque estaban ya misteriosamente unidos a Cristo y a su Iglesia por la vida de la gracia. No hay, pues, una virtud de la caridad que no sea sobrenatural. Un hombre que se encuentra en estado de pecado y, por tanto, sin esa orientación fundamental y esa unión con Dios que constituye la esencia del amor, puede ser un hombre recto en muchos aspectos de su vida (con la rectitud que le dan sus virtudes) pero no puede amar a Dios con todo su corazón: no tiene la caridad, aunque su rectitud humana le disponga de algún modo a recibirla. La caridad "no se funda principalmente sobre una virtud humana" 43, afirma santo Tomás. Dice "principalmente" porque lo principal de la caridad es el amor a Dios –el "primer" mandamiento– y este amor no se funda en una "caridad humana", como hemos dicho. En cambio, el "segundo" mandamiento –el amor a los demás–, que también pertenece a la caridad, sí que asume y eleva la amistad humana, pero no se funda "principalmente" en ella. Se funda principalmente en que los demás son hijos de Dios o están llamados a serlo, como veremos luego. La caridad no es elevación de una virtud ya presente en la voluntad, sino de la voluntad misma. Se suele decir que constituye como una nueva "potencia sobrenatural" y no sólo una "virtud sobrenatural de una potencia humana", como en el caso de las virtudes humanas del cristiano. Ciertamente, hablando con propiedad, la caridad no es una nueva "potencia" sino una virtud cuyo sujeto es la voluntad. Sin embargo, no está en la voluntad como una virtud humana en su potencia, porque no sólo da la "facilidad" sino la misma "posibilidad" de realizar determinados actos: amar a Dios como hijos suyos y dar alcance sobrenatural a las demás virtudes. La caridad es como una "potenciación sobrenatural" de la voluntad, que la configura con la voluntad humana de Cristo. Es la cualidad definitoria de la voluntad de un hijo de Dios. La caridad eleva y "potencia" sobrenaturalmente la voluntad hasta tal punto que se puede afirmar, de modo sorprendente, que, como nos recuerda la Escritura Santa, también el sueño debe ser oración 44. La caridad permite amar a Dios incluso sin que se realice ningún acto de la voluntad, porque no eleva sólo sus actos sino la voluntad misma. Evidentemente esto no debe entenderse en un sentido quietista de que para amar a Dios "no hay que hacer nada" (como es el caso del que duerme); más bien significa que, quien procura hacer todo lo que Dios quiere, puede llegar a amar incluso cuando Dios quiere que no haga nada. Somos hijos pequeños delante de Dios; y así como un pequeño ama a su padre sin darse cuenta, análogamente podemos amar a Dios sin hacer más que descansar en Él, cuando Él quiere que no hagamos ninguna otra cosa. La caridad que infunde el Espíritu Santo lleva a clamar: "Abba!, ¡Padre!" (Rm 8, 15), no como mera articulación de palabras o simple declaración de una verdad más o menos sentida, sino como un clamor que expresa la decisión de entregar la vida al cumplimiento de la Voluntad del Padre, como Cristo en el Huerto de los Olivos: "Abba, Padre... no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42). Para un hijo de Dios, la caridad no es algo abstracto; quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres 45. Implica la determinación de realizar la Voluntad de nuestro Padre Dios sin reservarse nada, con una obediencia "hasta la muerte y muerte de Cruz" (Flp 2, 8), porque las relaciones con Dios son necesariamente relaciones de entrega, y asumen un sentido de totalidad 46. La caridad permite amar a Dios con esa totalidad: "con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas" (Mc 12, 30). Es la virtud que unifica todas las energías del sujeto dirigiéndolas al último fin y confiriendo de este modo una sobrenatural unidad interior a la persona. Unifica ante todo los actos de la voluntad, concentrándola en el cumplimiento del querer divino; y, a través de ella, unifica también a las demás facultades ordenando a Dios los actos de todas las virtudes. Viviendo la caridad –el Amor– se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano, que forman una unidad 47. De aquí derivan dos consecuencias de la "totalidad" del amor a Dios, que están relacionadas, respectivamente, con las otras dos dimensiones de la caridad (hacia los demás y hacia uno mismo). La primera es que en un cristiano que quiere amar a Dios "con todo el corazón", cualquier amor humano debe ordenarse al amor a Dios. Dicho de otro modo, ningún amor humano puede ponerse por encima de Dios: "Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí" (Mt 10, 37). San Josemaría lo expresa vivamente cuando escribe: ¡No hay más amor que el Amor! 48 La exclamación no significa sólo que "no hay mayor amor que el Amor a Dios", sino que para un cristiano no puede haber un verdadero amor que excluya el amor a Dios o que lo postergue o sea independiente de él. Volveremos sobre esta necesaria "subordinación" de todo amor humano cuando hablemos de la amistad. La segunda consecuencia es que el amor a Dios exige renunciar a todo amor a uno mismo que no sea por amor a Dios. "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame; pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará" (Mt 16, 24-25). A la necesidad de purificar el amor a sí mismo nos referiremos con más detalle en el contexto de la abnegación. La totalidad del amor a Dios ("con todo el corazón") es, no obstante, una totalidad dinámica, abierta a un crecimiento que no tiene término, como expone san Josemaría citando a santo Tomás: Un hombre se va haciendo poco a poco, y nunca llega a hacerse del todo, a realizar en sí mismo toda la perfección humana de que la naturaleza es capaz. En un aspecto determinado, puede incluso llegar a ser el mejor, en relación con todos los demás, y quizá a ser insuperable en esa actividad concreta natural. Sin embargo, como cristiano su crecimiento no tiene límites: siempre puede crecer en caridad, que es la esencia de la perfección. Pues la caridad, según su propia razón específica, no tiene término en su aumento: siendo como es una participación de la caridad infinita, que es el Espíritu Santo. También la causa del aumento de la caridad –es decir, Dios– es infinita en su poder. Y de modo semejante, tampoco por parte del sujeto se puede señalar un término a esta mejora: porque siempre, al crecer la caridad, crece también la capacidad para un ulterior acrecentamiento. Por lo que debe concluirse que en esta vida no se puede prefijar un término al aumento de la caridad (S. Thomas, S.Th. II-II, q. 24, a. 7, c) 49. Por esa totalidad "creciente" que reclama el amor a Dios, cualquier amor que esté al margen de la caridad, ya sea a otras personas o a uno mismo, se suele llamar "apegamiento" o "atadura": estorbo para progresar. San Josemaría emplea esos términos muchas veces. También observa –evocando al Doctor místico– que, en este campo, un hilillo sutil tiene el mismo efecto que una cadena de hierro 50. Positivamente, en la medida en que el amor invade el alma de un hijo de Dios y penetra en sus quehaceres, estos se convierten en oración. ¡Alcanzamos el estilo de las almas contemplativas, en medio de la labor cotidiana! 51, exclama san Josemaría. Un alma modelada por la caridad y por los dones del Espíritu Santo es un alma contemplativa. Por eso, si nos preguntamos cómo la caridad configura al alma, la respuesta es: haciéndola contemplativa, de modo que procure ver y amar a Dios en todo lo que hace. Quien está pendiente de Dios, no olvida a los hijos de Dios: el alma contemplativa se desborda en afán apostólico 52. La caridad que infunde el Paráclito y que lleva a la vida contemplativa, es siempre una caridad sacerdotal que impulsa a entregarse con Cristo para la salvación de las almas. El mismo Espíritu Santo que derrama la caridad en el alma, unge al cristiano en el Bautismo con el sacerdocio de Cristo. Aunque el sacerdocio no exige la caridad (el carácter sacerdotal permanece en quien ha perdido, por el pecado, la gracia y la caridad 53), hay una congruencia entre ambos. El sacerdocio, al ser un poder para unir a los hombres con Dios, pide ser ejercido por amor a Dios: es un poder que reclama la caridad. San Josemaría condensa este íntimo nexo entre filiación divina, caridad y sacerdocio, en la expresión "alma sacerdotal" 54. Un hijo de Dios, con todos sus pensamientos, intenciones y afectos vivificados por la caridad, ha de ser un alma completamente entregada, con Cristo y por amor a Dios, a la Redención, a la corredención de la humanidad entera 55. Un alma que ama a Dios con todo el corazón es necesariamente un "alma de apóstol", con expresión que san Josemaría emplea con frecuencia, sobre todo en Camino 56. Alma contemplativa y alma sacerdotal (o de apóstol) son, en definitiva, los rasgos característicos de un hijo de Dios que ama –que quiere amar– a Dios con todo su corazón y todas sus fuerzas. 1.2. Amor al prójimo La virtud de la caridad lleva también a amar a quienes Dios ama como hijos suyos (cfr. 1Jn 4, 20-21). La enseñanza de san Josemaría es particularmente amplia en este campo. Ante todo subraya que la caridad con el prójimo es una manifestación del amor a Dios 57. Recoge así la doctrina según la cual "la razón del amor al prójimo es Dios, pues lo que debemos amar en el prójimo es que esté en Dios (...); y por eso el hábito de la caridad no sólo abarca el amor a Dios sino también el amor al prójimo" 58. Cuando recuerda esta verdad, sus palabras cobran la fuerza de algo no sólo conocido sino experimentado y vivido: ¡Qué respeto, qué veneración, qué cariño hemos de sentir por una sola alma, ante la realidad de que Dios la ama como algo suyo! 59 Jesucristo habla del amor al prójimo como de un mandamiento "nuevo": "Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros" (Jn 13, 34). Ya en el Antiguo Testamento se prescribía el amor a Dios y al prójimo; sin embargo, Jesús llama "nuevo" a este mandato porque pide amar "como Él nos ha amado". Amad con el amor de Dios 60, solía decir san Josemaría. Esto es posible gracias al envío del Espíritu Santo que nos hace hijos de Dios e infunde en nuestros corazones la caridad de Cristo. El sentido de la filiación divina le permitió comprender profundamente esta novedad y ayudar a muchas almas a vivir la "caridad de los hijos de Dios": la caridad de quienes saben que han de ser para los demás, en la vida ordinaria, otros Cristos, el mismo Cristo. Querría haceros notar que, después de veinte siglos, todavía aparece con toda la fuerza de la novedad el Mandato del Maestro, que es como la carta de presentación del verdadero hijo de Dios 61. Todavía sigue siendo un mandato nuevo, porque muy pocos hombres se han preocupado de practicarlo (...). La medida de nuestro amor viene definida por el comportamiento de Jesús 62. 1.2.1. "Portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios" Toda la enseñanza de san Josemaría sobre la caridad con el prójimo se puede resumir en una frase: Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios 63. Vale la pena citar con más amplitud este texto, muy representativo de su planteamiento en el tema que nos ocupa: Piensa en los demás –antes que nada, en los que están a tu lado– como en lo que son: hijos de Dios, con toda la dignidad de ese título maravilloso. Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se nota 64. El sentido de la filiación divina se presenta aquí como fundamento del desarrollo de la caridad, permitiendo una visión completa de los diversos aspectos de esta virtud: los que derivan de la conciencia de ser uno mismo hijo de Dios y los que proceden de considerar que también los demás son hijos de Dios (o están llamados a serlo). Al hablar de portarse "como hijos de Dios con los hijos de Dios", sitúa la caridad en un plano de radical igualdad del que es propio una cierta reciprocidad. La caridad no es sólo darse a sí mismo como hijo de Dios –como Cristo–, sino ver en los demás hijos de Dios: otros Cristos, el mismo Cristo. No es sólo dar, sino acoger al otro como a Cristo, don del Padre (cfr. Jn 3, 16). Saberse hijo de Dios y saber que los demás lo son, lleva a verse como Cristo que ha venido a dar la vida por sus hermanos, hijos del Padre; pero a darse a ellos para recibirlos como don del Padre, uniéndolos a sí mismo, según las palabras que pone en su boca la Epístola a los Hebreos: "Heme aquí y a los hijos que Dios me ha dado" (Hb 2, 13). La misión del Hijo es incorporar a Sí a los hijos adoptivos para llevarlos al Padre. La enseñanza de san Josemaría penetra en este sentido profundo de la fraternidad cristiana, fundado en la filiación divina: lleva a tener presente que, de alguna manera, "los cristianos más que ser muchos hermanos, somos uno: ipse Christus" 65. Al enseñar que la caridad de un hijo de Dios no busca la utilidad propia sino el bien de los demás (cfr. Lc 6, 32-35), el sentido de la filiación divina le conduce al fundamento: la caridad quiere el bien de los demás porque todos somos "uno solo en Cristo Jesús" (Ga 3, 28) y los demás son los hermanos "que Dios me ha dado", don de Dios para mí mismo. Esto le permite detectar deformaciones profundas, de raíz, que podrían pasar inadvertidas a quien no tuviera ese "sentido de la filiación divina". Por ejemplo, no sería verdadera caridad la de quien se entregara al servicio de los demás pero estimara que no los necesita ni recibe nada de ellos; sería la "caridad" del que quiere sentirse útil y piensa más en sí mismo que en el bien de sus hermanos. Su actitud podría asemejarse externamente a la caridad, pero distaría mucho de ella porque trataría a los demás como a objetos. San Josemaría previene de esta deformación cuando escribe que la caridad de los hijos de Dios no se confunde con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar –insisto– la imagen de Dios que hay en cada hombre 66. A la luz de este planteamiento se puede calibrar mejor el sentido que tiene en san Josemaría esta sencilla afirmación: Más que en "dar", la caridad está en "comprender" 67. La caridad con los demás no se dirige a algo sino a alguien: a un hijo de Dios. No basta darle lo que necesita; hay que "comprender" su real situación y hacerla propia. "Comprender" es más que entender o captar una indigencia o una dificultad, aunque esto sea mucho; es "abarcar" a toda la persona en sus circunstancias concretas, dolerse con su dolor y gozar con su gozo. La caridad no reclama sólo dar algo, pero viendo la carencia del otro como "ajena"; es darse a sí mismo al dar lo que sea posible dar, porque se percibe la necesidad del prójimo como propia y, al reconocerlo como hijo de Dios, se le ve como un don para uno mismo 68. En buena lógica, san Josemaría pone énfasis en que a la caridad no se opone solamente el odio (querer un mal para el otro), sino también una forma más frecuente y sutil de ese mismo pecado que es la indiferencia o, como suele decir para poner de manifiesto su malignidad, la crueldad de la indiferencia 69: la actitud del que prescinde del otro absolutamente y se comporta como si no existiera. Actitud que equivale a rechazar el don que Dios nos ha hecho en los demás, su condición de hijos suyos. Después de estas consideraciones básicas acerca del sujeto de la caridad, pasemos a otras sobre los bienes que tiene por objeto. La caridad lleva a querer para los demás su bien integral, temporal y eterno. Ese bien, al que se han de ordenar todos los demás bienes, es que sean santos, que conozcan y amen a Dios en esta tierra y después eternamente en el Cielo, pues en esto consiste la glorificación de Dios y la felicidad del hombre. San Josemaría lo expresa de diversos modos. Escribe por ejemplo: Amar en cristiano significa (...) buscar el bien de las almas sin discriminación de ningún género, logrando para ellas, antes que nada, lo mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de Él 70. Esto no es otra cosa que el apostolado, al que la caridad impulsa: "La caridad de Cristo nos urge (...). En nombre de Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios" (2Co 5, 14.20). En consecuencia, como parte de ese empeño, la caridad conduce a procurar que los demás dispongan de los medios para vivir de acuerdo con su dignidad de hijos de Dios llamados a la santidad. Por un lado, trata de proporcionarles la doctrina cristiana, de darles la posibilidad de participar en los sacramentos y de servirse de la guía de los pastores; en una palabra, les abre el acceso a los medios específicos de santificación (que estudiaremos en el capítulo 9º). Y por otro lado, desea y procura facilitarles las condiciones de vida, de libertad, de trabajo, de cultura, etc., reclamadas por la dignidad humana y que son bienes convenientes en orden a la santidad, no porque santifiquen en sí mismos, como los anteriores (si se emplean éstos con las debidas disposiciones), sino porque la vida sobrenatural es elevación de la vida humana. La enseñanza de san Josemaría se aparta decididamente de las desviaciones "espiritualistas" a las que desde antiguo hubo de enfrentarse el genuino espíritu cristiano 71. Distingue los bienes sobrenaturales y eternos de los bienes humanos temporales, pero no los separa sino que los integra en vistas al único fin último que es la santidad. Ahora bien, entre estos medios hay un orden que se ha de manifestar a la hora de procurarlos para los demás. Si se consideran en sí mismos, son más elevados e importantes los sobrenaturales que los naturales; y, entre estos últimos, son superiores los espirituales a los materiales; por esta razón, la caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador 72. A la vez es obvio que lo más noble o importante no es siempre lo más urgente. Muchas veces urge proporcionar un medio humano más que un medio sobrenatural o de santificación. Pero al obrar así, el cristiano no se limita a una acción humanitaria. La caridad le llevará a procurar para los demás esos medios humanos, siempre con vistas a la santidad 73. Pueden señalarse en este sentido dos defectos de signo opuesto. El primero sería restringir la caridad al afán de proporcionar los medios sobrenaturales, despreocupándose de los humanos. En este sentido san Josemaría reprocha sin ambages la mentalidad de quienes ven el cristianismo como un conjunto de prácticas o actos de piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente, con la urgencia de atender a las necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias. Diría que quien tiene esa mentalidad no ha comprendido todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado, que haya tomado cuerpo, alma y voz de hombre, que haya participado en nuestro destino hasta experimentar el desgarramiento supremo de la muerte 74. Ciertamente la miseria, la enfermedad o la injusticia pueden convertirse en medio y ocasión de santificación; pero no es menos cierto que no se santifica quien pudiendo aliviar la miseria o el dolor de los demás, o remediar una injusticia, no lo hace y les abandona a su suerte. El segundo error sería limitar la caridad a proporcionar los medios humanos (a veces sólo los materiales: alimentación, vivienda, atención sanitaria, etc.), posponiendo por principio los sobrenaturales o incluso abandonándolos por completo. Sería una caridad desnaturalizada, porque no trata a los demás como a hijos de Dios. Tras las reflexiones anteriores relativas al sujeto y al objeto de la caridad, fijémonos ahora en su extensión que, siendo universal, reclama un orden. a) Caridad con todos."Sólo hay una raza: la de los hijos de Dios" Lo veíamos antes en un texto de san Josemaría: la caridad no conoce discriminaciones de ningún género. Su extensión es universal porque su motivo es el amor a Dios y Él ama a todos los hombres: tanto, que "ha entregado a su Hijo al mundo para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). El cristiano (...), como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera 75. La caridad no excluye a nadie porque por todos ha muerto Jesucristo, para que todos puedan llegar a ser hijos de Dios y hermanos nuestros 76. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros 77. Dios "quiere que todos los hombres se salven" (1Tm 2, 4) y ha confiado a sus hijos una participación en el sacerdocio de Cristo para que cooperen en la Redención. Para san Josemaría, universalidad de la caridad significa, por eso, universalidad del apostolado 78: afán de que todos dispongan de los medios de santificación y de los medios terrenos, espirituales y materiales, que pide la dignidad humana. Este afán de la caridad no se funda en un genérico "amor al hombre" o una filantropía hecha de sentimientos de solidaridad con nuestros semejantes 79, sino en un motivo más profundo: se funda en que Dios ama a cada uno personalmente y, por esto, los hijos de Dios nos encontramos con fuerzas para amar a la humanidad de un modo nuevo 80. Sin embargo, la filantropía puede ser elevada por la caridad, y servir de preparación para recibirla. San Josemaría valora positivamente el hecho de que muchos hombres rectos, impulsados por un noble ideal –aunque sin motivo sobrenatural, por filantropía–, afrontan toda clase de privaciones y se gastan generosamente en servir a los otros, en ayudarles en sus sufrimientos o en sus dificultades 81. Esa actitud es ya un buen paso en el camino hacia el descubrimiento de la caridad cristiana, que da solidez a los ideales humanos de fraternidad y los eleva. La extensión universal de la caridad no es solamente un "buen deseo", como puede parecer a quien considere que en la práctica resulta imposible servir a la humanidad entera. Esta imposibilidad existe sólo respecto a los servicios materiales directos. Más allá de éstos, san Pablo testifica que es preciso ofrecer "súplicas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres" (1Tm 2, 1). El cristiano puede y debe vivir la caridad universal ante todo con oración que sube al Cielo por la humanidad 82, pidiendo por el bien temporal y eterno de todas las personas. El católico, con corazón universal, ruega por todo el mundo, porque nada puede quedar excluido de su celo 83. San Josemaría escribe estas palabras refiriéndose concretamente a la Santa Misa, que la Iglesia ofrece siempre no sólo por los vivos "sed etiam pro defunctis" 84. De la universalidad de la caridad no quedan excluidos, en efecto, los que han dejado ya este mundo. Las ánimas benditas del purgatorio. –Por caridad, por justicia, y por un egoísmo disculpable –¡pueden tanto delante de Dios!– tenlas muy en cuenta en tus sacrificios y en tu oración. Ojalá, cuando las nombres, puedas decir: "Mis buenas amigas las almas del purgatorio..." 85. Un hijo de Dios llamado a santificar el mundo desde dentro de los quehaceres civiles, puede vivir la caridad "con todos", también por medio de su trabajo y del cumplimiento de sus deberes familiares y sociales, ya que esas tareas, llevadas a cabo con espíritu cristiano, son un servicio a la entera sociedad y pueden convertirse en oración. Al realizar cada uno vuestro trabajo, al ejercer vuestra profesión en la sociedad, podéis y debéis convertir vuestra ocupación en una tarea de servicio. El trabajo bien acabado, que progresa y hace progresar, que tiene en cuenta los adelantos de la cultura y de la técnica, realiza una gran función, útil siempre a la humanidad entera, si nos mueve la generosidad, no el egoísmo, el bien de todos, no el provecho propio: si está lleno de sentido cristiano de la vida 86. San Josemaría aconseja frecuentemente realizar las propias tareas personales "de cara a la humanidad entera", "pensando en todos los hombres" 87, pero sin olvidar a la vez que se es cristiano cuando se es capaz de amar no sólo a la Humanidad en abstracto, sino a cada persona que pasa cerca de nosotros (...): tener un detalle amable con quienes trabajan a nuestro lado, vivir una verdadera amistad con nuestros compañeros, compadecernos de quien padece necesidad 88. b) Caridad "especialmente con los hermanos en la fe" Escribe san Pablo: "Hagamos el bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe" (Ga 6, 10). En un sentido, la caridad lleva a querer a todos los hombres por igual; en otro, a quererlos de modo diferente. Respecto al fin último, la caridad quiere lo mismo para todos: que sean santos y, por tanto, felices, ya ahora en la tierra y después plenamente en el Cielo. Esto no se opone a que incline a amar especialmente a quienes ya tienen un inicio de la vida sobrenatural, porque están en gracia de Dios y Dios les ama más que a quienes no viven en su amistad (pues Dios ama en nosotros la vida sobrenatural que Él concede). En general, la caridad desea que los hombres se conviertan del estado de pecado mortal al de gracia santificante, y que pasen luego de una situación de gracia a otra de mayor amistad con Dios, mediante nuevas conversiones. "Hay en el Cielo mayor alegría por un pecador que hace penitencia que por noventa y nueve justos que no la necesitan" (Lc 15, 7). La conversión de un pecador (que se arrepiente del pecado, también del venial: de toda falta de amor a Dios) es causa de alegría en el Cielo –en los bienaventurados y en los que tienen un anticipo del Cielo por la gracia–, porque el perdón de los pecados es la mayor manifestación del amor de Dios, que ha enviado a su Hijo "no para llamar a los justos, sino a los pecadores a la penitencia" (Lc 5, 32; cfr. Rm 5, 6-8). Esa alegría es un acto de caridad 89. Respecto a los medios para la vida espiritual, la caridad no quiere lo mismo para todos, pues el cristiano ha de buscar en primer lugar proporcionar esos medios a sus hermanos en la fe (cfr. Ga 6, 10). La razón es que Dios quiere que los que pertenecen visiblemente a la Iglesia, reciban las atenciones de sus hermanos: que sus hijos se ayuden mutuamente a ser santos, como se ayudan los miembros de un mismo cuerpo. La caridad inclina, pues, a proporcionar preferentemente a los fieles los medios sobrenaturales y humanos que convienen a su condición de cristianos. En cuanto a los medios sobrenaturales, se entiende fácilmente que la caridad inclina a ayudar primero a los hijos de la Iglesia (por ejemplo, a enseñar la doctrina de la fe a los catecúmenos y a los bautizados, antes que a quienes no lo son) 90. Por lo que se refiere a los medios humanos, desde el primer momento los cristianos ayudaban materialmente a los que estaban más necesitados entre ellos, como eran en aquel tiempo las viudas (cfr. Hch 6, 1ss). San Pablo realiza una colecta "en favor de los pobres de entre los santos que viven en Jerusalén" (Rm 15, 26; cfr. 1Co 16, 1-3), y señala que lo hace en virtud de la caridad (cfr. 2Co 8, 7 ss) 91. Los cristianos han de socorrer a sus hermanos necesitados, pero ninguno puede reclamar auxilios donde bastaría su propio esfuerzo. El Apóstol es terminante: "Si alguno no quiere trabajar, que no coma" (2Ts 3, 10). El cristiano no se puede servir de la Iglesia para obtener ventajas materiales: no puede utilizar como instrumento de intereses y de ambiciones humanas la sublimidad y la grandeza del Evangelio 92. Quien pretendiera hacerlo sería un "traficante de Cristo" 93, como advierte un documento de la primitiva cristiandad, que concluye: "estad en guardia contra los tales" 94. Siguiendo la enseñanza paulina, san Josemaría, con el corazón abierto a todos los hombres, enseña a preocuparse especialmente por el bien de los cristianos dispersos por todo el mundo, e inculca el interés por conocer su situación, iniciativas, dificultades, etc.: todo lo opuesto a la indiferencia. Forma parte esencial del espíritu cristiano (...) sentir la unidad con los demás hermanos en la fe. Desde muy antiguo he pensado que uno de los mayores males de la Iglesia en estos tiempos, es el desconocimiento que muchos católicos tienen de lo que hacen y opinan los católicos de otros países o de otros ámbitos sociales. Es necesario actualizar esa fraternidad, que tan hondamente vivían los primeros cristianos 95. c) Amor a los pobres y a los enfermos Además del vínculo sobrenatural de la fe, hay un vínculo humano general que justifica una atención preferente de la caridad: el que todos tenemos con los pobres y los enfermos. Se trata de un aspecto integrante e imprescindible de la verdadera caridad cristiana 96. La peculiar relación de cada uno con los pobres y enfermos –y con los que sufren injusticia, padecen soledad, no reciben educación y cultura, etc.– se puede llamar solidaridad. En general, hay una solidaridad ontológica entre todos los hombres en cuanto miembros de la familia humana, pero más en concreto se llama solidaridad al vínculo con las personas necesitadas y a la virtud que inclina a asumirlo: a saberse y a sentirse ligado a las necesidades de los demás, y a procurar remediarlas 97. No de los demás en general, sino de cada persona concreta: la solidaridad no es la "conciencia social" de quien se preocupa de la pobreza pero le importan poco los pobres (cada pobre, cada persona). San Josemaría enseña constantemente, utilizando éste y otros términos, que un cristiano no puede vivir de espaldas a la indigencia humana. No sólo nos preocupan los problemas de cada uno, sino que nos solidarizamos plenamente con los otros ciudadanos en las calamidades y desgracias públicas, que nos afectan del mismo modo 98. Que el origen del estado de necesidad sean las "calamidades y desgracias públicas" es secundario en este texto. Vale lo mismo cuando la causa es otra. Lo central es la solidaridad con los necesitados, el no ver las dificultades de los demás como ajenas, el quedar personalmente afectado por ellas, considerándolas como algo propio. "Mantened la caridad fraterna... Acordaos de los encarcelados, como si estuvierais en prisión con ellos, y de los que sufren, pues también vosotros vivís en un cuerpo" (Hb 13, 1-3). Hay una especial relación de cada uno con los que padecen dolor, ignorancia, injusticia, pobreza, etc., que da origen a que la caridad procure remediar esas necesidades. Esa relación se puede explicar de diversos modos 99. En todo caso es importante señalar que se basa en la común participación en la naturaleza humana y en la realidad del pecado, de la todos somos responsables y por la que han entrado en el mundo el dolor y la muerte. Si no se reconociera un fundamento objetivo, los actos de caridad con los necesitados dependerían de un sentimiento autónomo más o menos intermitente, con el riesgo de descuidarlos cuando esté ausente, o de desatender, en el caso opuesto, otros deberes, incluso graves. San Josemaría advierte de estos peligros, sobre todo del primero. Recomienda como medio de formación para las personas jóvenes, visitar a pobres y enfermos: Las visitas a los pobres y a los enfermos son una manifestación de la caridad con el prójimo, y también un gran medio de formación (...). En los pobres y en los enfermos aprenden nuestros amigos, que participan en nuestras tareas de formación cristiana, y aprendemos también nosotros, a descubrir y a amar la figura humana y divina de Jesucristo 100. Estas últimas palabras indican por qué esas visitas forman cristianamente el alma: con ellas se aprende a ver a Cristo en las personas necesitadas (Mt 25, 34-40) y se graba en los corazones una dimensión esencial del amor al prójimo. Aunque no sea posible remediar materialmente la pobreza, no deja de tener sentido visitar a las personas necesitadas porque de este modo se lleva a la práctica aquel núcleo de la caridad que más que en "dar" está en "comprender", haciendo propios los problemas de los demás. Se ponen así las bases para afrontar en el futuro las diversas dificultades de los demás, también desde el punto de vista material, en la medida que sea posible para cada uno desde su posición en la sociedad, evitando la deformación de realizar "obras de caridad" sin verdadera "caridad", sin comprensión. Porque quien no supiera com-padecerse de la indigencia ajena, no podría llevar a cabo auténticas "obras de caridad" con los necesitados: más que levantarles, les humillarían. En relación con actitudes de este género, san Josemaría lamenta: ¡Cuántos resentidos hemos fabricado, entre los que están espiritual o materialmente necesitados! 101 Son múltiples los pasajes del Evangelio que muestran las atenciones del Señor, ungido por el Espíritu Santo "para evangelizar a los pobres" (Lc 4, 18; cfr. Mt 11, 5) 102. Baste uno solo: "Al desembarcar, vio Jesús una gran multitud, y se llenó de compasión, porque estaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas" (Mc 6, 34). El texto paralelo de san Mateo dice también que "curó a los enfermos" (Mt 14, 14). Jesús cura las enfermedades y enseña. Se compadece de las necesidades de sus hermanos los hombres. Al asumir nuestra naturaleza "ha tomado sobre sí nuestras enfermedades y cargado con nuestros dolores" (Is 53, 4; cfr. Mt 8, 17). Compadecerse, hacer propios los dolores de los demás, es, como decíamos, la disposición básica para poner materialmente remedio –si es posible– a esas situaciones, de modo conforme a la dignidad de las personas, y para ayudar a sobrellevarlas enseñando el sentido redentor del dolor (lo cual es una verdadera liberación) 103. Incluso, quien se compadece cristianamente, puede ofrecer a Dios el dolor de sus hermanos los hombres, uniéndolo al sacrificio de Cristo. Tal fue la experiencia interior de san Josemaría en los años sucesivos a la fundación del Opus Dei, cuando dedicaba gran parte de su labor pastoral a la atención de pobres y enfermos. Además de confortarlos humanamente y de enseñarles el sentido cristiano del dolor, tomaba aquel caudal de sufrimientos como un tesoro para avalar su petición de que se hiciera realidad la Obra que Dios le había pedido: Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada (...). Y en los hospitales, y en las casas donde había enfermos (...). La fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas 104. Para concluir este apartado, vale la pena reproducir con cierta amplitud un comentario de Álvaro del Portillo a la parábola del buen samaritano. Su propósito es mostrar la raíz evangélica de la enseñanza de san Josemaría, explicando cómo se expresa la caridad con los pobres y enfermos en el caso de quienes han recibido la llamada divina a santificarse en los deberes profesionales, familiares y sociales. El samaritano que interrumpe su viaje para asistir al herido y llevarlo a la posada (cfr. Lc 10, 30 ss.), "es imagen de Cristo, modelo de alma sacerdotal, porque el dolor no es sólo medio de santificación en quien lo padece, sino en quien se compadece del que sufre y se sacrifica por atenderle (...). Una vez que ha trasladado personalmente el enfermo a la posada, ¿qué hace el samaritano? "Sacando dos denarios, se los dio al mesonero y le dijo: cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta" (Lc 10, 35): prosigue su camino, porque le incumben otros deberes que no puede descuidar. No es una disculpa, no es una evasión, no haría bien si permaneciera más tiempo: sería sentimentalismo, desatendería otras obligaciones. La misma caridad que le ha impulsado a detenerse, le mueve a continuar su viaje. Es Cristo quien nos ofrece el ejemplo (...). El afán de atender y remediar en lo posible las necesidades materiales del prójimo, sin descuidar las demás obligaciones propias de cada uno, como el buen samaritano, es algo característico de la fusión entre alma sacerdotal y mentalidad laical. (...). "Para ocuparse del herido, el samaritano recurrió también al mesonero. ¿Cómo se hubiera desenvuelto sin él? (...) [San Josemaría] admiraba la figura de este hombre –el dueño de la posada– que pasó inadvertido, hizo la mayor parte del trabajo y actuó profesionalmente. Al contemplar su conducta, entended, por una parte, que todos podéis actuar como él, en el ejercicio de vuestro trabajo, porque cualquier tarea profesional ofrece de un modo más o menos directo la ocasión de ayudar a las personas necesitadas (...). Por otra parte, considerad que la preocupación por los pobres y enfermos –con el alma sacerdotal y la mentalidad laical propias de nuestro espíritu– os ha de impulsar a promover o a participar en labores asistenciales, con las que se trate de remediar, de modo profesional, esas necesidades humanas y muchas otras" 105. 1.2.2. "Hacer amable el camino de la santidad" Hemos hablado de cómo el vínculo sobrenatural de la fe y el vínculo humano de la solidaridad, influyen en el orden de la caridad. Ahora veremos que también hay vínculos particulares –de parentesco, de relación profesional o social, etc.– que dan lugar a peculiares exigencias de la caridad. San Josemaría no duda en afirmar que considera un celo hipócrita, embustero, el que empuja a tratar bien a los que están lejos, de paso que pisotea o desprecia a los que con nosotros viven la misma fe 106. Este aspecto que ya hemos considerando antes, como acabamos de decir, es preludio del que viene a continuación, en el que nos fijamos ahora: Tampoco creo que te intereses por el último pobre de la calle, si martirizas a los de tu casa; si permaneces indiferente en sus alegrías, en sus penas y en sus disgustos 107. La caridad no se apoya principalmente en la amistad humana que se pueda tener con algunos, ya sea por razón de parentesco, o de relación profesional o de afinidad de carácter, de gustos o de aspiraciones, sino que se fundamenta en el amor a Dios (en que Dios ama a todos). Esto no significa, sin embargo, que la amistad carezca de relieve para la caridad. Todo lo contrario: la relación entre caridad y amistad humana es estrechísima. "Vos autem dixi amicos" (Jn 15, 15): Jesús llama amigos a quienes ama con caridad sobrenatural. (La caridad) se llena de matices más entrañables cuando se refiere (...) a los que, porque así lo ha establecido Dios, están más cerca de nosotros: los padres, el marido o la mujer, los hijos y los hermanos, los amigos y los colegas, los vecinos. Si no existiese ese cariño, amor humano noble y limpio, ordenado a Dios y fundado en Él, no habría caridad 108. La relación entre caridad y amistad humana en la enseñanza de san Josemaría podemos enunciarla así: cuando la amistad existe previamente, la caridad la eleva; y si no existía antes, tiende a establecerla. En uno y en otro caso, la caridad, infundida por Dios en el alma (...), fundamenta sobrenaturalmente la amistad 109. El resultado es que en un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa 110. ¿Y qué manifestaciones tiene esa caridad para con tus hermanos? 111, se pregunta en una meditación, refiriéndose con "hermanos" no en general a los "hermanos en la fe", sino concretamente a aquellos con los que se convive. Responde: hacerles amable el camino de la santidad 112. La caridad-amistad que predica san Josemaría busca para las personas con las que se tiene trato asiduo no sólo la santidad, sino "hacerles amable el camino de la santidad". Y esto presenta diversas manifestaciones que vamos a ver más de cerca en los apartados sucesivos. a) Caridad y amistad La amistad humana se puede describir –sin detenernos a precisar demasiado los términos, pues se trata de una cuestión amplísima– como una inclinación mutua entre dos personas, que lleva a buscar el bien del otro, no por propio interés ni sólo por justicia, sino gratuitamente y por moción también de los sentimientos o afectos, ordenados por las virtudes morales. Ésta es la amistad "virtuosa", que quiere el bien para el otro y comporta la práctica de todas las virtudes, ya que hace falta ser prudente y justo para conocer y querer el verdadero bien del amigo (y por tanto, al menos implícitamente, lo que Dios quiere); y templado y fuerte, para buscarlo. Esta amistad virtuosa es la que es elevada por la caridad 113. De ella dice la Escritura que "quien encuentra un amigo, halla un tesoro" (Sir 6, 14). Hay también una amistad que no es virtuosa porque no pone en juego las virtudes morales y no acierta a querer el verdadero bien del otro. Se puede dar fácilmente cuando se excluye a Dios de la amistad, y sobre todo cuando se quiere para otra persona algo que ofende a Dios o aparta de Él. A este tipo de relaciones se refiere san Josemaría cuando invita a preguntarse: eso... ¿es una amistad o es una cadena? 114 Tal "amistad" no es auténtica y no puede ser elevada por la caridad. La caridad eleva la amistad, cuando ésta es auténtica ("virtuosa"). Es un amor a los demás por amor a Dios, que mueve a querer para los amigos lo que Dios quiere para ellos: que le conozcan y le amen como hijos suyos, que es el mayor bien. Es imposible que la caridad "instrumentalice" la amistad, porque no la pone al servicio de un fin distinto del bien de la otra persona. Al contrario, otorga a la amistad humana un fundamento superior, más noble y firme, y la conduce a su plenitud, pues busca para el otro no sólo un bien temporal sino la felicidad eterna. La caridad purifica a la amistad del egoísmo, pues quien ama así no aspira a ser querido por sí mismo sino por amor a Dios. La caridad muestra también hasta dónde puede llegar la amistad. Hemos de ir con todos, si es preciso, hasta las mismas puertas del infierno: más allá, no; porque allí no se puede amar a Jesucristo 115. El recto amor a los demás, el que forma parte de la caridad, sólo puede existir mientras se pueda mantener el amor a Dios. La parábola de las "vírgenes prudentes" (Mt 25, 1 ss.) enseña que hay que proveerse personalmente de lo necesario –del "aceite"– para el encuentro con Cristo, y que esas vírgenes hacen bien al no dar del suyo a las "necias", cuando esto implica perderlo ellas mismas. No es propio de la caridad prestar una ayuda que comporta apartarse de Dios. Una "entrega" a los demás que llevara a perder la propia amistad con Dios no puede ser caridad. No podemos dar del aceite nuestro si nuestra lámpara corre peligro de apagarse. Es lo que hicieron las vírgenes prudentes: no dar de su aceite a las necias (cfr. Mt 25, 1 ss). De modo que, si hay peligro para nuestra alma, ¡basta!, a huir, a cortar. Pero si no hay pe ligro, a dar, a dar mucho aceite 116 . Si no existe una amistad previa, la caridad tiende a crearla. Un cristiano no se contenta con lo que san Josemaría llama caridad oficial, seca y sin alma 117. Ve en cada persona a un hijo de Dios, conocido y amado singularmente por Él, y por eso procura amar a cada uno como Dios le ama: no "en general" sino de modo irrepetible, como se ama a un amigo, con un afecto ordenado que siempre pasa por el Corazón Sacratísimo de Jesús 118, porque busca el bien que Jesucristo quiere. Por la limitación humana, es imposible tener amistad con cada una de las personas que se conocen. Una parte importante del ejercicio de la caridad se dirige necesariamente no a personas singulares sino a muchas a la vez (a través del servicio que se presta a los demás con el trabajo profesional, o con iniciativas asistenciales y educativas, etc.). Pero es indudable que, en sí misma, la caridad "busca" el trato y la amistad personal, porque quiere el bien de cada persona. Lleva a sembrar comprensión, amistad. Que nuestra vida acompañe las vidas de los demás hombres, para que nadie se encuentre o se sienta solo 119. b) "Apostolado de amistad y confidencia" La misión apostólica, a la que tiende la caridad, se puede realizar de muchos modos. San Josemaría subraya uno específico, el apostolado de amistad y confidencia 120. Un modo visible en Jesús que llama amigos a los Apóstoles y les abre su corazón para introducirles en la vida divina: "os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer" (Jn 15, 15). La relación entre caridad y amistad que hemos descrito antes nos permite comprender mejor el valor de esta forma de apostolado en el que la amistad se engrandece y eleva: Cuando te hablo de "apostolado de amistad" –aclara san Josemaría– me refiero a amistad "personal", sacrificada, sincera: de tú a tú, de corazón a corazón 121. El apostolado de amistad y confidencia responde plenamente al espíritu de filiación divina, es expresión cabal del "amor de los hijos de Dios a los hijos de Dios", a quienes Él ama personalmente: a cada uno de modo único e irrepetible. La amistad que se establece es, por tanto, la más profunda, la que mejor corresponde a esa dignidad personal que pide un diálogo en el que se abren el corazón y la mente: la confidencia. La amistad facilita la confidencia; y hace así posible el apostolado de la doctrina, el acercamiento al Señor de esas almas, de esos amigos cuyo bien deseamos 122. El término confidencia indica dos cosas: que se comunica algo "confidencial" o íntimo, y que se "confía" en la otra persona. Este modo apostólico responde también adecuadamente a la llamada a santificarse en las actividades temporales, que comportan el trato habitual con colegas de trabajo y con otras personas en la vida social y familiar. De esa convivencia tomáis ocasión para acercar las almas a Cristo Jesús, y es lógico que no la rehuyáis. Más aún, es preciso que la busquéis, que la fomentéis, porque sois apóstoles, con un apostolado de amistad y de confidencia, y (...) el trato noble y sincero con todos es el medio humano de vuestra labor de almas 123. A través del trato individual con vuestros compañeros de profesión o de oficio, con vuestros parientes, amigos y veci nos, en una labor que muchas veces he llamado apostolado de amistad y de confidencia, sacudiréis su modorra, abriréis horizontes amplios a su existencia egoísta y aburguesada, les complicaréis la vida, haciendo que se olviden de sí mismos y comprendan los problemas de quienes les rodean. Y estad seguros de que, al complicarles la vida, les lleváis –tenéis experiencia– al gaudium cum pace, a la alegría y a la paz 124. El "apostolado de amistad y confidencia" no es la única manera de realizar la misión apostólica en la enseñanza de san Josemaría. Hay otros modos de sembrar la fe y el amor a Dios que se distinguen de éste por dirigirse a varias personas a la vez, a través de clases o de diversas actividades en las que se difunde el espíritu cristiano. Pero también entonces, como hemos anticipado antes, san Josemaría impulsa a llegar, si es posible, al trato personal, buscando acercar a Dios a los demás, uno a uno. No estará de más hacer notar que, en términos generales, san Josemaría desaconseja el apostolado de amistad y confidencia con personas de distinto sexo, fuera del ámbito de las relaciones familiares o de las que establecen normalmente un varón y una mujer con vistas al matrimonio o con esa posibilidad. El motivo es que, objetivamente, la comunicación que implica ese apostolado conlleva un compartir pensamientos, esperanzas, dificultades, etc., que entre personas de distinto sexo favorece normalmente la posibilidad de una atracción mutua. Teniendo en cuenta el desorden de la concupiscencia, esa atracción –fuera del ámbito familiar o de la posible formación de una nueva familia, como ya se ha señalado– puede desviar la rectitud de intención en el apostolado e incluso exponer a peligros para la castidad y la fidelidad al amor a Dios (y, en el caso de una persona casada, también para la fidelidad al propio cónyuge). La experiencia corrobora la oportunidad de este consejo. No estamos hablando aquí del tema general de la amistad entre personas de distinto sexo, que es mucho más amplio, sino concretamente del "apostolado de amistad y de confidencia" que enseña san Josemaría con ocasión del trabajo profesional o de la vida social. Desde esta perspectiva se comprende también que las actividades de formación cristiana colectiva –retiros espirituales, cursos de retiro, etc.– que san Josemaría promovió y enseñó a promover, tienen lugar separadamente para hombres y mujeres, pues se trata de actividades estrechamente dependientes del apostolado personal de amistad y confidencia, del que provienen y al que se orientan (aparte de otras razones de conveniencia, como la de adaptar lo mejor posible el contenido de la formación a las exigencias específicas de quienes la reciben). La dirección espiritual que imparten los sacerdotes a mujeres no es una excepción de lo anterior porque no es "apostolado personal de amistad y confidencia", sino ejercicio de un ministerio en el que la confidencia no es mutua. c) "Cariño humano y sobrenatural" Desafortunadamente, el término "caridad" ha adquirido en el lenguaje corriente a veces un significado reductivo. Para evitar equívocos, san Josemaría enseña que nuestra caridad ha de ser también cariño, calor humano 125. Quiere indicar que, con quienes nos rodean, ha de integrar necesariamente el afecto humano, elevándolo. Ha de ser cariño humano y sobrenatural, verdadera caridad de Cristo 126. Para ilustrar esta idea recordaba en ocasiones la queja de una enferma ante la actitud de quienes la asistían: me tratan con caridad, pero mi madre me cuidaba con cariño 127. Y comentaba que esa separación entre "caridad" y "cariño" no es cristiana. El amor que nace del Corazón de Cristo no puede dar lugar a esa clase de distinciones (...). Nosotros no poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las criaturas: este pobre corazón nuestro, de carne, quiere con un cariño humano que, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural. Ésa, y no otra, es la caridad que hemos de cultivar en el alma, la que nos llevará a descubrir en los demás la imagen de Nuestro Señor 128. Frente a todos los cínicos, a los escépticos, a los desamorados, a los que han convertido la propia cobardía en una mentalidad, los cristianos hemos de demostrar que ese cariño es posible 129. Como ejemplo de este modo profundamente "humano" de vivir la caridad sobrenatural, invita a contemplar la conducta de los primeros discípulos de Cristo. Qué bien pusieron en práctica los primeros cristianos esta caridad ardiente, que sobresalía con exceso más allá de las cimas de la simple solidaridad humana o de la benignidad de carácter. Se amaban entre sí, dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo. Un escritor del siglo II, Tertuliano, nos ha transmitido el comentario de los paganos, conmovidos al contemplar el porte de los fieles de entonces, tan lleno de atractivo sobrenatural y humano: mirad cómo se aman (Tertuliano, Apologeticum, 39), repetían 130. Las expresiones exteriores de ese cariño con los más próximos serán diversas según los casos. Evidentemente, hay unas manifestaciones sensibles del afecto humano que resultan adecuadas en el ámbito familiar, pero que no lo serían fuera de ese entorno; y hay otras que son propias de la amistad con quienes se tratan a diario, pero que serían inadecuadas en otras circunstancias. No obstante, en conjunto, las relaciones familiares y de amistad más estrecha constituyen el punto de referencia de lo que ha de ser el "cariño humano" propio de la caridad. No basta la caridad oficial, fría. ¡Cariño!, humano y sobrenatural. Hemos de poner el cariño de Cristo inflamado de amor a los hombres, a su Madre, a los Apóstoles, a Lázaro 131. Por su parte, la caridad transfigura el cariño humano, lo purifica, lo ennoblece, lo libera de las formas sutiles de egoísmo que puede encubrir la cordialidad o la ternura. Cuando el cariño pasa por el Corazón Sacratísimo de Jesús y por el Dulcísimo Corazón de María, la caridad fraterna se ejercita con toda su fuerza humana y divina. Anima a soportar la carga, quita pesos, asegura la alegría en la pelea. No es algo pegadizo, es algo que fortalece las alas del alma para alzarse más alta; la caridad fraterna, que no busca su propio interés (cfr. 1Co 13, 5), permite volar para alabar al Señor con un espíritu de sacrificio gustoso 132. Muchas de las exhortaciones de san Josemaría a no separar la caridad del cariño humano, se dirigen concretamente a los fieles del Opus Dei que tienen entre sí un trato directo por razones de formación y de apostolado. En estos casos, la mayor parte de las veces no ha habido entre ellos una amistad humana precedente, ni tampoco tiene por qué existir una afinidad de caracteres, opiniones y gustos. Los ha reunido la llamada divina a recorrer un mismo camino específico de santificación y de apostolado por amor a Cristo, y éste es el fundamento de una especial fraternidad llena de cariño 133, que hace patente –no se cansa de repetirlo– que nos une también el cariño humano 134. En la experiencia de esta realidad ve un ejemplo más de cómo pervive en la Iglesia la fraternidad de los primeros cristianos, retratada en la Escritura con palabras conmovedoras: "la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32) 135. Con alegría y agradecimiento a Dios escribe que no son pocas las almas que han descubierto el Evangelio en este calor cristiano de nuestro hogar, donde nadie puede sentirse solo, donde nadie puede padecer la amargura de la indiferencia 136. d) "Querer a los demás con sus defectos" Si no quieres más que las buenas cualidades que veas en los demás –si no sabes comprender, disculpar, perdonar–, eres un egoísta 137. Una actitud de este género no es caridad sino egocentrismo. San Josemaría acostumbra a decir que se ha de querer a los demás con sus defectos, con sus maneras de ser 138. ¿Qué se debe entender en este contexto por "defecto"? No, ciertamente, la carencia involuntaria de una cualidad natural (por ejemplo, una limitación física, o la falta de memoria o de otros bienes de naturaleza), y mucho menos la sencilla espontaneidad de tantas personas que no han recibido una educación refinada, a las que se refiere san Josemaría cuando dice: dejadlos con su modo de hablar, con su modo de comportarse, con aquella noble tosquedad encantadora 139. Por "defecto" se entiende aquí solamente la falta de una cualidad moral que alguien necesitaría para desempeñar mejor sus deberes y que en principio podría adquirir, con la ayuda de Dios y poniendo empeño (por ejemplo, ser más constante, o servicial, o alegre...). Cabría precisar más esta noción, pero no es necesario para explicar que la caridad lleva a querer a los demás "con sus defectos", en este último sentido. La razón es no sólo que Dios no les deja de amar porque los tengan, sino que los ama "con esos defectos" en cuanto que son o pueden ser ocasión para luchar por superarlos, por amor suyo. Puede parecer que "querer a los demás con sus defectos" no se conjuga con el hecho de que la caridad hace desear el bien de la persona amada, ya que esas deficiencias morales que podrían remediarse (al menos en principio y considerándolas una a una), no son un bien en sí mismas. Pero san Josemaría no enseña que la caridad ama los defectos en sí mismos, sino que ama que los demás se comporten bien –como Dios quiere– en relación con esos defectos, lo que implica reconocerlos y procurar superarlos por agradar a Dios y servir mejor a los demás. La santidad está en la lucha, en saber que tenemos defectos y en tratar heroicamente de evitarlos. La santidad –insisto– está en superar esos defectos..., pero nos moriremos con defectos: si no, ya te lo he dicho, seríamos unos soberbios 140. Siempre es posible que una persona luche así, con más o menos éxito, o al menos que llegue a luchar así más adelante: por esto hay que querer a los demás como son, incluso en el caso de que actualmente no reconozcan sus faltas ni las quieran evitar. San Josemaría –escribe José María Barrio– enseña que los cristianos "han de quererse santos y, a la vez, quererse con sus defectos. Pese a la apariencia, ambas cosas no son incompatibles. De hecho, no hay modo de querer realmente que no sea querer la realidad de lo querido, y la realidad de todo ser humano incluye aspectos positivos y otros que no lo son tanto. Yo no puedo querer a alguien por sus defectos, pero sí puedo quererle con ellos. Ciertamente la caridad cristiana significa querer a los demás luchando contra sus imperfecciones, y ayudarles –humana y sobrenaturalmente– en esa lucha" 141. Jesucristo escogió como Apóstoles a unos hombres con carencias patentes y les amaba con ternura, aun sabiendo que le iban a negar y teniendo que rogar al Padre para que se convirtieran (cfr. Lc 22, 31-34). San Josemaría recuerda que Dios llama a la santidad a personas con miserias 142. Y añade: yo también las tengo y también he luchado y lucho 143. La experiencia de las miserias humanas, ajenas y propias, no es motivo para que se enfríe la caridad; al contrario, es ocasión para ahondar en ella: para que sea más humana y más sobrenatural. Rezad por mí: yo rezo por vosotros, y comprendo vuestros defectos, y os quiero como sois, con defectos: y vosotros debéis tener el corazón grande, para querer a todas las criaturas de la tierra con sus defectos, con sus maneras de ser. –Padre, ¿usted quiere nuestros defectos? –Cuando lucháis por quitarlos, ¡los quiero!, porque son un motivo de humildad, y ha dicho aquél –que es el primer literato de Castilla– que la humildad es la base y fundamento de todas las virtudes, y sin ella no hay ninguna que lo sea. Por eso amo vuestros defectos 144. Según estas palabras, no se trata sólo de amar a una persona "a pesar de sus defectos"; es preciso amarla "con sus defectos", y no porque se aprueban sino porque le llevan (o le llevarán) a luchar por amor a Dios, con humildad. En este sentido, san Josemaría "ama" incluso los defectos mismos. ¿Y si son ostensibles e incluso desagradables? Precisamente entonces se manifiestan los rasgos inconfundibles de la caridad, porque el verdadero amor a Dios no da importancia a que una determinada manera de comportarse resulte "desagradable", pues el propio gusto no tiene por qué ser la medida de lo bueno; lo absolutamente "desagradable" es sólo aquello que desagrada a Dios. La mirada de la caridad penetra hasta el corazón del prójimo. De ahí que a veces no conceda demasiada importancia a ciertas miserias patentes, y en cambio la dé a otras menos visibles y que quizá no se oponen a lo "socialmente correcto", pero que desagradan a Dios. San Josemaría ponía como ejemplo gráfico el modo distinto de juzgar un gesto grosero de un niño, por parte de un espectador extraño y de la propia madre. Dejamos la cita para el apartado siguiente, ya que contiene también otra enseñanza que nos interesará destacar allí. Ahora nos basta la conclusión: No manifestéis repugnancia por pequeñeces espirituales o materiales, que no tienen demasiada categoría. Mirad a vuestros hermanos con amor 145. También es muy característico de la caridad amar al prójimo no sólo cuando acepta sus faltas y se esfuerza por mejorar, sino también cuando no las reconoce ni quiere cambiar. La caridad ama a los demás con sus defectos por el hecho principal de que Dios quiere que luchen y los llama a hacerlo, aunque de momento no respondan, sabiendo que Dios cuenta con el tiempo para que se decidan a luchar; y mientras tanto cuenta también con el cariño humano y sobrenatural de quienes les rodean. Este es el consejo de san Josemaría: Llénate de alegría, con la certeza de que el Señor a todos ha concedido la capacidad de hacerse santos, precisamente en la lucha contra los propios defectos 146. Al mismo tiempo, cuando enseña a amar a los demás con sus defectos, no deja de puntualizar: si no son ofensa de Dios 147. El pecado no puede agradar al Señor. Él ha dicho "sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48), y la perfección cristiana consiste en el amor. Por eso la persona que tiene defectos puede agradar a Dios si lucha por amor, ya sea que los vaya superando o que se pase la vida batallando por vencerlos. Pero el pecado es lo opuesto al amor a Dios: es una ofensa a Dios y no se puede amar. La caridad inclina entonces a querer únicamente que esa persona se convierta, pues eso es lo que Dios quiere. Se le ha de amar aunque ofenda a Dios, pero no se puede amar que le ofenda. Querer a los demás con sus defectos manifiesta también esa dimensión profunda de la caridad que hace ver en los demás un don de Dios. Pues precisamente los defectos ajenos pueden convertirse en ocasión para descubrir y corregir los propios. El diamante se pule con el diamante..., y las almas, con las almas 148. Esta frase, que se refiere en general a la potencialidad purificadora de los diversos temperamentos y caracteres –sin esos choques que se producen al tratar al prójimo, ¿cómo irías perdiendo las puntas, aristas y salientes (...) de tu genio para adquirir la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección? 149–, se aplica sin duda también a los defectos. El prójimo es don de Dios para uno mismo no sólo por sus cualidades positivas sino también por sus deficiencias. De ahí que apartarse de una persona por sus faltas sería contrario a la caridad, tanto porque no se le "da" ayuda como porque no se "recibe" lo que Dios quiere darnos a través de esa persona. Lógicamente, si la caridad mueve a querer a los demás con sus miserias, más aún se complace en sus virtudes, porque reflejan la gloria de Dios. Y también quiere a los demás "con sus buenas cualidades" de salud, inteligencia, simpatía, bienes materiales, etc., pero no los quiere por lo que tienen sino por lo que son. No aprecia más a quien tiene esas cualidades, sino a quien las usa para amar a Dios. Lleva a ayudarles a que lo hagan así, reconociéndose administradores de bienes que han recibido de Dios. "La caridad (...) no es envidiosa" (1Co 13, 4): se alegra siempre por el verdadero bien de los demás. e) Comprensión, misericordia, corrección fraterna En relación con las faltas del prójimo, la caridad inclina a la vez a la comprensión y a la corrección fraterna. Por lo que se refiere a la comprensión, ya se dijo que la caridad no está sólo en darse sino en acoger y hacer propio lo de los demás. Cuando lo que se "hace propio" son miserias, la comprensión se llama "misericordia", porque consiste en llevar en el corazón las necesidades espirituales y materiales de los demás 150. El Amor de Cristo es un "Amor misericordioso", ya que Él ha hecho suyos nuestros dolores y cargado con nuestras miserias (cfr. Is 53, 4-5; Mt 8, 17). También el amor de un cristiano ha de ser misericordioso: un amor que "comprende" las miserias (en el sentido de que las abarca o las contiene). No le son ajenas sino que las padece como propias, con la conciencia clara de que todos necesitamos de la misericordia divina, según las palabras del Señor: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia" (Mt 5, 7). La misericordia es una forma de caridad propia de los padres, como muestra la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 20-24). Dios Padre es "rico en misericordia" (Ef 2, 4). Pero también es propia de los hijos respecto a sus hermanos, pues en relación con ellos han de tener corazón de padre, como Cristo que, siendo "primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8, 29), llama a sus discípulos "hijos" e "hijitos" (cfr. Jn 13, 33), porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cfr. Jn 14, 10-11) 151. Para enseñar de modo gráfico este aspecto de la caridad, san Josemaría evoca el cariño de las madres, lleno de visión positiva de los defectos (es el texto que anunciábamos en el apartado anterior): Siguiendo el ejemplo del Señor, comprended a vuestros hermanos con un corazón muy grande, que de nada se asuste, y queredlos de verdad. Yo os quiero como os quieren vuestras madres: porque procuráis ser santos y porque sois muy majos (...). Al ser muy humanos, sabréis pasar por encima de pequeños defectos y ver siempre, con comprensión maternal, el lado bueno de las cosas. De una manera gráfica y bromeando, os he hecho notar la distinta impresión que se tiene de un mismo fenómeno, según se observe con cariño o sin él. Y os decía –y perdonadme, porque es muy gráfico– que, del niño que anda con el dedo en la nariz, comentan las visitas: ¡qué sucio!; mientras su madre dice: ¡va a ser investigador! Hijas e hijos míos, ya me comprendéis: hemos de disculpar. No manifestéis repugnancia por pequeñeces espirituales o materiales, que no tienen demasiada categoría. Mirad a vuestros hermanos con amor y llegaréis a la conclusión –llena de caridad– de que ¡todos somos investigadores! 152 El amor misericordioso de Dios no sólo se manifiesta en que no rechaza a sus hijos: además, los corrige para que se conformen a la imagen del Hijo. Es una corrección para nuestro bien, que la Sagrada Escritura exhorta a recibir como muestra de amor: "Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando Él te reprenda; porque el Señor corrige al que ama y azota a todo aquel que reconoce como hijo" (Hb 12, 5-6). El Señor reprende a los Apóstoles en diversas ocasiones, incluso fuertemente, como a Pedro cuando trata de oponerse al anuncio de la Pasión: "¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres" (Mt 16, 23). Le corrige para impedir que intente apartarle del bien (o de incitarle al mal, lo cual es propio de Satanás). Le corrige por amor a su Padre y porque ama a Pedro. En otro momento Jesús enseña a los discípulos que también ellos han de saber corregir cuando resulte necesario. "Si tu hermano peca contra ti, ve y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano" (Mt 18, 15) 153. La caridad, que es comprensión, inclina también a la corrección fraterna porque lo exige el bien de las almas. Comprender las miserias, hacerlas propias, no es justificarlas, llamando bien a lo que está mal. Comprender y disculpar no significa que cedamos en cosas injustas, porque eso sería también desorden y causaría perjuicios 154. La comprensión no ha de confundirse con la actitud del "amigo bonachón" que aprueba todo. Más que verdadera comprensión mostraría desinterés, despreocupación por el auténtico bien del otro. San Josemaría vio con lucidez la importancia de la corrección fraterna como muestra clara de la virtud sobrenatural de la caridad 155, como prueba de sobrenatural cariño y de confianza 156 y como la mejor manera de ayudar, después de la oración y del buen ejemplo 157. La grandeza de la corrección fraterna se manifiesta en que en aquel momento eres instrumento de Dios 158. Tiene un claro carácter sacerdotal que se reconoce en el sacrificio que comporta: la corrección fraterna cuesta; más cómodo es inhibirse; ¡más cómodo!, pero no es sobrenatural. –Y de estas omisiones darás cuenta a Dios 159. Además de recordar su valor, san Josemaría impulsaba a su alrededor la práctica de la corrección fraterna también como manifestación de lealtad hacia los demás, y como medio para velar por la unidad de los fieles entre sí y con la autoridad en la Iglesia (cfr. Ga 2, 14). Advierte, sin embargo, del peligro de la subjetividad. Lo que vemos como defectos en los demás, muchas veces es defecto de nuestra visión 160. Por eso invita a que uno examine, antes de corregir, la propia conducta en ese mismo punto, porque puede suceder que no se trate de una falta objetiva sino de algo que simplemente no nos agrada a nosotros. Los defectos que ves en los demás quizá son los tuyos. "Si oculus tuus fuerit simplex..." –Si tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado; mas si tienes malicioso tu ojo, todo tu cuerpo estará oscurecido. Y más aún: "¿cómo te pones a mirar la mota en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que está dentro del tuyo?" 161 Para asegurar la objetividad y rectitud del juicio, enseñó a consultar la posible corrección, antes de hacerla, con quien tiene autoridad y prudencia para juzgar de su acierto y conveniencia. f) Saber perdonar: "ahogar el mal en abundancia de bien" Cuando san Josemaría quiere mostrar la grandeza del amor de Dios Creador y Redentor, ve su máxima expresión en el perdón de los pecados: ¡Un Dios que perdona!... ¿no es una maravilla? 162 Perdonar es algo divino 163. Por eso es tan propio de los hijos de Dios. Un hombre que sabe perdonar tiene en su carácter algo divino, porque sólo Dios nos ha enseñado a perdonar así 164. "Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los Cielos" (Mt 5, 43-45). San Josemaría comenta así estas palabras: Podemos no sentirnos humanamente atraídos hacia las personas que nos rechazarían, si nos acercásemos. Pero Jesús nos exige que no les devolvamos mal por mal; que no desaprovechemos las ocasiones de servirles con el corazón, aunque nos cueste; que no dejemos nunca de tenerlas presentes en nuestras oraciones 165. Un cristiano no puede considerar enemigo a nadie, porque sería querer un mal para alguien, y quien sigue a Cristo ha de querer siempre el bien para todos. No tengas enemigos. –Ten solamente amigos: amigos... de la derecha –si te hicieron o quisieron hacerte bien– y... de la izquierda –si te han perjudicado o intentaron perjudicarte– 166. Sí puede ocurrir que otros consideren a un cristiano como enemigo, ya sea por motivos solamente humanos (opiniones contrastantes, intereses enfrentados, envidias, etc.), ya sea precisamente porque es discípulo de Cristo, como Él mismo anunció: "Seréis odiados por todas las gentes a causa de mi nombre" (Mt 24, 9). La caridad lleva a amar también a estos "enemigos": a pedir a Dios perdón para ellos, como Cristo en la Cruz: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34); y a querer que se conviertan, no sólo ni principalmente para dejar de ser maltratados por ellos, sino ante todo para que no ofendan a Dios y sean buenos hijos suyos. Refiriéndose al amor a los enemigos, el Señor enseña: "Al que te hiere en la mejilla preséntale también la otra, y al que te quite el manto no le niegues tampoco la túnica" (Lc 6, 29). Queda claro que lo de menos es recibir ofensas o malos tratos, hasta el punto de que –si el daño no fuera más que ese– la caridad lo permite y soporta. Lo grave es que van contra Dios al tratar injustamente a sus hijos. San Pablo resume así la actitud cristiana: "No devolváis a nadie mal por mal: buscad hacer el bien delante de todos los hombres. Si es posible, en lo que está de vuestra parte, vivid en paz con todos los hombres. No os venguéis, queridísimos, sino dejad el castigo en manos de Dios, porque está escrito: Mía es la venganza, yo retribuiré lo merecido, dice el Señor. Por el contrario, si tu enemigo tuviese hambre, dale de comer; si tuviese sed, dale de beber; al hacer esto, amontonarás ascuas de fuego sobre su cabeza. No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien" (Rm 12, 17-21). San Josemaría concluye de estas palabras: Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien (cfr. Rm 12, 21) 167. La caridad con esas personas puede exigir a veces poner los medios para impedir que hagan el mal, pero otras veces puede llevar a no impedírselo. Jesús se ocultó en ocasiones de los que querían darle muerte (cfr. Jn 8, 59; Jn 12, 36); pero cuando llegó su hora no impidió que le crucificaran y pidió al Padre que les perdonara. El camino para que otro se convierta no siempre pasa por imposibilitar que cometa una injusticia (cfr. 1P 3, 14-17), quizá con más razón cuando alguien obra mal y causa daño pensando que está obrando bien. Incluso puede suceder que personas dadas a Dios sean el instrumento para el mal, putantes se obsequium praestare Deo, pensando que hacen servicio a Dios 168. San Josemaría tuvo que padecer mucho en este sentido, y dio un ejemplo de caridad heroica, rezando por quienes le perseguían y aprovechando esos ataques como ocasión de purificación personal y de penitencia. Tanto si querían hacerle daño por ir contra Dios, como si lo hacían pensando en servirle, enseñaba a amar a los que persiguen y a ver en la misma persecución una ocasión para identificarse con Cristo. Esta actitud era fuente de una alegría y de una paz humanamente inexplicables 169. 1.3. Amor a sí mismo, por amor a Dios La caridad "es amistad del hombre principalmente con Dios, y por consiguiente con todo lo que es de Dios, entre lo que se encuentra el mismo hombre que tiene la caridad. Y de este modo, entre las cosas que el hombre ama con caridad, como pertenecientes a Dios, está que se ame a sí mismo" 170. Estas palabras del Doctor común nos pueden servir de base para exponer la enseñanza de san Josemaría. 1.3.1. Buscar la propia santidad Mencionemos ante todo la relación del amor a sí mismo con el amor a Dios. Para san Josemaría, la caridad mueve a dirigirse confiada y filialmente a Dios diciendo: quiero, en todo, lo que Tú quieras 171. Y lo que Dios quiere para cada uno es su unión con Él: la santidad, que comporta la plena felicidad. El recto amor a sí mismo busca, por tanto, la santidad y los medios para alcanzarla. Este es el bien supremo que se ha de desear para uno mismo y al que se debe subordinar cualquier otro deseo. Todo eso, que te preocupa de momento, importa más o menos. –Lo que importa absolutamente es que seas feliz, que te salves 172. Vamos a detenernos algo más en este punto. El bien que la caridad persigue es ser como Dios quiere que seamos: santos y perfectos en el amor (cfr. Ef 1, 4), con una perfección que incluye todas las virtudes cristianas. En consecuencia, la caridad impulsa a poner los medios para alcanzar ese fin: tanto los sobrenaturales (por ejemplo, la participación en los sacramentos y la oración) como los humanos; y, entre estos últimos, los espirituales (la cultura, la libertad civil, etc.) y los materiales (la salud, las condiciones materiales de vida). Vale la pena hacer notar de nuevo que las condiciones materiales de vida deben buscarse porque en sí mismas están al servicio de la perfección humana y cristiana. San Josemaría habla de la conveniencia de un mínimo de bienestar para practicar las virtudes cristianas, para estar en condiciones de trabajar y para que se desarrolle con dignidad y sin estridencias la personalidad humana 173. Este bienestar material se advierte de modo ejemplar en la sencillez del hogar de Nazaret, que fue testigo de la vida oculta de Jesús 174. Otras veces san Josemaría se refiere al mínimo de bienestar imprescindible para la lucha ascética y para el apostolado 175, y para trabajar intensamente, durante muchos años, en servicio de Dios y de las almas 176. No es una necesidad absoluta, ya que hasta la carencia de esas condiciones materiales básicas puede transformarse en medio de unión con Cristo. Es, en circunstancias normales, una necesidad relativa a la tarea de santificar el mundo desde dentro de las actividades civiles y seculares. En este sentido, es importante cuidar la salud y la buena forma física, no por vanidad o autocomplacencia sino por amor a Dios. Aceptamos gustosamente la enfermedad, cuando el Señor nos la envíe; pero debemos hacer lo posible para estar sanos y fuertes, con el fin de trabajar por Jesucristo, por la Iglesia, por las almas 177. Tenéis, por eso, que cuidaros, para morir viejos, muy viejos, exprimidos como un limón, aceptando desde ahora la Voluntad del Señor 178. Santo Tomás considera que "el hombre debe amar a su propio cuerpo por caridad", y da la siguiente explicación: "Nuestro cuerpo puede considerarse bajo dos aspectos: según su naturaleza, o según la corrupción de la culpa y de la pena. Según su naturaleza, nuestro cuerpo ha sido creado no por el principio del mal, como dicen las fábulas maniqueas, sino por Dios, y de ahí que podamos emplearlo a su servicio, según leemos en la Escritura: "usad vuestros miembros como arma de justicia para Dios" (Rm 6, 13). Y así, por el amor de caridad con que amamos a Dios, debemos también amar nuestro cuerpo" 179. Esta reflexión está en la base de la enseñanza de san Josemaría que acabamos de mencionar. Citamos también las palabras que siguen, que ayudan a comprender que la mortificación corporal cristiana no contradice el amor al cuerpo (tema del que hablaremos en el capítulo 8º): "Pero no debemos amar en el cuerpo la infección de la culpa [del pecado] y la corrupción de la pena, sino anhelar extirparlas con el deseo de la caridad" 180. La entrada triunfante de Jesús en Jerusalén a lomo de un borrico, sugiere a san Josemaría una comparación con el cristiano que ha de servir a Cristo también con su cuerpo. Es el cuerpo, efectivamente, al mismo tiempo, amigo y enemigo de nuestra vida sobrenatural. Si lo matamos, Nuestro Señor se queda sin borriquito. Hay que procurar que el borriquito sea dócil, pero también que esté fuerte y sano, para que pueda cumplir su tarea de servir a Dios 181. Hemos visto que el amor de sí mismo es parte integrante de la caridad, inseparable del amor a Dios. También lo es del amor a los demás. No podría tener amistad con los demás quien no se amara rectamente a sí mismo, porque en ambos casos se ama lo que Dios ama. Incluso, la medida del amor al prójimo viene dada por el amor a uno mismo, según las palabras de la Escritura: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lv 19, 18; cfr. Mt 22, 39; Mc 12, 31). Puede ser útil mencionar un razonamiento de santo Tomás que ayuda a profundizar en estas palabras de la Escritura y a comprender mejor la afirmación ya citada de que "hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios". Partiendo de que la amistad es fundamento de la caridad con los demás, el Aquinate observa que "propiamente uno no tiene amistad consigo mismo, sino otra cosa mayor que ella, ya que la amistad comporta unión, pues el amor es "poder unitivo" y cada uno tiene consigo mismo una unidad que es mayor que cualquier otra unión" 182. Por eso, el precepto "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" indica que el amor a los demás ha de ser tal que instaure una unión con ellos análoga a la que uno tiene consigo mismo. Esto es posible por la gracia de Cristo, que repara la disgregación producida por el pecado dentro de nosotros mismos y nos une a todos en la unidad de la Santísima Trinidad (cfr. Jn 17, 23.25-26). San Josemaría habla de esta necesidad del amor a sí mismo para amar a los demás, aplicándola sobre todo al apostolado. El discípulo de Cristo ha de preocuparse de buscar la propia santidad, poniendo los medios, si verdaderamente quiere ayudar todo lo posible a que los demás sean santos. Alma de apóstol: primero, tú. (...) No suceda –dice San Pablo– que habiendo predicado a los otros, yo vaya a ser reprobado 183. Por otra parte, quien no amara a los demás, tampoco podría amarse a sí mismo, porque este amor implica buscar para sí el bien que Dios quiere, y parte integrante de ese bien es la comunión con los demás, concretamente la entrega a las personas con las que se convive. Es preciso darse a los demás para alcanzar la propia plenitud 184. 1.3.2. Rechazar el "amor propio". "Abnegación" y "olvido de sí" A la vez que el Señor enseña el amor a uno mismo, declara también que si alguno no "odia su propia vida" no puede ser su discípulo (cfr. Lc 14, 26). A primera vista parece una contradicción, pero no la hay si se considera que junto al amor recto de sí mismo hay otro que es el polo opuesto de la caridad. No es sólo "falta de amor a Dios" sino "amor a sí mismo en lugar de Dios": "amor propio" desordenado o "egoísmo", que es la forma primigenia de la idolatría. El cristiano no se debe amar de este modo; debe huir de la idolatría, "odiarla". La verdadera caridad busca la propia perfección y felicidad porque Dios la quiere, y rechaza u "odia" la realización de la propia vida de espaldas a Dios. San Josemaría lo expresa de un modo radical: Si la vida no tuviera por fin dar gloria a Dios, sería despreciable, más aún: aborrecible 185. El amor propio desordenado es patente cuando se quieren para uno mismo cosas claramente opuestas a la Ley de Dios. Pero puede haber también egoísmo cuando el objeto del querer es algo en sí lícito, que se busca, sin embargo, haciendo caso omiso de la concreta voluntad de Dios. El egoísta no es el que quiere algo para sí, sino el que lo quiere de modo desordenado. Por esto se pueden pretender por egoísmo cosas buenas, incluso las mismas que se podrían pretender por amor a Dios. A este género de egoísmo están más expuestos quienes deliberadamente persiguen la meta de la santidad. San Josemaría lo describe en el siguiente punto de Surco, que ayuda a desenmascarar formas encubiertas de amor propio desordenado: Cumples un plan de vida exigente: madrugas, haces oración, frecuentas los Sacramentos, trabajas o estudias mucho, eres sobrio, te mortificas..., ¡pero notas que te falta algo! Lleva a tu diálogo con Dios esta consideración: como la santidad –la lucha para alcanzarla– es la plenitud de la caridad, has de revisar tu amor a Dios y, por Él, a los demás. Quizá descubrirás entonces, escondidos en tu alma, grandes defectos, contra los que ni siquiera luchabas: no eres buen hijo, buen hermano, buen compañero, buen amigo, buen colega; y, como amas desordenadamente "tu santidad", eres envidioso. Te "sacrificas" en muchos detalles "personales": por eso estás apegado a tu yo, a tu persona y, en el fondo, no vives para Dios ni para los demás: sólo para ti 186. El objeto de estas palabras es avisar de una insidia que está siempre al acecho, porque no basta que nuestras acciones sean buenas por su objeto, sino que lo han de ser también por su fin y, en definitiva, por el fin último. Si éste no es el amor a Dios sino el amor propio, hasta las acciones más santas se corrompen y la personalidad se forma de un modo opuesto a la de Jesucristo, que es modelo del perfecto amor de sí precisamente porque ha venido a entregarse totalmente por nosotros. Mirad constantemente a Jesús que, sin dejar de ser Dios, se humilló tomando forma de siervo (cfr. Flp 2, 6-7), para poder servirnos (...). Cristo nos sitúa ante el dilema definitivo: o consumir la propia existencia de una forma egoísta y solitaria, o dedicarse con todas las fuerzas a una tarea de servicio 187. "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24). En el lenguaje corriente, "negarse a sí mismo" o "abnegarse" es renunciar al propio interés y estar dispuesto a sacrificarse por el bien de alguien. La abnegación cristiana es una realidad mucho más profunda: es un aspecto de la caridad, y por tanto hace referencia ante todo a Dios. Es "negación de sí mismo" ante Dios: negación de ser algo por uno mismo, sin Dios; rechazo del amor propio: una afirmación del amor a Dios unida al deseo de seguir a Cristo llevando la cruz. Sólo captando este sentido radical de la abnegación se puede entender su valor positivo en la tradición cristiana y la forma en que lo expresa san Josemaría, con su testimonio personal: Miro mi vida y, con sinceridad, veo que no soy nada, que no valgo nada, que no tengo nada, que no puedo nada; más: ¡que soy la nada!, pero Él es el todo y, al mismo tiempo, es mío, y yo soy suyo, porque no me rechaza, porque se ha entregado por mí. ¿Habéis contemplado amor más grande? 188 La afirmación de la propia "nada" no se opone a la verdad de que Dios nos ha comunicado el ser. "No soy nada" no significa "no soy en absoluto", sino "no soy nada por mí mismo"; es decir, no hay nada de ser y de bien en mí, por mí mismo, y por tanto no he de amarme por mí mismo, sino por Dios, para darle gloria. Es la doctrina de san Pablo: "¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?" (1Co 4, 7). La cristiana "negación de sí" –la abnegación de un hijo de Dios– implica la afirmación de que todo el bien que hay en nosotros es don de Dios, y de que hemos de amarlo por Dios. Se niega todo valor de sí mismo que no sea debido a Dios, haciendo surgir de esa negación un reconocimiento más fuerte de la propia dignidad filial. Con esta actitud radical de saberse "nada", el hombre deja de buscar el propio interés y se sacrifica por amor a Dios y a los demás. Normalmente, negarse a cometer un pecado –una acción que es pecado por su objeto–, no se suele llamar abnegación. En todo caso, la abnegación cristiana no se limita a negarse al pecado: es la renuncia a cosas en sí lícitas y buenas, por amor a Dios y al prójimo, para servir a los demás. ¿Cómo haré yo para que mi amor al Señor continúe, para que aumente?, me preguntas encendido. –Hijo, ir dejando el hombre viejo, también con la entrega gustosa de aquellas cosas, buenas en sí mismas, pero que impiden el desprendimiento de tu yo...; decir al Señor, con obras y continuamente: "aquí me tienes, para lo que quieras" 189. Bajo esta perspectiva resulta claro que la "abnegación" cristiana no es una actitud negativa: está transida de amor a Dios. No hay nada en la vida espiritual que sea simple negación, ni siquiera como condición para una afirmación posterior ("negarse a sí mismo para después poder amar a Dios"): la abnegación misma es ya amor a Dios, es afirmación. La invitación de Jesús: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24), no significa que en su seguimiento haya un primer "momento" negativo (negarse a sí mismo) y otro posterior positivo (tomar la Cruz), sino que la misma abnegación por amor tiene valor redentor (es tomar la Cruz), y que todo "tomar la Cruz" implica abnegación. Consiste en que disminuyendo nuestro egoísmo, crezca Cristo en nosotros, ya que illum oportet crescere, me autem minui (Jn 3, 30), hace falta que Él crezca y que yo disminuya 190. "Olvido de sí" es otra expresión frecuente en san Josemaría. Viene a ser como la manifestación más honda de la abnegación. No es sólo prescindir de cualquier interés egoísta; es no pensar ni siquiera en sí mismo, para estar pendiente sólo de amar y servir a Dios y a los demás. Es la abnegación llevada hasta lo más interior: a los pensamientos, los recuerdos, la imaginación..., para que no giren alrededor del yo. Olvidarse de sí mismo significa poner en el centro a Dios. Toda persona está inclinada a mantener un monólogo interior, en el que generalmente se enaltece el propio yo. El olvido de sí por amor a Dios tiende a sustituir ese monólogo por el diálogo con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, presente en el alma en gracia. Es una actitud de absoluto amor a Dios; un reconocer que Él es el origen, el fin y el centro de todo; un vivir radicalmente de Dios, en Dios y para Dios, sin permitir que el yo ocupe el lugar que sólo a Él pertenece. San Josemaría llega a afirmar que no amamos a Dios si nos dedicamos a pensar sólo en nuestra propia santidad: hay que pensar en los demás, en la santidad de nuestros hermanos y de todas las almas 191. El cristiano no debe estar centrado en sí mismo, ni siquiera en su "propia" santidad. Porque la caridad no le lleva a querer ser santo "por ser santo", sino a querer ser santo "por amor a Dios". El olvido de sí es también necesario para vivir plenamente la caridad con los demás. La caridad, el cariño santo consiste en olvidarte de ti y ocuparte de los demás. Tú no eres nada. Los demás lo son todo en Cristo 192. Esta actitud ha de penetrar tanto en el alma que llegue a constituir una especie de "prejuicio psicológico": el prejuicio psicológico de pensar habitualmente en los demás 193. Cuando la vida de un hijo de Dios tiene como centro a Dios, a Cristo y a su Iglesia, su personalidad cuenta con una base sólida para estar "centrada", mientras que la del egoísta está, por ese mismo hecho, "descentrada", replegada sobre sí misma y sometida a conflictos 194. Casi todos los que tienen problemas personales, los tienen por el egoísmo de pensar en sí mismos. Es necesario darse a los demás, servir a los demás por amor de Dios: ése es el camino para que desaparezcan nuestras penas. La mayor parte de las contradicciones tienen su origen en que nos olvidamos del servicio que debemos a los demás hombres y nos ocupamos demasiado de nuestro yo 195. En fin, para san Josemaría, el crecimiento de la caridad –y, por lo tanto, de la vida cristiana– se reconoce por este "olvido de sí" y la consiguiente preocupación por la santidad de los demás. Cuando al hacer por la noche ese pequeño examen tengas que acabar diciendo: Señor, pero ¡si no me he acordado de mí!, me he ocupado de los demás... Ese día es que te has portado muy bien, porque has vivido como San Pablo y podrás decir que no vives tú, sino que Cristo vive en ti 196. 2. VIDA DE FE Y ESPERANZA Toda la vida de un hijo de Dios ha de estar presidida por la caridad, pero ésta no puede darse sin la fe y la esperanza. La caridad presupone ambas virtudes, pues no se ama a Dios sin conocerle y sin aspirar a la unión con Él 197. A su vez, la fe y la esperanza han de estar informadas ("animadas", "vivificadas") por la caridad: sólo así se hacen "vivas" y unen al cristiano con Dios 198. El mismo Espíritu Santo que infunde la caridad, guía "hacia la verdad completa" (Jn 16, 13) y comunica una "esperanza que no defrauda" (Rm 5, 5). La fe y la esperanza adquieren, gracias a la caridad, la perfección del amor y se convierten en fuerzas al servicio de la caridad misma, de modo que vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad 199. Como estas páginas tratan de la vida espiritual de quien está en gracia de Dios, se hablará solamente de la fe y esperanza "vivas", informadas por la caridad, no de la fe y esperanza "muertas". En el fondo, el tema seguirá siendo la caridad, porque todo acto de fe o de esperanza "vivas" es también un acto de caridad. Cuando se dice que la vida cristiana es "vida de fe" se pretende indicar que la caridad no es un amor "ciego", sino iluminado por la fe. Igualmente, cuando se dice que la vida cristiana es "vida de esperanza", se quiere indicar que la caridad no es un amor "desesperado", sino alegremente colmado de la esperanza del Cielo. La fe y la esperanza son virtudes de la vida presente, no de la futura. En la gloria, la fe será sustituida por la visión de Dios y la esperanza por la felicidad en Dios. En la "visión beatífica", la caridad ya no necesitará las otras virtudes teologales (cfr. 1Co 13, 8-13). 2.1. Vida de fe "Sin fe es imposible agradar a Dios" (Hb 11, 6), es imposible amarle. La caridad, que está en la voluntad, "no es ajena a la razón" 200. Para que la vida cristiana esté presidida por la caridad, necesita estar iluminada por la fe. Ha de ser "vida de fe", de "fe que obra por la caridad" (Ga 5, 6) 201. La fe viva, de la que vamos a hablar, no es asunto sólo de la inteligencia. San Josemaría tiene, como señala Arturo Blanco, "una comprensión de la fe que la relaciona con la persona humana entera, no sólo con el intelecto" 202. "Creer" es credere aliquid alicui, creer algo a alguien. Implica siempre estas dos cosas: creer una verdad y creer a la persona que la comunica. En el caso de la fe sobrenatural, comporta "creer la verdad revelada" y "creer a Dios que la revela". Pero incluye además un tercer aspecto: tender a vivir de acuerdo con esa verdad. San Agustín sintetiza estas tres dimensiones de la fe en la conocida expresión "credere Deo, credere Deum, credere in Deum" 203: "creer por Dios" o fiarnos de Dios (confiar en Él), "creer lo que Dios ha revelado" (tener por verdadera la doctrina que revela), y "creer hacia Dios" (dirigirnos hacia Él viviendo según lo que ha revelado). Esta concepción de san Agustín abarca las características esenciales de la fe 204 y por eso puede servirnos para exponer lo que acerca de ella enseña san Josemaría, ya que también él se refiere a todos los aspectos de esta virtud, como puede verse en la homilía Vida de fe 205. Comenta allí dos pasajes evangélicos que narran la curación de dos ciegos: el que Jesús envió a lavarse a la piscina de Siloé después de haberle puesto lodo en los ojos (cfr. Jn 9, 6-7), y el que pedía limosna a las puertas de Jericó (Mc 10, 46-52). En los dos casos, san Josemaría compara la fe con la visión de que carecen los ciegos, poniendo así de relieve que la fe es conocimiento de la verdad: credere Deum. Además, en el primer caso, resalta la confianza del ciego, que se fía del Señor y va a lavarse donde le indica (es la fe como credere Deo): ¡Qué ejemplo de fe segura nos ofrece este ciego! Una fe viva, operativa. ¿Te conduces tú así con los mandatos de Dios, cuando muchas veces estás ciego, cuando en las preocupaciones de tu alma se oculta la luz? ¿Qué poder encerraba el agua, para que al humedecer los ojos fueran curados? Hubiera sido más apropiado un misterioso colirio, una preciosa medicina preparada en el laboratorio de un sabio alquimista. Pero aquel hombre cree; pone por obra el mandato de Dios, y vuelve con los ojos llenos de claridad 206. En el caso del otro ciego, Bartimeo, que pide a Jesús: Rabboni, ut videam! (Mc 10, 51), san Josemaría subraya que la fe lleva a ir hacia Dios (credere in Deum): Jesús manda llamarle, y entonces algunos de los mejores que le rodean, se dirigen al ciego: ea, buen ánimo, que te llama (Mc 10, 49). ¡Es la vocación cristiana! Pero no es una sola la llamada de Dios. Considerad además que el Señor nos busca en cada instante: levántate –nos indica–, sal de tu poltronería, de tu comodidad, de tus pequeños egoísmos, de tus problemitas sin importancia. Despégate de la tierra, que estás ahí plano, chato, informe. Adquiere altura, peso y volumen y visión sobrenatural 207 . Este "ir hacia Dios", que es propio de la fe, consiste en adoptar la lógica de la fe, de la entrega total a Dios, como hace ver san Josemaría cuando se fija en el detalle de que el ciego, "arrojando su capa, al instante se puso en pie y vino a él" (Mc 10, 50): ¡Tirando su capa! (...) No olvides que, para llegar hasta Cristo, se precisa el sacrificio; tirar todo lo que estorbe: manta, macuto, cantimplora. Tú has de proceder igualmente en esta contienda para la gloria de Dios, en esta lucha de amor y de paz, con la que tratamos de extender el reinado de Cristo. Por servir a la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas, debes estar dispuesto a renunciar a todo lo que sobre; a quedarte sin esa manta, que es abrigo en las noches crudas; sin esos recuerdos amados de la familia; sin el refrigerio del agua. Lección de fe, lección de amor. Porque hay que amar a Cristo así 208. Estos pasajes ponen de relieve, como decíamos, las tres dimensiones de la fe que nos servirán de esquema en el presente apartado. No hay que olvidar que son tres aspectos de una misma realidad. Los textos de san Josemaría que citaremos se refieren a veces más específicamente a uno u otro, pero conviene no perder de vista su unidad. 2.1.1. Conocimiento de la verdad revelada El amor a Dios presupone el primer aspecto de la fe: tomar por verdadero lo que Dios ha revelado acerca de sí mismo y de sus designios ("credere Deum"); a la vez, el amor a Dios es timula a ahondar en ese conocimiento. Con otras palabras, cuanto más profundo es el conocimiento de Dios por la fe, tanto más se le puede amar; y cuanto más intenso es el amor, más penetrante es el conocimiento. La fe es al mismo tiempo presupuesto y consecuencia del amor, precisamente porque "Dios es amor" (1Jn 4, 8). Quien conoce y cree el amor que Dios nos tiene, es atraído a amarle; y quien lo ama, conoce y cree más profundamente su amor (cfr. 1Jn 4, 16). Hablaremos ahora del primer movimiento: de la fe al amor, o de la fe como presupuesto del amor, pero sin olvidar que en este movimiento está implicado el segundo, porque el amor enciende más la luz de la fe. Señalemos además que, siendo la fe presupuesto del amor a Dios, es también presupuesto del amor a los demás. Baste pensar en la necesidad del conocimiento de la doctrina para cumplir el mandato del Señor que representa la mayor muestra de caridad: "Id y haced discípulos a todos los pueblos (...), enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado" (Mt 28, 19-20). a) "Para la santidad, doctrina; para el apostolado, doctrina" San Josemaría sintetiza así esta función de la fe como presupuesto del amor a Dios y al prójimo: Para nuestra santidad, doctrina; y para el apostolado, doctrina 209. Naturalmente, por "doctrina" entiende la "doctrina de la fe": una doctrina que esté plenamente de acuerdo con el sentir de la Iglesia y que siga con toda fidelidad el Magisterio de Pedro 210. Detengámonos en los dos elementos de la frase: – "Para la santidad, doctrina". Enseña a cultivar una "piedad doctrinal". Exhorta a que el trato amoroso con Dios –la piedad filial– se alimente con la doctrina. La misma noción de "piedad de hijo" lo implica, ya que el amor del Hijo al Padre –su "piedad filial" (Hb 5, 7)– es el amor del Verbo que conoce al Padre y que, al unirnos a Él como hijos adoptivos, nos hace partícipes de ese conocimiento: "Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo" (Mt 11, 27). La santidad –la auténtica piedad filial, en sentido estricto– incluye el afán en profundizar más y más en el conocimiento de Dios, que no es "nunca un proceder exclusivamente intelectual, sino, a la vez e inseparablemente, un progresar en la unión vital con ese Dios en cuya realidad y en cuyo amor se cree" 211. La doctrina no se "añade" a la vida espiritual para enriquecerla, sino que es un elemento constitutivo suyo, con más razón si se quiere que esa vida esté fundada explícitamente en el sentido de la filiación divina. Doctrina de teólogos y piedad de niños, hemos de tener 212. La "piedad de niños" –expresión que sugiere sencillez en el trato con Dios– no es, en san Josemaría, una piedad sentimental o voluntarista; es una piedad que se apoya en una "doctrina de teólogos". Piadosos, pues, como niños: pero no ignorantes, porque cada uno ha de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico, de la fe; y todo esto es la teología. Piedad de niños, por tanto, y doctrina segura de teólogos 213. La piedad salvaguarda a su vez la buena doctrina, que fácilmente se podría corromper sin ella, como señala san Josemaría citando un texto de san Pablo: Ten cuidado de ti mismo, para vivir santamente, y enseña recta doctrina; insiste en esta conducta: porque de este modo te salvarás tú y salvarás también a los que te escuchen (1Tm 4, 16).Sed piadosos: el que es verdaderamente piadoso puede cometer algún error; pero sin piedad no se puede ser fiel, ni en la doctrina, ni en la conducta 214. – "Para el apostolado, doctrina". El conocimiento de la doctrina de fe es necesario para el apostolado como lo es para la santidad, porque el apostolado es superabundancia de tu vida "para adentro" 215. San Josemaría lo ilustra, refiriéndose de modo directo al Opus Dei: La misión personal nuestra se puede reducir a esto: dar doctrina, poner la semilla de la buena doctrina, esa luz divina, en las cabezas y en los corazones de todos los hombres. (...) Me habéis oído decir tantas veces que el mayor enemigo de Cristo y de la Iglesia es la ignorancia, y que, por eso, tenemos la obligación de formarnos, de conocer bien la doctrina, para poder luego darla, sin desfigurarla, a pesar de nuestros errores personales 216. En su pensamiento, la doctrina de la fe "no se entiende como elemento esclerótico e inerte, capaz sólo de dar a luz actitudes intelectuales y espirituales estáticas, que empobrecen el alma cristiana. Muy al contrario, se la concibe como condición viva y dinámica, incesantemente orientada a estimular nuevos impulsos evangelizadores, nueva vitalidad en la Iglesia, nuevas fronteras de extensión del Reino de Dios" 217. Urge adquirir doctrina, y vivir de fe, para poder darla, y evitar así que las almas caigan en los errores de la ignorancia o en el pietismo, que desfigura con su devoción vana, sensiblera o supersticiosa, el rostro de la verdadera piedad 218. ¿Qué sentido tiene exponer la doctrina con discursos doctos pero incomprensibles para quien escucha? Es preciso "comunicarla", facilitar que se asimile. San Josemaría apremia saber adaptarse a las circunstancias de formación, cultura, etc. de quien la recibe. A esto lo llama plásticamente "don de lenguas", que no es la capacidad de hablar muchos idiomas, sino el arte de hacerse entender por personas de diversa mentalidad y cultura. Hemos de dar doctrina en todos los ambientes; y para eso necesitamos acomodarnos a la mentalidad de los que nos escuchan: don de lenguas. Don de lenguas que nos obliga a hablar con contenido: en efecto, hermanos, escribe San Pablo, si yo fuese a vosotros hablando lenguas, ¿qué os aprovechará si no os hablo instruyéndoos con la Revelación, o con la ciencia, o con la profecía, o con la doctrina? (1Co 14, 6). Luego, hay obligación de formarse: obligación de formarnos bien doctrinalmente, obligación de prepararnos para que entiendan; para que, además, sepan después expresarse los que nos escuchan 219. b) Fe y vocación personal. Fidelidad Además de la fe en la verdad revelada, también es presupuesto del amor a Dios el conocimiento de su voluntad sobre cada uno: principalmente, el conocimiento de la vocación personal. Ya vimos en la Parte preliminar que Dios llama a todos a la santidad, por caminos diversos, con misiones específicas dentro de la única misión de la Iglesia. El conocimiento de la propia vocación y misión –del camino de santidad y apostolado que Dios quiere para cada uno– tiene mucho que ver con la virtud de la fe. La fe y la vocación aparecen a menudo unidas en el pensamiento de san Josemaría, como por ejemplo en el siguiente texto: La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena (...): entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía 220. La vocación se describe aquí como una "luz" (al final también como fuerza) que forma parte del "resplandor de la fe". Por supuesto, fe y vocación no se identifican; de hecho son muy numerosos los textos en los que san Josemaría las discierne 221. Pero su mutua relación es muy estrecha. Para comprenderla conviene tener presente que cuando la teología estudia el asentimiento a las verdades de la fe, suele distinguir entre la Revelación "exterior" –el depósito revelado, público, que la Iglesia custodia y expone– y la Revelación "interior": la luz de la fe que Dios concede para que podamos asentir a esas verdades. Esta luz interior es un don divino que "connaturaliza" el entendimiento con las verdades sobrenaturales, permitiendo juzgar que no sólo pueden ser creídas (juicio de credibilidad) sino que deben ser creídas (juicio de credentidad). La distinción entre Revelación pública y luz interior permite ver en qué sentido la convicción de haber recibido una vocación divina específica puede ser del género de la fe sobrenatural. Evidentemente, la verdad de que se ha recibido una determinada vocación divina no es una verdad revelada. Es verdad revelada que todos estamos llamados a la santidad y que Dios concede dones diversos para alcanzarla; pero el que una persona concreta haya recibido una vocación específica no es una "verdad del depósito de la fe", obviamente. Sin embargo, se puede decir que la convicción de haber recibido esa vocación pertenece a la revelación interior. Dios concede gratuitamente el don de una llamada –don de su Amor que supera la razón humana– y la manifiesta a cada uno mediante una gracia interior que es luz en el entendimiento e impulso en la voluntad. Esa luz es del género de la luz interior de la fe. No se llama lumen fidei porque no recae sobre una verdad revelada públicamente; pero sí proporciona una convicción de fe sobre una verdad que Dios manifiesta interiormente como un don de su Amor, del que da unos signos exteriores que permiten reconocerlo. Por eso se ha escrito que la luz de la propia vocación es una "maduración de la fe" 222: una luz que permite pasar de conocer que algo "es creíble" (la posibilidad de que Dios me llame a la santidad por un determinado camino) a afirmar que "ha de ser creído por mí" (que Dios me llama efectivamente por ese camino). Además de esta luz, Dios concede un impulso a la voluntad para asentir libremente a su llamada. Ambos conjuntamente –la luz y el impulso– hacen que sea justo reconocer la llamada de Dios, y que "no se tenga derecho" –como dice san Josemaría en un texto que enseguida citaremos– a dudar de que se ha recibido esa llamada. Dios quiere ser amado por cada uno y le señala el camino de la vocación personal. Esta vocación es un don del Amor de Dios, y la respuesta a este don –la correspondencia al Amor divino– presupone la fe en haberlo recibido: "fe" en el sentido descrito, como luz interior que permite asentir a una verdad –un designio de Amor– que Dios manifiesta personalmente. Veamos ahora algunos textos de san Josemaría. Como es lógico, cuando habla de este tema se refiere concretamente a la llamada al Opus Dei. Su enseñanza tiene, sin embargo, una aplicación más general, no sólo porque puede extenderse a cualquier vocación divina dentro de la Iglesia, sino también porque habla de una vocación de cristianos corrientes, igual a la que reciben la mayor parte de los fieles. Recordemos sintéticamente algo que ya se mencionó en la Parte preliminar. Todo cristiano tiene una vocación divina: ha sido llamado a la santidad por un camino concreto querido por Dios. No sólo "tienen vocación" los sacerdotes y religiosos, sino todos los cristianos. El camino por el que Dios llama a la gran mayoría es el de una entrega total de amor a Dios y a los demás en la vida corriente, sin cambiar de sitio ni de estado, tratando de santificar lo que se está haciendo, ya sea con un espíritu y unos medios determinados, como sucede en el caso de los fieles del Opus Dei, o del modo que cada uno descubra para sí con la luz de Dios. Todos tienen una vocación divina personal y todos pueden descubrirla. El Señor invita a poner los medios: "Buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá" (Mt 7, 7). Él no deja de manifestarse a quienes sinceramente buscan el camino para cumplir su voluntad. Los medios para hallarlo son los normales de la vida cristiana, de los que hablaremos en el capítulo 9º: se resumen en la oración, los sacramentos y la formación cristiana. La vocación divina es un designio eterno de Dios; existe desde antes de que se descubra; es un don concedido desde siempre y para siempre. San Josemaría aplica a la llamada personal de cada uno lo que san Pablo afirma de la llamada de todos a la santidad: Desde la eternidad el Creador nos ha escogido para esta vida de completa entrega: elegit nos in ipso ante mundi constitutionem (Ef 1, 4), nos escogió antes de la creación del mundo 223. Quien cree que está llamado a la santidad (verdad que pertenece a la Revelación pública) y desea sinceramente responder a esa llamada, se encuentra en la mejor posición interior para descubrir el camino concreto por el que Dios le quiere conducir. Porque su buena disposición a acoger la luz de la fe en la Revelación, hace que se encuentre bien preparado para descubrir la luz de su vocación personal específica. Aunque a lo largo de la vida puedan cambiar las circunstancias en las que se va concretando la vocación personal, la disposición incondicional de corresponder a la voluntad de Dios implica que se tenga presente que el núcleo esencial de la llamada es una realidad inmutable. Una vez que se ha descubierto que Dios invita a recorrer un determinado camino de santidad, se puede tener la seguridad de que seguirá ayudando a recorrerlo. Pueden sobrevenir momentos de flaqueza o de prueba en los que la luz de la vocación se perciba muy débilmente e incluso que parezca haberse extinguido. Algo semejante puede suceder también con la fe en la Revelación pública: se oscurece el lumen fidei interior que lleva a asentir a la verdad revelada y el alma queda como en tinieblas. Pero Dios no abandona a quien no se aleja voluntariamente de Él: siempre queda algo de claridad interior, junto con la realidad visible de la fe de la Iglesia que brillará siempre (cfr. Mt 16, 17-18). Análogamente, por lo que se refiere a la vocación personal, Dios tampoco abandona a quien se ha entregado a Él movido por el deseo de responder a su llamada. Dios es fiel y no apaga la luz que ha concedido para que le guíe en el amor. Pero, puesto que pide una respuesta basada en la fe y no en la propia decisión y en las propias fuerzas, quiere que, junto a su Omnipotencia, vaya nuestra flaqueza; junto a su luz, la tiniebla de nuestra pobre naturaleza 224. No es extraño experimentar la propia fragilidad. En estas situaciones, dice san Josemaría, ninguno de nosotros tiene el derecho, pase lo que pase, a dudar de su llamada divina 225. Ya que esa llamada es para siempre, es lógico pensar que Dios concede las gracias convenientes para corresponder a ella en cada momento, a lo largo de toda la vida, y para rectificar, en su caso, las faltas de fidelidad, incluso graves. Él no quiere que el hombre comience a edificar y no alcance a terminar (cfr. Lc 14, 9-30). Por eso sería absurdo, después de una caída, decir: he salido derrotado, luego ¡no tengo vocación! Al contrario, nosotros tenemos que razonar así: porque he sido escogido con esta vocación, venceré, seré humilde y, con la gracia de Dios –que tengo asegurada: ubi autem abundavit delictum, superabundavit gratia (Rm 5, 20), cuanto más abundó el pecado tanto más sobreabundó la gracia–, seré fiel en adelante 226. La decisión de permanecer siempre en el propio camino de santidad, descubierto bajo la luz de Dios después de haberlo buscado con sincera rectitud de intención, es un acto de "fidelidad", virtud que viene de "fides", "fe". Es fidelidad a una luz divina interior; un acto que, en cuanto decisión del sujeto, es del género de la fidelidad a la doctrina revelada. Es un asentimiento de la inteligencia iluminada por Dios y de la voluntad movida por su gracia, como lo es el de la fe. Por eso, refiriéndose a la entrega a Dios como respuesta a una llamada divina, san Josemaría afirma que no es un estado de ánimo, una situación de paso, sino que es –en la intimidad de la conciencia de cada uno– un estado definitivo para buscar la perfección en medio del mundo 227. Es un "estado definitivo" porque es un asentimiento a una llamada eterna, a una luz divina interior que, por su misma naturaleza, reclama esa calificación de "definitivo", análogamente a como la reclama el asentimiento de la fe. Ambos están estrechamente relacionados: uno refuerza al otro; y la debilidad de uno repercute en el otro. La experiencia enseña que la debilidad de la respuesta a la propia vocación específica procede a menudo de una debilidad de la fe, como, a su vez, la debilidad en la fe hace flaquear la fidelidad al propio camino de santificación y apostolado. Quien es fiel a la vocación cristiana recibirá el premio que Jesucristo ha prometido a los que le siguen: "El que persevere hasta el fin, ése será salvo" (Mt 24, 13). San Josemaría suele expresar este vínculo entre perseverancia y salvación con otro binomio, hablando de una fidelidad que es felicidad 228. Si está claro que la salvación eterna es la conquista de la plena y definitiva felicidad, para él no es menos evidente que la perseverancia final se construye con la fidelidad diaria a la vocación cristiana en "cosas pequeñas". Oigamos al Señor, que nos dice: quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho (Lc 16, 10). Que es como si nos recordara: lucha cada instante en esos detalles en apariencia menudos, pero grandes a mis ojos; vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la caridad 229. Las palabras que Jesús dirá a los que recibe en la gloria: "Muy bien, siervo bueno y fiel; puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor" (Mt 25, 21), le parecen a san Josemaría como una fórmula de canonización 230. 2.1.2. Confianza en Dios Otro elemento integrante de la fe es creer lo que Dios revela porque Él lo revela ("credere Deo"). Antes incluso que creer algo, la fe es creer a alguien: "creer a Dios que se ha revelado", "fiarse de Él", "confiar en Él". Y puesto que Él ha revelado que es amor, creer a Dios es "creer a Dios que nos ama" y por tanto y ante todo "creer que Dios nos ama", "confiar en su amor por nosotros". Este aspecto de la fe es presupuesto primordial del amor a Dios. Quien no creyera que Dios le ama, quien no confiara en su amor, no podría amarle. Se comprende que san Juan, después de escribir: "Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene" (1Jn 4, 16), añada: "nosotros amamos, porque Él nos amó primero" (1Jn 4, 19). Un punto de Forja manifiesta vivamente esta relación entre creer a Dios que nos ama y amarle con todo el corazón: Dios me ama... Y el Apóstol Juan escribe: "amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero". –Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?"... –Es la hora de responder: "¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!", añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor! 231 Creer en el amor que Dios nos tiene es también presupuesto de la caridad con los demás y, sobre todo, de su manifestación más propia y adecuada: el apostolado. Sólo puede realizar su misión apostólica con los demás hombres quien cree que Dios los ama y que puede y debe ser instrumento para unirlos con Él. Esta actitud es esencial en la vida cristiana. Recordemos la escena del Evangelio en la que los Apóstoles tratan de curar a un muchacho poseído de un espíritu maligno, sin lograrlo; interviene entonces Jesús, que expulsa al demonio. "Luego se le acercaron a solas los discípulos y le dijeron: ¿Por qué nosotros no hemos podido expulsarlo? Él les respondió: Por vuestra poca fe. Porque os digo que si tuvierais fe como un granito de mostaza, podríais decir a este monte: Trasládate de aquí allá, y se trasladaría, y nada os sería imposible" (Mt 17, 19-20; cfr. Lc 17, 5-6). Junto a otras enseñanzas de este pasaje evangélico hay una elocuente: se necesita fe para ser cauce de los prodigios de su Amor. Con otras palabras, se necesita fe en el Amor de Dios, para obrar como instrumentos suyos en la concesión de dones y gracias a sus hijos. San Josemaría toma ocasión del relato para elevar una petición: "Omnia possibilia sunt credenti" –Todo es posible para el que cree. –Son palabras de Cristo. –¿Qué haces, que no le dices con los apóstoles: "adauge nobis fidem!" –¡auméntame la fe!? 232 a) Confianza de hijos: "omnia in bonum" Cuando la fe está empapada de la filiación divina, se caracteriza por un vivo creer en el amor paternal que Dios nos tiene: una confianza filial, cargada de consecuencias para la caridad. La fe de un hijo de Dios es el presupuesto de un amor filial, de una caridad de hijos. Escribe san Josemaría: Sé que tendréis siempre muy en cuenta aquel omnes enim filii Dei estis per fidem (Ga 3, 26); todos vosotros sois hijos de Dios por la fe. ¡Qué poder el nuestro! Poder de saberse y de ser hijos de Dios 233. San Pablo afirma que somos hijos de Dios "por la fe", en el sentido de que es necesario adherirse a Cristo "por medio de la fe" 234 informada por la caridad para recibir la vida sobrenatural, según las palabras del mismo Apóstol: "que Cristo habite en vuestros corazones por la fe, arraigados y fundamentados en la caridad" (Ef 3, 17) 235. Cristo habita en el cristiano "por la fe", no porque esta presencia suya sea únicamente intencional (como la de lo conocido en quien conoce), sino porque la fe abre las puertas a la presencia de su vida y de su acción en el cristiano. Se comprende entonces la exclamación de san Josemaría que acabamos de citar: "¡Qué poder el nuestro! Poder de saberse y de ser hijos de Dios". Jesús enseña, en efecto, que quien pida "en su nombre", es decir, identificado con Él "por la fe", obtendrá lo que pide: "Si algo pedís al Padre en mi nombre, os lo concederá" (Jn 16, 23). Animado por este espíritu, san Josemaría impulsa a actuar, en la búsqueda de la santidad y en el apostolado, con la audacia de un hijo de Dios que se sabe hijo pequeño: Las grandes audacias son siempre de los niños. –¿Quién pide... la luna? –¿Quién no repara en peligros para conseguir su deseo? "Poned" en un niño "así", mucha gracia de Dios, el deseo de hacer su Voluntad (de Dios), mucho amor a Jesús, toda la ciencia humana que su capacidad le permita adquirir... y tendréis retratado el carácter de los apóstoles de ahora, tal como indudablemente Dios los quiere 236. La confianza filial es una profunda actitud del alma en todas las circunstancias, no sólo en la petición. Un texto de san Pablo lo pone admirablemente de manifiesto: "Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios" (Rm 8, 28). San Josemaría condensaba estas palabras en una jaculatoria: Omnia in bonum! 237, ¡todo es para bien! Quería expresar así la convicción de fe, de que Dios Padre, por el amor omnipotente que tiene a sus hijos, dispone que incluso lo que es un mal, coopere a su bien, si le aman (porque entonces están abiertos a recibir todos sus dones). ¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro?... ¿No ves que lo quiere tu Padre-Dios..., y Él es bueno..., y Él te ama –¡a ti solo!– más que todas las madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos? 238 La confianza filial en el amor paterno de Dios, da un tono característico a la vida cristiana: un enfoque positivo en toda circunstancia, un talante sereno y alegre a la vez que esforzado, porque se trata de una confianza que lucha para poner los medios a su alcance: Hijos míos, adelante con alegría, con esfuerzo: ninguna cosa nos parará en el mundo, mientras sirvamos al Señor, porque todo es bueno para los que aman a Dios: diligentibus Deum, omnia cooperantur in bonum (Rm 8, 28). En la vida todo se puede arreglar menos la muerte, y para nosotros la muerte es vida 239. b) Fidelidad al amor de Dios La confianza en Dios hace seguro el amor, porque confiar es apoyarse y descansar en la fidelidad de Dios al amor a sus hijos. "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Dios es fiel a su amor, y el cristiano sabe que nada, de por sí, puede impedir amarle. "¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada? (...) En todas estas cosas vencemos con facilidad gracias a aquél que nos amó" (Rm 8, 35.37). Ni siquiera el escándalo de personas que tendrían que dar testimonio de fe y no lo dan puede enfriar la caridad de un cristiano que asienta su fe en la autoridad de Dios que se revela en Cristo, no en la conducta de los hombres. ¡Creo per Dominum nostrum Iesum Christum!: por la autoridad de Dios que revela, por Nuestro Señor Jesucristo, y en la forma que enseña la Iglesia. Y basta. Prefiero que todo el mundo se porte bien; si no lo hacen así, lo siento mucho, pero no me remueven la fe. De modo que cuando os hablo de esta manera, lo hago con la intención de fortalecer vuestra fe, por si veis cosas que no van. Tened fe per Dominum nostrum Iesum Christum: por Nuestro Señor Jesucristo 240. "Creer a Dios que nos ama", condición básica para amarle, es una convicción de fe: una convicción ante todo de la "cabeza", del entendimiento. También por esto la correspondencia al amor de Dios por el camino de la propia vocación se llama "fidelidad". Ciertamente la fidelidad es un acto de amor a Dios, pero no es solamente una decisión de la voluntad (en la que reside la caridad), sino también un acto del entendimiento, porque implica creer a Dios. La decisión de serle fieles presupone creer en el amor que nos tiene, y confiar que ese amor se manifiesta concretamente en la vocación específica a la santidad con la que llama a cada uno. San Josemaría lo destaca sobre todo cuando se refiere a momentos de tentación en los que la fidelidad es puesta a prueba precisamente por la ceguera respecto al contenido de la Revelación o al camino personal de santidad. En esa coyuntura, escribe, se trata de vivir de fe; de hacer nuestra fe más teologal, menos dependiente en su ejercicio de otras razones que no sean Dios mismo. Como alguien, que tiene poca ciencia, está más seguro de lo que oye a otro que posee muchísima ciencia, que de lo que a él mismo le parece según su propio entendimiento; así mucho más seguro está el hombre de lo que ha dicho Dios, que no puede engañarse, que de lo que ve con su propia razón, que puede equivocarse (S. Thomas, S.Th. II-II, q. 4, a. 8 ad 2) (...). Si el alma se deja llevar, si obedece, si acepta la purificación con entereza, si vive de la fe, verá con una luz insospechada, ante la que después pensará asombrado que antes ha sido ciego de nacimiento. Y volviendo Jesús a hablar al pueblo, dijo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8, 12) 241. Resulta patente en estas líneas que los períodos de ceguera pueden llevar a un crecimiento de la confianza puesta en Dios. Si uno "trata de vivir de fe" y procura "hacer su fe menos dependiente de otras razones que no sean Dios mismo", Él le aumentará esta virtud, tomando como ocasión esas pruebas en las que el hombre experimenta su insuficiencia. San Josemaría acude a los pasajes del Evangelio que muestran la "poca fe" (Mt 8, 26; 14, 31; 16, 8; etc.) de los discípulos y la necesidad de acrecentarla. ¡Con qué humildad y con qué sencillez cuentan los evangelistas hechos que ponen de manifiesto la fe floja y vacilante de los Apóstoles! –Para que tú y yo no perdamos la esperanza de llegar a tener la fe inconmovible y recia que luego tuvieron aquellos primeros 242. 2.1.3. "Visión de fe", "visión sobrenatural" Hemos hablado de dos aspectos de la fe que son necesarios para la caridad. Nos queda el tercero, porque la caridad, además de presuponer la fe en lo que Dios ha revelado y creerlo porque es Él quien lo ha revelado, exige también tomar esa verdad como guía para dirigir toda la conducta hacia Dios (credere in Deum). La Epístola a los Hebreos menciona ejemplos grandiosos de la historia de la salvación: Abel, Abrahán, Moisés... 243. Es la dimensión de la fe a la que se refiere Camino: Fe. –Da pena ver de qué abundante manera la tienen en su boca muchos cristianos, y con qué poca abundancia la ponen en sus obras. –No parece sino que es virtud para predicarla, y no para practicarla 244. San Pablo alude a este aspecto de la fe con la expresión "obediencia de la fe" (Rm 1, 5; 16, 26; cfr. 1P 1, 22). El término "obediencia" se entiende aquí como sometimiento de toda la conducta a la Palabra de Dios, o sea, como orientación de toda la vida según la voluntad de Dios. San Josemaría habla muchas veces de "vida de fe" precisamente en este sentido: una fe que guía la vida. Ya hemos señalado antes varios textos de la homilía que lleva ese título. Más específicamente se refiere a esta dimensión de la fe con expresiones como "visión sobrenatural", "visión de fe" y "visión cristiana" 245, mediante las cuales invita a ver la realidad desde la perspectiva de la fe para enderezar todo hacia Dios. No se contenta con un punto de vista simplemente humano, porque sería una visión plana, pegada a la tierra, de dos dimensiones 246. Quiere que se capte la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen 247. Anima a adoptar la perspectiva que corresponde a la elevación sobrenatural: el enfoque de los hijos que consideran todo con la lógica de Dios 248, la lógica de la fe. La caridad presupone una visión sobrenatural que se proyecte sobre la conducta entera, haciendo ver la necesidad de una entrega total. El amor a Dios reclama gobernarse por la misma lógica que llevó a los Apóstoles a dejar todas las cosas para seguir a Cristo (cfr. Mt 4, 18-21; Lc 5, 11), que movió al ciego a tirar la capa para correr al encuentro de Jesús (cfr. Mc 10, 50), que condujo a Zaqueo a cambiar el rumbo de su vida (cfr. Lc 19, 8). Esta "lógica divina" contrasta con la "lógica humana" del joven rico que rehusó la invitación de Jesús "porque tenía muchas posesiones" (Mt 19, 22). La lógica de Dios late en las parábolas del Reino de los Cielos, de la perla preciosa y del tesoro escondido que quien lo encuentra vende cuanto tiene para adquirir ese bien (cfr. Mt 13, 44-46). Hace ver que lo importante es el amor, de modo que nos damos cuenta de que el valor sobrenatural de nuestra vida no depende de que sean realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la imaginación, sino de la aceptación fiel de la voluntad divina, de la disposición generosa en el menudo sacrificio diario 249. El contraste entre la "visión sobrenatural" y la "visión humana" se hace patente sobre todo en la actitud ante "el mensaje de la Cruz, necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan (...) fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1Co 1, 18.24). La fe viva muestra que el camino del amor pasa por el sacrificio. Ésta es la fe necesaria para amar sin límites, como Cristo y en unión con Él, cumpliendo cada uno la misión inherente a la vocación que ha recibido. La lógica de la fe guía al cristiano por el camino de su vocación divina personal. Si la luz interior de la vocación le ha revelado un designio del Amor de Dios, la respuesta no puede ser un asentimiento frío: ha de estar inflamada por el amor divino. Y la fidelidad a esa llamada ha de ser la permanencia de esa respuesta de amor. La entrega de cada uno de nosotros fue don de sí mismo, generoso y desprendido; porque conservamos esa entrega, la fidelidad es una donación continuada: un amor, una liberalidad, un desasimiento que perdura, y no simple resultado de la inercia 250. San Josemaría repetía muchas veces que vale la pena ser fieles a la propia vocación divina, perseverar en la respuesta de amor a la llamada recibida de Dios. Vale la pena darse del todo, entregar la propia vida en servicio del Señor 251. 2.2. Vida de esperanza Dios quiere que sus hijos sean felices al amarle, y les infunde la esperanza de alcanzar ese amor que comienza a saciar el deseo de felicidad ya en esta tierra y lo colmará plenamente en el Cielo: "Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman" (1Co 2, 9). La esperanza es una virtud que responde al anhelo de bienaventuranza puesto por Dios en el corazón de todo hombre. Comúnmente se define como la virtud teologal por la que aspiramos a la vida eterna como felicidad nuestra 252. De ahí que sea presupuesto de la caridad, pues quien no esperase que el amor a Dios lo hará feliz, no podría amarle. Y al revés, cuanto mayor sea la esperanza de que la felicidad se encuentra en el amor a Dios, más fuerte será el impulso a amarle. Es difícil exagerar la importancia de la esperanza en la vida cristiana. Sin embargo, cuando las obras de Teología espiritual hablan de las virtudes teologales, no es raro que la releguen a segundo plano, centrando la atención en la fe y en la caridad 253. Los motivos son de diversa índole y no vamos a detenernos en ellos. Queremos señalar únicamente que no sucede así en las enseñanzas de san Josemaría. Basta leer la homilía La esperanza del cristiano 254 para hacerse cargo del lugar preeminente que reconoce a esta virtud, un lugar distinto pero no subalterno al de la fe. Fe y esperanza aparecen como presupuestos de la caridad y son –cuando la caridad las informa– como los raíles paralelos que conducen al cristiano hacia la meta de su existencia: la gloria de Dios y la propia perfección; el conocimiento amoroso de la Santísima Trinidad y la propia felicidad en la unión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La esperanza presupone la fe, y da derecho al amor 255. Con estas palabras resume san Josemaría la relación de la esperanza con las otras virtudes teologales: – "la esperanza presupone la fe" porque "la fe es fundamento de las cosas que se esperan" (Hb 11, 1). La fe reside en el entendimiento y tiene por objeto a Dios en cuanto nos revela la verdad; bajo la luz de la fe, la esperanza, que reside en la voluntad 256, tiene por objeto a Dios en cuanto principio de todo bien y fuente de nuestra plena felicidad; – "la esperanza da derecho al amor" porque el cristiano se dispone a recibir el amor que derrama el Espíritu Santo en su corazón en la medida en que lo busca poniendo su deseo de felicidad en la unión con Dios 257. A la vez, la caridad vivifica la esperanza haciendo que el cristiano espere ser feliz no por una especie de egoísmo sino por amor a Dios: porque Él lo quiere. Tal es la articulación de las tres virtudes teologales en esta tierra. "Justificados por la fe (...) nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de Dios (...); esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rm 5, 1.2.5). En el Cielo, en cambio, la caridad no necesitará de la fe ni de la esperanza; no habrá fe sino visión amorosa cara a cara, ni habrá esperanza sino posesión de la plena felicidad. El sentido de la filiación divina es fundamento de la esperanza. La seguridad de sentirme –de saberme– hijo de Dios me llena de verdadera esperanza 258, atestigua san Josemaría. Sentirse hijos de Dios, saber que "Cristo vive en mí" (Ga 2, 20) y que, por tanto, estamos llamados a "sentarnos con Cristo en el Cielo" (Ef 2, 6), es fuente de esperanza: "Cristo está en vosotros y es la esperanza de la gloria" (Col 1, 27), escribe san Pablo. Sabernos amados por Dios como hijos suyos conduce a la gozosa convicción de que Él quiere nuestra felicidad. Implica verse a uno mismo y a los demás como herederos del Cielo y de todos los bienes creados para la felicidad nuestra, una vez purificados del pecado (cfr. Rm 8, 16-17; Sal 2, 8). La filiación divina llena de esperanza nuestra lucha interior y nuestras tareas apostólicas 259. Junto a las razones teológicas de carácter general que justifican el realce de la esperanza en la vida cristiana, hay también un motivo intrínseco al espíritu que predica san Josemaría. La santificación en medio del mundo necesita especialmente de la esperanza teologal para que el deseo de felicidad plena esté fijo en la unión con Dios, no en la posesión de los bienes creados que ofrecen el atractivo de satisfacciones humanas; y también la necesita para no abandonar las actividades que se han de santificar cuando no ofrecen complacencia alguna. Tanto si son gratificantes como si resultan duras y penosas; tanto si satisfacen y tienden a polarizar las aspiraciones del corazón como si provocan tedio o disgusto, la esperanza teologal inclina a buscar en esas actividades la unión con Dios, en quien se encuentra la propia felicidad, permitiendo amar al mundo sin ser mundanos. La esperanza protege el ideal de santificar las realidades seculares del peligro del secularismo al que el cristiano corriente está expuesto. De ahí su relieve en la doctrina espiritual de san Josemaría. Veremos a continuación el papel de esta virtud como presupuesto de la caridad en su triple aspecto: amor a Dios, a los demás y a uno mismo por Dios. Conviene recordar que aquí nos limitamos a tratar de la vida del cristiano que está en gracia de Dios, por lo que consideramos únicamente el papel de la esperanza informada por la caridad, sin ocuparnos de la esperanza informe (sin caridad). 2.2.1. La esperanza de ser santos La esperanza de que la felicidad plena se encuentra en la unión con Dios en el Cielo, "conduce a la caridad, pues el esperar ser premiados por Dios nos mueve a amarle" 260. No podríamos amar a Dios si no esperásemos que ese amor nos hará felices. San Josemaría transmite esta verdad cuando predica que la esperanza en Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón 261. La esperanza alimenta el amor a Dios sin quitarle pureza. De ahí el consejo: Hazlo todo con desinterés, por puro Amor, como si no hubiera premio ni castigo. –Pero fomenta en tu corazón la gloriosa esperanza del cielo 262. Junto a la esperanza en la vida eterna, hay que considerar que ese Dios, que será todo para nosotros, ya nos hace participar de su bondad aquí en la tierra 263. Por la gracia y la caridad el cristiano posee ya una incoación de la gloria, de modo que puede gozar en la vida presente de un inicio del amor a Dios y de la felicidad del Cielo. La esperanza sobrenatural no menosprecia ese anticipo sino que lo gusta como una semilla de eternidad. No desea sólo la felicidad futura en la gloria, sino también la felicidad presente ya ahora en la unión con Dios por la gracia. Tanto es así que la esperanza no renuncia en ninguna circunstancia a la felicidad de la unión con Dios, incluidas las situaciones de dolor. El cristiano que vive de esperanza no permite que los sufrimientos de esta vida se traduzcan en desdicha, sino que gusta en esas vicisitudes de la felicidad en la Cruz 264. La esperanza de felicidad en Dios sostiene la caridad cuando ésta requiere sacrificio, cuando se insinúa quizá la tentación de desviar el deseo de felicidad plena hacia algún bien creado. A la hora de la tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad 265. El hombre esperanzado dice con san Agustín: "Nos has creado, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no repose en Ti" 266. Y en consecuencia se dice a sí mismo: cuanto más ame a Dios, sin rehusar el sacrificio, más feliz seré, ya ahora en la tierra. San Josemaría afirma claramente la superioridad del amor a Dios sobre la esperanza, pero anima a buscar la felicidad precisamente por amor: porque Dios quiere –lo repetimos– que seamos felices al amarle. Sale al paso de una visión deformada de la vida cristiana como un caminar penoso, que se hace soportable sólo por el pensamiento de que al final aguarda el Cielo. Dice con frase rotunda: Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra 267. Es éste uno de los rasgos luminosos de su enseñanza 268. No niega, lógicamente, que la felicidad terrena sea relativa, porque aún no vemos a Dios cara a cara y el amor va acompañado del dolor: la vida presente es como un peregrinar por un valle de lágrimas 269. Pero las lágrimas de un hijo de Dios pueden ser siempre de amor, de reparación por los pecados, de purificación y de súplica a nuestro Padre Dios 270: lágrimas de obediencia amorosa a la voluntad divina, como las de Cristo (cfr. Hb 5, 7), que dejan en el alma el consuelo de Dios. "Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados" (Mt 5, 4). Si a veces no se da gran importancia a la aspiración a la felicidad en la vida cristiana, quizá sea por temor a dar pie al egoísmo y a empañar la pureza del amor a Dios 271. Sin embargo, el anhelo de felicidad que caracteriza la esperanza tiene justamente el efecto contrario: "el impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad" 272. Con una esperanza débil, la caridad se vería escasa de alegría. Y puesto que la caridad ha de informar las virtudes morales, se correría el riesgo de conducir a una vida de caras largas 273, que no refleja la imagen de Cristo. De lejos viene el empeño diabólico de los enemigos de Cristo, que no se cansan de murmurar que la gente entregada a Dios es de la "encapotada". Y, desgraciadamente, algunos de los que quieren ser "buenos" les hacen eco, con sus "virtudes tristes". –Te damos gracias, Señor, porque has querido contar con nuestras vidas, dichosamente alegres, para borrar esa falsa caricatura 274. Los hijos de Dios han de vivir "alegres en la esperanza" (Rm 12, 12), con la inefable alegría de la esperanza teologal 275. La vida cristiana tiene ese tono inconfundible. Su esencia es la caridad, y la caridad contiene, por así decir, la esperanza de encontrarse con el amor de Dios. Es vida dichosa de amar su Voluntad 276, porque en ese amor está la felicidad, y la esperanza la desea: Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado 277. Decíamos antes que la esperanza lleva a desear no sólo la felicidad futura en la gloria, sino también la felicidad en la unión con Dios por la gracia en la vida presente. Unión que san Josemaría enseña a buscar en las actividades temporales. Por eso mismo la esperanza no lleva a desentenderse de ellas. Ciertamente, su objeto no es la felicidad por la posesión de bienes temporales sino por la unión con Dios, pero a Dios se le puede encontrar al llevar a cabo las actividades que ordenan esos bienes a su gloria. La esperanza es virtud "teologal", pero no desencarnada. La esperanza no me separa de las cosas de esta tierra, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo, cristiano, que trata de descubrir en todo la relación de la naturaleza, caída, con Dios Creador y con Dios Redentor 278. Si es posible la unión con Dios en los quehaceres seculares, entonces se puede encontrar también un inicio de auténtica felicidad al realizarlos, cuando se desempeñan por amor a Dios y a los demás. Por eso la esperanza teologal impulsa a cumplir los propios deberes por amor. Pero aún hay más. Así como la esperanza del Cielo incluye, con la visión de Dios, la posesión de los bienes creados –los "cielos nuevos y la tierra nueva en los que habita la justicia" (2P 3, 13; cfr. Ap 21, 1 ss.)–, así la esperanza de felicidad en la unión con Dios por la gracia incluye un inicio de la posesión de los bienes de esta tierra (cfr. 1Co 3, 22-23). "Poseer" esos bienes no significa disponer de todos ellos en el plano humano, sino ordenarlos a Dios: realizar la propia actividad según su voluntad y ofrecerla al Padre en unión con Cristo por el Espíritu Santo. La esperanza, escribe un autor reflexionando sobre la enseñanza de san Josemaría, lleva a valorar "el peso de eternidad con el que se puede dotar a cada instante. No sólo el momento presente debe estar abierto al futuro, sino sobre todo debe estar abierto a lo eterno. Sólo se llega a la plena valoración del presente, en la medida que sabemos abrirlo desde dentro, con un trabajo bien hecho y con rectitud de intención, hacia lo que trasciende lo temporal, hacia lo que, por ser ofrecido a Dios, adquiere por ello dimensión eterna" 279. Jesucristo ha prometido que "no hay nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, que no reciba en este mundo cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna" (Mc 10, 29-30). Quien sigue radicalmente a Cristo, poseerá no sólo los bienes divinos sino también todos los bienes humanos por el mismo hecho de ordenarlos a Él, para quien han sido creadas todas las cosas (cfr. Col 1, 16). En cambio, si la felicidad no se pone en Dios sino en los bienes temporales (el éxito, el placer, las riquezas...), la esperanza se corrompe y no hay caridad, porque se aman esos bienes más que a Dios. Es la actitud del personaje de la parábola que se decía a sí mismo: "Ya tienes muchos bienes almacenados para muchos años. Descansa, come, bebe, pásalo bien. Pero Dios le dijo: Insensato, esta misma noche te reclamarán el alma; lo que has preparado, ¿para quién será?" (Lc 12, 19-20). O la actitud rebatida en el Apocalipsis: "Porque dices: "Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad", y no sabes que eres un desdichado y miserable, pobre, ciego y desnudo" (Ap 3, 17). San Josemaría, sin menoscabo de su visión sumamente positiva de los bienes creados, rechaza enérgicamente una esperanza "secularizada" que pretenda saciar con esos bienes el deseo de felicidad. Por desgracia, algunos, con una visión digna pero chata, con ideales exclusivamente caducos y fugaces, olvidan que los anhelos del cristiano se han de orientar hacia cumbres más elevadas: infinitas. Nos interesa el Amor mismo de Dios, gozarlo plenamente, con un gozo sin fin. Hemos comprobado, de tantas maneras, que lo de aquí abajo pasará para todos, cuando este mundo acabe: y ya antes, para cada uno, con la muerte, porque no acompañan las riquezas ni los honores al sepulcro. Por eso, con las alas de la esperanza, que anima a nuestros corazones a levantarse hasta Dios, hemos aprendido a rezar: in te Domine speravi, non confundar in aeternum (Sal 30, 2), espero en Ti, Señor, para que me dirijas con tus manos ahora y en todo momento, por los siglos de los siglos 280. La falta de amor a Dios puede tener su origen práctico en un cierto déficit de esperanza: se anhela poco la felicidad de la unión con Él y se pone el corazón en las criaturas olvidando que sólo Dios es la fuente de todo bien: "¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?" (Mt 16, 26). San Josemaría invita a oponerse con decisión a este tipo de tentaciones. Déjate de construir castillos con la fantasía, decídete a abrir tu alma a Dios, pues exclusivamente en el Señor hallarás fundamento real para tu esperanza 281. 2.2.2. La esperanza de dar fruto Para considerar este punto es necesario tener presente, en primer lugar, que la unión con Dios sólo se da en comunión con los demás y por eso pertenece a la esperanza el querer gozar de la unión con Dios junto con ellos. La felicidad de los miembros del Cuerpo místico no se da aisladamente: "si un miembro padece, todos los miembros padecen con él; y si un miembro es honrado, todos los miembros se gozan con él. Vosotros sois cuerpo de Cristo, y cada uno un miembro de él" (1Co 12, 26-27). El objeto de la esperanza no es, pues, la felicidad de una "santidad individualista", sino la felicidad de una santidad en unión con todo el Cuerpo místico, "siendo un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como habéis sido llamados a una sola esperanza, la de vuestra vocación" (Ef 4, 4). En segundo lugar hay que tener presente que cada miembro del Cuerpo místico de Cristo es instrumento para la unión de otros con Él, unión en la que encuentran la felicidad; y esa felicidad de los demás es parte integrante de la propia. De ahí que la esperanza sea también un deseo de dar frutos de vida cristiana en otros, frutos apostólicos: un deseo de ser instrumentos de Dios para que otros sean santos y felices con nosotros en la unión con Él. Se comprende así que la esperanza es presupuesto de la caridad con el prójimo porque, al poner la felicidad en la unión con Dios, impulsa con esa fuerza a lo que es propio de la caridad: a querer el mayor bien para los demás, que estén unidos a Dios en quien se encuentra su pleno gozo. El que tiene la felicidad, el bien, procura darlo a los demás 282. El cristiano ha de luchar por la felicidad eterna y el bienestar de los demás 283. La virtud de la esperanza le lleva precisamente a buscar que los demás sean felices amando a Dios. La esperanza es presupuesto de la caridad con el prójimo porque no podríamos querer que otros amen a Dios –como la caridad pide– si no esperásemos que ese amor les hará felices. La esperanza teologal no lleva sólo al apostolado sino al proselitismo cristiano, del que ya hemos hablado 284 es decir, a procurar que otros sigan a Cristo por la misma senda por la que uno mismo le ha encontrado y en la que ha experimentado un anticipo de la felicidad del Cielo. Es elocuente en este sentido el primer punto del capítulo "Proselitismo" de Camino: ¿No gritaríais de buena gana a la juventud que bulle alrededor vuestro: ¡locos!, dejad esas cosas mundanas que achican el corazón... y muchas veces lo envilecen..., dejad eso y venid con nosotros tras el Amor? 285 San Josemaría se refiere al proselitismo en general, el que puede hacer cualquier cristiano que sea feliz en el camino de santificación que ha encontrado. Las siguientes palabras de su predicación oral lo reflejan puntualmente: ¡Cómo me duele que un sacerdote o un religioso no busque vocaciones para el seminario diocesano o para su noviciado! Casi siempre es señal de que ellos mismos no están contentos de su vocación, de que no son felices, o incluso de que se sienten unos desgraciados. En cambio, cuando se ama esa predilección de Dios, que nos invita a colaborar con El, a corredimir, entonces (...) se tiene, no deseo, ¡hambre de pegar esa locura a otros! Es algo que viene solo, como el latir del corazón. (...) Los que no son proselitistas me dan la impresión de que son unos fracasados. Porque el bien, de suyo, es difusivo. Si yo gozo de un beneficio, necesariamente tendré deseos eficaces de que otros vengan a participar de esa misma felicidad 286. "La esperanza cristiana –escribe José Luis Illanes a propósito de la enseñanza de san Josemaría– remite primariamente al reino de los cielos y a un triunfo de Cristo que se manifestarán con plenitud al final de los tiempos, más allá de la historia, pero dice referencia también a la historia presente, ya que los frutos de la Cruz se anticipan en el hoy de nuestras vidas" 287. Así como la felicidad del Cielo está en la visión de Dios en unión con todos los santos, de modo que cada uno es también cauce del amor de Dios a los demás –es un don para ellos–, así también el anticipo de esa felicidad en la tierra está en amar a Dios y en que los demás le amen en la vida presente, siendo uno mismo mediador ("en Cristo") para que se unan a Dios. "Yo os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca" (Jn 15, 16), dice el Señor. Dar fruto apostólico forma parte de la propia felicidad en Dios, y es por tanto objeto de la virtud teologal de la esperanza. Mediante la comparación de las faenas del campo, el Señor hace ver que la fecundidad apostólica es motivo de felicidad, y por eso objeto de la esperanza y presupuesto de la caridad. El sembrador espera recoger el fruto de lo que siembra y se goza viendo crecer la semilla: "¿No decís vosotros que después de cuatro meses viene la siega? Pues yo os digo: Levantad vuestros ojos y mirad los campos que están dorados para la siega; el segador recibe ya su jornal y recoge el fruto de cara a la vida eterna" (Jn 4, 35-36). "En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto" (Jn 15, 8). Jesús alienta a querer dar fruto para glorificar a Dios. No tendría sentido dejar de aspirar a la fecundidad apostólica por miedo a que la satisfacción empañe la rectitud de intención. Dios mismo purifica a quien da fruto, precisamente para que sea más eficaz: "A todo el que da fruto mi Padre lo poda para que dé más fruto" (Jn 15, 2). La purificación consiste en "morir a nosotros mismos", al amor propio desordenado, y ahí está la condición de fecundidad: "Si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto" (Jn 12, 24). Tan importante es para el amor a Dios el deseo de dar fruto, que san Josemaría comienza Camino tratando de suscitar esa aspiración: Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. –Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón 288. Para comprender bien estas palabras hay que tener presente que los criterios humanos no sirven para valorar o calcular los frutos apostólicos. Dios permite a veces que un cristiano no recoja el fruto de su labor y prevé que lo cosechen otros; y cuando dispone que sí lo obtenga, quiere que reconozca lo que otros han sembrado antes. "Pues en esto es verdadero el refrán de que uno es el que siembra y otro el que siega. Yo os envié a segar lo que vosotros no habéis trabajado; otros trabajaron y vosotros os habéis aprovechado de su esfuerzo" (Jn 4, 37-38). En la tarea evangelizadora, los hijos de Dios han de ser siempre conscientes de que participan del único sacerdocio de Cristo y que son instrumentos de su gracia 289. En todo caso, la esperanza apostólica no debe flaquear, si en alguna ocasión no se ven los frutos. Es esperanza de felicidad nuestra y de los demás en Dios, no de la satisfacción de alcanzar resultados tangibles. San Josemaría exhorta a perseverar con empeño, aun cuando el fruto tarde en llegar: Trabajad, llenos de esperanza: plantad, regad, confiando en el que da el incremento, Dios (cfr. 1Co 3, 7). Y, cuando el desaliento venga, si esta tentación permitiera el Señor; ante los hechos aparentemente adversos; al considerar, en algunos casos, la ineficacia de vuestros trabajos apostólicos de formación; si alguien, como a Tobías padre, os preguntara: ubi est spes tua?, ¿dónde está tu esperanza?..., alzando vuestros ojos sobre la miseria de esta vida, que no es vuestro fin, decidle con aquel varón del Antiguo Testamento, fuerte y esperanzado quoniam memor fuit Domini in toto corde suo (Tb 1, 13), porque siempre se acordó del Señor y le amó con todo su corazón: filii sanctorum sumus, et vitam illam expectamus, quam Deus daturus est his, qui fidem suam nunquam mutant ab eo; somos hijos de santos, y esperamos aquella vida que Dios ha de dar a quienes nunca abandonaron su fe en Él (Tb 2, 18) 290. Parte importante del fruto al que ha de aspirar un fiel corriente en medio del mundo, es configurar la sociedad de acuerdo con la dignidad humana, infundiéndole espíritu cristiano. La virtud de la esperanza se refiere también a este fruto. Presupone la convicción –que forma parte de la fe– de que esa configuración contribuye a la felicidad temporal de los hombres y les ayuda a alcanzar la eterna. Si el cristiano no estuviera convencido de que una vida social en la que se promueven los bienes de la persona y de la familia de acuerdo con el orden moral natural favorece estos fines, no podría tener esperanza de alcanzarlos y le faltaría la fuerza moral indispensable para buscar esos bienes tal como reclama la caridad. Por el contrario, cuando tenemos esa convicción, la esperanza nos vuelve poderosos 291: proporciona la fuerza de espíritu necesaria para acometer las metas altas que presenta la fe y que pide el amor. Con otras palabras, un cristiano ha de querer que la sociedad esté empapada por el espíritu de Cristo 292; y lo querrá, como ejercicio de la caridad, si sabe, con la certeza de la fe, que únicamente una sociedad así es digna del hombre; y si aspira, con la fuerza de la esperanza, a esas condiciones de vida que Dios quiere y que en sí mismas contribuyen a la felicidad de todos. No nos ha creado el Señor para construir aquí una Ciudad definitiva (...). Sin embargo, los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes. (...) De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano 293. Tarea propia de los hijos de Dios, que han recibido el mundo en "herencia" (cfr. Sal 2, 7-8; Rm 8, 17), es liberar la creación "de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad de la gloria de los hijos de Dios" (Rm 8, 21). La esperanza lleva a emprender esta tarea con un optimismo realista que, sin ignorar la presencia del mal, no se abate al constatarla porque está apoyado en la visión sobrenatural de la fe. El Señor –repito– nos ha dado el mundo por heredad. Y hemos de tener el alma y la inteligencia despiertas; hemos de ser realistas, sin derrotismos. Sólo una conciencia cauterizada, sólo la insensibilidad producida por la rutina, sólo el atolondramiento frívolo pueden permitir que se contemple el mundo sin ver el mal, la ofensa a Dios, el daño en ocasiones irreparable para las almas. Hemos de ser optimistas, pero con un optimismo que nace de la fe en el poder de Dios –Dios no pierde batallas–, con un optimismo que no procede de la satisfacción humana, de una complacencia necia y presuntuosa 294. Rogando al Señor que nos otorgue una esperanza cada día más grande, poseeremos la alegría contagiosa de los que se saben hijos de Dios: si Dios está con nosotros, ¿quién nos podrá derrotar? (Rm 8, 31). Optimismo, por lo tanto. Movidos por la fuerza de la esperanza, lucharemos para borrar la mancha viscosa que extienden los sembradores del odio, y redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a Él 295. Las décadas del siglo xx que vivió san Josemaría sufrieron el intento, por parte de diversas ideologías materialistas, de edificar una sociedad sin Dios, en la que el deseo de felicidad debería quedar saciado por unas excelentes condiciones materiales de vida, por el progreso técnico y científico y las conquistas sociales. Metas humanamente positivas en sí mismas –al menos muchas de ellas– pero insuficientes al proponerse a la colectividad como horizonte supremo de la esperanza. Son, en este caso, "falsificaciones de la esperanza", que en lugar de ennoblecer al hombre lo rebajan. Si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morada eterna y el fin para el que hemos sido creados –amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo–, los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas (...). Quizá no exista nada más trágico en la vida de los hombres que los engaños padecidos por la corrupción o por la falsificación de la esperanza, presentada con una perspectiva que no tiene como objeto el Amor que sacia sin saciar 296. Se comprende que la experiencia del mal en la sociedad pueda debilitar la esperanza de transformarla. Pero pensar que el reinado de Cristo en el mundo es una utopía irrealizable porque no hay "esperanza humana" de lograrlo, es exponerse a perder la fuerza de la esperanza teologal. La Escritura resalta el ejemplo de Abrahán que, en medio de las pruebas, supo esperar con esperanza teologal cuando no quedaba lugar para la esperanza humana: "contra spem in spem" (Rm 4, 18 [Vg]). Comentando estas palabras, san Josemaría exhorta: vive de esperanza segura, contra toda esperanza. Apóyate en esta roca firme que te salvará y empujará 297. Animaba, además, a no ver sólo las sombras en la situación de la sociedad o en las personas singulares, sino a reconocer lo que hay de positivo, con todo su "peso". Esa visión optimista, esperanzada, es impulso para poner en práctica la enseñanza del Apóstol: "No te dejes vencer por el mal, sino vence el mal con el bien" (Rm 12, 21). Pensando en la siembra de espíritu cristiano en la sociedad que realizarían sus hijos en el Opus Dei a lo largo de los tiempos, al santificar las más diversas tareas profesionales, escribía: Ayudaremos eficazmente a crear un clima de entendimiento mutuo, de convivencia, con una visión amplia y universal, que ahogue en caridad todos los odios y rencores: sin lucha de clases, sin nacionalismos, sin discriminaciones. Soñad, y os quedaréis cortos 298. Este "soñad y os quedaréis cortos", "tenía sólido anclaje en la realidad; no era un sueño utópico, sino un ideal lleno de fe y esperanza que se hace diariamente en el tiempo y en la realidad concreta" 299. 2.2.3. Seguridad de la esperanza El cristiano ha de amarse a sí mismo como Dios le ama, según vimos al tratar de la caridad. Pero no podría amarse de este modo si, además de poner el deseo de felicidad en lo que Dios quiere para él –en ser santo y en dar fruto de santidad–, no esperase también que es realmente posible alcanzarlo, fundado en que Él mismo le da los medios convenientes para lograrlo y en que no deja de amarle a causa de sus miserias, siempre que luche para superarlas empleando esos medios 300. Veamos estos aspectos. La esperanza cristiana no es sólo el deseo de un bonum futurum, independientemente de que sea posible o no alcanzarlo. El bien a que aspira –la felicidad de la unión con Dios en el Cielo y su anticipo en la tierra, para uno mismo y para los demás– es un bonum possibile 301, un bien que se puede conquistar con la ayuda de Dios, que nos da los medios necesarios 302. Si se estimara imposible de conseguir, no habría esperanza, y tampoco habría caridad, pues se dejaría de amar a Dios al pensar que la unión con Él es utópica. Y lo sería realmente si el cristiano contara sólo con sus fuerzas. De ahí que también sea objeto de la esperanza que Dios dará siempre su gracia para ser santos y dar fruto 303. No podemos abandonar nunca la confianza de llegar a ser santos, de aceptar las invitaciones de Dios, de ser perseverantes hasta el final. Dios, que ha empezado en nosotros la obra de la santificación, la llevará a cabo (cfr. Flp 1, 6). Porque si el Señor está por nosotros, ¿quién contra nosotros? Él, que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo, después de habernos dado a su Hijo, dejará de darnos cualquier otra cosa? (Rm 8, 31-32) 304. Prueba de que contamos con la ayuda de Dios es la misma entrega de su Hijo; y lo es también la realidad de los medios de santificación y apostolado que Cristo ha dejado a su Iglesia para hacer llegar a todos los hombres su mediación sacerdotal: los sacramentos, la predicación auténtica del Evangelio, la guía pastoral. Lo que es objeto de esperanza no es el reconocimiento de la existencia de esos medios en general (esto pertenece a la fe), sino el poder disponer de ellos. La esperanza aspira a un "bien posible": un bien que puede alcanzar quien pone los medios. No es un deseo que apenas influye en la vida, como el sueño vago de quien ha comprado un billete de lotería y "espera" que le toque un premio: sabe que es "posible" pero muy poco probable, y no hace nada para conseguirlo. La firme esperanza en nuestra santificación personal es un don de Dios; pero el hombre no puede permanecer pasivo 305. No es virtud la de quienes limitan la esperanza a una ilusión, a un ensueño utópico, al simple consuelo ante las congojas de una vida difícil. La esperanza –¡falsa esperanza!– se muda para éstos en una frívola veleidad, que a nada conduce 306. Limitarse a "esperar" de Dios la felicidad que quiere darnos, sin poner los medios que Él mismo nos ofrece para alcanzar la santidad y para dar fruto, sería confundir la esperanza con la comodidad 307. La esperanza cristiana implica una seguridad condicionada: obtendremos el premio si correspondemos, con la ayuda de Dios, a las gracias que Él mismo nos concede. El bien al que la esperanza aspira es un bonum arduum, un bien arduo, que exige lucha contra el pecado y la inclinación al mal que se opone a la unión con Dios dentro de nosotros mismos. Como se explicará en su momento 308, se trata de una lucha por amor, y la esperanza es totalmente necesaria para entablarla. "Nos fatigamos y luchamos porque tenemos puesta la esperanza en Dios vivo" (1Tm 4, 10), escribe san Pablo. Es evidente que no tendría sentido luchar sin la esperanza de alcanzar el bien por el que se pelea y sin la certitud de que ese bien vale la pena, por estar en él la felicidad plena. San Josemaría anima a no perderlo de vista: Conllevemos todas las dificultades de esta navegación nuestra, en medio de los mares del mundo, con la esperanza del Cielo: para nosotros y para todas las almas que quieran amar, la aspiración es llegar hasta Dios: la gloria del Cielo. Si no, nada de nada vale la pena. Para ir al Cielo, hemos de ser fieles. Y para ser fieles, hay que luchar 309. La esperanza implanta en el alma la determinación de "comenzar y recomenzar" en esta pelea interior, sin desánimos: Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos –Dios permita que sean imperceptibles– en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer. Basta que los empleemos, como os comentaba antes, con la resolución de comenzar y recomenzar en cada momento, si fuera preciso 310. La esperanza no decae cuando no se consigue una mejora apreciable, porque no lleva a combatir por la satisfacción de alcanzar unas metas, sino por amor a Dios; y luchar por amor ya es amar. Se produce entonces un fruto inesperado: la esperanza nos demuestra que, sin Él, no logramos realizar ni el más pequeño deber 311. La conciencia de la propia debilidad, de que estamos hechos de barro de botijo nos ha de servir, sobre todo, para afirmar nuestra esperanza en Cristo Jesús 312. San Josemaría insiste particularmente en que la persistencia de las tentaciones no debe debilitar la esperanza: ha de ser ocasión para ejercitarla. Lejos de desalentarnos, las contrariedades han de ser un acicate para crecer como cristianos 313. Ni siquiera los pecados deben conducir a la desesperación. ¡Mirad si es grande la virtud de la esperanza! Judas reconoció la santidad de Cristo, estaba arrepentido del crimen que había cometido, tanto que cogió el dinero, precio de su traición, y lo arrojó a la cara de quienes se lo dieron como premio a su traición. Pero... le faltó la esperanza, que es la virtud necesaria para volver a Dios. Si hubiera tenido esperanza, podría haber sido aún un gran apóstol. De modo que no desconfiéis nunca, no os desesperéis nunca, aunque hayáis hecho la tontería más grande 314. Si incluso el pecado no debe quebrar la esperanza, menos aún las dificultades, los fracasos, la enfermedad..., que no son ofensa a Dios sino la Cruz de Cristo, ocasión para crecer en identificación con Él. Precisamente en la Cruz se apoya nuestra esperanza de unirnos al Señor 315. "Considerando que los sufrimientos de esta vida no son proporcionados a la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros (Rm 8, 18; cfr. 2Tm 2, 11-12), firmes en la fe esperamos la feliz esperanza y la venida gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador, Jesucristo (Tt 2, 13)" 316 . 3. LA HUMILDAD, FUNDAMENTO DE TODAS LAS VIRTUDES Las virtudes teologales no son las únicas virtudes cristianas. Muchos de nuestros actos no tienen a Dios como objeto inmediato, sino a los diversos bienes humanos: trabajar, descansar, cultivar la amistad, etc. Para que se encaminen a Él como a su último fin, deben estar animados por la caridad; pero sólo podrán estarlo si son rectos en sí mismos. ¿De dónde les viene esa rectitud? De las "virtudes humanas" (morales), hábitos del buen obrar que inclinan nuestras facultades a elegir el bien y a realizarlo: de ahí su necesidad. Dejamos las consideraciones generales sobre las virtudes humanas para el inicio del siguiente apartado, y comenzamos directamente con la humildad. En la enseñanza de san Josemaría presenta características tan peculiares que reclama un estudio aparte 317. 3.1. Humildad de hijos de Dios La tradición espiritual es prácticamente unánime al asignar a la humildad una importancia singular entre las virtudes 318. Los Padres de la Iglesia, desde san Clemente Romano a san Agustín, "hacen converger su enseñanza moral, después de las virtudes teologales, en la humildad" 319, definida como la virtud propia y característica de aquellos que la Biblia llama "pobres de espíritu": los que se reconocen indigentes ante Dios y ponen toda su esperanza en Él. Después de la época patrística, los grandes maestros espirituales se hacen eco de esas intuiciones y las desarrollan, con la mirada puesta siempre en Jesucristo, "humilde de corazón" (Mt 11, 29) 320. Baste recordar el lugar central que ocupa la humildad en el De imitatione Christi, donde, según Daniel-Rops, "es la virtud eminente sobre la que sus frases vuelven sin cesar" 321. A la hora de indicar dónde radica su eminencia, las respuestas son muy variadas y no podemos resumirlas aquí. San Josemaría se hace eco de toda esa tradición y aporta al mismo tiempo una óptica nueva y específica, relacionando íntimamente la humildad tanto con la filiación divina como con la santificación en medio del mundo. Señalemos primero, aunque resulte obvio, que la humildad es una virtud humana, no una virtud teologal. Su "objeto" no es Dios, sino la eliminación de los obstáculos que hay en nosotros para la unión con Él. San Josemaría resume esos obstáculos en una palabra: ¿Qué puede entorpecer la caridad?: la soberbia 322. El objeto de la humildad es combatir la soberbia, el primero y principal de todos los vicios. Por eso mismo, la humildad es también la primera virtud humana. Por lo que se refiere a su "sujeto", es decir, a la facultad humana en la que esta virtud reside, se han dado respuestas diversas. Para santo Tomás está en el "apetito sensible" y es parte de la templanza 323. Santa Teresa de Jesús la describe como un "andar en verdad" 324 y parece destacar más bien su relación con el entendimiento práctico. En realidad, si se consideran las diversas enseñanzas de los santos, se ve que es imposible colocarla en una u otra facultad, porque de algún modo se encuentra en todas: es una inclinación de la persona entera. La humildad está, sin duda, en el entendimiento, pues lleva a reconocer la verdad de lo que uno es ante Dios, ante los demás y ante uno mismo (de ahí su estrechísima relación con la sinceridad, como veremos); pero está también en la voluntad y en las facultades sensibles, en las que pone la aspiración a vivir conforme a esa verdad. Se podría decir, de acuerdo con una amplia tradición espiritual, que reside en el corazón si se entiende el término en su sentido bíblico, como núcleo íntimo de la persona 325. Así concibe la humildad también san Josemaría. Bien significativo es el siguiente texto, que la sitúa en todas las facultades de la persona, como elemento que dispone a cada una de acuerdo con su "verdad" (su propia naturaleza), para que pueda ser perfeccionada luego por las demás virtudes. "La oración" es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de Él y nada de sí mismo. "La fe" es la humildad de la razón, que renuncia a su propio criterio y se postra ante los juicios y la autoridad de la Iglesia. "La obediencia" es la humildad de la voluntad, que sesujeta al querer ajeno, por Dios. "La castidad" es la humildad de la carne, que se somete al espíritu. "La mortificación" exterior es la humildad de los sen tidos. "La penitencia" es la humildad de todas las pasiones, inmoladas al Señor. –La humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética 326. Hay una cierta "omnipresencia" de la humildad, que se explica si se concibe como la base de todas las virtudes 327. Esta posición, que se le adjudica tradicionalmente, la acerca al sentido de la filiación divina, que es para san Josemaría, como sabemos, el fundamento de la vida espiritual. De hecho afirma también que la humildad es el fundamento de nuestra vida 328. El nexo de la humildad con el sentido de la filiación divina puede verse, por ejemplo, en el siguiente texto: [La humildad] es el hondo sentimiento de que Dios Nuestro Padre es quien hace todas las cosas, con estos pobres instrumentos que somos cada uno de nosotros –servi inutiles sumus (Lc 17, 10)–, que juega con cada uno de nosotros como con unos niños: ludens in orbe terrarum et deliciae meae esse cum filiis hominum (Pr 8, 31) 329. El vínculo entre humildad y sentido de la filiación divina se puede comprender mejor si se reflexiona sobre lo que supone la Encarnación del Hijo de Dios para esa filiación adoptiva. Ciertamente, si pensamos sólo en la Filiación del Verbo, nuestra humildad no tiene nada que ver con ella, pues de acuerdo con la etimología del término y con su uso tradicional, "humildad" connota siempre "bajeza", "pequeñez" o cierta inferioridad 330, y el Hijo unigénito y consubstancial no es inferior en nada al Padre. Pero en la Encarnación "se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios lo exaltó..." (Flp 2, 7-8). San Atanasio hace notar que "términos como "humillado" y "exaltado" se refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente sólo lo que es humilde es susceptible de ser exaltado" 331. Al Hijo le corresponde la humildad en cuanto hombre. Y puesto que el cristiano participa de la Filiación divina a través de la Humanidad del Señor, se puede decir que la condición de humilde pertenece esencialmente a nuestra filiación adoptiva, ya que ésta es una exaltación que presupone la bajeza de la condición humana respecto a la divina. De ahí que el "sentido de la filiación divina" deba incluir necesariamente la conciencia y la aceptación de esa bajeza, es decir, la humildad. Poner el sentido de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual significa ante todo considerarlo como base del desarrollo de la caridad, porque la caridad es la esencia de la vida cristiana. Significa, en otros términos, fomentar una "caridad de hijos de Dios": amor filial al Padre y fraternidad en Cristo. Ahora bien, si el sentido de la filiación divina incluye necesariamente la humildad, como acabamos de ver, se comprende que la humildad sea también fundamento de la caridad. Y que a través de la caridad, "forma" de las demás virtudes, esté en la base de todas ellas. Aquí hablamos de la humildad cristiana, informada por la caridad y perteneciente al sentido de la filiación divina. San Josemaría se refiere también a una humildad humana (no informada por la caridad), y la pone como base o presupuesto de las demás virtudes morales, cuando escribe que el primer paso de la prudencia es el reconocimiento de la propia limitación: la virtud de la humildad 332. La prudencia es la virtud cardinal rectora, que dirige a las demás; si la humildad es su "primer paso", significa que se encuentra en cierto modo ya en la base de la misma prudencia y también, por eso mismo, de las demás virtudes. Pero sólo cuando está informada por la caridad llega a ser la humildad de un hijo adoptivo de Dios. Refiriéndose a esta humildad "viva" –vivificada por la caridad– san Josemaría dice que deriva directamente del coloquio contemplativo que mantenemos con el Señor sine intermissione (1Ts 5, 17) 333. Ya no es sólo el primer paso de la prudencia sino el fundamento de la misma caridad y de todas las virtudes vivificadas por ella. La humildad es la primera virtud que la caridad informa poniéndola como base sobre la que se asienta; y esta base se hace más sólida cuanto más crece la caridad. A primera vista puede parecer contradictorio que la caridad informe a su propio fundamento, la humildad. Pero no es más que una consecuencia del hecho, al que ya hemos aludido, de que la filiación adoptiva del cristiano está como penetrada de la Encarnación redentora. En la Encarnación hay, a la vez, humillación (abajamiento) y elevación; abajamiento de Dios y elevación de la naturaleza humana asumida; humillación de Cristo en cuanto Dios y glorificación en cuanto hombre (cfr. Flp 2, 5 ss). En el misterio del Hijo de Dios hecho hombre, la humillación es fundamento de la elevación, y ésta le da su sentido. Así también –por analogía– existe un vínculo indisociable entre la divinización del cristiano y su humillación, y por tanto entre la caridad y la humildad: "todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado" (Lc 14, 11; Lc 18, 14). Tanto la infusión de la gracia como su crecimiento se realiza sobre el fundamento de la humildad. "Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia" (1P 5, 5; St 4, 6) 334. Entre la caridad y la humildad cristiana hay una necesaria conexión mutua. San Agustín enseña que "la morada de la caridad es la humildad" 335; y en otro lugar escribe: "¿Quieres construir un edificio que llegue hasta el cielo? Piensa primero en poner el fundamento de la humildad. Cuanto mayor sea la mole que hay que levantar y la altura del edificio, tanto más hondo hay que cavar el cimiento (...). El edificio antes de subir se humilla, y su cúspide se erige después de la humillación" 336. Al mencionar esta enseñanza, santo Tomás dice que la humildad es fundamento "negativo" del edificio sobrenatural, porque quita los obstáculos que se oponen a la acción de la gracia 337. En esta línea escribe san Josemaría: [Dios] desea nuestra humildad, que nos vaciemos de nosotros mismos, para poder llenarnos; pretende que no le pongamos obstáculos, para que –hablando al modo humano– quepa más gracia suya en nuestro pobre corazón 338. Y repite con frecuencia el adagio clásico: Si quieres ser santo, sé humilde; si quieres ser más santo, sé más humilde; si quieres ser muy santo, sé muy humilde 339. 3.2. Aspectos de la humildad La humildad remueve la soberbia, principal obstáculo para amar a Dios, al prójimo y a nosotros mismos. Exponemos ahora las dimensiones de esta virtud en correspondencia con las de la caridad: humildad ante Dios, en relación con los demás y respecto a uno mismo. 3.2.1. Humildad ante Dios. "Que sólo Jesús se luzca" "Humillaos en presencia del Señor, y Él os ensalzará" (St 4, 10; cfr. 1P 5, 6 ). La humildad y el propio enaltecimiento son incompatibles. Hay que rechazar toda gloria que no sea para Dios, extirpar todo movimiento altanero frente a Él. "Habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3), dice san Pablo. Estas palabras, en su preciso contexto de la "nueva vida en Cristo", tienen un profundo significado para la humildad: es necesario "morir a sí mismo", al afán de gloria propia, para vivir en Cristo para la gloria de Dios. La humildad no impide nuestra divinización; al contrario, la hace posible: permite "vivir con Cristo en Dios". San Josemaría expresaba esta actitud con unas palabras que ponía como lema de su vida: Ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca 340 Querer "ocultarse y desparecer" es la humildad ante Dios, y su sentido es que "sólo Jesús se luzca" en la propia vida. Porque Cristo vive en el cristiano, y la gloria de Dios exige que su vida se manifieste en él. La humildad hace desaparecer el amor propio desordenado, el egoísmo, para que la presencia de Cristo resplandezca. Esta enseñanza abre grandes perspectivas de humildad práctica para los que se saben llamados a la santidad en medio del mundo y quieren poner a Cristo en la cumbre de las actividades de los hombres. San Josemaría las desarrolla en un texto que vale la pena reproducir con amplitud: Seamos humildes, busquemos sólo la gloria de Dios: porque nuestra vida de entrega, callada y oculta, debe ser una constante manifestación de humildad (...). Vita vestra est abscondita cum Christo in Deo (Col 3, 3); vivid cara a Dios, no cara a los hombres (...). Ésa debe ser también la aspiración de cada uno de vosotros, hijos míos: pasar inadvertidos, imitar a Cristo, que permaneció oculto treinta años siendo sencillamente el hijo del artesano (Mt 13, 55); imitar a María que, siendo Madre de Dios, gusta de llamarse su esclava: ecce ancilla Domini (Lc 1, 38). El Señor nos quiere humildes: esa humildad no significa que no lleguéis a donde debéis llegar en el terreno profesional, en el trabajo ordinario, y, desde luego, en la vida espiritual. Es preciso llegar, pero sin buscaros a vosotros mismos, con rectitud de intención. No vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios: sólo esto nos mueve. Dios se ha querido servir de vosotros, de vuestra lucha por alcanzar la santidad e incluso de vuestros talentos humanos. Recordad siempre el mandato de Cristo: que brille vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 16). Para Él toda la gloria, todo el honor: soli Deo honor et gloria in saecula saeculorum (1Tm 1, 17), sólo a Dios hemos de dar el honor y la gloria, por los siglos sin fin 341 Uno de los aspectos que estos párrafos ponen de relieve es que la humildad contrarresta la tendencia a buscar la propia gloria en los actos de virtud; y en otros casos remueve lo que suele impedir el arrepentimiento: la autojustificación, la resistencia a reconocer la ofensa a Dios. Si no se es humilde, profundamente humilde, es fácil llegar a deformarse la conciencia. Quizá en nuestra vida, por debilidad, podremos obrar mal. Pero las ideas claras, la conciencia clara: lo que no podemos es hacer cosas malas y decir que son santas 342 Al abrir camino a la compunción, la humildad franquea el alma a la infusión de la gracia que la diviniza. Y ese "endiosamiento" conduce a su vez a un reconocimiento más profundo de que todo lo bueno es don de Dios. Cuando llega la noche y hago el examen y echo las cuentas y saco la suma, la suma es: pauper servus et humilis! Digo muchas veces: cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies! (Sal 50, 19). No lo digo con humildad de garabato. Si el Señor ve que nos consideramos sinceramente siervos pobres e inútiles, que tenemos el corazón contrito y humillado, no nos despreciará, nos unirá a Él, a la riqueza y al poder grande de su Corazón amabilísimo. Y tendremos el endiosamiento bueno: el endiosamiento de quien sabe que nada tiene de bueno, que no sea de Dios; que él, de sí mismo, nada es, nada puede, nada tiene 343 3.2.2. Humildad en relación con los demás. "Naturalidad" Si la caridad lleva a amar a los demás por amor a Dios, con obras de servicio, la humildad quita el obstáculo más radical, que consiste en considerarse superior a ellos. El Señor imparte esta lección con palabras y gestos. Cuando la madre de Santiago y Juan pide un lugar de privilegio para sus hijos en el Reino y los demás Apóstoles se indignan, Jesús, llamándoles, les dice: "Quien quiera llegar a ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, sea esclavo de todos: porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención por muchos" (Mc 10, 42-45). En la Última Cena lo predica lavando los pies a los discípulos: "Os he dado ejemplo para que como yo he hecho con vosotros, así hagáis vosotros" (Jn 13, 15). San Pablo describe así la disposición de ánimo que ha de tener el cristiano: "No actuéis por rivalidad ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada uno a los otros como superiores" (Flp 2, 3). De este modo, la humildad permite que la caridad se desborde en obras de servicio. El Señor enseña a no ponerse por encima de nadie. De modo explícito censura la actitud del fariseo que se estimaba mejor que el publicano aduciendo "pruebas": "No soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo" (Lc 18, 11-12). En cambio alaba al publicano que "se golpeaba el pecho diciendo: Oh Dios, ten compasión de mí que soy un pecador" (Lc 18, 13). "Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado" (Lc 18, 14). Pero ¿no es contrario a la realidad de las cosas –y a la humildad, por tanto– considerar como superior a quien menos cualidades tiene? Si se trata de condiciones humanas, es evidente que unos destacan más que otros, aunque probablemente no en todo. La humildad hace descubrir los aspectos en los que otros son mejores. San Josemaría lo hace notar sirviéndose de una cita significativa: En cualquier hombre –escribe Santo Tomás de Aquino– existe algún aspecto por el que los otros pueden considerarlo como superior, conforme a las palabras del Apóstol "llevados por la humildad, teneos unos a otros por superiores" (Flp 2, 3). Según esto, todos los hombres deben honrarse mutuamente (S.Th. II-II, q. 103, a. 2, ad 3). La humildad es la virtud que lleva a descubrir que las muestras de respeto por la persona –por su honor, por su buena fe, por su intimidad–, no son convencionalismos exteriores, sino las primeras manifestaciones de la caridad y de la justicia 344 En todo caso, el motivo principal por el que el cristiano puede considerar a los demás como superiores reside en que la cualidad que hace "buena", en sentido estricto, a una persona, es el amor a Dios (que hace buena la voluntad 345, y en esto nadie puede afirmar que es superior a otro: sólo Dios lo sabe. Incluso quien piensa que ama a Dios no puede decir que es superior a quien está notoriamente alejado de Él, porque esa "superioridad" sólo tendría sentido referida al conjunto de la existencia, y por tanto al momento final de nuestra vida en esta tierra. Hasta ese momento, cualquiera puede convertirse –limpiando en un instante toda su biografía– y amar a Dios más que el otro. San Josemaría aconseja razonar: Es verdad que fue pecador. –Pero no formes sobre él ese juicio inconmovible. –Ten entrañas de piedad, y no olvides que aún puede ser un Agustín, mientras tú no pasas de mediocre 346 La caridad se hace "todo para todos" (1Co 9, 23), y la humildad quita el obstáculo para que esto se verifique efectivamente. La humildad nos lleva como de la mano a esa forma de tratar al prójimo, que es la mejor: la de comprender a todos, convivir con todos, disculpar a todos 347 Esta faceta de la humildad tiene manifestaciones diversas según la vocación de cada uno. Los fieles corrientes han de servir a los demás por lo general con el trabajo profesional y el cumplimiento de sus deberes en la familia y en la sociedad, lo que implica también el ejercicio de los derechos. Se ha hecho notar que "es frecuente interpretar la virtud de la humildad como rebajarse, como renunciar a lo que uno merece o a lo que le es debido; pero la verdadera humildad no es esto. El humilde no renuncia a nada sino que, simplemente, y no es fácil, reconoce lo que realmente es" 348 No es contrario a la verdadera humildad proceder de acuerdo con la propia posición en el mundo: Al ser el trabajo el eje de nuestra santidad, deberemos conseguir un prestigio profesional y, cada uno en su puesto y condición social, se verá rodeado de la dignidad y el buen nombre que corresponden a sus méritos, ganados en lid honesta con sus colegas, con sus compañeros de oficio o profesión. Nuestra humildad no consiste en mostrarnos tímidos, apocados o faltos de audacia en ese campo noble de los afanes humanos. Con espíritu sobrenatural, con deseo de servicio –con espíritu cristiano de servicio–, hemos de procurar estar entre los primeros, en el grupo de nuestros iguales. Algunos, con mentalidad poco laical, entienden la humildad como falta de aplomo, como indecisión que impide actuar, como dejación de derechos –a veces de los derechos de la verdad y de la justicia–, con el fin de no disgustarse con nadie y resultar amables a todos. Por eso, habrá quienes no comprendan nuestra práctica de la humildad profunda –verdadera–, y aun la llamarán orgullo. Se ha deformado mucho el concepto cristiano de esta virtud, tal vez por intentar aplicar a su ejercicio, en medio de la calle, moldes de naturaleza conventual, que no pueden ir bien a los cristianos que han de vivir, por vocación, en las encrucijadas del mundo 349 San Josemaría emplea con frecuencia el término naturalidad para designar una virtud que, en nuestra opinión, es parte de la humildad respecto al prójimo 350 La naturalidad o normalidad lleva, en efecto, a actuar ante los demás en conformidad con la propia condición de cristiano y ciudadano. Al comportarnos con normalidad –como nuestros iguales– y con sentido sobrenatural, no hacemos más que seguir el ejemplo de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Fijaos en que toda su vida está llena de naturalidad. Pasa seis lustros oculto, sin llamar la atención, como un trabajador más, y le conocen en su aldea como el hijo del carpintero 351 Es una virtud que brilla especialmente en la conducta de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos 352 Como sabemos, san Josemaría ve en estos primeros discípulos de Cristo el precedente más claro de su propio mensaje de santificación en medio del mundo 353 señala, en efecto, que quienes procuran seguir el camino de santidad que enseña, son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe 354 De ahí la importancia que concede a la naturalidad, como norma de conducta que refleja la secularidad. En general, la naturalidad cristiana lleva a vivir coherentemente la fe comportándose, en las relaciones con los demás, de acuerdo con lo que cada uno es. Sus manifestaciones exteriores pueden ser muy diversas, según el estado y condición de cada uno. Hay una naturalidad propia de los sacerdotes, que les lleva a conducirse de modo conforme a su ministerio sagrado, que es un ministerio público; hay una naturalidad de los religiosos, que les impulsa a dar testimonio, también público, del supremo valor de los bienes eternos, como corresponde a su vocación; y hay una naturalidad propia de los fieles laicos, que consiste en vivir coherentemente la fe en su ambiente profesional y social, dando asimismo testimonio de Cristo pero no como quien ostenta un oficio público de la Iglesia (el caso de los sacerdotes y religiosos), sino de modo acorde a su condición de ciudadanos y de profesionales como los demás. Pues bien, cuando san Josemaría habla de naturalidad, se refiere sobre todo a esta última, la de los fieles laicos. Afirma que no es necesario, para demostrar que se es cristiano, adornarse con un puñado de distintivos, porque el cristianismo se manifestará con sencillez en la vida de los que conocen su fe y luchan por ponerla en práctica, en el esfuerzo por portarse bien, en la alegría con que tratan de las cosas de Dios, en la ilusión con que viven la caridad 355 En otro momento completa esta idea, dirigiéndose concretamente a quienes han tomado la decisión de corresponder con totalidad a la vocación cristiana: ¿Acaso la lección de Jesucristo no consiste en que debemos convivir entre los demás de nuestra condición social, de nuestra profesión y oficio, desconocidos, como uno de tantos? No desconocidos por nuestro nombre, ni por nuestro trabajo; ni desconocidos porque no destaquéis por vuestros talentos; sino desconocidos porque no hay necesidad de que sepan que sois almas entregadas a Dios, empeñados en imitar a Jesucristo; que sois sal de la tierra, otros Cristos. Que lo experimenten; que se sientan ayudados a ser limpios y nobles, al ver vuestra conducta llena de respeto para la legítima libertad de todos, al escuchar de vuestros labios la doctrina, subrayada por vuestro ejemplo coherente; pero que vuestra dedicación al servicio de Dios pase oculta, inadvertida, como pasó inadvertida la vida de Jesús en sus primeros treinta años 356 Para comprender bien esta enseñanza de san Josemaría hay que tener en cuenta que lo "natural" o lo "normal" para un fiel corriente no es siempre y por principio "hacer lo que hacen los demás", "no llamar la atención", "acomodarse a las costumbres dominantes", etc. Lo natural es que viva íntegramente su fe, sin ostentaciones impropias del estado y condición en la que Dios le ha llamado a la santidad y al apostolado. Naturalidad. Que vuestra vida de caballeros cristianos, de mujeres cristianas –vuestra sal y vuestra luz– fluya espontáneamente, sin rarezas 357. Lo que no debe hacer un cristiano es procurar comportarse, por principio, "igual que los demás", si los demás no obran bien. Ha de conducirse de modo congruente con su fe "como sus iguales" 358 en la vida profesional y social, es decir, como cualquier ciudadano corriente que quiera ser un cristiano coherente. Por esto es "natural" que quienes traten a un cristiano que busca la santidad en la vida corriente noten su esfuerzo por cultivar las virtudes, adviertan que practica la fe –participando también en el culto público, sin "esconderse"–, y reciban el influjo de su apostolado, aunque todo esto contraste visiblemente con el ambiente que le rodea. "Y ¿en un ambiente paganizado o pagano, al chocar este ambiente con mi vida, no parecerá postiza mi naturalidad?", me preguntas. –Y te contesto: Chocará sin duda, la vida tuya con la de ellos; y ese contraste, por confirmar con tus obras tu fe, es precisamente la naturalidad que yo te pido 359. Por las citas anteriores resulta patente que la ausencia de distintivos externos de la propia decisión interior de buscar la santidad, nada tiene que ver con el secreto. Es, por el contrario, discreción, manifestación "natural" del derecho a salvaguardar la propia intimidad. Discreción no es misterio, ni secreteo. –Es, sencillamente, naturalidad 360 3.2.3. Humildad en la consideración de sí mismo. "Nuestra miseria y nuestra grandeza" "No os estiméis en más de lo que conviene" (Rm 12, 3). El significado de estas palabras, en el contexto de la carta paulina, es que cada uno ha recibido de Dios determinados dones en vista de su función dentro del Cuerpo de Cristo. La humildad quita lo que dificulta emplearlos en el cumplimiento de la propia misión, de acuerdo con la voluntad de Dios: impide "estimarse en más de lo que conviene", no reconocer que todo lo bueno se ha recibido de Dios (cfr. 1Co 4, 7), no aceptar los propios límites. Por eso san Josemaría afirma que la humildad es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza 361 Y dice también: el conocimiento propio es condición de la humildad verdadera 362 Cuando habla de humildad, estos dos aspectos –"nuestra miseria y nuestra grandeza"– suelen ir juntos, de modo que al mencionar uno se refiere también al otro. Darse cuenta de lo que significa ser hijo de Dios lleva al "endiosamiento bueno" y a un cierto "complejo de superioridad"; al mismo tiempo, ser consciente de la propia indigencia como criatura que experimenta sus caídas y miserias, impide olvidar que se es "nada" por uno mismo: "polvo de la tierra"; "un vaso de barro", frágil aunque esté repleto de tesoros divinos; "un borrico", cuya dignidad deriva únicamente de ser portador de Cristo; "un simple instrumento", como el pincel en manos del artista. Son éstas las expresiones e imágenes que emplea, entre otras, a propósito de la humildad respecto a uno mismo. Veamos algunos textos. – "Complejo de superioridad" y conocimiento de nuestra "nada": Cuando se trabaja por Dios, hay que tener "complejo de superioridad", te he señalado. Pero, me preguntabas, ¿esto no es una manifestación de soberbia? –¡No! Es una consecuencia de la humildad, de una humildad que me hace decir: Señor, Tú eres el que eres. Yo soy la negación. Tú tienes todas las perfecciones: el poder, la fortaleza, el amor, la gloria, la sabiduría, el imperio, la dignidad... Si yo me uno a Ti, como un hijo cuando se pone en los brazos fuertes de su padre o en el regazo maravilloso de su madre, sentiré el calor de tu divinidad, sentiré las luces de tu sabiduría, sentiré correr por mi sangre tu fortaleza 363 – "Endiosamiento" y saberse "polvo de la tierra". Es importante –escribe– que sepamos distinguir el endiosamiento bueno del endiosamiento malo 364 El primero es la actitud humilde del que se da cuenta de que está "metido" en Dios, por la filiación divina; el segundo es el engreimiento de quien olvida su propia miseria. No puedo ocultaros, hijos míos, mi temor de que en algún caso ese endiosamiento, sin una base profunda de humildad, pueda ocasionar la presunción, la corrupción de la verdadera esperanza, la soberbia y –más tarde o más temprano– el derrumbamiento espiritual ante la experiencia inesperada de la propia flaqueza. Suelo poner el ejemplo del polvo que es elevado por el viento hasta formar en lo más alto una nube dorada, porque admite los reflejos del sol. De la misma manera, la gracia de Dios nos lleva altos, y reverbera en nosotros toda esa maravilla de bondad, de sabiduría, de eficacia, de belleza, que es Dios. Si tú y yo nos sabemos polvo y miseria, poquita cosa, lo demás lo pondrá el Señor. Es una consideración que me llena el alma 365 – De barro, pero con la fortaleza de Dios: La humildad lleva, a cada alma, a no desanimarse ante sus propios yerros. Dios nuestro Padre sabe bien de qué barro estamos hechos (cfr. Sal 102, 14) y, aunque el vaso de barro se resquebraje o se quiebre alguna vez, si hay humildad, se recompone con unas lañas que le dan más gracia; y en las que, sin duda, se complace el Señor. Las flaquezas de los hombres, hijos míos, dan a Nuestro Dios ocasión para lucirse, para manifestar su omnipotencia, disculpando, perdonando 366 Reconoce humildemente tu flaqueza para poder decir con el Apóstol: "cum enim infirmor, tunc potens sum" –porque cuando soy débil, entonces soy fuerte 367 – Instrumentos de Dios: Ya puedes desechar esos pensamientos de orgullo: eres lo que el pincel en manos del artista. –Y nada más. –Dime para qué sirve un pincel, si no deja hacer al pintor 368 La humildad nos empujará a que llevemos a cabo grandes labores; pero a condición de que no perdamos de vista la conciencia de nuestra poquedad, con un convencimiento de nuestra pobre indigencia que crezca cada día 369 3.2.4. La "humildad colectiva" La "humildad colectiva" no designa, en san Josemaría, la "humildad de una colectividad", es decir, una virtud de un sujeto colectivo (en este caso se podría llamar virtud sólo en sentido metafórico), sino un aspecto de la humildad personal que deben practicar quienes forman parte de una "colectividad" –concretamente, de la Iglesia o de una institución de la Iglesia–, precisamente en cuanto miembros de ella. En este sentido hay que entender –en nuestra opinión– la siguiente exhortación: Aparte de la humildad personal, imprescindible para todos los fieles, amar y practicar la humildad colectiva 370 Parece claro que la contraposición no es entre "humildad personal" y "humildad colectiva", sino entre los aspectos individuales de la humildad personal y aquellos otros que derivan, como decíamos, del hecho de formar parte de una "colectividad": una institución de la Iglesia o, más en general, de la Iglesia misma. Que se trata siempre de aspectos de la humildad personal queda claro, por ejemplo, cuando escribe: No entiendo por qué, si Juan y Pedro y Andrés, tomados particularmente, tienen el deber de ser humildes, todos juntos han de considerarse en cambio con el derecho a ser soberbios como víboras 371 La humildad personal (individual) y la colectiva son indisociables. Los mismos que han de ser individualmente humildes, lo han de ser también cuando están unidos entre sí con vistas a la santificación y al apostolado. En diversos lugares de la Sagrada Escritura se pueden ver ejemplos de este aspecto de la humildad. Cuando el apóstol Juan dice al Señor: "Maestro, hemos encontrado a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros" (Lc 9, 49), Jesús le responde: "No se lo prohibáis, pues el que no está contra vosotros con vosotros está" (Lc 9, 50). Ante la tentación de formar un grupo cerrado que se arroga la exclusiva del bien y de sentirse superiores por formar parte de ese grupo, el Señor les invita a alegrarse, con rectitud de intención, por todo lo bueno que hacen los demás. No se han de gloriar por haber sido llamados a formar parte del Colegio apostólico, sirviéndose de ese honor para brillar personalmente. No han de olvidar que sólo son instrumentos de la acción divina. Cada uno de los Apóstoles ha de ser humilde no sólo individualmente sino también "colectivamente", es decir, en cuanto miembro del Colegio de los Doce. Este es uno de los pasajes del Evangelio en el que, si no nos equivocamos, se basa la enseñanza de san Josemaría acerca de la humildad colectiva. Al objeto de este aspecto de la humildad se refiere indirectamente con las siguientes palabras: Esta humildad colectiva tan grata a Dios, libra del exagerado espíritu de cuerpo, del fanatismo, de formar grupito (...) [Con la humildad colectiva] se rechaza la idea que lo nuestro es bueno, por ser nuestro; y lo de los demás, mediocre o malo 372 San Josemaría se dirige específicamente en este texto a los fieles del Opus Dei, con el propósito de inculcarles una humildad que no deja espacio a las deformaciones que menciona. No obstante, su enseñanza tiene una aplicación general, válida para cualquier cristiano que, por el hecho de pertenecer a la Iglesia –o también, en su caso, de formar parte de una institución dentro de ella– ha de practicar la humildad colectiva. Porque la Iglesia y las manifestaciones vitales que el Espíritu Santo suscita en su seno, tienen un fin sobrenatural que trasciende el prestigio humano, y no se puede poner este último por encima de aquél, ni servirse del buen nombre de la Iglesia o de los méritos de otros católicos para beneficio (terreno) propio, ni sería conforme a la verdad y a la humildad minusvalorar el bien realizado por otros sólo porque "no son de los nuestros" (cfr. Lc 9, 49). Ciertamente, una empresa con fines temporales –una fábrica de automóviles, una sociedad que pretenda abrir mercado a sus productos o servicios...– necesita hacer propaganda para alcanzar sus propios fines. Pero san Josemaría deja claro que sería pernicioso trasponer sin más esos procedimientos a una institución con fines sobrenaturales, porque la difusión del Evangelio no obedece a criterios de mercado. En una asociación que tenga una finalidad terrena, es lógico publicar estadísticas ostentosas sobre el número, condición y cualidades de los socios, y así suelen hacerlo de hecho las organizaciones que buscan un prestigio temporal, pero ese modo de obrar, cuando se busca la santificación de las almas, favorece la soberbia colectiva: y Cristo quiere la humildad de cada uno de los cristianos y de los cristianos todos 373. Tanta importancia tiene a sus ojos la humildad colectiva que la presenta como un rasgo esencial del espíritu del Opus Dei, desde los mismos inicios de la fundación. Le hubiera gustado incluso que la tarea apostólica que Dios le hizo ver el 2 de octubre de 1928 no llevara nombre alguno, para evitar todo peligro de jactancia y porque no pretendía otra cosa que difundir un espíritu cristiano de santificación en medio del mundo, misión que, en realidad, es labor ordinaria de toda la Iglesia. Pero era inevitable que aquello tuviera un nombre, bajo pena de que su actividad se interpretara como secreto. No obstante, como se puede ver en el texto que transcribimos a continuación, deja constancia de su inclinación a "no aparecer" para que se entienda cuánto aprecia la humildad colectiva. Vivid cara a Dios, no cara a los hombres. Ésa ha sido y será siempre la aspiración de la Obra: vivir sin gloria humana; y no olvidéis que, en un primer momento, me hubiera gustado incluso que la Obra no tuviera ni nombre, para que su historia la conociera sólo Dios: pero, como abominamos del secreto y queremos trabajar siempre dentro de los límites de la ley, en cada país, no podremos dejar de emplear un nombre 374 No busca elogios ni congratulaciones humanas. Su lema es Deo omnis gloria! Que toda la gloria sea para Dios. Su ambición es trabajar como tres mil, haciendo el rumor de tres 375 Lo que está en juego no es una abstracta "humildad de la Obra", sino ese aspecto de la humildad personal que lleva a huir del envanecimiento corporativo, a no pretender gloria humana para el Opus Dei y a no querer recibir cada uno la estimación y el aprecio que merece la Obra de Dios y la vida santa de sus hermanos 376. Por otra parte afirma también que es la gloria de Dios (...) el único motivo que nos mueve a no permitir que se empañe, ni de lejos, la hermosura ni el buen nombre del Opus Dei 377. Al decir que el motivo de esta conducta "es la gloria de Dios", deja claro que defender el "buen nombre de la Obra" no es un fin humano: se trata de una exigencia de la edificación de la Iglesia. Por eso, estas palabras tienen un significado general. Cualquier cristiano se ha de comportar así con la Iglesia, procurando que "no se empañe su hermosura y su buen nombre". Puede parecer que hay una cierta contradicción: por una parte no quiere gloria humana para la Iglesia (o para la Obra); por otra, exhorta a defender su buen nombre. En realidad son dos exigencias de la humildad colectiva que se armonizan del mismo modo que en la humildad personal (individual) se conjugan querer solamente la gloria de Dios y atenerse a la exhortación del Señor: "Alumbre vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 5, 16). Del mismo modo que, en el plano de la humildad personal, el deseo de "ocultarse y desaparecer" –lema de su vida, como vimos antes 378– no se opone al anhelo de que "sólo Jesús se luzca", sino que es su condición, también la línea de conducta que lleva a san Josemaría a no buscar gloria humana para el Opus Dei es condición para dar gloria a Dios, del todo ajena al secreto. Me repugna el secreto –afirma con energía–. No admito más que el secreto de la Confesión y los que estrictamente me enseña la teología moral, porque tienen una razón de ser 379 De modo gráfico marca la distancia, neta e insalvable, entre el secreto y la humildad colectiva: La discreta reserva –nunca secreto– que os inculco, no es sino el antídoto contra el faroleo; es la defensa de una humildad que Dios quiere que sea también colectiva 380 Como en toda virtud moral, hay un "justo medio" en la humildad colectiva: una cumbre entre dos vicios extremos. Por un lado, está el defecto que san Josemaría llama castizamente "faro-leo": el jactarse de formar parte de la Iglesia o de una de sus instituciones, para lucirse en una determinada situación o para obtener ventajas (por ejemplo, aducirlo como garantía de rectitud en la vida profesional o en las relaciones sociales, etc.). Por otro lado, en el extremo opuesto, está el defecto de esconder por temor, vergüenza o respetos humanos, la condición de católico que practica su fe. Resumiendo podemos decir que san Josemaría alienta siempre a mantener la recta intención: a no envanecerse por el apostolado que se despliega junto con otros, a preocuparse sólo de dar toda la gloria a Dios sin buscar la satisfacción del éxito ni el consuelo de las estadísticas, y sin atribuirse los méritos de los demás. A la vez es preciso no tener miedo a dar la cara y a sufrir las contradicciones que antes o después sobrevienen cuando se trabaja por Cristo. Jesús fue deshonrado y maltratado... Sus discípulos experimentarán lo mismo (cfr. 1Co 4, 8-13) cuando unidos en la fe –formando "un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32)– lleven a cabo la misión que Cristo les ha encomendado. Como el Señor, habrán de decir entonces: "Yo no busco recibir gloria de los hombres" (Jn 5, 41; cfr. Jn 7, 18 y Jn 8, 50). 3.3. Sinceridad, docilidad, sencillez Antes de estudiar las restantes virtudes humanas, nos hemos de referir a tres que en los textos de san Josemaría están muy próximas a la humildad. En nuestra opinión, pueden considerarse teológicamente como "partes integrantes de la humildad" (de modo análogo a como las paredes y el techo de una casa son partes que la integran). Se puede decir, en efecto, que la humildad se compone del reconocimiento de la verdad (sinceridad), de la obediencia a la verdad reconocida (docilidad), y del hábito de elegir el camino más derecho y simple entre los posibles para actuar según la verdad (sencillez). Al formar parte de la humildad, estas tres virtudes participan también de su carácter de fundamento. En lo que sigue nos limitaremos a unos pocos aspectos principales. Hay que tener en cuenta que bastante de lo que se ha dicho sobre la humildad en general, se puede aplicar también a cada una de estas tres virtudes. 3.3.1. "Sinceros con Dios, con los demás y con uno mismo" La humildad requiere el reconocimiento de la verdad sobre lo que cada uno es y hace ante Dios, ante los demás y ante sí mismo. Ese reconocimiento es el acto de la sinceridad. Para ser humildes, seamos sinceros: sinceros con Dios, con nosotros mismos, y con los que llevan adelante nuestra alma 381 Sinceridad y humildad no se identifican. La sinceridad está en el entendimiento. La humildad exige, en cambio, que también la voluntad esté dispuesta a vivir según la verdad conocida, y a esto lleva la docilidad, como se verá luego. No obstante, san Josemaría habla a veces de la sinceridad en un sentido más amplio, como "sinceridad de vida", que incluye también la docilidad, por ejemplo cuando escribe que la sinceridad consiste en poner de acuerdo con la Verdad vuestros pensamientos, vuestras palabras y vuestras obras 382 En este caso coincide prácticamente con la humildad. San Josemaría da gran importancia a la sinceridad, hasta el punto de afirmar que la primera virtud humana del cristiano es ser sincero, amigo de la verdad 383 Sus enseñanzas sobre la sinceridad son abundantes 384 Aquí hemos de limitarnos a resaltar sintéticamente los puntos fundamentales. Como ya quedó anotado, enseña a vivir la sinceridad en tres dimensiones: Conviene que seas sincero con Dios en la intimidad de tu corazón; contigo mismo, y con los demás en la medida en que la educación cristiana lo permite 385 Son los mismos tres ámbitos de la caridad y de la humildad. Y es lógico, ya que, para san Josemaría, la sinceridad, la humildad y la caridad están íntimamente ligadas por un mismo hilo: la sinceridad hace crecer en humildad, y la humildad en caridad. Si queremos perseverar, seamos humildes. Para ser humildes, seamos sinceros 386. Las tres esferas de la sinceridad comunican entre sí. Aunque la prioridad corresponde a la sinceridad con Dios, el primer paso existencial suele ser la sinceridad con uno mismo. "Puede parecer extraño –observa Rafael Corazón– que el hombre pueda mentirse a sí mismo, y más extraño aún que llegue a creerse sus propias mentiras" 387; sin embargo, explica, en las acciones concretas es posible dejar voluntariamente de lado las consideraciones que llevarían a obrar de modo distinto al que se desea bajo el dominio de los sentimientos o de una pasión o simplemente del capricho. Por eso, según este autor, san Josemaría entiende la sinceridad con uno mismo como "rectitud en la conciencia" 388, hábito de juzgar la propia conducta moral según verdad. La sinceridad con uno mismo es condición esencial de la sinceridad con los demás y con Dios 389 A la vez, no faltan textos en los que se ve que la sinceridad con Dios y con los demás ayuda a ser sincero con uno mismo en la valoración moral de las acciones concretas 390 Es claro que ambos aspectos se complementan. Por lo que se refiere a la sinceridad con los demás, es notoria la insistencia de san Josemaría en su importancia para la dirección espiritual. A veces, cuando habla de los ámbitos de esta virtud, lo señala expresamente: Sinceridad: con Dios, con el Director, con tus hermanos los hombres 391 En la dirección espiritual, la sinceridad tiene características peculiares, porque están en juego dimensiones muy hondas de la propia intimidad que lógicamente se han de comunicar si se quiere recibir orientación. En este aspecto suele emplear un adjetivo bien expresivo: "sinceridad salvaje" en la dirección espiritual 392 La sinceridad con Dios no consiste, evidentemente, en manifestarle algo que no conozca, sino en dirigirse filialmente a Él abriendo el corazón para reconocer la verdad en su presencia, a la luz de la relación con Él. "Aceptarse como criatura, reconocer que la vida no tiene otro sentido que donarla a Dios, es la verdad que todo hombre debe asumir como la verdad sobre su propio ser" 393 Para el cristiano, es una actitud empapada de la conciencia de ser hijo adoptivo de Dios, necesitado de su misericordia. "La sinceridad con Dios, en la situación del hombre caído y redimido, consiste esencialmente en reconocer las propias faltas, en confesarse pecador" 394 El cristiano se encuentra así en el camino de la humildad y del crecimiento en caridad. 3.3.2. Docilidad, "como el barro en las manos del alfarero" Reza san Josemaría: Señor, ayúdame a serte fiel y dócil, "sicut lutum in manu figuli" –como el barro en las manos del alfarero. –Y así no viviré yo, sino que en mí vivirás y obrarás Tú, Amor 395 No basta reconocer la verdad para avanzar en humildad y en caridad. Es preciso querer vivir de acuerdo con ella, como el Hijo de Dios que, una vez asumida nuestra naturaleza, se condujo de modo conforme a la verdad de su condición de hombre y de su misión redentora: "se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2, 8). La sinceridad sería insuficiente sin la disposición de querer obedecer a Dios, a las personas que le sirven de instrumentos para orientarnos y a la recta conciencia. Esta buena disposición es la docilidad 396 La sinceridad pide la compañía de la docilidad al Paráclito, Maestro interior que guía a la santidad por el camino de la verdad (cfr. Jn 16, 13). La tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad 397 Docilidad, en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rm 8, 14). Si nos dejamos guiar por ese principio de vida presente en nosotros, que es el Espíritu Santo, nuestra vitalidad espiritual irá creciendo y nos abandonaremos en las manos de nuestro Padre Dios, con la misma espontaneidad y confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre. Si no os hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos, ha dicho el Señor (Mt 18, 3) 398 También en la dirección espiritual la sinceridad reclama el complemento de la docilidad 399 Este medio de santificación es cauce de la acción del Espíritu Santo para guiar por el camino de la verdad y su eficacia dependerá de la disposición de acoger los consejos e indicaciones que se reciban. Por último, también la sinceridad con uno mismo reclama la docilidad a la propia conciencia rectamente formada, para vivir de acuerdo con la verdad, sin quedarse sólo en los buenos deseos. Hemos hablado brevemente de la docilidad sin mencionar apenas la obediencia, virtud que consideraremos más adelante. Es notorio que estos dos términos se usan a veces como sinónimos (la docilidad sería como el "espíritu de obediencia"), porque se toma la obediencia en sentido general, incluyendo la obediencia a Dios. Pero si se toma en el sentido particular de "obediencia a la autoridad humana", entonces su objeto es más restringido (nosotros situaremos la obediencia en el ámbito de la justicia, porque se refiere a las relaciones con los demás). La conexión entre la docilidad y la obediencia consiste en que la primera, como parte de la humildad, es fundamento de la segunda. La docilidad facilita la obediencia, haciendo posible el cumplimiento virtuoso de los consejos o mandatos de la autoridad. 3.3.3. Sencillez Al igual que la sinceridad y la docilidad, la sencillez aparece por todas partes en la predicación de san Josemaría: más de cincuenta veces en sus obras publicadas, más de cien en las Cartas, y otras muchas en la predicación oral. Es una virtud que se relaciona de modo directo con los elementos más característicos de su doctrina. Habla a menudo de la sencillez confiada de los hijos pequeños 400 y de la sencillez de lo ordinario 401 Exhorta, por ejemplo, a hacerse como niños, en la sencillez de espíritu 402 y aconseja: obrad siempre con sencillez, virtud tan propia del buen hijo de Dios 403 Ve el modelo de esta virtud en la vida ordinaria de Jesús, María y José en Nazaret 404 En el lenguaje común se llama "sencillo" a lo que no tiene artificio ni complicación, a lo que carece de ostentación y adornos 405 Sobre esta base, la noción de sencillez cristiana que transmite san Josemaría debe deducirse de las aplicaciones prácticas que propone, ya que no se detiene a definirla, ni tampoco podemos recurrir a la idea clásica de "simplicitas", con la que indudablemente se relaciona pero sin coincidir del todo con ella. Desde luego, la sencillez es una parte, un "ingrediente" imprescindible de la humildad. San Josemaría menciona las dos virtudes con frecuencia unidas, y en ocasiones parece incluso que las identifica 406, como sucede cuando se toma la parte por el todo o viceversa. Igualmente estrecha es la relación con las otras partes de la humildad que hemos comentado: "sinceros y sencillos" o "dóciles y sencillos" son pares de términos que combinan perfectamente, elementos que se complementan y se exigen. No obstante, la sencillez añade algo a la sinceridad y a la docilidad: indica el camino más corto entre los posibles para vivir en la verdad con caridad (cfr. Ef 4, 15), evitando complicaciones artificiosas en los pensamientos, palabras y obras. Es la virtud que da cauce a la sinceridad y a la docilidad, que podrían enredarse sin ella. Por el lado opuesto, no hay que confundir la sencillez con la ingenuidad. La fe cristiana, que nos enseña a ser sencillos, no nos induce a ser ingenuos 407 La persona sencilla es realista, la ingenua es inmadura y corre el peligro de replegarse en sí misma acabando en la complicación interior. Concluimos aquí nuestras consideraciones sobre la humildad y los elementos que la integran. Todas las demás virtudes, a las que nos vamos a referir a continuación, se apoyan necesariamente en ella. La figura del cristiano que emerge de la doctrina de san Josemaría es la del hijo de Dios que, puesta su mirada en el Cielo por las virtudes teologales y sólidamente asentado sobre la humildad, procura cultivar las virtudes humanas que reflejan en él los rasgos de Cristo y le permiten santificar las realidades terrenas según la voluntad de Dios. 4. VIRTUDES HUMANAS DEL CRISTIANO El lector de los escritos de san Josemaría advierte muy pronto la profusión de referencias a las virtudes humanas: a su necesidad, al empeño por adquirirlas y al modo de practicarlas en la vida corriente. Si esperaba oír hablar sólo de lo que se refiere inmediatamente a Dios –de fe, de caridad, de oración...–, quedará un tanto sorprendido al verse interpelado sobre su condición de hombre, sobre el esfuerzo por cultivar y desarrollar muchas actitudes que quizá no había considerado ligadas a la santidad: el orden, la alegría, la laboriosidad... El motivo es que nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo 408 Para san Josemaría no es admisible pensar que, para ser cristiano, haya que dar la espalda al mundo, ser un derrotista de la naturaleza humana 409 Al contrario, ser cristiano significa recoger todas las instancias nobles que hay en lo humano 410 Y para esto es indispensable cultivar las virtudes humanas, ya que sólo es verdaderamente hombre el que se empeña en ser veraz, leal, sincero, fuerte, templado, generoso, sereno, justo, laborioso, paciente 411 El sentido de estas virtudes no es otro que el de "encarnar" la caridad en las acciones cotidianas. Si es cierto que el Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida 412, esa "fusión" resultaría imposible sin las virtudes humanas. La misma caridad conduce a desarrollarlas y de ningún modo permite dejarlas de lado. La convicción de san Josemaría es que la unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas 413. Dice "siempre" porque piensa en todos los cristianos. Las virtudes humanas no son para una élite: son para todos los fieles, de cualquier situación, aun cuando alguno se encuentre en un medio difícil. Allí donde pueda germinar la vida cristiana, allí deben florecer esas virtudes, dignificando el entorno, sembrando humanidad. En un estudio dedicado a san Josemaría, Giuseppe Tanzella-Nitti hace notar que "la relación entre naturaleza y gracia debe ser leída en dos líneas, una ascendente y otra descendente. Según la primera, el ejercicio de las virtudes humanas constituye el fundamento de las virtudes cristianas. En su lectura descendente, la relación entre gracia y naturaleza a partir del principio de Encarnación nos dice que todo lo que Cristo propone al hombre es, precisamente por eso, una auténtica promoción de todo aquello que es profundamente humano. (...) El creyente es consciente de que conocer su condición de creado en Cristo, le ha desvelado definitivamente la verdad sobre la naturaleza humana" 414 Vamos a examinar primero este planteamiento general de las virtudes humanas en san Josemaría, para pasar después al examen de algunas de ellas. 4.1. A imagen de Cristo, "perfectus Deus, perfectus homo" ¿De dónde procede la persuasión de que "la unión con Dios comporta siempre la práctica de las virtudes humanas"? Una idea que san Josemaría repite frecuentemente nos ofrece la orientación básica: los cristianos hemos de ser muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo 415 ¿Cómo podrían faltar en quien ha de ser "otro Cristo", imagen del hombre perfecto, modelo de todas las virtudes? Más aún, ¿cómo podrían estar ausentes en el cristiano, si Jesucristo quiere encarnarse en nuestro quehacer, animar desde dentro hasta las acciones más humildes? 416 San Josemaría se vale a menudo de la expresión "perfectus Deus, perfectus homo" 417, tomada, como sabemos, del antiguo Símbolo Quicumque 418, no tanto para comentar el "perfectus Deus" –la consubstancialidad del Hijo con el Padre, tema central en la polémica arriana– como para destacar que el "perfectus homo" –la naturaleza humana completa que el Verbo asumió: tema trascendental en la clarificación del dogma cristo lógico– implica también que Jesús poseía de modo cabal todas las virtudes humanas. La perfección del hombre no reside principalmente en sus cualidades físicas o intelectuales, sino en su bondad moral que deriva del uso de la libertad. Jesucristo es "perfecto hombre" aunque haya sufrido hambre, sed, cansancio y otras debilidades de la naturaleza humana en su estado actual 419 En otras ocasiones san Josemaría se refiere a la congruencia entre ser "perfecto Dios" y "perfecto hombre", ofreciendo dos razones. La primera es que la divinidad había de manifestarse a través de la humanidad, que por eso debía ser perfecta: Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad 420 La segunda razón es que, como Redentor nuestro, tenía que asumir y elevar todos los valores propios del hombre: Cristo es perfectus Deus, perfectus homo, Dios, Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, y hombre perfecto. Trae la salvación, y no la destrucción de la naturaleza 421 Cristo, perfecto hombre, no ha venido a destruir lo hu mano, sino a ennoblecerlo, asumiendo nuestra naturaleza humana, menos el pecado: ha venido a compartir todos los afanes del hombre, menos la triste aventura del mal 422. Las consecuencias para la vida cristiana son directas: si las virtudes humanas integran la perfección del hombre y Cristo las ha asumido, el cristiano ha de aspirar a adquirirlas para identificarse con Él. Será "muy divino" sólo si es "muy humano". La conciencia de ser hijos de Dios en Cristo –el sentido de la filiación divina– conduce así a un profundo aprecio de todo lo que es auténticamente humano y, como tal, puede ser divinizado. Nuestra fe confiere todo su relieve a estas virtudes que ninguna persona debería dejar de cultivar. Nadie puede ganar al cristiano en humanidad 423 Cuando, además, este cristiano busca la identificación con Cristo en medio del mundo, viviendo en condiciones semejantes a las de Jesús en Nazaret, la importancia de esas virtudes resulta todavía más patente. Las reclama la santificación de vida familiar y social, no menos que la del trabajo profesional. Por ejemplo, respecto a este último, escribe san Josemaría: Es toda una trama de virtudes la que se pone en juego al desempeñar nuestro oficio, con el propósito de santificarlo: la fortaleza, para perseverar en nuestra labor, a pesar de las naturales dificultades y sin dejarse vencer nunca por el agobio; la templanza, para gastarse sin reservas y para superar la comodidad y el egoísmo; la justicia, para cumplir nuestros deberes con Dios, con la sociedad, con la familia, con los colegas; la prudencia, para saber en cada caso qué es lo que conviene hacer, y lanzarnos a la obra sin dilaciones... Y todo, insisto, por Amor 424 Esta necesidad de las virtudes humanas para la santificación en medio del mundo, lleva a san Josemaría a denunciar dos deformaciones de signo contrario: la de una espiritualidad "desencarnada" y "pietista" que minusvalora esas virtudes, y la de una visión "laicista" que ve en la fe un obstáculo para la afirmación los valores humanos. Cierta mentalidad laicista y otras maneras de pensar que podríamos llamar pietistas, coinciden en no considerar al cristiano como hombre entero y pleno. Para los primeros, las exigencias del Evangelio sofocarían las cualidades humanas; para los otros, la naturaleza caída pondría en peligro la pureza de la fe. El resultado es el mismo: desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que el Verbo se hizo carne, hombre, y habitó en medio de nosotros (Jn 1, 14) 425 Lejos de desconfiar de los valores humanos, proclama su nobleza. En ellos ha de reflejarse la luminosa imagen de Cristo. Todo lo humano ha de ser asumido y elevado por lo divino. La "lógica de la Encarnación redentora" le lleva a descubrir el valor divino de lo humano 426 4.1.1. "Las virtudes humanas fundamento de las sobrenaturales" San Josemaría habla de las virtudes humanas sin detenerse a definirlas, como suele suceder cuando emplea el lenguaje tradicional. Entre las diversas formulaciones de la noción de "virtudes humanas", apreciaría sin duda la del Catecismo de la Iglesia Católica que las describe como "disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe" 427 Pensamos que valoraría especialmente esta definición porque es aplicable a las virtudes tanto de quien está como de quien no está en gracia de Dios, y reconoce de hecho que también las virtudes de los que no son cristianos son verdaderas virtudes humanas. Como telón de fondo puede ser útil una aclaración terminológica. A diferencia de las virtudes teologales, que no conocen "medida" –"el hombre nunca puede amar a Dios cuanto debe ser amado, ni creer o esperar en Él tanto como debe" 428–, las virtudes humanas sí implican "medida" (medium virtutis), ya que tienen por objeto bienes creados, y la tendencia a estos bienes ha de evitar el exceso y el defecto. Un cristiano descubre esa "medida" no sólo con la razón, sino con la razón iluminada por la fe, sostenida también por la esperanza y vivificada por la caridad, y necesita de la ayuda divina para practicar las virtudes humanas con esa medida. Por eso sus virtudes humanas son también sobrenaturales. Son humanas por su objeto, y son sobrenaturales tanto por el sujeto –el hombre elevado por la gracia sobrenatural– como por su principio y su fin. Se llaman por eso "virtudes cristianas" en el sentido de "virtudes humanas del cristiano" o "virtudes morales sobrenaturales". Cuando san Josemaría habla de virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano 429, no quiere decir que haya dos clases de virtudes en él: unas sólo humanas y otras sobrenaturales, sino que las virtudes humanas de quien está en gracia de Dios son también sobrenaturales. Como es lógico, la expresión "virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano" puede entenderse también como incluyendo las virtudes teologales y abarca entonces la totalidad de las virtudes. San Josemaría expresa la relación entre las "virtudes humanas" y las correspondientes "virtudes sobrenaturales" diciendo que las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales 430. El concepto es tradicional, pero es llamativa la importancia que adquiere en el contexto de una vida espiritual dirigida a la santificación de las realidades terrenas, que reclama especialmente el ejercicio de esas virtudes. El término "fundamento" sugiere continuidad y discontinuidad con lo que se construye encima. Al decir que las virtudes humanas son "fundamento" de las sobrenaturales se reconoce que entre ambas hay discontinuidad, un salto de orden, que tiene que ver con la gracia sobrenatural. Pero si son "fundamento" es porque hay también continuidad entre ambas. En efecto, las virtudes sobrenaturales son, por su objeto y por la sustancia del hábito, las mismas virtudes humanas; pero al ser penetradas por la caridad quedan elevadas a una trascendente plenitud. "La gracia y la luz recibidas de la Revelación –observa Tanzella-Nitti– no son para la naturaleza algo yuxtapuesto, ni mucho menos algo superfluo. Las virtudes cristianas desvelan a su fundamento, es decir, a las virtudes naturales, cuál es su origen y su fin –su télos–, en el sentido de pleno cumplimiento y significado" 431 Para entender mejor que las virtudes humanas son fundamento de las sobrenaturales, podemos ver tres supuestos a los que san Josemaría hace referencia. El primero es el de una persona que no tiene fe pero practica las virtudes humanas. Para ella, las virtudes humanas son fundamento de las sobrenaturales en el sentido de que está bien preparada para recibir la gracia y cuando se abra a la luz de la fe y se convierta, contará con una sólida base para llevar una conducta coherentemente cristiana. En este mundo, muchos no tratan a Dios; son criaturas que quizá no han tenido ocasión de escuchar la palabra divina o que la han olvidado. Pero sus disposiciones son humanamente sinceras, leales, compasivas, honradas. Y yo me atrevo a afirmar que quien reúne esas condiciones está a punto de ser generoso con Dios, porque las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales. Es verdad que no basta esa capacidad personal: nadie se salva sin la gracia de Cristo. Pero si el individuo conserva y cultiva un principio de rectitud, Dios le allanará el camino; y podrá ser santo porque ha sabido vivir como hombre de bien 432 El segundo supuesto es el de un cristiano que no se esfuerza en cultivar las virtudes humanas. Carece entonces del fundamento necesario para llevar una vida de fe en la realidad cotidiana. San Josemaría se encontró en su labor sacerdotal con personas que reducían el seguimiento de Cristo al ejercicio de unas prácticas piadosas, sin imitar sus virtudes humanas, y por eso no progresaban espiritualmente. "Iesus Christus, perfectus Deus, perfectus Homo" –Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Muchos son los cristianos que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre..., y fracasan en el ejercicio de las virtudes sobrenaturales –a pesar de todo el armatoste externo de piedad–, porque no hacen nada por adquirir las virtudes humanas 433 El último supuesto es el que más directamente nos interesa. Se trata de la persona que está en gracia de Dios y busca la santidad, del cristiano que realmente quiere vivir la vida de Cristo perfecto Dios y perfecto hombre. En este caso, la afirmación de que "las virtudes humanas son fundamento de las sobrenaturales" significa ante todo que ha de poner esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo 434 No ha de practicarlas aplicando primero la sola regla de la razón y contando únicamente con sus fuerzas naturales (como haría quien no conoce a Cristo), para añadir "después" las exigencias de la fe. No. Desde el primer momento ha de esforzarse por vivir esas virtudes con la medida de la fe viva y contando con la ayuda de la gracia. En un hijo de Dios no hay dos clases de virtudes, unas solamente humanas y otras sobrenaturales, sino que las virtudes humanas están elevadas por la gracia, son virtudes sobrenaturales, y éstas proporcionan siempre un nuevo empuje para desenvolverse con hombría de bien 435: permiten obrar de acuerdo con lo que pide la dignidad y perfección humana, cosa que no es posible lograr plenamente, en la condición presente, con sólo las fuerzas naturales. La gracia ha de curar la debilidad contraída a causa del pecado, para que el cristiano pueda obrar con la agilidad de quien está sano y de modo sobrenatural. 4.1.2. "Para servir, servir". La caridad y las virtudes humanas Sabemos que la identificación con Jesucristo consiste esencialmente en la caridad, pero en la vida presente la caridad "necesita" las virtudes humanas, para poder traducirse en obras. Con otras palabras, las virtudes humanas son necesarias para que la caridad pueda manifestarse en las acciones que tienen por objeto las realidades de este mundo. Hay, ciertamente, actos de caridad que no requieren el ejercicio de esas virtudes; pero en la vida social corriente, la caridad exige que se viva la justicia, la solidaridad, la responsabilidad familiar y social, la pobreza, la alegría, la castidad, la amistad... 436 Si a un cristiano le faltaran estas virtudes, sería como un alma en un cuerpo inerte; podría pensar y querer, pero sería incapaz de traducir su querer en obras. Mejor que cualquier ejemplo es contemplar la realidad de la Encarnación, la maravilla de un Dios que ama con corazón de hombre 437 Cristo Jesús expresa su infinito amor a través de su obrar humano: cuando trabaja, cuando sonríe, cuando escucha..., cuando ejerce todas las virtudes humanas. Tan unidas están a la caridad que san Agustín considera que no son más que "varios afectos de un mismo amor (...), distintas funciones del amor" 438 En este sentido permanecen de algún modo en los santos después de esta vida, cuando la caridad alcanza su perfección en la gloria, de modo semejante a como se encuentran en la Humanidad santísima de Cristo glorioso, aunque entonces se manifiestan de modo diverso. "La caridad es paciente, la caridad es benigna; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal..." (1Co 13, 4-6). En estas palabras se puede ver reflejada la idea de que la paciencia, la benignidad, la modestia... –y tantas otras virtudes humanas que se enumeran en el Nuevo Testamento (cfr. Col 3, 8-12; Ef 4, 2 ss.; etc.)– son necesarias para que la caridad pueda informar la conducta del cristiano. Comentando este pasaje de la Primera Carta a los Corintios, escribe san Gregorio Magno que la caridad "incluye los actos de todas las virtudes" 439 Por ejemplo, una persona indolente puede omitir servicios a los demás que son exigidos por la caridad, no por mala intención sino por pereza. De hecho, las faltas de caridad se derivan, con frecuencia, de la carencia de virtudes humanas. La "necesidad" de las virtudes humanas para el despliegue de ciertos actos de la caridad se condensa en una expresión frecuente en san Josemaría: Recordadlo: para servir, servir. (...) Hay que procurar ser buenos instrumentos, conocer bien el propio oficio o profesión, ser personas competentes 440 Como lema para vuestro trabajo, os puedo indicar éste: para servir, servir (...). No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo 441 Para servir –es decir, para vivir la caridad con obras– se requiere idoneidad, "servir" en el sentido de "ser competente" o de "valer para una determinada tarea". Y esta idoneidad procede de las virtudes humanas. Una persona trabajadora, ordenada, educada, etc., está en condiciones de responder a las exigencias de la caridad en el ejercicio de sus deberes. La expresión "para servir, servir" es, pues, una exhortación a adquirir las cualidades necesarias para ser útil, cultivando las virtudes que permiten prestar a otros los servicios convenientes. A su vez, las virtudes humanas "necesitan" de la caridad para alcanzar su plenitud de sentido, es decir, para ser virtudes de quien reconoce que su fin último es dar gloria a Dios. Como este fin es sobrenatural, exige una perfección que no poseen las virtudes humanas sin la gracia. Tanzella-Nitti lo expresa con acierto cuando dice que "la insistencia del fundador del Opus Dei en las virtudes humanas (...) no debe ser leída en sentido naturalista. Sería una falsa interpretación, de carácter semipelagiano, pensar que una naturaleza más noble y más fuerte constituya un mejor presupuesto para la acción de la gracia, justificando erróneamente un cuidado de la naturaleza como si fuera un fin para sí misma. En una perspectiva de ese género, el horizonte virtuoso sería fácilmente interpretado como una mera forma de equilibrio o de eficacia humana. Cuando, en cambio, la naturaleza se pone en camino hacia un cumplimiento que va más allá de sí misma, y las cualidades humanas hacia una perfección que supera el interés individual de quien las ejercita, las virtudes humanas reconocen implícitamente su té-los, no ya en la naturaleza misma, sino en algo que las trasciende, abriéndose así a la acción gratuita de la gracia divina" 442 Sin la caridad, las virtudes humanas serían estériles para la santidad: "si no tengo caridad, no soy nada" (1Co 13, 2), afirma san Pablo; y exhorta: "que todas vuestras obras sean hechas en caridad" (1Co 16, 14). La caridad ha de informar todas las obras, dirigiéndolas al fin último de la vida cristiana. Aunque las virtudes humanas sean en sí mismas perfecciones de la persona, solamente alcanzan su pleno sentido si están vivificadas por la caridad, que les da su perfección última, convirtiendo su acto propio en un acto de amor a Dios. Por eso no hay que considerarlas como simple preparación previa a la caridad, ni cultivarlas independientemente de ella. Ha de ser precisamente el amor lo que lleve a desarrollarlas, con la ayuda de la gracia. "El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad" 443 Se trata de ser fieles por amor a Dios, fuertes por amor, pacientes por amor, templados, castos por amor, etc. "Revestíos de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia (...). Y sobre todo revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección" (Col 3, 12.14). 4.1.3. División y conexión de las virtudes humanas San Josemaría emplea a veces la división clásica en cuatro virtudes cardinales –prudencia, justicia, fortaleza y templanza–, que perfeccionan, respectivamente, el entendimiento, la voluntad, el apetito irascible y el concupiscible 444 Las demás virtudes humanas se pueden considerar como "partes" de éstas 445, excepción hecha de la humildad, a la que asigna, como hemos visto, un papel singular. En la homilía Virtudes humanas 446 no menciona la división cuatripartita, aunque es patente que le sirve de marco de referencia. La emplearemos aquí como esquema, para hablar con cierto orden de las virtudes que con más frecuencia afloran en su predicación. En las enseñanzas de san Josemaría está muy presente la connexio virtutum 447: la íntima conexión que existe entre las virtudes cristianas al estar vivificadas por la caridad, de modo que la perfección de cada una de ellas no se da sin las demás 448 Ya para los antiguos la virtud es una sola –los hábitos buenos se exigen mutuamente–, mientras que los vicios son muchos. Pero en la visión cristiana, esta realidad natural tiene un fundamento nuevo y más profundo. La caridad no las une "desde fuera", sino desde dentro del sujeto, elevando hacia Dios la voluntad que las dirige. Así se explica que san Josemaría, al hablar de una virtud, se refiera muchas veces también a otras y las presente como inseparables o mutuamente implicadas: vincula, por ejemplo, la fidelidad a la fortaleza, o a la pureza, o a la generosidad... Aquí no será posible reflejar la riqueza de estas interrelaciones, pero sí su raíz en la caridad. Por esto en cada virtud humana veremos su relación con ella: diremos cómo la caridad la "necesita", y cómo las virtudes a su vez "necesitan" estar informadas por la caridad para ser "cristianas", reflejo de las virtudes de Cristo. Antes de exponer algunas virtudes vale la pena recordar que nos hemos de limitar a los enfoques básicos y a las aplicaciones También hay una conexión entre las virtudes morales por razón de la prudencia (cfr. Santo Tomás de Aquino, De virtutibus in communi, a. 12), pero es un tema que aquí no necesitamos detallar porque cuando la misma prudencia está informada por la caridad, la conexión tiene un nuevo fundamento, que es el propio de la vida espiritual. que nos parecen más características, omitiendo muchos aspectos en los que no es posible detenerse. También conviene no perder de vista que trataremos sólo de las virtudes, no de los vicios. Además, nos referiremos a ellas en cuanto poseídas por el cristiano, no a la lucha por mejorarlas combatiendo los defectos (esto lo dejamos para el capítulo 8º). 4.2. Prudencia. Criterio cristiano. Realismo El objeto de toda virtud humana es un bien creado, y a los bienes creados se ha de tender con medida. La virtud de la prudencia lleva a discernir entre el bien y el mal en las acciones concretas e inclina a actuar bien: a clarificar el fin y a buscar los medios más convenientes para alcanzarlo 449 Indica la "medida justa" o el "justo medio" de las demás virtudes, entre el exceso y el defecto (por ejemplo, entre la cobardía y la temeridad, en la virtud de la fortaleza). Por esto, con gran razón a la prudencia se le ha llamado genitrix virtutum (S. Tomás de Aquino, In III Sententiarum, d. 33, q. 2, a. 5), madre de las virtudes, y también auriga virtutum (S. Bernardo, Sermones in Cantica Canticorum, 49, 5), conductora de todos los hábitos buenos 450 Siguiendo la doctrina tradicional, san Josemaría se preocupa de hacer notar que ser prudente no es ser mediocre. El "justo medio" es una cumbre, un punto álgido: lo mejor que la prudencia indica 451 La caridad no puede prescindir de esta virtud: para custodiar el Amor se precisa la prudencia 452 A la vez, ésta "necesita" la caridad para ser prudencia cristiana. En efecto, después de recordar en qué consiste esta virtud, san Josemaría añade: hemos de preguntarnos siempre: prudencia, ¿para qué? 453 El "¿para qué?" no lo señala la misma prudencia, sino la caridad que la ordena al último fin: a la santidad y al apostolado. Las últimas metas de la prudencia no son la concordia social o la tranquilidad de no provocar fricciones. El motivo fundamental es el cumplimiento de la Voluntad de Dios (...). El corazón prudente poseerá la ciencia (Pr 18, 15); y esa ciencia es la del amor de Dios 454 San Josemaría ve reflejada esta concepción de la prudencia, penetrada por la caridad, en una definición de san Agustín que reproduce literalmente en una de sus Cartas por el gran contenido espiritual que encierra 455: "la prudencia", según el Obispo de Hipona, "es el amor que sabe discernir lo útil para ir a Dios, de lo que puede alejar de Él" 456 4.2.1. "Almas de criterio" Las enseñanzas de san Josemaría relativas a la prudencia se encuentran a veces bajo otros nombres. El discernimiento que procede del amor, al que nos acabamos de referir, lo suele designar, por ejemplo, como "criterio cristiano". Habla de "tener criterio" o "rectitud de criterio" o de ser alma de criterio 457 Para guiar la propia conducta y la de otros no basta el conocimiento de unas reglas ni la experiencia acumulada. Hace falta una disposición más honda, que delinea con los trazos de la prudencia: El criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad 458 Como se ve, todas las virtudes concurren al criterio: el que es justo, fuerte, templado, etc., tendrá allanado el camino para ser una persona prudente que acierta a determinar lo que es bueno en cada caso y para ponerlo por obra. El criterio cristiano es una sabiduría de corazón 459, que permite "discernir cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, agradable y perfecto" (Rm 12, 2) y aplicar los principios morales a las situaciones particulares: un saber práctico desde la fe y bajo el impulso del amor a Dios. A este respecto, san Josemaría recuerda que Santo Tomás señala tres actos de este buen hábito de la inteligencia: pedir consejo, juzgar rectamente y decidir 460: – "Pedir consejo" o "aconsejarse" significa adquirir los conocimientos necesarios para obrar rectamente: buscar la claridad que se necesita, sin confiar presuntuosamente en la mera intuición. La verdadera prudencia es la que permanece atenta a las insinuaciones de Dios 461, poniendo los medios adecuados en cada caso: el estudio y la petición de consejo. Es prudente quien, antes de tomar decisiones, se informa debidamente, no se precipita ni se deja llevar de una confianza exagerada en la propia capacidad. Por eso acudimos a un consejero; pero no a uno cualquiera, sino a uno capacitado y animado por nuestros mismos deseos sinceros de amar a Dios, de seguirle fielmente 462 –Después es necesario juzgar, porque la prudencia exige ordinariamente una determinación pronta, oportuna 463, evitando al mismo tiempo la precipitación. Las cosas urgentes pueden esperar, y las cosas muy urgentes deben esperar 464: máxima de buen gobierno que san Josemaría siempre defendía. –Finalmente, hay que llegar a la decisión. La prudencia no se deja llevar de un cómodo abstencionismo (...), asume el ries go de sus decisiones, y no renuncia a conseguir el bien por miedo a no acertar 465 Si a veces es prudente retrasar la decisión hasta que se completen todos los elementos de juicio, en otras ocasiones sería gran imprudencia no comenzar a poner por obra, cuanto antes, lo que vemos que se debe hacer; especialmente cuando está en juego el bien de los demás 466 4.2.2. Realismo cristiano y "mística ojalatera". Orden interior Lo que comúnmente se entiende por "realismo" –conocer y presentar las cosas tal como son– es sin duda un elemento integrante de la prudencia. El hombre prudente no ignora el terreno en el que se mueve. En este sentido, el primer paso de la prudencia es el reconocimiento de la propia limitación 467 Hay un realismo que forma parte de la prudencia humana y un realismo propio de la prudencia cristiana. Este último descubre aspectos nuevos al considerar las cosas con los ojos de la fe, pero cuenta con la realidad en toda su amplitud. El cristiano es realista, con un realismo sobrenatural y humano, que advierte todos los matices de la vida: el dolor y la alegría, el sufrimiento propio y el ajeno, la certeza y la perplejidad, la generosidad y la tendencia al egoísmo 468 Esta actitud es connatural a la enseñanza de san Josemaría porque, como hace notar Jorge Peña Vial, "la santificación de la vida ordinaria requiere esta dosis de realismo y de amor a la realidad" 469 Su predicación no es abstracta; impulsa a la búsqueda de la unión con Dios en medio de las vicisitudes reales de la vida. Ilusiona con grandes ideales de santidad y de transformación cristiana del mundo, pero sin utopías. Os pido sencillamente que toquéis el cielo con la cabeza: tenéis derecho, porque sois hijos de Dios. Pero que vuestros pies, que vuestras plantas estén bien seguras en la tierra, para glorificar al Señor Creador Nuestro, con el mundo y con la tierra y con la labor humana 470 Entre las afecciones que puede sufrir el sano realismo hay una que san Josemaría llama "mística ojalatera". He aquí como la describe en una de sus homilías, alentando a superarla: Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera –¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...–, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor 471 "Mística ojalatera" es un neologismo que le sirve para evocar tanto los "ojalá" como la "hojalata", aleación de buen aspecto pero de escaso valor. La "mística del ojalá" es también eso: una mística aparente, sin autenticidad, que huye de la vida real olvidando que es lugar de encuentro con Dios, para refugiarse en la imaginación; pone el deseo de plenitud en la esperanza de realizar cosas en sí mismas buenas pero que están fuera del camino de la propia vocación personal. Una deformación que, si no se ataja, puede llevar a la locura de cambiar de sitio 472: un "cambiar por cambiar", un querer comenzar algo mejor que, en realidad, sólo es pretexto para no perseverar en el bien que se está haciendo. El peligro puede presentarse de manera particularmente insidiosa en la madurez de la vida, con la tentación de replantearse los compromisos que se han adquirido, o de no aceptar sus consecuencias. San Josemaría advierte de este mal y enseña a ayudar a quien lo sufra rejuveneciendo y vigorizando su piedad, tratándole con especial cariño 473 También en estas circunstancias, el espíritu de filiación divina –la piedad y la fraternidad de hijos de Dios– es la roca firme que sostiene el edificio de la santidad en medio de las tribulaciones (cfr. Mt 7, 24-25). Junto a esto es necesario desarrollar la virtud de la prudencia, porque en el origen de la "mística ojalatera" hay siempre "un problema de realismo" 474 La exhortación a "atenerse sobriamente a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor", es buena muestra de la importancia de esta virtud para llegar a ser contemplativos en la vida ordinaria: a vivir, como dice san Josemaría, en el cielo y en la tierra, siempre. No entre el cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! 475 Otro aspecto de la prudencia al que san Josemaría concede gran importancia es el orden: el "orden interior" en los pensamientos, intenciones y afectos, del que deriva el "orden exterior" en la conducta (como virtud, no como simple mecanismo). En el terreno de la actividad humana 476, el orden comporta el reconocimiento de una prioridad o posteridad de las acciones en relación con un principio. Tenemos aquí dos elementos. En primer lugar, que el orden debe estar presente en todas las acciones. Así se lee en Camino: ¿Virtud sin orden? –¡Rara virtud! 477 San Josemaría considera necesario el orden para que cualquier acto pueda ser un acto de virtud, y esto es propio de la prudencia, cuyo objeto es indicar la "medida" de las acciones. En este sentido el orden es un aspecto de la virtud de la prudencia, que consiste en indicar el "lugar" de las acciones u "ordenarlas". El segundo elemento es el principio ordenador o rector de la conducta. Para un cristiano, ese principio es la caridad, el amor a Dios. San Josemaría recalca que la vida de un fiel corriente exige ante todo buscar el verdadero centro de la vida humana, lo que puede dar una jerarquía, un orden y un sentido a todo: el trato con Dios 478 Sólo a la luz de ese foco central se puede descubrir el lugar de cada cosa, el orden en los bienes que ha de buscar la voluntad, en los afectos y en las acciones: lo que es prioritario y lo que debe esperar. El orden es así, en definitiva, un acto de la virtud de la prudencia informada por la caridad. La importancia de esta virtud es grande para un fiel corriente solicitado por ocupaciones diversas. Cuando hay muchas cosas que hacer, es preciso establecer un orden, es necesario organizarse. Muchas dificultades provienen de la falta de orden, de la carencia de ese hábito 479 Entre los consejos de san Josemaría en el terreno práctico de esta virtud, el más importante –y con mucho el más frecuente– es dar prioridad, a lo largo de la jornada, a las prácticas de piedad que cada uno tiene previstas: lo primero es el trato con Dios, y esto se traduce generalmente –cuando la caridad no exige otra cosa– en anteponer a las demás ocupaciones habituales el cumplimiento amoroso del propio "plan de vida espiritual" 480 Siguen después otras muchas recomendaciones, en las que no nos podemos detener, acerca de la puntualidad, el orden material en los instrumentos de trabajo, e incluso en el modo de presentarse: Que tu porte exterior sea reflejo de la paz y el orden de tu espíritu 481 Los efectos interiores y exteriores de la práctica de esta virtud se resumen en las palabras de Forja: El orden dará armonía a tu vida, y te traerá la perseverancia. El orden proporcionará paz a tu corazón, y gravedad a tu compostura 482 4.3. Justicia. Fidelidad. Obediencia Uno de los aspectos de la caridad es procurar el bien para los demás por amor a Dios. Para conseguirlo es imprescindible la virtud de la justicia, que inclina la voluntad a dar a cada uno lo suyo 483 Sin esta rectitud no puede ejercerse la caridad, que también reside en la voluntad 484 San Josemaría señala el error lamentable de quienes prescinden de la justicia, y se limitan a un poco de beneficencia, que califican de caridad, sin percatarse de que aquello supone una parte pequeña de lo que están obligados a hacer 485 Al no prestar atención a lo justo, yerran por completo en la caridad. Pero la justicia guiada por la sola razón, no basta a un cristiano. Decididamente no basta 486, pues por mucho que cada uno merezca, hay que darle más, porque cada alma es una obra maestra de Dios 487 San Josemaría advierte: Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: Dios es amor (1Jn 4, 16). Hemos de movernos siempre por Amor de Dios 488 En la vida cristiana, la justicia ha de estar informada por la caridad y ha de guiarse por la razón iluminada por la fe. Por eso san Josemaría indica que la caridad ha de ir "dentro" de la justicia. Además dice que la caridad ha de ir "al lado" de la justicia, porque la conducta cristiana hacia los demás no está regulada sólo por la justicia. La caridad como tal –que se dirige a Dios– comporta unas exigencias superiores. La justicia requiere que sepamos reconocer los derechos de los demás. La caridad, en cambio, nos exige que comprendamos no solamente los derechos, sino también las necesidades de nuestros prójimos 489 En diversas ocasiones emplea esta fórmula: La mejor caridad está en excederse generosamente en la justicia 490 "Aquí se está poniendo de relieve un modo de conectar las dos virtudes que ya exige su relación mutua: la justicia, como virtud moral, busca el justo medio, pero al estar unida a la caridad, virtud teologal, la saca de sus límites estrictos y la lleva a la realización plena. De la relación con la caridad sale, por tanto, fortalecida y llevada a la plenitud" 491 A su vez, la caridad se expande por medio de la justicia, como se ve en las siguientes palabras donde parte de la misma fórmula: La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo...; pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad: en una palabra, seguir aquel consejo del Apóstol: llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo (Ga 6, 2). Entonces sí: ya vivimos plenamente la caridad, ya realizamos el mandato de Jesús 492 Necesitamos olvidarnos de nosotros mismos, no aspirar a otro señorío que el de servir a los demás, como Jesucristo, que predicaba: el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir (Mt 20, 28). Eso requiere la entereza de someter la propia voluntad al modelo divino, trabajar por todos, luchar por la felicidad eterna y el bienestar de los demás. No conozco mejor camino para ser justo que el de una vida de entrega y de servicio 493 Así ve san Josemaría la relación entre justicia y caridad en un hijo de Dios. La caridad con el prójimo es un "desorbitarse de la justicia", pero no la sustituye ni la hace superflua. Sin justicia, la caridad carecería de una parte sustancial de "materia" para vivificar. La persona justa posee un vivo "sentido del deber"; es consciente de que hay cosas que los demás tienen derecho a exigir 494, y se mueve con la firme determinación de asumir y de cumplir sus obligaciones. Pero en un cristiano, esta determinación ha de estar informada por la caridad: se trata de cumplir los deberes por amor a Dios. A su vez, la caridad necesita ese "sentido del deber", imprescindible también para urgir a los demás a actuar conforme a la justicia y para defender a quienes no pueden hacer valer sus derechos 495 La justicia implica la inclinación a ejercitar los propios derechos en las relaciones con los demás. Respecto a los derechos "personales" –basados en un título inherente a la persona–, puede haber motivos de caridad para no ejercerlos, como da a entender san Pablo cuando dice, refiriéndose a esos casos: "¿Por qué no preferís sufrir la injusticia? ¿Por qué no preferís ser despojados?" (1Co 6, 7) En cambio, cuando se trata de derechos inherentes a un cargo, su ejercicio constituye con frecuencia un deber, porque puede exigirlo el bien de otras personas y, más en general, el bien común. No confundamos los derechos del cargo con los de la persona. –Aquéllos no pueden ser renunciados 496 San Josemaría subraya que quien ha de santificar las relaciones sociales y profesionales no puede omitir, por lo general, el ejercicio de estos derechos. Observa todos tus deberes cívicos, sin querer sustraerte al cumplimiento de ninguna obligación; y ejercita todos tus derechos, en bien de la colectividad, sin exceptuar imprudentemente ninguno. –También has de dar ahí testimonio cristiano 497 Otros aspectos de la justicia en las relaciones profesionales y sociales los veremos en el capítulo 7º al hablar de la santificación de las realidades temporales. 4.3.1. Fidelidad a los compromisos. Lealtad Parte de la justicia es la fidelidad a los compromisos moralmente rectos que se hayan asumido: la firme decisión de cumplir los deberes que derivan de ellos. No nos referimos ahora a la "fidelidad a Dios" como acto de las virtudes teologales, ya estudiado dentro de la fe, sino a la "fidelidad a los compromisos adquiridos" con una persona o una institución. Esta fidelidad es una virtud humana llamada también "lealtad", porque la palabra dada y el compromiso adquirido se convierten en "ley" para la propia conducta. Un cristiano puede adquirir compromisos de diverso tipo para vivir, por amor a Dios, su vocación. Por ejemplo, el compromiso con una institución de la Iglesia de recibir una específica formación cristiana y de participar en determinadas iniciativas apostólicas dedicando tiempo y medios, o el compromiso de permanecer célibe por amor a Dios, para la dilatación de su Reino –"propter Regnum Caelorum" (Mt 19, 12)–, respondiendo a una llamada divina que se reconoce como permanente. El amor a Dios que lleva a asumir esos compromisos necesita la virtud humana de la fidelidad para durar en el tiempo, sin dejarse corromper por fluctuaciones de ánimo, o por dificultades externas que puedan sobrevenir, o por la misma atracción de los bienes que se han dejado para obtener otros (como sucede en quien acoge el don del celibato, sin que por eso deje de sentir inclinación al bien del matrimonio). A su vez, esa fidelidad necesita de la caridad para ser actualización constante del "primer amor" (Ap 3, 4) que llevó a adquirir, no de modo provisional sino para siempre, aquellos compromisos. San Josemaría lo explica refiriéndose a la entrega a Dios en el Opus Dei, pero, por el contenido teológico, sus palabras tienen una aplicación más general: Es lógico, por otra parte, que sintamos la atracción, no ya del pecado, sino de esas cosas humanas nobles en sí mismas, que hemos dejado por amor a Jesucristo, sin que por eso hayamos perdido la inclinación a ellas. Porque teníamos esa tendencia, la entrega de cada uno de nosotros fue don de sí mismo, generoso y desprendido; porque conservamos esa entrega, la fidelidad es una donación continuada: un amor, una liberalidad, un desasimiento que perdura, y no simple resultado de la inercia. Dice Santo Tomás: eiusdem est autem aliquid constituere, et constitutum conservare (S.Th. II-II, q. 79, a. 1, c). Lo mismo que dio origen a tu entrega, hijo mío, habrá de conservarla 498 Cuando la fidelidad a estos compromisos está informada por la caridad –cuando es fidelidad por amor a Dios–, entonces la misma virtud humana alcanza su perfección y cumplimiento: la perseverancia. Se lee en Camino: ¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. –Enamórate, y no "le" dejarás 499 A la vez, la virtud humana de la fidelidad –la lealtad– tiene un objeto y un valor propios que no pierden sentido aunque en un determinado momento faltara la caridad sobrenatural. Mantener entonces la lealtad es camino para recuperar ese amor en el que encuentra su perfección. Por eso, Álvaro del Portillo hacía notar que la frase citada de Camino "también adquiere sentido si la leemos al revés: no "le" dejes, y te enamorarás; sé leal y acabarás loco de amor a Dios" 500 4.3.2. Obediencia "con todas las energías de la inteligencia y la voluntad" Jesucristo obedece a la Voluntad de su Padre celestial, y también obedece a María y a José. Lo primero es obediencia a Dios y se identifica con la caridad; lo segundo es, por su objeto, la virtud humana particular de la obediencia, de la que hablaremos ahora 501 Lo hacemos en el ámbito de la justicia porque la obediencia, como la justicia, se refiere a otros (a los padres, o a la legítima autoridad en general). La obediencia a Dios y la obediencia a la autoridad humana están íntimamente relacionadas. Jesús obedece a María y a José por amor a la voluntad de su Padre, que ha establecido la potestad y la autoridad humana. Aprendamos de Jesús a vivir la obediencia. Él ha querido poner en la pluma del Evangelista esa maravillosa biografía que, en latín, tiene sólo tres palabras: erat subditus illis (Lc 2, 51). Fijaos si es necesaria la obediencia para un hijo de Dios, ¡si Dios mismo ha venido para obedecer a dos criaturas, perfectísimas, pero criaturas: Santa María –más que Ella sólo Dios– y San José! Y Jesús les obedeció 502 La Sagrada Escritura manifiesta que Dios quiere que se obedezca a la legítima autoridad humana (cfr. Jn 19, 11; Rm 13, 1-2; Hb 13, 17; 1P 2, 13). En las indicaciones justas de esta autoridad resuena su voz. Se obedece no a un hombre, sino a Dios 503 Por eso el amor a Dios necesita esta virtud: la obediencia en la familia, en la sociedad civil y en la Iglesia. Por otra parte, la obediencia cristiana ha de estar informada por la caridad: ha de ser una obediencia por amor. La obediencia perfecciona la voluntad. Pero el acto de la voluntad sólo puede ser virtuoso, en un hijo de Dios, si sigue el dictamen de la razón iluminada por la fe. Por eso Dios no nos impone una obediencia ciega, sino una obediencia inteligente 504 La virtud no consiste en obedecer de modo "voluntarista" sino con todas las energías de la inteligencia y de la voluntad 505, con plena libertad, con el corazón y con la mente 506 De ahí la necesidad de identificarse con lo que se pide: No amas la obediencia, si no amas de veras el mandato, si no amas de veras lo que te han mandado 507 Y la lógica aceptación de la responsabilidad consiguiente en cada acto de obediencia 508 Como es sabido, la raíz griega y latina de "obedecer" en la Sagrada Escritura está en relación con "oír", en el sentido de "prestar oído", escuchar la manifestación de la voluntad de otro para darle respuesta y cumplirla 509 Obedecer no es cumplir lo mandado actuando como un autómata, como un instrumento inerte, sino que implica poner en juego la inteligencia ("escuchar") para realizar después lo que se ha entendido. En el acto de obediencia la voluntad debe ser iluminada por la inteligencia. Por esto es preciso que existan "razones" para obedecer. Para san Agustín la obediencia "es la virtud propia de la criatura racional" 510 Una obediencia voluntarista, con la "sola voluntad", sin intervención de la razón, no puede ser una virtud humana 511 Pero esto no quiere decir que no se pueda ejercitar la virtud de la obediencia si previamente la inteligencia no ha quedado satisfecha porque ha comprendido plenamente todas las razones del mandato. Esto sería el otro extremo, una forma de intelectualismo, una especie de despotismo de la razón. Por el contrario, la razón debe someterse a la voluntad después de haberla iluminado, de modo que resulta posible obedecer (con obediencia virtuosa) confiando en las razones que tiene quien manda, si hay sólidas razones para confiar. San Josemaría saca muchas orientaciones prácticas de esas premisas, también para quienes ejercen la autoridad: Hay que aprender a mandar. Saber mandar con todo el imperio de la autoridad –de una autoridad, que es servicio– pero teniendo en cuenta que, quienes han de obedecer, obedecen ejercitando la inteligencia y la voluntad: como seres libres, no como cadáveres (...). Mandar con delicadeza, respetando la libertad, respetando la inteligencia y la voluntad del que obedece. De otra manera, es pretender una obediencia perinde ac cadaver, y, como os he dicho, yo con cadáveres no voy a ninguna parte 512 Como ejemplo de obediencia inteligente y libre presenta a la Santísima Virgen en el momento de la Anunciación: En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 21) 513 Podemos prolongar este enfoque considerando otro momento de la vida de María que permite descubrir cómo puede darse la obediencia inteligente cuando no se comprenden del todo las razones para realizar lo que indica quien tiene autoridad, pero hay motivos suficientes para confiar en que es razonable y bueno. Se trata de otra pregunta de la Santísima Virgen, esta vez a su Hijo cuando lo encuentra entre los doctores en el Templo, después de tres días de afanosa búsqueda: "¿por qué has hecho esto? He aquí que tu padre y yo te buscábamos angustiados" (Lc 2, 48). También ahora, como en la Anunciación, hay en la Virgen la disposición plena de identificarse con la voluntad divina (que reconoce en las palabras de su Hijo) y por eso pregunta. Pero en esta ocasión no entiende la respuesta: "no comprendieron lo que les decía" (Lc 2, 49). "Dios permitió que no alcanzara a comprender sus palabras [las de Jesús], pero ciertamente comprendió que tenían un sentido oculto para Ella en aquel momento, que había unas razones superiores, y aceptó y se identificó con la voluntad divina sin entenderla. Esto nos enseña, más en general, que se puede obedecer –con obediencia inteligente– "sin entender", pero sabiendo que el mandato es inteligible, que tiene un sentido que conoce el que manda aunque no el que obedece, por su limitación personal o por cualquier otro motivo" 514 No se prescinde entonces de la razón sino que se aceptan los propios límites y se confía en quien tiene autoridad para aconsejar o potestad para mandar, sabiendo que lo hará con la luz de la razón y de la fe. En este caso, quien obedece puede descansar en la certeza de que es razonable obedecer. Modelo supremo de obediencia es la de Jesús en la Cruz. De nuevo encontramos una pregunta: "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?" (Mc 15, 34; Sal 22, 2). En los comentarios bíblicos se suele hacer notar que, al incoar en la Cruz el Salmo 22, el Señor manifestaba que en ese momento se estaban cumpliendo las profecías contenidas en otros versículos del salmo: "Han taladrado mis manos y mis pies... se reparten mis ropas y echan a suertes mi túnica..." (vv. 17 y 19). Esto es indudable, pero no debería dejar en segundo plano la pregunta inicial del salmo, pronunciada por Jesús: "¡Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?". Un autor ha observado la relación de estas palabras con la virtud de la obediencia, recordando que en el Calvario estamos ante el culmen de la misma obediencia "hasta la muerte y muerte de Cruz" (Flp 2, 8), con la que fue reparada la desobediencia de Adán (cfr. Rm 5, 19): "En medio de la luz –para nosotros cegadora– del misterio de Cristo que pregunta al Padre, llegamos a entrever la profundidad insondable de la identificación de su voluntad humana, iluminada por la visión beatífica, con la voluntad divina. Cristo, que ve cara a cara al Padre, conoce los designios divinos que incluyen su muerte en la Cruz para la salvación de los hombres. Su pregunta manifiesta, sin embargo, que la comprensión de ese designio es inasequible al entendimiento humano, y nos muestra la plenitud de su obediencia filial que deposita toda la confianza en la paternidad divina: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46)" 515 Con la obediencia, observa este mismo autor citando a san Josemaría, respondemos a la bendita paternidad de Dios 516 En el supuesto normal de que haya motivos para confiar en la rectitud de quienes ejercen la autoridad, la inteligencia, puesta al servicio de la obediencia, proporciona tal perspicacia que muchas veces no son necesarios los mandatos explícitos: basta una insinuación. Por eso, san Josemaría solía dar esta pauta a los fieles del Opus Dei: Un "por favor", y vamos de cabeza. Es lo más fuerte que tenemos para mandar: por favor 517 4.4. Fortaleza. Paciencia. Perseverancia Sabemos que los sentimientos tienen una incidencia profunda en el uso de la libertad. Su influjo es positivo cuando son "virtuosos", es decir, cuando nacen de las facultades sensibles (llamadas apetito irascible y concupiscible) perfeccionadas por las virtudes de la fortaleza y de la templanza, que los modelan según el orden de la razón iluminada por la fe para ponerlos al servicio de la caridad, permitiendo así amar con todas las facultades del alma 518 Gracias a estas virtudes el cristiano puede llegar a tener un corazón henchido de los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cfr. Flp 2, 5): una caridad rebosante de afecto (cfr. 1Co 13, 4), que sabe superar con fortaleza las dificultades y emplear con templanza los bienes creados para servir a los demás y no al propio gusto. Esta identificación con los sentimientos de Cristo es, evidentemente, obra del Paráclito, Espíritu "de fortaleza, caridad y templanza" (2Tm 1, 7), a quien es preciso acudir y secundar. Veremos primero la fortaleza y después la templanza, cada una con algunas virtudes conexas. 4.4.1. Fortaleza, por amor Recordemos la noción clásica de fortaleza: "virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral" 519 San Josemaría expresa lo esencial de diversos modos, con un lenguaje propio de la predicación: Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una tarea exclusivamente por los beneficios que recibe, sino por el servicio que presta a los demás. El fuerte, a veces, sufre, pero resiste; llora quizá, pero se bebe sus lágrimas. Cuando la contradicción arrecia, no se dobla 520 No son afirmaciones teóricas. Tras ellas hay una vasta experiencia de dolores y contrariedades que le acompañaron toda la vida, imprimiendo en su alma el sello de la cruz. Las biografías y los testigos reflejan, al menos en parte, esta realidad que aquí nos limitamos sólo a mencionar. Nuestra atención se concentra en la doctrina. Las frases apenas citadas se pueden aplicar tanto a la virtud humana como a la virtud sobrenatural de la fortaleza. Lo específico de esta última es que se pone al servicio del amor a Dios y que está informada por ese amor. La fortaleza cristiana lleva a afrontar, por amor a Dios y confiando en su gracia, los obstáculos a la santidad y el apostolado, tanto exteriores como interiores, sobre todo la inclinación al mal, que es la razón última de los conflictos interiores y entre los hombres 521 Soporta las dificultades como buen soldado de Cristo Jesús (2Tm 2, 3), nos dice San Pablo. La vida del cristiano es milicia, guerra, una hermosísima guerra de paz, que en nada coincide con las empresas bélicas humanas, porque se inspiran en la división y muchas veces en los odios, y la guerra de los hijos de Dios contra el propio egoísmo, se basa en la unidad y en el amor. Vivimos en la carne, pero no militamos según la carne. Porque las armas con las que combatimos no son carnales, sino fortaleza de Dios para destruir fortalezas, desbaratando con ellas los proyectos humanos, y toda altanería que se levante contra la ciencia de Dios (2Co 10, 3-5). Es la escaramuza sin tregua contra el orgullo, contra la prepotencia que nos dispone a obrar el mal 522. Gran parte de los textos de san Josemaría sobre la fortaleza están centrados en la lucha contra el mal que el cristiano ha de mantener. Nos ocuparemos de este tema directamente en el capítulo 8º, donde hablaremos del pecado y de las tentaciones al pecado, es decir, del "objeto" de la lucha cristiana; ahora nos fijamos solamente en el "sujeto": en cómo contribuye esta virtud a modelar en el cristiano la imagen de Cristo, haciendo que su amor sea "fuerte", que su caridad no se detenga ante los obstáculos que se interponen al cumplimiento de la voluntad de Dios. En una homilía titulada significativamente Con la fuerza del amor 523, san Josemaría escribe que, con el Señor, la única medida es amar sin medida 524. Pues bien, la virtud de la fortaleza no hace otra cosa que consentir la expansión del amor, superando las dificultades que pueden retraer de actuar en todo momento por amor. Así escribe en otra ocasión: En cada una de tus actividades, porque cuentas con la fortaleza de Dios, has de portarte como quien se mueve exclusivamente por Amor 525. Al permitir que el amor a Dios gobierne la propia conducta, la fortaleza consigue que el cristiano no se quede en los buenos deseos: que haya correspondencia entre el querer y el obrar. Un punto de Camino expresa vigorosamente esta idea, acudiendo al ejemplo de los santos: Voluntad. –Energía. –Ejemplo. –Lo que hay que hacer, se hace... Sin vacilar... Sin miramientos... Sin esto, ni Cisneros hubiera sido Cisneros; ni Teresa de Ahumada, Santa Teresa...; ni Íñigo de Loyola, San Ignacio... ¡Dios y audacia! –"Regnare Christum volumus!" 526 Para una explicación detallada de este punto remitimos a la edición crítico-histórica 527. Aquí nos basta observar que la fortaleza –implícita en el texto– está vista como dentro de la caridad: es una fortaleza que pone al servicio de la extensión del Reino de Cristo toda la audacia apostólica que reclama el ideal de llevar el Evangelio a las gentes. Tan necesaria resulta esta virtud para la santidad y para el apostolado, que un "amor débil", que no quiere saber de sacrificio, no es el verdadero amor "con todas tus fuerzas" (Mc 12, 30) que Dios reclama. Es impensable que un cristiano pretenda amar sin poner en juego ni siquiera las energías que otros ponen al servicio de sus inclinaciones, sean rectas o no: Me dices que sí, que quieres. –Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer? –¿No? –Entonces no quieres 528. San Josemaría recalca esta idea sirviéndose de imágenes y ejemplos. Recordad aquella leyenda, que se acostumbraba a grabar en los puñales antiguos: no te fíes de mí, si te falta corazón 529. Se refiere a las armas blancas que se fabricaban en Toledo, famosas por la calidad de su acero. ¿De qué sirve una buena arma si no hay fortaleza en quien la empuña? El cristiano necesita la fortaleza porque el bien supremo que ama, el cumplimiento de la voluntad de Dios, es un bien arduo que requiere lucha (cfr. Mt 11, 12), y lucha sin cuartel. Ha de poner en juego la propia vida como Jesucristo Nuestro Señor, que "nos amó y se entregó por nosotros como oblación y ofrenda de suave olor ante Dios" (Ef 5, 2; cfr. Ga 1, 4). "El amor es fuerte como la muerte" (Ct 8, 6): es un pasaje de la Escritura en el que ve reflejada esta necesidad de la fortaleza 530, porque así como la muerte sobreviene antes o después, desbaratando todo lo que se haga para evitarla, análogamente el amor, la caridad, ha de imponerse y vencer cualquier barrera, incluso hasta dar la vida. Fuerte como la muerte es el amor (Ct 8, 6). Es uno de los piropos que se dicen de la Virgen, recogiendo palabras de la Escritura Santa; porque María era fuerte para el amor, fuerte para sufrir, fuerte para enseñar 531. Para hablar del vicio contrario a esta virtud (por defecto), san Josemaría toma pie en su predicación de lo que coloquial-mente suele llamarse flojera: un estado interior de desgana aparentemente irresistible, que se aduce como pretexto para dejar incumplidos ciertos deberes. En varias ocasiones sale al paso de esas excusas. Fuera de los casos en los que la debilidad interior proviene de una falta de salud física o psíquica, hace ver que la "flojera" de espíritu es un defecto moral, un voluntario abatimiento ante las dificultades que deja sin ánimo para seguir a Cristo tomando la cruz de cada día. Para san Josemaría es un defecto que puede y debe afrontarse. En el siguiente punto de Surco se percibe el tono de su predicación al respecto: (...) No debes extrañarte de que sobrevenga el cansancio o el tiempo de "marchar a contrapelo", sin ningún consuelo espiritual ni humano. Mira lo que me escribían hace tiempo, y que recogí pensando en algunos que ingenuamente consideran que la gracia prescinde de la naturaleza: "Padre: desde hace unos días estoy con una pereza y una apatía tremendas, para cumplir el plan de vida; todo lo hago a la fuerza y con muy poco espíritu. Ruegue por mí para que pase pronto esta crisis, que me hace sufrir mucho pensando en que puede desviarme del camino". –Me limité a contestar: ¿no sabías que el Amor exige sacrificio? Lee despacio las palabras del Maestro "quien no toma su Cruz "cotidie" –cada día, no es digno de Mí". Y más adelante: "no os dejaré huérfanos...". El Señor permite esa aridez tuya, que tan dura se te hace, para que le ames más, para que confíes sólo en Él, para que con la Cruz corredimas, para que le encuentres 532. Ante el peligro de la "flojera", o como se quiera llamar a esta tentación, la sola reciedumbre humana se demuestra insuficiente. Hace falta una fortaleza por amor a Dios, que se ajusta a la regla de la fe y recurre a la ayuda divina, sin confiar sólo en las propias cualidades y energías. "El Señor es mi fortaleza" (Sal 59, 10). "Todo lo puedo en Aquél que me conforta" (Flp 4, 13; cfr. 2Co 12, 10). "Quia Tu es, Deus, fortitudo mea" (Sal 42, 2), porque Tú, Dios mío, eres mi fortaleza, repetía a menudo san Josemaría 533. Cuando el amor a Dios vivifica la fortaleza, se puede cumplir la voluntad divina "a contrapelo", superando la falta de ganas o de entusiasmo sensible. Se vence entonces la resistencia interior a "complicarse la vida", incluso hasta darla materialmente si fuera necesario (como en el caso del martirio). Pero no hay rigidez voluntarista, porque no se confía en las propias fuerzas. Se reconoce humildemente que toda nuestra fortaleza es prestada 534, y se tiene el íntimo convencimiento de que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su Padre! Por eso, suceda lo que suceda, estoy firme, seguro contigo, Señor y Padre mío, que eres la roca y la fortaleza 535. San Josemaría enseña sobre todo a practicar la fortaleza cristiana en las cosas pequeñas de la vida ordinaria. Puede muy bien ser ejercicio de esta virtud cumplir un horario por amor a Dios, cuidar un detalle de orden material, evitar un capricho, dominar un enfado y rectificarlo, acabar un trabajo, no quejarse ante el cansancio... De este modo, con la ayuda de Dios, se va adquiriendo una firmeza de voluntad y una "reciedumbre" –término frecuente en su predicación 536–, que permiten seguir cada vez más ágilmente las exigencias de la caridad, en la santificación y en el apostolado 537. Siempre está presente la invitación a mirar a Santa María para aprender a seguir a Cristo llevando diariamente la cruz: Admira la reciedumbre de Santa María: al pie de la Cruz, con el mayor dolor humano –no hay dolor como su dolor–, llena de fortaleza. –Y pídele de esa reciedumbre, para que sepas también estar junto a la Cruz 538. 4.4.2. Paciencia y serenidad Una parte de la fortaleza es la paciencia para soportar la prueba, la dificultad, la tentación y las propias miserias 539. San Josemaría se hace eco de la tradición cuando describe esta virtud, a la vez que resalta algunos aspectos. Explica que la paciencia es necesaria en la lucha contra las propias miserias, para no moverse por la prisa de ver los resultados 540, porque se pierde entonces fácilmente la rectitud de intención, olvidando que, si se combate por amor a Dios, en cierto sentido se ha alcanzado ya la victoria, aunque los frutos no sean aún perceptibles. En relación con los defectos ajenos afirma que la paciencia nos impulsa a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo 541. Más en general y pensando en los ideales del apostolado, aconseja expresiva-mente: Fomenta tus santas impaciencias..., pero no me pierdas la paciencia 542. "La caridad es paciente" (1Co 13, 4). Informada por la caridad, la paciencia permite hacer frente a las dificultades con la serenidad de los Apóstoles que se mostraban "gozosos porque habían sido dignos de sufrir a causa del Nombre [de Jesucristo]" (Hch 5, 41). En la vida cristiana es muy necesario ver las cosas con paciencia. No son como queremos, sino como vienen por providencia de Dios: hemos de recibirlas con alegría, sean como sean. Si vemos a Dios detrás de cada cosa, estaremos siempre contentos, siempre serenos. Y de ese modo manifestaremos que nuestra vida es contemplativa, sin perder nunca los nervios 543. Para que la paciencia no sea un resistir en tensión, necesita el complemento de la serenidad, virtud que domina la inquietud interior ante el prolongarse de las contrariedades, el exceso de trabajo o las preocupaciones de diverso género, y crea en el alma el clima adecuado para la contemplación. La serenidad es una de las virtudes humanas que aparecen con más frecuencia en la predicación de san Josemaría 544. Serenos. Pero no con la serenidad del que compra la propia tranquilidad a costa de desinteresarse de sus hermanos o de la gran tarea, que a todos corresponde, de difundir sin tasa el bien por el mundo entero. Serenos porque siempre hay perdón, porque todo encuentra remedio, menos la muerte y, para los hijos de Dios, la muerte es vida 545. Bastantes veces habla de la serenidad como de la virtud que pone coto a la precipitación y, sobre todo, a los impulsos de la ira 546. En este sentido nos parece que, en sus obras, "serenidad" es el nombre que toma con frecuencia la clásica virtud de la mansedumbre 547. Lo que dice de una se puede aplicar a la otra. La entrega (...), la mansedumbre del cristiano nacen del amor y al amor se encaminan 548. Por amor a Dios y a los demás es preciso dominar la ira y los enfados. Pero moderar no quiere decir siempre suprimir. No es manso el que no se enoja nunca, sino el que lo hace cuando lo reclama el amor a Dios, y en estos casos, la caridad necesita de la mansedumbre. El Señor se manifiesta como modelo de esta virtud: "Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29), y da ejemplo de ella no sólo cuando sufre mansamente las afrentas de la Pasión "como cordero llevado al matadero" (Is 53, 7), sino también cuando expulsa a los vendedores del templo (cfr. Jn 2, 15-17), enseñando a airarse santamente ante el mal. La caridad precisa de esta virtud de modo particular para saber corregir oportunamente, sin perder la serenidad. No reprendas cuando sientes la indignación por la falta cometida. –Espera al día siguiente, o más tiempo aún. –Y después, tranquilo y purificada la intención, no dejes de reprender. –Vas a conseguir más con una palabra afectuosa que con tres horas de pelea. –Modera tu genio 549. La importancia de esta virtud para llevar a cabo la misión apostólica de santificar el mundo desde dentro, se desprende de las palabras del Señor: "Bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra" (Mt 5, 5). Informar con espíritu cristiano todas las actividades humanas, "poseer la tierra" –herencia de los hijos de Dios (cfr. Sal 2, 8) 550–, exige "poseerse a sí mismo" (cfr. Lc 21, 19) por la mansedumbre y no perder la serenidad al topar con la oposición de quienes rechazan el reinado de Jesucristo. San Josemaría se refiere a este contraste en la homilía Cristo Rey 551, al comentar algunos versículos del Salmo 2: "Se han levantado los reyes de la tierra, y se han reunido los príncipes contra el Señor y contra su Cristo (...). A mí me ha dicho el Señor: tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy". La actitud del cristiano en esa situación está condensada en el epígrafe de esa parte de la homilía: Serenos, hijos de Dios 552. 4.4.3. Perseverancia. Magnanimidad La perseverancia, que nada hace desfallecer 553, forma también parte de la fortaleza. Se trata, obviamente, de la perseverancia en la entrega a Dios y a los demás: Perseverar es persistir en el amor 554. Sin esta virtud humana, el amor a Dios podría quedar limitado a temporadas y circunstancias; sería entonces un amor condicionado, al que le falta la determinación de perdurar pase lo que pase, requisito imprescindible para su perfección, según las palabras del Señor: "quien persevere hasta el fin, ése se salvará" (Mt 10, 22; Mt 24, 13). Un amor a Dios que no quisiera durar para siempre no sería verdadero amor. Puesto que el amor a Dios se puede y se debe manifestar en todas las acciones, la perseverancia se aplica a todo: perseverancia en la oración, en la mortificación, en el apostolado, en el trabajo... En este sentido, equivale a continuar en el bien sin desanimarse. Muchas veces, san Josemaría se refiere específicamente a la perseverancia en la vocación cristiana, y concretamente en la vocación al Opus Dei. En este caso, perseverancia equivale prácticamente a fidelidad 555, porque ser fiel a los compromisos adquiridos para siempre es tanto como perseverar en la respuesta a la llamada que ha llevado a asumir esos compromisos. Por otra parte, la perseverancia no es un simple continuar o prolongar –consecuencia ciega del primer impulso, obra de la inercia 556–, sino un ser cuidadosamente fieles en cada momento a esos compromisos, manteniéndolos por amor, con voluntariedad actual, como exige su naturaleza. Junto con la perseverancia, y muy relacionada con ella, también la magnanimidad es parte de la fortaleza. San Josemaría la describe así: Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios 557. La caridad necesita de la magnanimidad para desarrollarse a la medida del amor del Corazón de Cristo 558. Observa Jesús Ballesteros que en el pensamiento de san Josemaría "la magnanimidad aparece íntimamente unida a la caridad e implica a un tiempo el deseo de hacer bien las cosas por Dios y el ensanchar la "atención al otro" hasta abarcar a todo el género humano" 559. Además, el amor se ha de manifestar en obras. La magnanimidad sirve a esta dimensión de la caridad. Lleva a no tener miedo a emprender grandes iniciativas de servicio a las personas. Sin embargo, en aparente paradoja, las obras de amor que estimula, no tienen por qué ser llamativas ni materialmente "grandes". San Josemaría rezaba: Jesús, que sea yo el último en todo... y el primero en el Amor 560. Se puede vivir magnánimamente una existencia corriente, como Jesús en los años de Nazaret, porque la santidad "grande" está en cumplir los "deberes pequeños" de cada instante 561. Esta virtud lleva a poner los medios para dar fruto abundante, según el querer de Dios: "En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto" (Jn 15, 8). La magnanimidad procura nada menos que ganar el mundo y conquistarlo para Dios 562; y pone por obra este ideal en el concreto entorno profesional, social y familiar de cada uno. Si nos detuviéramos a escrutar la vida de san Josemaría, veríamos que la presencia de la magnanimidad se percibe desde el momento en que comienza a presentir la llamada divina: Tenía yo catorce o quince años cuando comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor 563. Ese "algo grande" no era una empresa humana, era un gran amor que le conduciría a "hacerse pequeño" y a dejarse llevar por su Padre Dios sin miedo a ser instrumento de sus grandiosos designios de salvación. 4.5. Templanza. Castidad. Pobreza Templanza es señorío 564. En el repertorio lingüístico de san Josemaría, el término "señorío" ocupa una posición destacada. En castellano evoca dignidad e integridad. Significa "mesura en el porte o en las acciones, dominio y libertad en obrar, sujetando las pasiones a la razón" 565. Al describir la templanza como señorío –implícitamente: señorío sobre uno mismo ante la atracción de los bienes sensibles–, enlaza con la noción clásica de esta virtud que connota a la vez armonía interior y dominio de ese impulso. Lo mismo se puede ver cuando añade que la templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia 566. Señorío, mesura, dominio de la concupiscencia, o –como dice el Catecismo de la Iglesia Católica al describir la templanza– racionalidad en las pasiones y apetitos de la sensibilidad humana 567, son conceptos que en la cultura contemporánea pueden sugerir la idea negativa de "represión de la naturaleza" o de "inhibición de la espontaneidad". Quizá por esto san Josemaría se preocupa de aclarar que el esfuerzo que exige la templanza es el que pide la conquista de la libertad para amar a Dios y al prójimo. La persona templada, sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es sólo aparente: porque al vivir así –con sacrificio– se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios. La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes 568. El cristiano necesita la templanza para vivir la caridad. A su vez, su templanza ha de estar dirigida o "medida" por la razón iluminada por la fe, que le muestra unas exigencias superiores a las de la sola razón. Lo veremos con cierto detalle ocupándonos de otras virtudes que la integran, como son la castidad y la pobreza. 4.5.1. Castidad: santa pureza Al ostentar en el hombre su imagen y semejanza, Dios lo ha llamado a reflejar la comunión de amor entre las Personas divinas. Todos los dones que le otorga tienen esa finalidad. En particular, la diferencia sexual que establece creándolo como varón y mujer es una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad 569. El objeto de la virtud de la castidad o de la pureza (términos intercambiables en la predicación de san Josemaría 570) es asignar a la sexualidad su puesto dentro de la unidad espiritual y corporal de la persona, para que cumpla su función en orden al fin de amar a Dios y a los demás, en el estado propio de cada uno 571. La apetencia sexual –escribe san Josemaría– (...) es una noble realidad humana santificable. Ved que, por eso, nunca hablo de impureza, sino de pureza 572. Sin medios términos afirma la doctrina cristiana que defiende la dignidad del cuerpo y el valor de la sexualidad frente a ideas gnósticas y dualistas de diverso tipo: el sexo es algo santo y noble –participación en el poder creador de Dios–, hecho para el matrimonio 573. Otra cosa es, lógicamente, la degradación de esa tendencia, originada por el pecado. En la situación presente es necesario luchar para poner la sexualidad bajo el orden de la razón iluminada por la fe. No es una lucha contra la sexualidad sino contra su corrupción 574. Dios, comenta Santo Tomás de Aquino, ha unido a las diversas funciones de la vida humana un placer, una satisfacción; ese placer y esa satisfacción son por tanto buenos. Pero si el hombre, invirtiendo el orden de las cosas, busca esa emoción como valor último, despreciando el bien y el fin al que debe estar ligada y ordenada, la pervierte y desnaturaliza, convirtiéndola en pecado, o en ocasión de pecado 575. Cabe preguntarse si la noción de sexualidad que presuponen los pasajes citados es sólo la de una capacidad que se ejerce en el matrimonio. Si fuese así, podría pensarse que no le correspondería ninguna función en la vida de las personas célibes, cuya castidad consistiría entonces en negar la sexualidad. Pero basta leer la homilía Porque verán a Dios 576 para darse cuenta que san Josemaría no piensa así. Considera la sexualidad como una propiedad constitutiva del hombre y de la mujer que afecta al núcleo de la personalidad. La resume con términos específicos como "virilidad" y "feminidad" 577. La castidad no se reduce al hábito que ordena la facultad generativa, sino que tiene un objeto más amplio: es la limpieza de vida que lleva a poner la propia condición, con sus características masculinas o femeninas –también y particularmente las espirituales: el modo de pensar, de querer, de sentir y de obrar–, al servicio del amor a Dios y a los demás. San Josemaría emplea pocas veces los términos "sexo", "sexual", etc., pero no por una visión negativa de lo que reconoce como noble y santificable, sino porque toma las distancias de la patológica inflación del tema en una civilización que arrastra el lastre del hedonismo 578. Ante esa situación, reacciona con la energía que le proporciona el sentido de la filiación divina: En estos momentos de violencia, de sexualidad brutal, salvaje, hemos de ser rebeldes. Tú y yo somos rebeldes: no nos da la gana dejarnos llevar por la corriente, y ser unas bestias. Queremos portarnos como hijos de Dios, como hombres o mujeres que tratan a su Padre, que está en los Cielos y quiere estar muy cerca –¡dentro!– de cada uno de nosotros 579. Y observa que quienes están obsesionados por el sexo 580 manifiestan un desequilibrio. Para una persona normal, el tema del sexo ocupa un cuarto o un quinto lugar. Primero están las aspiraciones de la vida espiritual, la que cada uno tenga; inmediatamente, muchas cuestiones que interesan al hombre o a la mujer corriente: su padre, su madre, su hogar, sus hijos. Más tarde, su profesión. Y allá, en cuarto o quinto término, aparece el impulso sexual 581. No obstante advierte –lo hacemos notar aquí sólo por inciso, pues el tema pertenece al capítulo 8º– que la lucha por vivir la santa pureza quizá durante una temporada pase al primer plano 582. Puede suceder, por ejemplo, a causa de la presión de un ambiente inmoral. Pero también puede suceder que los atractivos de la sexualidad se experimenten de modo desproporcionado por haber disminuido el interés por los bienes que deberían estar en primer lugar. El remedio, entonces, no está sólo en combatir las tentaciones, sino en luchar positivamente en otros campos buscando más el amor a Dios. Ya se ve cuán estrecha es la relación con la caridad, de la que hablaremos a continuación. La caridad teologal necesita la virtud humana de la castidad para desplegar toda su fuerza vital. San Josemaría lo expresa con una imagen: La caridad es la semilla que crecerá y dará frutos sabrosísimos con el riego, que es la pureza 583. Los frutos son las obras de amor a Dios y a los demás. En efecto: – La castidad es necesaria para conservar y acrecentar el amor a Dios que derrama el Espíritu Santo en los corazones (cfr. Rm 5, 5). San Pablo lo recuerda a los Corintios: "¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (...) Huid de la fornicación (...) ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo...?" (1Co 6, 12-20). Los pecados contra la castidad se oponen especialmente a la inhabitación del Espíritu Santo en el cristiano porque representan un desorden en lo más íntimo de su unidad de cuerpo y alma. Si las tendencias sensibles que se refieren al mismo ser varón o mujer no están sometidas al espíritu, entonces tampoco la persona se puede someter a la acción del Paráclito. La virtud de la castidad, en cambio, permite al cristiano ser templo limpio del Espíritu. Por esto es muy estrecha su relación con la vida contemplativa. Refiriéndose a la promesa de Jesús: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios" (Mt 5, 8), san Josemaría hace notar que la Iglesia ha presentado siempre estas palabras como una invitación a la castidad 584. No sólo constituyen un anuncio de la visión beatífica en la vida futura para los que han vivido la castidad por amor; la pureza abre también las puertas a la contemplación amorosa de Dios, ya en esta tierra. Se comprende por eso que compare la castidad a unas alas que permiten remontarse hacia las alturas de la vida de oración; quienes no quieran amar, las verán como un peso, pero en realidad es la impureza la que impide la contemplación, al encadenar el alma a la satisfacción de la sensualidad 585. De ahí que san Josemaría aconseje rezar: Quítame, Jesús, esa corteza roñosa de podredumbre sensual que recubre mi corazón, para que sienta y siga con facilidad los toques del Paráclito en mi alma 586. Es clara la sintonía con el antiguo autor cristiano que afirma: "ser casto significa tener un modo santo de sentir" 587. – La castidad es imprescindible también para la caridad con el prójimo. Como la sexualidad concierne particularmente "la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro" 588, quien no sabe gobernar la tendencia sexual tiene un impedimento para entregarse a los demás. Podrá prestar ciertos servicios, pero su falta de limpieza interior tenderá a enturbiar las relaciones, como una deformación perceptiva que le hará ver a otras personas en función de la satisfacción propia. San Josemaría se fija en un aspecto central para el cristiano cuando escribe: sin la santa pureza no se puede perseverar en el apostolado 589. Viviendo delicadamente la castidad pueden nacer y crecer normalmente la amistad y la confidencia que proporcionan el clima propicio para acercar las almas a Dios. Esta virtud genera también sensibilidad y fuerza espiritual para promover la moralidad pública en la sociedad, particularmente en lo que se refiere a la sexualidad 590. – También el recto amor a uno mismo, la búsqueda de la propia perfección por amor a Dios, exige la castidad. Para san Josemaría no hay duda de que entre los castos se cuentan los hombres más íntegros 591. La plenitud como persona sólo se alcanza con la entrega a los demás, y la castidad abre a esa entrega, mientras que la impureza repliega en el egoísmo. Consideremos ahora el contrapunto de lo anterior. Si la caridad necesita la castidad, ésta, a su vez, "pide" la caridad. Para ser castos –y no simplemente continentes u honestos–, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor 592. Ese "impulso de Amor" eleva la continencia y la honestidad, las vivifica con vida sobrenatural y las transforma en castidad cristiana. Y la caridad presupone, como sabemos, la fe y la esperanza. En un cristiano, la castidad ha de estar guiada no sólo por la recta razón sino por la luz de la fe viva, y ha de estar sostenida por la esperanza de la felicidad en Dios. Ciertamente todas las virtudes humanas "piden" la caridad para alcanzar su plenitud, pero la pureza la reclama de un modo especial por su estrecha relación con el amor, ya que tiene por objeto proteger el amor humano del egoísmo. La castidad, considera san Josemaría, es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida 593. Por eso suele llamarla santa pureza 594, para dar a entender que ha de ser pureza por amor a Dios. Un punto de Camino lo indica expresivamente: ¡Qué hermosa es la santa pureza! Pero no es santa, ni agradable a Dios, si la separamos de la caridad. (...) Sin caridad, la pureza es infecunda 595. Estas palabras se refieren al cristiano que, separando la pureza de la caridad, la cultiva con sus solas fuerzas y no la pone al servicio del amor a Dios y a los demás. No se refieren en cambio a quien, sin tener la fe cristiana, procura vivir castamente. San Josemaría no niega el valor de la castidad que deben practicar, guiados por la recta razón, todos los hombres que quieren vivir de acuerdo con su dignidad. Cuando la caridad vivifica la castidad se hace patente que esta virtud es una afirmación gozosa del amor 596. No es negación o "represión" de la sexualidad, sino de su desorden, como escribe san Pedro: "Os exhorto a que os abstengáis de las concupiscencias carnales, que combaten contra el alma" (1P 2, 11). Esta "negación de una negación" (de un desorden) se convierte en "afirmación gozosa": se quiere amar y servir a Dios, ordenando la sexualidad al verdadero amor. Hay otro rasgo de la enseñanza de san Josemaría sobre esta virtud que es digno de resaltar. Para él, todos los fieles han de vivir una "castidad perfecta", cada uno en su estado. No sigue la costumbre de los tratados espirituales clásicos que reservan esta expresión para la castidad en el estado de vida consagrada. La razón es obvia: si fuera imposible vivir la castidad perfectamente en el matrimonio, éste no sería un camino de santidad. En una homilía puntualiza: al recordaros ahora que el cristiano ha de guardar una castidad perfecta, me estoy refiriendo a todos: a los solteros, que han de atenerse a una completa continencia; y a los casados, que viven castamente cumpliendo las obligaciones propias de su estado 597. La justicia impone determinadas exigencias según la profesión de cada uno, y la fortaleza pide actuar de un modo u otro según las dificultades que se presenten... De modo análogo, también la santa pureza tiene manifestaciones distintas de acuerdo con la diversidad de dones que Dios concede. Por vocación divina, unos habrán de vivir esa pureza en el matrimonio; otros, renunciando a los amores humanos, para corresponder única y apasionadamente al amor de Dios. Ni unos ni otros esclavos de la sensualidad, sino señores del propio cuerpo y del propio corazón, para poder darlos sacrificadamente a otros 598. Sobre la castidad en el matrimonio, San Josemaría toma claramente las distancias de las corrientes de pensamiento que subrayan los peligros para el progreso de la vida espiritual que se derivan de la atracción de los bienes propios de la vida conyugal. El amor puro y limpio de los esposos es una realidad santa que yo, como sacerdote, bendigo con las dos manos (...). Con respecto a la castidad conyugal, aseguro a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos. Cegar las fuentes de la vida es un crimen contra los dones que Dios ha concedido a la humanidad, y una manifestación de que es el egoísmo y no el amor lo que inspira la conducta. Entonces todo se enturbia, porque los cónyuges llegan a contemplarse como cómplices: y se producen disensiones que, continuando en esa línea, son casi siempre insanables. Cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara. Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia divina: formar una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de Dios, es una garantía de felicidad y de eficacia, aunque afirmen otra cosa los fautores equivocados de un triste hedonismo 599. En cuanto a la castidad en el celibato –san Josemaría piensa principalmente en el celibato apostólico de los laicos y en el de los sacerdotes seculares–, su planteamiento es también totalmente positivo. Sin quedarse en la renuncia que comporta, resalta los bienes que alcanza: La caridad (...) nos presenta la castidad como una afirmación gozosa, y el celibato apostólico como una entrega mayor, que permite dedicar al Señor el corazón indiviso, y nos proporciona plena libertad para el apostolado 600. La castidad en el celibato apostólico tiene como objeto específico, dentro del orden de la sexualidad, indicar el mejor modo de conducirse en los pensamientos, afectos y obras, para ser coherentes con la propia entrega a Dios y para protegerla. Puesto que el motivo del celibato es sobrenatural ("por el Reino de los Cielos"), la castidad que guarda el corazón indiviso sólo puede ser una castidad informada por la caridad 601: la virtud que actualiza permanentemente el acto de amor que dio origen a esa entrega a Dios, permitiendo descubrir un medium virtutis que está por encima de la sola razón y que muestra en cada momento el comportamiento virtuoso, igualmente lejos de la sensualidad que de la insensibilidad, de cualquier sentimentalismo como de la ausencia o dureza de corazón 602. Ese medium virtutis no consiste en una actitud distante o fría hacia los demás, o en un aislamiento del ambiente en el que se perciben las consecuencias del pecado; al contrario, precisamente por el sentido apostólico que el celibato encierra, reclama las virtudes que facilitan la amistad noble y abierta, que no cae en el sentimentalismo. La castidad sabe encontrar la conducta apropiada que protege la transparencia del corazón 603, hace descubrir con prontitud cualquier desorden afectivo y lleva a repararlo, para moverse en todo momento con los mismos sentimientos de Cristo Jesús 604. Finalmente, san Josemaría recuerda los medios comunes que todos tienen para crecer en esta virtud: la custodia atenta de los sentidos y del corazón; la valentía –la valentía de ser cobarde– para huir de las ocasiones; la frecuencia de los sacramentos, de modo particular la Confesión sacramental; la sinceridad plena en la dirección espiritual personal; el dolor, la contrición, la reparación después de las faltas. Y todo ungido con una tierna devoción a Nuestra Señora 605. 4.5.2. Pobreza, desprendimiento Es sabido que esta virtud puede entenderse en dos sentidos: como desprendimiento de sí mismo y como desprendimiento de los bienes terrenos. El primer sentido, más genérico, indica la actitud del hombre que se reconoce indigente, sin nada propio y además pecador, pero que confía en Dios y espera todo de su misericordia. El segundo, más específico, es el de la pobreza como templanza en el uso de los bienes terrenos, que exige verlos como dones y emplearlos conforme al querer de Dios. Del primer sentido habla la Sagrada Escritura cuando se refiere a los "pobres de espíritu". El Señor los llama bienaventurados "porque de ellos es el Reino de los Cielos" (Mt 5, 3). En realidad, esta pobreza es un aspecto de la humildad: los pobres de espíritu, dice un Padre de la Iglesia, "son los humildes y contritos de corazón" 606. San Josemaría se refiere a ella cuando invita a estar seriamente desprendidos de nosotros mismos: de los dones de la inteligencia, de la salud, de la honra, de las ambiciones nobles, de los triunfos, de los éxitos 607. Al ser una faceta de la humildad, esta pobreza de espíritu es fundamento de la pobreza en sentido específico, a la que san Josemaría se refiere cuando escribe que la pobreza está en encontrarse verdaderamente desprendido de las cosas terrenas 608. Este es el sentido en el que hablaremos de la pobreza a continuación. Hay que tener en cuenta, no obstante, que la expresión "pobreza de espíritu" se aplica también a este segundo sentido de la virtud para distinguirla de la "pobreza material", que sería la simple carencia de bienes. San Josemaría lo hace así con frecuencia 609. Quien no ame y viva la virtud de la pobreza no tiene el espíritu de Cristo 610. El principio es universal para todos los cristianos. La aplicación práctica depende de la vocación y misión de cada uno, porque a veces se reflexiona sobre la pobreza cristiana, teniendo como principal punto de referencia a los religiosos, de los que es propio dar siempre y en todo lugar un testimonio público, oficial: y se corre el riesgo de no advertir el carácter específico de un testimonio laical, dado desde dentro, con la sencillez de lo ordinario 611. Para san Josemaría, un punto muy importante del que depende una recta comprensión de la vocación laical es entender que la pobreza no se define por la simple renuncia, ya que los laicos han de utilizar todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana 612. En el caso de los fieles laicos, llamados a la santidad en medio del mundo, la pobreza respecto a los bienes terrenos ha de conjugar dos aspectos: el total desprendimiento interior de esos bienes y la disposición habitual de usarlos para santificar el mundo desde dentro: Os aconsejo que pongáis un empeño muy grande en estar desprendidos de todo, sin miedo, sin temores ni recelos. Después, al atender y al cumplir vuestras obligaciones personales, familiares..., emplead los medios terrenos honestos con rectitud, pensando en el servicio a Dios 613. Estos dos aspectos –desprendimiento y uso recto de los bienes– no se excluyen mutuamente. Se puede estar desprendido de los bienes que se poseen hasta el punto de vivir como si no se poseyera nada propio (cfr. 1Co 7, 30), y emplearlos a la vez como un administrador, con la obligación de hacerlos rendir (cfr. Mt 25, 14 ss.; Lc 12, 42-44; Lc 19, 12 ss): Todo cristiano corriente tiene que hacer compatibles, en su vida, dos aspectos que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note y se toque –hecha de cosas concretas–, que sea una profesión de fe en Dios, una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a todos de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que hay en el mundo, utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las comunidades 614. Sentado este principio de compatibilidad entre los dos aspectos de la pobreza en el caso de los laicos, se plantea cómo actuarlo en la práctica. La pauta que propone es coherente con el principio de libertad, verdadera clave de su doctrina sobre la santificación en medio del mundo: Lograr la síntesis entre esos dos aspectos es –en buena parte– cuestión personal, cuestión de vida interior, para juzgar en cada momento, para encontrar en cada caso lo que Dios nos pide. No quiero, pues, dar reglas fijas, aunque sí unas orientaciones generales 615. Como todas las virtudes humanas, la pobreza tiene un "justo medio" y san Josemaría proporciona a este respecto unas orientaciones que no por ser generales son menos eficaces para reconocerlo: Aquí tenéis algunas señales de la verdadera pobreza: no tener cosa alguna como propia; no tener nada superfluo; no quejarse cuando falta lo necesario; cuando se trata de elegir algo para uso personal, elegir lo más pobre, lo menos simpático 616. Detengámonos brevemente en cada una de estas orientaciones prácticas: a) Para san Josemaría, "no tener cosa alguna como propia" no se reduce a una genérica disposición interior: es una "señal" de pobreza, concretamente reconocible en el modo de tratar las cosas que se tienen a mano, de emplear el tiempo y de cuidar la salud. Para mí, una manifestación de que nos sentimos señores del mundo, administradores fieles de Dios, es cuidar lo que usamos, con interés en que se conserve, en que dure, en que luzca, en que sirva el mayor tiempo posible para su finalidad, de manera que no se eche a perder 617. No maneja las cosas del mismo modo quien no tiene que dar cuenta a nadie y, sintiéndose dueño, actúa a su gusto y placer, que quien se sabe administrador y procura cuidarlas y hacerlas rendir porque debe responder de ellas; este último llevará cuenta de los gastos, empleará con solicitud los instrumentos de trabajo, etc. Algo semejante se puede decir respecto al uso del tiempo: la pobreza se manifestará en no considerarlo como un bien "propio" en sentido absoluto, sino como un tesoro para hacerlo rendir en servicio a Dios y a los demás 618. b) "No tener nada superfluo" es otra "señal" de pobreza. Lo superfluo es lo innecesario para vivir de acuerdo con la propia vocación a santificarse y santificar las actividades en las que uno está involucrado, teniendo en cuenta que "necesario" es no sólo lo "absolutamente necesario", sino también lo "relativamente necesario" para el buen cumplimiento del propio deber. La distinción concreta entre lo "superfluo" y lo "necesario" dependerá de las circunstancias de cada uno y exigirá delicadeza de conciencia. San Josemaría invita a no inventarse necesidades artificiosas 619: Precisamente porque no consiste la pobreza de espíritu en no tener, sino en estar de veras despegados, debemos permanecer atentos para no engañarnos con imaginarios motivos de fuerza mayor. Buscad lo suficiente, buscad lo que basta. Y no queráis más. Lo que pasa de ahí, es agobio, no alivio; apesadumbra, en vez de levantar (San Agustín, Sermo 85, 6) 620. c) "No quejarse cuando falta lo necesario". Ciertamente no es contrario a la pobreza procurar proveerse de lo razonable para desempeñar la profesión, asegurar el debido bienestar de la familia, intervenir con dignidad en los acontecimientos de la sociedad...; pero si no dispusiera de lo necesario, el cristiano descubrirá en esas circunstancias la paternal Providencia de Dios. El espíritu de pobreza lleva a "no quejarse", porque una queja consentida revelaría, al menos hasta cierto punto, que no se desean esos bienes para servir y que no se confía totalmente en Dios, que concede siempre, a quienes se lo piden y ponen los medios, todo lo que realmente necesitan (cfr. Mt 6, 26.31-32). Os aseguro –lo he tocado con mis manos, lo he contemplado con mis ojos– que, si confiáis en la divina Providencia, si os abandonáis en sus brazos omnipotentes, nunca os faltarán los medios para servir a Dios, a la Iglesia Santa, a las almas, sin descuidar ninguno de vuestros deberes; y gozaréis además de una alegría y de una paz que mundus dare non potest (cfr. Jn 14, 27), que la posesión de todos los bienes terrenos no puede dar 621. La pobreza de espíritu no es menos exigente ni menos dura que la material, y por eso quien ama y practica la primera no teme la segunda, ni se rebela cuando la sufre: la recibe como uno de los tesoros del hombre en la tierra 622, como acepta un cristiano el dolor o la enfermedad. A veces dispondrá de bienes para emplearlos por amor a Dios en servicio de los demás; en otras ocasiones el Señor permitirá que carezca de ellos, y entonces podrá ofrecer esa privación unido a la Cruz, con alegría. En los dos casos ha de poder afirmar como san Pablo: "He aprendido a contentarme con lo que tengo: sé vivir en pobreza y vivir en la abundancia, estoy acostumbrado a todo y en todo lugar, a la hartura y a la escasez, a la riqueza y a la pobreza. Todo lo puedo en Aquél que me conforta" (Flp 4, 11-13). d) La última "señal" que menciona el texto citado es "elegir lo más pobre, lo menos simpático", cuando se trata de cosas "para uso personal". Esta señal resplandece, como todas, en el Señor, que "siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza" (2Co 8, 9). El Hijo de Dios, después de abajarse a la condición de hombre, eligió lo más pobre: nacer en un establo; trabajar como artesano; no tener, en su vida pública, donde reclinar la cabeza; morir en la Cruz. "Elegir lo más pobre, lo menos simpático", no es negar que los bienes de la tierra sean bienes, sino manifestar que el primer criterio en la elección de un bien no es la satisfacción personal, lo cual es señal de desprendimiento 623. En fin, todas estas orientaciones dirigidas a los fieles corrientes para ayudarles a practicar la virtud de la pobreza en la vida ordinaria, se pueden condensar en una que más que un criterio es la invitación a cultivar una mentalidad, bien fácil de captar y bien entrañable, por cierto: Para mí, el mejor modelo de pobreza han sido siempre esos padres y esas madres de familia numerosa y pobre, que se desviven por sus hijos, y que con su esfuerzo y su constancia –muchas veces sin voz para decir a nadie que sufren necesidades– sacan adelante a los suyos, creando un hogar alegre en el que todos aprenden a amar, a servir, a trabajar 624. Como se puede ver por las consideraciones anteriores, la virtud de la pobreza en la enseñanza de san Josemaría no es consecuencia de una visión negativa del uso de los bienes terrenos, sino requerimiento de la caridad que los desea poner al servicio de Dios y de los demás. La caridad necesita de la pobreza para manifestarse en las acciones que se refieren al uso de esos bienes: reclama el desprendimiento. "No podéis servir a Dios y a las riquezas" (Lc 16, 13), dice el Señor. El joven rico no fue capaz de seguir a Jesús "porque tenía muchos bienes" (Lc 18, 23). Su fracaso muestra vivamente la necesidad del desprendimiento para una vida enteramente cristiana 625. La virtud humana de la pobreza prepara el alma para escuchar las llamadas de Dios: es una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios 626. A su vez, la pobreza ha de estar informada por el amor a Dios. Vuestro corazón debe estar en el Cielo. Sólo así podréis luego ponerlo, en su justa medida, en las cosas de la tierra 627. Si se enfría la caridad, el corazón tiende a apegarse a los bienes terrenos y entonces se difumina la "justa medida" de la pobreza cristiana. Se puede hacer problemático distinguir entre lo "necesario" y lo "superfluo"; y puede resultar inasequible llevar con alegría, sin quejas, la carencia de lo que sería práctico, ventajoso o agradable. 4.6. El heroísmo de las virtudes en "cosas pequeñas" En una economía de mercado, los bienes que se desea poner al alcance de todos se ofrecen a bajo precio para que cualquiera los pueda adquirir. No sucede lo mismo en la economía de la gracia. La santidad se ofrece a todos, y todos pueden alcanzarla. Sin embargo, requiere siempre heroísmo. Si está al alcance de todos no es porque sea un bien que se logra sin esfuerzo, sino porque todos son capaces del heroísmo que reclama. ¿Qué se entiende por heroísmo? En la antigüedad clásica se llamaba héroes a personajes –reales como Alejandro Magno, o mitológicos como Aquiles– de los que se conservaba memoria por las acciones extraordinarias que habían realizado, superiores a las del común de los mortales. Según José Luis Illanes 628, el ideal griego de heroicidad no llegó a mostrar todo su vigor y alcance al haberse concebido como accesible sólo a unos pocos, mientras que la Revelación cristiana lo universaliza. Todo fiel, por ser hijo de Dios, está originariamente revestido de la grandeza de Cristo; y todos los instantes de su vida están abiertos a la eternidad, de modo que en cada momento pueden tener lugar gestas de inconmensurable valor, pues puede amar a Dios y a todas las personas, llevando a la plenitud las virtualidades del propio ser. Si para el heroísmo clásico bastaba la excelencia de una determinada virtud –la valentía, la audacia, la lealtad....–, el ideal cristiano requiere la heroicidad, a la vez, de todas las virtudes, porque la santidad está en la heroicidad del amor, que de todas ellas necesita 629. Han tenido que pasar siglos para que se llegara a comprender el heroísmo cristiano de este modo. Al principio, el punto de referencia lo constituía la cultura clásica a la que hemos aludido. Para san Agustín los héroes son los mártires, que han afrontado pruebas extraordinarias; ellos –explica– son los ciudadanos más ilustres y dignos de alabanza en la ciudad de Dios, porque han combatido con fortaleza hasta derramar su sangre, y "si el lenguaje eclesiástico lo permitiera, los llamaríamos nuestros héroes" 630. Pero relativamente pronto la Iglesia admitirá que se dé culto a santos que no han sido mártires, con lo que la ejemplaridad dejará de estar ligada al martirio; y cuando se comience a exigir la prueba de la heroicidad de las virtudes para la canonización de un fiel, resultará claro que todos los santos pueden llamarse héroes. Sigue relacionándose, sin embargo, la idea de heroicidad con las acciones excepcionales. Benedicto XIV (1740-58), al legislar sobre las causas de canonización, declaró que la "virtud heroica es la que obra con facilidad, prontitud y gusto por encima del modo común" 631. La heroicidad se comienza a ver así en un modo de practicar las virtudes ("con facilidad, prontitud, y gusto"), pero continúa implicando obrar "por encima del modo común". Mientras estas palabras se han entendido como equivalentes a "realizar acciones materialmente extraordinarias", no se ha acabado de superar, por así decir, la noción antigua de heroicidad, poniéndola fuera del alcance del fiel corriente. Pero esta interpretación quedó obsoleta por una aclaración posterior, explícita, de Benedicto XV (1914-22), según la cual la heroicidad no requiere proezas insólitas 632. La santidad, afirma, "consiste propiamente sólo en la conformidad con el querer de Dios, expresada en un continuo y exacto cumplimiento de los deberes del propio estado" 633. Ni la santidad ni la heroicidad cristiana exigen otra cosa. Todo este desarrollo de ideas se encuentra presupuesto en el mensaje de san Josemaría. Al predicar la llamada universal a la santidad en la vida ordinaria, no deja de advertir que hoy, como ayer, del cristiano se espera heroísmo 634, y que no es nunca la santidad cosa mediocre (...). La meta es bien alta: sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48) 635. La santidad es siempre heroica porque consiste en la perfección de la caridad, en la identificación con Jesucristo, y esta perfección supone heroísmo porque implica luchar y vencer a los enemigos del amor a Dios, dentro y fuera de uno mismo 636. A su vez, la caridad heroica demanda empeño por ejercitar también las virtudes humanas hasta el heroísmo. La invitación a la santidad, dirigida por Jesucristo a todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas; y no de cualquier manera, ni por encima de lo común, ni siquiera de un modo excelente: hemos de esforzarnos hasta el heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de la expresión 637. Sin embargo, una caridad heroica no reclama necesariamente acciones portentosas. San Josemaría comenta con buen humor: Involuntariamente quizá, han hecho un flaco servicio a la catequesis esos biógrafos de santos que querían, a toda costa, encontrar cosas extraordinarias en los siervos de Dios, aun desde sus primeros vagidos. Y cuentan, de algunos de ellos, que en su infancia no lloraban, por mortificación no mamaban los viernes... Tú y yo nacimos llorando como Dios manda; y asíamos el pecho de nuestra madre sin preocuparnos de Cuaresmas y de Témporas... 638. Alguna vez pueden presentarse circunstancias fuera de lo común que exigen poner en juego la propia vida o llevar a cabo empresas extraordinarias para testimoniar la fe. Pero no es éste el único ni el principal modo de ser heroicos. Así como un padre llama "héroe" a su hijo pequeño porque se ha esforzado en hacer bien algo que le costaba, aunque no haya hecho nada importante, así también el cristiano puede alcanzar grandes victorias de amor en la vida corriente, ante la mirada complacida de su Padre Dios. El sentido de la filiación divina ayuda a comprender esta estupenda realidad. Alguno puede tal vez imaginar que en la vida ordinaria hay poco que ofrecer a Dios: pequeñeces, naderías. Un niño pequeño, queriendo agradar a su padre, le ofrece lo que tiene: un soldadito de plomo descabezado, un carrete sin hilo, unas piedrecitas, dos botones: todo lo que tiene de valor en sus bolsillos, sus tesoros. Y el padre no considera la puerilidad del regalo: lo agradece y estrecha al hijo contra su corazón, con inmensa ternura. Obremos así con Dios, que esas niñerías –esas pequeñeces– se hacen cosas grandes, porque es grande el amor: eso es lo nuestro, hacer heroicos por Amor los pequeños detalles de cada día, de cada instante 639. El heroísmo de las virtudes no consiste, pues, en epopeyas inauditas, sino en un modo de cumplir los deberes corrientes. Consiste –la expresión es típica de san Josemaría– en convertir la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico 640. El "verso heroico" es el que se considera más adecuado para la poesía que canta hazañas memorables. En castellano y en otras lenguas es el endecasílabo. San Josemaría está convencido: los deberes ordinarios, que por su normalidad podrían ser relatados en prosa, merecen cantarse en verso heroico cuando se realizan por amor a Dios practicando las virtudes cristianas con la mayor perfección posible y con constancia. He aquí una descripción concisa: El verdadero heroísmo está en lo vulgar, en lo cotidiano, hecho una vez y siempre, con perseverancia, cara a Dios y con un empeño que nada haga desfallecer 641. Para ilustrar la idea pone como ejemplo a tantas madres de familia: ¿Cuántas madres has conocido tú como protagonistas de un acto heroico, extraordinario? Pocas, muy pocas. Y, sin embargo, madres heroicas, verdaderamente heroicas, que no aparecen como figuras de nada espectacular, que nunca serán noticia –como se dice–, tú y yo conocemos muchas: viven negándose a toda hora, recortando con alegría sus propios gustos y aficiones, su tiempo, sus posibilidades de afirmación o de éxito, para alfombrar de felicidad los días de sus hijos 642. Emplea también algunas imágenes que le dan ocasión para completar los rasgos de ese heroísmo en la vida ordinaria. Una de ellas es la de un famoso personaje de la novela francesa del xix que se imaginaba cazador de leones dentro de su casa. La grotesca figura viene a propósito para su enseñanza (en el siguiente texto se dirige a mujeres que realizan los trabajos del hogar, pero se puede extender a cualquier otra profesión): No os santificaréis si os pasáis la vida esperando la ocasión grande, para ser heroicas. Es la historia de Tartarín de Tarascón, que tantas veces os he recordado. No encontraréis leones por los pasillos de la casa. En cambio, hay una multitud de pequeñeces que requieren heroísmo: algunas, por su continuidad; otras, precisamente por su escaso relieve humano 643. Otra imagen es la del incienso que arde ante el altar. Su buen olor es efecto de la brasa que quema los granos discretamente, sin llamas; así también el "buen olor de Cristo" (2Co 2, 15) en el cristiano se advierte no por la llamarada de un fuego de ocasión, sino por la eficacia de un rescoldo de virtudes: la justicia, la lealtad, la fidelidad, la comprensión, la generosidad, la alegría 644. Esos actos virtuosos en la vida ordinaria no son, por lo general, más que detalles, fáciles de realizar si se toman aisladamente. Lo heroico es su número y su continuidad silenciosa, sin la recompensa de la admiración. Es el heroísmo de la perseverancia en lo corriente, en lo de todos los días 645, porque la perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo 646. Pero ¿no se tratará de un heroísmo de "segunda categoría", un sucedáneo del verdadero heroísmo de las grandes gestas? La respuesta de san Josemaría se puede deducir de la siguiente consideración: ¡Cuántos que se dejarían enclavar en una cruz, ante la mirada atónita de millares de espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día! –Piensa, entonces, qué es lo más heroico 647. No es este heroísmo en lo ordinario de menor valía por estar al alcance de todos. Es un "heroísmo silencioso" cuya divisa es la naturalidad. Es brasa, no llama. Pone por obra lo que cuesta "como si no costara esfuerzo", sin llamar la atención. "La llamada universal a la santidad –comenta José Orlandis– no supone de ninguna manera un "abaratamiento" de la vida cristiana, de tal modo que la santidad quede más o menos devaluada o se reduzca el nivel de sus heroicas exigencias. Se trata, precisamente, de lo contrario: de extender a todos los fieles, haciéndolas universales, las grandes exigencias del heroísmo cristiano. Pero, eso sí, del heroísmo que corresponde a cada cual, no de otro que, por el orden natural de las cosas, resultaría impropio; de aquel en suma que Dios pide a cada individuo concreto como su propio heroísmo, atendiendo a los deberes de estado y a las peculiares circunstancias de la vida" 648. Heroísmo en lo ordinario es el de la Santísima Virgen, Maestra del sacrificio escondido y silencioso 649. Es el heroísmo de Jesús en los años de vida oculta, modelo supremo de virtud en la existencia corriente. Sin hacer nada fuera de lo común, obra heroicamente en cada momento, con una entrega plena a la Voluntad del Padre que le llevará a dar la vida en la Cruz. En el Calvario manifestará su amor y sus virtudes humanas perfectas mediante su Pasión y Muerte, pero ese amor y esas mismas virtudes ya estaban presentes en Nazaret. Por eso, el cristiano ha de mirar a Cristo en la Cruz para aprender a vivir las virtudes al llevar su cruz de cada día 650. 5. LOS DONES Y FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO Los términos "dones" y "frutos" se entienden aquí no de un modo genérico –en ese sentido, todo bien es don y fruto del Paráclito– sino de un modo específico que designa concretamente los siete dones mencionados en Is 11, 2 651 y los doce frutos a los que se refiere Ga 5, 22-23 652. Hecha esta premisa podemos decir que tradicionalmente el estudio de las virtudes se suele prolongar con el de los "dones y frutos del Espíritu Santo", porque llevan al cristiano y a sus actos, respectivamente, a una perfección superior a la que alcanza con las virtudes. El final de la homilía Virtudes humanas invita, entre otros textos, a seguir esta misma secuencia temática en nuestro estudio: Si el cristiano lucha por adquirir estas virtudes, su alma se dispone a recibir eficazmente la gracia del Espíritu Santo: y las buenas cualidades humanas se refuerzan por las mociones que el Paráclito pone en su alma. La Tercera Persona de la Trinidad Beatísima –dulce huésped del alma (Secuencia Veni, Sancte Spiritus)– regala sus dones: don de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad, de temor de Dios (cfr. Is 11, 2). Se notan entonces el gozo y la paz (cfr. Ga 5, 22) 653. Como se puede ver, el empeño por practicar las virtudes –aquí se hace referencia sólo a las humanas, pero se puede extender a todas– es el camino para que el Espíritu Santo "regale sus dones"; y estos "se notan" en los frutos, de los cuales san Josemaría menciona en esta ocasión solamente dos: la alegría y la paz. Las virtudes se completan con los dones y estos se manifiestan en los frutos. Sería interesante comparar la concepción teológica que sub-yace a estos enunciados con la de autores que protagonizan el debate teológico sobre los dones del Espíritu Santo, hasta el Concilio Vaticano II 654, pero esto nos llevaría demasiado lejos. Nos contentaremos con ver cómo en la predicación de san Josemaría los dones y los frutos del Paráclito completan la fisonomía espiritual de un hijo de Dios en Cristo. 5.1. Los dones y la vida contemplativa en medio del mundo "Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios" 655. No hay entre ellos ninguno que se llame "caridad" o "amor", pese a ser el efecto primero y más propio del obrar del Paráclito en el cristiano. Pero esto mismo hace suponer que los dones están al servicio de la caridad. Al ser enviado al alma, el Espíritu Santo no sólo la infunde, sino que también mueve al cristiano para que "pase al acto", o sea para que la actúe y la ponga en práctica amando efectivamente en toda su conducta. Pero al cristiano le puede faltar prontitud o agilidad para responder a los impulsos del Paráclito. Por esto, además de la caridad que otorga vitalidad sobrenatural a las virtudes humanas, le concede también otros dones permanentes que le hacen dócil a su acción en todo momento 656. Estos dones no sustituyen a la caridad y a las demás virtudes, sino que actúan conjuntamente con ellas. San Josemaría lo refleja en la homilía Hacia la santidad cuando describe sintéticamente lo que ocurre en el progreso de la vida espiritual: el alma se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales! 657 La distinción entre "virtudes y dones" ha recibido diversas explicaciones 658. Podemos recordar que las virtudes son hábitos que inclinan al cristiano a moverse a sí mismo hacia el bien; los dones, en cambio, son perfecciones que le preparan o disponen para ser movido con facilidad por el Espíritu Santo. En ambos casos se trata de perfecciones sobrenaturales que llevan a obrar bien, pero de distinto modo. Lo que es propiamente sobrenatural en las virtudes del cristiano es el objeto y el fin (por ejemplo, en la fe el objeto es la Revelación sobrenatural, y el fin es el conocimiento amoroso de Dios Uno y Trino), pero el modo de obrar sigue siendo "según la condición humana" 659. En cambio, por la comunicación de los dones, el cristiano actúa, bajo la acción del Espíritu Santo presente en el alma, de un modo divino: el criterio de su obrar es "la misma Divinidad participada por el hombre" 660. Según Philipon, los dones "permiten a las virtudes realizar sus actos con la máxima perfección. La cooperación entre las virtudes y los dones se endereza al mismo fin con dos modalidades diferentes y complementarias" 661. En los tratados de Teología espiritual es común considerar que la vida cristiana recorre un itinerario desde el predominio de las virtudes al de los dones. Inicialmente se avanza haciendo uso principalmente de las virtudes sobrenaturales, pero quien corresponde con generosidad a la gracia divina, es llevado cada vez más por la acción del Espíritu gracias a sus dones. No hay una distinción neta entre ambas situaciones, y en todo momento son necesarias tanto las virtudes como los dones. Por una parte, éstos últimos se hallan presentes ya desde el Bautismo; por otra, aunque el cristiano tenga cada vez más intimidad con Dios, jamás puede prescindir de las virtudes. Para san Josemaría está claro, en todo caso, que la vida sobrenatural que se inicia en el Bautismo (...) se robustece con el crecimiento de los dones del Espíritu Santo 662. En definitiva, el desarrollo de la vida cristiana comporta una progresiva preponderancia de los dones que facilitan el dominio del Paráclito sobre la conducta de un hijo de Dios y dan lugar a un obrar que no está al alcance de las solas virtudes: es como un nuevo modo de pisar en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso 663. Se suele decir que los dones permiten un "modo divino" de obrar. En realidad se trata siempre de un modo "divino-humano", semejante al de Cristo en cuanto hombre. En Él, la Persona divina actúa por medio de la naturaleza humana, pero no es un hombre elevado sino un Dios encarnado. El cristiano, en cambio, sí que es un hombre elevado por la gracia, pero hay también en él un cierto reflejo de ese otro movimiento, de Dios al hombre, que es la realidad de la Encarnación. El cristiano es un miembro vivo del Cuerpo místico, y a través de él puede actuar la Cabeza. Recordemos las palabras de san Josemaría: Cristo quiere encarnarse en nuestro quehacer 664. Para eso no basta que un miembro esté sano: necesita algo más, ha de ser hábil. Gracias a los dones del Paráclito se hace más hábil, más dócil a la acción divina que desciende de la Cabeza al Cuerpo. Así como la Humanidad Santísima de Cristo se dejaba llevar por el Espíritu (cfr. Mt 4, 1; Lc 10, 21), análogamente los dones preparan al cristiano para que el Paráclito le gobierne. Sus obras seguirán siendo suyas, pero ya no serán únicamente las de un hombre elevado por la gracia y las virtudes sobrenaturales; serán también obras de Cristo que, con el Padre, le envía el Paráclito para que le dirija con progresivo dominio. Es la "divinización", el "endiosamiento" del cristiano, la identificación con Cristo en el obrar, de la que tantas veces habla san Josemaría. "Los dones son la participación suprema de la Divinidad a la que llega el alma en la tierra: por ellos, se ordena a Dios del modo más inmediato posible aquí abajo (...). El Espíritu Santo inhabitante se convierte en principio y regla de la vida del alma y ésta, por su parte, se hace cada vez más dócil y sensible a cualquier moción del "Dulce Huésped", como por una asimilación y pasión inmediata a lo divino" 665. No cabe duda que, para san Josemaría, ese "modo divino" de obrar, presidido por los dones, es la contemplación en la vida ordinaria. Contemplativos, con los dones del Espíritu Santo 666, afirma. El conocimiento amoroso de Dios, sencillo y profundo, que es la contemplación –esa oración que ya no necesita palabras–, sólo puede darse con los dones. Ahora bien, la contemplación de la que habla es una contemplación filial, de hijos de Dios, y en medio del mundo. De ahí proviene una determinada comprensión de los dones –de su estructura y de su unidad– que podemos describir en su conjunto, antes de analizar algunos de sus elementos. En primer lugar está el don de sabiduría, que dispone a la contemplación o –lo que es lo mismo– hace tender, con la mayor perfección posible en esta tierra, hacia Dios como fin último. Junto con él está el don de piedad, por el que se toma conciencia de la filiación divina en la que se apoya la vida contemplativa. Siguen los demás dones que predisponen a la contemplación en los diversos ámbitos de la existencia, permitiendo que la sabiduría y la piedad se expandan en toda la conducta, que incluye, en un cristiano corriente, el trabajo profesional, la atención a la familia, la intervención en la vida social, etc. Veámoslo más de cerca. 1) Para san Josemaría, como para gran parte de la tradición espiritual, el primer lugar entre los dones corresponde al don de sabiduría 667, que perfecciona nuestro conocimiento gustoso de Dios y de todo cuanto a Dios se ordena y de Dios procede 668. Es una participación en la Sabiduría de Dios que se conoce a Sí mismo en el Verbo, por el que ha creado el mundo, estableciendo la salvación del hombre y la renovación del universo mediante la encarnación redentora del mismo Verbo-Sabiduría. Jesucristo es la "sabiduría de Dios" (cfr. 1Co 1, 24), que se revela sobre todo en la cruz. La sabiduría cristiana es "sabiduría de la cruz" (cfr. 1Co 1, 17-18). Sólo el Espíritu Santo –que "todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios" (1Co 2, 10)– puede infundir esta sabiduría en el cristiano. Pero es preciso someterse a su acción santifica-dora. La sabiduría es, en efecto, un saber al que sólo se llega con santidad 669. Procede del amor y hace conocer a Dios y gustar de Dios 670: saborear el Amor divino. Y lo hace de modo "práctico", en las obras. El don de sabiduría consiente ver todo con los ojos de Cristo, dentro de los planes de Dios: permite descubrir el quid divinum (...) presente en todas y cada una de las situaciones ordinarias 671, y nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida 672. El acto que propiamente deriva del don de sabiduría no es otro que el conocimiento amoroso de Dios que llamamos contemplación. Para san Josemaría se trata de la contemplación en los quehaceres normales de la existencia secular 673. A su vez, hace notar que la contemplación incrementa la sabiduría 674 porque el Espíritu Santo aumenta sus dones en quien deja que actúen. En este contexto resulta pertinente mencionar la invocación a la Santísima Virgen como Sedes Sapientiae, que san Josemaría estableció que se repitiera al concluir determinados actos de piedad y de formación en el Opus Dei. Un punto de Surco muestra el motivo de su predilección por esta jaculatoria: "Sancta Maria, Sedes Sapientiae" –Santa María, Asiento de la Sabiduría. –Invoca con frecuencia de este modo a Nuestra Madre, para que Ella llene a sus hijos, en su estudio, en su trabajo, en su convivencia, de la Verdad que Cristo nos ha traído 675. Se dirige a la Virgen como "Asiento de la Sabiduría" porque lleva en su seno a Cristo, "Sabiduría" de Dios. Nos lo trae aceptando ser Madre suya. Es "Sede" en cuanto que es "Madre". De esta sede, la Sabiduría no se levantará ni ausentará jamás, pues la Madre continúa engendrando el Cuerpo místico de su Hijo, participando íntimamente en la economía de la salvación. En Ella misma podemos ver los rasgos de la Sabiduría creadora que describe el libro de los Proverbios, precisamente en el fragmento que la Liturgia utiliza en las Misas en honor de María (cfr. Pr 8, 22-31). La grandeza de su ser Sedes Sapientiae se manifiesta particularmente en su vida contemplativa. San Lucas anota que "María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón" (Lc 2, 19; cfr. Lc 2, 51), y san Josemaría ve en ella por eso la mejor maestra 676 de vida contemplativa. Anima a invocarla, como hemos visto, para que llene de sabiduría a sus hijos "en su estudio, en su trabajo, en su convivencia", de modo que lleguen así a ser contemplativos en medio del mundo, en el ruido de la calle 677. 2) Junto con el don de sabiduría, destaca en la enseñanza de san Josemaría el don de piedad. El primero mira a la contemplación de Dios, fin último de la vida espiritual; el segundo a su fundamento, la conciencia de ser hijos de Dios. Hay un orden y una unidad entre estos dones. Para ver cómo san Josemaría entiende este don, conviene recordar que, en lo humano, la piedad es la virtud de los hijos 678, que inclina a honrar debidamente a los padres. Aplicada a Dios lleva a tratarle como Padre, con la veneración, la confianza, el agradecimiento y la dependencia de un hijo pequeño. A esto tiende la piedad en cuanto virtud. En cuanto don, responde a un principio nuevo. Con el don de piedad, en efecto, el Espíritu Santo pone en nosotros el sentido de nuestra filiación divina, la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y, en Jesucristo, hermanos de todos los hombres 679; nos ayuda a considerarnos con certeza hijos de Dios 680. Un ejemplo de la acción del don de piedad puede verse –así nos parece– en el siguiente comentario a las palabras del Salmo: "Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy" (Sal 2, 7): se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus. Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada 681. El don de piedad es visto como el fundamento de la vida espiritual y la base de los demás dones. Gracias a él, la sabiduría es la "sabiduría de un hijo de Dios", lo cual configura toda la vida contemplativa. Igualmente, tanto el don de entendimiento como el de ciencia y como los demás dones, son los de un hijo de Dios, incluido el don de temor, que es un temor filial, como veremos luego. Por el don de piedad, el Espíritu Santo mueve al cristiano a sentirse miembro de la familia de los hijos de Dios que es la Iglesia. Le encamina a participar en la liturgia con profundo amor y devoción, sin separar el culto público del culto interior que se ofrece en el cumplimiento de los deberes de la vida ordinaria. Una persona piadosa, con una piedad sin beatería, cumple su deber profesional con perfección, porque sabe que ese trabajo es plegaria elevada a Dios 682. La devoción sincera lleva al trabajo, al cumplimiento gustoso –aunque cueste– del deber de cada día. Por eso somos contemplativos, porque hay una íntima unión entre esa realidad sobrenatural interior y las manifestaciones externas del quehacer humano 683. Un cumplimiento de los deberes ordinarios sin la piedad mermaría el valor corredentor que todas las acciones buenas adquieren por su unión con el Sacrificio del Altar, centro y culmen de la vida de la Iglesia. El don de piedad modela el "alma sacerdotal" que, en el cristiano que se santifica en el mundo, está unida a la "mentalidad laical" 684. El don de piedad con el que dulcemente se cree en la caridad paterna que Dios tiene con nosotros (cfr. 1Jn 4, 16), y que hace que sintamos a Cristo Señor, Dios y Hombre, como a nuestro hermano primogénito 685, predispone a ver en los demás otros hijos de Dios, miembros vivos del Cuerpo místico o llamados a serlo, e inclina a procurar para ellos los bienes que necesitan para vivir de acuerdo con su dignidad. Impele al apostolado y a practicar todas las obras de misericordia con un "modo divino" de obrar, superior al de las virtudes. 3) Los demás dones –entendimiento, ciencia, consejo, fortaleza y temor de Dios– concurren a la acción de los de sabiduría y piedad, para hacer posible la contemplación no sólo en los momentos dedicados exclusivamente a la oración sino en todas las circunstancias. Cobran entonces un particular protagonismo, porque su necesidad resulta más patente en la vida ordinaria 686. Para explicar este punto es necesario referirse primero al papel de las virtudes humanas en la contemplación, teniendo presente que los dones permiten realizar los actos de las virtudes con una nueva perfección. En el capítulo 1º vimos que, para muchos autores de espiritualidad, la función de las virtudes humanas en la contemplación se reduce a moderar las pasiones del alma creando el necesario sosiego interior. Al limitar así su función, se está pensando principalmente en la contemplación en los momentos dedicados a la oración. La contemplación a la que están llamados los fieles laicos, en cambio, ha de tener lugar también en el cumplimiento de sus deberes propios y necesita, por tanto, la perfección moral cristiana de la actividad misma que se esté realizando en cada momento, ya que ésta no es mera "condición previa" sino "materia" de la contemplación. Esa perfección sólo puede darse a través del ejercicio de las virtudes humanas informadas por la caridad. De ahí que esas virtudes pertenezcan a la sustancia de la contemplación en la vida corriente, de modo análogo a como el cuerpo pertenece a la sustancia de la naturaleza humana 687. Por otra parte, donde hay virtudes cristianas, hay también dones del Espíritu Santo, porque éstos "se extienden a todo el campo de las virtudes, tanto intelectuales como morales" 688, permitiendo una perfección superior de los actos virtuosos. Resulta por tanto claro que los dones son necesarios para la contemplación en las acciones que requieren el ejercicio de las virtudes humanas, especialmente en la vida ordinaria. Sabiduría y piedad reciben allí de los demás dones una aportación nueva: un "modo divino" de realizar los actos de las virtudes intelectuales y morales, que hace experimentar en cierta manera la acción del Espíritu Santo y permite adentrarse en las profundidades de Dios (cfr. 1Co 2, 10). El don de entendimiento nos perfecciona en la inteligencia de los misterios de la fe 689. Ayuda decisivamente a asimilar la doctrina cristiana y a alimentar los ratos de oración con esa doctrina, hasta llegar a la oración contemplativa cuando Dios la concede. Su importancia no es menor para la contemplación en la vida ordinaria. La inteligencia de la Encarnación y de todos los misterios de la vida de Jesús –en particular el de su vida oculta en unión con el Sacrificio de la Cruz y con su Resurrección y Ascensión al Cielo– es determinante para contemplar a Cristo que quiere encarnarse en nuestro quehacer, animar desde dentro hasta las acciones más humildes 690. El don de ciencia hace comprender rectamente lo que son y lo que han de ser las cosas creadas, según los designios divinos de la creación y de la elevación al orden sobrenatural 691. También aquí es patente la importancia de este don para la contemplación en la vida ordinaria. Facilita hacerse cargo de modo "divino" del sentido de las realidades temporales. "Comprender rectamente lo que son las cosas creadas" significa comprenderlas desde Dios, entrever su más hondo sentido y valor, captar con prontitud y seguridad su ordenación a la gloria de Dios. El don de ciencia hace ver con nueva luz las realidades terrenas como camino de santificación y de apostolado. Por eso mismo preserva del engaño que sufrieron nuestros padres en el paraíso, de servirse de un bien creado para "ser como Dios". El don de consejo tiene por objeto que, juzgando bien sobre lo que es la voluntad de Dios en cada momento y para cada uno, podamos también aconsejar a los demás 692. Otorga una facilidad sobrenatural para reconocer los designios divinos en las circunstancias singulares. La santidad, como sabemos, se alcanza en la Iglesia, no aisladamente. El Espíritu Santo guía hacia las cumbres de la santidad –la vida contemplativa en medio del mundo– no sólo actuando en el alma sino también sirviéndose de unos miembros de la Iglesia para que ayuden a otros. El don de consejo dispone especialmente a ser dóciles a esa acción del Espíritu Santo y a ser buenos instrumentos suyos en la guía de los demás. Aun careciendo de talento, de renombre y de fortuna, podemos ser instrumentos eficaces, si acudimos al Espíritu Santo para que nos dispense sus dones 693. El don de fortaleza vigoriza la fe para superar las dificultades a la vida contemplativa en medio del mundo, y para no dejar de sostener a otros en el camino de la santidad y del apostolado. Otórganos –suplica san Josemaría al Espíritu Santo– el don de fortaleza que nos haga firmes en la fe, constantes en la lucha 694. Aunque el nombre de este don coincide con el de la virtud cardinal correspondiente, se distingue de ella en que no es un hábito humano elevado por la gracia, sino una nueva conformación de la tendencia irascible que la dispone a ser movida directamente por el Espíritu Santo, de tal modo que la fortaleza se experimenta en cierto modo como "prestada" 695, como algo que nos excede absolutamente y que, por eso, no lleva a la soberbia sino a la humildad. Nuestra fortaleza es prestada: es la fortaleza misma de Cristo, fortaleza para el bien de todas las almas 696. Finalmente, san Josemaría pide al Paráclito el don de temor, que haciéndonos aborrecer todo pecado, imprima en nuestro corazón el espíritu de adoración y una profunda y sincera humildad 697. Como se puede ver, destaca que el temor se ordena al "espíritu de adoración", constitutivo de la contemplación de Dios. Es adoración filial, penetrada de una profunda humildad que procede del reconocimiento de la propia bajeza y, a la vez, de la sencilla familiaridad de un hijo que desea agradar a su padre y se preocupa de que los demás, en lugar de disgustarle, también le agraden. El temor de Dios es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre-Dios no es un tirano 698. El temor que infunde el Espíritu Santo a través de este don no es un "miedo a Dios" que lleva a huir de Él. San Juan Apóstol escribe unas palabras que a mí me hieren mucho: "qui autem timet, non est perfectus in caritate". Yo lo traduzco así, casi al pie de la letra: el que tiene miedo, no sabe querer 699. Al contrario, el don de temor induce a acercarse humildemente a la majestad divina, con suma reverencia pero con absoluta confianza en su amor y en su misericordia paterna. En conclusión podemos decir que los dones son, para san Josemaría, las perfecciones que prolongan las virtudes para hacer accesible a todo cristiano la vida contemplativa y, concretamente, la contemplación en medio del mundo, bajo la acción del Espíritu Santo. Leo Scheffczyk ha comentado así la predicación de Josemaría Escrivá de Balaguer en este tema: "Desde la conciencia creyente de la comunión personal de vida y de obras con las Personas divinas, que capta la esencia de la gracia en cierto modo desde su más alta cumbre, se abre para el cristiano una plenitud espiritual y una sobrenatural riqueza que convierten su camino en el mundo en una senda de altura, a pesar de la experiencia de la flaqueza puramente humana, de la miseria y del sufrimiento que le sigue acompañando siempre. Pero la grandeza de la gracia es tal que se supera toda poquedad y debilidad terrena y presta la base para una actitud vital de confianza, de alegría y de optimismo" 700. Las últimas palabras nos introducen ya en el tema siguiente, pues la vida contemplativa, cuya savia son los dones, se manifiesta en resultados visibles: los frutos del Espíritu Santo. 5.2. Los frutos del Paráclito y la fecundidad apostólica: "Sembradores de paz y de alegría" Después de rogar al Divino Paráclito que infunda sus dones, san Josemaría pide también que conceda sus frutos: los frutos de tu acción soberana en las almas: la caridad, el gozo, la paz, la paciencia, la benignidad, la bondad, la longanimidad, la mansedumbre, la fe, la modestia, la continencia y la castidad 701 La distinción entre dones y frutos está insinuada de algún modo en un texto citado más arriba, al inicio del apartado, cuando san Josemaría dice que los frutos se notan 702 como resultado de las virtudes y de los dones. "Se notan" porque son actos del cristiano, que manifiestan la intensidad de la vida sobrenatural infundida por el Espíritu Santo, mientras que las virtudes y los dones son hábitos. "Por sus frutos los conoceréis" (Mt 7, 20), dice el Señor. La maduración de estos frutos muestra con progresiva claridad la vida de Cristo en el cristiano. Comentaremos sólo los tres primeros –la caridad, la alegría y la paz– porque a ellos se refiere con más frecuencia san Josemaría y porque, como ya se dijo, en la serie de frutos mencionados en Ga 5, 22-23 no es el número lo principal. San Pablo no ofrece un elenco completo: señala sólo algunos, para describir el género de conducta de los que "viven según el Espíritu Santo" 703. 1) El primer fruto se llama "caridad" (caritas). No se trata de la virtud homónima, sino de unos actos de amor divinamente perfectos por la acción del Paráclito: actos continuos, no esporádicos o "intermitentes", porque cuando las virtudes y los dones actúan impregnan todo lo que se hace. La caridad en cuanto fruto es como la luz y el calor que "irradian" las personas enamoradas de Dios. Lo retrata con sencillo candor un punto de Surco: Me abordó aquel amigo: "me han dicho que estás enamorado". –Me quedé muy sorprendido, y sólo se me ocurrió preguntarle el origen de la noticia. Me confesó que lo leía en mis ojos, que brillaban de alegría 704. Sin mencionar la caridad como fruto, estas palabras lo retratan como un "enamoramiento de Dios", un característico estado interior que de algún modo se advierte también desde fuera. Se nota en todo que uno está enamorado, "porque al amar a Dios con todo el corazón, dirigiéndolo todo hacia Él, todos nuestros impulsos quedan unificados" 705. San Josemaría habla a este respecto de unidad de vida: de la unidad de todos los actos al estar informados por la virtud de la caridad. Probablemente se puede decir que el fruto del Espíritu Santo llamado "caridad" coincide con esa "unidad de vida" 706. El tema tiene tal relieve en san Josemaría que le dedicaremos el epílogo del libro, después de haber estudiado, en la Parte III, otros aspectos imprescindibles para poder exponerlo globalmente. Lo dejamos, pues, para más adelante. 2) El segundo fruto es la alegría (Gaudium). De él dice santo Tomas que es "cierto acto y efecto de la caridad" 707, ya que "la misma virtud de la caridad inclina a amar, a desear el bienamado, y a gozarse en él" 708. Al comentar Ga 5, 22, Albert Vanhoye observa que "el amor lleva consigo la alegría porque corresponde al deseo más profundo del corazón, a la aspiración más fuerte de la persona humana, que ha sido creada para ser amada y para amar" 709. San Josemaría lo expresa de una forma característica: La alegría es consecuencia necesaria de la filiación divina 710 (a veces añade que es consecuencia de la lucha por vivir como hijo de Dios 711). La afirmación equivale a que la alegría es acto y efecto de la virtud de la caridad, porque ésta es la esencia de la vida de un hijo de Dios. Quien se sabe hijo amado por el Padre, se goza inmensamente de esa dignidad y de ese amor. La alegría será el tono propio de su vida, fruto de la acción del Paráclito. Un punto de Surco lo describe con la viveza de quien lo experimenta: "¿Contento?" –Me dejó pensativo la pregunta. –No se han inventado todavía las palabras, para expresar todo lo que se siente –en el corazón y en la voluntad– al saberse hijo de Dios 712. Otras veces comenta: que estén tristes los que se empeñan en no reconocerse hijos de Dios 713. Para que se dé el fruto de la alegría es preciso cultivarlo: es necesario sobre todo cuidar la calidad del amor. Servite Domino in laetitia, servid al Señor con alegría (Sal 99, 2) 714, encarece san Josemaría, porque "Dios ama al que da con alegría" (2Co 9, 7). Sin alegría no se puede servir: ¿os imagináis vosotros que alguien os sirviera entre penas y llantos? 715 Cuando en la vida cristiana no hay alegría, será necesario buscar la causa, examinar por qué no se da ese fruto. Si hay tristeza y no es una "tristeza según Dios" (2Co 7, 11), a la que nos referiremos después, será por falta de amor a Dios, de generosidad para entregarse al cumplimiento de lo que Él pide. ¿No hay alegría? –Piensa: hay un obstáculo entre Dios y yo. –Casi siempre acertarás 716. Esa tristeza puede sobrevenir también por que no se vive la caridad con el prójimo; con frecuencia, por guardar resentimientos en vez de perdonar enseguida: ¿qué hemos de hacer para estar contentos? Os daré mi experiencia personal: primero, saber perdonar 717. También puede ser que alguna de las virtudes necesarias para vivir la caridad estén poco desarrolladas: la fortaleza, la castidad, la pobreza... o ese cúmulo de virtudes del "buen carácter" que permiten afrontar la realidad con visión positiva y hacer amable la convivencia. Son las virtudes que se echan de menos en esas personas malhumoradas, agrias, de celo amargo, de modales bruscos, que no encuentran nunca nada bueno, que todo lo ven negro, que tienen miedo a la legítima libertad de los hombres, que no saben sonreír 718. En todo caso, cuando hay tristeza suele haber una raíz de amor propio desordenado, porque así como la alegría es efecto de la caridad, la tristeza es la escoria del egoísmo 719, la envoltura de tu soberbia 720. Sin embargo, "mientras que la tristeza del mundo produce la muerte" (2Co 7, 10), hay también una "tristeza según Dios" (2Co 7, 11), que es compatible con el amor; más aún, es consecuencia suya: la tristeza ante la ofensa a Dios –clara señal de identificación con el querer divino, "que produce un arrepentimiento saludable" (2Co 7, 10)– y también la tristeza que se deriva de la resistencia natural a sufrir el dolor y la muerte, aunque se acepten de buen grado por amor a Dios, para reparar por el pecado. Esta tristeza la experimentó el Redentor en el Huerto de los Olivos (cfr. Mt 26, 38; Mc 14, 34), y la experimentan quienes quieren corredimir con Él 721. Manifiesta el amor, es fuente de mérito y trae consigo la esperanza de la promesa de Jesús: "Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados" (Mt 5, 4). No se confunda la tristeza que es consecuencia del egoísmo, con la que sobreviene ante el pecado o la falta de amor a Dios en otras personas y ante los sufrimientos que comporta participar en la misión redentora. Menos aún hay que confundirla con el cansancio que pueden causar el trabajo o las contrariedades. Si queremos vivir para el Señor, no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias. La alegría se mete en la vida de oración, hasta que no nos queda más remedio que romper a cantar: porque amamos, y cantar es cosa de enamorados 722. 3) El tercer fruto es la paz interior. En relación con él, como punto de referencia para la enseñanza de san Josemaría, podemos tomar la clásica definición de san Agustín: la paz es "tranquillitas ordinis" 723, la tranquilidad o estabilidad en el orden. Sin entrar aquí en la multitud de aspectos de esta noción, digamos sólo que en la vida espiritual una persona tiene paz cuando se encuentra "establemente ordenada" respecto a Dios, a los demás y dentro de sí misma. Esta paz se considera fruto del Espíritu Santo en cuanto que, como la alegría, "es un acto propio de la caridad" 724 que el Paráclito derrama en las almas junto con sus dones (cfr. Rm 5, 1.5). En efecto, la caridad es principio de armonía interior porque ordena la voluntad a Dios; y como la voluntad gobierna las demás facultades, quedan correctamente orientadas. Hay paz interior en la medida en que hay "buena voluntad": ordenada a Dios por la caridad. En Camino lo recuerda expresivamente: ¡Paz, paz!, me dices. –La paz es... para los hombres de "buena" voluntad 725. Con otras palabras, la paz del alma es consecuencia, en primer lugar, del incondicionado amor a Dios sobre todas las cosas. Se pierde la paz en la medida en que falta este principio absoluto de "buena voluntad", lo que sucede cuando conscientemente se prefieren las criaturas al Creador. Se produce entonces una división interior llena de contradicciones: Tu experiencia personal –ese desabrimiento, esa inquietud, esa amargura– te hace vivir la verdad de aquellas palabras de Jesús: ¡nadie puede servir a dos señores! 726 Uno de los dos señores ha de ceder su puesto. Si se prefiere a "Mammona" (cfr. Mt 6, 24; Lc 16, 13), irremediablemente la paz desaparece, sin que pueda retenerse con sucedáneos: No hay paz en muchos corazones, que intentan vanamente compensar la intranquilidad del alma con el ajetreo continuo, con la pequeña satisfacción de bienes que no sacian, porque dejan siempre el amargo regusto de la tristeza 727. La paz es consecuencia de la caridad también en cuanto que ésta quiere para los demás el bien que Dios quiere para ellos: ante todo, que se reconcilien con Él, que le amen. Por eso "Cristo es nuestra paz" (Ef 2, 14), ya que nos ha reconciliado con Dios y entre nosotros. Los hijos de Dios participan de la misión de reconciliar a los hombres con Dios: "Bienaventurados los pacíficos [aquellos que tienen paz y que pacifican], porque serán llamados hijos de Dios" (Mt 5, 9). Dar paz es un distintivo propio de los que se saben hijos de Dios. En la vida presente, la paz no puede lograrse sin lucha contra el pecado, que separa de Dios y de los demás y es causa de división interior. De esta lucha nos ocuparemos en el capítulo 8º. 4) "Que el Dios de la esperanza os colme de toda alegría y paz" (Rm 15, 13). Al igual que el Apóstol, san Josemaría se refiere muchas veces a los dos frutos anteriores conjuntamente 728. Se trata de dos actos de la caridad y de los dones que, aun siendo distintos, se dan siempre a la vez. Probablemente por esto se refiere con frecuencia no sólo a la alegría "y" a la paz, sino a la alegría "con" la paz: el Gaudium cum pace. Una alegría serena 729, que mantiene la "tranquilidad en el orden"; y, a la inversa, una paz alegre, que se goza porque posee ya un anticipo de la victoria definitiva. El "gaudium cum pace" –la alegría y la paz– es fruto seguro y sabroso del abandono 730, señal inconfundible del "sentido de la filiación divina" que lleva a descansar en Dios, y de una vida coherente con esta filiación. Es, en definitiva, prueba de que se camina hacia la identificación con Cristo. En esta línea san Josemaría predica también que los hijos de Dios han de ser siempre sembradores de paz y de alegría 731. Con la caridad, seréis sembradores de paz y de alegría en el mundo 732. Esta significativa expresión pone una vez más de manifiesto que la santidad es inseparable del apostolado. Así como los frutos de un árbol llevan dentro de sí la semilla de nuevos frutos, así el Gaudium cum pace, fruto del Espíritu Santo, encierra la capacidad y la exigencia de dar fruto en otras almas. Quien lo tiene, necesariamente será "sembrador de paz y de alegría". Cuanto más madura-mente lo posea, mayor será su afán apostólico y su siembra efectiva de vida cristiana. Los frutos del Espíritu Santo –la caridad, el gozo y la paz...– no son "decorativos" ni sólo "manifestativos" de la propia vida interior: son "frutos apostólicos" en el sentido de que contienen la semilla destinada a ser sembrada en otras almas, como el grano de trigo que cae en tierra y muere para dar nuevo fruto (cfr. Jn 12, 24). La paz y la alegría son frutos verdaderos cuando se reproducen en otras almas. Con razón dice Scheffczyk que la predicación de san Josemaría logra "dar acceso al Evangelio y a todo el cristianismo como mensaje de alegría y como religión de la verdadera felicidad espiritual" 733. A modo de síntesis podemos concluir este apartado diciendo que, en san Josemaría, la vida cristiana requiere los dones del Espíritu Santo porque la santidad que propone es vida contemplativa en medio del mundo, y que requiere los frutos del Espíritu Santo porque la fecundidad apostólica que está llamada a tener sólo se da por la exuberancia de la caridad, la alegría y la paz: por el amor de Dios, que se desborda, dándose a los demás 734, por una siembra concreta de paz y de alegría 735. La contemplación en medio del mundo y el apostolado son inseparables, como son inseparables los dones y los frutos del Espíritu Santo. * * * Algunas aplicaciones prácticas 736 1. Tratar al Espíritu Santo. En la dirección espiritual no se ha de perder de vista una verdad elemental: que no sois ni el modelo ni el moldeador. El modelo es Jesucristo; el modelador, el Espíritu Santo, por medio de la gracia 737. Hay, sin duda, tiempos de gracia –como pueden ser determinados acontecimientos en la vida de una persona, o los tiempos litúrgicos como la Cuaresma, o un curso de retiro espiritual, etc.–, pero "los tiempos o momentos que el Padre ha fijado con su poder" (Hch 1, 7) no dependen, evidentemente, de cálculos y estrategias humanas, y hay que respetar el misterioso obrar del Espíritu que "sopla donde quiere" (Jn 3, 8), ayudando a que el alma no oponga resistencia a los toques de la gracia. Para eso es importante ayudar a buscar la intimidad con el Paráclito: Frecuenta el trato del Espíritu Santo –el Gran Desconocido– que es quien te ha de santificar 738. Se puede fomentar ese trato enseñando a invocarle, por ejemplo con oraciones de la liturgia (Veni, Sancte Spiritus...; Veni, Creator Spiritus...; Ure igne Sancti Spiritus...). Pero al ser la vida espiritual radicalmente iniciativa del Paráclito en nosotros, más que de hablarle se trata de escucharle y dejarse guiar por Él. Así lo descubrió muy pronto san Josemaría a raíz de un consejo que le dio su confesor: Me ha dicho: "tenga amistad con el Espíritu Santo. No hable: óigale" 739. A continuación escribe unas palabras que invitan a ir por el mismo camino: Haciendo oración, una oración mansa y luminosa, consideré que la vida de infancia, al hacerme sentir que soy hijo de Dios, me dio amor al Padre; que, antes, fui por María a Jesús, a quien adoro como amigo, como hermano, como amante suyo que soy... Hasta ahora, sabía que el Espíritu Santo habitaba en mi alma, para santificarla..., pero no cogí esa verdad de su presencia (...). Siento el Amor dentro de mí: y quiero tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender... No sabré hacerlo, sin embargo: Él me dará fuerzas, Él lo hará todo, si yo quiero... ¡que sí quiero! Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa el pobre borrico agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderse, y seguirte y amarte. Propósito: frecuentar, a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil del Espíritu Santo. Veni Sancte Spiritus! 740 2. Aprender a vivir la caridad. La esencia de la vida cristiana es la caridad. Es un amor filial a Dios que se ha de manifestar especialmente en el trato con quienes están más cerca: una caridad alegre, dulce y recia, humana y sobrenatural; caridad afectuosa, que sepa acoger a todos con una sincera sonrisa habitual; que sepa comprender las ideas y los sentimientos de los demás 741. Ponte siempre en las circunstancias del prójimo: así verás los problemas o las cuestiones serenamente, no te disgustarás, comprenderás, disculparás, corregirás cuando y como sea necesario, y llenarás el mundo de caridad 742. También el amor a uno mismo debe ser verdadera caridad; de lo contrario será "amor propio" desordenado. Si es verdadera caridad –amor a uno mismo por Dios– tendrá como manifestación el olvido de sí. La paradoja es sólo aparente, pues quien ama a Dios se sabe amado por Él y se abandona completamente en sus manos. No pongas tu yo en tu salud, en tu nombre, en tu carrera 743. Hay que saber olvidarse de uno mismo; hay que saber arder delante de Dios, por amor a los hombres y por amor a Dios, como esas candelas que se consumen delante del altar, que se gastan alumbrando hasta vaciarse del todo 744. 3. Guiarse por la razón iluminada por la fe. La caridad presupone la fe. Para ayudar a crecer en caridad, muchas veces hay que "ir a la cabeza" antes que a la voluntad: hay que fortalecer la fe, evitando el voluntarismo. Esto requiere no sólo el conocimiento de la doctrina sino también una actitud "mental" de confianza en Dios y en los medios que nos ofrece para saber lo que tenemos que hacer. Nos ha dado la razón, nos ha hablado por medio de la Revelación que el Magisterio custodia, y nos guía a través de las personas que tienen el oficio de Buen Pastor. La consideración anterior puede ayudar a captar mejor las siguientes palabras de san Josemaría. Dice que su "pedagogía" se compone de afirmaciones, no de negaciones, y se reduce a dos cosas: obrar con sentido común y con sentido sobrenatural. Entre otras manifestaciones de esa pedagogía, hay una que puede expresarse así: mucha confianza en Dios, confianza en los demás, y desconfianza en nosotros mismos 745. Esta actitud garantiza que la vida espiritual esté dirigida por la fe; es decir, por una razón que confía completamente en Dios y en los cauces que Dios emplea, y no se fía tanto de las propias luces y fuerzas. ¡Señor!, no te fíes de mí. Yo sí que me fío de Ti 746. 4. Conocimiento propio. Un aspecto importante de la humildad es el realismo en la vida espiritual. Se requiere, además del conocimiento de Dios, el conocimiento propio. "Noverim Te, noverim me" 747, decía san Agustín: que Te conozca y que me conozca. No se trata sólo de saber en general que "la persona humana" ha sido creada, elevada, redimida..., sino de conocer nuestras características singulares y concretas: temperamento, carácter, virtudes que se van adquiriendo con la gracia de Dios, defectos dominantes... Este conocimiento propio se alcanza en la oración y en la dirección espiritual, y exige espíritu de examen. Además de conocerse hay que aceptarse como se es, que no es lo mismo que conformarse. Es indispensable no ignorar la realidad –cualidades positivas, limitaciones, defectos– y obrar de acuerdo con ella. Por ejemplo, una persona humilde, realista, sabe cuáles son sus debilidades y no se pone en peligro dialogando con las tentaciones. También sabe estar en su lugar, sencillamente y sin complicaciones interiores. Es a veces corriente, incluso entre almas buenas, provocarse conflictos personales, que llegan a producir serias preocupaciones, pero que carecen de base objetiva alguna. Su origen radica en la falta de propio conocimiento, que conduce a la soberbia: el desear convertirse en el centro de la atención y de la estimación de todos, la inclinación a no quedar mal, el no resignarse a hacer el bien y desaparecer, el afán de seguridad personal. Y así muchas almas que podrían gozar de una paz maravillosa, que podrían gustar de un júbilo inmenso, por orgullo y presunción se trasforman en desgraciadas e infecundas 748. Hemos visto que la virtud de la esperanza es "esperanza de ser santos" y "esperanza de dar fruto apostólico". San Josemaría se refiere con frecuencia a estos aspectos hablando de "deseos" (de santidad, de dar fruto) porque en la vida cristiana la esperanza se manifiesta con frecuencia en los santos deseos, que no son quimeras. Lo resume un punto de Surco: Deja que se consuma tu alma en deseos... Deseos de amor, de olvido, de santidad, de Cielo... No te detengas a pensar si llegarás alguna vez a verlos realizados –como te sugerirá algún sesudo consejero–: avívalos cada vez más, porque el Espíritu Santo dice que le agradan los "varones de deseos". Deseos operativos, que has de poner en práctica en la tarea cotidiana 749. La relación entre humildad y entrega a los demás. San Josemaría señala un camino eficaz para ser humildes: Darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría 750. Estas palabras enseñan que la caridad excava su propio fundamento, que es la humildad, porque "darse a los demás", en un cristiano, es ejercicio de la caridad que lleva a profundizar en la humildad, la cual a su vez permite que se levante más alto y seguro el edificio de la vida cristiana. El ideal de la contemplación en medio del mundo. Los dones del Espíritu Santo hacen posible la contemplación en los tiempos dedicados a la oración y en las ocupaciones de la vida ordinaria. El Paráclito los concede a todos los que no ponen obstáculos y los desean, los piden y los buscan. No hacen falta talentos especiales. Hay almas oscuras, ignoradas, profundamente humildes, sacrificadas, santas, con un sentido sobrenatural maravilloso: Yo te glorifico, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeñuelos (Mt 11, 25) 751. Apéndice Amor filial y amor esponsal Al exponer los temas de este volumen, sobre todo la filiación divina y la caridad, hemos visto que san Josemaría habla del amor del cristiano a Dios como "amor filial". No hemos hablado, en cambio, de "amor esponsal" 752, porque no emplea esta expresión, diversamente a otros maestros de vida espiritual. Nos parece de interés reflexionar sobre este punto y lo hacemos en un "apéndice" porque no vamos a tratar de una enseñanza de san Josemaría sino más bien de un silencio suyo acerca de una terminología tradicional que sin duda conoce y que, sin embargo, apenas usa. La cuestión es la siguiente: a lo largo de la historia, muchos de los grandes maestros espirituales como san Bernardo, santa Teresa de Jesús o san Juan de la Cruz, han comparado la unión del cristiano con Dios a un "matrimonio espiritual" 753. Más en general, bastantes autores de espiritualidad hablan asiduamente del amor a Dios como de un "amor esponsal" o "nupcial". Se toma ocasión del amor entre los esposos en esta tierra –su entrega mutua, su compromiso indisoluble, su apertura a la fecundidad, etc.– para hablar del amor a Dios, después de purificar los términos de lo que es simplemente terreno y de elevarlos a un sentido espiritual. San Josemaría aplica con mucha frecuencia a la Santísima Virgen el título de "esposa de Dios Espíritu Santo" o de "esposa de Dios" y se refiere también a la Iglesia como "esposa de Cristo" 754, según la doctrina paulina (Ef 5, 23-28). Pero cuando trata de la relación del cristiano con Dios o con Cristo o con la Iglesia, no emplea casi nunca términos esponsales. A primera vista puede sorprender que no lo haga porque, si llama al cristiano "otro Cristo, el mismo Cristo", se podría decir que es "esposo" de la Iglesia análogamente a como lo es Cristo; y viceversa, considerando que es miembro de la Iglesia, esposa de Cristo, se podría decir que es "esposo de Cristo" y, por tanto, también "esposo de Dios", pues Jesucristo es Dios. Sin embargo, como decíamos, san Josemaría no se dirige a Dios como "esposo", ni se suele referir a la relación del cristiano con la Iglesia en términos esponsales. Véase, por ejemplo, el siguiente texto, en el que llama a la Iglesia "Esposa de Cristo" y, en cambio, "Madre del cristiano": Has de amar a la Esposa de Cristo, tu Madre, que está, y estará siempre, limpia y sin mancilla 755. Cuando habla de la unión del cristiano con Cristo tampoco emplea, generalmente, una terminología esponsal: no dice que "el alma es esposa de Cristo", o que el cristiano ha de amar a Cristo como "esposo". No lo hace nunca en sus obras escritas, publicadas o en fase de publicación. En cambio, la usa alguna vez en su predicación oral. Concretamente, en siete ocasiones entre los años 1956-59 –es la época en la que Pío XII publica la encíclica Sacra virginitas (25-III-1954)–, hablando a mujeres laicas que se han entregado a Dios acogiendo el don del celibato apostólico, dice al modo de san Ambrosio, de san Atanasio y de otros Padres citados por Pío XII, que son esposas 756 de Jesucristo. Después de esos años, san Josemaría prácticamente no vuelve a usar esa metáfora salvo en dos o tres ocasiones en los años setenta 757, siempre en frases muy breves y sin detenerse a explicarla. Los pocos textos a que nos hemos referido muestran que conoce la terminología "esponsal" (cosa por lo demás evidente, en un lector asiduo de los clásicos de espiritualidad). Pero a la vez, resulta significativo que la emplee tan escasamente en las casi 13.000 páginas que suman sus escritos y apuntes de la predicación oral 758. En cambio, se dirige constantemente a Dios llamándole Padre, según las palabras de Jesús: "cuando oréis, decid: Padre..." (Lc 11, 2), y habla del amor a Dios como de un "amor filial", un "amor de hijos de Dios" (o de hijas de Dios): un amor fundado en la realidad de la filiación divina adoptiva 759. No hay duda de que los términos "filiales" son los habituales en su predicación. (Por supuesto, nos referimos siempre aquí, como en el capítulo 4º, a la filiación divina sobrenatural; no a la filiación a Dios que tiene todo hombre por su condición humana, sino a la del cristiano por la gracia santificante). ¿Cómo interpretar estos hechos? ¿Por qué motivo san Josemaría no se refiere con más frecuencia a la unión con Dios como unión esponsal? ¿Implica una ruptura con la doctrina espiritual precedente? O bien, ¿hay alguna relación entre el "amor filial" y el "amor esponsal"? Y, en fin, ¿qué significado tienen las pocas veces en las que se refiere a una esponsalidad del cristiano con Cristo? Estas cuestiones merecerían un estudio amplio, pero sólo se podrán afrontar rigurosamente cuando se disponga de la edición crítica de los textos. En este apéndice nos proponemos únicamente dejar planteado el tema y ofrecer algunas consideraciones provisionales que puedan ser útiles a la reflexión del lector. En nuestra opinión, conviene distinguir dos modos de hablar de "esponsalidad del cristiano con Dios" y, en consecuencia, de "amor esponsal a Dios". Uno general, aplicable a cualquier cristiano corriente –ya sea varón o mujer, casado o célibe–, y otro particular y propio del estado de "vida consagrada". A estos dos modos habría que añadir un tercero, el de la esponsalidad de los sacerdotes por razón del sacramento del Orden, pero tradicionalmente se considera como una esponsalidad con la Iglesia que deriva de que, al actuar sacramentalmente in Persona Christi Capitis, el sacerdote (presbítero u obispo) hace las veces de esposo de la Iglesia en el mismo sentido que lo es Cristo. Es una esponsalidad ministerial, originada por el sacramento del Orden, que no se puede aplicar a los fieles laicos y por eso no hablamos ahora de ella 760. En cuanto a los dos primeros modos hay que decir que se distinguen por el fundamento. En el caso de los fieles corrientes, la esponsalidad procede sólo del Bautismo, mientras que en el segundo se trata de una esponsalidad que surge específicamente de la consagración religiosa, distinta de la del Bautismo (al que presupone). Consagración que se realiza por la emisión de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia y su aceptación formal por parte de la Iglesia. Consideremos el primer caso. Todo bautizado, al ser adoptado como hijo de Dios en las aguas del Bautismo, se compromete a vivir de acuerdo con esa dignidad asumiendo los "compromisos bautismales". Estos compromisos representan sin duda una alianza con Dios. Alianza que tiene una cierta semejanza con la del matrimonio porque, por su misma naturaleza, es un pacto de amor de amistad que incorpora a la Iglesia como miembro de un Cuerpo del que Cristo es Cabeza, y que reclama indisolubilidad y se ordena a la fecundidad, es decir, a la transmisión de la vida sobrenatural mediante el ejercicio del sacerdocio común, participación del sacerdocio de Cristo. Por este motivo se puede hablar, con fundamento en la Sagrada Escritura (cfr. Ct 4, 8-12; Os 3, 1 ss., Ef 5, 22-32; 2Co 11, 1-3; etc.), de una esponsalidad de todo cristiano con Dios por el Bautismo: "in Baptismo fit quoddam spirituale connubium animae ad Deum" 761, dice santo Tomás. Es una esponsalidad que todo cristiano puede asumir en su vida espiritual precisamente porque deriva del Bautismo. Esta esponsalidad se encuentra estrechamente relacionada con la filiación divina adoptiva. En realidad no parece otra cosa que un modo de referirse a que la unión filial con Dios se establece por una "adopción" que tiene lugar en el mismo Bautismo, porque el que es adoptado como hijo tiene una alianza con Dios. Pero los términos "filiación" y "esponsalidad" no tienen el mismo valor para expresar la relación del cristiano con Dios. Cuando se habla de "esponsalidad con Dios" se emplea una metáfora que sirve para poner de relieve un aspecto implicado en la condición de hijos de Dios, mientras que cuando se habla de "filiación divina" no se emplea una metáfora sino un lenguaje propio referido a Dios en sentido analógico. Se puede decir que en el Bautismo el cristiano es hecho realmente "hijo de Dios", de modo análogo a como lo es el Hijo en el seno de la Santísima Trinidad; en cambio, sólo metafóricamente se puede decir que es hecho "esposo de Dios", porque en la Santísima Trinidad no hay "Esposo". En este último caso no se está hablando con un lenguaje propio sino metafórico 762. Con otras palabras, cuando se dice que el cristiano es hijo de Dios, se está usando un lenguaje propio en sentido analógico porque existe una Filiación subsistente y el cristiano participa realmente de ella (su filiación se llama adoptiva sólo para distinguirla de la natural, que es el Hijo); en cambio, cuando se dice que es "esposo de Dios" se está hablando metafóricamente, porque no hay en la Santísima Trinidad una "esponsalidad subsistente" de la que el cristiano pueda participar. La esponsalidad, el matrimonio, es una realidad creada y cuando se aplica a la relación con Dios no se puede hacer por analogía con una realidad subsistente en Dios, sino sólo de modo metafórico. En cambio la filiación adoptiva, aunque también es una realidad creada, es participación de la Filiación subsistente en Dios, y por eso el cristiano es hijo de Dios en sentido propio, no metafórico. Lo subraya san Juan cuando escribe: "Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!" (1Jn 3, 1). En la predicación de san Josemaría está presente por todas partes la filiación divina adoptiva y los imperativos que de ella derivan: el amor filial a Dios, la identificación con Cristo, el amor fraterno a los demás y la misión apostólica... No obstante, recurre también al amor humano para describir el amor de los hijos de Dios. Suele decir, por ejemplo: me gustan todas las canciones del amor limpio de los hombres, que son para mí coplas de amor humano a lo divino 763. No tiene inconveniente en aplicar al amor a Dios lo que se afirma del amor humano noble entre un hombre y una mujer, en el noviazgo o en el matrimonio. Este amar a Dios como los amantes de la tierra está dentro del espíritu de filiación divina que predica, porque la adopción de hijos comporta en todos los cristianos –varones y mujeres; célibes, casados o viudos– una alianza de amor con Dios. En san Josemaría, el amor a Dios, la caridad, es virtud "filial". Esa cualidad filial incluye una genérica esponsalidad que corresponde al carácter "adoptivo" de la filiación, como ya hemos observado. En efecto, adoptar es asumir como hijo a quien no lo era. La adopción filial es una cierta asunción como la que se verifica en la Encarnación al asumir el Hijo la naturaleza humana. Y la Encarnación se designa tradicionalmente como un "matrimonio" de la Persona divina con la naturaleza humana, que es el fundamento de las "bodas" de Cristo con la Iglesia, al unirla a Sí como su Cuerpo místico (cfr. Ef 5, 25; Ap 19, 7-9). En este sentido se puede decir metafóricamente que quien es adoptado por Dios es "desposado" por Él, no por ser hijo sino por serlo "adoptivo". El Hijo Unigénito no es "esposo" del Padre, porque no es adoptado sino eternamente generado; y cuando asume la naturaleza humana y une a sí a la Iglesia como Esposa, su "amor esponsal" no es otra cosa que un aspecto de su amor filial al Padre. Así también en el cristiano. Al ser su filiación sobrenatural una participación de la Filiación subsistente, su amor es propiamente filial; dentro de este amor filial, el haber sido adoptado ("asumido como hijo") comporta un rasgo que metafóricamente se puede designar como esponsal. Decimos "metafóricamente" porque se emplea un término propio de las relaciones entre criaturas para designar un aspecto de la relación con Dios, la adopción filial. Nótese que este planteamiento de la relación entre "adopción" y "esponsalidad", no coincide con el de quienes las distinguen reservando el primer término para el momento en que el cristiano recibe la filiación divina (el Bautismo) y el segundo para el momento en que libremente se compromete con Dios. Este modo de ver la "esponsalidad" como desarrollo de la "adopción filial", está en la línea de la consagración religiosa a la que nos referiremos después. No es un simple modo de designar metafóricamente la adopción (salvo que por esponsalidad se entendiera simplemente el descubrimiento de la vocación cristiana, sin ningún otro compromiso que el que deriva de haber tomado conciencia del que ya se tiene por el Bautismo). Si la esponsalidad se entendiera como un compromiso distinto del que es propio del Bautismo, habría que decir que san Josemaría no habla de esa esponsalidad. Él distingue entre el "ser hechos hijos adoptivos de Dios" en el Bautismo y el "tomar conciencia de esa filiación" y decidirse radicalmente a vivir en consecuencia, actuando los compromisos bautismales. A esto último lo llama "entrega a Dios" (no "matrimonio con Dios"): entrega de hijos de Dios que se deciden a amarle con todo el corazón y con las obras. ¿Por qué san Josemaría apenas acude a la metáfora esponsal? Una conjetura que nos parece coherente con su biografía y su enseñanza, es que al descubrir la radicalidad de la condición filial del bautizado, pasa a segundo plano la metáfora de la esponsalidad. Una vez que Dios le hizo experimentar con hondura el "sentido de la filiación divina" para que lo pusiera como cimiento de su vida espiritual, este don le llevó a una profunda contemplación del misterio cristiano en sus términos propios, filiales, que se pueden condensar en la expresión: cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 764 La comprensión de la unión con Cristo que encierran estas palabras, trasciende la metáfora de la unión de los esposos in carne una (cfr. Mt 19, 5), aunque no niega su valor para ilustrar algunos aspectos. En este preferir el lenguaje propio al metafórico, san Josemaría sigue, por espontánea intuición más que como fruto de especulación, una regla teológica básica e importante (de modo especial en el campo de la Teología espiritual), que Garrigou-Lagrange enuncia del siguiente modo: "los términos metafóricos son necesarios allá donde no existen términos propios, sobre todo para expresar las relaciones particulares de Dios con las almas interiores. Por esta razón los místicos hablan por metáfora de los desposorios y matrimonio espirituales para designar la unión, en cierta manera transformante, del alma con Dios" 765. Quizá se pueda decir –lo proponemos como una hipótesis– que los místicos a los que se refiere Garrigou-Lagrange –principalmente cita a san Juan de la Cruz, aunque antes están ya san Bernardo, Ricardo de san Víctor y otros– necesitaron recurrir a la metáfora de los desposorios más de cuanto lo necesitó san Josemaría después de haber experimentado, por don de Dios, la realidad sobrenatural de la filiación divina. El Espíritu Santo conduce a las almas por distintos caminos. A unos les adentra en las profundidades divinas por la hermosa senda de la imagen esponsal y a otros por la vía más recta y sencilla de la realidad filial. En todo caso, también la adopción filial está presente en san Juan de la Cruz, aunque describa la unión con Dios en términos de matrimonio espiritual. Lo mismo que san Josemaría se vale a veces de la metáfora del amor humano, como ya hemos visto, pero siempre para ilustrar algunos aspectos de una vida espiritual fundada en el sentido de la filiación divina. A esto hemos de añadir que en san Josemaría la metáfora del amor humano para hablar del amor divino, no se circunscribe al amor de los esposos. En realidad, lo que busca subrayar con esa metáfora es sobre todo que el cristiano ha de amar a Dios con el mismo corazón con que ama a las personas queridas en esta tierra. Y para esto acude también a otras formas de amor humano, como el de los padres a los hijos o entre hermanos y amigos, incluso con más frecuencia que al amor entre esposos. Escribe, por ejemplo: Hemos de amar a Dios con el mismo corazón con el que queremos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros miembros de nuestra familia, a nuestros amigos o amigas: no tenemos otro corazón 766. Y en otro lugar: Ama apasionadamente al Señor. ¡Ámale con locura!, porque si hay amor –¡entonces!– me atrevo a afirmar que ni siquiera se precisan los propósitos. Mis padres –piensa en los tuyos– no necesitaban hacer propósito de quererme, ¡y qué derroche de detalles cotidianos de cariño tenían conmigo! Con ese corazón humano, podemos y debemos amar a Dios 767. Pasemos ahora al segundo modo de hablar de la unión esponsal con Dios. Nos referimos al que es propio y específico de la vida consagrada 768. Ya en el siglo ii aparece formalmente en la Iglesia el "ordo virginum", constituido por mujeres que hacían profesión pública de virginidad por el Reino de los Cielos y eran consagradas mediante una ceremonia litúrgica en la que recibían un signo distintivo. Tal consagración era considerada como un "matrimonio espiritual" o "esponsalicio" con Dios 769, y constituye el precedente de la vida religiosa que también será vista por la tradición como signo del "desposorio admirable establecido por Dios en la Iglesia" 770. De este modo, la metáfora de la unión esponsal con Dios ha permanecido durante siglos estrechamente vinculada a la vocación religiosa 771. San Josemaría se refiere a esta unión esponsal con Dios cuando predica a religiosas. Por ejemplo, en 1972, dirigiéndose a una comunidad cisterciense les anima a tener la alegría inmensa de saberos esposas de Cristo 772. En cambio, generalmente no habla de este modo a los fieles corrientes. Si reserva más bien la metáfora esponsal para el estado religioso y prefiere no aplicarla a los laicos, nos parece que es para evitar confusiones entre la vocación laical y la religiosa, y entre las características específicas de la vida espiritual en uno y en otro caso. Él enseña –hemos de repetirlo– a fundar la vida espiritual en la filiación divina recibida en el Bautismo, cultivando en todo momento la conciencia de ser hijos de Dios, mientras que en las espiritualidades religiosas, la vida espiritual se funda en una consagración posterior a la del Bautismo –la consagración religiosa por los tres votos–, entendida como una "unión esponsal" con Dios. Esta "unión esponsal" comporta un cierto "apartamiento" del mundo, en el sentido de una nueva relación con las actividades temporales que tiene por objeto dar testimonio de los bienes futuros –testimonio escatológico–: relación distinta a la de aquellos que tienen por misión santificar el mundo desde dentro. Se trata, en definitiva, de planteamientos diversos de la vida espiritual. Diversos en el sentido de alternativos, no en el de contrapuestos, porque ambos parten del Bautismo y miran a la gloria. Por eso, ni la metáfora esponsal es ajena a los laicos –ya hemos visto que hay una esponsalidad genérica fundada en el Bautismo–, ni, menos aún, el espíritu de filiación divina es extraño a los religiosos 773: les pertenece por el Bautismo, y en él se apoya su específica consagración esponsal. En este sentido, se fundaría sólo en el Bautismo, no en la específica consagración religiosa post-bautismal, y vale entonces lo que hemos dicho en los párrafos anteriores. Por lo demás no queremos omitir que san Josemaría recomendaba a los laicos la lectura de estos grandes santos y maestros de espiritualidad, no sólo para que admirasen las elevadas cotas de su amor, sino para que sacaran ejemplo y se beneficiaran de lo más sustancial de su doctrina espiritual, que ciertamente tiene valor universal. ¿Qué decir, por último, de esas pocas ocasiones en las que san Josemaría llama "esposas de Cristo" a mujeres que son fieles corrientes? A lo largo de su vida tuvo que esforzarse en recuperar para los fieles laicos un cierto número de términos que, en la práctica, se reservaban a la vocación religiosa, aunque en la antigüedad habían sido patrimonio de todos. Por ejemplo, el término "perfección" había llegado a vincularse de tal modo al "estado de perfección" propio de los religiosos, que comúnmente no se pensaba que la vida en medio del mundo y en particular el matrimonio pudieran ser un "camino de perfección". De ahí que se vea en la necesidad de recordarlo: Tienes obligación de santificarte. –Tú también. –¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto" 774. En nuestra opinión, los pocos textos "esponsales" a que nos hemos referido manifiestan un intento de aplicar la metáfora esponsal a la vida espiritual de los fieles corrientes, refiriéndola a la esponsalidad bautismal, es decir, a una concreta aplicación de la metáfora: la que sirve para ilustrar algunos aspectos de la adopción filial en el Bautismo. Pero esto podría dar lugar a equívocos si no se desvinculaba de la consagración religiosa y se aclaraba que se estaba hablando de otra esponsalidad, vinculada sólo al Bautismo. No sucedía con el término "esponsal" lo mismo que con el de "perfección", que pertenece a todos por igual, aunque se llegue a ella por diversos caminos. Hay una esponsalidad específica de los religiosos, cuya identidad es preciso reconocer y proteger como un bien para toda la Iglesia. Quizá por esto abandonó el término al dirigirse a laicos. Por otra parte, podría suceder que al presentar a los laicos el ideal de la unión con Dios en términos esponsales (ligados únicamente al Bautismo), se volvieran a invertir los conceptos, como ya había sucedido en la historia, pasando de nuevo a segundo plano el sentido de la filiación divina. Hay que tener en cuenta que la metáfora del "matrimonio con Dios" suscita sentimientos y actitudes interiores que, si no se enmarcan en la condición filial, pueden acabar suplantándola. Concluimos aquí estas consideraciones. No queremos examinar el contenido de la metáfora esponsal (bautismal) porque no lo hace san Josemaría, ni vamos a detenernos en lo que puede aportar a la comprensión de la realidad filial. Nos basta haber considerado la prioridad de ésta última. El tema queda abierto a futuras reflexiones que, si hubiéramos de llevarlas a cabo, irían en la línea de partir de la analogía filial y de ver qué luces puede aportar, dentro de ella, la metáfora del amor humano para contemplar el misterio de la unión del hombre con Dios. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría PARTE III El camino de la vida cristiana: la santificación en medio del mundo "No te pido que los saques del mundo, sino que los guardes del maligno" (Jn 17, 15) Visión general de la parte tercera Después de haber tratado el doble aspecto de la finalidad última de nuestra vida –la glorificación de Dios (con la búsqueda del reino de Cristo y la edificación de la Iglesia: temas de la Parte I) y la perfección del cristiano como hijo de Dios (la identificación con Cristo por la caridad y las demás virtudes, con el ejercicio de la libertad: temas de la Parte II)–, hablaremos ahora, en la Parte III, de su realización en el camino de la vida presente. Concretamente, una vez estudiada la finalidad última, que tiene su coronación en la vida eterna, vamos a examinar los aspectos de su búsqueda que están exclusivamente ligados a la vida en esta tierra y que, por tanto, no tienen su plenitud en la gloria: son únicamente camino hacia la gloria. Para señalar cuáles son estos aspectos, resulta útil comparar la vida cristiana a un viaje a pie. El fundamento de la comparación se encuentra en diversos lugares de la Sagrada Escritura, como en la Primera Carta de san Pedro, donde se habla de la vida del cristiano como de una peregrinación hacia la patria celestial (cfr. 1P 1, 17). Pero antes de servirnos de esta comparación conviene que señalemos sus límites. Quien se desplaza materialmente a pie de un lugar a otro, por lo general tendrá presente en su interior la meta a la que se dirige, pero se tratará sólo de una presencia intencional: en la mente y en el deseo. En cambio, quien camina hacia el Cielo posee ya, por la gracia, una cierta incoación o anticipo de la gloria, su meta final. Además, cuando avanza hacia la santidad, él mismo va siendo transformado, identificado paulatinamente con Cristo por la acción del Espíritu Santo (cfr. 2Co 3, 18). Por esto, para exponer la vida cristiana en la enseñanza de san Josemaría hemos hablado de su fin y del sujeto antes que del camino, porque sólo así se entiende lo que ocurre en éste. Si no hubiéramos estudiado, por ejemplo, qué significa "santificación", difícilmente podríamos hablar ahora de "santificación del trabajo" y nos encontraríamos ante una confusa madeja de conceptos. Con razón hace notar Illanes que "la teología del trabajo requiere plantear claramente el problema del fin último del existir humano –es decir, la ordenación del hombre a Dios–, y, desde ahí, volver sobre el trabajo mismo, para poner de manifiesto el lugar que ocupa en el despliegue de esa ordenación o llamada" 1. Veamos ahora la comparación a que nos referíamos, que puede servirnos, a pesar de sus límites, para mostrar el esquema de esta Parte III. En un viaje, sobre todo si es a pie, se pueden considerar tres aspectos (dejando aparte la finalidad, de la que ya hemos tratado): el terreno por el que se camina, el esfuerzo que hace falta para recorrerlo y los medios con los que cuenta el caminante. En correspondencia con estos tres aspectos se encuentran los tres capítulos de esta Parte: el primero (séptimo del total) sobre la vida ordinaria y especialmente el trabajo profesional como "terreno" o "materia" del camino de santificación; el segundo (octavo del total) sobre la "lucha" necesaria para recorrer ese camino; y el tercero (noveno del total) sobre los "medios" de que dispone el cristiano para avanzar por él. Con estos tres temas no sucede lo mismo que con el fin último. Éste se encuentra presente a lo largo del camino de la vida cristiana en esta tierra y se alcanza en la gloria; en cambio, la materia de santificación, la lucha y los medios, son realidades exclusivas del camino y cesan al llegar a la meta. En la vida eterna no habrá trabajo propiamente dicho, porque la creación habrá llegado a su perfección última; ni será preciso luchar, porque el enemigo ya estará vencido; ni habrá que emplear medios para la unión con Dios, porque se gozará de la visión de Dios cara a cara. Son, pues, realidades propias de la vida en este mundo, necesarias para alcanzar la vida eterna. No son el fin último, pero constituyen el camino en el que éste se realiza hasta llegar a la meta definitiva. Dentro de estos tres aspectos –que conceptualmente se pueden asimilar a los principios material, formal y eficiente– puede encontrar cabida cualquier otro más particular que quiera considerarse. Se trata de un esquema general. Un esquema que podría ser válido, en principio, para exponer las enseñanzas de cualquier maestro de vida espiritual sobre el camino de santificación y apostolado de un cristiano corriente. Pero no todos los autores necesitan un planteamiento omnicomprensivo, porque no tratan de todos los temas: por ejemplo, bastantes no hablan del "terreno" (el trabajo profesional, la vida familiar y social); o bien, cuando se refieren a los "medios" destacan sólo alguno de ellos (generalmente, la oración) pero no se ocupan con detalle de otros. San Josemaría se refiere de modo expreso y ampliamente, como veremos, a todas estas cuestiones. Por eso, sólo un esquema general podía ser adecuado para exponer sus enseñanzas sobre el camino de la vida cristiana. A la vez, hemos de decir que la elección de los tres capítulos mencionados no ha sido pensada a priori y después aplicada a san Josemaría, sino que está inspirada en sus mismas enseñanzas. Quien tenga familiaridad con sus obras, aunque no las haya estudiado teológicamente, probablemente reconocerá que la santificación del trabajo, la lucha cristiana y los medios de santificación son temas "estructurales" de su doctrina. Para ofrecer una visión de conjunto más precisa, vamos a describir cada uno de estos tres temas teniendo como trasfondo la comparación con un viaje. Primero, el "terreno" del viaje. En el caso de un cristiano llamado por Dios a santificarse en medio del mundo, el "terreno" de su camino de santificación está formado por las actividades propias de su existencia cotidiana –el trabajo profesional, las tareas familiares, la participación en la vida social– que constituyen la "materia de santificación" de que dispone. Avanzar hacia la santidad consiste en santificar esas actividades, realizándolas para la gloria de Dios y buscando en ellas la identificación con Jesucristo. Al hacerlo así, bajo la acción del Espíritu Santo, no sólo va siendo transformado en otro Cristo, en el mismo Cristo, sino que también el "terreno" se renueva, embellece y mejora con la huella de sus pasos. No permanece igual cuando un cristiano lo recorre porque, al tomarlo como materia de santificación, además de crecer él mismo en santidad y de ayudar a los demás a santificarse, perfecciona esas mismas realidades –familiares, sociales y profesionales– infundiéndoles espíritu cristiano. Todo este tema será objeto del capítulo 7º: "La santificación del trabajo profesional y de la vida familiar y social", donde veremos que el camino de santidad que propone san Josemaría es un "camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano" 2. La mención del trabajo profesional en primer lugar se debe a que constituye en su enseñanza el "eje" de la santificación personal y de la transformación de la sociedad y del mundo con el espíritu del Evangelio. El segundo aspecto que resalta en un viaje a pie, es el esfuerzo que se requiere para recorrer el camino. En el itinerario de la santidad sucede algo semejante: no es posible avanzar sin esfuerzo porque, como consecuencia del pecado, el cristiano ha de superar una debilidad interior y la oposición de unos enemigos que actúan desde fuera de él. Por una parte, ha de afrontar la inclinación al mal dentro de sí, que es como un peso, un freno para su marcha; por otra, están las instigaciones al pecado que provienen de fuera de sí mismo: las tentaciones del diablo y las que proceden de la presencia del mal en el mundo. A este tema se dedicará el capítulo 8º: "La lucha por la santidad". Una lucha para vencer esos obstáculos, cooperando con la gracia del Espíritu Santo. En la enseñanza de san Josemaría, la lucha es una cualidad del amor a Dios en esta tierra, pues los actos de amor a Dios –y eso son nuestros pasos hacia Él– han de vencer la resistencia del amor propio desordenado. La lucha por la santidad no es negación, ni mero agere contra. Es una lucha positiva, de conquista: una lucha de hijos de Dios que buscan configurarse con Cristo por la caridad y las demás virtudes, y corredimir con Cristo. De ahí el sentido afirmativo de la mortificación cristiana y de la penitencia, términos teñidos de oscuro por la cultura hedonista, pero que brillan con toda su energía liberadora en la enseñanza de san Josemaría. En tercer lugar, quien desea realizar un viaje debe considerar con qué medios o instrumentos cuenta. De ahí el tema que estudiaremos en el capítulo 9º: "Los medios de santificación y de apostolado" de que dispone el cristiano para avanzar por el camino de la santidad y ayudar a los demás a recorrerlo. El concepto de "medio" necesita una clarificación porque el término se puede usar de diversos modos. En sentido amplio, "medio" es todo lo que sirve al cristiano para alcanzar el fin último, la santidad. En este sentido se puede llamar medios, por ejemplo, al trabajo y a las actividades de la vida ordinaria, así como a la lucha interior, temas que se estudian en los capítulos anteriores. Pero en sentido estricto, como los entenderemos aquí, son "medios" para la santidad aquellas acciones que en sí mismas (por su objeto) se ordenan a la santificación y al apostolado 3. Entendidos así, los medios que trataremos son tres: la participación en los sacramentos, la oración y la formación cristiana. A través de ellos recibimos la mediación de Cristo en la Iglesia. La enseñanza de san Josemaría despliega la riqueza de estos medios y pone de manifiesto su intrínseca unidad, de la que deriva la importancia de usarlos conjuntamente, como elementos de un "plan de vida espiritual" que se pone en práctica de modo habitual, por amor a Dios. Después de estos tres capítulos, el volumen concluye con un epílogo sobre la "unidad de vida", concepto clave para san Josemaría, con el que se puede resumir de algún modo toda su enseñanza. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO SÉPTIMO La santificación del trabajo profesional y de la vida familiar y social 1. LAS ACTIVIDADES TEMPORALES, CAMINO DE SANTIFICACIÓN 1.1. Introducción histórica 1.2. Observaciones terminológicas 1.3. El modelo de la vida oculta de Jesús       1.3.1. La obediencia de la Cruz en la vida ordinaria       1.3.2. La vida nueva de Cristo resucitado en los quehaceres ordinarios 1.4. La santificación de las realidades temporales       1.4.1. Santificación de las realidades temporales en cuanto actividades: convertirlas en oración, descubriendo el "quid divinum" que encierran       1.4.2. Santificación de las realidades temporales en cuanto efectos de la actividad humana: "espiritualizarlas"       1.4.3. Una nueva visión de la vida cotidiana 1.5. Sentido y exigencias de la secularidad cristiana. Santificar el mundo "desde dentro"       1.5.1. "Mentalidad laical" con "alma sacerdotal"       1.5.2. "Ser del mundo sin ser mundanos": "Amar al mundo apasionadamente"       1.5.3. El amor al mundo, los novísimos y las bienaventuranzas 1.6. La santificación del mundo y la condición de varón y de mujer 2. LA SANTIFICACIÓN DEL TRABAJO PROFESIONAL 2.1. Contexto teológico de la santificación del trabajo 2.2. La noción de trabajo en san Josemaría       2.2.1. La idea general de trabajo       2.2.2. La distinción entre trabajo y fatiga       2.2.3. La dignidad de todo trabajo       2.2.4. Trabajo y "trabajo profesional"       2.2.5. Trabajo "profesional" en sentido análogo 2.3. El trabajo, "realidad santificable y santificadora"       2.3.1. Realidad santificable: "santificar el trabajo"       2.3.2. Realidad santificadora: "santificarse en el trabajo y santificar con el trabajo" 3. LA SANTIFICACIÓN DE LOS QUEHACERES FAMILIARES Y SOCIALES 3.1. Santificación de las realidades familiares       3.1.1. Hacia dentro de la familia: "Hogares luminosos y alegres"       3.1.2. Hacia fuera de la familia: el influjo en la sociedad 3.2. Santificación de las realidades sociales       3.2.1. Participación en la vida social       3.2.2. Santificación del descanso. Espíritu cristiano en las diversiones 3.3. El "eje" de la santificación en medio del mundo ALGUNAS APLICACIONES PRÁCTICAS CAPÍTULO SÉPTIMO La santificación del trabajo profesional y de la vida familiar y social Desde 1928 mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, porque el quicio de la espiritualidad específica del Opus Dei es la santificación del trabajo ordinario. (Conversaciones, n. 34) Las luces que recibió san Josemaría el 2 de octubre de 1928, y que inspiraron de ahí en adelante su predicación, confluyen en un preciso punto focal, designado de diversos modos en sus escritos. Uno de los más frecuentes, aunque no el más antiguo, es el que hemos elegido como título del presente capítulo: La santificación del trabajo profesional y de la vida familiar y social 1. Este tema no es uno más en su enseñanza: es el mismo centro de su mensaje. "San Josemaría fue elegido por el Señor" –afirmó el beato Juan Pablo II– "para indicar que la vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Se podría decir que fue el santo de lo ordinario" 2. La santificación del trabajo y de la entera vida cotidiana, no es asunto del que tratamos sólo en este capítulo ni por primera vez. Desde las primeras páginas ha sido nuestro principal argumento, porque san Josemaría no habla, en el fondo, de otra cosa. Cuando predica la vocación universal a la santidad y al apostolado –como vimos en la Parte preliminar–, se propone mostrar que, de por sí, esa llamada no obliga a abandonar los honrados quehaceres seculares, porque son santificables y medio para cumplir la misión apostólica. Cuando habla de dar gloria a Dios, enseña a buscar la contemplación, pero no en abstracto sino concretamente en medio del mundo, en las actividades profesionales, familiares, etc., según se estudió en el capítulo 1º. Cuando trata del reinado de Cristo, exhorta precisamente a poner al Señor en la entraña de esas actividades humanas, diarias y corrientes (capítulo 2º). Cuando se refiere a la edificación de la Iglesia, anima a convertir en "una misa" el entramado de tareas que llenan la entera jornada y a realizarlas con sentido de misión, con afán apostólico (capítulo 3º). Entiende la filiación divina adoptiva como "encarnada" en las realidades cotidianas (capítulo 4º); promueve la libertad de los hijos de Dios en el cumplimiento de su vocación y misión, que es la santificación del mundo desde dentro (capítulo 5º); orienta la caridad y el ejercicio de las demás virtudes cristianas hacia el amplio espacio de los quehaceres profesionales, familiares y sociales, y por eso habla tanto de virtudes humanas (capítulo 8º). En definitiva, a lo largo de todos los capítulos precedentes hemos tratado ya de la vida ordinaria, pero sólo de un aspecto: su fin último, que es la gloria de Dios y nuestra santidad o identificación con Cristo. Por eso, en el presente capítulo no hará falta que expliquemos de nuevo qué significa, por ejemplo, dar gloria a Dios o identificarse con Jesucristo. Ahora nos limitaremos a mostrar cómo esa suprema aspiración se puede realizar de hecho en el trabajo profesional y en la vida corriente en medio del mundo, según el mensaje de san Josemaría. Con razón ha señalado Pierpaolo Donati el peligro de espiritualismo si la reflexión teológica sobre la santidad se limita al tema del fin último: de este peligro –añade el mismo autor– pone al reparo la enseñanza de san Josemaría porque "mira a la realidad cotidiana como a su "lugar propio", a su referente concreto de sentido y de acción" 3. La tarea del cristiano, afirma Monseñor Javier Echevarría, testigo singular de la vida y de la enseñanza de san Josemaría, "reclama aprender, con el auxilio de la gracia, el sentido divino del quehacer humano" 4. ¿Por qué nos referimos a la tríada "trabajo profesional, vida familiar y social" para hablar de la santificación de la existencia cotidiana? La respuesta se encuentra en los capítulos iniciales del Génesis, donde aparecen el trabajo para perfeccionar este mundo, la formación de la familia y la edificación de la sociedad como las tareas que Dios, en la creación, confía al hombre y a la mujer 5. De estos tres ámbitos se compone la vida ordinaria en la enseñanza de san Josemaría. Con frecuencia cita y comenta los correspondientes textos bíblicos 6, contemplando el designio de Dios que "puso al hombre en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara" (Gn 2, 15). El mundo no salió plenamente acabado de las manos del Creador: fue creado in statu viae, encaminado hacia una perfección última que había de alcanzar con la colaboración del trabajo del hombre 7. Además, Dios creó al ser humano "varón y mujer" (Gn 1, 27), ambos con la misma dignidad pero como personas de distinto sexo 8, complementarias en orden a la tarea de formar la familia y edificar la sociedad humana, con vistas a poseer y perfeccionar la tierra. Les dijo, en efecto: "creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla" (Gn 1, 28). En estos textos del Génesis se ha leído desde antiguo el mandato de constituir la familia fundada en el matrimonio y de desarrollar, sobre esta base y mediante el trabajo, la sociedad humana. En suma, el varón y la mujer estaban llamados a dar gloria a Dios no sólo alabándole en su corazón y con su palabra, sino también participando de su poder creador mediante el trabajo y la formación de la familia y de la sociedad. Originariamente no había contraposición alguna entre el cumplimiento de estas tareas y la unión con Dios. La vocación primigenia del hombre era la de ser contemplativo en la realización de dichas obras. Los conflictos surgieron con el pecado, al aparecer la inclinación a poner el fin último en los bienes creados en vez del Creador. No obstante, el primitivo plan no quedó derogado por la caída, sino que fue grandiosamente reafirmado con la venida del Hijo de Dios que, al asumir las actividades humanas, les ha conferido valor redentor; y con el envío del Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios uniéndonos a Cristo en la misma vida cotidiana para santificarnos y renovar la entera creación. A la luz de los designios de la Creación, Redención y Santificación del hombre, san Josemaría ve el trabajo y la vida familiar y social como realidades queridas por Dios, afectadas, sí, por el pecado, pero ordenadas en último término a la realización de la vocación sobrenatural de la persona humana. Las percibe con amplitud de perspectivas, con sus leyes y su autonomía propias 9, como un entramado de actividades en las que el hombre ha de conocer y amar a Dios sabiéndose hijo suyo, procurando que todos le conozcan y le amen, y que la entera creación refleje su gloria. Entiende que los cristianos, en cada época de la historia, reciben este mundo como herencia y como tarea, para que, con el uso de su libertad, ordenen todas las cosas a la gloria de Dios, busquen el reinado de Cristo y edifiquen la comunión de los hombres con Dios en la Iglesia. Es así como ellos mismos se perfeccionan uniéndose a Jesucristo, por la acción del Espíritu Santo, en el cumplimiento amoroso de los cometidos propios de la vida ordinaria. Comprende que quienes han sido llamados a la santidad en medio del mundo no pueden limitarse a unos actos interiores de amor y a unas determinadas prácticas de piedad y de culto, ni conformarse con ciertas muestras de caridad hacia el prójimo. Elemento esencial de las obras con las que cumplen la Voluntad divina son las actividades profesionales, familiares y sociales, realizadas con la mayor perfección posible, de modo que su existencia entera, su querer y su obrar, sea una vida de fe, de esperanza y de amor, y de ejercicio de las virtudes humanas, que contribuya a la transformación cristiana de la sociedad y al mejoramiento del mundo. Este es su camino de santidad y apostolado. Sólo así responden a la llamada que han recibido. San Josemaría no se cansa de repetir, por tanto, que las actividades temporales son medio y ocasión de santidad, camino de perfección y de santificación para la muchedumbre de los cristianos corrientes. Baste citar por ahora, como marco del presente capítulo, dos textos que contienen los temas principales. El primero es una de las formulaciones del mensaje que predica: Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir 10. El segundo texto se refiere a la institución que ha fundado para la difusión y actuación de este mensaje. El Opus Dei, en efecto, ha nacido para contribuir a que esos cristianos, insertos en el tejido de la sociedad civil –con su familia, sus amistades, su trabajo profesional, sus aspiraciones nobles–, comprendan que su vida, tal y como es, puede ser ocasión de un encuentro con Cristo: es decir, que es un camino de santidad y de apostolado. Cristo está presente en cualquier tarea humana honesta: la vida de un cristiano corriente –que quizá a alguno parezca vulgar y mezquina– puede y debe ser una vida santa y santificante 11. En el capítulo que comenzamos, se tratará primero de las realidades temporales en su conjunto, como camino de santificación y de apostolado (es importante no olvidar, a lo largo de este primer apartado, que hablaremos de todas las realidades temporales –profesionales, familiares y sociales–, es decir, de los aspectos comunes a todas ellas). Después nos concentraremos en el trabajo profesional, ya que san Josemaría lo califica de "eje" o "quicio" de la santificación de la vida ordinaria. Por último, estudiaremos la santificación de la vida familiar y social. 1. LAS ACTIVIDADES TEMPORALES, CAMINO DE SANTIFICACIÓN 1.1. INTRODUCCIÓN HISTÓRICA Hoy día no es raro encontrar en obras de Teología –más aún si son de Teología espiritual– un título semejante al del presente apartado 12. A nadie le llama la atención que se reflexione acerca del valor de las actividades temporales, civiles y seculares, para la santificación del cristiano. Sin embargo, el argumento es relativamente nuevo. Si se retrocede en el tiempo escasea cada vez más y, en los inicios del siglo XX, prácticamente desaparece por completo. Como otros autores contemporáneos, san Josemaría era consciente de esta situación. Cuando comienza a predicar que la vida en medio del mundo no es obstáculo sino camino de santidad, constata que la ciencia teológica no le ofrece respaldo, pues apenas se ha ocupado del tema: Hay un paréntesis de siglos, inexplicable y muy largo, en el que sonaba y suena esta doctrina a cosa nueva: buscar la perfección cristiana, por la santificación del trabajo ordinario, cada uno a través de su profesión y en su propio estado. Durante muchos siglos, se había tenido el trabajo como una cosa vil; se le había considerado, incluso por personas de gran capacidad teológica, como un estorbo para la santidad de los hombres 13. Al hablar de "un paréntesis de siglos", este texto nos ofrece la ocasión para realizar un recorrido histórico, examinando el sentido y el valor del trabajo ordinario para la vida cristiana. No sólo del trabajo, sino de todos los quehaceres propios de la vida cotidiana, incluidas las comunes tareas familiares y sociales, pues nos parece que lo que dice aquí san Josemaría acerca del trabajo, se plantea también con respecto a las demás actividades cotidianas. No es fácil determinar cuándo comienza ese "paréntesis de siglos" al que se refiere. Ciertamente no en los primeros tiempos cristianos pues, para quienes abrazaban la fe en aquella época, los quehaceres diarios seguían siendo los mismos antes y después de su conversión. No cambiaban de trabajo (si era honesto) al convertirse, ni abandonaban la familia o la ciudad. Simplemente esas mismas realidades adquirían una nueva y grandiosa dimensión. La vida cotidiana, anodina y vulgar para la cultura en la que se encontraban inmersos, se transformaba de improviso en algo luminoso e interesante, en ámbito y materia de la santidad y de la misión apostólica. ¿Acaso podían ver los esposos una traba a su vocación cristiana en la vida matrimonial, cuando el mismo Apóstol lo proclama "sacramento grande en relación a Cristo y a la Iglesia" (cfr. Ef 5, 32) y dice: "maridos amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia" (Ef 5, 25)? ¿Podían sentirse ajenos a los acontecimientos de la sociedad, cuando se les pedía que llevaran "una vida de ciudadanos dignos del Evangelio de Cristo" (Flp 1, 27)? ¿No se precia san Pablo de su propio trabajo productivo cuando dice a los presbíteros de la iglesia de Éfeso: "Sabéis bien que las cosas necesarias para mí y los que están conmigo las proveyeron estas manos" (Hch 20, 34)? Que el modelo de santidad para los primeros cristianos no era en absoluto ajeno al cumplimiento de los deberes cotidianos, es una realidad que testimonian claramente los más antiguos Padres y escritores eclesiásticos. "La mayor parte de los cristianos de la época ante nicena –hace notar un autor, especialista en este período– pertenece a los estratos modestos (...). Campesinos y artesanos, viven del fruto de su trabajo y continúan ejerciendo los oficios de antes de su conversión" 14. Según Clara Burini, "la participación en la vida eclesial y comunitaria, en sus numerosas expresiones litúrgicas, constituye la primera y fundamental connotación del cristianismo y sobre todo del cristianismo de los orígenes, pero también es verdad que el cristiano continúa dando gloria, alabanza y acción de gracias a Dios cuando vive en su familia y en la sociedad, ambientes en los que debe practicar su fe y en los que está llamado a testimoniarla día a día. La vida conyugal, el amor a los hijos, la caridad con el prójimo, el empeño en el trabajo, el contacto con los ambientes culturales, son ocasión para demostrar y expresar el propio "credo", para anunciar y vivir en la realidad de todos los días las enseñanzas de Cristo" 15. Testimonio excelente es la Carta a Diogneto (s. II), "perla de la antigüedad cristiana" 16, sobre todo los capítulos V-VII. Citemos un pasaje significativo: "Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su idioma, ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. (...) Habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable y, por confesión de todos, sorprendente. Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria es tierra extraña. Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no abandonan los que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el Cielo. Obedecen a las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes" 17. Testimonios semejantes se encuentran en Clemente de Alejandría, Tertuliano y otros escritores cristianos antiguos 18. Estas breves referencias pueden ser suficientes para dejar apuntado que la vida de los primeros discípulos de Cristo se encarna en los deberes cotidianos. La bibliografía al respecto es abundante 19. No obstante, ya desde los inicios, aparecen diversas tendencias hacia el menosprecio de las realidades ligadas a la materia y, con ellas, necesariamente a la vida cotidiana: unos denigran el matrimonio, otros abandonan el trabajo (cfr. 1Tm 4, 3; 2Ts 3, 10). San Pablo rechaza enérgicamente esos desvíos. Llama embusteros a los que prohíben casarse (cfr. 1Tm 4, 2 s.), proclama sin equívocos que "si alguno no quiere trabajar, que no coma" (2Ts 3, 10), y confirma a los cristianos en la convicción de que la realidad del mal –con el que no cabe pactar– no es razón para salir del mundo (cfr. 1Co 5, 10-11). En él han de estar presentes como luz, como sal de la tierra y levadura del Reino de los cielos (cfr. Mt 5, 13-14.33). Las desviaciones espiritualistas que surgieron en el curso de la primera expansión del Evangelio, al entrar en contacto con ideas extrañas a la tradición bíblica, jamás tuvieron carta de identidad en la Iglesia, pero algunas ejercieron su influjo durante siglos. Se trataba principalmente de corrientes gnósticas que profesaban una visión negativa de las realidades materiales. Junto a estas ideas hay que tener en cuenta la desestima dominante en la cultura griega del trabajo productivo (poiêsis), frente a la actividad moral inmanente que perfecciona al sujeto (praxis) 20, y la idea aristotélica de la inadecuación del trabajo manual, e incluso de la "praxis", para la contemplación intelectual de la verdad (theoría) 21. Tampoco es la vida cotidiana, en el medio cultural donde se desarrolla el cristianismo, el espacio propio del héroe ni de las acciones heroicas, que sólo tienen lugar fuera de la casa y del trabajo diario. Es, en cambio, la esfera cerrada de la repetición monótona de acciones simples e iguales, el recinto de lo "privado" en oposición al noble y abierto espacio de lo "público", de lo político, en el que se decide la suerte de la ciudad 22. En contraste con este trasfondo cultural, emerge la vida de los primeros cristianos, para quienes lo cotidiano es una realidad altamente positiva, en modo alguno residual: medio de vida cristiana, palestra de acciones y de virtudes heroicas. Después de este primer período comienza a abrirse el "paréntesis de siglos" del que habla san Josemaría. Es un paréntesis relativo, si se considera en su conjunto la vida de la Iglesia durante ese largo espacio de tiempo. Quien lea, por ejemplo, las homilías que san Juan Crisóstomo pronuncia para el pueblo, quedará impresionado por la fuerza con la que exhorta a la santidad en la vida cotidiana 23; y lo mismo vale para numerosas cartas que otros Padres post-nicenos dirigen a laicos 24. Pero también es notorio que nace entonces una amplia literatura teológica ocupada preferentemente del monaquismo que, más tarde, presenta la vida religiosa como paradigma de la existencia cristiana 25. En esta línea, que acaba polarizando la tradición espiritual, está prácticamente ausente la reflexión sobre el valor de las actividades temporales como lugar y medio de santificación y apostolado, medio también para mejorar y hacer fructificar la herencia de este mundo que Dios ha entregado al hombre y a la mujer. A los laicos se les propone como modelo la vida religiosa. Y aunque más adelante se procura adaptar este modelo a las exigencias de la familia y del trabajo –recuérdese, sobre todo, a san Francisco de Sales–, por lo general se ve en los negotia saecularia un impedimento para el crecimiento espiritual, a pesar de la dignidad que se reconoce al cumplimiento de los deberes de estado, queridos por Dios 26. Con la llegada de la época moderna despunta en la cultura lo que Charles Taylor ha llamado "afirmación de la vida corriente" 27: el progresivo aprecio del valor de las actividades cotidianas, representadas admirablemente en la pintura de un Vermeer y, más tarde, en la literatura de un Balzac, un Dickens o un Manzoni. Se abre paso la estima por los quehaceres sencillos y prosaicos, mirados hasta entonces con desdén por el ideal caballeresco típico de la Edad media 28 y por los cultores de las actividades más elevadas del espíritu, en último término la contemplación intelectual, la theoría. Lo que ahora se abomina es la inactividad y la ociosidad 29. A menudo, sin embargo, la revalorización de la vida cotidiana y su exaltación en la sociedad burguesa viene a coincidir con el elogio de la mediocridad, del simple bienestar material y del anonimato. Se deja sentir el influjo del racionalismo iluminista, cuya crítica de la religión socava el significado de la vida cotidiana como lugar de encuentro con Dios, para verla sólo como esfera de la prosperidad humana. Es cierto que algunas corrientes contemporáneas de pensamiento, como la fenomenología y el existencialismo, valoran la cotidianidad como lugar de "producción de sentido" 30, pero sólo el ideal cristiano de santificar esa vida corriente –de unir la contemplación amorosa con los quehaceres cotidianos y de practicar ahí las virtudes con verdadero heroísmo 31– podrá evitar que se confunda lo ordinario con lo anodino, o lo universal con lo anónimo, y dotará a la vida diaria de auténtico relieve humano y sobrenatural. El esfuerzo por alcanzar la santidad vendrá a ser "el elixir vital necesario" 32 de la vida cotidiana. "Todo esto requiere el reconocimiento teórico y práctico del primado de la gracia, porque no es nuestra la fuerza que santifica al mundo: es la gracia que nos da Cristo en el Espíritu Santo" 33. La valoración cristiana de la vida cotidiana se encuentra lejos de todo naturalismo. Pero esta cuestión sólo se planteará de lleno en el siglo XX. Hasta ese momento hay razón para hablar de un "paréntesis de siglos" en la reflexión teológica sobre el trabajo profesional y las realidades familiares y sociales como materia de santificación para los fieles corrientes. Es obligatorio, sin embargo, señalar un matiz al respecto. Martin Rhonheimer habla justamente de un "primer redescubrimiento de la vida ordinaria" en la Reforma protestante, varios siglos anterior al "segundo", apenas mencionado, en el seno de la Iglesia católica 34. Llamarlos "primero" y "segundo" puede dar la impresión de continuidad, pero en realidad se trata de descubrimientos independientes y muy diversos entre sí: tan diversos como las bases teológicas en que se apoyan, como se aprecia en las mismas consideraciones de Rhonheimer. Los reformadores parten de la negación de un aspecto esencial de la mediación de la Iglesia en la salvación de los hombres: para ellos no hay sacerdocio ministerial ni sacramentos que confieran una gracia "santificante"; la gracia no es más que el favor de Dios y, como tal, una realidad externa al hombre que cada uno puede alcanzar sola fide, sin instancias mediadoras ni obras exteriores. Pasa entonces a primer plano la pregunta de cómo uno puede saber si tiene verdaderamente fe y puede esperar su salvación. La respuesta proviene del esfuerzo con el que preserva esa fe día a día, obedeciendo al mandato divino del trabajo y cumpliendo los demás deberes. Si uno trabaja porque cree en Dios (que lo ha mandado), y su trabajo produce fruto, es señal de que su fe es verdadera. "Por este camino, concluye Rhonheimer, las circunstancias de la "vida corriente" –trabajo, matrimonio, vida familiar o social, deberes civiles– reciben una significación eminentemente religiosa (...): los propios deberes intramundanos se convierten en "llamada" ["Beruf"], como decía Lutero y después de él los calvinistas; es decir, en una actividad en la que aparece la voluntad de Dios para cada uno y que debe ser santificada, realizándola para la gloria de Dios y no como un fin en sí misma" 35. Para los puritanos calvinistas, observa Taylor, "la menor ocupación es una vocación, en el supuesto de que sea provechosa para la humanidad y distinguida por Dios con una utilidad" 36. El teólogo calvinista Joseph Hall (1574-1656) había afirmado, por ejemplo, que la meta de nuestra vida es "servir a Dios, sirviendo a los hombres por medio del trabajo en la profesión" 37. A la par que el matrimonio y la vida social, el trabajo se ve como realidad querida por la ley de Dios, a la que el hombre no debe sustraerse y en la que puede reconocer su fe y preservarla. Aunque indudablemente este planteamiento revaloriza la vida cotidiana en la percepción del creyente, su significado para la santificación –entendida según la doctrina católica, como verdadera transformación interior, "divinización"– en cierto modo desaparece, es nulo. Por una parte, el cumplimiento de los deberes seculares no santifica al hombre –donde todo depende de la sola fides, no cabe el mérito, ni el aumento de la gracia santificante, ni el crecimiento en santidad que, como cualidad de la persona, no existe para los reformadores–; y por otra, tampoco santifica el mundo, pues ante la corrupción total que, según ellos, ha producido el pecado, la fe religiosamente mantenida en las ocupaciones corrientes permite trascender el mundo, pero no lo redime, ni lo sana, ni lo santifica realmente. "Lo redimido no es el mundo, sino sólo el individuo que, en último término, se separa del mundo. Falta [en la doctrina de los reformadores] una relación interior entre trabajo y Redención" 38. La fe que predica el protestantismo no transforma el mundo; simplemente lo sobrepasa. Más tarde, con la secularización, estas ideas contribuirán a que fe y vida en el mundo discurran por cauces diversos. Un planteamiento de este género no podía ser acogido por la Iglesia católica, a pesar de que era muy necesario revalorizar teológicamente la vida cotidiana de los laicos. De hecho, ese movimiento de ideas en el ámbito de la Reforma no tuvo eco en el campo católico. Cuando, siglos después, san Josemaría comience a predicar la santificación en la vida cotidiana, saltarán a la vista las diferencias radicales. Según la doctrina católica, de la que parte, la gracia santificante transforma al hombre en hijo de Dios y le llama a tomar posesión de su herencia ordenando las realidades de este mundo con el espíritu de Cristo. Además, la luz que ha recibido acerca de la vocación a la santidad en medio del mundo le lleva a predicar, como sabemos, que hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir 39. La bondad del mundo no ha quedado destruida por el pecado. Es posible detectar en las realidades creadas la huella de Dios y es posible ordenarlas a Él, respetando su propia autonomía, pero tratándolas con espíritu y amor de almas contemplativas 40, de acuerdo con sus leyes propias y con la ley moral que se resume en el amor a Dios y a los demás por Dios. Las consecuencias son fundamentales. "Ya no se trata simplemente –resume Rhonheimer– de salvarse de un mundo que ha caído en el desorden por el pecado, por medio de la fe y de su preservación en una vida de provechosa laboriosidad. Escrivá llama a descubrir lo santo, divino y bueno que está escondido en el mundo, en el trabajo ordinario, en las situaciones cotidianas. En este sentido, se trata de un verdadero amor al mundo –un "amor correcto"– y de interés por él, por su situación más íntima y por su salvación. Para el cristiano, Dios no solamente está "más allá" del mundo: lo encuentra también en él (...). La vida cristiana no consiste sólo en salvarse de la corrupción de este mundo por medio de la fe y de una actitud apropiada, sino en una transformación interior del hombre en Cristo efectuada por el Espíritu de Dios, que ha de conducir también a la renovación interior y a la salvación del mundo realizada por la gracia de Dios: es decir, a su "santificación"" 41. No se trata sólo de una "santificación por medio de la vida cotidiana (u ordinaria)" sino de una "santificación de la vida cotidiana", una elevación de esa vida ordinaria al nivel de la vida sobrenatural. Con anterioridad a san Josemaría, el valor de la vida cotidiana había sido puesto de relieve indirectamente en algunas intervenciones del Magisterio pontificio sobre la vida social y política a partir del siglo XIX y, especialmente, en el ámbito de la Acción Católica y de la reflexión teológica en torno a ella. Como ya hemos tratado este tema en la Parte preliminar, nos limitamos ahora a recordar que la afirmación teológica del valor de la vida cotidiana para la santificación y el apostolado de los laicos, ocupa en la Acción Católica un lugar diverso que en san Josemaría. En el primer caso es una consecuencia; en el segundo, un principio. La Acción Católica nace para hacer presente a la Iglesia en una sociedad que se seculariza 42. La Jerarquía advierte cada vez con más claridad que no puede conducir a todos a Cristo si no se apoya en un laicado coherente con su fe en todo momento, también en la esfera pública; y, por la íntima relación de esta esfera con la familia y el trabajo profesional, se descubre el valor de la vida ordinaria. Se pone en marcha así una fecunda reflexión teológica que dará lugar a un importante cuerpo de doctrina. Aunque en el mensaje de san Josemaría se encuentran elementos emparentados con esa corriente de doctrina espiritual 43, su punto de partida es otro. Enseña que el laico debe aspirar a la santidad y llevar a cabo la misión de la Iglesia en virtud del Bautismo; y que le compete hacerlo de un modo específico: en las actividades temporales que componen su vida. No prolonga la acción de la Jerarquía. Cumple, en comunión con la Jerarquía, una misión propia que ha recibido del mismo Cristo: la de santificar el mundo desde dentro 44. Y es en este cuadro donde emerge el intrínseco valor de la vida ordinaria como materia de santificación. Un valor no sólo funcional. No es algo que sirve para hacer más eficaz la misión de los pastores de la Iglesia en el mundo: es sustancial al ser cristiano del fiel laico, análogamente a como el cuerpo es elemento sustancial del ser humano. Decía san Josemaría que, al comenzar a predicar su mensaje de santidad, se encontraba con un "paréntesis de siglos" en el pensamiento católico. No se puede afirmar que él o la Acción Católica hayan cerrado ese paréntesis en la Teología, entre otras cosas porque no se sitúan en el plano teórico de la investigación teológica, pero sí se puede decir que lo han cerrado en la vida de muchos cristianos y que constituyen un impulso inspirador para que la reflexión teológica avance en este ámbito. De hecho han contribuido, por caminos diversos, al magisterio del Concilio Vaticano II, verdadera piedra miliar para que el paréntesis llegue a cerrarse universalmente en la doctrina y en la práctica 45. Baste recordar en este sentido un solo texto referido al trabajo y a todos los quehaceres cotidianos: "Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo. "Esta enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia" 46. Terminamos aquí estas consideraciones históricas de carácter introductorio. Cuando hayamos expuesto con más detalle la enseñanza de san Josemaría, veremos que su posición se caracteriza por haber proclamado la grandeza de la vida corriente 47 como "lugar" y "materia" para responder a la llamada divina a la santidad y al apostolado. 1.2. OBSERVACIONES TERMINOLÓGICAS En las consideraciones históricas precedentes hemos usado algunos términos y expresiones, habituales en san Josemaría, como "mundo", "amor al mundo", "realidades terrenas", "actividades temporales", "vida cotidiana", etc. Conviene que precisemos su significado porque continuarán apareciendo a lo largo del capítulo. No nos detendremos a demostrar que san Josemaría las utiliza en el sentido que vamos a exponer, ya que para esto habría que adelantar los textos que necesitamos citar después, pero sí remitiremos a pie de página a varios pasajes de sus obras en los que se puede verificar ese sentido. Comencemos con el término "mundo". Se trata de un vocablo con varias acepciones en la Escritura y en la Tradición de la Iglesia. Para lo que aquí nos interesa es imprescindible tener en cuenta que unas veces designa simplemente el conjunto de la creación visible (el universo, el cosmos) o sólo la tierra y lo que existe en ella, mientras que en otras muchas ocasiones incluye también la acción libre de las personas y significa entonces la sociedad, las instituciones, la cultura y la naturaleza transformada por el trabajo humano. En este sentido se habla, por ejemplo, del mundo actual, o delmundo en que vivimos, etc. Este último significado es muy frecuente en los escritos de san Josemaría y es el que emplearemos generalmente a lo largo del presente capítulo 48. Como se verá después, tiene una acepción positiva y otra negativa. Con la expresión "realidades terrenas" se hace referencia a todas las cosas del mundo visible (no a los ángeles) en cuanto creadas por Dios, es decir, como "realidades creadas" 49. En este sentido, la expresión designa siempre algo bueno, "porque todo lo creado por Dios es bueno" (1Tm 4, 4; cfr. Gn 1, 31). No sólo lo es el cosmos, sino también la actividad humana, tal como Dios la ha proyectado al crear al hombre y a la mujer. Por "realidades humanas" se entiende tanto la actividad humana secular como sus efectos en el mundo 50. Las realidades humanas se identifican con las mismas "realidades creadas", en cuanto que éstas han sido creadas para el hombre, pero se dicen "humanas" para hacer referencia a la actividad que las transforma. Son, con otras palabras, las realidades creadas en cuanto configuradas por el ser humano, o en cuanto objeto de su actuar. Se llaman también "realidades temporales" 51 porque tienen lugar en el tiempo y configuran la historia; o "realidades materiales", en cuanto que la actividad humana se desarrolla en el ámbito material de este mundo, es decir, en el espacio-tiempo, aun cuando muchas veces tenga un carácter marcadamente espiritual (el estudio, por ejemplo) 52. Puesto que el hombre y la mujer han sido creados para trabajar, formar la familia y construir la sociedad, san Josemaría se refiere a menudo a las realidades humanas con la expresión "realidades profesionales, familiares y sociales". Designa también el conjunto de todas ellas como "realidades seculares" 53, porque configuran el "siglo" (saeculum), no como período de tiempo sino como el entramado de la sociedad civil en un determinado momento. Por tanto, cuando habla de "realidades humanas" o de "realidades temporales" piensa en las tareas seculares y civiles, que tienen por objeto la edificación de la sociedad y son llevadas a cabo habitualmente por laicos. Todas ellas componen lo que suele llamar "vida cotidiana" o "vida ordinaria" o "vida corriente" en medio del mundo, expresiones equivalentes en los escritos de san Josemaría 54. No se incluyen aquí las actividades sagradas en sí mismas, como el culto público 55, ni tampoco las actividades ordinarias de quienes han abrazado el estado de vida consagrada en alguna de las formas que comportan apartamiento del mundo 56. San Josemaría habla en ocasiones de "actividades humanas" y de "actividades temporales" 57, como sinónimos de "realidades humanas" y de "realidades temporales", respectivamente. Así lo haremos también aquí la mayor parte de las veces. Hay, sin embargo, un matiz que conviene señalar. El concepto de "realidad humana" suele tener un significado más amplio que el de "actividad humana". Una actividad es un acto de la persona; una realidad humana, en cambio, puede ser tanto un acto como su resultado. Construir un puente es una realidad y una actividad humana, mientras que el puente construido es una realidad pero no una actividad. En la vida espiritual, las actividades humanas son materia de santificación en sentido estricto, porque se pueden transformar en algo santo (en oración); el "resultado" de esas actividades, en cambio –por ejemplo, el resultado del trabajo–, es materia de santificación sólo en un sentido análogo (no se puede decir propiamente que el puente que se ha construido es santo; se podrá decir que es bueno e incluso bello y que contribuye a que las personas vivan de acuerdo con su dignidad y, en este sentido, que favorece su santificación, pero no que es un puente "santo"; lo que puede ser santa es la actividad de construirlo o la de usarlo). San Josemaría dice a veces también que las actividades humanas honestas son "materia", "camino" o "lugar" de santificación, mientras que en otras ocasiones las denomina "medios de santificación". Con respecto a esta última expresión, conviene tener presente, como ya se advirtió, que la palabra "medio" se puede entender de diversos modos. Las nobles actividades humanas –profesionales, familiares y sociales– son "medios de santificación" en el sentido de que son "materia de santificación". En sí mismas, son realidades que tienen un sentido humano positivo, se empleen o no para alcanzar la santidad. En cambio, hay otras actividades, como los ratos de oración o la participación en los sacramentos, que son "medios de santificación" en sentido estricto (y así los llama también san Josemaría) porque son actividades santas, que santifican en sí mismas si se realizan debidamente. La expresión "medios de santificación" se aplica principalmente a estos últimos (los estudiaremos en el capítulo 9º). Las realidades humanas han sufrido las consecuencias de la caída (cfr. Gn 3, 1 ss). En la situación presente, el mundo, marcado y deformado por el pecado, se encuentra bajo el influjo del poder de Satanás (cfr. 1Jn 5, 19). De ahí se siguen dos consecuencias para la terminología: – la primera es que hay acciones o actividades que son siempre moralmente ilícitas por su objeto moral (acciones intrínsecamente malas). Como es evidente, esas actividades no son santificables. Por eso, para referirse a las que sí lo son, san Josemaría suele hablar de actividades humanas "honestas", "nobles" o "dignas": aquellas que, por su objeto moral, son conformes a la ley divina. Siempre que hablemos aquí de "actividades humanas", lo haremos en este sentido, aunque no repitamos explícitamente que han de ser "honestas"; – la segunda es que hay una doble acepción del término "mundo": una positiva, que se refiere a las realidades creadas por Dios y a las actividades humanas que se desarrollan según su ley; y otra negativa, que indica las actividades humanas en cuanto deformadas por el pecado 58. San Josemaría utiliza las dos acepciones 59. La positiva cuando impulsa a amar al mundo 60, por amor a Dios, es decir, porque es obra de Dios. La negativa cuando exhorta a no ser mundanos 61, es decir, a no poner el fin último en las cosas de este mundo olvidando a Dios, como el hombre de la parábola que se decía a sí mismo: "ya tienes muchos bienes almacenados para muchos años. Descansa, come, bebe, pásalo bien" (Lc 12, 19). Aún tendremos que volver sobre esta cuestión más adelante. Después de estas aclaraciones podemos pasar al desarrollo teológico del tema que nos ocupa, comenzando por la vida de Jesús en Nazaret, paradigma de la santificación en la vida ordinaria. 1.3. EL MODELO DE LA VIDA OCULTA DE JESÚS En la historia de la espiritualidad se observa que los santos que han abierto nuevos caminos de vida cristiana han comprendido algunos pasajes de la Sagrada Escritura con especial profundidad, reconociendo en ellos el núcleo de la misión que Dios les confiaba o les había confiado. En el caso de san Josemaría podríamos citar bastantes textos en este sentido 62, pero si tuviéramos que destacar algunos escogeríamos sin duda los que se refieren a los años de vida ordinaria de Jesús en Nazaret: "Bajó con ellos [con María y José], vino a Nazaret y les estaba sujeto" (Lc 2, 51); "¿No es éste el artesano?" (Mc 6, 3); "¿No es éste el hijo del artesano?" (Mt 13, 55). La mayor parte de la vida de Jesús en carne mortal está resumida en las pocas palabras que acabamos de citar. El silencio sobre ese largo período es casi completo. Chesterton escribía en 1925 que "de todos los silencios este es el más grandioso y el más impresionante (...) y nadie, que yo sepa, ha intentado servirse de él para demostrar algo en particular" 63. El gran literato inglés –comenta John Wauck–, no podía imaginar que "poco después, un joven sacerdote español (...) descubriría que aquellos años "olvidados" tenían un significado profundo, y encontró en ellos el modelo católico radicalmente nuevo para caminar hacia la santidad" 64. Las escasas noticias que ofrecen los evangelistas sobre la vida de Jesús en Nazaret hacían pensar a san Josemaría que transcurrió como la existencia común de los hombres, de la que poco hay que decir, y le llevaron a entender que esos años ocultos del Señor no son algo sin significado, ni tampoco una simple preparación de los años que vendrían después: los de su vida pública. Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo 65. Juan Pablo II comentó esta enseñanza corroborando que "para cada bautizado que quiere seguir fielmente a Cristo, la fábrica, la oficina, la biblioteca, el laboratorio, el taller y el hogar pueden transformarse en lugares de encuentro con el Señor, que eligió vivir durante treinta años una vida oculta. ¿Se podría poner en duda que el periodo que Jesús pasó en Nazaret ya formaba parte de su misión salvífica? Por tanto, también para nosotros la vida diaria, en apariencia gris, con su monotonía hecha de gestos que parecen repetirse siempre iguales, puede adquirir el relieve de una dimensión sobrenatural, transfigurándose así" 66. La enseñanza de san Josemaría contiene una penetrante reflexión espiritual en este sentido. Una y otra vez vuelve la mirada a la vida corriente del Salvador, meditando su significado y tratando de comprender las lecciones que encierra. Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección 67. Estos y otros textos han llevado a un teólogo a sostener que "en la historia de la espiritualidad católica ya no se podrá hablar del significado de Nazaret y de la vida escondida de Cristo, sin aludir explícitamente a la doctrina del beato Josemaría sobre la existencia ordinaria y el trabajo santificados y santificadores del Verbo encarnado y redentor, y en él, del cristiano" 68. San Josemaría contempla, en efecto, la vida oculta de Jesús como modelo para el fiel corriente: modelo que no sólo ha de imitar, sino que ha de plasmar en sí mismo. Más que vivir como Cristo, está llamado a vivir en Cristo, vitalmente unido a Él. Inmerso en la conciencia de la filiación divina, le gusta repetir que Cristo quiere encarnarse en nuestro quehacer 69. Y para confirmar la grandeza de este ideal recuerda las palabras inspiradas: "vuestra vida está escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3) 70. Lo que Jesús hizo materialmente durante esos años se puede compendiar en pocas palabras: estaba sujeto a sus padres, trabajó como artesano, llevó una vida normal entre sus conciudadanos. Materialmente no hay más que añadir. Pero respecto a cómo lo hizo, hay mucho que observar y decir porque en esos quehaceres ordinarios se proyecta el Sacrificio de la Cruz y la Resurrección y Ascensión a los Cielos: proyección que resulta fundamental para descubrir la trascendencia de las tareas cotidianas de Cristo en Nazaret y, en consecuencia, la del quehacer ordinario del cristiano unido a Él. 1.3.1. La obediencia de la Cruz en la vida ordinaria El Hijo de Dios ha asumido nuestra misma naturaleza para reparar por el pecado, sometiendo perfectamente su voluntad humana a la Voluntad divina. "He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad" (Hb 10, 7), dice al entrar en este mundo. "Pues como por la desobediencia de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos" (Rm 5, 19). El Sacrificio del Calvario es la culminación de esa obediencia de Cristo al Padre, como desvela san Pablo al escribir que el Señor se hizo "obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Flp 2, 8). Pero la entrega de Jesús en su Pasión y Muerte no fue un acto aislado, sino la visible expresión suprema de una obediencia por Amor que ya había sido plena y absoluta a lo largo de toda su vida, con manifestaciones diversas, las propias de cada momento. A los doce años, cuando María y José lo encuentran entre los doctores del Templo, Jesús les responde: "¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?" (Lc 2, 49). Es una respuesta que ilumina toda su vida en Nazaret. Cuando obedecía a sus padres –"les estaba sujeto" (Lc 2, 51) dice el evangelista ofreciendo una biografía de Jesús, resumida en tres palabras 71– y cuando trabajaba con José, estaba "en las cosas de su Padre": cumplía la Voluntad divina. Y así como al quedarse en el Templo no rehusó sufrir por la aflicción de sus padres que le buscaban angustiados (cfr. Lc 2, 48), tampoco rehuyó someterse a las dificultades que conllevaba el cumplimiento del deber de cada momento: al esfuerzo del trabajo, a la fatiga, a la pobreza... Su obediencia a la Voluntad del Padre en Nazaret no fue menor que en el Calvario sino la misma que le llevó a dar la vida en la Cruz. La identificación plena con la Voluntad divina, que en el Gólgota se manifestará con la efusión de su Sangre, había tenido lugar ya, día a día, instante tras instante, con normalidad absoluta, en una pequeña población de Galilea. Así vivió Jesús durante seis lustros: era fabri filius (Mt 13, 55), el hijo del carpintero. (...) Y era Dios, y estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí todas las cosas (Jn 12, 32) 72. El valor redentor de la vida de Jesús en Nazaret sólo puede entenderse si no se separa de la Cruz, si se advierte que al aplicarse a su quehacer cotidiano, cumpliendo perfectamente la Voluntad divina, por Amor, con la disposición consciente de consumar su obediencia en el Gólgota (cfr. Mc 10, 33-34; Lc 12, 49-50), estaba ofreciendo su vida al Padre, por el Espíritu Santo: "estaba realizando la redención del género humano" porque ofrecía cotidianamente el Sacrificio que consumaría en el Calvario. Por esto resulta imprescindible mirar a Cristo crucificado para entender el resto de su vida terrena, porque su disposición interior de dar la vida está presente en todo momento. En Nazaret y durante su ministerio público, Jesús no obedece nunca "hasta cierto punto", sino absolutamente, con la "obediencia de la Cruz". Todos los momentos son pasos hacia ella: su amor le lleva a caminar sereno hacia el Gólgota 73. La obediencia de Cristo en la Pasión manifiesta cómo ha sido su obediencia en Nazaret, su totalidad y su valor redentor. La Cruz que ilumina la vida oculta de Jesús, ilumina también la vida corriente del cristiano. "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame" (Lc 9, 23). San Josemaría entiende que "la cruz de cada día" es la cruz en las tareas cotidianas: No dejaré de repetirlo: para estar unidos con Cristo en medio de las ocupaciones del mundo, hemos de abrazar la Cruz con generosidad y con garbo 74. Seguir a Cristo en la vida ordinaria exige tomar "la cruz de cada día", cumplir la Voluntad divina en lo cotidiano, obedeciendo "usque ad mortem" (Flp 2, 8): "con generosidad", o sea, excediéndose con gusto aunque puedan faltar las ganas; "y con garbo", sin lamentarse, sin exagerar el peso de la Cruz, pues su carga es ligera (cfr. Mt 11, 30). No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz 75. No se trata sólo de atenerse al "antes morir que pecar", sino de estar dispuestos a morir en todo momento a la "propia voluntad" para cumplir la Voluntad divina, haciéndola propia, en las tareas ordinarias. En esa vida cotidiana, la Cruz se suele presentar de modo escondido, imperceptible para los demás. Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola, despreciable y sin valor... y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo..., que está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú 76. De ahí la devoción de san Josemaría, no sólo a las imágenes de Cristo crucificado, sino también a las cruces "negras y vacías" 77 que representan para él la llamada a identificarse con Cristo cumpliendo en lo cotidiano la Voluntad de Padre, por encima de la propia voluntad, del propio gusto o de los propios proyectos y ambiciones. El siguiente texto es otro ejemplo de cómo la contemplación de Jesús en la Cruz es fuente de luz para examinar la existencia cotidiana, porque en lo ordinario se debe reflejar, como en un espejo, la obediencia de Cristo. Amo tanto a Cristo en la Cruz, que cada crucifijo es como un reproche cariñoso de mi Dios: ...Yo sufriendo, y tú... cobarde. Yo amándote, y tú olvidándome. Yo pidiéndote, y tú... negándome. Yo, aquí, con gesto de Sacerdote Eterno, padeciendo todo lo que cabe por amor tuyo... y tú te quejas ante la menor incomprensión, ante la humillación más pequeña... 78 La vida oculta de Jesús, unida al Sacrificio del Calvario, muestra al cristiano el valor que pueden tener sus tareas ordinarias. Para alcanzar la santidad –y una santidad llena de frutos apostólicos, de corredención con Cristo– basta cumplir fielmente, por amor, los deberes de cada día, como Jesucristo en Nazaret. San Josemaría lo condensa en una breve frase: ¿Quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces 79: que lo que hagas sea "lo que debes", es decir, la Voluntad de Dios; y que "estés en lo que haces", poniendo todo el corazón y toda el alma en el pequeño deber de cada momento, cumpliéndolo, en una palabra, por amor 80. Pronto volveremos sobre esta frase, pero antes nos interesa considerar otro aspecto cristológico de la vida ordinaria del cristiano que da todo su relieve al anterior. 1.3.2. La vida nueva de Cristo resucitado en los quehaceres ordinarios Después de proclamar la obediencia de Jesucristo "hasta la muerte, y muerte de cruz" (Flp 2, 8), san Pablo prosigue: "Y por eso Dios lo exaltó y le dio un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre" (Flp 2, 9-11). La exaltación del Señor, su Resurrección y Ascensión, son inseparables de su obediencia en la Cruz, y proyectan junto con ésta una intensa luz sobre la vida corriente. Aquél a quien vemos trabajar como carpintero y cumplir su deber con fatiga, es el Hijo de Dios que vive en su Humanidad Santísima, ya en esos momentos, la misma vida sobrenatural que se manifestará gloriosa en la Resurrección. Aquél a quien vemos someterse a María y a José, y a la Ley mosaica, obedeciendo de este modo a la Voluntad del Padre, es el mismo que dejará que se manifieste por un momento su divinidad en la Transfiguración (cfr. Mt 17, 2). Los años de Jesús en Nazaret no son simplemente un período que precede a la Resurrección y a la Ascensión. Al identificar totalmente en cada momento su voluntad humana a la divina, vive plenamente en su Humanidad la Vida sobrenatural, aunque aún no aparezca gloriosa, triunfante. Este misterio se realiza también, de algún modo, en la vida del cristiano. Ya por su composición natural de alma y cuerpo, está situado "como en el horizonte entre la eternidad y el tiempo" 81, y se puede decir que sus actividades temporales tienen alcance eterno. Con mayor razón –sobre esta base, pero elevado a un orden sobrenatural– se puede afirmar lo anterior si, por la gracia, vive como hijo de Dios la vida del Resucitado. "Así como Cristo fue resucitado de entre los muertos (...), así también nosotros caminemos en una vida nueva" (Rm 6, 4), escribe san Pablo; pues "aunque estábamos muertos por nuestros pecados, [Dios] nos dio vida en Cristo –por gracia habéis sido salvados–, y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos por Cristo Jesús" (Ef 2, 5-6). Por la gracia, el cristiano vive en esta tierra "una vida nueva", la vida sobrenatural que el Señor le ha ganado en la Cruz y que es una incoación de la vida gloriosa. Esta vida nueva es un don destinado a crecer a medida que procura identificar su voluntad con la Voluntad divina, renunciando a la "voluntad propia" (en el sentido de un querer que no se ordena al de Dios). Es decir, ha de morir a la "propia voluntad", a toda pretensión de independencia de Dios, para vivir la Vida divina, participación de la Vida gloriosa de Cristo. No hay aquí un antes y un después temporal. En el mismo acto de morir al propio querer para hacer suya la Voluntad divina, el cristiano vive en su existencia un cierto inicio de la vida gloriosa de Jesús en su Humanidad santísima, de modo análogo, no idéntico, a como Él la ha vivido en la historia. Decimos "de modo análogo" porque hay semejanza y desemejanza compenetradas (en lo mismo que hay semejanza se encuentra también una desemejanza). Hay semejanza en cuanto que la incoación de la vida gloriosa en el cristiano no se manifiesta con el esplendor que tendrá en la plenitud de la gloria, de modo semejante a como la gloria del Hijo no se manifestaba ordinariamente en su Humanidad durante la vida terrena, salvo en la Transfiguración. Como se puede ver, dentro de esta semejanza hay desemejanza, porque Jesús es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad a quien pertenece la gloria, aunque no se manifieste en su vida terrena, mientras que al cristiano no le pertenece la gloria por naturaleza, sino que se le concede el don de participar en ella: un don incoado en esta tierra por la gracia y llamado a su plenitud en el Cielo. El cristiano, como Cristo, ha de expresar en la existencia de cada día la "obediencia de la Cruz". Aunque goza de esa incoación de la gloria, ha de cumplir la Voluntad del Padre con el esfuerzo que se ha hecho necesario por algunas consecuencias del pecado que también el Señor ha asumido para redimirnos: la fatiga, el dolor y la misma muerte. Hay también desemejanza porque el cristiano, al tratar de cumplir la Voluntad del Padre llevando "la cruz cada día" (Lc 9, 23), no sólo debe afrontar la fatiga, sino que debe luchar contra la inclinación interior al mal, que Jesús no tenía (paralelamente al párrafo anterior, se puede observar aquí que dentro de esta desemejanza, hay una semejanza porque Él, aunque no tenía el peso de la inclinación interior al pecado, cargó sobre sí nuestros pecados para reparar por ellos en la Cruz: "nuestro hombre viejo fue crucificado con él, para que fuera destruido el cuerpo del pecado" (Rm 6, 6; cfr. Rm 8, 3; Col 2, 14). El cristiano lleva dentro la inclinación al mal, pero cuenta con la gracia del Espíritu Santo para vivir esa incoación de la vida gloriosa como hijo de Dios en Cristo, para ser alter Christus, ipse Christus. Así como Cristo al dar su vida humana por nosotros obtiene la plenitud gloriosa de esa vida, la glorificación de su Humanidad 82, análogamente el cristiano, ha de entregar su vida por los demás para vivirla con plenitud sobrenatural. Ha de morir para vivir: "el que pierda su vida por mí, la encontrará" (Mt 16, 25). San Josemaría expresa este misterio cuando escribe que hemos de morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas. Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él 83. Este "morir-vivir" puede tener lugar en la vida cotidiana. Entregándose al cumplimiento de la Voluntad de Dios en los quehaceres ordinarios, el cristiano puede dar a cada instante –aun a los aparentemente vulgares– vibración de eternidad 84. Su tiempo no es solamente "oro", como se suele decir en los asuntos humanos, el tiempo es ¡gloria! 85 En la homilía El tesoro del tiempo 86 san Josemaría medita sobre el aprovechamiento de los días que Dios concede al hombre para que dé frutos de santidad. Después de comentar varios pasajes evangélicos concluye con esta exhortación: Que nos persuadamos de que nuestro caminar en la tierra (...) es un tesoro de gloria, un trasunto celestial (...): sin que sea necesario cambiar de estado, en medio de la calle, santificando la propia profesión u oficio y la vida del hogar, las relaciones sociales, toda la actividad que parece sólo terrena 87. Esta enseñanza la condensa en una expresión cargada de significado: Hemos de estar –y tengo conciencia de habéroslo dicho muchas veces– en el Cielo y en la tierra, siempre. No entre el Cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Esta sería como la fórmula para expresar cómo hemos de componer nuestra vida, mientras estemos in hoc saeculo 88. Volvamos a lo que decíamos al inicio del apartado. Dios resucitó y exaltó a su Hijo a causa de su obediencia. Si en la vida ordinaria del cristiano está presente la obediencia de la Cruz, también estará presente –de modo germinal pero realmente– la vida de la Resurrección y el triunfo de la Ascensión. Y es precisamente la vida de Cristo glorioso en el cristiano lo que le impulsa a obedecer a la Voluntad divina en el deber de cada momento y le hace comprender el alcance redentor de esa obediencia. "Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; sentid las cosas de arriba, no las de la tierra. Pues habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 1-3). Vale la pena remarcar este punto: al cristiano que en su vida ordinaria procura cumplir amorosamente la Voluntad divina con la obediencia de la Cruz, cueste lo que cueste, Dios lo vivifica y lo exalta con Cristo. No sólo le dará el premio al final de los tiempos, sino que ya ahora le concede una prenda de la gloria por el don del Espíritu Santo (cfr. 2Co 1, 22; 5, 5; Ef 1, 14): le hace vivir cada vez más plenamente la vida nueva sobrenatural y le confía el mundo como herencia, para que realice el querer divino en todas las actividades temporales. Gracias al Paráclito, esas tareas ordinarias se convierten en algo santo, el cristiano mismo es santificado y el mundo comienza a ser renovado. La Cruz, la Resurrección y la Ascensión del Señor constituyen un solo misterio, el misterio pascual o del "paso" de su vida temporal a la eterna. La vida ordinaria en Nazaret es redentora y santificadora por su unidad con ese misterio. Esta realidad se refleja en la vida de los hijos de Dios gracias a la Santa Misa que actualiza el misterio de la Pasión y Muerte del Salvador, y su Resurrección y Ascensión al Cielo 89. Por la participación en la Eucaristía, la vida cotidiana del cristiano puede estar penetrada de la vida del Resucitado y de su señorío sobre todas las cosas. Comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo 90. El cristiano no sólo puede ofrecer todas sus tareas en la Misa, sino que puede hacer de esas tareas "una misa". Recordemos unas palabras ya precedentemente citadas: Todas las obras de los hombres se hacen como en un altar, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura veinticuatro horas, en espera de la misa siguiente, que durará otras veinticuatro horas, y así hasta el fin de nuestra vida 91. San Josemaría enseña –lo acabamos de ver– que la vida contemplativa consiste en vivir en el Cielo y en la tierra, endiosados 92. Es vivir la vida de Cristo resucitado en las actividades terrenas que Él asumió para redimirnos con su obediencia hasta la muerte. Es un auténtico "vivir en el Cielo", vida contemplativa; pero es a la vez "vida en la tierra", en las actividades terrenas, tomando la cruz de cada día para corredimir con Cristo en el cumplimiento de los propios deberes. Y todo con naturalidad, sin espectáculo 93, suele decir san Josemaría, como es propio de una vida "ordinaria". El sentido de la filiación divina hace ver esta realidad con una nueva luz. Saberse ipse Christus impulsa no sólo a trabajar "como Cristo" sino "en Cristo", con la conciencia de que Él vive en nosotros y de que nuestra actividad tiene un sentido corredentor. 1.4. LA SANTIFICACIÓN DE LAS REALIDADES TEMPORALES Para san Josemaría, la vida de Jesús en Nazaret proclama con suma sencillez que las realidades temporales no tienen sólo un sentido profano o intramundano 94. Han sido queridas por Dios como materia de santificación y de redención. Hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades –buenas, nobles, y aun indiferentes– que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte 95. No es que la Encarnación del Hijo de Dios haya cambiado el sentido de las realidades creadas: lo ha desvelado en profundidad. En Jesucristo, "Dios convierte todo el obrar humano en obrar divino" 96. Lo que se había desvanecido y casi borrado a causa del pecado –que las actividades temporales son camino de santificación para el hombre y la mujer–, ha vuelto a brillar con los pasos del Verbo encarnado. El Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra 97. Para comprender mejor lo que esto implica es preciso distinguir entre las actividades que se llevan a cabo (por ejemplo, preparar el almuerzo o trabajar en la construcción de una casa) y el resultado de esas actividades (el almuerzo que se ha preparado; la casa que se ha edificado). Es la distinción clásica entre las realidades humanas consideradas en sentido subjetivo y en sentido objetivo 98. Nos referiremos a continuación a cada uno de estos dos aspectos, limitándonos a las consideraciones más generales 99. 1.4.1. Santificación de las realidades temporales en cuanto actividades: convertirlas en oración, descubriendo el "quid divinum" que encierran Santificar las realidades temporales en cuanto actividades (incluyendo en el concepto de "actividad" también lo que se "padece" con conciencia de que se padece), es convertir esas actividades en una realidad santa. Por ejemplo, "santificar el trabajo no es "hacer algo santo" mientras se trabaja, sino "hacer santo el trabajo mismo"" 100. Lo mismo se puede decir de las demás actividades, familiares y sociales. La "realidad santa" en la que se convierten si las santificamos, es la oración. Santificar una actividad es convertirla en oración. En parte ya vimos este punto en el capítulo 1º, cuando hablamos de que nuestro fin último es ordenar todas las cosas a la gloria de Dios, haciendo que las diversas actividades sean actos de amor a Dios, que no es otra cosa que convertirlas en oración. Pero allí nos interesaba la oración en la que se transforman nuestras acciones (que puede llegar a ser contemplativa), mientras que ahora nos interesa ver por qué esas acciones pueden ser materia de santificación (es decir, qué hay en ellas mismas –en su objeto– y cómo han de ser para que se conviertan en oración). Son dos cuestiones diversas, aunque estrechamente vinculadas en la acción humana. Para distinguirlas y centrarnos en la segunda nos bastará recordar antes el núcleo de la primera. La oración de un hijo de Dios es una actividad "santa" porque es diálogo amoroso con Dios, participación en el diálogo eterno del Hijo con el Padre, que se donan mutuamente en el Espíritu Santo. Por eso, puesto que somos hijos, el mismo Paráclito enviado a nuestros corazones nos hace clamar "¡Abbá, Padre!" (Ga 5, 6). La vida sobrenatural de los hijos adoptivos consiste esencialmente en ese diálogo con el Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. Es vida de oración infundida y guiada por el Paráclito. Pero la oración está constituida no sólo por palabras, sino también por obras, como ya vimos 101. Hay muchas maneras de orar. Yo quiero para vosotros la oración de los hijos de Dios; no la oración de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús aquello de que no todo el que dice: ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos (Mt 7, 21). (...) Nuestra oración, nuestro clamar: ¡Señor!, ¡Señor!, va unido al deseo eficaz de cumplir la Voluntad de Dios. Ese clamor se manifiesta en mil formas diversas: eso es oración, y eso es lo que yo quiero para vosotros 102. Vale la pena observar que en este texto no se afirma sólo que la oración debe traducirse después en obras de cumplimiento de la Voluntad de Dios, sino que las mismas obras que se están realizando pueden convertirse en oración. El trabajo profesional y el cumplimiento de los deberes familiares y sociales se hacen oración cuando están imperados por la caridad, o sea cuando ese cumplimiento nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor 103. Entonces toda la jornada puede ser tiempo de oración: de la noche a la mañana y de la mañana a la noche 104. Convertir las obras en oración es el camino para poner en práctica, en sentido estricto, el mandato de "orar siempre y no desfallecer" (Lc 18, 1; cfr. 1Ts 5, 17). El Espíritu Santo, que identifica al cristiano con Cristo, le impulsa desde lo más íntimo de su ser a transformar todas sus actividades en un diálogo filial con Dios. Esa transformación no cambia la naturaleza de la actividad que se realiza (el que escribía continúa escribiendo, y el que construía una casa la continúa construyendo), pero tampoco se reduce a añadirle un atributo externo (agregar una oración, ofrecer a Dios esa actividad). Convertir las actividades humanas en algo santo, en oración, implica, por una parte, purificarlas de las escorias del pecado y realizarlas con la mayor perfección posible; y por otra –es lo que nos interesa resumir ahora–, llevarlas a cabo con el amor que infunde el Espíritu Santo: elevar esos mismos actos a la categoría sobrenatural del amor filial. No es suficiente "hacer algo santo (rezar) mientras se hace algo profano". Es necesario hacer santa la misma tarea profana: hacerla santa en cuanto actividad del sujeto, sin que deje de ser profana en sentido objetivo (con ciertos matices a los que llegaremos enseguida). El mismo desempeño de los quehaceres cotidianos puede ser oración cuajada en obras 105. Esto acaece cuando reconocemos a Dios (...) en la experiencia de nuestra propia labor 106. Quien obra por amor a Dios puede ser consciente de que le está amando al cumplir sus deberes, y entonces le puede contemplar en la misma actividad que está desarrollando con amor actual, pues ese amor es participación en el Espíritu Santo, Caridad infinita que introduce en las profundidades de Dios (cfr. 1Co 2, 10). Porque somos enamorados y vivimos de Amor, traemos puesto de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro 107. Ese "de continuo" no es un ideal inasequible, sino un don de Dios. Lo avala una afirmación del beato Juan Pablo II a propósito de la enseñanza de san Josemaría: "es posible permanecer en la contemplación de Dios, incluso mientras se realizan diversas ocupaciones" 108. Después de este breve resumen de lo que se dijo en el capítulo primero acerca de la oración en la que pueden convertirse las actividades humanas, podemos pasar a considerar, como señalábamos poco más arriba, por qué esas actividades son materia de santificación, qué hay en ellas para que puedan ser transformadas en oración. a) "Hay un algosanto, divino, escondido en las situaciones más comunes" Veíamos que para san Josemaría no hay "realidades exclusivamente profanas", una vez que Dios se ha hecho hombre y ha asumido el trabajo y la vida familiar y social. Siendo verdad que hay actividades profanas –todas las que no son sagradas por su mismo objeto–, ninguna es, sin embargo, "exclusivamente profana". La diferencia está en el adverbio "exclusivamente". San Josemaría lo enuncia también de otro modo, frecuente en su predicación de los últimos años: Hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir 109. ¿Qué significa que las actividades profanas no sean "exclusivamente profanas", sino que escondan "un algo divino"? A nuestro juicio, quiere decir que las actividades profanas, al haber sido queridas por Dios al crear el mundo "en Cristo, por medio de Cristo y en vista de Cristo" (cfr. Col 1, 16), entrañan, por su objeto, un reflejo del Verbo, la Palabra creadora, y que la Providencia divina actúa en el mundo para conducirlo a su perfección final en Cristo, contando con la libertad humana. El mundo no es algo que simplemente ha tenido su origen en Dios y que después funciona de forma autónoma, sin ninguna relación con Él 110. Dios actúa en el mundo y llama al hombre a cooperar con sus designios y su obrar. El cristiano puede captarlo con la luz de la razón elevada por la fe y realizar todas sus actividades –movido por la gracia divina– "con vistas a Él": para ponerle en la cumbre de las actividades humanas, de modo que reine sobre todas las cosas y sean para la gloria del Padre. San Josemaría lo expresa en una meditación, citando precisamente el texto de Col 1, 16-17 (cuando menciona al Opus Dei en este texto, se refiere en primer lugar al "espíritu del Opus Dei", es decir, a la doctrina espiritual que predica, que es el objeto de nuestro estudio): Quoniam in ipso condita sunt universa..., en Él fueron creadas todas las cosas en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles (Col 1, 16). ¿Qué es el Opus Dei más que un reflejo de esto? Debemos arrancar de la vida cotidiana esa luz del cielo, ese tesoro infinito de gracias, que están escondidas en Dios. Pero las hemos de captar: descubrir el quid divinum –como me habéis oído repetir centenares de veces– presente en todas y cada una de las situaciones ordinarias de nuestra vida. (...) Omnia per ipsum et in ipso creata sunt (Col 1, 16), todas las cosas fueron creadas por Él y en atención a Él (...). Et ipse est ante omnes, et omnia in ipso constant (Col 1, 17); así Él tiene el ser ante todas las cosas, y todas subsisten por Él. Decidme si estas palabras no se pueden aplicar también a esta Obra de Dios, que viene a cumplir ese quehacer apostólico de poner a Cristo en la cumbre y en la entraña de todas las actividades de los hombres: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32). Porque ninguna de esas limpias actividades está excluida del ámbito de nuestra labor, que se hace manifestación del amor redentor de Cristo. Nosotros, con la gracia de nuestra específica vocación cristiana, divina, somos instrumentos de Dios, para cooperar en la santificación del mundo desde las mismas entrañas de la sociedad civil (...). Todas las cosas de la tierra, pues, también las criaturas materiales, también las actividades terrenas y temporales de los hombres, han de ser llevadas a Dios –y ahora, después del pecado, redimidas, reconciliadas–, cada una según su propia naturaleza, según el fin inmediato que Dios le ha señalado, pero sabiendo ver su último destino sobrenatural en Jesucristo: porque quiso el Padre poner en Él la plenitud de todo ser y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz (Col 1, 19-20). Hemos de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas 111. El quid divinum, ese "algo santo" que toca a cada uno descubrir, es como la impronta que Dios ha dejado en todas las cosas al crearlas en Cristo y para Cristo; una impronta que conlleva una llamada a cooperar libremente con Dios para orientar todo a Cristo. Veámoslo por pasos. El "algo santo" no es sólo la presencia divina de inmensidad, con la que sostiene a todas las criaturas en el ser, aunque sin duda alude san Josemaría a ésa presencia cuando escribe que a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales 112. El "algo santo" se refiere también a los designios de Dios acerca de las actividades humanas que tienen por objeto las realidades terrenas. Él las ha dotado de leyes propias, inteligibles para el hombre, con un "fin inmediato" según la naturaleza de cada una, como acabamos de leer; leyes que representan una llamada para que el hombre perfeccione el mundo de acuerdo con ellas, cooperando con la Providencia divina. Sin embargo, tampoco se reduce a esto el quid divinum, aunque lo abarca. Cuando el cristiano trata las realidades temporales en su actividad profesional, familiar o social, puede descubrir, con la luz de la fe, "su último destino sobrenatural en Cristo", según dice en el texto citado. No es que en las cosas haya algo sobrenatural, sino que el cristiano puede ordenar al fin sobrenatural (el único fin último) las actividades que tienen por objeto las realidades creadas, puede descubrir que Dios le llama a poner a Cristo en el ejercicio de esas actividades, a ordenarlas a su Reino. Para esto, desde luego, ha de procurar llevarlas a cabo con perfección, de acuerdo con sus leyes propias. Pero no basta. Ha de buscar en último término su propia perfección como hijo de Dios en Cristo por medio de esas actividades: ha de tender a la identificación con Cristo por el amor y las virtudes informadas por el amor. Entonces sí se puede decir que ha encontrado el quid divinum, el "último destino sobrenatural en Cristo" que tienen las actividades humanas, y está poniendo a Cristo en la cumbre de su quehacer, porque lo pone en la cumbre de su propio corazón, que es donde Él quiere ser elevado y reinar. Tenemos, pues, dos elementos del quid divinum. Uno es perceptible con la luz de la razón y está en el objeto de cada actividad temporal: sus leyes propias, queridas por Dios, con su fin inmediato. El otro presupone el anterior, pero únicamente se percibe con la luz de la fe, porque sólo ésta permite "ver su último destino sobrenatural en Jesucristo". La noción de "ley eterna" que emplea el Magisterio de la Iglesia, como "la razón de la sabiduría divina, que mueve todas las cosas hacia su debido fin" 113, dotándolas de unas leyes propias, ayuda a comprender el primer elemento. "La sabiduría de Dios es providencia, amor solícito. Es, pues, Dios mismo quien ama y, en el sentido más literal y fundamental, se cuida de toda la creación. Sin embargo, Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no "desde fuera", mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino "desde dentro", mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación. De esta manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia, queriendo por medio del hombre mismo, o sea, a través de su cuidado razonable y responsable, dirigir el mundo: no sólo el mundo de la naturaleza, sino también el de las personas humanas. (...) Y semejante participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural" 114. Además, mediante la luz sobrenatural de la fe, el cristiano puede descubrir la ordenación de las criaturas a Cristo, querida por Dios en la Creación, pues todas las cosas han sido creadas "en atención a Él" (traducción expresiva del "per Ipsum" de Col 1, 16, adoptada por san Josemaría en el texto que estamos comentando). Esa ordenación consiste en que le sirvan para identificarse con Cristo. Este es el segundo elemento del quid divinum, que abarca el primero. La ordenación de las actividades humanas al único fin sobrenatural (la identificación personal con Cristo para la gloria de Dios) no hace violencia a la ley eterna conocida por la razón ni, por tanto, a la naturaleza de las criaturas y de las relaciones entre las personas, sino que las presupone, dignifica y eleva. Ese "algo santo" lo descubre el amor que el Espíritu Santo derrama en los corazones. Cuando esto sucede, la misma actividad que se está realizando se convierte en materia de oración, de diálogo con Dios. Un diálogo que a veces puede tener lugar con palabras y conceptos, considerando el "algo santo" que se ha descubierto. Pero otras veces puede no necesitar palabras ni conceptos: ser oración contemplativa que trasciende el quid divinum. Volvamos a recordar unas palabras de san Josemaría: Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor 115. Lo reconocemos no sólo en lo que está fuera de nosotros, sino en el mismo actuar nuestro, en la experiencia de la propia labor, como ya hemos dicho antes. Lo reconocemos en el mismo amor con que estamos llevando a cabo nuestra tarea, que es "el amor de Dios derramado en nuestros corazones por del Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rm 5, 5), una participación en el Amor infinito que "todo lo escudriña, incluso las profundidades de Dios" (1Co 2, 10), pues "Dios es amor" (1Jn 4, 8). El que quiere realizar las actividades cotidianas por amor a Dios, recorre un itinerario (no sucesivo ni cronológico) que se puede resumir así: comienza por ofrecer a Dios esas actividades en unión con el Sacrificio del altar, llevándolas a cabo con la mayor perfección posible; procura además cultivar la presencia de Dios, o sea, dirigirse a Él siempre que lo permita la actividad que realiza; luego el amor le lleva a descubrir el "algo santo", la impronta del amor divino que se esconde en esa actividad y a convertirlo en tema de su diálogo con Dios. Todo esto no es posible con las solas fuerzas humanas, es fruto de la gracia divina. Y el fruto más maduro es la cumbre de ese itinerario, la contemplación en la vida cotidiana que sobreviene como don del Paráclito que lleva a echar una simple mirada de amor 116, una mirada al amor divino 117, sin distraernos de la tarea que llevamos a cabo, pero dándonos cuenta de que estamos amando, metidos en la vida de la Santísima Trinidad como Cristo en Nazaret, como María y José, porque nos sabemos hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. Ese "algo santo", dice san Josemaría, está "escondido", como si se encontrara detrás de las situaciones comunes o tuviera su mismo color, de modo que hace falta empeño, esfuerzo, para descubrirlo. El quid divinum es una ocasión de santificación (y de apostolado) que muchas veces no brilla a los ojos humanos. Está delante de nosotros, en la entraña de lo que hacemos, pero es preciso buscarlo con interés, como se busca un tesoro. Y mucho más que un tesoro terreno, porque aquí está en juego la santidad. El oro bueno y los diamantes están en las entrañas de la tierra, no en la palma de la mano. Tu labor de santidad –propia y con los demás– depende de ese fervor, de esa alegría, de ese trabajo tuyo, oscuro y cotidiano, normal y corriente 118. San Josemaría comprendió desde muy pronto que era necesario reconciliar la tierra con Dios, de modo que lo profano –aun siendo profano– se convirtiese en sagrado, en consagrado a Dios, fin último de todas las cosas 119. Lo que se convierte en sagrado, en oración, es la actividad humana que por su objeto continúa siendo profana. Muchas veces acudía a una imagen mitológica para expresarlo: ¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba! 120 Porque cuando dejamos que Jesús habite en nosotros, en nuestra vida hay una virtud muy superior a la del legendario rey Midas 121. No es que la persona humana tenga poder de convertir lo humano en divino. Es Dios quien ha puesto aquel quid divinum en las actividades humanas; y es Cristo, presente en el cristiano 122, quien le hace descubrir que todos sus quehaceres nobles tienen un sentido divino: son materia de santificación y de apostolado, han sido queridos por Dios para que los ordene a su gloria (y por tanto al reinado de Cristo, a la edificación de la Iglesia) por la acción del Espíritu Santo. Para esto ha recibido en el Bautismo el sacerdocio común, participación en el sacerdocio de Jesucristo. El quid divinum está "escondido". Uno de sus elementos es, como hemos visto, la Providencia ordinaria de Dios que, a los ojos de san Josemaría, es un continuo milagro 123, aunque no se designe así por su cotidianidad, como dice san Agustín 124. Lo que llamamos "milagros" "son momentos en los que esa providencia se hace palpable –signos, por tanto, de esa providencia–, pero no suponen un cambio de horizonte respecto a ella. Por eso, para quien ha encontrado a Dios en lo ordinario, ese hecho le resulta suficiente para fundar una fe confiada: Señor, confío en Ti, me basta tu providencia ordinaria, tu ayuda de cada día. No tenemos por qué pedir a Dios grandes milagros" 125. Así se entiende la rotunda afirmación: No necesito milagros: me sobra con los que hay en la Escritura. –En cambio, me hace falta tu cumplimiento del deber, tu correspondencia a la gracia 126. No hay en estas palabras reticencia hacia las intervenciones milagrosas de Dios a lo largo de la historia, que san Josemaría acoge con agradecimiento 127, sino la disposición, encomiada por Jesús, de no pedir nuevas señales para creer: "Dichosos los que sin ver creyeron" (Jn 20, 29; cfr. Jn 4, 48). "La actitud alabada por Jesús es la de apertura de corazón, la de una sensibilidad para la acción de Dios que sintoniza con esa misma acción de Dios en la normalidad" 128. Gracias a esa apertura el cristiano puede ser protagonista del "milagro" de convertir las actividades en oración, e instrumentos para intervenciones extraordinarias de Dios a favor de los hombres: No soy "milagrero". –Te dije que me sobran milagros en el Santo Evangelio para asegurar fuertemente mi fe. –Pero me dan pena esos cristianos –incluso piadosos, "¡apostólicos!"– que se sonríen cuando oyen hablar de caminos extraordinarios, de sucesos sobrenaturales. –Siento deseos de decirles: sí, ahora hay también milagros: ¡nosotros los haríamos si tuviéramos fe! 129 Si el cristiano coopera con la gracia, su actuar se transforma de manera prodigiosa. En oro de méritos sobrenaturales podemos convertir todo lo que tocamos, a pesar de nuestros personales errores 130. Y no sólo se enriquece el mismo cristiano: transforma también el mundo. Pero no ha llegado aún el momento de ocuparnos de esto. Antes, la consideración del quid divinum que se esconde en las situaciones comunes, nos lleva a estudiar el sentido de otra aserción de san Josemaría. b) "Haz lo que debes y está en lo que haces" Esta frase, inspirada en la cultura clásica, se encuentra en el punto 815 de Camino, que concreta el mensaje sobre el valor de las actividades ordinarias como campo y materia de santificación: ¿Quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces 131. El enunciado presupone el contexto teologal de Camino. San Josemaría recuerda a cada paso que la santificación es un don de Dios, no un simple hacer humano. Está claro que en esta frase no quiere afirmar que el "haz lo que debes y está en lo que haces" produce la santidad. Es sencillamente lo que el cristiano ha de poner de su parte, movido por Dios, para recibirla. Del cumplimiento de sus deberes como Dios quiere depende que alcance la santidad, no porque él la origine, sino porque consiente que le sea donada. En definitiva, el sentido del punto de Camino es que, para recibir la gracia divina, para ser santo, el cristiano ha de emplear la concreta materia de santificación de que dispone (el cumplimiento de sus deberes) y ha de emplearla bien (estando en lo que hace). Viceversa, no podrá ser santo si no cumple sus deberes o si los cumple de mala manera, con desidia, con negligencia...: sin estar en lo que hace. La comprensión correcta del texto requiere también considerar la amplitud que posee el término "deber". Los deberes de un cristiano no se reducen a la sola esfera de la justicia (en toda su extensión: deberes familiares, profesionales y sociales). El primer mandamiento se refiere al amor, y éste es el principal deber. Un hijo de Dios no sólo "debe" cumplir lo que pide la justicia humana y los preceptos religiosos de la ley eclesiástica, sino que "debe amar"; ha de corresponder al Amor de Dios con el amor que le ha sido dado 132. Pero no es que "además" de cumplir los deberes de justicia, deba amar, como si fuera otro deber más. "Haz lo que debes" viene a significar: "ama a Dios y cumple todos tus deberes humanos por amor a Dios". Esto último implica que, al cumplir sus deberes, el cristiano ha de excederse en la entrega a los demás, como Jesucristo que dio su vida por todos. "El deber abarca así todos los ámbitos de la existencia personal: no sólo allí donde existen leyes y normas, sino también allí donde sólo se oye el susurro silencioso del Espíritu Santo" 133. Al ser ese amor la esencia de la santidad, se comprende que, para san Josemaría, la santidad se resuma en cumplir "el pequeño deber de cada momento", o sea, en realizar los deberes cotidianos por amor, obedeciendo a la Voluntad divina –manifestada en esos deberes– como Jesús en su vida oculta. En este apartado estamos hablando de la santificación de las realidades terrenas en cuanto actividades del cristiano. Hemos visto que santificar esas actividades es convertirlas en oración, descubriendo el "algo santo, divino" escondido en las situaciones más comunes. Pues bien, lo que añade a esto el punto de Camino que acabamos de citar, es: 1º) que concreta las actividades que el cristiano ha de convertir en oración –sus deberes familiares, profesionales y sociales–; y 2º) que señala cómo deben cumplirse –con toda la atención– para que sean oración. Vamos a fijarnos en estos dos aspectos del cumplimiento del deber, el primero de los cuales es como el aspecto material ("haz lo que debes") y el segundo el formal ("está en lo que haces"). El primer aspecto implica la efectiva realización del deber y se puede glosar de este forma: "busca conocer lo que Dios quiere de ti en este momento concreto y, con su gracia, intenta hacerlo" 134. Es cierto que, en general, cualquier actividad humana noble se puede convertir en oración, pero en concreto –"para mí, aquí y ahora"–, sólo puede ser transformada en oración la actividad que debo realizar, aquella que Dios quiere que haga, no cualquier otra cosa, pues por buena y útil que sea no lo será tanto como el propio deber. San Josemaría desciende a detalles mínimos: si no tengo que subir, no subo; si no tengo que bajar, no bajo; y si esa ventana no tengo que abrirla, no la abro. Y así una y mil veces 135. De ahí el consejo: Pregúntate muchas veces al día: ¿hago en este momento lo que debo hacer? 136 Al cumplimiento del deber se opone tanto su omisión como el activismo de quien "hace cosas" pero no hace "lo que debe". O sea, la actitud de quien se contenta con "hacer", sin proponerse "hacer lo que Dios quiere". San Josemaría describe gráficamente este defecto en Camino: ¡Hacer, hacer!... Fiebre, locura de moverse... Maravillosos edificios materiales... Espiritualmente: tablas de cajón, percalinas, cartones repintados... ¡galopar!, ¡hacer! –Y mucha gente corriendo: ir y venir 137: lo importante es la actividad y los resultados exteriores, más que el cumplimiento de la Voluntad de Dios. El diagnóstico es que trabajan con vistas al momento de ahora: "están" siempre "en presente" 138. Por contraste, la santificación de los deberes cotidianos "está en el presente" pero se proyecta más allá, al horizonte donde el tiempo toca la eternidad: –Tú... has de ver las cosas con ojos de eternidad, "teniendo en presente" el final y el pasado... 139. El consejo final es un canto a la nobleza de la vida corriente como lugar de santidad y de apostolado: Quietud. –Paz. –Vida intensa dentro de ti. Sin galopar, sin la locura de cambiar de sitio, desde el lugar que en la vida te corresponde, como una poderosa máquina de electricidad espiritual, ¡a cuántos darás luz y energía!..., sin perder tu vigor y tu luz 140. La palabras anteriores nos introducen en el segundo aspecto, que completa el "haz lo que debes". "Está en lo que haces" significa concentrarse en lo que se debe hacer. Para quien busca ser santo convirtiendo su actividad en oración, equivale a poner amor a Dios, con la mayor intensidad posible –con todo el corazón, con todas las fuerzas, con toda la mente (cfr. Mc 12, 30)– en el cumplimiento de los propios deberes, llevándolos a cabo con toda la atención posible, con el mayor cuidado, esmero y perfección de que se sea capaz. San Josemaría no separa la intensidad del amor de la intensidad en el cumplimiento de los propios deberes. Dice: No lograremos ese fin si no tendemos a terminar bien nuestra tarea; si no perseveramos en el empuje del trabajo comenzado con ilusión humana y sobrenatural; si no desempeñamos nuestro oficio como el mejor y si es posible –pienso que si tú verdaderamente quieres, lo será– mejor que el mejor, porque usaremos todos los medios terrenos honrados y los espirituales necesarios, para ofrecer a Nuestro Señor una labor primorosa, acabada como una filigrana, cabal 141. En otro momento, hablando de la contemplación en la vida ordinaria, escribe que mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán 142. Por tanto, el "estar en lo que haces", incluye amar a Dios con todo el corazón precisamente al poner todas las energías de la mente en lo que se debe hacer, sin miedo a que esto impida o dificulte el amor. No lo dificulta, al contrario, es el amor a Dios lo que exige esmerarse en el propio deber. Y cuando se hace así, el amor crece hasta el punto de que "el alma ansía escaparse hacia Dios", sin dejar de cumplir sus deberes "con la mayor perfección posible". Quien ama a Dios, con la caridad derramada por el Espíritu Santo, desempeña sus deberes del mejor modo posible; y al hacerlo así, ve incrementado su amor por la acción misma del Espíritu. El amor da alcance eterno al deber de cada momento y por eso impulsa a "estar" con una intensa quietud en aquello que se realiza 143. A su vez, "estar en lo que se hace" no impide el amor ni lo relega a un segundo plano. "Para captar la profundidad del sentido del término estar en este contexto, hay que ir más allá de la simple atención o vigilia de la conciencia: (...) se trata de estar en el presente divino" 144: metidos en Dios 145, como dice a menudo san Josemaría. De ahí que las dos dimensiones a las que alude el punto de Camino sean inseparables para un hijo de Dios. Lo expresa cabalmente Leonardo Polo: "para hacer lo que se debe, es menester estar en lo que se hace" 146. "Alcanzamos así el núcleo de la frase "haz lo que debes y está en lo que haces": el elemento central del hacer –es decir, del actuar y padecer humanos–, es estar continuamente en Dios, que quiere ser amado por nosotros; de ese estar en su presencia nace el deber de corresponder a su amor en todo lo que hacemos. El hacer se transforma, de este modo, en instrumento de santificación, y el tiempo –en que el hacer tiene lugar– cobra vibración de eternidad" 147. Podemos observar, por último, que este punto de Camino (n. 815) habla del cumplimiento del deber como camino de santidad personal, pero no dice nada acerca de la santificación de los demás y del mundo. En realidad, la cuestión está implícita en la pregunta inicial –"¿Quieres de verdad ser santo?"–, porque san Josemaría no deja de recordar que la santidad es inseparable del apostolado. Es, por lo tanto, como si dijera: "¿Quieres ser santo e instrumento de santificación (santo y apóstol)?: haz lo que debes y está en lo que haces". El cumplimiento del deber es camino de santificación propia y de los demás. Y es también camino de transformación del mundo, tarea que san Pablo presenta con tono apremiante, cuando asegura que "la espera ansiosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios" (Rm 8, 19); y cuando añade que "la creación entera gime y sufre con dolores de parto hasta el momento presente" (Rm 8, 22). Nos detendremos en este tema en el apartado siguiente. 1.4.2. Santificación de las realidades temporales en cuanto efectos de la actividad humana: "espiritualizarlas" "Realidades humanas" son tanto las actividades del hombre como los efectos de esas actividades en el mundo. Ya hemos explicado que santificar las actividades es convertirlas en oración. ¿Qué significa santificar los "efectos" o "resultados" de esas actividades? ¿Qué significa, en otras palabras, santificar el mundo? En sentido propio (y siempre análogo respecto a Dios), sólo las personas pueden ser santas, partícipes de la vida divina, vida de conocimiento y de amor. Sin embargo, la Escritura llama "santos" también a objetos, lugares, festividades, instituciones, etc., por haber sido dedicados a Dios y a su culto 148. Por extensión es posible decir que todas las realidades temporales se pueden consagrar a Dios, tratándolas y configurándolas de manera que reflejen más y mejor su gloria. De algún modo las criaturas la reflejan ya de por sí, precisamente por ser creadas, pero Dios las ha confiado al hombre al constituirle en cabeza del mundo visible, y "el hombre tiene la vocación de hacer manifiesto a Dios mediante sus obras humanas, en conformidad con su condición de criatura hecha "a imagen y semejanza de Dios"" 149. Sin embargo, de hecho, no siempre procura que, por medio de su actividad, reluzca más y más la gloria de Dios en este mundo. Al contrario, muchas veces deja la marca del pecado en las realidades temporales, tanto en la naturaleza que transforma como en las estructuras sociales que promueve. Santificar el mundo es purificar ese estado de cosas de las consecuencias del pecado y plasmar el amor de Dios en las realidades terrenas, al ordenar todos los quehaceres a su gloria. Sólo al final de los tiempos, con la segunda venida de Cristo, resplandecerá plenamente la gloria de Dios en la creación visible, habrá "unos cielos nuevos y una tierra nueva, en los que habita la justicia" (2Pt 3, 13). Pero ya ahora el cristiano ha de procurar que "habite la justicia" en el mundo, es decir, que todo se realice de acuerdo con los designios divinos. Así como Dios, al crear al hombre, ha infundido espíritu en la materia, análogamente el hombre, con su obrar en el mundo, puede y debe espiritualizarlo de algún modo, penetrarlo de espiritualidad y santificarlo. Los términos empleados por san Josemaría son significativos: Necesita nuestra época devolver –a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares– su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo 150. No me cansaré de repetir, por tanto, que el mundo es santificable; que a los cristianos nos toca especialmente esa tarea, purificándolo de las ocasiones de pecado con que los hombres lo afeamos, y ofreciéndolo al Señor como hostia espiritual, presentada y dignificada con la gracia de Dios y con nuestro esfuerzo 151. Una observación terminológica nos parece necesaria, antes de seguir adelante. Al hablar, en el primer texto, de la "materia" añadiendo a continuación "las situaciones que parecen más vulgares", resulta claro que no quiere limitar lo que va a decir sobre la "espiritualización" a las realidades estrictamente materiales, sino referir el concepto a todas las realidades terrenas "vulgares" o "corrientes", también las intelectuales, aunque en este texto subraye las "materiales" (y sobre todo en otro pasaje que citaremos después, al hablar de "materialismo cristiano"), para recalcar que incluso éstas han de ser "espiritualizadas". Reflexionemos ahora sobre los dos textos anteriores. Comparándolos, se advierte que, en el primero, san Josemaría habla de "espiritualizar" las realidades materiales y, en el segundo, de "santificarlas". Sin duda, la "espiritualización" a la que se refiere, no es sólo una operación "natural" que puede llevar a cabo cualquier persona –sea cristiano o no–, cuando penetra esas realidades de espiritualidad, configurándolas con el espíritu humano, sino una "santificación", una espiritualización sobrenatural que incluye la anterior y la eleva. Esta espiritualización es "sobrenatural" principalmente por la acción del sujeto, no por el resultado. Lo que san Josemaría sostiene es que todas las acciones humanas de un hijo de Dios pueden estar penetradas y divinizadas por la acción del Espíritu Santo, si las lleva a cabo procurando descubrir ese "algo divino" que encierran para ordenarlas a su Reino, haciendo de ellas medio de santificación y de apostolado. Y esto deja en ellas una cierta huella, un reflejo de la bondad divina. No concibe la "espiritualización" de las realidades terrenas en un sentido platónico u origenista que implique un cambio sustancial en ellas. Entiende que espiritualizarlas es perfeccionarlas de acuerdo con su naturaleza –tarea que no es exclusiva del cristiano–, pero para ponerlas al servicio del Reino de Dios y de Cristo, lo cual sí que es tarea propia del cristiano, porque es "santificarlas", hacer de ellas "medio y ocasión de un encuentro continuo con Jesucristo". Esto no cambia la naturaleza de esas realidades, pero influye en el modo de perfeccionarlas y deja en ellas una impronta, un cierto reflejo de la bondad divina, como hemos dicho. Santo Tomás, refiriéndose a la renovación del mundo al final de los tiempos, sostiene que toda la creación material, no sólo el cuerpo humano después de la resurrección de la carne, experimentará "un mayor influjo de la divina bondad: no cambiando su naturaleza sino añadiéndole la perfección de una cierta gloria" 152. En el presente, "la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios. Porque la creación se ve sujeta a la vanidad, no por su voluntad, sino por quien la sometió, con la esperanza de que también la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rm 8, 19-21). Esta liberación de las consecuencias del pecado y la consiguiente participación en un destello de la gloria, comienza de algún modo ahora, cuando los hijos de Dios santifican las realidades terrenas por la acción del Espíritu Santo. En definitiva, las realidades temporales, al ser purificadas de las taras dejadas por el pecado –de su uso para el mal moral– y simultáneamente ordenadas de acuerdo con "su noble y original sentido", es decir, en conformidad con la ley natural en alguno de los múltiples modos que se brindan a la libertad humana, facilitan la santificación de las personas y, de hecho, quedan "santificadas" cuando el cristiano hace de ellas medio y ocasión de su encuentro con Cristo. Por eso, san Josemaría habla de una "divinización del mundo". Afirma que al elevar todo ese quehacer a Dios, la criatura diviniza el mundo 153. Dios ha entregado el mundo a sus hijos para que, bajo la acción del Espíritu Santo, lo "espiritualicen sobrenaturalmente" o lo "santifiquen" o lo "divinicen", y se lo ofrezcan en unión con Cristo. Cada uno de nosotros ha de ser ipse Christus. Él es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr.1Tm 2, 5); y nosotros nos unimos a Él para ofrecer, con Él, todas las cosas al Padre 154. No se trata de un ofrecimiento "desde fuera del mundo" (como puede realizarlo quien abraza alguna de las formas de vida consagrada que implican un apartamiento del mundo), sino "desde dentro del mundo": a base del empeño de perfeccionar el mundo de acuerdo con los designios de Dios. Durante un tiempo, san Josemaría utilizó la expresión consecratio mundi, como equivalente santificación o divinización del mundo. Por ejemplo, en el siguiente texto: Dentro del mundo, hemos de colaborar con Dios en la gran tarea de la Redención, de la consecratio mundi, santificando todas las estructuras terrenas, para devolver al Señor, limpio y santo, lo que santo y limpio había salido de las manos divinas 155. Es una expresión de "raíces antiguas" 156, como señalaba Pablo VI en un discurso de 1969 donde recordaba que se debía a Pío XII "el mérito de haberla hecho particularmente expresiva del apostolado de los laicos" 157 y que después ha sido utilizada en la Lumen gentium 158. San Josemaría la emplea sólo contadas veces. Prefiere hablar de "santificación del mundo desde dentro" (como se verá en el texto que citaremos a continuación), quizá porque ésta última le resulta más adecuada a la vocación laical. En todo caso, interesa mencionar aquí la consecratio mundi porque en torno a esta expresión ofrece explicaciones que se aplican igualmente a la "santificación" o "divinización" del mundo. En efecto, declara que el modo de actuar que propone a los laicos es en todo plenamente laical: porque es la misma que la de los demás ciudadanos, aunque, con la ayuda de la gracia divina y con nuestra correspondencia a la gracia, se haya elevado al orden sobrenatural. Se lleva siempre a cabo en el ámbito de las actividades temporales, para que todas las almas en medio del mundo se unan más entre sí y con Dios, y así pongamos a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32). Y esto porque somos instrumentos de Dios, para cooperar en la verdadera consecratio mundi; o, más exactamente, en la santificación del mundo ab intra, desde las mismas entrañas de la sociedad civil; para que se cumpla lo que dice San Pablo: instaurare omnia in Christo (Ef 1, 10) 159. No conocemos los motivos por los cuales dejó de hablar de consecratio mundi. Quizá fuera para evitar reminiscencias de una "consagración del mundo" desde el estado religioso, pues insiste en que los laicos la llevan a cabo "desde las mismas entrañas de la sociedad civil" y que comporta el empeño de contribuir al progreso cultural, científico, económico, etc., convirtiendo su búsqueda en medio de santificación: Cada uno de nosotros hace la consecratio mundi con una dedicación personal al servicio del Señor y, por Él, al servicio de todas las almas sin exceptuar ninguna, en el ejercicio de la propia profesión u oficio, en medio del mundo, al que amamos, cada uno en su propio estado 160. La "consagración del mundo" a la que se refiere san Josemaría reconoce y salvaguarda la autonomía propia de las actividades temporales sin cambiar la naturaleza ni la finalidad inmediata propia de cada una, pero les devuelve, en cambio, su noble y original sentido 161, purificándolas de las huellas del pecado, para ponerlas al servicio del Reino de Dios (...) haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo 162. Vale la pena observar cómo en todos estos textos siempre hay, junto a una referencia a la condición del sujeto –el cristiano en gracia de Dios, que busca la santidad–, una referencia también a la búsqueda del perfeccionamiento del mundo a través de la propia actividad. San Josemaría apremia a este cometido, parte esencial de la misión apostólica de los fieles laicos: Esfuérzate para que las instituciones y las estructuras humanas, en las que trabajas y te mueves con pleno derecho de ciudadano, se conformen con los principios que rigen una concepción cristiana de la vida. Así, no lo dudes, aseguras a los hombres los medios para vivir de acuerdo con su dignidad, y facilitarás a muchas almas que, con la gracia de Dios, puedan responder personalmente a la vocación cristiana 163. Son palabras en plena sintonía con la enseñanza del Concilio Vaticano II. La Constitución Gaudium et spes recuerda, en efecto, que "cuando la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado" 164. Por eso, el magisterio conciliar insta a los fieles laicos a "sanear las estructuras y los ambientes del mundo, si en algún caso incitan al pecado, de modo que todo esto se conforme a las normas de la justicia y favorezca, más bien que impida, la práctica de las virtudes. Obrando así impregnarán de sentido moral la cultura y el trabajo humano" 165. El campo abierto ante el cristiano es vastísimo. Nos limitamos ahora a mencionar algunos ejemplos, porque los temas se desarrollarán en otras secciones de este capítulo. Santificar las realidades humanas en cuanto efectos de la actividad de las personas implica: – la santificación de la familia como institución (en sentido objetivo). Esto exige, entre otros aspectos, procurar que las leyes civiles sobre el matrimonio, el respeto a la vida humana y la educación de los hijos, sean conformes a la ley moral natural, y que las costumbres y la moralidad pública contribuyan a la unidad y estabilidad de la familia. San Josemaría recuerda, por ejemplo, que la indisolubilidad del matrimonio no es un capricho de la Iglesia, y ni siquiera una mera ley positiva eclesiástica: es de ley natural, de derecho divino, y responde perfectamente a nuestra naturaleza y al orden sobrenatural de la gracia 166; – la santificación de la sociedad, o la configuración cristiana del orden social. Esto incluye el establecimiento de estructuras –leyes y costumbres– acordes con la dignidad de la persona y su libertad, que tutelen y promuevan el derecho de todos los hombres a vivir, a poseer lo necesario para llevar una existencia digna, a trabajar y a descansar, a elegir estado, a formar un hogar, a traer hijos al mundo dentro del matrimonio y poder educarlos, a pasar serenamente el tiempo de la enfermedad o de la vejez, a acceder a la cultura, a asociarse con los demás ciudadanos para alcanzar fines lícitos, y, en primer término, a conocer y amar a Dios con plena libertad, porque la conciencia –si es recta– descubrirá las huellas del Creador en todas las cosas 167; – la santificación de las diversas profesiones, en el sentido de su configuración de acuerdo con la ley moral. Esto requiere crear unas condiciones que permitan ejercitarlas de modo que, siendo eficaces en su orden (es decir, cumpliendo sus fines propios), faciliten la práctica de las virtudes humanas: que se respeten las exigencias de la ética profesional; que las relaciones laborales estén presididas por la justicia y, por tanto, que se combata la corrupción; que se respete la libertad de obrar en conciencia; que se excluya la coacción a participar en operaciones moralmente ilícitas; etc. Esta santificación del mundo (en sentido objetivo) es inseparable de la santificación de las actividades humanas (en sentido subjetivo), a la que nos hemos referido en el apartado anterior. Ciertamente, quien realiza esas actividades sin buscar santificarse en ellas, también puede cooperar, pretendiéndolo o no, a que "habite la justicia" en la sociedad. De hecho, contribuirá muchas veces a establecer unas estructuras sociales, económicas, políticas y profesionales justas y eficaces. Pero sólo quien busca santificar esas actividades, cooperará siempre y necesariamente a la santificación del mundo pues, si las lleva a cabo con la caridad de Cristo, siempre y necesariamente habrá de realizarlas con justicia. De todas formas, lo que ahora nos interesa destacar no es tanto que la santificación subjetiva lleva a la "santificación" objetiva de las realidades terrenas, sino que esas realidades "santificadas" facilitan que los hombres y las mujeres se santifiquen en ellas. La enseñanza de san Josemaría es muy sensible a este punto. No plantea la santificación de las personas como independiente de la santificación del mundo, como si éste no fuera más que el telón de fondo de una obra teatral que no influye realmente en la acción ni es modificado por ella. Propone una santidad "encarnada", que asume las realidades terrenas y busca transformarlas, perfeccionando el mundo y mejorando la sociedad con su trabajo. Ha querido el Señor que sus hijos, los que hemos recibido el don de la fe, manifestemos la original visión optimista de la creación, el "amor al mundo" que late en el cristianismo. –Por tanto, no debe faltar nunca ilusión en tu trabajo profesional, ni en tu empeño por construir la ciudad temporal 168. a) "Materialismo cristiano" La idea de que el cristiano, al buscar su santificación, ha de penetrar de espiritualidad hasta las realidades más materiales, tiene tanta importancia para san Josemaría que llega a hablar de un "materialismo cristiano". Esta expresión le sirve para resaltar el valor de las realidades materiales en cuanto objeto de las actividades temporales que el cristiano ha de santificar: su posibilidad de ser "espiritualizadas" y "santificadas". La "espiritualización" – "santificación" de las realidades temporales por la actividad del cristiano debe alcanzar incluso a lo más material. La expresión tiene también otra aplicación, derivada de la anterior. Del mismo modo que san Josemaría propone "espiritualizar las realidades materiales" enseña a "materializar la vida espiritual". No son conceptos contrapuestos sino complementarios. La "espiritualización" de este mundo por los hijos de Dios reclama la "materialización" de la vida cristiana. Si el cristiano no "encarna" o "materializa" su vida espiritual, no podrá "santificar" o "espiritualizar" de modo sobrenatural las realidades de este mundo. En consecuencia, san Josemaría habla de "materialismo cristiano" también para inculcar la idea de que el trato con Dios ha de plasmarse en múltiples manifestaciones visibles y materiales. En sus escritos, la expresión aparece por primera vez en la homilía del 8-X-1967 169 y suele citarse entre las que reflejan trazos esenciales y característicos de sus enseñanzas 170, aunque no haya sido el primero en emplearla y se encuentre también, de modo circunstancial, en otros autores contemporáneos 171. Para hacerse cargo de su sentido, hay que seguir el hilo de los párrafos que la preceden en la citada homilía. Introduce el tema con una afirmación básica acerca de la creación: Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (cfr. Gn 1, 7 ss) 172. Después recuerda que somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades 173. En consecuencia, previene de una actitud que no tendría justificación en el caso de los fieles laicos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios 174. Por el contrario, insiste en que Dios les llama a la santidad en las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana 175, y recuerda que, ya en los años treinta, animaba a los universitarios y a los obreros que acudían a él, a saber materializar la vida espiritual: les hacía considerar que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales 176. Al poner el énfasis en el encuentro con Dios a través de "las cosas más visibles y materiales", san Josemaría no pretende atenuar en modo alguno la convicción de que ese encuentro puede tener lugar también en las actividades intelectuales, como el estudio o la investigación científica –mencionadas expresamente en la misma homilía y en otros momentos 177– que, por otra parte, inciden decisivamente en la mejora del mundo material. Para san Josemaría, el cristiano ha de encarnar la vida espiritual –la búsqueda de la santidad– en las tareas civiles y seculares, cualesquiera que sean, no sólo en aquellas cuyo objeto inmediato son las realidades materiales. Si pone el acento en estas últimas es precisamente para destacar la idea de que el encuentro con el "Dios invisible" es posible incluso "en las cosas más visibles y materiales", y para introducir así el concepto de "materialismo cristiano" que menciona a continuación: El auténtico sentido cristiano –que profesa la resurrección de toda carne– se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu 178. Las palabras de la homilía que estamos comentando, contienen tres claves para comprenderla. La primera es la obra creadora: el mundo material es bueno "porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno". La segunda es la Encarnación del Verbo, a la que alude por antítesis al mencionar la "desencarnación" como tendencia espiritualista opuesta al auténtico sentido cristiano de la vida. La tercera es la "resurrección de toda carne" al final de los tiempos, cuya causa es la Resurrección del Señor, a la que también se hace referencia poco después recordando la primera aparición a los Apóstoles: mirad mis manos y mis pies, dijo Jesús resucitado: soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo (Lc 24, 39) 179. Junto a la Creación, Encarnación y Resurrección, san Josemaría ofrece, en el párrafo siguiente de la homilía, otra clave más. Se trata de la economía sacramental: ¿Qué son los sacramentos –huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos– sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales? ¿Qué es esta Eucaristía –ya inminente– sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo –vino y pan–, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, como el último Concilio Ecuménico ha querido recordar? 180 La Creación, la Encarnación, la Resurrección del Señor y los sacramentos, son las verdades que menciona expresamente san Josemaría como prueba de que es lícito hablar de un "materialismo cristiano". Podría haber añadido la Vida, Pasión y Muerte de Jesucristo, pero no necesita referirse a todos los misterios para mostrar que, al contrario de los "materialismos cerrados al espíritu", hay un "materialismo cristiano" que afirma audazmente la preeminencia del espíritu y se propone "espiritualizar" la materia –santificarla: perfeccionar las realidades materiales y convertirlas en medio y ocasión de santidad– prolongando el designio de Dios en su obra creadora, redentora y santificadora del hombre. En la Creación, Dios tomó barro y le infundió un espíritu de vida (cfr. Gn 2, 7), para que formara una sola sustancia con el cuerpo y éste le sirviera de expresión, no de cárcel ni de rémora. Al constituirlo así, lo destinó a que participara con todo su ser, espiritual y corporal, en la vida divina. La santidad concierne a la persona entera, no exclusivamente al alma: hay una única vida, hecha de carne y espíritu, que es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios 181. La entera realidad material –no sólo el cuerpo humano– fue creada al servicio de la santidad del hombre, para que éste se uniera con Dios al cuidarla y perfeccionarla con su trabajo, según el mandato del Señor (cfr. Gn 1, 28; 2, 15). En una palabra, Dios quiso que la realidad material fuera configurada por el espíritu humano, "espiritualizada" y "santificada": perfeccionada por el hombre y tratada como medio y ocasión de santificación. Para llevar a cabo la Redención, "el Verbo se hizo carne" (Jn 1, 14): en Cristo Jesús "habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2, 9). Es el misterio de la unión hipostática, en el que la naturaleza humana, alma y cuerpo, es asumida por el Hijo como "órgano de la Divinidad" 182, cuyas operaciones, incluso las más materiales, son divino-humanas (teándricas) 183. Nos ha redimido padeciendo en su Cuerpo y experimentando la muerte. Con la Resurrección y Ascensión a los Cielos su Humanidad ha sido glorificada, como naturaleza humana del Hijo sentado a la derecha del Padre (cfr. Rm 8, 34; Hb 1, 3). Este misterio se refleja en el cristiano, partícipe de la naturaleza divina como hijo de Dios, y muestra la dignidad de su cuerpo, destinado a la resurrección gloriosa. La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa 184. Sus actividades, aún las más materiales, reciben el influjo de esta divinización 185. San Josemaría cita a san Pablo –"¿no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo...?" (1Co 6, 19)– y exhorta a meditar esta realidad impresionante: algo tan material como mi cuerpo ha sido elegido por el Espíritu Santo para establecer su morada 186. Es una primicia de la gloria celestial, en la que están llamados a participar los hijos de Dios, con el alma y con el cuerpo, tras la resurrección de la carne (cfr. Ef 2, 6; Ap 7, 9 ss). El cuerpo será entonces un "cuerpo espiritual" (1Co 15, 44), totalmente penetrado de espiritualidad, hasta el punto de que no podrá ya separarse del alma, pues el hombre glorificado será inmortal. Mientras tanto, en el presente, la vida divina que el Espíritu Santo comunica es una participación de la plenitud de gracia de Cristo (cfr. Jn 1, 16), que nos es entregada por diversos cauces, en particular por medio de los sacramentos, signos sensibles, materiales, "huellas de la Encarnación del Verbo", sobre todo la Eucaristía, donde se nos ofrece el mismo Jesucristo, con su Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad 187, "a través de la humilde materia de este mundo", de los elementos de la naturaleza "cultivados por el hombre", espiritualizados y santificados por la acción del mismo Cristo y del Espíritu Santo en el Sacrificio del altar. Todo esto lleva a san Josemaría a predicar que las realidades materiales son lugar de encuentro con Dios, lo cual es causa de un profundo amor cristiano al mundo. Un hombre sabedor de que el mundo –y no sólo el templo– es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo 188. Pero no son "lugar" al modo de "escenario inerte de la acción humana", sino como "materia" que es transformada por esa acción, al tiempo que los "actores" se van identificando con Cristo. Esto es lo que ayuda a comprender la expresión "materialismo cristiano". En definitiva, el "materialismo cristiano" capta el designio de Dios sobre las realidades materiales manifestado en la Creación, Encarnación, Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo, y en los sacramentos. Para san Josemaría no se trata de una concepción teórica. Es también una actitud práctica, cargada de implicaciones. Nos referiremos a tres. – La más inmediata es que el afán de santidad en medio del mundo comporta el deseo de perfeccionar el mundo material, de mejorarlo. La enseñanza de san Josemaría "no lleva al inmovilismo, a la aceptación resignada de las circunstancias actuales como si fueran las únicas o las mejores posibles. Alienta esa santa ambición (...) de llevar el mundo entero a Dios (Surco, n. 701)" 189. El cristiano tiene ante sí una gran empresa: "cultivar el mundo", perfeccionar la sociedad humana y su hábitat, el mismo mundo material, cuidándolo y penetrándolo de espiritualidad para "llevarlo a Dios". Nos encontramos en un orden de ideas diverso y en cierto modo opuesto al de los "espiritualismos" que desprecian la materia. Ya los primeros Padres de la Iglesia tuvieron que hacer frente a diversas corrientes gnósticas que juzgaban negativamente el mundo material. San Ireneo, por ejemplo, mostraba el error de la gnosis marcionita recurriendo precisamente al misterio de la Eucaristía: ¿cómo puede ser mala la materia de este mundo, si Jesucristo ha tomado el pan y el vino para transformarlos en su Cuerpo y en su Sangre? 190 San Josemaría argumenta de modo semejante para defender la bondad de las realidades terrenas como materia de santificación, según hemos visto 191. No menos lejos del "materialismo cristiano" se hallan los "materialismos cerrados al espíritu". Por una parte, es clara la oposición de san Josemaría al materialismo hedonista que, en lugar de espiritualizar las realidades materiales, embrutece al hombre, subordinando el espíritu a la materia 192. Igualmente radical es su oposición al materialismo dialéctico marxista. Cuando Karl Marx afirma que "los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo" 193, no postula simplemente que todos, también los filósofos, se han de comprometer con el progreso o la transformación del mundo; lo que hace es "poner en peligro la singularidad de la teoría [la contemplación], instrumentalizarla para otros fines, convertirla en ideología" 194. En lugar de partir de la verdad contemplada para transformar el mundo, parte de una idea materialista del mundo para reducir a ella el espíritu humano. Es una infausta inversión de las relaciones entre contemplación (no sólo cristiana sino filosófica) y edificación del mundo, radicalmente opuesta al "materialismo cristiano" 195. La santificación del mundo es el efecto de llevar a cabo cada tarea con la mayor perfección posible y por amor a Dios, siendo este amor no algo añadido, sino el motor que lleva a realizar todo con perfección. Puede ocurrir que esa perfección no se alcance a pesar de la buena voluntad, con todo lo que entraña (esfuerzo por adquirir competencia profesional, perseverancia en poner los medios, etc.): entonces, no se podrá decir que se hayan logrado espiritualizar las realidades materiales que eran objeto de la acción humana, pero no por eso habrá quedado sin valor la acción misma, el amor con el que se ha realizado. Hay una prioridad de la contemplación sobre la eficacia de la acción, que permite comprender que lograr un mejor estado de cosas en el mundo no es el fin último de la persona humana. El fin último es la gloria de Dios, a la que se ha de ordenar la búsqueda de ese mejor estado de cosas. Y a la gloria de Dios, en la presente economía de la Redención, pueden ordenarse también los fracasos, el dolor y todas las adversidades de la vida terrena. El "materialismo cristiano" no pone el fin último en las realidades materiales; más bien busca que reflejen más y mejor, como efecto de la actividad del hombre, la gloria de Dios. – Con esta última consideración enlaza la segunda implicación práctica del "materialismo cristiano", a la que deseábamos referirnos. Se trata de la dignidad de las actividades que recaen directamente sobre algo material, como es el caso de muchos quehaceres de la vida ordinaria: la dignidad de la poiésis, de la actividad productiva, minusvalorada en el pensamiento griego porque obliga a la mente a ocuparse en cosas distintas de la theoría o contemplación intelectual. Un estudio de María Pía Chirinos se centra en esta cuestión. Hace notar que san Josemaría "parte del relato del Génesis: "Dios vio que todo lo que había hecho era bueno", y por eso la materia es capaz de esta apertura [al espíritu], y el trabajo es capaz de convertir en trascendente lo corporal, lo cotidiano, y por eso, también a través del trabajo, se descubre en ella –en la materia– algo que hasta el momento nunca se había afirmado: un quid divino" 196. Las tareas materiales pueden ser lugar y medio de contemplación divina. En orden a la santidad, no son menos nobles ni menos dignas que las intelectuales o las de mayor consideración social. En el servicio de Dios no hay oficios de poca categoría. Todos son de mucha categoría. La categoría del oficio depende del que lo ejercita 197. Para resaltar este punto de vista teologal, san Josemaría se sirve de ejemplos gráficos: Todo trabajo es hermoso a los ojos de Dios, si se hace con amor y se termina con esmero. (...) Ante Dios tiene igual mérito el trabajo de un barrendero que el de un gobernante, si esos trabajos se hacen bien, con amor, con finura en los detalles, con afán de servir 198. Desde la perspectiva de la santidad pasan a segundo plano las diferencias humanas entre actividades manuales e intelectuales (siempre que cada uno procure hacer rendir, por amor a Dios y a los demás, los talentos que ha recibido). Sin embargo, san Josemaría observa que Nuestro Señor, perfecto hombre, eligió una labor manual, que realizó delicada y entrañablemente durante la casi totalidad de los años que permaneció en la tierra 199. Con estas palabras no afirma una superioridad de las actividades manuales sobre las demás, sino simplemente reconoce su nobleza, tan a menudo desestimada. En ellas se pone luminosamente de manifiesto el designio divino de espiritualizar y santificar las realidades temporales por la acción del hombre o de la mujer que, al cuidarlas y perfeccionarlas, las convierte en medio y lugar de contemplación amorosa de Dios. – Junto a estas dos implicaciones directas del "materialismo cristiano", hemos de referirnos a otra más que pertenece indirectamente a esta noción. La podemos resumir con una breve exhortación de san Josemaría: ateneos (...) sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor 200. Invita a considerar que la situación concreta en la que cada uno se encuentra es el lugar y la materia de santificación de que dispone, independientemente de que le guste o no, y sin prejuicio de que aspire a otra que considere mejor. Al inicio del este apartado habíamos señalado que la expresión "materialismo cristiano" se aplica también a la actitud de "materializar" la vida espiritual en propósitos y metas tangibles, como por ejemplo en el uso de "industrias humanas" 201, sin conformarse con las buenas intenciones o con proyectos poco realistas. Esta actitud se traduce casi siempre en el cuidado de "cosas pequeñas materiales", como veremos a continuación. De hecho, cuando san Josemaría se refiere al "materialismo cristiano", habla de la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas 202, del amor en las cosas pequeñas de vuestra jornada habitual 203, y de ese algo divino que en los detalles se encierra 204. "Materialismo cristiano" y "cosas pequeñas materiales" van de la mano en su enseñanza. b) Las "cosas pequeñas materiales" Si la referencia a un "materialismo cristiano" aparece relativamente tarde en los escritos de san Josemaría, la idea que desea transmitir con esa expresión se encuentra presente desde el comienzo de su predicación, como parte de su enseñanza sobre el cuidado de las "cosas pequeñas materiales" 205. Ya hemos hablado de la importancia de las "cosas pequeñas" en el capítulo 1º, pero limitándonos a un aspecto ligado al fin último 206. Allí vimos, en efecto, que el amor a Dios pocas veces requiere la realización de obras humanamente "grandes" o importantes: por lo general es un "amor en cosas pequeñas". También hemos tratado de las "cosas pequeñas" en el capítulo 6º, centrándonos en este caso en su importancia para la perfección del sujeto, pues el heroísmo de las virtudes consiste casi siempre en "cosas pequeñas" 207: en la perseverancia, por amor, en actos de virtud materialmente pequeños o de poca relevancia a los ojos humanos. Ahora, en cambio, vamos a hablar de otro aspecto, relacionado esta vez con el camino de santificación: el cuidado de las "cosas pequeñas materiales", que es importante para la santificación de las acciones que conciernen inmediatamente a realidades materiales. Para delimitar este aspecto conviene recordar la distinción entre "cosas pequeñas espirituales" o sólo interiores (como dirigir desde el corazón una breve jaculatoria al Señor o a la Virgen) y "cosas pequeñas materiales", que tienen también una manifestación exterior, aunque no sea estrictamente material: por ejemplo, hacer un pequeño servicio a otra persona –desde una ayuda física hasta una sonrisa–, o arreglar un desperfecto, o dejar ordenada la mesa de trabajo, o llegar puntualmente a una cita, etc. 208 Aquí nos vamos a referir a estas últimas. También hay que recordar, para acotar el tema, que el valor de las cosas pequeñas reside principalmente en el amor a Dios que se pone al realizarlas, pero que esto no significa que su perfección objetiva, externa, tenga poca importancia. Esta última es la cuestión que directamente nos interesa ahora, porque está ligada a la "materia" de santificación, al camino, más que a la finalidad última que se busca interiormente (aunque en la práctica las dos cosas estén unidas). Está claro, en efecto, que las "cosas pequeñas materiales" son importantes por el amor que se pone en ellas, gracias al cual pueden hacerse "grandes". Pero esto es inseparable del valor que posee "hacer las cosas bien", como el amor exige. De ahí que san Josemaría exhorte con frecuencia a poner la "última piedra" 209 en las tareas que se realizan, para dejar las cosas acabadas, con humana perfección 210, de modo que sea una labor primorosa, acabada como una filigrana, cabal 211. En este sentido recuerda los versos de un poeta de Castilla: "el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas" 212. Estamos, una vez más, ante un rasgo típico de su enseñanza. Mientras que, clásicamente, el acento se había puesto sólo en el amor y no en la perfección misma de la obra realizada, san Josemaría insiste también en este sentido objetivo, ligado a la santificación del mundo desde dentro. Partiendo de que es el amor lo que confiere valor al cuidado de las "cosas pequeñas materiales", destaca también la importancia de ese cuidado material para ordenar las cosas del mundo como Dios quiere. No desliga los dos aspectos, como no separa el amor a Dios y el amor al mundo. El amor a Dios le lleva a cuidar las cosas pequeñas materiales en las que se reflejan de algún modo las perfecciones divinas. La locución "cosas pequeñas" se encuentra en diversos autores de la tradición espiritual cristiana. Por ejemplo, en un clásico cuya lectura recomendaba san Josemaría: el Ejercicio de perfección y virtudes cristianas del jesuita Alonso Rodríguez (1538-1616), que dedica dos capítulos a la importancia de "hacer caso de cosas pequeñas y no menospreciarlas" 213, remitiendo a su vez a otros autores precedentes. El valor de las "cosas pequeñas" ha sido subrayado también por otros maestros del siglo de oro español 214 y, después, por santa Teresa de Lisieux, como uno de los aspectos más típicos del "camino de infancia espiritual", recorrido y enseñado por la santa. El concepto adquiere en san Josemaría un significado propio, anclado en la tradición pero caracterizado por su relación con la santificación en la vida cotidiana y el amor al mundo, expresada en el calificativo de "materiales" ("cosas pequeñas materiales"). Aunque no sea el tema que nos interesa directamente aquí, recordemos que también hay una relación, en la enseñanza de san Josemaría, entre el cuidado de las cosas pequeñas y el espíritu de filiación divina, como vimos en el capítulo 4º: ofrecer a Dios cosas pequeñas es propio de quienes se saben hijos pequeños; el amor de un hijo de Dios es un amor filial que habitualmente se expresa en detalles materialmente pequeños 215. En los textos de san Josemaría, la importancia de cuidar las cosas pequeñas está ligada a veces directa y expresamente al perfeccionamiento de este mundo, de acuerdo con el encargo confiado al hombre por Dios: Si trabajamos bien, santificando nuestras tareas, y si enseñamos a los demás hombres a encontrar a Dios en su trabajo, no haciendo chapuzas, realizándolo con esmero, sabiendo trabajar en equipo, codo a codo con los demás hombres, ¡cuántos milagros materiales obraremos! Conseguiremos que haya menos hambre en el mundo, menos incultura, menos pobreza, menos enfermedades... 216 Estas palabras ponen de relieve que la santificación de las diversas tareas comporta el mejoramiento de la sociedad y del mundo. Y como elemento de esa santificación, menciona el "no hacer chapuzas", "realizar las tareas con esmero", expresiones que en san Josemaría implican "cuidar los detalles", "las cosas pequeñas". Otras veces, la razón del cuidado de las cosas pequeñas es el ofrecimiento de las propias tareas a Dios: No se puede santificar un trabajo que humanamente sea una chapuza, porque no debemos ofrecer a Dios tareas mal hechas 217. El perfeccionamiento del mundo no queda aquí en segundo plano, pero se contempla en orden al fin último: el ofrecimiento a Dios de la propia actividad realizada con perfección y por amor, y el ofrecimiento de las mismas cosas creadas perfeccionadas por esa actividad. Como se puede ver, en los textos anteriores parece que se razona en sentidos opuestos. Por una parte se afirma que cuando el cristiano santifica sus tareas mejora el mundo (porque exigencia de esa santificación es realizarlas con perfección); por otra, que ha de llevar a cabo sus actividades con perfección (mejorando así el mundo) para ofrecerlas a Dios o santificarlas. No se trata de enunciados contrarios, pero tampoco dicen lo mismo con distintas palabras. Son afirmaciones complementarias, entre las que hay un orden. El fin último es ofrecer las tareas a Dios, no mejorar el mundo. Por tanto, no es que haya que santificar las realidades temporales con el fin de mejorar el mundo, pero sólo se pueden santificar si se procura realizarlas con perfección y, por tanto, para mejorar el mundo. En la Introducción dijimos que las enseñanzas de san Josemaría se reflejan en su vida santa 218, de modo que su ejemplo –no sólo los escritos y la predicación– es fuente de su enseñanza y lugar para comprenderla. Pero advertimos que pocas veces emplearíamos esta fuente, por razones de extensión. Ahora, en el caso de las cosas pequeñas materiales hacemos una excepción porque, al ser un aspecto tan visible del camino de santidad que enseña, resulta también especialmente visible en su vida. Álvaro del Portillo ve en el cuidado de las cosas pequeñas una "línea básica" 219 de su enseñanza, y añade: "Era maravilloso que un hombre que fue protagonista de formidables empresas divinas, fuera capaz de penetrar con tanta intensidad en lo que, como solía decir, se advierte solamente por las pupilas que ha dilatado el amor" 220. "Nos enseñaba con su ejemplo a cuidar atentamente muchos detalles: desde la conservación de los edificios hasta el buen funcionamiento del instrumento de trabajo más pequeño. Repetía que cada objeto debía usarse para lo que ha sido hecho" 221. Daba importancia a la decoración de una casa, insistía en el cuidado de los objetos de uso personal –la ropa, los utensilios de la labor profesional, etc.–, hacía ver el valor del orden material, de la puntualidad, de la limpieza... 222. No todos comprendían este modo de obrar y más de una vez tuvo que explicar, por ejemplo, que no hay que confundir una casa pobre con el mal gusto ni con la suciedad 223. El espíritu cristiano de pobreza –el desprendimiento de las cosas materiales– no está reñido con el amor cristiano al mundo, que en san Josemaría tiene, entre otras manifestaciones prácticas, la del cuidado de la creación por el esmero en las "cosas pequeñas materiales". Este cuidado testimonia abiertamente el "amor al mundo" que late en el cristianismo 224, al que ya nos hemos referido. c) La "complicidad" de los Ángeles Custodios La devoción a los Ángeles Custodios, de sólida base bíblica y arraigada en la tradición cristiana 225, "ocupa un puesto de primer plano" 226 en la enseñanza de san Josemaría, donde asume ciertas connotaciones propias, relacionadas con el tema que estamos tratando. San Josemaría "no ha pensado ni ha escrito un tratado sistemático de angelología" 227, pero –según afirma Renzo Lavatori– "ha vivido y experimentado personalmente una auténtica devoción a los ángeles y la ha inculcado a otros con consejos llenos de fuerza existencial" 228. Esa fuerza proviene, en nuestra opinión, de que, junto a la veneración por los ángeles como ministros de Dios que forman parte de su corte celestial y son enviados como emisarios de sus designios 229, su oficio protector tiene mucho que ver con la santificación del mundo desde dentro. Como sabemos, san Josemaría vio por primera vez el mensaje de la santificación en medio del mundo, que Dios quería que difundiera, precisamente en la fiesta de los santos Ángeles Custodios de 1928. La devoción que les profesaba desde niño, adquirió a partir de entonces tonalidades nuevas, emparentadas con el núcleo mismo de la misión específica que se le había confiado. Álvaro del Portillo transmite unas palabras sugestivas en este sentido: El trato y la devoción a los Ángeles Custodios está en la entraña de nuestra labor, es manifestación concreta de la misión sobrenatural de la Obra de Dios 230. De hecho, incluso en los pasajes de sus obras que aparentemente recogen sólo la doctrina tradicional sobre esta devoción, san Josemaría suele incluir referencias, más o menos explícitas, a las situaciones de la vida cotidiana que se han de santificar. En una homilía recuerda, por ejemplo, que la tradición cristiana describe a los Ángeles Custodios como a unos grandes amigos, puestos por Dios al lado de cada hombre, para que le acompañen en sus caminos 231. Es patente que cuando habla de "caminos", está pensando en el trabajo y en las demás tareas cotidianas de los fieles corrientes. No faltan los textos en los que aparece esa relación de modo explícito. Ya en Camino exhorta: Ten confianza con tu Ángel Custodio. –Trátalo como un entrañable amigo –lo es– y él sabrá hacerte mil servicios en los asuntos ordinarios de cada día 232. En otra ocasión, dirigiéndose concretamente a quienes se ocupan de los trabajos del hogar, les dice que tienen una llamada de Dios constante –y una continua advertencia delicada del Ángel Custodio–, para realizar con perfección santificante el trabajo ordinario 233. Estas palabras, que ponen la asistencia de los ángeles en relación con la perfección humana y sobrenatural de esos trabajos, en gran parte manuales, se pueden aplicar igualmente a cualquier otra tarea. De por sí, los textos citados admiten dos lecturas. Una tradicional, desde luego válida: los Ángeles Custodios han sido puestos por Dios al lado de cada hombre para protegerle. Y otra, más concreta, que capta la relación del oficio angélico con la santificación de lo ordinario 234. Nos detenemos en esta última. Como hemos visto, en el "materialismo cristiano" del que habla san Josemaría, el perfeccionamiento de la creación es una "espiritualización" de las realidades materiales, a las que se devuelve "su noble y original sentido", liberándolas de las secuelas del pecado. Por el actuar de los hijos de Dios, lo terreno se transforma, se pone al servicio del Reino y se convierte en medio de santificación. Dios ha confiado esta tarea al hombre que, por su naturaleza compuesta de alma y cuerpo y la elevación sobrenatural de todo su ser, está llamado a "unir el Cielo y la tierra" viviendo santamente la vida ordinaria 235. Pero los ángeles no son ajenos a la tarea de someter el mundo visible al espíritu y ordenarlo al Reino de Dios. Una señal de que es así, puede verse –por contraste– en lo que acaeció a los ángeles rebeldes que, al ser derrotados fueron "arrojados a la tierra" (cfr. Ap 12, 7-9), quedando de algún modo constreñidos o limitados por la materia, a pesar de ser puramente espirituales. Se convirtieron entonces en tentadores del hombre, para que también él se sometiera a la realidad material y adorara a la criatura en lugar del Creador (cfr. Rm 1, 25). Pues bien, teniendo esto en cuenta, se puede pensar que a los ángeles fieles y, en particular, a los Custodios, les corresponde prestar su poderosa ayuda al hombre para que, con la gracia, cumpla la misión de espiritualizar las realidades materiales. Una ayuda que se dirige ante todo a que los hijos de Dios sean ellos mismos "espirituales", o sea, que vivan "según el Espíritu", no "según la carne" (cfr. Rm 8, 4-15): Solicitamos a nuestro Ángel, al que por bondad de Dios es nuestro compañero, que nos libre de las pequeñas ataduras que aún nos ligan al mundo y a la carne: esas pequeñeces del amor propio, de la soberbia, del desorden, de la pereza... Roguémosle que nos vuelva más diligentes en el cumplimiento de nuestros deberes actuales 236. Hasta tal punto el Ángel Custodio de cada cristiano está implicado en esta tarea que san Josemaría lo llama "compañero", aunque por naturaleza los ángeles son superiores a los hombres. Esto se comprende mejor si se considera que Jesucristo-Hombre los supera en dignidad, por la unión hipostática, y que todos los ángeles le sirven 237. "Como el Rey de los cielos ha querido tomar nuestra carne terrena –escribe san Gregorio Magno (y san Josemaría cita estas palabras en una homilía)–, los ángeles ya no se alejan de nuestra miseria. No se atreven a considerar inferior a la suya esta naturaleza que adoran, viéndola ensalzada, por encima de ellos, en la persona del Rey del cielo; y no tienen ya inconveniente en considerar al hombre como un compañero" 238. Sin detenernos ahora en el razonamiento análogo que lleva a la Iglesia a venerar a la Santísima Virgen como Reina de los Ángeles, fijémonos sólo en la conclusión de san Gregorio, que también san Josemaría hace suya. Los ángeles no tienen inconveniente, dice, en considerar al hombre como "compañero". La Encarnación ha hecho patente que las cosas de la tierra pueden llegar a ser medio de unión con Dios, pueden convertirse en expresión de amor: es posible espiritualizarlas. Los ángeles ven en el hombre que glorifica a Dios por medio de las realidades materiales un "compañero". Y un compañero en sentido fuerte. Porque no sólo hace lo mismo que ellos (glorificar a Dios), sino que ellos "colaboran" con él en la santificación de las realidades temporales. Esta perspectiva puede ayudar a entender el gran énfasis que pone san Josemaría en la devoción a los Ángeles Custodios 239. Aconseja acudir a ellos hasta en los asuntos más materiales de la vida ordinaria –él mismo les encomendaba la solución de pequeños problemas diarios 240–, a contar con su apoyo en la santificación del trabajo y a considerarlos "cómplices" en el apostolado, como escribe en Camino: Gánate al Ángel Custodio de aquel a quien quieras traer a tu apostolado. –Es siempre un gran "cómplice" 241. No podemos detenernos a exponer con la amplitud que merecen estas y otras manifestaciones de la devoción de san Josemaría a los ángeles. Sólo queremos hacer notar que hemos incluido este apartado dentro del tema de la santificación de las realidades temporales en cuanto efectos de la actividad humana porque hemos querido señalar que los ángeles ayudan a los hombres a "espiritualizar" el mundo. Pero también colaboran en la santificación de esas realidades en cuanto actividades humanas, ayudando a convertir en oración el cumplimiento del deber, como se ve en uno de los textos citados: Roguémosle [al Ángel custodio] que nos vuelva más diligentes en el cumplimiento de nuestros deberes actuales 242. En una palabra, los ángeles ayudan a los hombres a recorrer el camino de santificación en la vida cotidiana: a cumplir el propio deber, a descubrir el "algo divino" en las más diversas situaciones y a penetrar de espiritualidad lo terreno, buscando que Cristo reine en nosotros, en los demás y en el mundo. 1.4.3. Una nueva visión de la vida cotidiana Estad ciertos de que a través de las circunstancias de la vida ordinaria, ordenadas o permitidas por la Providencia en su sabiduría infinita, los hombres hemos de acercarnos a Dios 243. Esta sencilla idea, repetida muchas veces por san Josemaría, con términos diversos, entraña una visión positiva de la vida ordinaria que, siendo connatural al cristianismo, había quedado como encubierta en el curso de la historia por el predominio de formas de vida espiritual caracterizadas por un cierto "apartamiento del mundo", y por una comprensión de las actividades profanas como extrañas a la unión con Dios, que quedaba relegada al templo, a las ceremonias sagradas y al "mundo eclesiástico". Con esta perspectiva, la doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él 244. Con san Josemaría aparece, según el sociólogo Pierpaolo Donati, "una concepción de la vida cotidiana que aporta algo profundamente nuevo a las culturas y a las prácticas del pasado, tanto "religiosas" como "profanas". La novedad consiste en haber propuesto una "superación", en cierto sentido, de la distinción sagrado/profano tal como ha sido concebida y vivida en las culturas y en las sociedades que conocemos. Una "superación" que significa (...) ver la vida cotidiana como hic et nunc de lo divino que obra y se revela en el mundo de modo "ordinario" a través de las actividades temporales" 245. Para san Josemaría, la vida corriente no es el lugar de lo "profano", considerado en clave laicista como independiente de Dios, sino el de su encuentro con lo divino. No es un ámbito hostil o al menos foráneo al trato con Dios, un entorno del que es mejor escapar. Tampoco es la esfera cerrada de lo que posee escaso valor, de lo que aliena e impide la expansión de la libertad en acciones trascendentes. Ni es, en fin, sinónimo de "vida privada", en el sentido de aislada, incomunicada y humanamente pobre, sin repercusión fuera del estrecho recinto en el que se desarrolla 246. Por el contrario, para san Josemaría, la vida ordinaria es el campo de la santidad y de la misión apostólica de un fiel corriente. En este sentido "ofrece una visión completamente nueva, que desvela la vida cotidiana como el espacio donde adquiere valor lo humano y en el que se esconde algo divino; como el lugar propio de una grandeza no hecha de acciones y gestos llamativos, sino tejida de concretos actos de amor vinculados a las tareas más normales. Una vida que hace libres y felices en el ejercicio de los deberes de cada día, cuando acontecen en un continuo descubrimiento de su valor sobrenatural" 247. Si, a lo largo de la historia, la vida cotidiana ha sido vista frecuentemente como el lugar de la repetición mecánica y monótona de tareas carentes de significado transcendente, en la enseñanza de san Josemaría "es el mundo de la finalidad perseguida a través de pequeños pasos" 248. Tu existencia no es repetición de actos iguales, porque el siguiente debe ser más recto, más eficaz, más lleno de amor que el anterior. –¡Cada día nueva luz, nueva ilusión!, ¡por Él! 249 La vida cotidiana es el lugar en el que se realiza la finalidad última de glorificar a Dios y de procurar que los demás le glorifiquen, de alzar a Cristo en la cumbre de las actividades humanas y de edificar la Iglesia por la santificación y el apostolado; en ella se alcanza la identificación con Cristo y se ayuda a otros para que la alcancen; desde ella se mejora la sociedad y el mundo. "La vida cotidiana no es el puro pasar de los días, sino una especie de substancia de nuestro vivir" 250. Dos expresiones de san Josemaría nos parecen representativas de este nuevo enfoque de la vida ordinaria. Las comentaremos brevemente. a) "La grandeza de la vida corriente" Este enunciado es el título de la primera homilía del volumen Amigos de Dios. Según Cyrille Michon, "resume el mensaje, el espíritu, del Fundador del Opus Dei con tres palabras (...), con las que impugna una concepción, aceptada durante mucho tiempo, que no reconoce valor alguno a la vida corriente" 251. La idea de "grandeza" parece antagónica a la de "corriente". Pero es precisamente ese antagonismo lo que san Josemaría propone superar. Desde luego, los quehaceres ordinarios no son "grandes" en sí mismos (pues entonces todo sería grande y el adjetivo perdería su significado); lo grande se presenta sólo de modo extraordinario y, como dice Rafael Alvira, la vida cotidiana "se dibuja en contraste con lo extraordinario de nuestra existencia" 252. Pero la vida cotidiana de un cristiano "puede ser grande", como la de Jesús en Nazaret, donde la grandeza de Dios, convive con lo ordinario, con lo corriente 253. Jesús es el Hijo de Dios, y por eso son grandes también sus acciones más comunes, en las que dejó la impronta de las perfecciones divinas, las convirtió en medio de redención y, al realizarlas, Él mismo creció en cuanto hombre "en sabiduría, en edad y en gracia" (Lc 2, 42). También la existencia terrena de María, unida en todo a la de su Hijo, es prueba del valor trascendente que puede alcanzar una vida en apariencia sin relieve 254. Ella, con su grandeza de Madre de Dios, hizo grandes las tareas de una mujer que atiende a su familia y cuida su hogar. Pues asimismo, con las distancias implicadas por la analogía, la grandeza del cristiano reside en su condición de hijo de Dios, que da valor a sus actividades corrientes cuando obra como lo que es: otro Cristo, el mismo Cristo. En definitiva, la vida corriente de un hijo de Dios en Cristo se hace grande por el amor filial en el cumplimiento de la Voluntad del Padre, expresada en el deber de cada momento, porque cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios 255. Un amor –no lo olvidemos– que necesariamente lleva a realizar las propias tareas con perfección, no de cualquier manera, para ofrecerlas a Dios corredimiendo con Cristo, servir a los demás y contribuir a mejorar la sociedad y el mundo según el querer divino. Por tanto, no hay que buscar cosas extraordinarias: no hacen falta, no las queremos 256, escribe san Josemaría. Lo importante es que cada uno de nosotros demos con alegría cada día los mismos pasos, pero siempre con un sentido nuevo, con una luz distinta, con una vibración sobrenatural renovada: hacer extraordinariamente bien lo ordinario, ése es nuestro programa ascético y apostólico 257. b) "Hacer endecasílabos de la prosa de cada día" La comprensión del sentido positivo de la vida corriente, lleva a san Josemaría a emplear una nueva imagen para proclamar su valor: La vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día 258. La alegoría de la prosa que se muda en verso, de lo vulgar que se troca en arte, añade algo importante a lo que hemos venido considerando. Hemos visto, en efecto, que la vida corriente no es una especie de universo residual anodino, lo que resta después de suprimir todo aquello que confiere sentido a la existencia humana. No es así. La vida ordinaria tiene una "verdad" que es fuente de sentido, que hace que tenga sentido vivir sin esperar o anhelar que ocurra algo extraordinario. Tiene también una "bondad": es un bien al que cabe aspirar porque es fuente de realización personal, de plenitud y felicidad. Y además de esta "verdad" y "bondad", la vida ordinaria tiene una "belleza" propia, es luminosa y bella para el cristiano, como la vida de la Sagrada Familia en Nazaret. Es esta belleza la que pone de manifiesto la imagen de la prosa transformada en poesía. El amor que hace grande la vida ordinaria, le otorga también una belleza que se plasma en los mismos quehaceres que se realizan, convirtiéndolos en medio de contemplación. Cuando las actividades humanas nobles se llevan a cabo con amor –un amor inseparable del conocimiento del bien práctico, de la verdad sobre el bien, no un mero sentimiento– y se ordenan así a la gloria de Dios, reflejan de algún modo esa gloria y adquieren un esplendor nuevo, perceptible a los ojos de la fe: como la belleza de las palabras cuando se transforman en versos de un poema. San Josemaría se detiene a ilustrarlo con detalles nimios, aparentemente insignificantes. Por ejemplo, cómo abrir o cerrar una puerta. Se puede hacer sin atención, como algo carente de significado. Pero ese gesto trivial puede ser ocasión de un acto de amor que, si es auténtico, llevará a realizarlo bien, con una sencilla armonía empapada por ese amor: Se toma la manilla directamente, se baja del todo, sin brusquedad, y sólo entonces se empuja la puerta, luego se deja subir con suavidad el picaporte; después, para cerrar, lo mismo, pero alzando la manilla cuando ya la puerta está encajada. Así las cosas duran más porque se cuidan; y estarán limpias y en buen funcionamiento, aunque las usemos muchos 259; y concluye diciendo que esto es oración, si unimos a todo eso una jaculatoria y lo hacemos por amor de Dios 260. Lo más banal recibe un nuevo significado, la prosa se convierte en endecasílabo. El secreto está en ¡ese cerrar la puerta con amor! 261 No es más que un ejemplo material de cómo el amor transforma una acción ordinaria y deja una impronta en el resultado (en este caso, mantener en buen estado objetos de uso habitual). En bastantes ocasiones, como la del ejemplo anterior, quizá no cambie apreciablemente el estado de cosas en el mundo ni se perciba la belleza de lo que se ha hecho con amor; otras veces sí que se traslucirá esa belleza en los efectos de la acción (por ejemplo, en un plato de comida, quizá corriente y modesto, pero presentado con arte para hacer la vida agradable a los demás). Pero en todo caso, cuando se obra por amor a Dios, "se convierte la prosa de cada día en endecasílabos", porque el amor confiere a las acciones corrientes un encanto particular, las hace hermosas y no sólo útiles o eficaces. Por este camino, el cristiano llega a ser como un artista de la vida ordinaria. Cuando san Josemaría emplea la imagen que venimos comentando, suele hacer notar también que el verso de once sílabas, el endecasílabo, se llama en la literatura verso heroico 262 (en la lengua castellana es el verso de la "poesía heroica", la que narra gestas memorables). Con esto quiere hacer ver que la vida cotidiana, para un cristiano, es el lugar de nuestro campo de batalla –una hermosísima guerra de caridad 263: el campo de un auténtico heroísmo, "el mundo de la verdadera lucha, tanto contra las propias faltas como contra las injusticias, la decadencia, los abusos" 264. Si en otros tiempos se pensaba que las batallas y aventuras heroicas no eran cosa de la vida ordinaria, san Josemaría está convencido de lo contrario. Baste citar un punto de Camino, en el que califica de "heroico" un detalle cotidiano: El minuto heroico. –Es la hora, en punto, de levantarte. Sin vacilación: un pensamiento sobrenatural y... ¡arriba! 265. El heroísmo de la vida cotidiana cristiana no consiste en la realización de empresas extraordinarias. Reside en la perseverancia y en la perfección en el cumplimiento de los propios deberes, por amor: la perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo 266. En la vida corriente, escribe san Josemaría, nos invade la certeza de que Él nos mira, de paso que nos pide un vencimiento nuevo: ese pequeño sacrificio, esa sonrisa ante la persona inoportuna, ese comenzar por el quehacer menos agradable pero más urgente, ese cuidar los detalles de orden, con perseverancia en el cumplimiento del deber cuando tan fácil sería abandonarlo, ese no dejar para mañana lo que hemos de terminar hoy: ¡Todo por darle gusto a Él, a Nuestro Padre Dios! Y quizá sobre tu mesa, o en un lugar discreto que no llame la atención, pero que a ti te sirva como despertador del espíritu contemplativo, colocas el crucifijo, que ya es para tu alma y para tu mente el manual donde aprendes las lecciones de servicio 267. Verso a verso se compone una poesía. El poema heroico de la vida ordinaria de un hijo de Dios entraña la repetición material de tareas iguales, pero con un amor nuevo: siempre la misma cosa (...) pero cada día con música distinta 268. 1.5. SENTIDO Y EXIGENCIAS DE LA SECULARIDAD CRISTIANA. SANTIFICAR EL MUNDO "DESDE DENTRO" Todos los cristianos han recibido de Cristo la misión de santificar el mundo, pero no del mismo modo. Ciertamente, como enseña Pablo VI, la Iglesia "tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el misterio del Verbo Encarnado" 269; pero esta dimensión secular –continúa el Papa–, "se realiza de formas diversas en todos sus miembros" 270. Tal diversidad de formas deriva de la relación con las realidades seculares que corresponde a cada fiel por su vocación y misión. Los laicos, concretamente, tienen una secularidad "propia y peculiar" 271, distinta de la que puede afirmarse de los religiosos. De ahí que san Josemaría, como muchos otros autores, refiera los términos "secularidad" o "secular" a la relación de los fieles laicos con las realidades temporales 272. La "secularidad" de un laico cristiano es algo más que el mero vivir en la sociedad como ciudadano corriente. "No es simplemente una nota ambiental o circunscriptiva, sino una nota positiva y propiamente teológica" 273. Designa la novedad de sentido que adquiere para un fiel laico, por el hecho del Bautismo, el entramado de actividades civiles que componen la vida corriente que ha de santificar. Es, pues, una relación teológica con las realidades temporales. El laico recibe de Dios la misión de santificar el mundo desde dentro 274: santificar ab intra –de manera inmediata y directa– las realidades seculares, el orden temporal, el mundo 275. Análogamente a como el que recibe una misión que ha de realizar en un determinado lugar adquiere una relación peculiar con ese lugar –que le lleva, por ejemplo, a trasladarse allí–, el laico cristiano, al que se le confía la misión de santificar las actividades temporales, tiene una relación peculiar con estas actividades que le ha de llevar a tratarlas como medio de santificación y de apostolado, ejerciendo el sacerdocio común. Esta relación es la secularidad cristiana. No implica que el laico tenga que cambiar de sitio o de trabajo "por motivos religiosos", para cumplir su misión. Lo que ha de hacer es santificarse y hacer apostolado allí donde se encuentra por razón del ejercicio de su profesión o por motivos familiares o sociales, porque ése es el lugar de su misión. Santo Tomás observa que el ser enviado comporta "una relación con aquello adonde se envía, ya sea porque nunca antes había estado allí, o bien porque empieza a estar de un modo distinto a como estuvo antes" 276. En este último sentido los laicos son enviados al lugar donde ya se encuentran, para llevar a cabo ahí la misión de Cristo. Tres conceptos se acaban de mencionar: la misión de los laicos, la secularidad y el sacerdocio común; y los tres están íntimamente ligados. El fiel laico tiene la misión de santificar el mundo desde dentro de las actividades temporales. Para realizarla ha recibido el sacerdocio común o bautismal. La secularidad es la peculiar relación teológica con las actividades temporales por la cual es propio del laico ejercer su sacerdocio en la santificación de esas actividades y a través de ellas. La secularidad es también propia de los sacerdotes seculares. Estos no tienen una "secularidad reducida" sino plena, aunque con una peculiaridad característica de su ministerio. Ya la hemos mencionado en la Parte preliminar 277 y la recordamos aquí sólo brevemente. En los fieles que son ordenados sacerdotes, escribe Álvaro del Portillo, "se produce una prevalencia de su función ministerial, de suerte que si radicalmente no quedan separados del orden secular, su función en el orden profano queda supeditada a su función sacra (cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 31); sólo podrán desarrollar aquellas funciones profanas que sean congruentes con su estado, y en tanto que su ejercicio sea compatible con su función en la Iglesia. En todo caso es importante tener en cuenta que radicalmente continúan insertos en el mundo; no es un fenómeno de separación sino de prevalencia y supeditación" 278. Esta supeditación lleva consigo, en la práctica y por lo general, que el sacerdote deba dedicar a su ministerio todas las horas del día, que siempre resultarán pocas 279, pero no porque haya sido separado de las actividades temporales, sino porque debe anteponer a todo lo demás el ejercicio de su ministerio al servicio de los fieles; y esto le exige ordinariamente una dedicación de tiempo total. Para llevar a cabo la misión de santificar el mundo desde dentro es imprescindible la cooperación entre el sacerdocio común de los laicos, varones y mujeres, y el sacerdocio ministerial. Esa cooperación se llama "orgánica" porque la Iglesia, Cuerpo de Cristo, es una comunidad sacerdotal estructurada como un organismo vivo 280. Laicos y presbíteros se necesitan mutuamente: ninguno puede prescindir del otro. Entender correctamente esta cooperación requiere tener en cuenta que las actividades temporales poseen una autonomía propia y que, por tanto, en este ámbito, los laicos no son la longa manus de los presbíteros 281, ni el sacerdocio común una extensión del ministerial. Hay una distinción esencial entre ambos; son como dos fuerzas que han de concurrir, entrelazadas, a la santificación del mundo. A los laicos, que trabajan inmersos en todas las circunstancias y estructuras propias de la vida secular, corresponde de forma específica la tarea, inmediata y directa, de ordenar esas realidades temporales a la luz de los principios doctrinales enunciados por el Magisterio; pero actuando, al mismo tiempo, con la necesaria autonomía personal frente a las decisiones concretas que hayan de tomar en su vida social, familiar, política, cultural, etc. 282 Comentando el libro de Conversaciones, Alfredo García Suárez explicó que los laicos, cuando procuran santificar las realidades seculares, hacen presente en el mundo a la Iglesia, no a la Jerarquía de la Iglesia 283. Los laicos han de cumplir su misión en unión con la Jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del Magisterio 284, pero su misión específica –o sea, la específica participación del laico en la misión de la Iglesia 285– depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía 286. Por eso precisa san Josemaría en una entrevista: espero que llegue un momento en el que la frase los católicos penetran en los ambientes sociales se deje de decir, y que todos se den cuenta de que es una expresión clerical 287. Los laicos, añade, no tienen necesidad de penetrar en las estructuras temporales, por el simple hecho de que son ciudadanos corrientes, iguales a los demás, y por tanto ya estaban allí 288. Cuando una madre o un padre de familia procuran santificar su hogar, correspondiendo a la gracia divina, edifican la Iglesia porque realizan la misión que les incumbe. Y lo mismo cuando tratan de santificarse y hacer apostolado por medio de su profesión y de sus relaciones sociales. Es así como los laicos despliegan su secularidad: haciendo presente a Cristo en la entraña de las actividades humanas, con la cooperación del sacerdocio ministerial. 1.5.1. "Mentalidad laical" con "alma sacerdotal" A la unión de "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" nos hemos referido ya en otro capítulo 289, pero la hemos estudiado sólo en parte, por razones de enfoque que ahora es el momento de completar. Recordemos sintéticamente que, en la enseñanza de san Josemaría, tener "alma sacerdotal" es asumir conscientemente las implicaciones del sacerdocio de cada uno (el común y, en su caso, el ministerial). Por su parte, la "mentalidad laical" consiste sustancialmente en comprender que las realidades temporales se han de ordenar a Dios de acuerdo con sus leyes y su autonomía propias 290. En el capítulo 4º tratábamos del "sujeto" de la vida cristiana y por eso nos interesaba ver principalmente que estos dos rasgos, unidos, manifiestan cómo el "sentido de la filiación divina" configura la personalidad de un hijo de Dios que busca la santidad en medio del mundo. Como el fiel laico recibe el sacerdocio común en el Bautismo y está llamado a ejercitarlo en la santificación de las realidades temporales, nos fijábamos ante todo en el "alma sacerdotal" y veíamos la "mentalidad laical" como algo que le es inherente para cumplir esa misión. Ahora, en cambio, estamos hablando del "camino" de la vida cristiana y, concretamente, de la materia de santificación que son las mismas realidades temporales. Nos preguntamos cómo ha de considerarlas y tratarlas un cristiano que tiene la secularidad como nota propia de su vocación. La respuesta se encuentra de nuevo en estas dos expresiones, pero en el orden inverso: con una "mentalidad laical", que entraña un "alma sacerdotal". Se ha de poner en primer plano la "mentalidad laical" que considera el valor de esas realidades, pero no olvida que se han de ordenar a la santificación y al apostolado, con "alma sacerdotal". Con palabras de Álvaro del Portillo, la secularidad cristiana en la enseñanza de san Josemaría, "puede considerarse como la unión armónica del alma sacerdotal con la mentalidad laical" 291. Esta afirmación sale al paso de una idea "horizontal" de secularidad, a la que hemos hecho referencia antes, según la cual se trata sólo de una nota ambiental o circunscriptiva. Para san Josemaría, en cambio, implica una relación teológica con las realidades temporales, que existencialmente se traduce en la compenetración de mentalidad laical y alma sacerdotal. El fiel cristiano que tiene la secularidad como característica propia, ha de ejercer las actividades temporales de acuerdo con sus leyes y su autonomía, para santificar el mundo desde dentro. Por eso necesita poseer una mentalidad laical intrínsecamente embebida de alma sacerdotal. [Las realidades temporales] han de ser llevadas a Dios –y ahora, después del pecado, redimidas, reconciliadas–, cada una según su propia naturaleza, según el fin inmediato que Dios le ha dado, pero sabiendo ver su último destino sobrenatural en Jesucristo 292. El punto de partida es que las realidades temporales "han de ser llevadas a Dios". Para esto, por una parte, han de ser tratadas "cada una según su propia naturaleza, según el fin inmediato que Dios les ha dado" –sin "maltratar las cosas", dice José Luis Illanes comentando este texto 293–, pero a la vez "sabiendo ver su último destino sobrenatural en Jesucristo". La mentalidad laical lleva a reconocer la autonomía propia de las realidades temporales, pero no olvida que la autonomía del mundo es relativa, y que todo en este mundo tiene como último sentido la gloria de Dios y la salvación de las almas 294. Por eso implica el "alma sacerdotal". Una "mentalidad laical" que no la entrañara perdería su dimensión vertical, su orientación a Dios, y sería impropia de un cristiano. He aquí un texto de san Josemaría que muestra un aspecto en el que se manifiesta la necesidad de esa compenetración: Con mentalidad plenamente laical, ejercitáis ese espíritu sacerdotal, al ofrecer a Dios el trabajo, el descanso, la alegría y las contrariedades de la jornada, el holocausto de vuestros cuerpos rendidos por el esfuerzo del servicio constante. Todo eso es hostia viva, santa, grata a Dios: ése es vuestro culto racional (Rm 12, 1) 295. Junto a "las contrariedades" y al cansancio, a veces hondo, que conlleva el buen cumplimiento de los propios deberes, san Josemaría menciona "el descanso" y "la alegría", y señala que en ambos casos la mentalidad laical necesita del alma sacerdotal. También cuando el cristiano experimenta satisfacción por el trabajo o disfruta del descanso, ha de ofrecer todo su ser a Dios, sin separar el aprecio de lo que es propio de la esfera secular, del espíritu sacerdotal que en todo descubre materia para el don de sí. Tan central es la compenetración de estos dos rasgos en la enseñanza de san Josemaría que los propone remontándose expresamente al momento en que vio por primera vez el mensaje que había de difundir: Dios Nuestro Señor, el día 2 de octubre de 1928, fiesta de los Santos Ángeles Custodios, suscitó el Opus Dei para que sus miembros –con alma sacerdotal y mentalidad laical– buscaran la santidad, se entregaran al servicio de Dios, y procuraran alcanzar la perfección cristiana en el mundo y ejercer el apostolado, cada uno en su sitio; de tal manera que, permaneciendo en el mismo lugar donde desarrollan sus tareas profesionales, actuaran como fermento sobrenatural 296. Comprender la pertenencia del "alma sacerdotal" a la "mentalidad laical" es necesario para percibir el alcance de un texto de san Josemaría, muy conocido, en el que se refiere a tres manifestaciones de ésta última. Citemos primero las palabras que lo preceden. Está hablando de que un cristiano sabedor de que el mundo –y no sólo el templo– es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo 297, y en su actuación profesional, después de procurarse una buena formación y de moldear con libertad sus propios criterios, toma sus decisiones tratando de captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida 298. Pero no se le ocurre decir que está en el mundo para representar a la Iglesia y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas (...). Esto sería clericalismo, catolicismo oficial (...) hacer violencia a la naturaleza de las cosas 299. A continuación encontramos la posición antagónica a ese clericalismo, en el texto al que nos referíamos: Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones: a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal; a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen –en materias opinables– soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene; y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas 300. Estas palabras forman parte de la homilía pronunciada el 8 de octubre de 1967 durante la Santa Misa en el campus de la Universidad de Navarra. El trasfondo histórico es la situación cultural y política de la España de entonces, sometida a una racha de clericalismo que, sin ser nuevo en el país, se había recrudecido a la sombra de un Estado confesionalmente católico. En la realidad española a partir del segundo tercio del siglo XX, el clericalismo se había caracterizado, según Gonzalo Redondo, por "la actividad de los clérigos que, por ser clérigos, consideran misión suya y exclusivamente suya orientar la acción temporal de un Estado que se proclama católico, que asegura que intenta realizar la única política posible, pues es la política de la fe" 301. Servían de longa manus algunos laicos cuya actuación pública era percibida como la "oficialmente católica". De este modo quedaba reducida la libertad de ordenar rectamente las cosas temporales con opciones diversas. Ante este clericalismo, san Josemaría no propone una teoría política sino un cambio de mentalidad, que trasciende los límites del contexto histórico inmediato y que compendia en la expresión "mentalidad laical". Para transmitir el concepto se vale de las tres manifestaciones mencionadas, que se basan, respectivamente, en la honradez humana, en la condición de cristianos y en la de miembros de la Iglesia. Responden a exigencias de la razón humana, de la fe en Cristo y del amor a la Iglesia. – La primera manifestación de "mentalidad laical" es la de "ser lo suficientemente honrados para pechar con la propia responsabilidad personal". El fundamento es aquí la razón humana, porque asumir la responsabilidad de las acciones en la vida civil es una exigencia de la ley moral natural 302. Es propio de la "mentalidad laical" reconocer y respetar la ley natural y, en consecuencia, aceptar la responsabilidad personal. En cambio, la mentalidad clerical tiende a forzar el orden natural, como sucede, por ejemplo, cuando se eluden deberes naturales invocando motivos religiosos (no pagar unos impuestos para dar limosna; o reducir el tiempo debido en justicia al propio trabajo para emplearlo en una actividad eclesiástica; etc.). – La segunda manifestación de "mentalidad laical" es "respetar a los hermanos en la fe, que proponen –en materias opinables– soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene". El fundamento es ahora la fe en Jesucristo que, al encarnarse, ha asumido las actividades temporales con su autonomía propia, mostrando que se pueden realizar legítimamente de modos diversos 303. La "mentalidad laical" comprende que el pluralismo en materias opinables forma parte de la sinfonía de la libertad humana que glorifica a Dios; y comprende asimismo que la vida social y política reclama el respeto de la libertad también en cuestiones de suyo no opinables, como es el caso de la libertad social y civil en materia religiosa, dentro de los límites exigidos por la convivencia que el Estado debe tutelar 304. Esta cristiana "mentalidad laical" es diametralmente opuesta a la mentalidad de partido único, en lo político o en lo espiritual. Los que tienen esta mentalidad y pretenden que todos opinen lo mismo que ellos, encuentran difícil creer que otros sean capaces de respetar la libertad de los demás 305. Para san Josemaría la libertad (...) es la clave de esa mentalidad laical 306 que constantemente predica. – La tercera manifestación es prolongación eclesiológica de la anterior. Consiste en "ser lo suficientemente católicos para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas". El fundamento es aquí el amor a la Iglesia. La mentalidad laical lleva a servir a la Iglesia sin servirse de ella para intereses de parte. Todo lo contrario del clericalismo que, como decía Étienne Gilson, es "la utilización del orden espiritual con vistas a fines temporales, la explotación del orden temporal bajo la capa de la religión" 307. Como decíamos antes, considerar la compenetración entre "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" es necesario para comprender bien las tres manifestaciones de esta última. Es patente que la segunda y la tercera, al estar fundadas en la fe en Jesucristo y en el amor a la Iglesia, son manifestaciones de una mentalidad laical impregnada de alma sacerdotal: una mentalidad que ve las realidades temporales, con su autonomía propia, como materia de santificación y de apostolado, campo para el ejercicio del sacerdocio común. También en la primera manifestación de mentalidad laical –la de "ser lo suficientemente honrados..."– está presente el alma sacerdotal, porque san Josemaría se refiere a la "honradez cristiana" que, elevando la meramente humana, compromete a cumplir cabalmente los propios deberes para ofrecérselos a Dios, con alma sacerdotal. La mentalidad laical que lleva a "pechar con la propia responsabilidad personal" está penetrada por el alma sacerdotal. Puesto que la secularidad pertenece tanto a los laicos como a los sacerdotes seculares, san Josemaría enseña a unos y a otros a fundir en su vida los dos rasgos: En todo y siempre hemos de tener –tanto los sacerdotes como los seglares– alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical 308. La vida cristiana de un fiel laico ha de ser sacerdotal porque ha recibido el sacerdocio común; y la de un sacerdote secular (cuya secularidad no difiere sustancialmente de la que es propia del laico, aunque tiene su peculiaridad), ha de caracterizarse por valorar la autonomía de las actividades temporales y la libertad para llevarlas a cabo de diversos modos: lo que se designa con la expresión "mentalidad laical". El término "laical" no es aquí exclusivo de los laicos. Podemos concluir diciendo que la secularidad, asumida por el fiel laico y por el sacerdote secular como nota teológica propia de su vocación, se manifiesta en una "mentalidad laical" que acepta la responsabilidad de las propias acciones, que estima la libertad cristiana en las cuestiones temporales y que es consecuente con el fin sobrenatural de la Iglesia. Mentalidad laical que está en san Josemaría unida al alma sacerdotal, como la mente al corazón. 1.5.2. "Ser del mundo sin ser mundanos": "Amar al mundo apasionadamente" La fórmula "ser del mundo sin ser mundanos", inspirada en la antiquísima Carta a Diogneto (siglo II) 309, sirve a san Josemaría para poner de manifiesto otras disposiciones interiores que no han de faltar en quien está llamado a santificarse en medio del mundo. El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro, estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene –no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado– de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica 310. Esta distinción es una constante en su predicación, aunque las expresiones varían. En el texto anterior discierne entre "estar en el mundo" y "ser del mundo"; otras muchas veces entre "ser del mundo" y "ser mundanos": Estar en el mundo y ser del mundo no quiere decir ser mundanos. Por eso, se nos pueden aplicar plenamente aquellas palabras de la oración sacerdotal de Jesús Señor Nuestro, que relata San Juan: no te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal. Ellos no son del mundo, como Yo tampoco soy del mundo (Jn 17, 15-16) 311. Aunque cambien los términos, el propósito es el mismo. Se trata de salvaguardar el ideal de la santificación en medio del mundo de la corrupción que le amenaza más de cerca: la mundanización de la vida cristiana, la pérdida de la dimensión sobrenatural que da relieve, peso y volumen a las realidades terrenas 312. "Ser del mundo". José Luis Illanes se refiere a este primer elemento cuando escribe que "el cristiano no está llamado, en cuanto tal cristiano y por principio, a distanciarse del mundo, sino a asumirlo" 313. Esto implica, "por una parte, aprecio por todo lo humano, sintonía con el momento que a cada uno le es dado vivir, dedicación a la propia tarea; y, por otra, conciencia de la cercanía de Dios" 314. En este sentido habla san Josemaría de "amor al mundo": no al mundo como opuesto a Dios, sino como creado, amado y redimido por Él. Este amor al mundo forma parte de la caridad, del amor a Dios, porque no es otra cosa que querer cumplir la Voluntad divina respecto a las actividades temporales. Y esa Voluntad es que el cristiano tienda a la santidad a través de ellas, realizándolas con perfección para liberar a la creación de las consecuencias del pecado y ordenar todas las cosas a la gloria de Dios, construyendo el progreso humano en la historia 315. El amor cristiano al mundo es, pues, afirmación del mundo tal como Dios lo quiere, participación de ese Amor que Él ha demostrado al entregar a su Hijo Unigénito para salvarlo (cfr. Jn 3, 16). Es un amor, en definitiva, que conduce al cristiano a estar metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo 316. Para san Josemaría se ha de tratar de un amor "apasionado", que moviliza todas las energías de la persona, con la espontaneidad y la fuerza con que se ama aquello que se considera como propio. ¡Sí!, amamos apasionadamente este mundo porque Dios así nos lo ha enseñado: "sic Deus dilexit mundum..." –así Dios amó al mundo; y porque es el lugar de nuestro campo de batalla –una hermosísima guerra de caridad–, para que todos alcancemos la paz que Cristo ha venido a instaurar 317. Este amor vehemente hacia aquello que Dios ama y que se ha convertido, por la presencia del mal, en campo de batalla –de batalla redentora, de amor–, es para san Josemaría "condición necesaria para santificarse en la realidad cotidiana (...), ya que no se puede santificar lo que no se ama" 318. "Sin ser mundanos". Quienes han sido llamados por Dios a santificarse en medio del mundo han de amarlo como medio y camino de santificación, no como fin último. Se opone al amor cristiano al mundo el "amor mundano" a las criaturas por encima del Creador (cfr. Rm 1, 25). Un amor que encamina a la ofuscada avidez de bienes materiales, a esa codicia que tuvo su parte en la traición de Judas (cfr. Jn 12, 6). Es el "amor de este mundo" (2Tm 4, 10) que dominó a Demas, colaborador de san Pablo (cfr. Flm 1, 24; Col 4, 14), conduciéndole a abandonar su misión apostólica 319. Es la corrupción del amor al mundo. A ella están especialmente expuestos quienes han de santificarse en él. San Josemaría lo llama a veces "aburguesamiento" 320. Esa alteración del verdadero amor al mundo puede darse bajo formas diversas. Una es entregarse al noble ideal de promover el progreso de la sociedad sin considerar esa tarea como un medio de santificación: se busca el progreso, pero no se pretende ordenarlo a la gloria de Dios ni se cuenta con la presencia del mal en el mundo. San Josemaría defiende el ideal del progreso humano, implicado en el amor al mundo, pero lo plantea cristianamente: No debe faltar nunca la ilusión, ni en vuestro trabajo ni en vuestro empeño por construir la ciudad temporal. Aunque, al mismo tiempo, como discípulos de Cristo que han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias (Ga 5, 24), procuréis mantener vivo el sentido del pecado y de la reparación generosa, frente a los falsos optimismos de quienes, enemigos de la cruz de Cristo (Flp 3, 18), todo lo cifran en el progreso y en las energías humanas 321. No nos ha creado el Señor para construir aquí una Ciudad definitiva (cfr.Hb 13, 14) (...). Sin embargo, los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas 322. Resumiendo, el cristiano corriente ha de "ser del mundo", porque su vida se desarrolla, por querer divino, en las actividades temporales que ha de santificar; pero no ha de "ser mundano" porque no ha de dedicarse a esas actividades como si fueran su último fin, ni debe olvidar que necesitan ser purificadas de las consecuencias del pecado. Se trata de verdades decisivas que a veces no se reconocen por un temor, más o menos consciente, a no ser aceptado por los demás o a sufrir aislamiento. No sería recto someterse en todo a la aprobación de los otros, del ambiente circundante. San Josemaría invita a discernir, teniendo presente que oponerse al mal no equivale a distanciarse del mundo. Recordar a un cristiano que su vida no tiene otro sentido que el de obedecer a la voluntad de Dios, no es separarle de los demás hombres 323. "Ser del mundo sin ser mundano" es básico para que un cristiano corriente pueda cumplir su misión. Vale la pena observar que san Josemaría predica el "amor al mundo", precisamente en una coyuntura histórica de fuerte secularización, que ha creado en la sociedad un ambiente de indiferencia y a veces de hostilidad al espíritu cristiano 324. En ese clima puede parecer que lo mejor para quien busca la santidad sería apartarse del mundo o al menos aislarse de un ambiente enrarecido, abandonando la pretensión de cambiarlo desde dentro. A esta tentación se refería san Josemaría en su predicación, sirviéndose de un ejemplo: Ahora se habla y se escribe mucho en todos los sitios de ecología. Y se dedican, en los ríos y en los lagos, y en todos los mares, a tomar muestras de agua, a analizarlas... Casi siempre el resultado es que aquello está en malas condiciones: los peces no disponen de un ambiente sano, habitable. Cuando hemos hablado de barcas y de redes, vosotros y yo nos referíamos siempre a las redes de Cristo, a la barca de Pedro, y a las almas. Por algo dijo el Señor: venid en pos de mí, que yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres (Mt 4, 19). Pues, puede suceder que alguno de esos peces, de esos hombres, viendo lo que está sucediendo en todo el mundo y dentro de la Iglesia de Dios, ante ese mar que parece cubierto de inmundicia, y ante esos ríos que están llenos como de babas repugnantes, donde no encuentran alimento ni oxígeno; si esos peces pensaran –y estamos hablando de unos peces que piensan, porque tienen alma–, podría venirles a la cabeza la decisión de decir: basta, yo doy un salto, y ¡fuera! No vale la pena vivir así. Me voy a refugiar a la orilla, y allí daré unas boqueadas, y respiraré un poquito de oxígeno. ¡Basta! No, hijos míos; nosotros tenemos que seguir en medio de este mundo podrido; en medio de este mar de aguas turbias; en medio de esos ríos que pasan por las grandes ciudades y por los villorrios, y que no tienen en sus aguas la virtud de fortalecer el cuerpo, de apagar la sed, porque envenenan. Hijos míos, en medio de la calle, en medio del mundo hemos de estar siempre, tratando de crear a nuestro alrededor un remanso de aguas limpias, para que vengan otros peces, y entre todos vayamos ampliando el remanso, purificando el río, devolviendo su calidad a las aguas del mar 325. Recordemos de nuevo la afirmación de san Juan: "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Como el Amor de Dios, también el amor del cristiano al mundo ha de ser un amor redentor, el de quien ha sido enviado al lugar donde se encuentra para prolongar la misión de Cristo: para salvar el mundo, no para mundanizarse. 1.5.3. El amor al mundo, los novísimos y las bienaventuranzas Entender con profundidad el "amor al mundo" que predica san Josemaría, requiere considerarlo a la luz de los "novísimos" o "postrimerías", las verdades últimas del "más allá": la muerte, el juicio, el infierno y el cielo. De estas realidades se ocupa, dentro de la Teología dogmática, la Escatología 326. San Josemaría se refiere frecuentemente a su significado para la vida cristiana 327 con un tono positivo y esperanzado, que deriva del sentido de la filiación divina y del amor al mundo que empapa toda su predicación. Por ejemplo, escribe sobre la muerte: Un hijo de Dios no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina: Dios es mi Padre, piensa, y es el Autor de todo bien, es toda la Bondad 328. Ante los ojos de quien se sabe hijo de Dios, ¿cómo podría infundir temor la perspectiva del encuentro definitivo con un Padre que le ama y le tiene reservada una morada en el Cielo (cfr. Jn 14, 2)? Junto a la filiación divina, el amor al mundo late siempre en las consideraciones de san Josemaría sobre estas verdades, de modo explícito o implícito, como se ve, por ejemplo, cuando se refiere al juicio preguntando: ¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar? 329 El propósito que desea suscitar con estas palabras no es, desde luego, el de abandonar las realidades temporales o el de subestimarlas, sino el de buscar por medio de ellas la santidad y el cumplimiento de la misión apostólica. Cuando trata de encender el alma con el deseo de que Dios "se ponga contento" en el Juicio, es precisamente para animar a llevar a cabo las obligaciones cotidianas con perfección, por amor: como Él quiere. a) Los novísimos y el amor al mundo Para hacerse cargo de cómo ve el papel de la meditación de las postrimerías en la vida espiritual, conviene distinguir dos posibles enfoques del tema. El primero parte de la caducidad del mundo actual y lleva a discurrir más o menos así: puesto que antes o después llega la muerte y se da paso a la vida definitiva, es preciso desprenderse de los bienes terrenos, que son efímeros, para no distraerse de los eternos. El otro enfoque es el de acentuar que la vida presente es camino hacia la eterna; entonces el razonamiento viene a ser: ya que Dios ha encargado al hombre el perfeccionamiento de la creación, la constitución y el progreso de la sociedad, etc., y concede a cada uno un tiempo limitado para llevarlo a cabo, los asuntos terrenos tienen gran importancia y urgencia, porque Dios pedirá cuenta del amor y del cumplimiento efectivo de su Voluntad en esas tareas. En san Josemaría este último planteamiento predomina netamente. Es "un santo que supo percibir la trascendencia que el buen uso del tiempo reviste para quienes buscan la perfección humana y cristiana a través de sus actividades cotidianas" 330. Para no extendernos demasiado, nos detendremos solamente en su enseñanza acerca del primero de los novísimos: la muerte. En apariencia, bastantes de sus reflexiones al respecto no hacen más que reproponer la idea del carácter inexorable de la muerte y la consiguiente precariedad de las realidades temporales 331. Pero si se leen en el contexto de la santificación en medio del mundo, se descubre que sirven también –y sobre todo– para poner de manifiesto el valor de esas realidades como ocasión y medio de santificación y de apostolado. Baste un ejemplo que se refiere precisamente a la esencia de la vida cristiana, la caridad: El pensamiento de la muerte te ayudará a cultivar la virtud de la caridad, porque quizá ese instante concreto de convivencia es el último en que coincides con éste o con aquél... 332. El camino terreno del cristiano se presenta en este texto, como en otros muchos, bajo una perspectiva escatológica que coincide con las palabras de la segunda Carta de san Pedro: "Si todas estas cosas se van a destruir de ese modo, ¡cuánto más debéis llevar vosotros una conducta santa y piadosa!" (2P 3, 11). Lo mismo se puede advertir en la Carta de Santiago (cfr. St 4, 13-15). La evocación de la muerte no se emplea para quitar importancia a lo temporal sino para subrayar lo que está en juego en la vida ordinaria. No conduce a un desprecio del mundo sino a la afirmación de su valor, en la línea que trazará después el Vaticano II: "La esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su cumplimiento" 333. Este enfoque llamó poderosamente la atención cuando, entre 1937 y 1946, comenzó a dirigir, invitado por Obispos de diócesis españolas, numerosas tandas de ejercicios espirituales a grupos de sacerdotes y de laicos. Fue criticado entonces porque, según algunos, predicaba "ejercicios de vida" en lugar de los tradicionales "ejercicios de muerte" donde la meditación sobre los novísimos se orientaba predominantemente a apartar del apego desordenado al mundo. San Josemaría, sin restar importancia a este aspecto ni escamotearlo –buena prueba son los puntos de Camino y Surco a los que hemos remitido 334–, destacaba el valor de los asuntos terrenos como camino de santificación a la luz de las verdades últimas 335. Su manera de enfocar las postrimerías tenía un tono nuevo –inaudito para algunos pocos, fascinador para muchos– y arrastraba hacia la santificación de las actividades cotidianas. En Camino marcaba así la diferencia: A los "otros", la muerte les para y sobrecoge. –A nosotros, la muerte –la Vida– nos anima y nos impulsa 336. "Nos anima y nos impulsa" a cumplir amorosamente la Voluntad divina en las actividades temporales para alcanzar la unión definitiva con Dios tras la muerte. Esta idea recorre toda la homilía El tesoro del tiempo 337. Nada más anunciar el tema –tengo que hablaros del tiempo, de este tiempo que se marcha– aclara que no voy a repetir la conocida afirmación de que un año más es un año menos. (...) Tampoco quiero detenerme en el punto concreto de la brevedad de la vida, con acentos de nostalgia. A continuación, enuncia su planteamiento: A los cristianos, la fugacidad del caminar terreno debería incitarnos a aprovechar mejor el tiempo (...): tempus breve est! (1Co 7, 29) (...). Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno 338. Con esta perspectiva ofrece una nueva comprensión de la parábola de las vírgenes necias y de las prudentes (cfr. Mt 25, 1 ss.). Estas últimas son las que han aprovechado el tiempo. Discretamente se aprovisionan del aceite necesario, y están listas, cuando les avisan: ¡eh, que es la hora!, mirad que viene el esposo, salidle al encuentro (Mt 25, 6) 339. Las fatuas, en cambio, no supieron o no quisieron prepararse con la solicitud debida (...). Les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado 340. De ahí la aplicación a la existencia del cristiano: Pensemos valientemente en nuestra vida. ¿Por qué no encontramos a veces esos minutos, para terminar amorosamente el trabajo que nos atañe y que es el medio de nuestra santificación? ¿Por qué descuidamos las obligaciones familiares? (...) ¿Por qué nos faltan la serenidad y la calma, para cumplir los deberes del propio estado (...)? Me podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz 341. El resto de la homilía es un constante volver sobre la idea de que es corto el tiempo para amar a Dios y a los demás en el cumplimiento de los deberes ordinarios propios de cada uno. La actitud del siervo que enterró el talento que le había confiado su señor en lugar de hacerlo rendir y que recibió por esto el calificativo de "siervo malo y perezoso" (Mt 25, 26), le hace exclamar: ¡Qué pena vivir, practicando como ocupación la de matar el tiempo, que es un tesoro de Dios! (...) ¡Qué tristeza no sacar partido, auténtico rendimiento de todas las facultades, pocas o muchas, que Dios concede al hombre para que se dedique a servir a las almas y a la sociedad! 342 Lejos de despreciar las actividades temporales, el pensamiento de la muerte y de la brevedad del tiempo le lleva a exhortar: ¡Desentierra ese talento! Hazlo productivo 343. Al final de la homilía, la doctrina se hace explícita: Este es el fruto de la oración de hoy: que nos persuadamos de que nuestro caminar en la tierra –en todas las circunstancias y en todas las temporadas– es para Dios, de que es un tesoro de gloria, un trasunto celestial; de que es, en nuestras manos, una maravilla que hemos de administrar, con sentido de responsabilidad y de cara a los hombres y a Dios: sin que sea necesario cambiar de estado, en medio de la calle, santificando la propia profesión u oficio y la vida del hogar, las relaciones sociales, toda la actividad que parece sólo terrena 344. Para la santificación de las actividades temporales, la muerte no tiene, sin embargo, solamente ese carácter de límite y de llamada a aprovechar el tiempo creciendo en santidad. Hay también una relación entre la muerte y la misión de santificar el mundo desde dentro. A primera vista la muerte parece contradecir el ideal de "espiritualizar" las realidades terrenas, pues consiste precisamente en la separación del espíritu –el alma humana– de la más inmediata realidad terrena que es el cuerpo. Pero esa separación no es la palabra definitiva. Es el paso, no sólo para el encuentro del alma con Dios, como san Josemaría considera en varios momentos 345, sino para la resurrección gloriosa de la carne. Paso obligado a causa del pecado; pero paso que ha adquirido valor redentor gracias a la Muerte y Resurrección de Jesucristo, causa de nuestra resurrección, de la que tenemos un signo en la Eucaristía que nos anticipa la eternidad 346. Cuando san Josemaría escribe expresivamente: ¿Morir?... ¡Vivir! 347, no está pensando únicamente en el tránsito del alma a la contemplación de Dios cara a cara, sino en la vida plena después de la resurrección de la carne, cuando la persona gozará de Dios con todo su ser, alma y cuerpo. Esa vida definitiva será el cumplimiento acabado de la espiritualización o divinización que ha comenzado en este mundo. Desde la perspectiva de la resurrección de la carne, la muerte se presenta, por tanto, como el paso a una vida que corona la santificación de las realidades del mundo presente 348. b) Las bienaventuranzas y el amor al mundo Las bienaventuranzas son esenciales para comprender el recto "amor al mundo" que enseña san Josemaría. No hace falta que citemos el texto completo, basta un esbozo: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos (...). Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos..." (Mt 5, 3 ss.). Lo que interesa destacar es que las bienaventuranzas, en su conjunto, revelan un elemento constitutivo de la actitud cristiana ante el mundo: el reconocimiento de que la plena felicidad se encuentra en la unión con Dios, no en el goce de los bienes terrenos. Más aún, la misma ausencia de esos bienes –a la que se hace referencia con "los pobres", "los que lloran", "los que padecen persecución", etc.– si se acoge para corredimir con Cristo, no impide la felicidad del alma sino que la fortalece con la alegría de la esperanza del Cielo. Carlos Cardona muestra dónde se encuentra la raíz de esta actitud: "El sentido de nuestra filiación divina lleva de inmediato a la más serena y filial confianza en la Providencia de Dios. Todo el Sermón de la Montaña contiene esta enseñanza (...) exhortándonos a no dejarnos aherrojar por la solicitud excesiva por los bienes terrenos" 349. Esta es la médula de las bienaventuranzas, en contraste con el estilo de vida de quienes pretenden saciar, y dicen que sacian, el deseo de felicidad con esos bienes, sin necesidad de Dios. Pues, aunque es verdad que los bienes de esta tierra proporcionan muchas satisfacciones, la felicidad que brindan es siempre frágil y precaria: no acaban de colmar las aspiraciones de amor eterno que alberga el corazón humano. No cabe duda de que las mismas personas que se dicen felices por disfrutar de esos bienes, probarían una felicidad incomparablemente mayor –ya ahora, aunque todavía no sea plena– si ordenaran su búsqueda y posesión a la unión con Dios y al servicio de los demás. No temerían entonces su pérdida –con un temor que inevitablemente perturba–, ni se sentirían desgraciadas si les faltaran, porque ni las contradicciones, ni el dolor, ni la misma perspectiva de la muerte pueden impedir la felicidad en esta tierra a quien abraza la Cruz de Cristo por amor. Por eso san Josemaría se dolía de que muchas veces, se engaña a las almas. Se les habla de una liberación que no es la de Cristo. Las enseñanzas de Jesús, su Sermón de la Montaña, esas bienaventuranzas que son un poema del amor divino, se ignoran. Sólo se busca una felicidad terrena, que no es posible alcanzar en este mundo 350. El espíritu de las bienaventuranzas se halla en la predicación de san Josemaría con una tonalidad característica. Considera que la unión con Dios en este mundo, por la gracia, lleva consigo un principio de felicidad, y que este principio es compatible con el dolor, más aún, que planta sus raíces en el sacrificio por amor para corredimir con Cristo 351. Considera también la bondad de las cosas creadas y de su posesión, según la Voluntad divina, es decir, por amor a Dios y para servirle como administradores suyos. Es este amor y no la simple posesión o la carencia de bienes lo que llena el alma. Por eso mismo está cierto de que no hay que buscar la felicidad en los bienes terrenos al margen de la unión con Dios. Así lo reflejan, por ejemplo, las siguientes palabras: Nadie es feliz, en la tierra, hasta que se decide a no serlo. Así discurre el camino: dolor, ¡en cristiano!, Cruz; Voluntad de Dios, Amor; felicidad aquí y, después, eternamente 352. La felicidad de quien recorre ese camino, es auténtica ahora y luego. El cristiano no es un desdichado en la vida presente que sueña con la felicidad del más allá. San Josemaría lo proclama decididamente con unas palabras ya citadas antes, que vale la pena reiterar: Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra 353. Este es, a nuestro juicio, el marco de comprensión de las bienaventuranzas en san Josemaría. Para él, hablan de la felicidad del Cielo que se incoa en esta tierra. Esa felicidad no deriva de la carencia o del desprecio de los bienes terrenos (como si esta actitud condujera por sí sola al gozo y a la paz del alma), y tampoco deriva de su simple posesión. Los bienes terrenos son verdaderos bienes y es justo buscarlos; pero son fuente de felicidad sólo si se buscan por amor a Dios, para emplearlos para su gloria, como medio de santificación y de apostolado. El cristiano, en definitiva, ha de amar el mundo, tener aprecio a todas las cosas temporales que Dios ha dado al hombre para que le sirva (...), sin tolerar que las cosas temporales –instrumentos de trabajo, para el servicio de Dios– se apeguen al corazón e impidan el progreso espiritual, que tiende a la perfección de la caridad 354. El teólogo William May, en un artículo certero sobre la enseñanza de san Josemaría, constata sorprendido que "se refiere pocas veces al significado de las bienaventuranzas para la vida cristiana" 355. A nuestro parecer, la observación requiere un matiz. Tiene fundamento sólo si quiere decir que las alusiones explícitas son poco numerosas 356. Su significado, en cambio, está muy presente en san Josemaría, que lo descubre en el ejemplo mismo del Señor. Ya Orígenes observó que "todas las bienaventuranzas anunciadas en el evangelio las ha confirmado Jesús con su ejemplo; ha probado su doctrina con su testimonio. Dice: "Bienaventurados los mansos", y añade algo personal: "aprended de mí que soy manso" (Mt 11, 29). "Bienaventurados los pacíficos": ¿y quién hay más pacífico que mi Señor Jesús, que es nuestra paz, que ha hecho cesar el odio y lo ha destruido en su carne? (cfr. Ef 2, 14-16). "Bienaventurados los que sufren persecución por causa de la justicia": nadie ha sufrido persecución por causa de la justicia como el Señor Jesús, que ha sido crucificado por nuestros pecados. El Señor muestra, en definitiva, todas las bienaventuranzas realizadas en Él" 357. Esto permite comprender lo que han señalado los estudios patrísticos: que "las citas de las bienaventuranzas sean poco frecuentes en los primeros escritos cristianos" 358, lo que puede entenderse precisamente como un "signo de la vitalidad y claridad del anuncio [de Cristo] en sí mismo" 359. En nuestra opinión, algo semejante vale para san Josemaría: acude al mismo ejemplo de Jesús con mayor frecuencia que a sus palabras en el sermón de la montaña. Todas las [virtudes] que Jesús bendecía en aquel Sermón de la Montaña (cfr.Mt 5, 1-12) –las que hacen verdaderamente felices, santos, beati!–, todas esas virtudes que Jesús nos enseñó con su propia vida, las deseo, para todos mis hijos y para mí 360. La doctrina, en todo caso, ocupa en las enseñanzas de san Josemaría el lugar capital que le corresponde en la antropología cristiana, pero está aplicada expresamente a la santificación en medio del mundo, como queda claro por lo que escribe poco después de la cita anterior: Y en este trabajo laical –que es donde la vida de mis hijos se convierte en contemplación, en sacrificio grato a Dios, en apostolado– es donde procuran ejercitar todas las virtudes cristianas. Es en la montaña, donde mis hijos escuchan aquellas bienaventuranzas, mezclados entre la muchedumbre: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos y humildes, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados... (Mt 5, 3-12) 361. Como trasfondo de esas palabras hay que tener presente que el pasaje de las bienaventuranzas se ha relacionado tradicionalmente con el ideal de la vocación religiosa 362. San Josemaría lo propone, como señalábamos, a los fieles laicos. Dice que las bienaventuranzas se escuchan "en la montaña... mezclados entre la muchedumbre". Hay que situar estas palabras en el contexto del correspondiente pasaje de san Mateo: "Le seguían grandes multitudes de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y del otro lado del Jordán. Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte y se sentó..." (Mt 4, 25-5, 1). San Josemaría destaca que sus hijos –en general, los fieles corrientes– escuchan las bienaventuranzas "en la montaña", que es la contemplación en el trabajo ordinario, y la escuchan "mezclados entre la muchedumbre", es decir, junto con la multitud de los cristianos corrientes, sus iguales. Reivindica, pues, la aplicación del pasaje de las bienaventuranzas a los fieles laicos, y lo entiende como una expresión del recto amor al mundo, como una invitación a poner el deseo de felicidad en los verdaderos bienes: la contemplación de Dios en el trabajo y en toda la vida ordinaria. 1.6. LA SANTIFICACIÓN DEL MUNDO Y LA CONDICIÓN DE VARÓN Y DE MUJER En el capítulo 4º vimos en qué términos afirma san Josemaría la igualdad radical de varón y mujer como hijos de Dios y partícipes del sacerdocio de Jesucristo. Por otra parte, en el capítulo 5º, se consideraron las diferencias que les hacen complementarios en orden a la formación de la familia humana y a la misión salvífica de la Iglesia, diferencias constitutivas de la personalidad que influyen en el ejercicio de la libertad. Ciertamente la libertad está ligada a la espiritualidad, y el espíritu no es ni masculino ni femenino. Pero el espíritu encarnado –el ser humano–, sí que es varón o mujer: las diferencias entre ambos no son meramente funcionales, sino constitutivas de la personalidad. Al estar tan familiarizado con el misterio de la unión con Cristo, san Josemaría comprende vivamente que el Hijo de Dios, encarnado como varón, haya unido a su Madre Santa María a la obra de la Redención. Esto le lleva a comprender el sentido positivo de las diferencias entre hombre y mujer en vistas a la misión de santificar el mundo. Dios los ha dotado de igual dignidad, pero cada uno realiza esa misión con su aportación propia. La igualdad esencial entre el hombre y la mujer exige precisamente que se sepa captar a la vez el papel complementario de uno y otro en la edificación de la Iglesia y en el progreso de la sociedad civil (...). Tanto el hombre como la mujer han de sentirse justamente protagonistas de la historia de la salvación, pero uno y otro de forma complementaria 363. La claridad con la que san Josemaría percibe esa complementariedad se manifiesta en el origen mismo del Opus Dei. Es conocido que, después de haber recibido la iluminación divina del 2 de octubre de 1928, pensó durante varios meses que no habría mujeres en el Opus Dei 364, pero el 14 de febrero de 1930 comprendió que Dios había dispuesto lo contrario 365. La presencia femenina resultaba "esencial y primordial", explicaba Álvaro del Portillo comentando estos hechos, para llevar el espíritu que Dios le había confiado "a los diferentes ámbitos de la vida humana, y poner al Señor en la cumbre de todas las actividades honradas, en las diversas profesiones, para santificar toda la sociedad y especialmente su célula básica, que es la familia" 366. Sin ellas, decía san Josemaría, la Obra hubiera quedado manca 367. La visión conjunta de los dos aspectos a que nos hemos referido –igualdad y complementariedad del varón y la mujer– permiten a san Josemaría superar ciertos estereotipos culturales del pasado a la hora de plantearse en qué consiste la contribución específica de la mujer. Esta diversidad ha de comprenderse no en un sentido patriarcal, sino en toda la hondura que tiene, tan rica de matices y consecuencias, que libera al hombre de la tentación de masculinizar la Iglesia y la sociedad; y a la mujer de entender su misión, en el Pueblo de Dios y en el mundo, como una simple reivindicación de tareas que hasta ahora hizo el hombre solamente, pero que ella puede desempeñar igualmente bien 368. La armonía original entre varón y mujer, rota por el pecado (cfr. Gn 3, 16-17), ha sido reparada de raíz por la Redención (cfr. Ga 3, 28), pero persisten las consecuencias de la caída que desdibujan la "unidad de los dos" 369 y afectan a todas las realidades humanas en las que repercute esa igualdad y distinción. Se requiere, pues, mucha atención a la hora de determinar qué es lo propio de la condición de varón o de mujer, sobre todo en la vida social y profesional, pero también en el ámbito familiar. Por una parte, siempre habrá condicionamientos culturales que influyan en la percepción de lo específicamente masculino o femenino; pero, por otra, los desarrollos históricos no se pueden tomar como criterio decisivo –las diversas reivindicaciones "feministas", por ejemplo, no pueden rechazarse ni aceptarse en bloque–, ya que la realidad social manifiesta sólo hasta cierto punto la verdadera igualdad y distinción entre mujer y varón, al estar influida, en mayor o menor medida, por las tendencias desordenadas que anidan en el corazón humano 370. Es preciso discernir considerando la igualdad y la distinción tal como las ha querido Dios, no como las ha deformado el pecado. Las enseñanzas de san Josemaría contienen en este sentido acentos originales que surgen de su comprensión de la llamada a la santidad en medio del mundo y también del realismo de su experiencia sacerdotal 371. En el marco de la común dignidad como personas humanas y de la idéntica filiación divina sobrenatural, sostiene que una mujer con la preparación adecuada ha de tener la posibilidad de encontrar abierto todo el campo de la vida pública, en todos los niveles 372. No ve tampoco ninguna razón para limitar su campo de acción en la Iglesia: pienso que a la mujer han de reconocerse plenamente en la Iglesia –en su legislación, en su vida interna y en su acción apostólica– los mismos derechos y deberes que a los hombres 373."Sabía bien" –comenta Maria Helena Da Guerra Pratas– "que esta posición encontraría resistencia en algunas mentalidades, pero acreditaba que esas resistencias irían cayendo poco a poco (...). Defendió, como pocas personas lo harían en su época, la importante misión de la mujer en todos los ámbitos de la vida civil y eclesial. Pero lo hizo no sólo en teoría, sino sobre todo en la práctica. Abrió panoramas inexplorados de intervención femenina en todas las profesiones y situaciones de la vida social, impulsó y animó a las mujeres del Opus Dei a llevar a cabo aventuras apasionantes de transformación de la vida social y cultural en países de todo el mundo" 374. Si se empeñó en que se diera a las mujeres acceso a todos los ámbitos de la vida civil y las animó a no retraerse ante los nuevos retos que se presentaran, insistió al mismo tiempo en que no debían perder de vista aquello en lo que consiste su aportación propia, original e insustituible. Su emancipación no debe significar una pretensión de igualdad –de uniformidad– con el hombre, una imitación del modo varonil de actuar: eso no sería un logro, sería una pérdida para la mujer: no porque sea más, o menos que el hombre, sino porque es distinta 375. Al contrario, la verdadera emancipación ha de significar desarrollo de lo que es propio de la personalidad femenina 376. Lo que es tanto como decir posibilidad real de desarrollar plenamente las propias virtualidades: las que tiene en su singularidad, y las que tiene como mujer 377. Lo específico de su papel, decía, no viene dado tanto por la tarea o por el puesto cuanto por el modo de realizar esa función, por los matices que su condición de mujer encontrará para la solución de los problemas con los que se enfrente, e incluso por el descubrimiento y por el planteamiento mismo de esos problemas 378. Esta sencilla observación es crucial. Lo específico es "el modo femenino" de realizar las tareas comunes con el varón. Volvamos a citar unas palabras en las que describe algunos rasgos típicos de ese modo de hacer: La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad 379. En esto consiste su contribución original al bien común y a la santificación de las realidades temporales: una aportación insustituible 380 en todos los ámbitos de la vida social, que se hace particularmente ostensible y decisiva en el ámbito familiar: Lo mismo que en la vida del hombre, pero con matices muy peculiares, el hogar y la familia ocuparán siempre un puesto central en la vida de la mujer 381. Al señalar el papel indispensable y específico que a la mujer corresponde en el ámbito de la familia, san Josemaría sostiene que las cualidades femeninas comportan –no sólo por tradición y cultura, sino por aptitud natural para la atención de la persona humana singular– una mayor facilidad para las tareas más esenciales del hogar. No sin fundamento, comenta María Pía Chirinos tratando de la enseñanza de san Josemaría, se puede reconocer en la mujer "una cierta disposición prioritaria para descubrir las necesidades vitales del ser humano, de modo rápido y también más eficaz. De ahí que se le hayan atribuido, como peculiaridades predominantes, el sentido del cuidado, del matiz y del detalle, el respeto al otro, el equilibrio, la atención a lo concreto" 382. Jean de Groot advierte con perspicacia el sentido de estas cualidades en el plan divino, contemplando la figura de Santa María. Parte de que "la orientación de la mujer hacia las personas individuales y su atención al detalle son características naturales" 383; y añade: "Pero en la economía divina, su atención a lo ordinario no equivale simplemente a estar sumergida en una cantidad de pormenores efímeros. Entendiendo el rol de María en la economía divina, vemos que la mujer hace significativa la vida individual; la conecta con el plan divino, haciendo que la historia, personal o colectiva, se llene de sentido" 384. San Josemaría lo percibe con claridad y, consciente del gran potencial de transformación cristiana de la sociedad que encierra la valoración de las cualidades femeninas, impulsa su efectiva expansión en los diversos campos de la vida social, comenzando por la familia. No nos detenemos ahora en este último punto porque lo volveremos a encontrar al final del capítulo, al hablar de la santificación de la familia. Aquí nos interesaba sólo mencionar que la santificación de las realidades temporales es misión común del varón y de la mujer, pero de modo específico en cada uno; y que, en el caso de la mujer, su aportación es particularmente importante en el ámbito familiar. Resumiendo el pensamiento de san Josemaría sobre esta cuestión, se ha escrito que, "aunque siempre enseñó que todas las profesiones deberían abrirse a la mujer, reconocía, sin embargo, que la dedicación a los quehaceres familiares tiene una enorme repercusión humana y social. Precisamente porque la familia es la célula básica de la sociedad, el trabajo en el hogar es absolutamente decisivo en la edificación de la misma. El trabajo que la mujer realiza en la familia tiene tal trascendencia, que es precisamente el servicio más grande prestado a la humanización de la persona" 385. 2. LA SANTIFICACIÓN DEL TRABAJO PROFESIONAL Para justificar y acotar el tema de este apartado conviene traer a colación dos pasajes bíblicos que aparecen de modo recurrente en la predicación de san Josemaría. El primero es Gn 1, 27-28: "Creó Dios al hombre a su imagen; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla". El segundo, Gn 2, 15: "El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara". En estos textos se indican dos tareas propias del hombre en este mundo: "llenar la tierra" y "someterla" cultivándola (cfr. Sb 9, 2; 10, 2). Ambas son "participación en el poder creador de Dios", como repite a menudo san Josemaría 386, pero se distinguen por su objeto. El mandato de multiplicarse lleva a reflejar el amor divino en la formación de la familia y de la sociedad; el mandato de dominar la tierra mueve a reflejarlo cooperando con Dios en el perfeccionamiento de la creación visible mediante el trabajo. Se trata de actividades interdependientes. En la familia y en la sociedad nacen y se forman los hombres y las mujeres que están llamados a transformar el mundo con su trabajo; a su vez, mediante el trabajo se sostiene la familia y se configura la sociedad. No nos detenemos ahora a detallar las relaciones mutuas, porque se hará en la última parte del capítulo; queremos simplemente distinguirlas para señalar que en este apartado nos ocupamos solamente de una de ellas: el trabajo como medio o camino de santificación. Este tema tiene un lugar cardinal en la enseñanza de san Josemaría. Lo manifiesta la oración para pedir gracias por su intercesión al describir su mensaje como un "camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano" 387. Habla expresamente de la santificación del trabajo porque, para san Josemaría, constituye el "eje" o el "quicio" de la santificación en medio del mundo. Esto no significa que sea "más importante" que los otros aspectos; denota sólo el reconocimiento de una singularidad del trabajo en el entramado de las actividades temporales con las que el cristiano, correspondiendo a la gracia divina, se santifica en medio del mundo y lo santifica "desde dentro". "Santificar el trabajo" es la expresión que mejor caracteriza la enseñanza de san Josemaría y la clave para entenderla 388. Junto con la proclamación de la llamada universal a la santidad y al apostolado, es el motivo principal por el que ha sido reconocido como precursor del último Concilio 389 y la razón también por la que se ha visto en su mensaje una "revolución espiritual" 390. Aunque san Josemaría no es el único ni el primero en hablar de santificación del trabajo, como se dirá, su enseñanza es de gran interés para la comprensión teológica de este concepto, trascendental de cara a la santidad de muchos fieles, y para que llegue a ocupar el puesto que merece en la exposición de la doctrina cristiana. Actualmente, el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado en 1992, enseña esta doctrina expresamente, apoyándose en el Concilio Vaticano II: "El trabajo puede ser un medio de santificación y de animación de las realidades terrenas en el espíritu de Cristo" 391. La afirmación, siendo todavía muy escueta, es ya un signo de la universalidad del mensaje que san Josemaría venía predicando y enseñando a poner en práctica desde tiempo atrás. Queda así expuesta la razón por la que después de haber hablado de la santificación de las realidades temporales en general, comencemos ahora su estudio particular con la santificación del trabajo. Lógicamente, todo lo que se ha dicho antes sobre las actividades temporales en su conjunto se puede aplicar también al trabajo, que es una de ellas, pero hay también aspectos propios o más directamente relacionados con el trabajo, que se tratarán ahora. Examinaremos primero el contexto teológico de la enseñanza de san Josemaría, estudiaremos después la noción de trabajo presente en sus obras y pasaremos por último a la exposición de su doctrina sobre la santificación del trabajo. 2.1. CONTEXTO TEOLÓGICO DE LA SANTIFICACIÓN DEL TRABAJO La santificación del trabajo es un tema reciente en la Teología y particularmente en la Teología espiritual 392. Su progresiva importancia corre pareja al relieve que ha ido alcanzando el trabajo en las sociedades modernas, estructuradas por el entramado de las diversas profesiones, donde la vida de las personas gira, en buena parte, en torno a la actividad laboral. Es cierto que para algunos, quizá para muchos, el trabajo no es más que una fuente de recursos económicos; pero en realidad, se quiera o no, afecta a la persona de modo muy profundo. No es sólo el rendimiento económico lo que cuenta para el que trabaja, como si fuese una máquina de producción de beneficios; cuenta el trabajo mismo, el tipo de actividad, el cómo y el porqué se realiza: su "interioridad" y no sólo el "producto". Unas palabras de Simone Weil (1909-1943) expresan bien la fuerte conciencia que se había alcanzado, contemporáneamente a Josemaría Escrivá de Balaguer, acerca de la necesidad de promover un modo de trabajar en el que la actividad fuera verdaderamente expresión de la persona: "Nuestra época tiene por misión propia, por vocación, la constitución de una civilización fundada en la espiritualidad del trabajo" 393. Obstáculo para esta misión era entonces la presencia de diversas ideologías, desde el liberalismo radical al marxismo, marcadas por una visión alienante y materialista del trabajo que lo despojaban de su carácter personal y de su trascendencia 394. Pero esa misma época ve también numerosas intervenciones del Magisterio de la Iglesia sobre el trabajo, desde León XIII al Concilio Vaticano II, y algunos desarrollos filosóficos, que ofrecen una visión conforme a la dignidad de la persona humana 395. No podemos detenernos en estos últimos, ni siquiera en los más importantes entre los de inspiración cristiana, como los de Maritain, Mounier y Blondel entre otros 396, que formaban parte del clima cultural de la época y que sería interesante contrastar con el mensaje de san Josemaría, aunque no nos consta que haya recibido un influjo directo de ninguno de esos autores. Nos hemos de limitar a la cuestión teológica más directamente relacionada con nuestro tema: la aparición y desarrollo de la idea de santificación del trabajo en el siglo XX, precedida de una rápida mirada a las fuentes y a la historia para evidenciar la novedad de los planteamientos que surgen en el siglo pasado. El aprecio por el trabajo en el cristianismo hunde sus raíces ante todo, como es lógico, en la Sagrada Escritura. Numerosos pasajes ponen de relieve diversos aspectos ontológicos y éticos del trabajo, desde el ya citado Gn 2, 15 donde aparece como vocación originaria del hombre ("El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara"), a los que recogen el ejemplo de san Pablo, que tenía el oficio de fabricante de tiendas (cfr. Hech 18, 3): "Recordad, hermanos, nuestro esfuerzo y nuestra fatiga: trabajando día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros, os predicamos el Evangelio de Dios" (1Ts 2, 9), y a la fuerte amonestación del mismo apóstol: "Si alguno no quiere trabajar, que no coma" (2Ts 3, 10) 397. San Josemaría cita estos y otros muchos textos bíblicos en su predicación sobre el trabajo, como se puede ver en las homilías En el taller de José 398 y Trabajo de Dios 399. Pero sobre todo se fija en que Jesús, durante los años de su vida oculta en Nazaret, era conocido como "el artesano" (Mc 6, 3) y "el hijo del artesano" (Mt 13, 55). Le resulta obvio que el sentido de su trabajar no puede haber sido simplemente el de ocupar el tiempo, o el de pasar inadvertido comportándose externamente como uno más de sus conciudadanos hasta que llegase la hora de la vida pública. Ve con claridad que en manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación 400. Fieles a la enseñanza bíblica, los Padres y escritores cristianos más antiguos, muestran alta estima por el trabajo en todas sus formas. Insisten en el deber de trabajar honestamente, no sólo para sufragar las necesidades personales y de la propia familia, sino también, como observa Charles Munier, para contribuir a la prosperidad de la sociedad 401. No minimizan el carácter penoso del trabajo 402, "pero subrayan fuertemente a la vez su insustituible dignidad y grandeza; con su trabajo el hombre participa de la obra del Creador e imprime así un sello personal en sus realizaciones; en el trabajo acabado toma conciencia de sus cualidades, de su habilidad y de su talento. Clemente Romano [s. II] describe la satisfacción del trabajador que ha terminado bien su trabajo" 403. San Juan Crisóstomo (344-407), uno de los Padres más citados por san Josemaría, se fija en el trabajo de Jesús en Nazaret y lo describe acudiendo a las imágenes tomadas del quehacer cotidiano que emplea en las parábolas: el yugo, el arado, la piedra angular, el sembrador y el segador..., la construcción de una casa, tarea que reclamaba la intervención de un carpintero en sus diversas fases 404. Observa también el ejemplo de san Pablo, que se gana la vida trabajando con sus propias manos (Hch 20, 34) 405. En general, "destaca la dignidad del trabajo, desmantelando cualquier presunto motivo de oprobio, condenando el ocio que hace a los ricos ociosos inferiores a los pobres que trabajan. Arremete contra aquellos cristianos que, con su desprecio por los oficios y las profesiones, evitan "vivir del propio trabajo, como si se tratara de algo torpe y ridículo"" 406. Sin embargo, a partir de los siglos IV-V, con el auge de la vida monástica orientada hacia una contemplación apartada de los quehaceres del mundo, el trabajo se comienza a ver más y más como mera necesidad para el sostenimiento y como ejercicio ascético 407. Sus dimensiones más sustanciales para la vida cristiana –la de ser campo de crecimiento en las virtudes, de servicio a los demás y de perfeccionamiento del mundo: medio para la unión con Cristo y el cumplimiento de su misión, aspectos que estudiaremos más delante de modo sistemático–, pasan a un segundo plano. Es cierto que el lema "ora et labora", típico de la espiritualidad benedictina, atestigua la estima por el trabajo, pero oración y trabajo se entienden en la vida de los monjes como dos actividades distintas, complementarias, que no se funden ni se pretende fundir: "orar y trabajar" no es "convertir el trabajo en oración", como enseña san Josemaría 408. Por otra parte, el trabajo de los laicos, que es el que principalmente nos interesa aquí, no es una ocupación como la de los monjes, sino una "profesión": un trabajo estable con sus exigencias productivas y sociales, que caracteriza el estatuto del ciudadano en la sociedad civil. La realidad es que se tiende a considerar este trabajo como fuente de preocupaciones "mundanas" que distraen del trato con Dios y dificultan la vida espiritual 409. La situación permanece sustancialmente invariada durante la Edad Media hasta los albores de la Edad Moderna, cuando Lutero afirma la universalidad del deber de trabajar para obedecer al mandato de Dios. Esta positiva proclamación tiene lugar, sin embargo, en el contexto polémico de su rechazo de la vida monástica orientada a la contemplación, que para él es simple ocio, y de la negación del valor de toda obra humana para la salvación 410. Lutero "adjudica a la actividad mundana del hombre una función propia, pero no inmediatamente relevante para la salvación" 411. Aún habrá que esperar siglos para que comience a formarse un cuerpo de doctrina que propicie el verdadero encuentro del trabajo con la santidad. Con la llegada de la revolución industrial en la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del XIX, se produce en la realidad del trabajo "un cambio epocal de tales dimensiones que la reflexión teológica sobre el trabajo, anterior a esta revolución, es en cierto modo teología de una realidad diversa respecto a la que es objeto de la teología del trabajo en la época industrial" 412. A partir de entonces, la noción de profesión y de trabajo profesional "incluye dimensiones éticas y sociológicas que sobrepujan con mucho lo que se entendía por "trabajo" en la época premoderna" 413. Esta nueva realidad, con sus dimensiones personales y sociales, determina el interés de los teólogos por el trabajo en época reciente. Todavía en 1962, Marie-Dominique Chenu, uno de los autores que en los años precedentes al Concilio Vaticano II dedicó más atención al tema, escribía en un diccionario teológico que "constituye verdaderamente una novedad que la palabra trabajo se inserte en un diccionario de conceptos fundamentales de teología: una novedad extraordinariamente significativa tanto en relación con la conciencia cristiana como respecto a la reflexión teológica. Con ello se da entrada en la estructura tradicional de la teología cristiana a los progresos de la visión recientemente alcanzada sobre la posición del hombre en la creación y en la historia" 414. La observación de Chenu es fácilmente comprobable: hasta hace pocos decenios, la teología académica no se había ocupado del trabajo humano de modo específico. "En los años anteriores al Concilio Vaticano II no existía una verdadera teología del trabajo, y había quienes entonces dudaban también de la posibilidad de llevarla a cabo. Existía una reflexión de tipo moral sobre los problemas prácticos de organización del trabajo que acompañaba al magisterio social de la Iglesia, pero aún no se había reflexionado sobre el significado antropológico y la misión del trabajo humano en la historia de la salvación" 415. Efectivamente, los Romanos Pontífices habían comenzado a dirigir su atención hacia el trabajo a finales del siglo XIX, movidos por los graves conflictos que planteaba la revolución industrial en vastos ámbitos de las sociedades occidentales, y por las ideologías incompatibles con el espíritu cristiano que surgían en ese contexto. Con la encíclica Rerum novarum (15-V-1891), León XIII da inicio a una serie de pronunciamientos magisteriales que proporcionan las bases de la Doctrina social de la Iglesia. Sus consideraciones sobre el trabajo –como también las de Pío XI en la encíclica Quadragesimo anno (15-V-1931), a las que hacen eco los primeros manuales de Doctrina social 416– salen al encuentro de los problemas sociales de entonces, con sus exigencias de justicia en la organización laboral: los derechos de los obreros, el salario, la propiedad privada, las relaciones trabajo-capital, etc. Pero todos esos temas, en cierto modo adyacentes al trabajo, reclamaban una consideración más profunda y más personal del trabajo en sí mismo, como actividad humana que tiene por objeto perfeccionar a la creación y al hombre, servir a la familia y a la sociedad; en último término, como actividad en la que el hombre puede unirse a Dios y ayudar a los demás a encontrarle: el trabajo como medio de santificación y apostolado. Un tímido intento, en el campo de la Teología espiritual, es el de Adolphe Tanquerey en su famoso Compendio de Teología ascética y mística, publicado en 1923, donde incluye un breve apartado sobre la "Santificación de las relaciones profesionales" 417. No se trata todavía de la santificación del trabajo sino de las relaciones que conlleva, pero es ya un paso adelante. En los demás autores relevantes del primer cuarto del siglo XX el interés por el trabajo para la vida cristiana no va más allá de la observancia de las normas éticas: la llamada "moral profesional" 418. La "santificación del trabajo" se encuentra, en cambio, explícitamente en Pío XI, aunque de modo todavía incipiente. Aparece por primera vez en un discurso del 31 de enero de 1927: "El secreto para gozar continuamente del encuentro con Cristo (...) es santificar el trabajo cotidiano, el mismo trabajo que llena todos los días y las horas de su vida, y de este modo suavizarlo. (...) Qui laborat orat, el que trabaja reza, lo cual significa hacer del trabajo una oración (...). Hace falta bien poco para santificarse cuando se trabaja: basta la buena intención que dirija el trabajo a Dios y mantenga unidos a Dios, basta que el alma evite todo lo que ofenda al corazón y a la mirada de Dios al ofender la virtud (...). Basta pensar en lo que ha hecho Nuestro Señor Jesucristo (...). A la predicación, al sufrimiento, a la Pasión, ha dedicado poco tiempo, pocos años, los últimos tres años, los últimos días de su vida. El resto lo ha transcurrido trabajando, dando ejemplo para que todos lo imitasen, haciendo lo mismo que los trabajadores, los obreros hacen todos los días. La vida de Jesús fue semejante a la suya. Y si es así, ¿por qué no nos atrevemos a decir que la vida de trabajo es vida divina, cuando está bien orientada hacia ésta?" 419. Llama poderosamente la atención el contraste entre la gran importancia de la doctrina contenida en estas palabras y su rango dentro del magisterio del Pontífice. No están tomadas de una encíclica o de otro documento de primera magnitud: proceden de un discurso a un grupo de "jóvenes trabajadoras" miembros de la Acción Católica. El texto no fue publicado literalmente ni siquiera en L'Osservatore Romano; aparece sólo bajo forma de artículo que refiere la enseñanza del Papa. No son pues palabras que el mismo Pontífice haya querido subrayar y no insiste tampoco ulteriormente en ellas, a pesar del potencial que encierran. Este contraste se explica, en nuestra opinión, porque la "santificación del trabajo" tiene en el magisterio de Pío XI un significado todavía inicial, el mismo, probablemente, que poseía en aquellos años para los miembros de la Acción Católica a los que se dirigía el Pontífice en su discurso. Para ellos, el concepto no era nuevo. Al menos desde 1925, en el seno de la J.O.C. –la Jeunesse Ouvrière Chrétienne fundada por Joseph Cardijn e integrada en la Acción Católica 420–, se hablaba de "santificar el trabajo" convirtiéndolo en oración 421. Es razonable pensar que Pío XI haya empleado en el citado discurso de 1927 a las jóvenes de Acción Católica los términos en el mismo sentido que tenían para sus oyentes. En este contexto, san Josemaría comienza a predicar sobre la santificación del trabajo. La primera vez que aparece literalmente una expresión de ese género en los apuntes manuscritos que se conservan, es en marzo de 1933, cuando anota: el trabajo santifica 422. Esto no significa que sea la primera mención del tema en absoluto, porque consta que destruyó un cuaderno de anotaciones anteriores a 1930 423, donde bien podrían haberse hallado expresiones del mismo tipo, ya que en varias ocasiones afirma que venía empleando esos términos desde la fundación del Opus Dei. Citemos un solo texto: Desde 1928 mi predicación ha sido que (...) el quicio de la espiritualidad específica del Opus Dei es la santificación del trabajo ordinario 424. En las obras publicadas encontramos el enunciado ya en Camino, editado en 1939: Pon un motivo sobrenatural a tu ordinaria labor profesional, y habrás santificado el trabajo 425. En todo caso está claro que la locución "santificar el trabajo" se halla, con anterioridad a san Josemaría, al menos en Cardijn y en Pío XI (que la emplea en el mismo sentido que Cardijn). Pero, ¿coincide del todo con el sentido que tiene en la enseñanza de san Josemaría? A nosotros nos parece que en su predicación hay una novedad conceptual al respecto, que justifica que la santificación del trabajo pase a ser considerada como el "eje" o "quicio" de la santificación en medio del mundo. Para explicar esta novedad conviene recordar que Cardijn y los iniciadores de la J.O.C. en la década de 1920 buscaban contrarrestar el influjo deshumanizador y descristianizador de la ideología marxista sobre el mundo obrero. En este contexto, el sentido de la "santificación del trabajo" tenía dos particularidades que limitaban su alcance, al menos en aquella época 426: 1º) Por una parte, se referían sólo al trabajo manual, quedando el intelectual fuera de su radio de aplicación. Esto, además de implicar una restricción del campo del concepto, afectaba también a su sentido. Como el trabajo manual permite con frecuencia rezar mientras se trabaja, es fácil que se tienda a reducir a esto la santificación del trabajo. De hecho, un buen conocedor del tema como Gérard Philips observaba que quizá haya habido por entonces la preocupación exclusiva "de añadir a la vida profana cierto adorno religioso, así como las almas piadosas intercalan oraciones jaculatorias en medio de su trabajo. Más importante es santificar el trabajo mismo" 427. En todo caso, lo que nos parece indudable es que sólo cuando se incluye la labor intelectual en el horizonte de la santificación del trabajo, se puede evitar de raíz esa reducción de significado. En efecto, puesto que la actividad intelectual no permite ordinariamente rezar con palabras mientras se trabaja (aunque no sean más que palabras interiores), sólo cuando se engloba este tipo de actividad en el ámbito del trabajo se puede llegar a plantear radicalmente la posibilidad de santificar el trabajo en sí mismo, es decir, de convertirlo en oración, sin reducirlo a rezar mientras se trabaja, a pesar del gran valor que entraña esto último. Así sucede en el mensaje de san Josemaría. Enseña que cualquier labor intelectual o manual, hecha con perfección, puede convertirse con la gracia de Dios en verdadera oración contemplativa, y que en esto consiste la esencia de la santificación del trabajo. "Trabajo y oración se unen, y se unen hasta el punto de que desembocan en esa cúspide que es la vida contemplativa" 428. Para san Josemaría, en efecto, la oración contemplativa puede tener lugar mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio 429: tareas que pueden ser manuales o intelectuales, como indica explícitamente en diversas ocasiones. Escribe, por ejemplo, que su enseñanza se orienta a santificar el trabajo ordinario –la profesión o el oficio– de cada uno, la tarea humana intelectual o manual 430. En otro momento afirma, dirigiéndose a un grupo de intelectuales, que el estudio y la docencia (...) son en nuestro caso medio de santidad personal, de unión con Dios, de vida contemplativa 431. La cuestión de cómo es posible que un trabajo intelectual que exige toda la atención de la mente, se pueda convertir en oración contemplativa –una oración sin palabras ni imágenes interiores–, la hemos visto en el capítulo primero 432 y volveremos a encontrarla en el apartado 2.3.1.c, del presente capítulo. Ahora nos basta señalar que san Josemaría lo afirma. 2º) Por otra parte hay que considerar que el intento de la J.O.C. en aquellos años estaba centrado en promover, mediante acciones de índole sindical, unas condiciones de trabajo en las fábricas, en los talleres y en las oficinas, que fueran justas y no menoscabaran la identidad cristiana de los obreros. La santificación en el trabajo quedaba como horizonte ideal. Lo que ocupaba el primer plano era la acción sindical, colectiva, para lograr las condiciones laborales que reclamaba la dignidad de los trabajadores. Podemos decir, esquematizando, que se trataba de mejorar las estructuras del trabajo para permitir la santificación del trabajo. Para san Josemaría el orden de ideas es otro. En el primer plano no está la acción colectiva sino la búsqueda personal de la santidad en la tarea profesional: la santificación del trabajo por parte de cada uno. En segundo lugar, como una de sus exigencias, se encuentra el empeño personal y también colectivo –junto con los demás ciudadanos, no sólo cristianos– para configurar las estructuras del trabajo y de la sociedad según el querer de Dios, de modo conforme a la dignidad de la persona y, por tanto, de acuerdo con la ley moral. Como se puede ver, el orden o la prioridad de los intentos es diverso y ese orden afecta a la comprensión de los contenidos. En definitiva, es evidente la afinidad de la enseñanza de san Josemaría con el discurso de Pío XI en 1927 y con el pensamiento de los iniciadores de la J.O.C., pero los conceptos no son idénticos. Quizá por esto san Josemaría no cita ningún precedente y se limita sencillamente a exponer su mensaje. El Señor suscitó el Opus Dei en 1928 para ayudar a recordar a los cristianos que, como cuenta el libro del Génesis, Dios creó al hombre para trabajar. Hemos venido a llamar de nuevo la atención sobre el ejemplo de Jesús que, durante treinta años, permaneció en Nazareth trabajando, desempeñando un oficio. En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación. El espíritu del Opus Dei recoge la realidad hermosísima –olvidada durante siglos por muchos cristianos– de que cualquier trabajo digno y noble en lo humano, puede convertirse en un quehacer divino 433. Después de Pío XI, se produce un desarrollo de la doctrina del Magisterio sobre el trabajo 434. A partir del pontificado de Pío XII (1939-1958), que el 1-V-1955 introduce la fiesta litúrgica de san José Obrero llamada enseguida "fiesta del trabajo", y más marcadamente aún con el beato Juan XXIII (1958-1963) y con Pablo VI (1963-1978), la atención no se limita ya a las cuestiones sociales adyacentes al trabajo sino que se dirige derechamente al trabajo mismo y a su papel en el plan divino de la Creación y de la Redención. Esa evolución de ideas, a la que contribuyen autores como Thils, Congar y Chenu 435 –por mencionar sólo algunos de los más destacados en este campo–, desemboca en el Concilio Vaticano II, de modo particular en la Constitución pastoral Gaudium et spes, con su exposición sintética del trabajo humano en el marco de una antropología cristiana que permite afrontar las cuestiones laborales desde una óptica menos dependiente de los condicionamientos históricos inmediatos. Después de haber hablado de la actividad del hombre en general y de su sentido en el plan divino ("De humana navitate in universo mundo") 436, la Constitución se refiere concretamente al trabajo en el n. 67, con un análisis que supera la perspectiva acostumbrada en los precedentes pronunciamientos magisteriales de Doctrina social. Subraya que "el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la persona, que marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad. Es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de subsistencia; por el trabajo el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con el ofrecimiento de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente laborando con sus propias manos en Nazaret" 437. La enseñanza de san Josemaría se halla en profunda sintonía con estas palabras, que trascienden los planteamientos típicos de la primera mitad del siglo XX, llegando hasta la base antropológica. Ve en la doctrina del Concilio una providencial asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia que favorece la propagación del mensaje que viene predicando desde la fundación del Opus Dei: Las condiciones de la sociedad contemporánea, que valora cada vez más el trabajo, facilitan evidentemente que los hombres de nuestro tiempo puedan comprender este aspecto del mensaje cristiano que el espíritu del Opus Dei ha venido a subrayar. Pero más importante aún es el influjo del Espíritu Santo, que en su acción vivificadora ha querido que nuestro tiempo sea testigo de un gran movimiento de renovación en todo el cristianismo. Leyendo los decretos del Concilio Vaticano II se ve claramente que parte importante de esa renovación ha sido precisamente la revaloración del trabajo ordinario y de la dignidad de la vocación del cristiano que vive y trabaja en el mundo 438. Años después del Concilio, Juan Pablo II expondrá algunos "elementos para una espiritualidad del trabajo" en el último capítulo de la encíclica Laborem exercens (14-IX-1981), a partir de las bases puestas por el Vaticano II. Una parte de estos "elementos" se encuentran también en la obra de san Josemaría: el trabajo como "participación en la obra creadora de Dios" 439, "el ejemplo elocuente del trabajo de Cristo en Nazaret" 440, "el sentido redentor del trabajo" 441, etc. No nos detenemos a estudiar estas semejanzas. Las mencionamos sólo para señalar que el mensaje de san Josemaría orienta la vida espiritual de los fieles corrientes en la misma dirección que va desarrollando el Magisterio: hacia la santificación del trabajo profesional ordinario. Su enseñanza sobre la santificación del trabajo tiene, pues, un contexto socio-cultural y un contexto propiamente teológico que vale la pena resumir antes de pasar a la exposición sistemática. El rasgo distintivo del primero es la importancia que adquiere la cuestión del trabajo en la sociedad y en la cultura del siglo XX, y el influjo de corrientes de pensamiento que propugnan una visión materialista del hombre opuesta a la visión cristiana. En este escenario, san Josemaría no se proponía ofrecer soluciones a los problemas laborales ni intervenir en el debate cultural, pero su mensaje no era ajeno a la situación del momento. Dios había querido iluminarle en esa precisa coyuntura histórica para mostrar el sentido último del trabajo humano como medio de santificación propia y de los demás. En su mensaje –como dirá Álvaro del Portillo recordando la curación del ciego de nacimiento al que Jesús puso barro sobre los ojos (cfr. Jn 9, 6-7)– "el trabajo humano bien terminado se ha hecho colirio, para descubrir a Dios en todas las circunstancias de la vida, en todas las cosas. Y ha ocurrido precisamente en nuestro tiempo, cuando el materialismo se empeña en convertir el trabajo en un barro que ciega a los hombres, y les impide mirar a Dios" 442. La doctrina de la santificación del trabajo venía, pues, como anillo al dedo a la crisis de la época. Pero a la vez, san Josemaría era consciente de que trascendía el ámbito de su tiempo, porque mientras haya hombres sobre la tierra, habrá hombres y mujeres que trabajen, que tengan una determinada profesión u oficio –intelectual o manual–, que estarán llamados a santificar, y a servirse de su labor para santificarse y para llevar a los demás a tratar con sencillez a Dios 443. En cuanto al contexto teológico, la predicación de san Josemaría llegaba en un momento en el que ya se había comenzado a hablar de santificación del trabajo y el mismo Romano Pontífice había empleado esos términos. La novedad no estaba en las expresiones sino en el contenido. San Josemaría entiende la santificación del trabajo como conversión del mismo trabajo en oración y la presenta como eje de la santificación personal en medio del mundo, elemento clave para la vivificación de la sociedad con el espíritu cristiano. 2.2. LA NOCIÓN DE TRABAJO EN SAN JOSEMARÍA En la enseñanza de san Josemaría sobre la santificación del trabajo está implicada una idea de "trabajo" que conviene dilucidar, ya que se trata de un término con una larga historia que ha visto posturas diversas y en la que no han faltado equívocos 444. Comencemos citando un texto-síntesis de su comprensión del trabajo humano: El trabajo acompaña inevitablemente la vida del hombre sobre la tierra. Con él aparecen el esfuerzo, la fatiga, el cansancio: manifestaciones del dolor y de la lucha que forman parte de nuestra existencia humana actual, y que son signos de la realidad del pecado y de la necesidad de la redención. Pero el trabajo en sí mismo no es una pena, ni una maldición o un castigo: quienes hablan así no han leído bien la Escritura Santa. Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su domino sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad. Para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios, que, al crear al hombre, lo bendijo diciéndole: Procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en todo animal que se mueve sobre la tierra (Gn 1, 28). Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora 445. En este texto se encuentran los principales elementos de la noción de trabajo y de santificación del trabajo en san Josemaría. Nos servirá de base para la reflexión en los epígrafes sucesivos. 2.2.1. La idea general de trabajo El hombre fue creado por Dios "ut operaretur" (Gn 2, 15), para que trabajara. Su trabajo es una participación en la obra creadora de Dios 446 que tiene un triple sentido: 1º) perfeccionar la creación, 2º) perfeccionarse a sí mismo y 3º) servir a los demás y a la sociedad. Estos tres aspectos, presentes en el texto que tomamos como base, son inseparables entre sí y componen juntos la idea de trabajo en san Josemaría. No toda actividad humana noble tiene estas características ni es propiamente trabajo. No llamamos trabajo, por ejemplo, a ocupaciones como descansar o comer o leer un periódico para informarse, etc., aunque de algún modo se asemejen al trabajo 447. De acuerdo con el sentir común, san Josemaría llama trabajo a un tipo de actividad que es medio para perfeccionar la creación, perfeccionarse a uno mismo y servir a los demás. A veces añade algún adjetivo: "trabajo noble" o "digno" u "honesto" 448, para especificar que se refiere a una actividad humana moralmente buena por su objeto. Tomás Melendo, en una obra de reflexión filosófica sobre el trabajo, en la que menciona explícitamente el valor del pensamiento de san Josemaría, lo define como "un conjunto de actividades humanas esforzadas, necesarias con carácter de medio y técnicamente cualificables, por las que los hombres: 1) transforman la naturaleza en beneficio propio, 2) prestan un servicio reconocido a la sociedad, y 3) se perfeccionan en cuanto personas" 449. Se trata sustancialmente de los mismos elementos que hemos individuado (más el de "esfuerzo", tema que consideraremos después). La primera característica de la actividad humana de trabajar, en cuanto participación en la obra creadora de Dios 450 y testimonio del domino [del hombre] sobre la creación 451, es que ha de tender a perfeccionar el mundo. Cuando el hombre trabaja, ha de imitar a Dios que "ha trabajado" al crear (cfr. Gn 2, 2-3) y ha visto que era bueno lo que había hecho: reflejo de su bondad (cfr. Gn, 1, 10.12.18.25.31). El trabajo del hombre debe ser una colaboración con el Creador en el perfeccionamiento del mundo, que consiste en que refleje más y más su bondad. Ha de trabajar con la mayor perfección posible 452, tratando de cumplir la Voluntad divina: obedeciendo a Dios 453. Además, para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían 454. Sabiéndose hijo de Dios en Cristo, deberá decir, como Jesús: "Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo" (Jn 5, 17). Verá su trabajo como una prolongación de la actividad creadora que tiene, en la presente economía salvífica, un sentido redentor y santificador 455. En este sentido, el trabajo realizado con perfección contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales –a manifestar su dimensión divina 456. La segunda característica es que el trabajo es ocasión de desarrollo de la propia personalidad 457: perfecciona al hombre cuando imita el trabajo de Dios 458. Porque así como Dios ha creado todas las cosas con Sabiduría y Amor 459, análogamente –sin olvidar la infinita desemejanza que comporta aquí la analogía 460– el trabajo del hombre, si es un acto de sabiduría y de amor, perfecciona todas sus facultades mediante las virtudes que radican en ellas: la voluntad, al trabajar por amor identificándose con la Voluntad divina; la inteligencia, al participar de la luz de la Sabiduría divina; y los afectos sensibles, al experimentar la bondad del mundo que Dios le ha confiado para que lo custodie y perfeccione, y al amarlo "apasionadamente". Unas veces logrará acrecentar la perfección objetiva del mundo con su trabajo y otras no –el resultado no está garantizado, después del pecado–, pero siempre puede crecer en perfección personal si trabaja por amor a Dios, aun cuando no consiga las mejoras deseadas. La perfección del mundo está subordinada a la perfección del hombre, no al revés. Para san Josemaría "el trabajo se presenta, ante todo, como el modo en que el hombre, cada hombre, desarrolla sus talentos (...) sin perder de vista su conexión con el mejoramiento del mundo y el servicio a los demás" 461. Estas últimas palabras mencionan el tercer aspecto de la noción de trabajo en san Josemaría –el servicio a los demás– en conexión con los otros dos. En efecto, el perfeccionamiento del mundo que el hombre ha de procurar con su trabajo consiste en "humanizar el mundo: convertir el mundo en el hogar de los hijos de los hombres" 462, de modo que el hombre, cuando trabaja, lo ha de hacer buscando el bien de los demás, imitando a Dios que ha creado el mundo para el hombre (cfr. Gn 1, 26; 2, 2.8.15). Por otra parte, al perfeccionamiento del hombre mismo por medio de su trabajo se une el servicio a los demás, porque la persona humana no es un individuo aislado y no puede lograr su propia perfección si no es entregándose a los demás, sirviendo con su trabajo al bien de las personas, de la familia y de la sociedad 463. El trabajo, corrobora san Josemaría en el texto citado, es vínculo de unión con los demás, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad y al progreso de toda la Humanidad 464. 2.2.2. La distinción entre trabajo y fatiga Junto a estos tres aspectos, san Josemaría no deja de considerar que, como consecuencia del pecado, el trabajo lleva consigo, de modo más o menos palpable, el esfuerzo y la fatiga (cfr. Gn 3, 18-19). Sin embargo, el trabajo en sí mismo no es un castigo sino una bendición: don de Dios y vocación del hombre 465. Es, por eso, necesario distinguir entre el trabajo en cuanto actividad humana querida por Dios desde la creación, y la fatiga que lo acompaña después del pecado, aunque también se llame "trabajo" a esta fatiga y, en general, a las penalidades, de acuerdo con la etimología del término 466. Desde luego, san Josemaría se distancia decididamente de la visión del trabajo como de una pena de la que hay que librarse. El trabajo es la vocación inicial del hombre, es una bendición de Dios, y se equivocan lamentablemente quienes lo consideran un castigo. El Señor, el mejor de los padres, colocó al primer hombre en el Paraíso, ut operaretur –para que trabajara 467. Además, al asumir el Hijo de Dios la naturaleza humana para salvarnos, ha tomado sobre sí la fatiga y el dolor. Los ha convertido en medios para manifestar su obediencia amorosa a la Voluntad del Padre y los ha transformado así en instrumentos de redención. De este modo, en la actual economía salvífica, en la que santificación implica perdón del pecado, la fatiga por el trabajo es también un gran medio para participar en la obra redentora. Es innegable, comenta Jean-Marie Aubert, que "hasta época reciente muchos autores cristianos sólo hablaban del trabajo en términos pesimistas, cegados por el esfuerzo que llevaba anejo. Toda una corriente del pensamiento cristiano, olvidando el plan divino primitivo, ha absolutizado las consecuencias del pecado sobre el trabajo como si la gracia de Cristo Redentor no fuera capaz de ayudar a superar esos obstáculos; y es un hecho que con excesiva frecuencia se ha visto en el trabajo tan sólo un medio ascético, debido a su aspecto costoso, sin entrever su valor positivo de cooperación en la obra creadora. Mons. Escrivá de Balaguer se alza con fuerza contra semejante presentación pesimista, que rechaza con una frase lapidaria: El trabajo en sí mismo no es una pena, ni una maldición o un castigo: quienes hablan así no han leído bien la Sagrada Escritura (Es Cristo que pasa, n. 47)" 468. 2.2.3. La dignidad de todo trabajo Ligada históricamente en parte a la corriente descrita por Aubert, se encuentra la tendencia de restringir el término "trabajo" para designar sólo las faenas manuales "serviles", en cuanto "propias de siervos", impuestas por la necesidad y destinadas exclusivamente a la producción, no a la perfección de la persona que trabaja. Para la cultura griega, esos trabajos eran "la forma ínfima de la actividad humana, no digna de un hombre libre" 469. En cambio, no se consideraban "trabajo" las actividades propias del espíritu, designadas como "liberales" porque se practicaban libremente: sobre todo la filosofía que, para Aristóteles, era la única actividad verdaderamente libre al no buscarse con ella la utilidad sino la contemplación de la verdad o la sabiduría, en la que se encuentra la perfección del hombre 470. Sólo la filosofía, en cuanto contemplación intelectual, no tendría carácter oneroso al no haber distancia de tiempo entre la actividad misma y su término ("uno piensa y ha pensado; conoce y ha conocido" 471), mientras que las demás actividades, especialmente las productivas, implicarían siempre un proceso temporal y serían propiamente "trabajo". Se ha hecho notar que "cuando el cristianismo irrumpe en el mundo antiguo, esas clasificaciones parecen dejar de tener sentido" 472. Por una parte, "la buena nueva del Reino de Dios y la fraternidad de todos los hombres que en ella se basa, no admiten minusvalorar determinadas tareas. Incluso el trabajo de los esclavos se considera un servicio a Cristo" 473. Pero además, no es propia del pensamiento cristiano (aunque influirá en él) la idea de que los trabajos manuales productivos impiden la contemplación. Si ésta no se concibe de modo intelectualista, como una actividad sólo del intelecto, al modo aristotélico, sino que se entiende como un conocimiento amoroso de Dios "que es Amor" (1Jn 4, 8), o como un amor que conoce –un amor que permite conocer por connaturalidad, sin necesidad de un proceso discursivo, y un conocimiento que enciende ese amor–, no hay motivo para sostener una incompatibilidad entre trabajo –cualquier trabajo– y contemplación. Rafael Alvira ha sintetizado la cuestión en estos términos: "[La contemplación] tiene el fin en sí. El trabajo nace de la distancia. Si la actividad es ya final, actividad "en el reposo", no hay trabajo. Por eso mismo, el trabajo tiene que ver directamente con el tiempo, pues la distancia, desde el punto de vista de la actividad, no la mide el espacio sino el tiempo" 474. El autor concluye que si en el hombre todo fuera distancia y tiempo, su esencia se reduciría a la de trabajador (como sucede por ejemplo en la concepción marxista). Pero en el cristianismo, el hombre puede participar ya de la eternidad divina por el conocimiento amoroso de Dios, cuya forma más alta es la contemplación. Estas consideraciones las completa Tomás Alvira explicando que la contemplación cristiana no es sólo una actividad del intelecto como la theoría griega, sino un acto de amor, y puede tener lugar en el acto de trabajar: entonces hay en el trabajo un principio de eternidad, sin dejar de estar sometido a la distancia del tiempo 475. En cualquier trabajo honesto el hombre puede desarrollar su vocación al amor y, por tanto, su propia perfección por el ejercicio de las virtudes. La dignidad de los trabajos manuales se manifiesta en la espiritualización de las realidades materiales con las que el hombre entra en contacto inmediato sin quedar aprisionado en ellas. El valor de esos trabajos no queda oscurecido por su proximidad a la materia. Sólo una visión gnóstica o maniquea puede despreciar por este motivo tales trabajos 476. San Josemaría repite que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras 477, porque la categoría del oficio depende del que lo ejercita 478. Para él, todo trabajo –incluido ciertamente el trabajo manual– es testimonio de la dignidad del hombre 479 y ocasión de desarrollo de la propia personalidad 480, en sentido integral, y medio de contribuir a la mejora de la sociedad y al progreso de toda la Humanidad 481. 2.2.4. Trabajo y "trabajo profesional" Cuando san Josemaría habla de santificación del trabajo, se refiere principalmente al "trabajo profesional", expresión que aparece con mucha frecuencia en sus obras 482. La emplea en el sentido corriente del "oficio públicamente conocido" (munus publicum 483), la tarea que un ciudadano ejerce para obtener recursos y servir al bien común, y que representa el factor fundamental por el que la sociedad civil cualifica a los ciudadanos 484. El trabajo profesional requiere ordinariamente una preparación específica –una "formación profesional": unos estudios o un aprendizaje práctico, por lo que a veces se habla de "oficio" 485– y comporta unos deberes y responsabilidades así como unos derechos, entre los cuales se encuentra generalmente el de la justa remuneración. El trabajo es el vehículo a través del cual el hombre se inserta en la sociedad, el medio por el que se ensambla en el conjunto de las relaciones humanas, el instrumento que le asigna un sitio, un lugar en la convivencia de los hombres. El trabajo profesional y la existencia en el mundo son dos caras de la misma moneda, son dos realidades que se exigen mutuamente, sin que sea posible entender la una al margen de la otra 486. Trabajos profesionales son, por ejemplo, los de arquitecto, carpintero, periodista, maestro, etc. Para san Josemaría también es verdadero trabajo profesional, con características singulares, el de una madre de familia y, en general, el de la administración o gobierno y gestión de un hogar 487. No se califican, en cambio, de "profesionales" las tareas efectuadas para cultivar una afición (hobby), o practicar un deporte como diversión o ejercicio físico, o por otros motivos, aunque se trate de actividades útiles para la sociedad y se realicen a veces por cierta necesidad y con esfuerzo, e incluso puedan reportar un beneficio económico. La distinción entre el trabajo profesional y estas otras actividades puede no ser muy clara en algunos casos (hay aficiones que se cultivan con "sentido profesional"), pero no vamos a entretenernos en precisarla mucho más, para no reducir el alcance de los textos de san Josemaría. Recordemos sólo que, generalmente, "el adjetivo "profesional" añade el matiz de "dedicación de la vida"" 488; y también que no es suficiente que una actividad sea honesta y cueste esfuerzo para que pueda considerarse "profesional"; se requiere además la asunción de unas obligaciones y de unos derechos en el marco de las relaciones laborales entre los ciudadanos. Al hablar de "trabajo profesional", san Josemaría añade con frecuencia: intelectual o manual 489. En su pensamiento no hay lugar para las clasificaciones, a las que nos hemos referido antes, que reservaban el término "trabajo" –y, por tanto, el "trabajo profesional"– para el "manual", por considerar que sólo éste era "productivo". Tal restricción ha quedado superada en las sociedades modernas por la constatación de que también las tareas intelectuales son productivas y transformadoras de la misma sociedad y de que se trata de actividades que poseen todas las características de un verdadero trabajo. La sociedad, estructurada desde antiguo por la división de oficios manuales públicamente ejercidos (como "profesionales"), ha adquirido en la época moderna una complejidad que hace imprescindibles las profesiones intelectuales para su funcionamiento y desarrollo. Ya lo había señalado Adam Smith en el siglo XVIII 490 y lo destaca Max Weber a inicios del XX 491. Hoy nadie pone en duda que estas tareas son "trabajo profesional" que contribuye al bien común, cada una con su finalidad y sus reglas propias. 2.2.5. Trabajo "profesional" en sentido análogo Hay dos tipos de actividades que, sin ser "profesionales" en sentido propio, son consideradas tales por san Josemaría: la labor del sacerdote y la actividad –a veces sólo interior– de quien está impedido para trabajar normalmente, ya sea por edad, enfermedad, desempleo involuntario, etc. Su equiparación al trabajo profesional implica un uso análogo del término "profesional". Veámoslo brevemente. 1. Como sabemos, san Josemaría enseña a laicos y sacerdotes un mismo espíritu de santificación en medio del mundo, cuyo eje es el trabajo profesional. Por eso se comprende que en varias ocasiones hable del ministerio sacerdotal como de un trabajo profesional 492. Naturalmente se trata de un trabajo singular, al ser una tarea en sí misma (por su objeto) sagrada, no profana. No obstante, se puede decir que es "trabajo" e incluso "trabajo profesional" en sentido análogo 493. En cuanto a lo primero, citamos un texto autobiográfico de san Josemaría referido a la celebración de la Misa, cumbre del ministerio sacerdotal, en el que resalta uno de los aspectos característicos del trabajo en la economía de la Redención: Después de tantos años, aquel sacerdote hizo un descubrimiento maravilloso: comprendió que la Santa Misa es verdadero trabajo: operatio Dei, trabajo de Dios. Y ese día, al celebrarla, experimentó dolor, alegría y cansancio. Sintió en su carne el agotamiento de una labor divina. A Cristo también le costó esfuerzo la primera Misa: la Cruz 494. La profunda experiencia de unión con Cristo en el Sacrificio del altar que se percibe en estas palabras, llevó a san Josemaría a afirmar que la Misa es "trabajo": trabajo de Cristo, trabajo del sacerdote que la celebra in persona Christi (y, podríamos añadir, trabajo también de los fieles que participan en ella). Un "trabajo" que da origen a una singular transformación espiritual del mundo, su "consagración a Dios", y que representa un excepcional servicio a los hombres. Esta experiencia confirma de algún modo que el espíritu de santificación del trabajo que venía predicando desde 1928, es apto también para los sacerdotes seculares y no está reservado a los laicos. No hace falta decir que la noción de trabajo se aplica sin dificultad también a los demás aspectos propios del ministerio sacerdotal. El oficio del sacerdote se puede considerar, además, trabajo "profesional" en cuanto tarea pública que contribuye de modo específico al bien común como servicio integral ofrecido a todas las personas y, en particular, a los fieles en el desempeño de las demás profesiones, para su santificación y la edificación cristiana de la sociedad: el trabajo –por decirlo así– profesional de los sacerdotes es un ministerio divino y público 495. Por otra parte, aunque se trate de una tarea en sí misma santa que, por tanto, no necesita ser santificada, el sacerdote sí que ha de santificarse en su ejercicio. En consecuencia, san Josemaría puede proponer a los sacerdotes seculares el mismo espíritu de santificación en el trabajo profesional que predica para los laicos. Al calificar de "trabajo profesional" la labor del presbítero, muestra, sin rebajar la dignidad del ministerio sacerdotal, la alta estima que le inspira el adjetivo "profesional". Realizar una tarea de modo "profesional" requiere poner en juego todas las capacidades y llevarla a cabo con perfección, con la máxima seriedad, atención y empeño, con la mentalidad de quien se encuentra ante un deber propio, y no con la actitud superficial del dilettante ni con la rutina del burócrata que se preocupa sólo de observar unas reglas. La profesionalidad no es compatible con limitarse a cumplir una función o a prestar unos servicios mínimos; exige una formación permanente y una apertura continua a la posibilidad de mejorar. Las cualidades positivas de la "profesionalidad" se pueden aplicar, evidentemente, al desempeño del ministerio sacerdotal. Pero será siempre un uso análogo del término, porque también hay diferencias importantes con los trabajos profanos. Por ejemplo, no está ligado a la remuneración del mismo modo que los otros trabajos, pues aunque es justo que el presbítero reciba estipendio por su ministerio, como recuerda san Pablo (cfr. 1Co 9, 14), no puede negarse a prestar gratuitamente su servicio (cfr. Mt 10, 8; 2Co 11, 7). En definitiva, cuando hablamos aquí de trabajo "profesional" nos referimos ante todo al de los laicos pero también, por analogía, al de los sacerdotes en el desempeño de su ministerio. 2. Algunas veces san Josemaría llama "trabajo profesional" también a la enfermedad, a la vejez y a otras situaciones de la vida que absorben las energías que se dedicarían a la profesión, si ésta se pudiera ejercer. Declara que la enfermedad y la vejez, cuando llegan, se transforman en labor profesional. Y así no se interrumpe la búsqueda de la santidad, según el espíritu de la Obra, que se apoya, como la puerta en el quicio, en el trabajo profesional 496. Algo semejante indica a quienes, aun estando capacitados para ejercer una profesión, no tienen un empleo. Debemos procurar –dice san Josemaría–, que no haya nadie sin trabajo; que no haya nadie que no tenga una seguridad, la mínima, hasta que encuentre trabajo 497. Pero quien está en esa situación no ha de permanecer ocioso; tendrá que buscar trabajo, tarea que puede santificar no menos que los demás deberes propios de su estado. Evidentemente, en todos estos casos habla de trabajo "profesional" por analogía, para enseñar a quien se halla en esas circunstancias que ha de comportarse como ante un trabajo profesional y convertirlas en medio de santificación. Así como el amor a Dios lleva a realizar con perfección los deberes profesionales, también un enfermo puede, por amor a Dios y con sentido apostólico, someterse a las exigencias de un tratamiento médico, o de unos ejercicios, o de una dieta. Igualmente, un jubilado puede procurar aprovechar el tiempo lo mejor posible, con actividades al servicio de los demás. Y una persona sin empleo no es, para san Josemaría, un "desocupado", porque su ocupación debe ser la de conseguir, en la medida de lo posible, un contrato de trabajo, poniendo los medios a su alcance con el empeño, la seriedad, y la constancia típicas de la profesionalidad; y, mientras no consiga lo que pretende, deberá buscar otros trabajos honrados para ganarse el sustento, porque el deber de trabajar es universal: "si alguno no quiere trabajar, que no coma" (2Ts 3, 10). El "no tener un contrato de trabajo" no equivale a "no tener trabajo". En una palabra, el espíritu de santificación en el trabajo profesional que enseña san Josemaría se puede actuar en situaciones muy diversas. No excluye a los que "no tienen trabajo" ni a los que "no pueden trabajar" por enfermedad o vejez. Llama por analogía "trabajo profesional" a esas situaciones, para enseñar a santificarlas con el mismo espíritu con que se santifica una normal actividad profesional. 2.3. EL TRABAJO, "REALIDAD SANTIFICABLE Y SANTIFICADORA" Para centrarnos ahora en la exposición de la enseñanza de san Josemaría, volvamos a las últimas frases del texto citado por extenso al inicio del apartado anterior: Al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora 498. El luminoso sentido primigenio del trabajo, como participación en el poder creador, quedó ensombrecido a causa del pecado. Para el hombre caído, el trabajo se convirtió en ocasión de egoísta afirmación personal, de dominio sobre los demás y, en último término, de oposición a la soberanía de Dios. Pero el Verbo hecho carne lo ha redimido, es decir, lo ha liberado y purificado de esa corrupción al asumirlo Él mismo; y también lo ha convertido en medio para redimir, medio para obedecer a la Voluntad divina reparando la desobediencia del pecado, para glorificar así a Dios y salvar a los hombres. El trabajo se nos presenta así como "realidad redimida y redentora". También se nos presenta en manos de Jesús como "realidad santificable y santificadora", porque Él lo ha santificado al asumirlo: ha manifestado que es tarea propia de los hijos de Dios, actividad santificable que se puede convertir en diálogo amoroso con Dios; y actividad santificadora: medio para el crecimiento en santidad de uno mismo y de los demás. El ejemplo de Jesús en Nazaret ilumina el trabajo del cristiano, lo llena de sentido, sobre todo si es consciente de su filiación divina, porque entonces sabe que Cristo vive en él y que su trabajo puede ser "trabajo de Dios". La encarnación del Hijo nos enseña que cualquier trabajo digno y noble en lo humano puede convertirse en un quehacer divino 499: "realidad redimida y redentora", "santificable y santificadora". "El enlace entre trabajo humano y Encarnación del Verbo no se refiere, por tanto, solamente al plano ejemplar. El cristiano no está llamado a trabajar sólo porque Cristo mismo, verdadero hombre, ha querido trabajar en esta tierra. Esta motivación, aun siendo correcta, resultaría insuficiente. (...) A través del trabajo, el cristiano produce en sí la misma economía salvífica inaugurada por la Encarnación, la del Hijo enviado por el Padre al mundo en una verdadera humanidad, para ligarse así a una creación que Él redime y salva" 500. Se puede decir que las dos expresiones de san Josemaría –"realidad redimida y redentora" y "realidad santificable y santificadora"– son equivalentes porque al redimir, Jesucristo santifica, pues envía con el Padre al Espíritu Santo que nos hace "santos", hijos adoptivos de Dios, y comienza a recapitular todas las cosas en Él para la gloria del Padre (cfr. Ef 1, 10). Pero también se puede considerar que la primera expresión está incluida en la segunda, en cuanto que la redención se ordena a la santificación, el ejercicio del sacerdocio al crecimiento como hijos de Dios 501. Por eso vamos a tomar aquí la segunda como base para la exposición de su enseñanza en los siguientes apartados. Que el trabajo es "realidad santificable" significa que la actividad de trabajar se puede convertir en algo santo: se puede "santificar el trabajo", hacer del mismo trabajo humano una obra divina. Y que es "realidad santificadora" significa, en primer lugar, que es posible santificarse en el trabajo, es decir, identificarse con Cristo por medio del trabajo; y en segundo lugar que, a través del trabajo, es posible contribuir a la santificación de los demás y de la sociedad entera. Por esto san Josemaría emplea frecuentemente otra formulación que desglosa la anterior: Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo 502. Vuestro trabajo profesional –con todo lo que trae consigo de deberes de estado, de relaciones sociales, de participación en la vida civil– no es solamente el ámbito dentro del que os santificáis, sino que también es –insisto– lo que debéis santificar y un medio específico para conseguir vuestra propia santificación y la de los demás 503. "Santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar a los demás con el trabajo". En las páginas que siguen analizaremos estos tres aspectos que un historiador llamó en su día "la fórmula más usada de auto-presentación del Opus Dei" 504, o sea, del mensaje de san Josemaría, añadiendo que "esa tríada (...) es una unidad, que llamaría trinitaria en el sentido de que en ella "no hay mayor ni menor, ni antes ni después", porque los tres procesos de santificación son contemporáneos y de igual importancia" 505; como dice Illanes, son "tres dimensiones de un fenómeno unitario" 506. No obstante, desde el punto de vista que estamos siguiendo aquí, hay un orden entre ellas. La primera –"santificar el trabajo", la acción de trabajar– es la más básica. De ella derivan las otras dos: que el trabajo sea realidad santificadora para uno mismo –"santificarse en el trabajo"– y que lo sea para los demás –"santificar con el trabajo"–, empapando también la sociedad con espíritu cristiano. Vamos a estudiarlas, pues, en este orden. 2.3.1. Realidad santificable: "santificar el trabajo" ¿Qué significa "santificar el trabajo"? La pregunta le fue formulada a san Josemaría en 1967, durante una entrevista publicada después en Conversaciones. Reproducimos la respuesta completa, de la que luego retomaremos algunas frases: Es difícil explicarlo en pocas palabras, porque en esa expresión están implicados conceptos fundamentales de la misma teología de la Creación. Lo que he enseñado siempre –desde hace cuarenta años– es que todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales –a manifestar su dimensión divina– y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei. Al recordar a los cristianos las palabras maravillosas del Génesis –que Dios creó al hombre para que trabajara–, nos hemos fijado en el ejemplo de Cristo, que pasó la casi totalidad de su vida terrena trabajando como un artesano en una aldea. Amamos ese trabajo humano que Él abrazó como condición de vida, cultivó y santificó. Vemos en el trabajo –en la noble fatiga creadora de los hombres– no sólo uno de los más altos valores humanos, medio imprescindible para el progreso de la sociedad y el ordenamiento cada vez más justo de las relaciones entre los hombres, sino también un signo del amor de Dios a sus criaturas y del amor de los hombres entre sí y a Dios: un medio de perfección, un camino de santidad 507. San Josemaría inicia su respuesta declarando que "es difícil explicar en pocas palabras" en qué consiste la santificación del trabajo y, a continuación, se limita a delinear los principales elementos, sin el intento de presentar en esta entrevista una síntesis completa de su enseñanza. En otros lugares ofrece diversos desarrollos de su doctrina que es preciso tener en cuenta en un estudio teológico. No bastan "pocas palabras" para exponer este rico concepto. Aunque trabajar no es una realidad santa en sí misma, es santificable: se puede convertir en algo santo, se puede santificar. En general, un acto humano santo es un acto de amor a Dios y a los demás por Dios: un acto de caridad sobrenatural. La caridad, en efecto, es una participación de la Caridad infinita, el Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, y por tanto es un tomar parte en la vida de la Santísima Trinidad que es "lo santo" por esencia, la santidad de Dios. El trabajo es santo, por lo tanto, cuando es un acto de amor a Dios. Y un acto de amor sobrenatural es siempre oración, como ya vimos 508, porque es participación en el diálogo amoroso entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Por eso, el trabajo es santo cuando se convierte en oración. Con otras palabras, santificar el trabajo es convertirlo en oración. Lo que transforma un acto humano, bueno por su objeto moral, en un acto de amor a Dios y por tanto en oración, es la intención con la que se realiza, su orientación al fin último sobrenatural. De ahí la sencillez con la que san Josemaría expresa cómo se hace santa la actividad de trabajar: Pon un motivo sobrenatural a tu ordinaria labor profesional, y habrás santificado el trabajo 509. Este texto encierra, según Fernando Ocáriz, "una brevísima y esencial delimitación del concepto de santificación del trabajo, en forma de consejo práctico" 510. Es importante entenderlo bien. "Poner un motivo sobrenatural" no es simplemente "añadir una intención" al trabajo. No estamos ante una moral de intenciones, en la que da igual lo que se haga, siempre que la intención sea buena. El "motivo sobrenatural" del que habla san Josemaría penetra en el trabajo mismo y lo vivifica o renueva en todas sus dimensiones: desde su raíz, hasta el modo de trabajar y a la finalidad del trabajo. Esto resulta patente cuando se tiene en cuenta que "poner un motivo sobrenatural" quiere decir "realizar el trabajo por amor a Dios" (y a los demás por Dios). Y que "trabajar por amor" es, para san Josemaría, una realidad que incluye tres aspectos, correspondientes a tres sentidos de la preposición "por", que condensa en las siguientes palabras: El hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor 511. Trabajar "por amor" significa, por tanto, que – "el trabajo nace del amor": es el sentido eficiente de la preposición "por", el que tiene cuando se dice: "por amor a Dios me puse a trabajar" o "fue el amor a Dios lo que hizo que me pusiera a trabajar"; – "el trabajo manifiesta el amor": es el sentido formal de la preposición "por", el que tiene cuando se dice "por lo bien que has hecho tu trabajo se ve el amor que has puesto" o "por los detalles que has cuidado en el trabajo se manifiesta tu amor"; – "el trabajo se ordena al amor": es el sentido de finalidad que tiene la preposición "por", como cuando se dice: "realicé mi trabajo por conquistar tu amor" o "trabajé por dar gloria a Dios". Estas tres expresiones reflejan de modo completo lo que es "trabajar por amor" y, por tanto, lo que significa "poner un motivo sobrenatural en el trabajo". Nos dicen en qué consiste, según san Josemaría, convertir la actividad de trabajar en algo santo: "santificar el trabajo". Estudiaremos cada uno de estos aspectos, sin olvidar que sólo se trabaja por amor a Dios cuando se dan los tres a la vez. a) El trabajo "nace del amor". El deber de trabajar El trabajo nace del amor cuando es el amor a Dios lo que lleva a trabajar. Así ha de suceder en quien desea santificar su trabajo. Si queremos de veras santificar el trabajo, hay que cumplir ineludiblemente la primera condición: trabajar 512. Si no se trabajara, faltaría la materia que la caridad ha de informar. Por eso, la misma caridad impulsa al cristiano a trabajar. Cumplir esa condición básica y necesaria, equivale a "trabajar todo lo que Dios quiere", ni más ni menos. La actividad de trabajar es objeto de una virtud moral, la laboriosidad, que marca el "justo medio" –la excelencia, que eso es la virtud– entre trabajar poco o nada y trabajar en exceso. Por otra parte, no se trata de trabajar en cualquier cosa sino en lo que se debe: sustancialmente, en la profesión de cada uno. Detengámonos en estos dos puntos. a.1) Laboriosidad. "Ut iumentum factus sum apud te" (Sal 73, 22) En relación con el trabajo, san Josemaría destaca dos virtudes humanas –la laboriosidad y la diligencia–, que se confunden en una sola: en el empeño por sacar partido a los talentos que cada uno ha recibido de Dios 513. No es lícito comportarse como el siervo "malo y perezoso" (Mt 25, 26) que enterró su talento. Dios quiere que sus hijos pongan empeño en el trabajo por amor suyo, para que se manifieste en ellos la imagen de Cristo y su vida dé fruto. Y para esto han de desarrollar una laboriosidad diligente, no monótona y tediosa. El que es laborioso aprovecha el tiempo, que no sólo es oro, ¡es gloria de Dios! Hace lo que debe y está en lo que hace, no por rutina, ni por ocupar las horas, sino como fruto de una reflexión atenta y ponderada. Por eso es diligente. El uso normal de esta palabra –diligente– nos evoca ya su origen latino. Diligente viene del verbo diligo, que es amar, apreciar, escoger como fruto de una atención esmerada y cuidadosa 514. La laboriosidad de la que habla san Josemaría lleva a trabajar "cuantitativamente" todo lo que se debe, pero no sólo a esto. Insta también a trabajar "cualitativamente", con esmero, orden, atención y empeño, que nacen del amor. Advierte, por ejemplo, que a fuerza de descuidar detalles, pueden hacerse compatibles trabajar sin descanso y vivir como un perfecto comodón 515, de modo egoísta. Por eso completa la laboriosidad con la diligencia. Ambas se entrelazan en su enseñanza, de modo que prácticamente "se confunden en una sola virtud". La laboriosidad cristiana es una laboriosidad "diligente", no sólo en el sentido de que lleva a acometer sin retrasos la tarea debida, sino porque lleva a cumplirla con todas las cualidades que el amor exige. En este sentido la laboriosidad es condición de las demás virtudes cristianas en el trabajo. A la laboriosidad se opone la pereza. La lucha contra esta tendencia o, en su caso, contra este vicio, tiene una importancia singular en la predicación de san Josemaría, hasta el punto de que lo considera como el primer frente en el que hay que luchar 516. Esta afirmación se comprende sin dificultad si se tiene en cuenta que, en su enseñanza, la santificación del trabajo es el eje de la santificación en medio del mundo. La pereza debilita ese eje e incluso puede truncarlo; de ahí la necesidad de presentarle batalla. La doctrina tradicional que ve la pereza como la madre de todos los vicios 517 se enriquece con nuevas razones en el contexto de la santificación del trabajo. La pereza puede llevar al extremo del ocio, en su acepción de "hábito de no trabajar" o de "perder inútilmente el tiempo". Es un vicio que san Josemaría tiñe de oscuro en la homilía El tesoro del tiempo 518, desenmascarando sus manifestaciones ocultas. Más que en la inactividad estéril, la pereza se esconde con frecuencia en la tardanza en el cumplimiento de los deberes y en el desorden: se aplaza lo que cuesta y se da prioridad a lo que exige menos esfuerzo 519. Por eso insiste san Josemaría: No dejes tu trabajo para mañana 520. Conoce bien la capacidad de la mente humana para inventar excusas con tal de eludir el deber o ceder a la comodidad 521, y le sale al paso recordando que no hemos de trabajar porque tengamos ganas, sino porque Dios lo quiere 522. Hodie, nunc! –¡Hoy, ahora! 523, es un lema que suele utilizar. Por el extremo opuesto, la laboriosidad se deforma cuando no se ponen los debidos límites al trabajo, exigidos por el necesario descanso o por la atención a la familia y a otras relaciones que se han de cuidar. San Josemaría pone en guardia ante el peligro de una dedicación desmedida al trabajo: la "profesionalitis", como llama a este defecto para dar a entender que se trata de una especie de inflamación patológica de la actividad profesional. Aconseja: Rechazad la excesiva profesionalitis, es decir, el apegamiento sin medida al propio trabajo profesional, que llega a mudarse en un fetiche, en un fin, dejando de ser un medio 524. En su predicación sobre la laboriosidad y otras virtudes directamente conectadas con el trabajo, recurre con frecuencia a la tradicional alegoría del asno 525. ¡Ojalá adquieras –las quieres alcanzar– las virtudes del borrico!: humilde, duro para el trabajo y perseverante, ¡tozudo!, fiel, segurísimo en su paso, fuerte y –si tiene buen amo– agradecido y obediente 526. En particular se refiere al trabajo del "borrico de noria": ¡Bendita perseverancia la del borrico de noria! –Siempre al mismo paso. Siempre las mismas vueltas. –Un día y otro: todos iguales. Sin eso, no habría madurez en los frutos, ni lozanía en el huerto, ni tendría aromas el jardín. Lleva este pensamiento a tu vida interior 527. El ejemplo del borrico le sirve para encomiar la perseverancia en el trabajo y –más en general– en el cumplimiento de los deberes, en las prácticas de piedad, en el servicio a los demás, en el apostolado... También para elogiar la reciedumbre, la obediencia –el burro, para hacer algo de provecho, ha de dejarse dominar por la voluntad de quien le lleva... 528– y, especialmente, la humildad de quien se sabe instrumento en las manos de Dios y no se atribuye a sí mismo el mérito de las obras que realiza 529. Acude también a esta comparación para recordar la necesidad de poner un coto al trabajo, el deber del descanso: ¿cómo trabajará el burro si no se le da de comer, ni dispone de un tiempo para restaurar las fuerzas...? 530 La metáfora es de origen bíblico. San Josemaría la toma de la oración del salmista, citándola a menudo en el latín de la Vulgata: "ut iumentum factus sum apud te, et ego semper tecum; tenuisti manum dexteram meam et in voluntate tua deduxisti me et cum gloria suscepisti me" (Sal 72 [73] 22-24). El significado que descubre ilumina el trabajo profesional, pero desborda sus límites. Desvela una actitud de fondo, propia del cristiano que se sabe hijo de Dios y quiere realizar amorosamente su Voluntad. Citamos un solo texto entre muchos: ¡Ah Jesús! –díselo tú también–: "ut iumentum factus sum apud te!" –me has hecho tu borriquillo; no me dejes, "et ego semper tecum!" –y estaré siempre Contigo. Llévame fuertemente atado con tu gracia: "tenuisti manum dexteram meam..." –me has cogido por el ronzal; "et in voluntate tua deduxisti me..." –y hazme cumplir tu Voluntad. ¡Y así te amaré por los siglos sin fin! –"et cum gloria suscepisti me!" 531 La inspiración bíblica de la metáfora no se reduce a este salmo. San Josemaría contempla también la figura del borrico escogido por el Señor para su ingreso triunfal en Jerusalén (cfr. Mc 11, 2-7), considera que Jesús se contenta con un pobre animal, por trono 532: ¡un borrico fue su trono en Jerusalén! 533 Por eso, comenta Álvaro del Portillo, "nos enseña a trabajar con humildad y perseverancia, para que también nosotros podamos ser trono del Señor" 534, dejándole reinar en el propio corazón para ponerle en la cumbre de las actividades humanas, no obstante las personales miserias 535. a.2) La vocación profesional como parte de la vocación divina Acabamos de ver que santificar el trabajo exige ante todo trabajar, y trabajar con medida. Pero ¿en qué?, ¿cuál es el trabajo que ha de santificar cada uno? La respuesta de san Josemaría es: el trabajo profesional y todo trabajo que esté reclamado por el cumplimiento de los propios deberes, sean profesionales, familiares o sociales. Puesto que Dios "llama" a realizar ese conjunto de tareas, se puede hablar de una "vocación humana" que, para san Josemaría, es parte de la "vocación divina" del cristiano, de su vocación a la santidad: Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina 536. La vocación humana –la vocación profesional, familiar y social– no se opone a la vocación sobrenatural: antes al contrario, forma parte integrante de ella 537. Existencialmente, la vocación humana se manifiesta en el conjunto de factores que configuran la situación real en que cada uno se encuentra, con los deberes correspondientes. Esos factores proceden de circunstancias en parte no elegidas, como el haber nacido en un lugar determinado, en una época y una familia, poseer ciertas cualidades y carecer de otras, etc.; y en parte dependen también de elecciones libres, más o menos condicionadas, como en el caso de quien ha escogido un oficio o unos estudios, ha formado una familia, se ha trasladado a otro país, etc. El resultado de todo esto es una situación concreta en la que el cristiano está llamado a la santidad: no en otra imaginaria, diseñada por el propio capricho 538. Dentro de la "vocación humana" se encuentra la "vocación profesional", que ahora nos interesa considerar. San Josemaría emplea con frecuencia esta expresión en un sentido que va más allá de la natural inclinación hacia determinadas tareas, ya sea por gusto o por cualidades y preparación. Tal inclinación proporciona sin duda elementos importantes para "elegir una profesión", pero puede suceder que las circunstancias no ofrezcan alternativas o que lleven a cambiar la orientación que se había elegido. La vocación profesional es algo que se va concretando a lo largo de la vida: no pocas veces el que empezó unos estudios, descubre luego que está mejor dotado para otras tareas, y se dedica a ellas; o acaba especializándose en un campo distinto del que previó al principio; o encuentra, ya en pleno ejercicio de la profesión que eligió, un nuevo trabajo que le permite mejorar la posición social de los suyos, o contribuir más eficazmente al bien de la colectividad; o se ve obligado, por razones de salud, a cambiar de ambiente y de ocupación. El que era médico acaba siendo negociante; el que era obrero, dirigiendo un pequeño taller; el que era campesino, trasladándose a la ciudad y empleándose en una fábrica 539. La vocación profesional no deja por eso de existir. También esas coyunturas contribuyen a configurarla y forman parte de la vocación divina. La vocación profesional "real" no orienta siempre hacia la profesión preferida, sino hacia el ejercicio de la que se tiene o se puede tener en un momento determinado: la que realmente hay que santificar. Aun en los casos en que se desee justamente cambiar de trabajo, como puede suceder, no conviene olvidar mientras tanto que Dios llama en cada momento a la santidad en la profesión que de hecho se está desempeñando. En relación con esto último, conviene tener presente que todos los trabajos honestos son santificables, porque la raíz de su posible santificación está en el amor a Dios, no en el tipo de trabajo. Desde el cultivo de los saberes más abstractos hasta las habilidades artesanas, todo puede y debe conducir a Dios. Porque no hay tarea humana que no sea santificable, motivo para la propia santificación y ocasión para colaborar con Dios en la santificación de los que nos rodean 540. No existe trabajo humano honrado –afirmó Juan Pablo II comentando la enseñanza de san Josemaría– que no pueda "transformarse en ámbito y materia de santificación, en terreno de ejercicio de las virtudes y en diálogo de amor" 541. Es esto lo que confiere dignidad al trabajo. No es el tipo de trabajo lo que hace digno al hombre, sino el hombre quien hace digno el trabajo, de modo supremo cuando lo convierte en materia de santificación, cuando se santifica al llevarlo a cabo. La dignidad del trabajo está fundada en el Amor 542, enseña san Josemaría. No tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras 543. "La dignidad del trabajo depende no tanto de lo que se hace, cuanto de quien lo ejecuta" 544. Esto no significa que para una persona concreta sea indiferente trabajar en una cosa o en otra. Cada uno ha de hacer rendir los talentos que posee, consciente de que los ha recibido de Dios en orden a la santificación propia y de los demás. Es lógico que busque ejercer la profesión en la que pueda dar más fruto humano y sobrenatural, tratando mientras tanto de sacar partido a sus capacidades en las circunstancias en que se encuentra. Lo que no ha de hacer, en caso de que pueda elegir trabajo, es guiarse por el egoísmo bajo forma de comodidad o de lucimiento. Se ha de guiar por criterios humanos nobles, pero tampoco exclusivamente por éstos. Valoradas las aptitudes personales, el criterio de elección para un hijo de Dios debe ser el amor a Dios y a las almas, el servicio que puede prestar a la extensión del Reino de Cristo y, dentro de este ideal, al bien de su familia y al progreso de la sociedad. De la misma manera que el padre de familia, al considerar su trabajo, piensa no sólo en sus aficiones personales, sino en el bien de sus hijos; de esa misma manera –escribe san Josemaría a los miembros del Opus Dei– vosotros no debéis perder de vista el bien del apostolado. No es contrario a vuestra vocación profesional, y es muestra de buen espíritu, si ante diversas posibilidades igualmente libres, escogéis aquella en la que se os presenta ocasión de hacer una tarea espiritual más fecunda 545. Glosando la afirmación: "la vocación humana es parte de la vocación divina", Illanes observa que "hay entre ambas vocaciones una íntima armonía y la hay precisamente porque la vocación divina, revelando el origen, la fuente y el destino último de todos los seres y de todas las acciones –Dios y su designio salvador–, pone de manifiesto el sentido profundo de la entera realidad, y, por tanto, de la vocación humana. Vocación divina y vocación humana se relacionan, en cierto modo como la forma y la materia, como lo que da sentido último y lo que resulta vivificado" 546. Para san Josemaría no tiene sentido oponerlas, porque la vocación profesional es parte de la vocación divina en tanto en cuanto es medio para santificarnos y para santificar a los demás 547. Si en algún momento la vocación profesional supone un obstáculo (...), si absorbe de tal modo que dificulta o impide la vida interior o el fiel cumplimiento de los deberes de estado (...), no es parte de la vocación divina, porque ya no es vocación profesional 548. b) El trabajo "manifiesta el amor". Trabajar con perfección e ilusión Recordemos que santificar el trabajo es "poner un motivo sobrenatural" en la tarea que se realiza o, lo que es lo mismo, "trabajar por amor a Dios", y que esto significa tres cosas: que el amor debe llevar a trabajar; que el amor se debe manifestar en el trabajo; y que el amor a Dios debe ser el fin al que se ordena. Ya hemos considerado el primer aspecto; ahora hablaremos del segundo: "el trabajo debe manifestar el amor", es decir, el amor se debe transparentar en el modo de trabajar y también, como veremos, en los resultados. Trabajar por amor a Dios, implica llevarlo a cabo con amor, primorosamente 549, efectuar un trabajo acabado con la posible perfección sobrenatural y humana 550. Aquí se ve claramente que "trabajar por amor" no se reduce a "añadir una buena intención" al trabajo. Porque en realidad, una "buena intención" que no impulsara a trabajar bien (para que la misma tarea manifieste el amor) no sería una intención buena, no sería amor a Dios. Dice san Josemaría: No creo en la rectitud de intención de quien no se esfuerza en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las tareas que tiene encomendadas 551. Quien trabaja por amor a Dios, procura hacerlo con la mayor perfección posible. He aquí, en último término, el porqué: No podemos ofrecer al Señor algo que, dentro de las pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin tacha, efectuado atentamente también en los mínimos detalles: Dios no acepta las chapuzas. No presentaréis nada defectuoso, nos amonesta la Escritura Santa, pues no sería digno de Él (Lv 22, 20). Por eso, el trabajo de cada uno, esa labor que ocupa nuestras jornadas y energías, ha de ser una ofrenda digna para el Creador, operatio Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido, impecable 552. Podemos completar ahora unas palabras citadas al comienzo del apartado anterior. El texto era: Si queremos de veras santificar el trabajo, hay que cumplir ineludiblemente la primera condición: trabajar 553. La continuación es: ¡y trabajar bien!, con seriedad humana y sobrenatural 554. San Josemaría lo expresa también con estos términos: Parte esencial de esa obra –la santificación del trabajo ordinario– que Dios nos ha encomendado, es la buena realización del trabajo mismo, la perfección también humana, el buen cumplimiento de todas las obligaciones profesionales y sociales (...) a conciencia, con sentido de responsabilidad, con amor y perseverancia, sin abandonos ni ligerezas 555. Veamos a través de algunas distinciones qué se entiende por "trabajar bien", con una perfección que manifieste el amor a Dios. b.1) Perfección moral del trabajo. Moral profesional Cuando san Josemaría invita a trabajar bien, se refiere ante todo a la perfección moral de la actividad de trabajar; después, en segundo lugar, a la perfección del resultado del trabajo. Estos dos aspectos no se identifican. Uno puede darse sin el otro. Ya lo hemos dicho: un trabajo bien hecho no es necesariamente un trabajo que sale bien (y viceversa). Tampoco están al mismo nivel. Cuando se dice que "el trabajo manifiesta el amor" se hace referencia a los dos aspectos, pero en distinto plano: el amor se revela principalmente en la perfección del modo de trabajar o de la actividad de trabajar; y secundariamente se puede plasmar en la perfección del trabajo realizado, en el resultado del trabajo. Vamos a fijarnos ahora sólo en el primer aspecto; dejamos el segundo para el apartado siguiente. En cuanto a la actividad de la persona, un trabajo bien hecho es un trabajo en el que el amor a Dios y a los demás se manifiesta en el ejercicio de las virtudes humanas, que a su vez presuponen, con frecuencia, formación técnica y destreza. San Josemaría recuerda que no basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo 556. La "buena voluntad" no es suficiente para ser un buen médico o una buena ama de casa: para santificar esos trabajos profesionales se requieren conocimientos, habilidades y virtudes morales. Todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres) 557. Quien domina acabadamente su oficio, será técnicamente un buen profesional –un buen carpintero o un buen pianista, por ejemplo–, pero puede que no sea una "buena persona"; lo que es imposible es que quien trabaja voluntariamente mal sea una "buena persona" en sentido propio y pleno. Si es un mal profesional, si no ha puesto los medios para dominar su oficio y descuida las virtudes morales, no será una "buena persona" "porque la pereza, la desidia y la falta de laboriosidad, la injusticia, etc., son vicios que afectan a la persona en su integridad" 558. Un trabajo culpablemente descuidado porque no se ha puesto el empeño debido en la preparación que era necesaria y en la práctica de las virtudes morales que reclamaba, es un trabajo realizado sin auténtico amor a Dios, ya que el amor pide que se adquieran y pongan en acto los necesarios conocimientos, destrezas y virtudes, y es el amor lo que hace buena a la persona. De ahí la advertencia de san Josemaría: Suelo repetir a los que se incorporan al Opus Dei, y mi afirmación vale para todos los que me escucháis: ¡qué me importa que me digan que fulanito es buen hijo mío –un buen cristiano–, pero un mal zapatero! Si no se esfuerza en aprender bien su oficio, o en ejecutarlo con esmero, no podrá santificarlo ni ofrecérselo al Señor 559. Caridad y virtudes humanas han de ir unidas: el amor a Dios y a los demás debe estimular la práctica de esas virtudes, para desempeñar el trabajo como Dios quiere. Lo vemos reflejado en el siguiente texto: Realizad pues vuestro trabajo sabiendo que Dios lo contempla: laborem manuum mearum respexit Deus (Gn 31, 42). Ha de ser la nuestra, por tanto, tarea santa y digna de Él: no sólo acabada hasta el detalle, sino llevada a cabo con rectitud moral, con hombría de bien, con nobleza, con lealtad, con justicia 560. Son palabras que invitan a desempeñar el trabajo de cara a Dios, "sabiendo que Dios lo contempla" –es decir, por agradarle, por cumplir su Voluntad: por amor suyo, en definitiva–, y a no olvidar que ese amor a Dios debe poner en juego las virtudes humanas, como las que acaba de mencionar. El amor a Dios impulsa a la adquisición y al ejercicio de hábitos virtuosos en el trabajo, necesarios para realizarlo como Dios quiere, con perfección moral. Es toda una trama de virtudes la que se pone en juego al desempeñar nuestro oficio, con el propósito de santificarlo 561. Guiar hacia el desarrollo de estas virtudes en el trabajo es, como se sabe, el objeto de la "Moral profesional". A veces se piensa que la "moral profesional" consiste en un conjunto de reglas que limitan la libertad, y no es así. Como escribe Ana Marta González reflexionando sobre las enseñanzas de san Josemaría, "su sentido no es otro que preservar la radicación efectivamente antropológica del trabajo humano, de tal modo que el trabajo no se vea pura y simplemente como una técnica y la persona como un medio más en el proceso de producción. Muy al contrario, preservar el orden de las cosas exige subordinar el trabajo al hombre, y no el hombre al trabajo. Para eso la moral ha de verse, en la práctica, como parte integrante del trabajo profesional. En la práctica, en efecto, el trabajo es siempre el trabajo de una persona. En este sentido, el poder obrar mal de una persona, aunque aparentemente resulte más eficaz desde un punto de vista abstracto y limitado, no puede, en términos absolutos, considerarse un poder verdadero: la realización técnica a costa de la integridad moral es un poder abstracto, que representa la posibilidad desgraciada de que los productos humanos se vuelvan contra el hombre mismo" 562. Para san Josemaría la moral profesional no es un sistema de reglas que restringen la libertad en el ejercicio de la profesión, sino camino para practicar las virtudes cristianas en el trabajo 563. Constantemente impulsa a vivir todas las virtudes en grado heroico, porque han de estar informadas por un amor sin límites. La caridad impele a ir más allá de la justicia, a servir a los demás, a dar ejemplo de templanza, de fortaleza, de orden, de paciencia..., a sembrar paz y alegría en el propio ambiente. Es a través de los actos de esas virtudes, como se manifiesta el amor de un hijo de Dios en el trabajo. b.2) Perfección del resultado del trabajo El cristiano ha de procurar que el amor se manifieste también en el resultado de su trabajo. Evidentemente puede ocurrir que, a pesar de haber actuado con perfección moral, no logre lo que buscaba. Lo que importa para la santificación del trabajo es que el posible resultado defectuoso no se deba a la omisión voluntaria de actos de virtud, a no haber puesto los medios oportunos para llevar a buen término la tarea. En los casos de inculpable fracaso –que se presentan a menudo– aparece con claridad la diferencia entre quien busca trabajar bien para santificar el trabajo y quien pretende por encima de todo el éxito humano. Para el primero, lo que tiene valor principalmente es la misma actividad de trabajar y, aunque no haya obtenido el resultado deseado, sabe que nada se pierde de lo que ha procurado hacer bien por amor a Dios. Para el segundo todo se malogra cuando no triunfa. No obstante, la perfección del resultado del trabajo es importante, porque contribuye a perfeccionar la creación y plasma el amor en las realidades de este mundo 564. Ya vimos cómo está presente en san Josemaría la recomendación del Concilio, de "distinguir cuidadosamente entre progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo" 565, sin olvidar a la vez que "el primero interesa en gran medida al reino de Dios" 566. En otros términos, la perfección objetiva del trabajo, aunque no es de por sí signo de amor a Dios, sirve a que este amor se manifieste. Quien trabaja por Dios quiere la perfección del resultado como una prueba de su amor. Cuando san Josemaría exhorta a trabajar con perfección sobrenatural y humana 567 incluye también la perfección del resultado, e insiste por tanto en poner todos los medios humanos y sobrenaturales 568 para alcanzar eficazmente las metas que cada uno ha de proponerse en la santificación de su trabajo profesional. Medios sobrenaturales son principalmente la oración y los sacramentos, junto con la formación cristiana: los veremos con detalle en el último capítulo. Ahora es suficiente recordar las palabras de Jesús: "sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5). Con toda la Tradición, san Josemaría entiende que este "nada" abarca todo lo que el cristiano se pueda proponer, incluidos los efectos naturales del propio obrar y, lógicamente con mayor motivo, los méritos sobrenaturales y los frutos apostólicos de su labor: Sin mí nada podéis hacer, ha dicho el Señor. –Y lo ha dicho, para que tú y yo no nos apuntemos éxitos que son suyos 569. Para que el resultado manifieste que se ha trabajado por amor, el cristiano debe pedirlo a Dios, sin esperarlo sólo de los medios humanos de que dispone. A la vez, los medios humanos para lograr la perfección del trabajo, son también necesarios y no deben descuidarse por pereza o negligencia, y menos aún por un supuesto "abandono en la Providencia". Para san Josemaría, el "abandono" virtuoso de un hijo de Dios, en este ámbito, consiste en dejar en las manos de su Padre Dios el resultado del trabajo a la vez que pone todos los medios para realizarlo con perfección 570. De ningún modo aprueba el abandono de los medios para alcanzar esos resultados: sería impropio de la vocación a la santificación de las actividades temporales, como puede verse en el siguiente texto de una meditación en la que exhorta a la confianza en la Providencia divina: Naturalmente, no hace falta recordar que este abandono, esta absoluta confianza en Dios, esta ausencia de preocupaciones, no supone prescindir de los medios naturales convenientes para conseguir el fin propuesto. No; en cualquier empresa, junto a los medios sobrenaturales, resulta imprescindible poner siempre todos los medios humanos honrados que estén a nuestro alcance. Si esos fallan, se buscan otros y se aplican con la misma fe 571. Entre esos medios humanos necesarios se encuentra la competencia profesional: Al recordaros la necesidad de trabajar, he de recordaros al mismo tiempo la necesidad de trabajar bien. No se trata sólo de llenar las horas, sino de trabajar con competencia técnica y profesional 572. Hace falta idoneidad técnica ("arte"), conocimiento serio del propio trabajo, de sus leyes y características, familiaridad y experiencia práctica: una preparación que mejore continuamente. De lo contrario faltará la base para la práctica de ciertas virtudes humanas, que a su vez son imprescindibles para que el trabajo manifieste el amor. De ahí la importancia de la "formación profesional" para santificar el trabajo. Lo dejamos para el capítulo 9º, donde hablaremos de la formación cristiana en su conjunto. Baste decir ahora que, en la enseñanza de san Josemaría, la "formación profesional" debe abarcar todos los aspectos mencionados en el párrafo anterior. No consiste sólo en la adquisición de unos conocimientos técnicos, sino también en el desarrollo de las virtudes humanas. Por este motivo, principalmente, también la formación profesional debe durar toda la vida y mejorarse día a día. El valor de los medios humanos y, a la vez, su radical insuficiencia se percibe en la siguiente advertencia: Poned siempre los medios humanos como si no existieran los sobrenaturales, y –al mismo tiempo– llamad a Dios con todo el corazón, como si no hubiera medios humanos 573. Este consejo, glosa Javier Canosa, "no implica la invitación de recurrir a las ayudas sobrenaturales como último remedio o sólo en situaciones de emergencia cuando, agotados los recursos naturales (que, desde un punto de vista meramente humano, serían los medios normales), no cabe más que dirigirse al cielo. Pero tampoco se trata de pretender que unas intervenciones milagrosas suplan la falta de la debida competencia profesional. Deben ir juntos los medios sobrenaturales y los humanos, (...) no como mutuamente excluyentes, extraños o en tensión, sino en armonía" 574. Volvamos ahora a la idea de que el trabajo manifiesta el amor primariamente en cuanto acto humano y sólo secundariamente como resultado. San Josemaría considera el caso de quien fracasa a pesar de haber puesto todos los medios, y su reacción es sumamente alentadora a la vez que exigente: ¡Has fracasado! –Nosotros no fracasamos nunca. –Pusiste del todo tu confianza en Dios. –No perdonaste, luego, ningún medio humano. Convéncete de esta verdad: el éxito tuyo –ahora y en esto– era fracasar. –Da gracias al Señor y ¡a comenzar de nuevo! 575 Los fracasos humanos no significan necesariamente que no se haya trabajado por amor o que se haya trabajado mal, ni dejan sin valor lo que se ha hecho. Un hijo de Dios ha de verlos como una ocasión de purificar la intención y de participar en la Cruz de Cristo. También entonces su trabajo manifestará el amor. Por todo esto ha de dar gracias a Dios, pero no ha de quedarse inactivo. Dios le pide "comenzar de nuevo". Si los medios humanos que se han puesto fallan, leíamos en un texto citado más arriba, "se buscan otros y se aplican con la misma fe". b.3) Perfección en el trabajo y "perfeccionismo" Dios ha creado todo por amor, y sus obras son perfectas: Dei perfecta sunt opera (Dt 32, 4 [Vg]). También el trabajo de un hijo de Dios, participación en la obra creadora 576, ha de ser perfecto en lo que de él depende: debe manifestar el amor. Ordinariamente, la perfección del trabajo consiste en el cuidado de "cosas pequeñas", de las que ya hemos hablado: detalles de muy diverso tipo que en sí mismos evidencian esa perfección que ha de buscar quien trabaja por amor, aunque quizá pasen inadvertidos a los demás y sólo brillen ante Dios. Precisamente por esto, el cuidado de las cosas pequeñas, a la vez que expresa el amor, lo custodia eficazmente, porque salvaguarda la rectitud de intención. San Josemaría habla, como sabemos, de ese algo divino que en los detalles se encierra 577: el quid divinum se encuentra en pequeños detalles porque manifiestan el modo divino de obrar: con perfección, por amor. Cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios 578. Cuidar esos detalles pequeños o intrascendentes es algo muy propio del modo de trabajar de un hijo de Dios que ama el mundo como su lugar y materia de santificación. Pero no se ha de confundir el cuidado de las cosas pequeñas por amor a Dios con el "perfeccionismo": buscar la perfección por la perfección. Este defecto muestra falta de rectitud de intención, porque se desea más la autocomplacencia o la aprobación de los demás que el agrado de Dios, y puede revelar también una deformación humana: la pérdida de la visión de conjunto, la falta de prudencia. San Josemaría repite con frecuencia el dicho popular de que "lo mejor es enemigo de lo bueno" 579, para poner en guardia ante el peligro de pretender "lo mejor" a costa de descuidar "lo bueno", como sucede en el caso de quien está tan pendiente de la perfección de su trabajo que no lo termina en el plazo oportuno. El perfeccionismo es un sucedáneo de la perfección. Denota la falta de ese realismo propio de la persona humilde que sabe reconocer las propias limitaciones y confía en Dios. Hay un justo medio virtuoso entre el "no cuidar los detalles" y el "perfeccionismo". El siguiente texto lo refleja: Vuestro trabajo ha de ser responsable, perfecto, en la medida en la que la tarea humana pueda ser perfecta: con amor de Dios, pero teniendo en cuenta que lo mejor suele ser enemigo de lo bueno. Haced las cosas bien, sin manías ni obsesiones, pero acabándolas, poniendo siempre la última piedra y cuidando los detalles 580. Indudablemente, una persona que no actúa por amor a Dios, puede trabajar mucho y trabajar muy bien, pero lo haría mejor aún si le moviera el amor divino, porque entonces descubriría de modo pleno cuánto hay que trabajar y cómo hay que trabajar. El amor a Dios impulsa a excederse gustosamente, y siempre, en el deber y en el sacrificio 581. En unos casos llevará a trabajar más tiempo o con más intensidad o a mejorar la propia preparación profesional; en otros, no pedirá más horas ni mayor competencia técnica, sino delimitar el tiempo dedicado al trabajo y cuidar mejor la calidad humana de la tarea. El amor a Dios permite reparar en detalles que pasan inadvertidos a una mirada superficial y da fuerza para cumplir acabadamente el deber, custodiando, con sacrificio y afán de servicio, esos detalles que otorgan perfección cristiana al desempeño del trabajo y manifiestan a su vez el amor. b.4) "Ilusión profesional" La referencia a la "ilusión profesional" es frecuente en las enseñanzas de san Josemaría. Un hombre sin ilusión profesional no me sirve 582, suele comentar, para dar a entender que una persona así no corresponde al ideal de santificar el trabajo que él transmite. La "ilusión profesional" no es, en efecto, una cualidad accesoria u opcional, dependiente del estado de ánimo, de la satisfacción que proporcione una ocupación o de las perspectivas de futuro. No es algo que puede darse en unos casos sí y en otros no, sino –y esto puede sorprender– es una cualidad que se exige siempre: No debe faltar nunca ilusión en tu trabajo profesional 583. Sorprenderá menos si se considera de nuevo que el trabajo de un hijo de Dios debe "manifestar siempre" el amor. Quien trabaja realmente por amor y desea que su trabajo lo manifieste, ha de trabajar "siempre con ilusión", "de buena gana", porque la Voluntad de Dios es que cumpla el deber profesional aun cuando "no tenga ilusión" o "no tenga ganas". Cuando se trabaja por Dios, no hay dificultades que no se puedan superar, ni desalientos que hagan abandonar la tarea, ni fracasos dignos de este nombre, por infructuosos que aparezcan los resultados 584. Es posible que resulte necesario sobreponerse a la inclinación natural en caso de que el trabajo no corresponda a los propios intereses, habilidades o expectativas que se habían depositado. Pero siempre, recuerda san Josemaría, debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre 585. La "ilusión profesional" que manifiesta el amor a Dios en el trabajo, consiste en una actitud llena de interés, no despegada. Esto es fácil cuando el trabajo interesa y agrada, pero ¿se puede poner el corazón en lo que no gusta? Un hijo de Dios ciertamente puede hacerlo. Quien quiere por encima de todo cumplir la Voluntad divina en el trabajo real que le corresponde, y es consciente del valor de ese trabajo (lo cual no obsta para que, si es posible, busque otro al que esté naturalmente más inclinado), puede lograr que sus afectos contribuyan a la buena realización de su tarea. El amor se manifestará entonces en una actitud positiva, de interés y de empeño, aunque haya una fuerte resistencia interior, una tendencia a la frialdad o a la desgana. En cambio, quien está desprovisto de ilusión profesional tenderá a retraerse del empeño que reclama la santificación del trabajo, a no "estar en lo que debe hacer" 586, a quejarse interiormente por la tarea que tiene entre manos, a centrarse en sí mismo, a exagerar las dificultades que conlleva el trabajo y a permitir que la imaginación vague hacia tareas que agradan más, y dando entrada a la tristeza ante el presente real y concreto. San Josemaría brinda una consideración general –no limitada al ámbito del trabajo– que ayuda a reaccionar ante estas dificultades. ¡Dios te espera! –Por eso, ahí donde estás, tienes que comprometerte a imitarle, a unirte a Él, con alegría, con amor, con ilusión, aunque se presente la circunstancia –o una situación permanente– de ir a contrapelo 587. Según Francisca R. Quiroga, que comenta esta enseñanza de san Josemaría, "ser consciente del sentido de la propia actividad genera una actitud afectiva positiva (...) muy distinta de la que deriva de un horizonte mental cerrado por la necesidad, la carencia de significado o la sensación de merma de libertad (...). En cada actividad profesional hay una serie de valores que suscitan distintas instancias afectivas. Es lo que se denomina ilusión profesional. Trabaja con ilusión quien es consciente del valor intrínseco de lo que hace, del servicio que presta (...). El aprecio por el valor de la tarea que se realiza, se expresa afectivamente y redunda en su buena realización (...). Cuando falta o decae la ilusión profesional, el trabajo se hace con desgana, con aburrimiento, con resignación o con irritación y enfado" 588. Con razón se ha hecho notar, prosigue la misma autora, que "la ilusión tiene siempre un supuesto amoroso: quien se ilusiona está animado por un amor" 589. Para san Josemaría está claro que quien trabaja por amor a Dios ha de poner ilusión, y esa ilusión manifiesta el amor 590. c) El trabajo "se ordena al amor". Trabajo, contemplación y corredención Llegamos al tercer aspecto de lo que significa "trabajar por amor", tomando ahora la preposición "por" en su sentido final. "Trabajar por amor" es entonces "ordenar el trabajo al amor a Dios": hacer que Dios sea el fin último del trabajo. El siguiente texto lo expresa de modo conciso: Pongamos al Señor como fin de todos nuestros trabajos, que hemos de hacer non quasi hominibus placentes, sed Deo qui probat corda nostra (1Ts 2, 4); no para agradar a los hombres, sino a Dios que sondea nuestros corazones 591. Aunque san Josemaría menciona este aspecto en tercer lugar (después de decir que el trabajo nace del amor y que manifiesta el amor), es el que pone en marcha los otros dos, porque no se trata de una finalidad yuxtapuesta al trabajo, sino de la causa final conscientemente asumida que, por su primado en la concatenación de las causas, impulsa a trabajar (causa eficiente) e influye de modo decisivo en la perfección del trabajo (causa formal) 592. Según se estudió extensamente en la Parte I, san Josemaría describe el fin último de la vida espiritual con tres expresiones que forman un sola aspiración: "dar gloria a Dios", "querer que Cristo reine", "llevar a todos con Pedro a Jesús por María". Empleando este mismo esquema, podemos ver ahora que "ordenar el trabajo al amor" es ordenarlo a la gloria de Dios, para lo cual es necesario que sirva al reinado de Cristo y a la edificación de la Iglesia. Teniendo en cuenta lo que ya se dijo acerca de este triple modo de indicar el fin último de todas nuestras acciones, ahora sólo hemos de aplicarlo concretamente al trabajo profesional. c.1) Trabajar para dar gloria a Dios: contemplar a Dios en el trabajo Dios creó al hombre para que fuera intérprete de la manifestación de su gloria, no sólo contemplando la grandeza de sus obras y alabándole por su omnipotencia, sabiduría y amor, sino también participando él mismo de su poder creador para perfeccionar el mundo mediante el trabajo, de modo que reflejase siempre más la gloria divina. En el designio divino, el trabajo del hombre se ordena a la manifestación ulterior de su gloria. San Josemaría alienta a asumir personalmente este designio: trabajad cara a Dios, sin ambicionar gloria humana. Algunos ven en el trabajo un medio para conquistar honores, o para adquirir poder o riqueza que satisfaga su ambición personal, o para sentir el orgullo de la propia capacidad de obrar 593. Esas actitudes desentonan con la altísima nobleza que le ha conferido el Creador. Con el trabajo, alabamos a Dios 594. Este es el proyecto divino y, para cumplirlo, el trabajo ha de ejercitarse sin que, de nuestra parte, intentemos percibir aplausos y alabanzas para nuestras personas. Deo omnis gloria!, para Dios toda la gloria 595. Cuando el cristiano busca efectivamente dar gloria a Dios, su trabajo se ordena al amor porque se orienta al cumplimiento de la Voluntad divina y le une con Él. Pero, ¿qué es trabajar para la gloria de Dios? Comenzando por lo más básico, es procurar que el resultado del trabajo contribuya positivamente a ordenar la creación según el querer divino, tratando de orientar su transformación al bien integral de las personas. Trabajar para la gloria de Dios exige cuidar la creación, su equilibrio y su belleza, cultivarla como don de Dios al hombre 596. La visión cristiana integra el cuidado de la naturaleza y su transformación al servicio del hombre por medio del trabajo. Pero no basta ordenar a Dios el resultado del trabajo. En Betania, el Señor reprochó a Marta el modo de afrontar su tarea. Ella quería indudablemente servirle con su esfuerzo, pero no era suficiente: "Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas, pero una sola cosa es necesaria" (Lc 10, 41-42). Ya vimos que estas palabras no representan una invitación a abandonar el trabajo y que san Josemaría las entiende como una llamada a convertirlo en oración contemplativa 597. Trabajar para la gloria de Dios consiste radicalmente en amarle en el trabajo, cumpliendo ahí su Voluntad; en vivir para Dios en el trabajo, buscando ahí la unión con Él (con todo lo que esto lleva consigo: rectificar la intención, rechazar la vanagloria, etc.); en una palabra, se trata de convertir el propio trabajo en oración. Para esto es preciso, sin duda, buscar la presencia de Dios en el trabajo, poniendo diversos medios: por ejemplo, ofrecerle la labor al comenzarla y darle gracias al terminarla, aprovechar las pausas y momentos libres para elevar el corazón a Dios y pedirle ayuda, emplear "industrias humanas" 598 que permitan mantener vivo ese trato con el Señor en el trabajo. Pero eso no es todo. Movido por el Espíritu Santo y poniendo esos medios, el cristiano se dispone para recibir el don de la contemplación en el trabajo. Sólo entonces se puede decir en sentido propio y cabal que la actividad de trabajar es totalmente una participación en el poder creador de Dios. En efecto, así como en el seno de la Santísima Trinidad el Hijo es la Palabra creadora, análogamente la actividad "creadora" del cristiano, hijo de Dios en el Hijo, está llamada a ser un diálogo filial con su Padre Dios y sólo entonces es plenamente "prolongación" de la actividad creadora de Dios. Todo lo que dijimos en el capítulo 1º acerca de la contemplación, encuentra aquí la aplicación más propia y específica. El cristiano puede glorificar a Dios contemplándole "mientras trabaja", como acabamos de decir, y también "por medio del resultado de su trabajo", porque así como al crear el universo "vio Dios que era bueno" (Gn 1, 10 ss.), análogamente –con la infinita distancia que comporta la analogía– el cristiano, al participar del poder creador mediante su trabajo, puede contemplar a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza sino también en la perfección que adquiere la creación por medio de sus propias obras (cuando efectivamente esto sucede). Pero además –y este es el punto central– puede contemplar a Dios "en su misma actividad de trabajar", en la misma experiencia de su trabajo, intelectual o manual, si por querer ordenarlo verdaderamente al amor, nace del amor y manifiesta el amor. La "materia" o el "lugar" de la contemplación o, dicho de otro modo, el "tema" del diálogo contemplativo con Dios, no es sólo lo que está fuera del hombre; antes y principalmente es su misma actividad interior. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración 599. Sin apartar la atención de lo que está haciendo, el cristiano puede ser consciente del amor a Dios con que lo realiza. Y ese amor es participación del Espíritu Santo que lo introduce en "las profundidades de Dios" (1Co 2, 10). Al realizar el trabajo con el amor que el Paráclito le infunde, y al ser consciente de ese amor, el cristiano entra en las profundidades de la vida divina, tiene trato con cada una de las Personas divinas y se encuentra –imitando a Jesús en Nazaret– con el corazón puesto en su Padre Dios y en su misión redentora. Esta contemplación es posible también en los trabajos que exigen todas las energías de la mente, como el estudio o la investigación científica. Más aún, es la contemplación lo que da pleno sentido a esos trabajos. En una ocasión, al contestar a una persona que preguntaba si es obstáculo para la vida contemplativa dedicarse a quehaceres que absorben toda la atención, san Josemaría respondió: Te dejarás absorber por la actividad sólo para divinizarla 600. Los años de Nazaret –años intensos de trabajo y de oración, en los que Jesucristo llevó una vida corriente 601– proclaman silenciosamente que la tarea profesional no es obstáculo para "orar sin interrupción" (1Ts 5, 17; cfr. Lc 18, 1). Al contrario, es ocasión y medio para un intenso trato filial con la Santísima Trinidad presente en el alma en gracia. A otras almas, con vocación diversa, les facilita la contemplación el abandono del mundo –el contemptus mundi– y el silencio de la celda o del desierto. A nosotros, hijos míos, el Señor nos pide sólo el silencio interior –acallar las voces del egoísmo del hombre viejo–, no el silencio del mundo: porque el mundo no puede ni debe callar para nosotros 602. Nuestra celda es la calle 603, repite con frecuencia san Josemaría. Y añade, incluyendo toda clase de trabajos, también los intelectuales: Por eso, en la calle –en la oficina, en el estudio, en la cátedra, en el laboratorio, en la fábrica, en las labores del campo...– debemos vivir constantemente nuestra unión con Dios 604. Por este camino llega un momento en el que es imposible establecer una diferencia entre trabajo y contemplación: no se puede decir hasta aquí se reza, y hasta aquí se trabaja. Se continúa siempre rezando, contemplando en la presencia de Dios. Siendo hombres de acción en apariencia, vamos a parar a donde fueron a parar los místicos más altos: volé tan alto, tan alto, / que le di a la caza alcance, hasta el corazón de Dios 605. Contemplo porque trabajo; y trabajo porque contemplo 606, afirma san Josemaría. El trabajo le llevaba a contemplar a Dios, y la contemplación le impulsaba a trabajar. Aquí se ve esa concatenación de las causas a la que nos referíamos al inicio de este apartado c). Lo uno alimenta lo otro, y el movimiento que se genera no permanece en el mismo plano sino que se eleva como en una espiral hacia la unión con Dios, con el deseo de llegar a verle cara a cara. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán 607. c.2) Trabajar para que Cristo reine. Poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas Para dirigir el trabajo a la gloria de Dios es necesario orientarlo al reinado de Cristo: procurar que Jesucristo reine en uno mismo y en el mundo, por medio del trabajo profesional. La unión entre gloria de Dios y reino de Cristo es muy fuerte en la enseñanza de san Josemaría, sobre todo a partir del momento en que Dios le hizo comprender en un sentido nuevo las palabras " et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum" (Jn 12, 32 [Vg]) 608. Mientras celebraba la Santa Misa el 7 de agosto de 1931, fiesta entonces de la Transfiguración del Señor, en la diócesis de Madrid, precisamente en el momento de elevar la Sagrada Hostia, entendió que Cristo quería ser alzado por los hijos de Dios en la cumbre y en la entraña 609 de todas las actividades humanas, de todos los trabajos profesionales, y que entonces Él atraería todo hacia sí y su reinado se dilataría en la historia. Para captar el pensamiento de san Josemaría en este punto, son fundamentales otras palabras con las que inicia un documento de 1934: Jesús nos urge. Quiere que se le alce de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a sí todas las cosas (Jn 12, 32) 610. Conviene recordar que al texto de Jn 12, 32 –"Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré todo hacia mí"– el evangelista añade la explicación: "Decía esto señalando de qué muerte iba a morir" (Jn 12, 33). Esto parece contrastar con el sentido nuevo 611 que san Josemaría descubre en este pasaje: que el Señor quería ser alzado "no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas". Él mismo advertía el contraste. Recordaba que el Señor le había referido: no es en el sentido en que lo dice la Escritura; te lo digo en el sentido de que me pongáis en lo alto de todas las actividades humanas; que, en todos los lugares del mundo, haya cristianos con una dedicación personal y libérrima, que sean otros Cristos 612. Naturalmente, que no sea "en el sentido en que lo dice la Escritura" no puede significar que este "nuevo sentido" sea ajeno a ella: otros textos de san Josemaría no sólo lo excluyen, sino que muestran que veía el "sentido nuevo" como sentido pleno 613 de ese pasaje. Simplemente quiere decir que no se reducía al sentido en que hasta entonces había sido entendido, aunque lo incluía. Entonces, ¿cuál es este "nuevo" sentido?, ¿qué significa poner a Cristo "en la cumbre" o "en la gloria" –de momento tomamos estas expresiones como equivalentes– de todas las actividades humanas? Álvaro del Portillo lo explicaba así: "La luz nueva que nuestro Padre vio en ese anuncio del Señor, fue: hemos de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas honestas, trabajando en medio del mundo, en la calle –somos gentes de la calle– para corredimir con Jesús, para reconciliar las cosas del mundo con Dios, para que el Señor atraiga a sí todo. ¿Y cómo pondremos a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas? Haciendo nuestro trabajo ordinario –cada uno el suyo– lo mejor que podamos, incluso humanamente, por amor de Dios" 614. Esta sencilla explicación encierra un sentido profundo, que trataremos de exponer en dos pasos. 1º) La "cumbre" y la "gloria" son las personas, no las cosas. Podría parecer que un cristiano pone a Cristo "en la cumbre" ("en lo alto", "en la cima") de su trabajo, cuando al realizarlo por amor a Dios, logra un resultado brillante, que los demás admiran, como sugieren los términos "cumbre", "cima", "alto". Sin embargo la "cumbre" en la que el Señor quiere ser alzado no son las cosas, las realidades terrenas. Estas han sido creadas para el hombre. Por eso san Josemaría habla de poner a Cristo "en lo alto de las actividades terrenas". La cima son las actividades de las personas y, en definitiva, los corazones de los que surgen esas actividades. San Josemaría habla también de poner a Cristo "en la gloria" de las actividades humanas. Si se tiene en cuenta cómo usa el término "gloria", se puede hacer una consideración a la que no dan pie tan claramente los otros términos ("cumbre", "cima", "alto"). El cristiano que está en gracia de Dios, que es hijo adoptivo de Dios, vive en esta tierra una incoación de la gloria: como una primicia de la vida sobrenatural del Señor glorioso, por la acción del Espíritu Santo que le ha sido enviado. Es ipse Christus, pero también ha de serlo cada vez más, correspondiendo libremente a la acción del Paráclito que le mueve a realizar su trabajo y todas sus actividades con la mayor perfección posible, por amor. Cuando lo hace así, se identifica más con Cristo, pone al Señor "en la gloria" de las actividades humanas y Él atrae todo hacia sí. De nuevo hay que decir que, por muy importante que sea procurar que el resultado de las actividades refleje por su perfección, de algún modo, la gloria de Dios, quien le glorifica es el hombre que vive vida sobrenatural. Tampoco es necesario que el hombre mismo brille por su actividad o que triunfe humanamente. Si esto sucede, tendrá que ordenar también esos bienes humanos al reinado de Cristo, pero no es lo esencial. [Si el cristiano] acepta que en su corazón habite Cristo, que reine Cristo, en todo su quehacer humano se encontrará –bien fuerte– la eficacia salvadora del Señor. No importa que esa ocupación sea, como suele decirse, alta o baja; porque una cumbre humana puede ser, a los ojos de Dios, una bajeza; y lo que llamamos bajo o modesto puede ser una cima cristiana, de santidad y de servicio 615. Recuérdese que san Josemaría entendió el "nuevo sentido" de Jn 12, 32 precisamente en la fiesta de la Transfiguración del Señor, día en el que se celebra la manifestación de la gloria de la Divinidad en su Humanidad, por unos momentos. Su gloria había permanecido escondida de modo particular durante los años de su vida en Nazaret, donde realizó con perfección un trabajo corriente. Esto ayuda a comprender que los hijos de Dios están llamados a vivir un inicio de la vida gloriosa de Cristo en la existencia ordinaria, de modo análogo a como Él ha vivido en la historia 616, y que poner al Señor en la cima de su trabajo no significa necesariamente sobresalir ante los hombres. Un cristiano sincero, coherente con su fe, no actúa más que cara a Dios, con visión sobrenatural; trabaja en este mundo, al que ama apasionadamente, metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo. Nos lo confirma San Pablo: quæ sursum sunt quærite; buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; saboread las cosas del Cielo, no las de la tierra. Porque muertos estáis ya –a lo que es mundano, por el Bautismo–, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Col 3, 1-3) 617. Al actuar así en la normalidad de lo cotidiano, el cristiano está poniendo al Señor en la cumbre y en la gloria de las actividades humanas. Y es así como Él atrae todo hacia sí, por la acción del Espíritu Santo, para la gloria del Padre. 2º) Alzar a Cristo en la gloria de las actividades humanas es participar en el triunfo de la Cruz. La incoación de la vida gloriosa de Cristo en el cristiano es compatible con la fatiga, el dolor y la misma muerte; más aún, permite que estas consecuencias del pecado adquieran sentido corredentor. Cristo Jesús las ha asumido para reparar con su obediencia la desobediencia del pecado. El cristiano ha de vivir también en su trabajo una obediencia plena a la Voluntad de Dios, la "obediencia de la Cruz" 618. Esto significa, por una parte, abrazar generosamente el esfuerzo que comporta llevarlo a cabo con competencia profesional y con la mayor perfección posible, superando las dificultades; y, por otra, combatir la inclinación al mal que anida en el corazón, esforzarse para poner la Voluntad de Dios por encima del desorden de la "voluntad propia": de la tendencia al egoísmo, a la vanagloria, a la comodidad, etc. No se debe abandonar el trabajo cuando cuesta esfuerzo, ni aplazarlo cuando exige vencimiento, ni consentir la rutina cuando llega la tentación de evadirse interiormente. El cristiano ha de ofrecer al Padre esta lucha y ofrecerse a sí mismo en unión con el Sacrificio de Cristo. De ahí un consejo práctico: Antes de empezar a trabajar, pon sobre tu mesa o junto a los útiles de tu labor, un crucifijo. De cuando en cuando, échale una mirada... Cuando llegue la fatiga, los ojos se te irán hacia Jesús, y hallarás nueva fuerza para proseguir en tu empeño 619. Otras veces recomienda tener a la vista una cruz sin Crucifijo. El sentido lo explica en un punto de Camino: Me preguntas: ¿por qué esa Cruz de palo? –Y copio de una carta: "Al levantar la vista del microscopio la mirada va a tropezar con la Cruz negra y vacía. Esta Cruz sin Crucificado es un símbolo. Tiene una significación que los demás no verán. Y el que, cansado, estaba a punto de abandonar la tarea, vuelve a acercar los ojos al ocular y sigue trabajando: porque la Cruz solitaria está pidiendo unas espaldas que carguen con ella" 620. Una manifestación de ese abrazar la Cruz en el trabajo es no abatirse por los fracasos. El valor redentor del quehacer profesional no depende de los éxitos humanos sino del cumplimiento amoroso de la Voluntad de Dios. En Nazaret y durante su ministerio público, Jesús cumple la Voluntad divina "actuando", pero su obediencia se consuma "padeciendo", con un abandono total en el Padre (cfr. Lc 23, 46; Mt 27, 46). Un cristiano no lo ha de olvidar: más que con lo que hace –con sus iniciativas y logros–, corredime con lo que padece, cuando Dios permite que en su vida se presente el yugo suave y la carga ligera de Jesús (cfr. Mt 11, 30). Escribe san Josemaría: Ocúpate de tus deberes profesionales por Amor: lleva a cabo todo por Amor, insisto, y comprobarás –precisamente porque amas, aunque saborees la amargura de la incomprensión, de la injusticia, del desagradecimiento y aun del mismo fracaso humano– las maravillas que produce tu trabajo. ¡Frutos sabrosos, semillas de eternidad! 621 Las observaciones anteriores ayudan a comprender que llevar a cabo las actividades humanas con perfección para poner al Señor en la cumbre, exige purificar esas actividades de los residuos del pecado. Para esto, los hijos de Dios han de unir el esfuerzo y el sacrificio que reclama su trabajo cotidiano a la Cruz de Cristo, donde Él ha triunfado sobre el pecado y sus consecuencias. La tarea no puede ser más positiva para quien se sabe hijo de Dios y es consciente de estar viviendo la vida gloriosa de Cristo, porque afrontará el esfuerzo y el sacrificio con la certeza de que la batalla está ya vencida –el Señor la ha ganado– y de que, no obstante, tiene el honor de colaborar realmente en el triunfo, participando diariamente en la Cruz de Cristo, aunque sólo sea en muy pequeña medida 622. Esta visión positiva de la "cruz de cada día" (Lc 9, 23) es capital en la enseñanza de san Josemaría. Quizá ahora se puede captar mejor por qué habla de poner al Señor "no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas". Dice "no en la Cruz" porque ya ha sido elevado en la Cruz de una vez por todas, cuando ha entregado su vida en el Calvario (cfr. Hb 9, 28; 1P 3, 18); hay que ponerlo, en cambio, "en la gloria", porque Dios quiere que el cristiano participe en la Cruz gloriosa llevando a todas las actividades humanas la victoria de la Cruz: limpiándolas de la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio 623 y devolviéndoles su grandioso destino de ser medio para la unión con Dios. Aunque este empeño de hacer triunfar a Cristo tiene efectos en las realidades creadas, se cumple ante todo en el corazón del hombre. El cristiano pone a Cristo en la gloria de sus actividades cuando triunfa sobre el pecado; y triunfa sobre el pecado cuando "muere" a sí mismo: al egoísmo, a la soberbia, al desorden de la concupiscencia. Entonces vive cada vez con más plenitud la vida gloriosa de Cristo, es transformado progresivamente en Él y contribuye al dilatarse de su Reino para la gloria del Padre. La Santa Misa, al ofrecer al cristiano la posibilidad de unirse al Sacrificio de Cristo, es momento decisivo para ponerle en la cumbre de las actividades humanas. Se comprende que san Josemaría, después de las palabras con las que comienza el documento de 1934, citado al inicio de este apartado –Jesús nos urge. Quiere que se le alce de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a sí todas las cosas (Jn 12, 32) 624–, añada poco después: Mas, para cumplir esta Voluntad de nuestro Rey Cristo, es menester que tengáis mucha vida interior: que seáis almas de Eucaristía 625. Estas palabras nos introducen ya en el siguiente punto, con el que completamos el estudio esquemático de lo que significa que "el trabajo se ordena al amor". c.3) Edificar la Iglesia en el trabajo profesional. Santificación y apostolado Hemos visto que "ordenar el trabajo al amor a Dios" significa ordenarlo a su gloria y al reinado de Cristo. Por eso mismo se ha de ordenar a la edificación de la Iglesia porque, como ya sabemos, para dar gloria a Dios y buscar que Cristo reine es preciso edificar la Iglesia cooperando con el Espíritu Santo. La idea de que los laicos han de "edificar la Iglesia con su trabajo profesional" sería malentendida si se identificara la Iglesia con la Jerarquía y las instituciones eclesiásticas. En tal caso, "poner el trabajo al servicio de la edificación de la Iglesia" equivaldría a trabajar en estructuras eclesiásticas o promover en la sociedad iniciativas dependientes de la Jerarquía. Quien lo haga así edificará la Iglesia siempre que busque la santificación personal y el apostolado por medio de su trabajo. Sin embargo, obviamente no es la única forma, ni tiene por qué ser la mejor ni será la más común, de edificar la Iglesia con el propio trabajo profesional. Para servir a la Iglesia (...) [no] hace falta dedicarse a una actividad eclesiástica; la condición necesaria y suficiente es la de cumplir la misión que Dios ha encomendado a cada uno, en el lugar y en el ambiente queridos por su Providencia 626. El Cuerpo místico de Cristo crece cuando sus miembros prosperan en vitalidad sobrenatural –en santidad– y también en número. Ya vimos en el capítulo 3º con qué vigor enseña san Josemaría que la Iglesia se edifica por la santificación y el apostolado de sus fieles. Cuando un miembro se santifica, crece la Iglesia, se edifica la Iglesia; y cuando, como instrumento de Cristo, comunica la santidad a otros miembros o contribuye a incorporar a su Cuerpo a quienes aún no formaban parte de él, crece y se edifica la Iglesia. Los cristianos pueden prestar esta contribución por medio de su trabajo profesional ordinario, la tarea civil de cada uno en la sociedad, poniendo de relieve –con la coherencia de su vida– la constante presencia de la Iglesia en el mundo, ya que todos los católicos son ellos mismos Iglesia 627. Si un fiel laico progresa en santidad por medio de su trabajo –como obrero, o como médico, o en las tareas del hogar, etc.– edifica la Iglesia ipso facto, con su santificación personal; y cuando hace apostolado a través de su trabajo, la edifica en los demás. Todo trabajo profesional se puede ordenar a la edificación de la Iglesia si sirve a la santificación y al apostolado, es decir, si se ordena a la identificación personal con Cristo y al cumplimiento de la misión apostólica. ¿Y cómo se realiza esto en la práctica?, ¿cómo se ordena concretamente la tarea profesional a la edificación de la Iglesia? Volvamos a unas palabras de san Josemaría acerca del trabajo de Jesús en Nazaret: En rigor, no se puede decir que haya nobles realidades exclusivamente profanas, una vez que el Verbo se ha dignado asumir una naturaleza humana íntegra y consagrar la tierra con su presencia y con el trabajo de sus manos. La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención 628. La Encarnación del Verbo nos muestra que las realidades humanas no tienen un sentido exclusivamente profano. Pero el Hijo ha consagrado o santificado las actividades temporales no sólo porque siendo Dios las ha desempeñado al hacerse hombre, sino porque las ha unido al Sacrificio de la Cruz, del que ha nacido la Iglesia. Ha ordenado su trabajo y su fatiga diaria a la formación de la Iglesia. En Nazaret ha llevado a cabo su tarea en obediencia amorosa a la Voluntad del Padre, unida a la obediencia de la Cruz, cuyo fruto es el don del Espíritu Santo, "alma" de la Iglesia 629. Ya en su vida oculta, el Señor estaba formando la Iglesia que nacerá de su costado abierto en el Calvario y se manifestará en Pentecostés. Como se puede ver en el último texto de san Josemaría que hemos citado, después de afirmar el sentido santificador y redentor del trabajo de Cristo, añade: La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención 630. Del trabajo redentor de Cristo pasa, sin solución de continuidad, al trabajo corredentor del cristiano. En efecto, también el cristiano, como hijo de Dios en Cristo –alter Christus, ipse Christus–, está llamado a edificar la Iglesia uniendo su trabajo a la Misa, actualización o renovación sacramental del Sacrificio de la Cruz. Nosotros hemos de vivir especialmente aquello de que la Misa es el centro de la vida interior, de tal manera que sepamos estar con Cristo, haciéndole compañía a lo largo de la jornada, bien unidos a su sacrificio: todo nuestro trabajo tiene ese sentido. Y esto nos llevará durante el día a decir al Señor que nos ofrecemos por Él, con Él y en Él a Dios Padre, uniéndonos a todas sus intenciones, en nombre de todas las criaturas. Si vivimos así, todo nuestro día será una Misa: desde que nos levantamos hasta que nos acostemos 631. Hemos de remitir aquí a la última parte del capítulo 3º ("La santa Misa, centro y raíz de la vida cristiana"), donde se estudió lo que significa "prolongar la Misa durante el día" o "hacer del día una misa" y se mostró que de este modo el cristiano edifica la Iglesia. Allí nos referíamos a todas las obras de la jornada, ahora hablamos concretamente del trabajo profesional. La dinámica es la misma: de la Misa al trabajo y del trabajo a la Misa. Son, respectivamente, los sentidos de los términos raíz y centro. En el primer caso la participación litúrgica en la santa Misa es "raíz" de la vida interior del cristiano que desea santificar su trabajo, porque éste ha de ser una prolongación de la Misa; en el segundo caso, la Misa es el "centro" en el que debe confluir todo el trabajo de la jornada, para ofrecerlo al Padre en unión con Cristo por el Espíritu Santo. El trabajo del cristiano llega a ser así santificador y corredentor, un trabajo que edifica la Iglesia. Para expresar la unión del trabajo con la Eucaristía se ha hecho notar que el trabajo de un hijo de Dios que busca la identificación con Cristo es de algún modo "trabajo de Cristo" y, por tanto, "trabajo de Dios", opus Dei; asimismo, su participación en la Misa es también obra de Dios, opus Dei, como desde antiguo se ha llamado al "oficio divino" y se puede extender a todo el culto a Dios. "Si existe una definición genérica de culto y de trabajo, común a ambos conceptos, es probablemente la de obra de Dios" 632. Culto y trabajo llegan a compenetrarse en la vida del cristiano que une su trabajo a la Misa y que prolonga la Misa en su trabajo, edificando así la Iglesia. * * * Según hemos visto a lo largo de esta sección, "santificar el trabajo" es convertirlo en oración y, en definitiva, "trabajar por amor", con sus tres aspectos, el último de los cuales era que "el trabajo se ordena al amor" (además de que "nace del amor" y "manifiesta el amor"). Este "ordenar el trabajo al amor" significa ordenarlo a la edificación de la Iglesia y, por tanto, a la santificación personal y al apostolado. El concepto de "santificar el trabajo" (santificar la acción de trabajar) es por lo tanto inseparable de los conceptos "santificarse en el trabajo" (santificación personal) y "santificar a los demás con el trabajo" (apostolado), que estudiaremos en los apartados sucesivos. Esto no significa que sean simples efectos del primero y que no hayan de buscarse directamente. San Josemaría enseña que el cristiano ha de proponerse los tres, pero menciona ordinariamente en primer lugar "santificar el trabajo" 633, distinguiendo entre el orden de la intención y el de la ejecución. Cuando habla primero de "santificar el trabajo" se refiere al orden de la ejecución. En este orden, supuesto el estado de gracia del que trabaja, la santificación de la acción de trabajar precede a la santificación (crecimiento en santidad) del que trabaja y a la santificación de los demás: "santificando el trabajo seré santo e instrumento de santidad". La santificación del trabajo se ordena a la santificación de la persona, no al revés. En el orden de la intención, en cambio, la santificación de la persona precede a la de santificar el trabajo y conduce a ésta: "quiero ser santo y por eso quiero santificar el trabajo". Concluimos señalando que lo que propiamente edifica la Iglesia es la santificación de la acción de trabajar para crecer personalmente en santidad y procurar que los demás se santifiquen. Sin embargo, también contribuye a la edificación de la Iglesia el buen resultado del trabajo (o más precisamente el trabajo en sentido objetivo), en la medida en que es aportación al verdadero progreso, formando las estructuras y costumbres de la sociedad de modo acorde con la ley moral y la dignidad de los hijos de Dios. La edificación de la Iglesia no coincide, como bien sabemos, con el progreso humano, pero éste "interesa en gran medida al Reino de Dios en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana" 634. El ideal que propone san Josemaría es el de un trabajo que contribuya eficazmente a la edificación de la ciudad terrena –y que esté, por tanto, hecho con competencia y con espíritu de servicio– y a la consagración del mundo 635. El cristiano ha de colaborar humildemente, pero fervorosamente, en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que ha desordenado el hombre pecador, de llevar a su fin lo que se descamina, de restablecer la divina concordia de todo lo creado 636. 2.3.2. Realidad santificadora: "santificarse en el trabajo y santificar con el trabajo" Para san Josemaría el trabajo profesional no es sólo "santificable", como acabamos de estudiar, sino también "santificador" en cuanto medio y camino para alcanzar la propia santidad y para ayudar a los demás a alcanzarla. Designa estos dos aspectos como "santificarse en el trabajo" y "santificar con el trabajo". Los estudiaremos en los dos títulos siguientes. a) "Santificarse en el trabajo" "La actividad humana –ha observado el Concilio Vaticano II–, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo" 637. Ya a nivel meramente humano, "la actividad laboral posee, de acuerdo con el Fundador del Opus Dei, un valor que no es sólo productivo sino también transformador (...) del propio agente, en tanto que la acción procede de él y en él termina" 638. Para san Josemaría, escribe el filósofo Fernando Inciarte, "cada trabajo recto y cuidadosamente ejecutado, también el trabajo manual (...), lleva no sólo a la perfección de la obra sino también y sobre todo del hombre mismo que actúa" 639. Si esto es verdad en el plano humano, no lo es menos en el de la elevación sobrenatural. La transformación perfectiva de la persona por medio del trabajo santificado no es otra cosa que el crecimiento en santidad del cristiano que lo realiza. Pero esto sólo sucede cuando el que trabaja es ya "santo", es decir, cuando está en gracia de Dios: de lo contrario no podría crecer en santidad por medio de su trabajo. O sea, sólo quien ya es "santo" puede santificar su trabajo y crecer entonces en santidad: primero ha de ser santo (ser hijo adoptivo de Dios, estar en gracia de Dios) y buscar el crecimiento en santidad; después crecerá como hijo de Dios si santifica el trabajo. De ahí que no basta "limitarse" –por decir así– a santificar la actividad de trabajar, es preciso buscar expresamente la propia santificación a través del trabajo. No basta hacer cosas buenas y santas, es necesario querer ser bueno y santo. La prioridad ontológica del ser respecto al obrar se manifiesta, en el orden de la intención y referido al trabajo, en que, precisamente porque se quiere ser santo, se quiere santificar la acción de trabajar, porque así se crece en santidad. No tendría sentido pretender santificar el trabajo sin buscar la santidad. Esto resulta claro en línea de principio. Mantenerlo claro también en la práctica salvaguarda de la tentación de poner el trabajo por encima de la santidad, o de permitir que acabe discurriendo por un cauce independiente de ella. Es una cuestión de principio, cargada de consecuencias. Con la gracia de Dios, dais a vuestro trabajo profesional en medio del mundo su sentido más hondo y más pleno, al orientarlo hacia la salvación de las almas, al ponerlo en relación con la misión redentora de Cristo (...). Pero es necesario que Jesús y, con Él, el Padre y el Espíritu Santo, habiten realmente en nosotros. Por eso, santificaremos el trabajo, si somos santos, si nos esforzamos verdaderamente por ser santos. (...) Si no tuvierais vida interior, al dedicaros a vuestro trabajo, en lugar de divinizarlo, os podría suceder lo que sucede al hierro, cuando está al rojo y se mete en el agua fría: se destempla y se apaga. Habéis de tener un fuego que venga de dentro, que no se apague, que encienda todo lo que toque. Por eso he podido decir que no quiero ninguna obra, ninguna labor, si mis hijos no se mejoran en ella. Mido la eficacia y el valor de las obras, por el grado de santidad que adquieren los instrumentos que las realizan 640. a.1) Crecimiento como hijos de Dios por medio del trabajo Ya sabemos que el proceso de santificación de un cristiano no es otra cosa que su crecimiento como hijo de Dios, desde el Bautismo hasta la plenitud de la filiación divina en la gloria 641. Por eso, la idea de que "santificaremos el trabajo si somos santos", contenida en la cita anterior, se puede expresar también en términos de filiación divina. El cristiano está llamado a crecer en identificación con Jesucristo por medio del trabajo, y esto sólo es posible si es ya hijo adoptivo de Dios por la gracia: "no se puede santificar la acción [de trabajar] –no es acción in Christo– si no procede de un sujeto que, al existir actualmente en Cristo, se santifica en ella" 642. Así como Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia durante los años de Nazaret (cfr. Lc 2, 52), análogamente el cristiano, viviendo vida sobrenatural, debe crecer como hijo de Dios, identificándose progresivamente con Cristo por medio de sus deberes ordinarios y, concretamente, del trabajo profesional. "Santificarse en el trabajo" significa procurar crecer como hijos de Dios en el trabajo: avanzar en la identificación con Cristo por la acción del Espíritu Santo, mediante el trabajo. Sin embargo, también hay que decir que no basta ser hijo de Dios para trabajar como hijo de Dios y crecer en identificación con Cristo. Muchos son hijos de Dios por la gracia, pero realizan su trabajo al margen de esta magnífica realidad. Por eso san Josemaría aconseja cultivar el "sentido" de la filiación divina en el trabajo, ser conscientes cuando se trabaja de que "Cristo vive en mí" (cfr. Ga 2, 20). Saberse hijo de Dios en el trabajo conduce a realizarlo como un encargo divino: tú y yo hemos de recordarnos y de recordar a los demás que somos hijos de Dios, a los que, como a aquellos personajes de la parábola evangélica, nuestro Padre nos ha dirigido idéntica invitación: hijo, ve a trabajar a mi viña (Mt 21, 28) 643. El trabajo adquiere entonces sentido de misión y de ahí surge la primera consecuencia: quien se sabe hijo de Dios acepta gustosamente la necesidad de trabajar en este mundo, durante muchos años, porque Jesús tiene pocos amigos aquí abajo. No rehusemos la obligación de vivir, de gastarnos –bien exprimidos– al servicio de Dios y de la Iglesia 644. La conciencia de la filiación divina lleva a fijar la mirada en el Hijo de Dios hecho hombre, especialmente durante aquellos años intensos de trabajo y de oración, en los que Jesucristo llevó una vida corriente (...); en aquel sencillo e ignorado taller de artesano, como después ante la muchedumbre, todo lo cumplió a la perfección 645. El convencimiento de vivir la vida de Cristo proporciona, a quien se sabe hijo de Dios, la certeza de que es posible convertir el trabajo en oración. Estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios 646. En suma, la conciencia de la filiación divina es fundamento para crecer en identificación con Cristo a través de la santificación del trabajo. a.2) Crecimiento en la libertad de hijos de Dios por el trabajo El crecimiento personal en santidad, como hijos de Dios, se manifiesta en la maduración de la libertad y se produce a través de su ejercicio, análogamente a como la salud del cuerpo permite el ejercicio físico y éste favorece la salud. La identificación con Cristo es siempre obra del Espíritu Santo, pero es necesario acoger libremente su gracia empleando la libertad para amar: concretamente, en el tema que estamos viendo, para trabajar por amor 647. Un cristiano crece como hijo de Dios al ritmo en que madura su libertad, que no es sólo la libertad humana sino la "libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1). A medida que corresponde a la gracia, se libera del amor propio desordenado que le impide amar a Dios ex toto corde. Alcanza entonces una mayor libertad de las tendencias desordenadas y puede emplearla más ágilmente para amar a Dios y cumplir su Voluntad en el trabajo. Cuando un hijo de Dios se ocupa de lo que debe –del trabajo profesional que ha asumido– sabe que ese trabajo es el que Dios quiere para él en ese momento. Y si ama la Voluntad de su Padre Dios, no lo acometerá con la mentalidad de un esclavo que considera lo que ha de hacer como algo impuesto, sino como un hijo que trabaja en la viña de su padre y, por tanto, en lo que es suyo. El cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre 648. Esto resulta fácil de aceptar cuando la profesión satisface las propias aspiraciones y gustos, porque se tiende a pensar que sólo trabaja libremente quien se dedica a lo que le agrada o, al menos, a lo que él mismo ha escogido. Pero la libertad cristiana llega más lejos, es capaz de hacer frente a situaciones adversas y sacarles provecho. "El trabajo, encargo divino, alcanza una nueva dimensión en y a través de la libertad de los hijos de Dios" 649. Un cristiano puede trabajar libremente y madurar en su libertad interior, también cuando ese trabajo es contrario a sus inclinaciones naturales o lo ha tenido que aceptar por necesidad económica o social, etc. Si esto se debe a injusticia, el que la comete tendrá que rendir cuentas a Dios –y quizá también a la justicia humana–, pero el que la sufre puede encontrar ahí la Cruz de Cristo y llevarla libremente, lo cual no significa que condescienda con la injusticia. No puede amar que otro cometa un atropello y tratará de evitarlo, pero puede amar que Dios permita que él lo padezca y que así corredima con Cristo. Estos casos son, sin embargo, patologías del trabajo profesional que alteran el cuadro de los derechos y deberes morales, y que no pueden tomarse como regla. Menos aún son norma los casos de coacción física y las situaciones equiparables a la esclavitud –aún en nuestros días– indignas de la condición humana. El punto de referencia en todo lo que venimos diciendo son las situaciones de trabajo legales y objetivamente justas. En este supuesto, quien se encuentre en una situación laboral insatisfactoria para él, hará bien en intentar corregirla o en cambiar de trabajo, si puede; pero si no puede, tampoco ha de conducirse como un esclavo al que obligan a producir en beneficio ajeno. Cuando san Josemaría hace la importante afirmación, comentada en este capítulo ampliamente, de que el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor 650, la hace en general, para cualquier circunstancia en la que se pueda hablar de verdadero "trabajo profesional", ya sea humanamente favorable o adversa. Siempre se puede trabajar por amor a Dios, y por tanto con libertad interior. Entonces ese trabajo es camino para madurar en libertad, superando la pretensión de elevar el amor propio a regla suprema de conducta. Se ha dicho oportunamente que el trabajo es la "actividad humana en la que se dan cita praxis y poiésis, libertad y producción" 651. Para un cristiano, el trabajo no es un simple medio de producción sino un medio de santificación y, en consecuencia, de crecimiento en la libertad de los hijos de Dios. a.3) Crecimiento en las virtudes de hijos de Dios en el trabajo Después de haber visto que el crecimiento como hijos de Dios en el trabajo se manifiesta en la libertad y se produce por medio de ella, nos falta considerar que, para esto, la libertad se ha de emplear en el ejercicio de las virtudes cristianas. En la medida en que se hace así, el trabajo se convierte en un instrumento para conseguir la perfección humana –terrena– y la perfección sobrenatural 652. En efecto: Es toda una trama de virtudes la que se pone en juego al desempeñar nuestro oficio, con el propósito de santificarlo: la fortaleza, para perseverar en nuestra labor, a pesar de las naturales dificultades y sin dejarse vencer nunca por el agobio; la templanza, para gastarse sin reservas y para superar la comodidad y el egoísmo; la justicia, para cumplir nuestros deberes con Dios, con la sociedad, con la familia, con los colegas; la prudencia, para saber en cada caso qué es lo que conviene hacer, y lanzarnos a la obra sin dilaciones... Y todo, insisto, por Amor 653. La mención de las cuatro virtudes cardinales, sucintamente ejemplificada en este pasaje, da a entender que el trabajo profesional es campo de ejercicio de todas ellas. El orden y la serenidad, la alegría y el optimismo, la reciedumbre y la constancia, la lealtad, la humildad y la mansedumbre, la magnanimidad y las demás virtudes que aquí no se pueden ni siquiera enumerar, configuran al cristiano con Cristo a través del trabajo profesional. No se santifica en el trabajo, por tanto, quien se contenta sólo con algunas virtudes –las que más influyan en su tarea, por ejemplo– pero descuida otras, sino quien lucha por vivirlas todas. Si perdiera de vista que ha de "santificarse" en su trabajo, acabaría postergando las virtudes que no tienen esa repercusión inmediata. Quizá practicaría la constancia pero abandonaría la magnanimidad, o cultivaría la amabilidad pero a costa de la veracidad, etc. Tendríamos entonces la paradoja de una persona que trabaja bien y quiere santificar el trabajo, pero que no se santifica en el trabajo porque no se configura con Cristo, perfectus Deus, perfectus homo. No cabe duda de que en el entramado de las virtudes hay que poner unos hilos antes que otros, como al tejer un tapiz. Pero la tarea profesional alcanza plenitud de sentido sólo cuando perfecciona por entero a la persona que la realiza. En todo caso, las virtudes humanas no bastan para santificarse en el trabajo. Sólo la caridad es la esencia de la santidad. Un cristiano competente y eficaz en su profesión no se santifica si no tiene caridad. Podrá realizar perfectamente una tarea concreta en el plano humano, pero no será perfecto, ni siquiera humanamente, porque "la caridad es el vínculo de la perfección" (Col 3, 14) y su ausencia se reflejará de un modo u otro en la quiebra del cuadro unitario de las virtudes humanas. En conclusión, "santificarse en el trabajo" es crecer como hijos de Dios en la tarea profesional, por la acción del Espíritu Santo y con la correspondencia personal, desplegando la libertad en el ejercicio de la caridad y de las demás virtudes. El crecimiento en filiación divina, libertad, caridad –los tres temas que vimos en la Parte II, como planos de la perfección del cristiano– se puede realizar en y a través del trabajo profesional. b) "Santificar con el trabajo" Si [el cristiano] acepta que en su corazón habite Cristo, que reine Cristo, en todo su quehacer humano se encontrará –bien fuerte– la eficacia salvadora del Señor 654. Al buscar la santidad en la tarea profesional, necesariamente ha de procurar también la de quienes le rodean, y la de todos los hombres, así como la transformación cristiana del mundo. Veamos tres cauces para cooperar con el Espíritu Santo en la santificación de los demás por medio del trabajo: la comunión de los santos; el apostolado del ejemplo y de la palabra; la configuración cristiana de la sociedad. b.1) La "comunión de los santos" en el trabajo El cristiano coopera con el Espíritu Santo en la santificación de los demás ante todo por la comunión de los santos. El apostolado no es sólo acción apostólica: antes vienen la oración y la expiación 655. Quien procura convertir su trabajo en oración, acompañada siempre de sacrificio, y lo ofrece por otros, está contribuyendo a la santidad de los demás enviándoles sangre arterial, rica de oxígeno 656: es portador de vida sobrenatural para los demás miembros del Cuerpo místico. Aunque su círculo de relaciones profesionales fuera muy reducido o trabajara incluso totalmente aislado, su tarea transformada en oración llegaría a toda la Iglesia y a todo el mundo, unida a la de Cristo. Sólo por este título estaría santificando a los demás con su trabajo. b.2) Apostolado personal en el trabajo Además de lo anterior, santificar con el trabajo es convertirlo, siempre que sea posible, en medio y ocasión de acción apostólica, con el ejemplo y con la palabra: ofreciendo la pauta de una conducta cristiana que mueva al encuentro con Dios (cfr. Mt 5, 16) y aprovechando las múltiples relaciones profesionales para acercarle otras personas, con un trato personal de sincera amistad. San Josemaría condensa estos dos aspectos cuando escribe que la práctica de la caridad y de las demás virtudes es ya apostolado. Porque, al procurar vivir así en medio del trabajo diario, la conducta cristiana se hace buen ejemplo, testimonio, ayuda concreta y eficaz; se aprende a seguir las huellas de Cristo que coepit facere et docere (Hch 1, 1), que empezó a hacer y a enseñar, uniendo al ejemplo la palabra. Por eso he llamado a este trabajo, desde hace cuarenta años, apostolado de amistad y de confidencia 657. Para san Josemaría, el apostolado más importante es el que cada uno realiza con el testimonio de su vida y con su palabra, en el trato diario con sus amigos y compañeros de profesión. ¿Quién puede medir la eficacia sobrenatural de este apostolado callado y humilde? 658 Los residuos de un antiguo planteamiento clerical inducen a veces a pensar que el apostolado de los fieles corrientes es fundamentalmente una actividad a se, distinta de la profesión: unas horas de "voluntariado", la atención de alguna obra asistencial, la colaboración en actividades parroquiales, etc. Todo esto es apostolado, sin duda, pero no es el único ni el principal cauce de la misión apostólica de los laicos. Esa misión... la realizan a través de su profesión, de su oficio, de su familia, de sus colegas, de sus amigos 659; la llevan a cabo haciendo apostolado con la profesión 660. San Josemaría habla incluso de apostolado profesional 661, no para proponer el apostolado como una profesión, sino para enseñar a hacer de la profesión civil un apostolado. Porque para el cristiano, el apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional 662. Fluye espontáneamente; es síntoma de identidad cristiana. Quien vive en Cristo se comporta con los demás como otro Cristo a toda hora, también en su tarea profesional: Vosotros, cuando trabajáis y ayudáis a vuestro amigo, a vuestro colega, a vuestro vecino de modo que no lo note, le estáis curando; sois Cristo que sana, sois Cristo que convive sin hacer ascos, con quienes necesitan la salud 663. Al trabajar por amor a Dios, se busca el bien de los demás y se intenta conducirlos hacia la vida cristiana. Si alguien se despreocupara de los colegas de trabajo tendría motivo para pensar que no realiza su tarea por amor a Dios: Un buen índice de la rectitud de intención, con la que debéis realizar vuestro trabajo profesional es precisamente el modo en que aprovecháis las relaciones sociales o de amistad, que nacen al desempeñar la profesión, para acercar a Dios esas almas 664. Para transformar el trabajo en apostolado reviste suma importancia –lo subraya con frecuencia san Josemaría– el prestigio profesional 665. Se trata de una cualidad personal, que no depende del tipo de trabajo. El prestigio profesional no deriva de que la tarea correspondiente sea de por sí importante y socialmente apreciada. No importa que esa ocupación sea, como suele decirse, alta o baja 666. Lo que importa es que la persona trabaje profesionalmente con perfección humana y cristiana. El prestigio no consiste en el triunfo o en el éxito –en el resultado del trabajo–, sino en la notoriedad de las virtudes cristianas informadas por la caridad: competencia, laboriosidad, justicia, honestidad, espíritu de servicio, alegría, etc. Este prestigio se hace instrumento de apostolado, "anzuelo de pescador de hombres" 667, y por eso san Josemaría anima a buscarlo: no dejes de adquirir todo el prestigio profesional posible, en servicio de Dios y de las almas 668. b.3) Configurar la sociedad por medio del trabajo Pero no os podéis detener ahí, advierte san Josemaría después de exhortar al apostolado personal con los colegas de profesión. No se acaba ahí vuestro trabajo apostólico. Porque es preciso también que os deis perfecta cuenta de que hacéis un apostolado fecundísimo, cuando os esforzáis por orientar con sentido cristiano las profesiones, las instituciones y las estructuras humanas, en las que trabajáis y os movéis 669. "Santificar con el trabajo" significa también contribuir a la edificación de la sociedad con espíritu cristiano, por medio del mismo trabajo profesional. Gran relieve tiene este punto en su enseñanza. Tradicionalmente se ha visto el influjo de los cristianos en la sociedad como una tarea colectiva que se plasma en instituciones confesionales: prensa católica, universidades católicas, corporaciones profesionales católicas de médicos, de abogados, de obreros, etc. Este modo de proceder ha dado copiosos frutos a lo largo de la historia, pero no es –digámoslo de nuevo– el único posible. San Josemaría propone otro, no para sustituir al anterior, sino simplemente como una opción diversa, basada en una nueva comprensión de la vocación laical 670. "San Josemaría Escrivá predica, escribe y enseña por todas partes que el trabajo [santificado] será el instrumento para construir un mundo según Dios" 671. Es oportuno evocar una vez más el sentido en el que entendió, mientras celebraba la Santa Misa, las palabras "et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum" (Jn 12, 32 [Vg]): El Señor nos decía: ¡si vosotros me ponéis en la entraña de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño..., entonces omnia traham ad meipsum! ¡Mi reino entre vosotros será una realidad! 672 Cristo atraerá todo hacia sí, si un fermento de cristianos entrega su vida para ponerle en la entraña de su actividad profesional. Todo trabajo santificado es santificador del mundo, porque hecho así [por amor a Dios, con la mayor perfección posible], ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales 673. No se trata, sin embargo, de un "automatismo". Es necesario proponerse expresamente la configuración de la sociedad según el querer de Dios y perseguir tenazmente la meta. Esto es posible y necesario llevarlo a cabo desde todas las profesiones, pero indudablemente algunas tienen una incidencia particularmente intensa e inmediata. Un ejemplo ilustrativo son los trabajos relacionados con los medios de comunicación, por el evidente y tantas veces decisivo impacto en la formación de la opinión pública y, a la postre, en la vida social. Es difícil que haya verdadera convivencia donde falta verdadera información; y la información verdadera es aquella que no tiene miedo a la verdad y que no se deja llevar por motivos de medro, de falso prestigio, o de ventajas económicas 674. Otro campo de notable trascendencia social es el de la moda. Baste un ejemplo de las frecuentes alusiones que san Josemaría hace en sus catequesis, sobre todo cuando se dirige a un público femenino, impulsando a llevar a cabo una labor que influya en la dignidad y en la elegancia de la moda. Se ha perdido en algunas partes el pudor y la modestia, la elegancia y el buen gusto, que manifiestan el respeto que se debe tener a la mujer (...). Es un problema grave, y vosotros tenéis que tener la preocupación de contribuir eficazmente a resolverlo 675. Más en general, considera urgente que el espíritu cristiano empape las tareas intelectuales para que, desde ahí, se difunda más prontamente a todas las demás 676. Precisamente porque el apostolado se debe dirigir a todo tipo de personas, sin distinción de raza, de pueblo, de condiciones culturales o de fortuna 677, señala a quienes comparten el ideal de infundir espíritu cristiano a la sociedad que, para llegar a todos, nos dirigimos primero –en cada ambiente– a los intelectuales 678. No es una reducción elitista porque el apostolado no termina en ellos, como queda claro en sus palabras; es el medio o el camino para llegar antes a todos, dando tono cristiano a la sociedad. Hay además otros muchos que, por su trabajo, se encuentran en centros vitales de la convivencia humana, en aquellas situaciones que constituyen, por decir así, nudos o lugares de encuentro e intersección de densas relaciones sociales 679 y que pueden incidir poderosamente con su labor profesional en el rumbo de la convivencia social. San Josemaría piensa en aquellos puestos, profesiones u oficios que, en la esfera de las sociedades menores, son, por su naturaleza, medios de contacto con multitud de gentes, desde los que se puede formar cristianamente su opinión, influir en su mentalidad, despertar su conciencia (...): personal de las corporaciones municipales –secretarios de ayuntamiento, concejales, etc.–, maestros, barberos, vendedores ambulantes, farmacéuticos, comadronas, carteros... 680 Que sea particularmente urgente promover la cristianización de la sociedad a través de la santificación de determinados trabajos profesionales –en los mass media, en la moda, en la cultura o en la educación, etc.– no significa que otras profesiones quizá menos vistosas carezcan de repercusión cristiana, sobre todo si quienes las realizan procuran que la tengan. Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana 681: en todas las actividades humanas. Al concluir esta sección sobre la santificación del trabajo profesional en la que se han analizado numerosas ideas, nos permitimos señalar que para tener una visión de conjunto puede ser útil echar una mirada detenida al índice y repasar los títulos y subtítulos de los diversos apartados. Terminamos con unas palabras de Illanes que contienen en panorámica algunos de los aspectos principales que hemos visto: "El trabajo, el ejercicio diario de la propia profesión, ofrece al cristiano la posibilidad de crecer en el trato con Dios, ya que el desempeño de la tarea profesional, con las obligaciones que implica y las incidencias que la jalonan, si es afrontado con fe, con conciencia de la cercanía divina, conduce al diálogo con Dios, a la identificación con su voluntad, al afincarse y radicarse en la virtud. Ese mismo trabajo trae consigo múltiples y constantes oportunidades de contribuir al bien de los demás, de aportar el propio esfuerzo a la común mejora, de abrir ante amigos y colegas, con un testimonio y una palabra que brotan del trabajo y de los variados acontecimientos de la jornada, horizontes de vida teologal y cristiana" 682. 3. LA SANTIFICACIÓN DE LOS QUEHACERES FAMILIARES Y SOCIALES La persona humana ha sido creada por Dios para vivir en sociedad, fundada en la familia (cfr. Gn 1, 28). Las realidades familiares y sociales son camino de santificación y de apostolado: cauce querido por Dios para amarle y entregarse a los demás, alcanzando así la propia perfección 683. Toda la reflexión precedente sobre la santificación de las actividades temporales en general (sección 1) y gran parte de lo que hemos visto sobre el trabajo en particular (sección 2), es aplicable a las realidades familiares y sociales. Pero hay además unos aspectos específicos de éstas últimas que hemos de estudiar, en cuanto que incluyen dimensiones de la vida humana de las que no hemos hablado al tratar del conjunto de las actividades temporales y que no están comprendidas en el trabajo profesional. Este último, en las enseñanzas de san Josemaría, es sólo el "quicio" que sostiene la puerta; no es, por así decir, "toda la puerta", toda la materia de santificación de un cristiano corriente. Como materia de santificación, las realidades familiares y sociales tienen mucho en común, porque la familia es un tipo de sociedad o comunidad de personas: la sociedad "doméstica" (del latín domus = casa). A su vez, la sociedad "política" (del griego polis = ciudad) nace de la familia, pero tiene características propias. No pretendemos hacer distinciones rígidas entre ambas esferas de relaciones: señalamos simplemente que tienen fundamento diverso. "Realidades familiares" son las que constituyen la familia tal como la ha querido Dios: principalmente las relaciones entre los cónyuges y la educación de los hijos 684. Por su parte, las "realidades sociales" son las propias de la sociedad civil: las relaciones que podemos llamar "privadas" de los ciudadanos entre sí (por motivos muy diversos, desde el vecindario a las aficiones, etc.); las relaciones sociales que se pueden llamar "públicas" porque implican también instituciones e iniciativas públicas que conforman la vida social; y, por último, las relaciones con el Estado en el marco del bien común político. El fiel católico pertenece además a la Iglesia, comunidad con una dimensión visible y lazos propios que también son materia de santificación. Todas esas relaciones –en la familia, en la sociedad civil y en la Iglesia– forman un tejido en la vida espiritual de los hijos de Dios, de modo que, aunque se pueden distinguir, no se pueden separar. A san Josemaría le interesan todas estas realidades. El matrimonio es, en su enseñanza, un camino de santificación y de apostolado, como lo es también la condición de ciudadano, con los correspondientes derechos y deberes y con el cúmulo de relaciones que comporta. Enseña a practicar las virtudes cristianas siguiendo las huellas de Jesucristo que, al nacer en una familia y convivir con los demás en la sociedad de su tiempo, ha divinizado esas realidades queridas por Dios y ha revelado su plenitud de sentido. 3.1. SANTIFICACIÓN DE LAS REALIDADES FAMILIARES Por lo que se refiere a la familia, el punto de partida de las enseñanzas de san Josemaría, señalado unánimemente por la bibliografía al respecto 685, es el sentido vocacional del matrimonio. Ya en los primeros años de su predicación escribe: ¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"? –Pues la tienes: así, vocación 686. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando –creyendo, ellos y ellas, incompatibles en su vida la entrega a Dios y un amor noble y limpio– me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra! 687 De ahí la fuerza y el tono marcadamente positivo de su predicación acerca del amor de los esposos y de la vida matrimonial. No teme presentar a los cónyuges las exigencias de la santidad a la que están llamados. El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo (cfr.Ef 5, 32) (...), signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra 688. [El matrimonio es] un gran sacramento en el que se funda la familia cristiana 689. A san Josemaría le gusta la tradición de llamar "trinidad de la tierra" a la Sagrada Familia de Jesús, María y José, no simplemente por ser "tres personas" sino, más en profundidad, porque eran tres corazones, pero un solo amor 690, reflejo de la Trinidad del Cielo y camino de vida interior. Además ve que en cada familia auténticamente cristiana se reproduce de algún modo el misterio de la Iglesia 691, porque la familia cristiana está formada por hijos de Dios, como la Iglesia, y así como la Santa Iglesia comunica la santidad a sus hijos, también la familia ha de ser, de un modo análogo, escuela de santidad 692, lugar en el que sus miembros crecen como hijos de Dios. San Josemaría comprende bien que, ya entre los primeros cristianos, se hablara de la familia como de iglesia doméstica (cfr. 1Co 16, 19) 693. Junto a los principios doctrinales, se encuentran en su predicación multitud de observaciones y de consejos prácticos, típicos de su realismo de lo cotidiano. Con razón se ha dicho que "la lectura de los diversos escritos de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer referentes al matrimonio, la procreación y la sexualidad, muestran al sacerdote lleno de alegría, optimista, de espíritu juvenil, recio. Al mismo tiempo, reflejan la mente que va al fondo de los temas en las enseñanzas de las Escrituras y de la Iglesia. Fidelidad total a la Iglesia. Amor profundo a las personas, queriéndolas junto a Dios y para Dios. No hay concesiones a la falta de amor y de justicia. Lenguaje directo, lleno de experiencia sacerdotal, que dispensa una y otra vez recta doctrina en los tiempos actuales" 694. El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo (...). Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad 695. Estas palabras despliegan un panorama general de los diversos aspectos implicados en la santificación de las realidades familiares y nos proporcionan un esquema para tratar al menos las cuestiones principales. Se puede decir que en las enseñanzas de san Josemaría en este tema hay como dos vertientes: una se refiere a la santificación de las relaciones familiares "hacia dentro" de la misma familia; la otra a la santificación de las relaciones "hacia fuera" o, más exactamente, a la función de la familia en la sociedad. 3.1.1. Hacia dentro de la familia: "Hogares luminosos y alegres" "La familia es una realidad viva que se crea, se protege, se defiende y adquiere una personalidad propia, con tradiciones y con historia (...) [que] favorecen el desarrollo psíquico, físico e intelectual de cada uno de sus miembros" 696. Desde esta óptica consideraremos brevemente las relaciones de los esposos entre sí, su papel en la educación de los hijos y la complementariedad de sus funciones en el hogar. En la doctrina de san Josemaría, "la espiritualidad conyugal no se construye desde el exterior, con la multiplicidad de actos de piedad, o con la simple imitación de comportamientos ejemplares, sino desde dentro de la propia vida familiar, de modo que esas mismas realidades no son sólo relaciones humanas, sino llamada de Dios, y ocasión de servirle; realidades humanas que se convierten, con la ayuda de la gracia sacramental, en realidades divinas" 697. Ante todo destaca el sentido cristiano del amor conyugal como camino de santificación: camino para entregarse y crecer en el amor divino. Ese santo amor humano no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas actividades del espíritu, como podría insinuarse en los falsos espiritualismos (...). Puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios 698. Para que el amor de los esposos sea santificable, ha de ser auténtico amor conyugal humano. Esa autenticidad del amor requiere fidelidad y rectitud en todas las relaciones matrimoniales 699, como reclaman las propiedades esenciales del matrimonio que san Josemaría recuerda en muchas ocasiones 700. No vamos a exponer aquí los múltiples y preciosos consejos prácticos que da para protegerlas. Señala sustancialmente que el enemigo de la fidelidad conyugal es la soberbia 701, insiste en la castidad conyugal 702 y alienta la generosidad para recibir los hijos que Dios envíe, sin temor a formar una familia numerosa. Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia divina 703. Bendigo a los padres que, recibiendo con alegría la misión que Dios les encomienda, tienen muchos hijos. E invito a los matrimonios a no cegar las fuentes de la vida, a tener sentido sobrenatural y valentía para llevar adelante una familia numerosa, si Dios se la manda. (...) El Concilio Vaticano II ha proclamado que entre los cónyuges que cumplen la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que, de común acuerdo bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente (Const. past. Gaudium et spes, n. 50). Y Paulo VI, en otra alocución pronunciada el 12 de febrero de 1966, comentaba: que el Concilio Vaticano II, recientemente concluido, difunda en los esposos cristianos espíritu de generosidad para dilatar el nuevo Pueblo de Dios... Recuerden siempre que esa dilatación del reino de Dios y las posibilidades de penetración de la Iglesia en la humanidad para llevar la salvación, la eterna y la terrena, está confiada también a su generosidad. (...) Veo con claridad que los ataques a las familias numerosas provienen de la falta de fe: son producto de un ambiente social incapaz de comprender la generosidad, que pretende encubrir el egoísmo 704. Cultivar el amor conyugal, mantenerlo siempre joven y acrecentarlo, es una verdadera conquista. Aunque el enamoramiento inicial lo favorezca, requiere empeño diario para vencer el egoísmo y aprender a amar. San Josemaría es pródigo en sugerencias sobre este punto clave para la santidad y la felicidad en un matrimonio. Giuseppe Corigliano testimonia que, a veces, "cuando recibía la visita de una pareja de esposos, por ejemplo Antonio y Ana, san Josemaría se dirigía a Antonio y le preguntaba: "¿sabes cómo se llama tu camino para llegar al Cielo?" Después de un momento de silencio, añadía: "se llama Ana". Después se dirigía a Ana y le hacía la misma pregunta. La respuesta se podía dar por descontada: "se llama Antonio". Era un modo simpático de indicar una profunda verdad. La santidad recorre el camino del amor, comenzando por el amor conyugal" 705. Marta Brancatisano se refiere a esa profunda verdad contenida en lo de que "el camino para ir al Cielo tiene el nombre de tu marido" (o "el de tu esposa"), observando que san Josemaría declara con estas palabras "la superposición total y sistemática de la relación con Dios y con el cónyuge, en el sentido de que no se puede sostener la hipótesis de una vida espiritual plena de quien está casado, a latere de la vida conyugal" 706. Considerando los consejos que san Josemaría daba a los esposos, consejos a veces muy exigentes, Roberto Bosca ha hablado del "trabajo del amor", viendo el amor conyugal como empeño constante para alcanzar una profunda unidad y participar del poder creador de Dios. "El amor humano –dice– puede entenderse como un verdadero trabajo, y en cuanto trabajo debe ser realizado con el mismo espíritu que lleva a la obra bien hecha" 707. Desde esta perspectiva, sus enseñanzas acerca de la santificación del trabajo pueden aplicarse a la santificación del matrimonio y arrojan luz sobre las realidades familiares en general: piénsese, por ejemplo, en "una de las características más típicas del mensaje espiritual del beato Josemaría: el cuidado de las cosas pequeñas como una piedra de toque a la hora de luchar en la búsqueda de la perfección humana y sobrenatural" 708. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid –insisto– ese algo divino que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital en el que se encuadra el amor humano 709. Estas palabras confirman la idea de que el amor conyugal "debe ser construido laboriosamente" 710 y de que "el matrimonio es verdaderamente el trabajo del amor" 711. Respecto a la educación de los hijos en el propio hogar, las siguientes palabras de san Josemaría muestran el espíritu de sus enseñanzas: Aconsejo siempre a los padres que procuren hacerse amigos de sus hijos. Se puede armonizar perfectamente la autoridad paterna, que la misma educación requiere, con un sentimiento de amistad, que exige ponerse de alguna manera al mismo nivel de los hijos. (...) La clave suele estar en la confianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal 712. En la base de este consejo late el espíritu de filiación divina. San Josemaría contempla la Paternidad de Dios que condesciende con sus hijos, les revela su amor, les permite tratarle con confianza, les ofrece su amistad por medio del Hijo Unigénito (cfr. Jn 15, 15) y confía en su libertad. De la Paternidad divina procede la paternidad humana (cfr. Ef 3, 14-15). Si los padres se dejan iluminar por esta realidad, si ellos mismos son conscientes de su filiación, acertarán a educar a los hijos que Dios les ha confiado. Son muy numerosas las consecuencias prácticas de este modo de ejercer la paternidad que san Josemaría propone. Mencionamos solamente una, a modo de ejemplo. Después de hablar a los padres cristianos sobre la transmisión de la fe a los hijos 713, les recuerda que han de respetar su libertad cuando llega el momento en que han de decidir sobre su propia vida. Les invita a ayudarles con su ejemplo y su consejo, y a dar gracias a Dios si los hijos responden a la llamada divina a la santidad, aun cuando sea por un camino que no esperaban (como la entrega a Dios en el celibato apostólico, o en el sacerdocio). Los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia, haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas. (...) Pero el consejo no quita la libertad (...). Llega un momento en el que hay que escoger: y entonces nadie tiene derecho a violentar la libertad. (...) Los padres que aman de verdad, que buscan sinceramente el bien de sus hijos, después de los consejos y de las consideraciones oportunas, han de retirarse con delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al hombre capaz de amar y de servir a Dios. Deben recordar que Dios mismo ha querido que se le ame y se le sirva en libertad 714. Hay otros muchos aspectos de esas enseñanzas sobre las relaciones "dentro" de la familia a los que no aludimos por razones de espacio. Añadimos sólo, por lo que se refiere al trato de los hijos con los padres, que san Josemaría exhorta a vivir exquisitamente el cuarto mandamiento de la Ley divina, con una expresión cordial típica de su talante: El mandamiento de amar a los padres es de derecho natural y de derecho divino positivo, y yo lo he llamado siempre "dulcísimo precepto". –No descuides tu obligación de querer más cada día a los tuyos, de mortificarte por ellos, de encomendarles, y de agradecerles todo el bien que les debes 715. Dentro del hogar, el esposo y la esposa –el padre y la madre–, no tienen idéntico cometido sino funciones complementarias. Desde luego, san Josemaría asume los aspectos positivos de una cultura que ha superado planteamientos de sabor patriarcal, en los cuales las tareas del hogar eran competencia exclusiva de la mujer. Apremia a los maridos para que no se desentiendan de los quehaceres domésticos y valora positivamente que la mujer goce de iguales posibilidades profesionales que el varón en las sociedades modernas, como vimos más arriba. Pero al mismo tiempo defiende la riqueza de la diversidad, resaltando especialmente la aportación original de la mujer al bien de la familia. El hogar y la familia ocuparán siempre un puesto central en la vida de la mujer: es evidente que la dedicación a las tareas familiares supone una gran función humana y cristiana 716. No comparte la idea de que la mujer haya de alcanzar su perfección sólo fuera del hogar: como si el tiempo dedicado a su familia fuese un tiempo robado al desarrollo y a la madurez de su personalidad 717. Defiende la dignidad del trabajo del hogar, haciendo notar que se trata nada menos de la tarea que desempeñó la Madre de Dios 718 y que es un trabajo particularmente adecuado para alcanzar la perfección humana y cristiana. La atención prestada a su familia será siempre para la mujer su mayor dignidad: (...) en su trabajo por crear en torno suyo un ambiente acogedor y formativo, la mujer cumple lo más insustituible de su misión y, en consecuencia, puede alcanzar ahí su perfección personal 719. Sostiene que el trabajo del hogar es un trabajo profesional 720, que requiere unas aptitudes peculiares y reclama una adecuada preparación técnica y humana. Se trata además de una tarea que no sólo es en sí misma una función social, sino que puede ser fácilmente la función social de mayor proyección 721. Preconiza que sea valorada en la sociedad como verdadero trabajo profesional, con todo lo que esto lleva consigo en la legislación y en la organización social 722. No podemos detenernos a desarrollar estos y otros aspectos del tema. Terminamos con unas palabras que resumen cómo ve san Josemaría los hogares en los que se santifica la convivencia familiar: Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia 723. Los ve así, porque en ellos resplandece la verdad del amor que alegra los corazones. 3.1.2. Hacia fuera de la familia: el influjo en la sociedad La familia no es una realidad cerrada en los muros del hogar. Es "célula originaria" 724 de la sociedad, "el cañamazo de la relaciones interpersonales" 725 y "manantial primario de servicios personalizados" 726. Su vida no es independiente del cuerpo social del que forma parte, lo mismo que las células de un organismo no son autónomas, aunque tengan una vida interna propia. La sociedad repercute profundamente en la familia. La estabilidad del matrimonio, la educación de los hijos y los demás aspectos del hogar, necesitan un entorno social adecuado para su normal desarrollo. La santificación de las relaciones familiares exige tratar de configurar desde la familia la vida social, de modo que favorezca la unidad e indisolubilidad del matrimonio, el respeto a la vida humana desde la concepción, la formación de familias numerosas, la educación de los hijos y todo lo que beneficie a los núcleos familiares. Conformarse con un medio ambiente hostil a la familia, sería como despreocuparse de la contaminación del aire pensando que basta cerrar las ventanas de la propia casa para evitar sus efectos. A los que están casados, san Josemaría les propone el ejemplo de las familias de los tiempos apostólicos (...). Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico 727. Se refiere directamente a esa parte de la misión apostólica de la familia que consiste en difundir a su alrededor la semilla del Evangelio, con su ejemplo y con el empeño de transmitir formación cristiana a otras familias. Pero el horizonte de ese influjo es muy ancho: se extiende a la transformación de las estructuras de la sociedad civil, con el fin de que sirvan al bien de la persona y de la familia. Todo esto forma parte de la misión de santificar el mundo desde dentro y, por eso, es tarea propia de todos los fieles laicos, no sólo de los que están casados. Es patente que a través de la enseñanza pública o privada, de la política, de la información, de la medicina, etc., se puede contribuir de diversas maneras a que las realidades familiares se constituyan en la sociedad según el querer de Dios. Y para esta contribución de acuerdo con la vocación laical, no es necesario haber contraído matrimonio. También pueden servir a este ideal, y con gran fuerza, los laicos que han sido llamados por Dios al celibato apostólico. Unos y otros, célibes y casados, lo harán según los dones recibidos de Dios y las circunstancias en que se encuentren. Un aspecto de la configuración de la sociedad en bien de la familia, al que se refiere con frecuencia san Josemaría, es el de las escuelas –públicas o privadas– donde los hijos reciben educación fuera del hogar. Como principio básico señala a los padres que el colegio tiene que ser una ampliación de vuestro hogar. Por lo tanto, allí no deben enseñar nada que vaya contra vuestra fe 728. Los padres tienen el derecho irrenunciable a que se proporcione a sus hijos una educación que no contradiga la formación que reciben en la familia. Ejercer este derecho es también un grave deber. Si se trata de centros que no imparten formación religiosa –como sucede en las escuelas públicas de numerosos países– o de otras en las que esa formación (y quizá también el ambiente moral) es deficiente, será necesario un especial seguimiento por su parte para que la situación no acabe dañando la fe y deformando la conciencia moral de los hijos 729. En todo caso, san Josemaría aconsejaba a los padres que considerasen la posibilidad de crear ellos mismos escuelas donde los hijos reciban una formación humana y cristiana en plena sintonía con la que ellos desean transmitirles. Escuelas abiertas a todos, también a los no cristianos, en las que se respete la libertad de los padres que no quieren para sus hijos instrucción en la doctrina católica, pero en la que se ofrezca una sólida educación en la fe a quienes la desean. Centros de enseñanza, en este sentido, efectivamente católicos pero no confesionales 730. En consonancia con estos principios, proponía la siguiente orientación de fondo: Dentro de las leyes del país, los padres de familia os podéis organizar y preparar colegios, en los que la parte principal la forman los padres, después está el profesorado, y finalmente los alumnos 731. Estas cuestiones sobre la dimensión social de las realidades familiares nos sitúan ya en la frontera de la santificación de las realidades sociales que veremos en el apartado siguiente. 3.2. SANTIFICACIÓN DE LAS REALIDADES SOCIALES El cristiano llamado a santificar el mundo desde dentro, no puede limitarse al trabajo profesional y a la vida familiar. Su existencia está inmersa en un conjunto de vínculos sociales que nacen de la condición de ciudadano y que son igualmente materia de santificación: en primer lugar, sus relaciones con el Estado, no necesariamente ligadas a las actividades profesionales o a los quehaceres familiares, de las que ya hemos hablado; después, toda una gama de relaciones entre los ciudadanos –ya sea de persona a persona, o de un ciudadano con una empresa como puede ser un periódico, o una cadena de televisión, o un club deportivo, etc.–, que surgen por múltiples razones, de vecindario, de descanso, de consumo de bienes y de servicios, o de intereses de diverso tipo con ocasión de las mil contingencias de la vida. Unas veces, esas relaciones son únicamente ocasión de trato personal y de la amistad que surge de ese trato: amistad que alcanza su más noble sentido cuando es cauce de santificación personal y de apostolado 732. Otras veces las relaciones sociales trascienden esa esfera, dando lugar a iniciativas externas que repercuten en la sociedad: desde hacer pública la propia opinión sobre un asunto a través de los medios de comunicación, hasta la creación de asociaciones o la participación en ellas, para llevar a cabo proyectos de distinto género: asistenciales, sociales, culturales, etc., y también religiosos. Estas distinciones nos permiten delimitar el presente apartado. Vamos a hablar sólo de la santificación de las realidades sociales que pueden nacer de la condición de ciudadano. Conviene no olvidar que nos hemos referido ya al influjo del trabajo profesional y de la familia en la conformación de la sociedad. Lo que diremos ahora completa, prolonga y concluye esa línea: es otro ámbito de santificación personal y otro cauce del que dispone el cristiano para llevar a cabo su misión apostólica. Cuando san Josemaría habla de este tema no se detiene a explicar cómo esas actividades sociales se convierten en oración personal. Se centra en mostrar la importancia que tienen para la vida cristiana y la transformación del mundo. Nos parece que lo hace así por dos motivos. En primer lugar, porque todo lo que enseña sobre la conversión del trabajo en oración se aplica también a estas actividades y no es necesario repetirlo de nuevo (de hecho, algunas de las actividades sociales a que nos referimos pueden ejercerse también como trabajo profesional). En segundo lugar, porque existe el peligro de ver estas actividades como superfluas o al menos como accesorias, en comparación con las profesionales y familiares que serían las únicas necesarias e imprescindibles. Aunque efectivamente hay un orden entre los deberes, y se comprende que los laborales y domésticos absorban gran parte de las energías disponibles, también los sociales tienen gran importancia y sería individualismo despreciarlos. Veamos primero cómo san Josemaría estimula la libre participación en la vida social. Después nos referiremos a una categoría concreta de actividades. 3.2.1. Participación en la vida social Es notable el empeño de san Josemaría por hacer ver que no hay –no existe– una contraposición (...) entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos 733. Los deberes y derechos inherentes a la condición de ciudadanos no constituyen una esfera ajena a la vida espiritual, porque son Voluntad de Dios: materia de santificación y campo de apostolado. El apostolado específico que habéis de realizar lo lleváis a cabo como ciudadanos, con una plena y sincera fidelidad al Estado, conforme a la doctrina evangélica y apostólica (cfr. Mt 22, 15-22;Mc 12, 13-17;Lc 20, 20-26;Rm 13, 1-7); con fiel obediencia a las leyes civiles; observando todos los deberes cívicos, sin sustraeros al cumplimiento de ninguna obligación y ejercitando todos los derechos, en bien de la colectividad, sin exceptuar imprudentemente ninguno 734. San Josemaría no se limita a afirmar que las actividades apostólicas deben realizarse en el marco de las leyes civiles. Esto se da por supuesto. El acento lo pone más bien en la primera frase: "el apostolado lo lleváis a cabo como ciudadanos". Vida cristiana y vida cívica no son esferas excluyentes. No hay contraposición entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste 735. El progreso temporal de la sociedad no es el fin último de la vida cristiana, pero su búsqueda es camino de santificación personal y medio para configurar la sociedad según el querer de Dios 736. Procura formar en los fieles una honda conciencia ciudadana que les lleve a sentirse responsables del bien común, por razones humanas y cristianas, bajo la luz de la fe y movidos por el amor a Jesucristo, como "ciudadanos dignos del Evangelio" (Flp 1, 27). En condiciones normales de libertad civil, la misión de santificar la sociedad desde dentro requiere dejar que se manifieste con naturalidad la propia condición de cristiano. Por eso exhorta: Tengamos la valentía de vivir pública y constantemente conforme a nuestra santa fe 737. Ha de ser un comportamiento adecuado a la secularidad y a la mentalidad laical: sin ostentaciones, "sin rarezas, ni signos distintivos (...), pero testimoniando con las obras la propia condición cristiana" 738. Anima decididamente a buscar el progreso social disipando el temor a emplear en esa empresa energías que deberían dedicarse sólo a Dios, como si se tratara de metas contrapuestas. Subraya que un hijo de Dios no puede permanecer indiferente ante un mundo que no es cristiano ni siquiera humano. Porque muchos hombres no han llegado todavía a alcanzar aquellas condiciones de vida –en el orden temporal– que permiten el desarrollo del espíritu 739. No admite tampoco recelos para colaborar activamente en organizaciones sociales, públicas y privadas, que tengan un fin noble y se sirvan de medios lícitos, poniendo al menos tanto interés y esfuerzo como quienes trabajan ahí con ideales meramente terrenos. Los hijos de Dios, ciudadanos de la misma categoría que los otros, hemos de participar "sin miedo" en todas las actividades y organizaciones honestas de los hombres, para que Cristo esté presente allí. Nuestro Señor nos pedirá cuenta estrecha si, por dejadez o comodidad, cada uno de nosotros, libremente, no procura intervenir en las obras y en las decisiones humanas, de las que dependen el presente y el futuro de la sociedad 740. Precisamente los cristianos han de dar "alma" a esas organizaciones y elevarlas al servicio del bien integral de las personas. Por eso alienta, dirigiéndose a cada uno: Con libertad, y de acuerdo con tus aficiones o cualidades, toma parte activa y eficaz en las rectas asociaciones oficiales o privadas de tu país, con una participación llena de sentido cristiano: esas organizaciones nunca son indiferentes para el bien temporal y eterno de los hombres 741. En este tema, "la conexión entre el principio de libertad y el de participación es sin duda la idea más presente en las reflexiones de san Josemaría" 742. Cuando apremia a participar activamente en la vida social, no da instrucciones ni consignas: simplemente impulsa a emplear la libertad cívica para intervenir en la configuración de la vida social, según las posibilidades y preferencias de cada uno. Advierte que esa intervención requiere una formación adecuada, pero tal formación no tiene por objeto "la comunicación de soluciones concretas prefabricadas e irreformables, cerradas al diálogo constructivo. Formar es más bien promover una sensibilidad hacia las exigencias del bien común, así como estimular un pensamiento que, a la luz de la fe, permita progresar en la comprensión de la realidad y del cambio social" 743. Se ha escrito que "una vida que responde al mensaje de Cristo no es para Escrivá una vida apolítica. Exige que cada cristiano se dedique sin tregua a la libertad, la paz y la justicia" 744. Esto es cierto (aunque habría que añadir también otros aspectos más materiales, como el progreso científico y el desarrollo económico), pero san Josemaría indica también algunos medios necesarios para alcanzar esos ideales. Por ejemplo, haciéndose eco de la doctrina de la Iglesia, escribe: Hay dos puntos capitales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí, los hijos de Dios tienen que estar firmes, luchar bien y con nobleza, por amor a todas las criaturas 745. En este campo destaca significativamente el papel de la mujer: En virtud de las dotes naturales que le son propias, la mujer puede enriquecer mucho la vida civil. Esto salta a la vista, si nos fijamos en el vasto campo de la legislación familiar o social. Las cualidades femeninas asegurarán la mejor garantía de que habrán de ser respetados los auténticos valores humanos y cristianos, a la hora de tomar medidas que afecten de alguna manera a la vida de la familia, al ambiente educativo, al porvenir de los jóvenes 746. Hoy día es habitual que las mujeres ocupen puestos relevantes en la vida social, política y económica de las sociedades modernas, pero en el contexto en que se movía san Josemaría era, al menos inicialmente, muy poco frecuente. Sin embargo, percibió con claridad que, para santificar la sociedad desde dentro, era decisiva la intervención de las mujeres y la promovió intensamente, pero no a costa de menguar su función en la familia ni, menos aún, como reivindicación de una "liberación del hogar". Para él, los dos ámbitos están en continuidad, no en oposición, como ya hemos visto. 3.2.2. Santificación del descanso. Espíritu cristiano en las diversiones "En seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó" (Ex 20, 11). La doctrina de la Iglesia ha aplicado tradicionalmente este texto al deber-derecho de descansar: "Así como Dios "cesó el día séptimo de toda la tarea que había hecho" (Gn 2, 2), la vida humana sigue un ritmo de trabajo y descanso" 747. El hombre ha de trabajar, participando en el poder creador de Dios, e, imitando a Dios, debe también descansar. El mensaje de san Josemaría revaloriza el trabajo humano, precisamente en un contexto social en el que se busca ampliar los espacios del tiempo libre. "En nuestra sociedad postindustrial del tiempo libre ha irrumpido una espiritualidad [la enseñanza de san Josemaría] que hace del trabajo mismo un medio y materia de contemplación, algo ciertamente sorprendente" 748. Esto ha sido posible porque "la revaloración del trabajo va inseparablemente unida a una no menos neta delimitación de su importancia. El trabajo no es glorificado en sí mismo. No es el nuevo dios mundano al que el hombre debe sacrificar la vida" 749. El descanso no es una eventualidad opcional; es un deber de ley moral natural y un precepto de la Iglesia, establecido como parte constitutiva de la santificación de las fiestas 750. Señalemos sintéticamente las características principales de las enseñanzas de san Josemaría en este tema específico: – Para un cristiano el descanso no debe consistir en el simple ocio. No se ha de entender negativamente, sino como una actividad positiva. El descanso no es no hacer nada: es distraernos en actividades que exigen menos esfuerzo 751. El "descanso de Dios" al concluir la creación no es inactividad. Se lee en la Escritura, en el contexto de la obra creadora, que Dios juega con el orbe de la tierra y que sus delicias son estar con los hijos de los hombres: "ludens in orbe terrarum, et deliciae meae esse cum filiis hominum" (Prv 8, 31) 752. También el descanso del hombre se puede ver como una actividad recreativa, un juego, y no como la simple abstención del trabajo. – En la vida presente, la razón de ser del descanso es el trabajo, no al revés. Se descansa para trabajar, no se trabaja para descansar (para obtener los medios económicos que permitan entregarse al ocio). Siempre he entendido el descanso como apartamiento de lo contingente diario, nunca como días de ocio. Descanso significa represar: acopiar fuerzas, ideales, planes... En pocas palabras: cambiar de ocupación, para volver después –con nuevos bríos– al quehacer habitual 753. Por eso san Josemaría estima que la distracción y el descanso son tan necesarios en la vida de cada uno como el trabajo 754. También por eso puede exhortar a "trabajar sin descanso" 755, ya que el descanso en esta tierra se ordena al trabajo. – De ahí que el descanso sea positivamente materia de santificación. No es sólo una exigencia de la santificación de las fiestas (un dejar de trabajar que permite dedicar tiempo al culto divino), sino una actividad que ha de ser santificada. Del mismo modo que el cristiano puede "trabajar en Cristo" –vivir la vida de Cristo en el trabajo–, igualmente puede "descansar en Cristo". Esta expresión se puede referir al descanso eterno, pero también se aplica al descanso en esta tierra. "Descansar en Cristo" significa, por una parte, abandonar en Él todas las preocupaciones (Mt 11, 28-30), y esto es posible en todo momento, incluso en medio del trabajo. Por otra parte, se puede referir a los tiempos dedicados específicamente al descanso, y entonces "descansar en Cristo" significa buscar en esos momentos la unión con Él, a la que el mismo Señor invita cuando dice a los Apóstoles: "Venid vosotros solos a un lugar apartado, y descansad un poco" (Mc 6, 31) 756. Jesús, que no rechazaba el descanso que le ofrecían sus amistades 757, quiere que los suyos descansen con Él. La unión con Cristo no debe conocer pausas. El descanso no es una evasión de la realidad. Con estos planteamientos, san Josemaría se interesa por las actividades de descanso y distracción, para que sean, por su mismo objeto, materia de santificación en vez de lo contrario. Urge recristianizar las fiestas y costumbres populares. –Urge evitar que los espectáculos públicos se vean en esta disyuntiva: o ñoños o paganos. Pide al Señor que haya quien trabaje en esa labor de urgencia, que podemos llamar "apostolado de la diversión" 758. Todos pueden contribuir a esta labor apostólica, pero de modo primario aquellos cuyo trabajo profesional tiene por objeto hacer descansar a otros o incluye de algún modo esta finalidad: por ejemplo, la promoción de espectáculos, el entretenimiento, el deporte, el turismo, etc. En algunas de estas profesiones está fuertemente implicada la creación artística, como en la música, el cine o el teatro, actividades que tienen un valor y un sentido que trasciende el simple entretener o hacer descansar al público. Pero eso no impide que puedan cumplir también esta otra función y, de hecho, no pocas veces la buscan expresamente los mismos artistas o los profesionales de la gestión de obras de arte. Es evidente, en todo caso, su importancia de cara a la cristianización de la sociedad, no menor a veces de la que puedan tener las actividades políticas, la información, o la educación 759. 3.3. EL "EJE" DE LA SANTIFICACIÓN EN MEDIO DEL MUNDO Entre las actividades temporales, consideradas como materia de santificación, el trabajo profesional ocupa, en las enseñanzas de san Josemaría, un lugar peculiar. Lo considera el "eje" en el que se apoya la santificación en medio del mundo, como la puerta en el quicio o gozne en torno al cual gira. Afirma, por ejemplo, que la vida espiritual que predica se apoya, como en su quicio, en el trabajo ordinario, en el trabajo profesional ejercido en medio del mundo 760. En otro momento escribe que el trabajo es el eje sobre el que giran nuestra santidad y nuestro apostolado 761. Y también se expresa del siguiente modo: el quicio, el gozne sobre el que se apoya y gira la espiritualidad del Opus Dei es la santificación del trabajo ordinario 762. Que no aplique a las relaciones familiares y sociales los términos "eje", "quicio" o "gozne" de la santificación y del apostolado, no significa que tengan menos relieve que el trabajo. La importancia o prioridad de un deber depende del orden de la justicia y de la caridad, no de su tipificación como profesional, social o familiar. Así como el eje o el quicio de una puerta no es más importante que la puerta misma, aunque cumpla una función necesaria, tampoco se puede decir que los deberes del trabajo profesional tengan prioridad sobre los que provienen de la familia y de la sociedad. El trabajo es solamente un elemento al servicio de las demás actividades. ¿De qué vale un eje sin puerta? Pues lo mismo ocurre con un trabajo profesional aislado del conjunto de la vida, es decir, fuera del entramado de actividades que componen la santificación en medio del mundo. A la vez, así como una puerta no puede girar sin un eje, tampoco se puede santificar la vida familiar y social si se abandona voluntariamente el trabajo. En las enseñanzas de san Josemaría, el trabajo profesional y los deberes familiares y sociales no entran en conflicto. "Santificar la vida ordinaria y santificar el trabajo –el trabajo profesional– son realidades solidarias entre sí, de manera que se reclaman la una a la otra" 763. Son elementos inseparables de la "unidad de vida" que ha de caracterizar la búsqueda de la santidad en medio del mundo 764. Es propio de cualquier espiritualidad laical considerar estos elementos como materia de santificación, pero la articulación entre ellos se puede plantear de diversos modos 765. En el caso de san Josemaría, poner la santificación del trabajo como eje de la vida espiritual es un rasgo específico de su enseñanza que marca –así lo ve Antonio Aranda– "un hito en la espiritualidad cristiana" 766. De esta especificidad tenía una aguda conciencia, como manifiestan las siguientes palabras dirigidas a los fieles del Opus Dei: Dentro de la espiritualidad laical, la peculiar fisonomía espiritual, ascética, de la Obra aporta una idea, hijos míos, que es importante destacar. Os he dicho infinidad de veces, desde 1928, que el trabajo es para nosotros el eje, alrededor del cual ha de girar todo nuestro empeño por lograr la perfección cristiana. (...) Y, a la vez, ese trabajo profesional es eje alrededor del cual gira todo nuestro empeño apostólico 767. ¿Se deduce esa centralidad del simple hecho de que el trabajo es, por lo general, la actividad en la que más tiempo se emplea? ¿O estamos, en cambio, ante un principio cimentado en la naturaleza misma del trabajo profesional y de la función que le corresponde en la santificación del mundo? Los textos de san Josemaría imponen claramente esta última lectura. Hacer de la santificación del trabajo el eje de la vida espiritual no es un mero consejo práctico para evitar que la mayor parte del día sea periférica en la vida espiritual. Es una cuestión de principio, a la que alude cuando escribe que los quehaceres familiares y sociales se centran alrededor del trabajo profesional, factor fundamental por el que la sociedad civil cualifica a los ciudadanos 768. Puesto que la misión de los laicos es santificar la sociedad desde dentro, y el trabajo profesional es el "factor fundamental" que determina su posición en ella, se puede intuir que no es un capricho considerarlo como eje de la vida espiritual. Veamos para comenzar cómo explica José Luis Illanes este punto: "¿Por qué razones, entre el conjunto de realidades que integran el existir en medio del mundo, en las circunstancias ordinarias del vivir de los hombres, el Fundador del Opus Dei privilegió al trabajo? (...) No al trabajo entendido de forma genérica e imprecisa, sino, mucho más concreta y específicamente, al trabajo profesional (...), el trabajo visto en la plenitud de sus dimensiones antropológicas y sociales (...). El trabajo profesional connota la vida ordinaria en su totalidad, vista a partir de uno de los factores o elementos que más honda y radicalmente contribuyen a estructurarla y dotarla de osamenta. Más aún, de un factor o elemento que, incidiendo fuertemente en la persona –el hombre crece y madura en el trabajo–, redunda a la vez en el configurarse y crecer de las sociedades" 769. Estas palabras –sobre todo la frase que destacamos en cursiva– apuntan sin duda en la dirección correcta, pero es necesario completarlas, formulando el planteamiento de modo más explícito. Hasta ahora no hay estudios que se ocupen directamente del tema. Adelantamos aquí una posible línea de explicación. De entrada, una observación terminológica. San Josemaría no quiere decir que "el trabajo profesional es el eje de las actividades del ciudadano corriente", como si presentara una tesis filosófica o sociológica, sino que la santificación del trabajo profesional es el eje de la santificación de todas esas actividades. Establece así una tesis teológica (de teología espiritual): que la santificación personal en medio del mundo y la santificación del mundo desde dentro se apoyan en el quicio o perno de la santificación del trabajo profesional. Por ejemplo, escribe a quienes siguen el camino de santidad que enseña, que el trabajo es el eje, alrededor del cual gira la propia santificación personal –la de cada uno– y toda su labor apostólica 770 y afirma que su mensaje de vida espiritual tiene su quicio en la santificación del trabajo profesional 771. Veamos ahora las razones de este planteamiento. Consideremos primero la santificación del mundo desde dentro y, después, la santificación personal. Para llevar a cabo la santificación del mundo desde las mismas entrañas de la sociedad civil 772, es esencial santificar la familia, "origen y fundamento de la sociedad humana", y su "célula primera y vital" 773. Puesto que la sociedad, a su vez, no es un simple conjunto de familias, sino que tiene una organización, estructura y vida propias, reclama, para ser informada con el espíritu del Evangelio, que se santifiquen no sólo las familias sino también las relaciones de los ciudadanos entre sí y con el Estado. El cumplimiento acabado de los deberes familiares y sociales –que son materia de santificación– no resulta, sin embargo, posible sin el desempeño del trabajo profesional, que es, como sabemos, vínculo de unión con los demás hombres (...) medio para contribuir al progreso de la humanidad entera (...) fuente de recursos para sostener a la propia familia 774. Aunque la santificación del trabajo no basta para que la vida familiar y social se desarrollen según el querer de Dios, contribuye a lograrlo: sirve para que se ordenen a Dios los quehaceres familiares y sociales, como el eje bien montado y lubrificado sirve a la puerta para girar con normalidad. Pero esto no es todo. La santificación del trabajo es más que apoyo del cumplimiento de los deberes familiares y sociales: contribuye a la transformación cristiana de la sociedad también directamente, ya que las diversas actividades profesionales la estructuran y configuran decisivamente. La santificación del trabajo proporciona de este modo a las relaciones familiares y sociales un marco adecuado dentro del cual pueden realizarse y prosperar cristianamente. Pasemos ahora a la santificación personal en medio del mundo. ¿Por qué gira también alrededor de la santificación del trabajo profesional? Porque el trabajo santificado ordena la persona a Dios en aspectos profundos que "preceden" a la vida familiar y social, a los que esa misma vida familiar y social deben servir. San Josemaría se refiere a esas dimensiones personales-individuales cuando, después de decir que el trabajo es vínculo de unión con los demás hombres y fuente de recursos para la propia familia, añade que es ocasión de perfeccionamiento personal 775. Hay aspectos de este perfeccionamiento que no proceden de la santificación de la vida familiar y social. Al santificar el propio trabajo, la persona se perfecciona en dimensiones individuales que no surgen de la vida familiar y social, aunque reciben un imprescindible apoyo de la convivencia humana. En este sentido, el último Concilio ha afirmado que "el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social" 776. Entre las "instituciones sociales" se incluyen, como el Concilio indica en el mismo documento, "la familia y la comunidad política, que responden más inmediatamente a la íntima naturaleza del hombre" 777. En definitiva, la familia y la sociedad se ordenan totalmente al bien de la persona, que tiene necesidad de la vida social y ha de buscar el bien de la familia y de la sociedad; sin embargo, la persona no se ordena a ese bien con todo su ser y su obrar. En sentido estricto se ordena totalmente sólo a la unión con Dios, a la santidad 778. Es coherente afirmar que corresponde a la santificación del trabajo, dentro del conjunto de las actividades humanas, la función de "eje" porque, en sí misma, sirve a la ordenación total de la persona a Dios. Contribuye a ordenar cristianamente la vida familiar y social, pero apunta ante todo a la identificación personal con Cristo a través del perfeccionamiento completo de las dimensiones individuales de la persona, ya que el trabajo reclama el ejercicio de todas las virtudes. "El trabajo, en cuanto trabajo profesional –observa Illanes– no es mera ocupación de alguna o algunas de las facultades humanas, tarea que roza sólo tangencialmente a la persona, sino actividad que compromete, radicalmente y desde el interior, a aquél que la lleva a cabo, y, en consecuencia, actividad en cuyo desarrollo los aspectos objetivos y los subjetivos, los productivos –por así decir– y los personalizantes, están íntimamente compenetrados" 779. La santificación de los quehaceres familiares y sociales gira alrededor del trabajo en el sentido de que se orienta a que el cristiano se identifique con Cristo en su trabajo y glorifique a Dios transformando el mundo. Lo anterior no es más que un esbozo de explicación, que tendrá que ser completada, matizada y quizá corregida. En todo caso nos parece importante repetir que la tesis de san Josemaría, que hace de la santificación del trabajo profesional el eje de la santificación de las demás actividades del cristiano en medio del mundo, no implica dar prioridad al trabajo sobre la familia o sobre las relaciones sociales. El trabajo no es lo más importante; es sólo el quicio de la santificación en la vida ordinaria. * * * ALGUNAS APLICACIONES PRÁCTICAS 780 1. Visión positiva del mundo y afán de santificarlo. En la dirección espiritual es importante fomentar una visión positiva y optimista de las realidades humanas como materia de santificación, fundada en la convicción de que el mundo es bueno, aunque está manchado por el pecado. Conviene tomar conciencia de que Dios ha creado esas realidades para que las santifiquemos. Son "herencia" de los hijos de Dios. "Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios" (1Co 3, 22-23). Pero es una herencia que hay que conquistar. Entrar en posesión de ella es santificar las realidades temporales. "La creación entera anhela la manifestación de los hijos de Dios" (Rm 8, 19). Todas las actividades humanas nobles –el arte, el progreso científico y técnico, los medios de comunicación, la enseñanza, etc.–, están esperando que los hijos de Dios las eleven a la gloria de Dios. Si las dejan en manos de quienes las degradan, se vuelven contra ellos mismos. Cabe descubrir este sentido en las palabras de Jesús: "No deis las cosas santas a los perros, ni echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas y al revolverse os despedacen" (Mt 7, 6). Muchas realidades materiales, técnicas, económicas, sociales, políticas, culturales..., abandonadas a sí mismas, o en manos de quienes carecen de la luz de nuestra fe, se convierten en obstáculos formidables para la vida sobrenatural: forman como un coto cerrado y hostil a la Iglesia. Tú, por cristiano –investigador, literato, científico, político, trabajador...–, tienes el deber de santificar esas realidades. Recuerda que el universo entero –escribe el Apóstol– está gimiendo como en dolores de parto, esperando la liberación de los hijos de Dios 781. 2. Realismo y confianza en Dios. No se puede ignorar el pecado. La santificación de las realidades terrenas exige luchar contra la inclinación al mal dentro de uno mismo y afrontar las consecuencias del pecado en el mundo, en particular la oposición de "los que se comportan como enemigos de la cruz de Cristo" (Flp 3, 18). Hay que contar con esas resistencias. "En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). Las dificultades no deben empañar en un hijo de Dios la seguridad de que puede santificar el mundo, con la gracia del Espíritu Santo. Es verdad, somos pocos, en comparación con el resto de la humanidad, y personalmente no valemos nada; pero la afirmación del Maestro resuena con autoridad: el cristiano es luz, sal, fermento del mundo, y un poco de levadura hace fermentar la masa entera (Ga 5, 9). Por esto precisamente, he predicado siempre que nos interesan todas las almas –de cien, las cien–, sin discriminaciones de ningún género, con la certeza de que Jesucristo nos ha redimido a todos, y quiere emplearnos a unos pocos, a pesar de nuestra nulidad personal, para que demos a conocer esta salvación 782. 3. Rehusar el aburguesamiento. A lo largo del camino –del vuestro y del mío– solamente veo una dificultad, que tiene diversas manifestaciones, contra la cual hemos de luchar constantemente (...). Esa dificultad es el peligro del aburguesamiento, en la vida profesional o en la vida espiritual 783. Para quien ha sido llamado por Dios a santificarse en medio del mundo, el peligro más inmediato es, efectivamente, el de ceder a la tentación de "servir a dos señores" (Mt 6, 24), a Dios y a los bienes de este mundo, haciendo componendas y desistiendo del heroísmo en la santidad. Para combatir este peligro es preciso cultivar, junto con el amor al mundo, el desprendimiento radical de los bienes temporales, empleándolos como medios para la unión con Dios y el servicio a los demás. El cristiano ha de vivir de cara a la eternidad. "El tiempo es corto; por tanto, en lo que resta, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen; y los que lloran, como si no llorasen; y los que se alegran, como si no se alegrasen; y los que compran, como si no poseyesen; y los que disfrutan de este mundo, como si no disfrutasen. Porque pasa la apariencia de este mundo" (1Co 7, 29-31). Estar inmerso en las actividades temporales (lo cual es necesario para santificarlas) y vivir de cara a la eternidad no son actitudes opuestas. San Josemaría las funde en un programa de vida que sintetiza con estas palabras: cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios 784. La profesión u oficio es el ámbito natural de nuestro apostolado y, por tanto, el punto de encuentro constante con Dios, el terreno para nuestro diálogo divino y para nuestra lucha interior. Revelaría un síntoma indudable de tibieza que nuestro trabajo ordinario se transformara en campo para satisfacciones de afirmación personal, de influjo a lo humano, de mundano progreso 785. Consecuencia importante es que si, en un caso concreto, algún bien de la tierra se convirtiera en obstáculo para la unión con Dios, no habría que dudar en apartarlo: "Si tu mano o tu pie te escandaliza, córtalo y arrójalo lejos de ti. Más te vale entrar en la Vida manco o cojo, que ser arrojado al fuego eterno con las dos manos o los dos pies. Y si tu ojo te escandaliza, arráncatelo y tíralo lejos de ti. Más te vale entrar en la Vida tuerto, que ser arrojado al fuego del infierno con los dos ojos" (Mt 18, 8-9). Esta lección del Señor –lección de amor a Dios y de verdadera libertad– es parte esencial del bagaje de disposiciones que ha de tener un cristiano para santificarse en medio del mundo. San Josemaría recalca constantemente que estar en el mundo y ser del mundo no quiere decir ser mundanos 786. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO OCTAVO La lucha por la santidad 1. PRECEDENTES, TERMINOLOGÍA Y CONTEXTO 1.1. Continuidad y novedad en la enseñanza de san Josemaría 1.2. Terminología 1.3. Contexto histórico-teológico 2. LA NOCIÓN DE LUCHA CRISTIANA EN SAN JOSEMARÍA 2.1. Origen y necesidad de la lucha cristiana       2.1.1. Origen de la lucha       2.1.2. Necesidad de una "lucha continua" 2.2. Finalidad de la lucha cristiana. una "lucha por amor"       2.2.1. "Lucha es sinónimo de Amor"       2.2.2. Lucha para dar gloria a Dios; para que Cristo reine; para edificar la Iglesia 2.3. El sujeto. "Lucha de hijos de Dios"       2.3.1. "Sentido de la filiación divina" en la lucha       2.3.2. Gracia y libertad en la lucha       2.3.3. Las virtudes cristianas, "objeto" y "armas" de la lucha 2.4. La lucha como "forma" de la santidad. El "campo" de la lucha       2.4.1. Un "espíritu de mortificación y de penitencia"       2.4.2. El campo de la lucha cristiana: la vida cotidiana 3. LUCHA CONTRA LAS TENTACIONES 3.1. La tentación como inducción al mal 3.2. El origen de las tentaciones: "el mundo, el demonio y la carne"       3.2.1. Lucha contra las tentaciones del demonio       3.2.2. Lucha contra las tentaciones del "mundo"       3.2.3. Lucha contra las tentaciones de la "carne" 3.3. La práctica de la mortificación cristiana       3.3.1. "Mortificación interior"       3.3.2. Mortificación en los sentidos       3.3.3. Las "mortificaciones pequeñas" 4. LUCHA CONTRA EL PECADO 4.1. Rechazo radical del pecado       4.1.1. "Horror al pecado grave"       4.1.2. "Abominar del pecado venial deliberado" 4.2. Perdón y penitencia       4.2.1. Penitencia interior. Contrición, desagravio o reparación, y conversión       4.2.2. La principal obra de penitencia: la Confesión sacramental       4.2.3. Las obras de penitencia no sacramentales 5. LA FALTA DE LUCHA: LA TIBIEZA 5.1. Noción de tibieza 5.2. El proceso de la tibieza 5.3. Remedios contra la tibieza 6. TÁCTICA Y TONO DE LA LUCHA 6.1. Elementos de táctica       6.1.1. Lucha en "cosas pequeñas"       6.1.2. Lucha concreta. "Examen particular"       6.1.3. "Por un plano inclinado" 6.2. Tono de la lucha cristiana       6.2.1. "Ascetismo sonriente"       6.2.2. "Deporte sobrenatural" 6.3. "La paz, consecuencia de la guerra" ALGUNAS APLICACIONES PRÁCTICAS CAPÍTULO OCTAVO La lucha por la santidad Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. (Via Crucis, XIV Estación) 1. PRECEDENTES, TERMINOLOGÍA Y CONTEXTO Una vez expuesto el camino de santificación en medio del mundo, veremos en este capítulo que es necesario luchar para recorrerlo, porque no es una senda ancha y fácil. "¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida...!" (Mt 7, 14), advierte el Señor. Es Dios quien introduce por esa puerta. La santidad es puro don de su Bondad. San Josemaría tiene honda conciencia de la primacía de la gracia en el proceso de santificación y, a la vez, de la necesidad de la libre cooperación humana. Recuerda que nuestra santificación personal es un don de Dios; pero el hombre no puede permanecer pasivo 1. En otro momento invita a considerar que la santidad se alcanza con el auxilio del Espíritu Santo (...), y con una lucha ascética constante 2. Sólo recibe la gracia del Paráclito quien libremente se abre a su acción y esto comporta esfuerzo, porque el corazón humano se ha retraído de Dios por el pecado. Aun con la ayuda poderosa de las gracias actuales, que nunca faltan, la cooperación libre del cristiano exige pelear con denuedo: "Esforzaos para entrar por la puerta angosta" (Lc 13, 24) 3. La lucha por la santidad no es una actividad más, junto a otras. No es que el cristiano deba trabajar en unos momentos y luchar en otros; o descansar hoy y pelear mañana. Ha de combatir siempre para realizar todo como Dios quiere. La lucha es una nota inherente a la santificación de cualquier actividad. Es una cualidad propia del cumplimiento cristiano de todos los deberes en este mundo, es decir, de su cumplimiento por amor a Dios. La razón fundamental es que para amar a Dios, en la vida presente, hay siempre un obstáculo que superar: el mal y la inclinación al mal. Pronto nos ocuparemos de este obstáculo. Si hemos adelantado la observación ha sido únicamente para decir que en este capítulo no vamos a estudiar nuevos actos de la vida cristiana, sino una cualidad que ha de estar presente en todos ellos. En las obras de san Josemaría, el tema de la lucha no es objeto sólo de la homilía La lucha interior 4 o de los capítulos que le dedica en otros libros 5. Según Leo Scheffczyk, el estudio de sus enseñanzas permite comprobar que "subraya con fuerza el carácter de lucha que tiene la existencia cristiana, que precisa de la conversión continua y de una correspondencia siempre renovada a la vocación" 6. Por su parte, Pilar Urbano constata que "casi toda la predicación, oral y escrita, de Josemaría Escrivá de Balaguer habla de lucha: lucha esforzada y constante, lucha individuada y concreta" 7. 1.1. CONTINUIDAD Y NOVEDAD EN LA ENSEÑANZA DE SAN JOSEMARÍA La predicación de san Josemaría sobre la lucha cristiana hace eco a la Sagrada Escritura que, desde el primero hasta el último de sus libros, habla de un combate contra el mal. El Génesis describe el ataque del Maligno y la derrota de Adán y Eva, pero también el anuncio de la futura victoria del Redentor prometido (cfr. Gn 3, 15). El Apocalipsis presenta la figura del dragón infernal, hostil a la Mujer y determinado a "hacer la guerra a su descendencia" (Ap 12, 17): una guerra que concluirá con la definitiva derrota de Satanás en el advenimiento glorioso del Señor al final de los tiempos 8. De uno a otro extremo es incesante el combate entre el bien y el mal 9. Las citas de los textos bíblicos en este sentido, son muy frecuentes en la predicación de san Josemaría. Pero hay un acontecimiento que ha representado un viraje completo en la historia. Con la venida del Hijo Unigénito de Dios al mundo, el conflicto ha entrado en su fase final. La luz ha brillado en las tinieblas (cfr. Jn 1, 5). El pecado ha sido reparado en la Cruz; el diablo, derrotado; y las consecuencias del mal, sobre todo el dolor y la muerte, han quedado transformadas, una vez que Jesucristo las ha asumido para redimirnos y las ha superado con su Resurrección gloriosa, garantía y prenda de vida bienaventurada. El combate continúa y continuará hasta la parusía, porque los hijos de Dios han sido enviados para prolongar la misión de Cristo (Jn 20, 21): hechos partícipes de la vida del Señor resucitado por el Espíritu Santo, comparten su amor redentor con el que han de santificar el mundo, purificándolo del pecado. Pero ya no están sujetos al poder del diablo (si no quieren estarlo voluntariamente), ni a la esclavitud del dolor (que se ha convertido en medio para corredimir con Cristo), ni al temor de la muerte (que es paso para la Vida eterna). El don del Espíritu Santo, fruto de la Cruz 10, les ha librado de la "ley del pecado" (cfr. Rm 8, 2) y les guía y fortalece para conducirse como verdaderos hijos de Dios (cfr. Rm 8, 14). Tienen a su disposición las armas de la victoria: "el escudo de la fe" (Ef 6, 16), "el yelmo de la esperanza (1Ts 5, 8), "la coraza de la fe y de la caridad" (ibid.), "la espada del Espíritu" (Ef 6, 17)..., y cuentan con los medios para valerse de ellas: los medios de santificación y de apostolado que reciben en la Iglesia 11. Así pueden acudir seguros a la lucha por acrecentar su identificación con Jesucristo y la de los demás, y conquistar para todos la herencia prometida: el mundo creado por Dios para el hombre y la gloria eterna del Cielo. Este planteamiento alentador que ofrece la Escritura domina por entero la enseñanza de san Josemaría. Su predicación es también reflejo de la tradición cristiana. Un ejemplo entre muchos son las palabras de Macario que cita en una homilía: "En la ciudad de los santos, sólo se permite la entrada y descansar y reinar con el Rey por los siglos eternos a los que pasan por la vía áspera, angosta y estrecha de las tribulaciones" 12. Apenas se encontrará un Padre de la Iglesia o un autor antiguo que pase por alto el tema. Desde las cartas de san Ignacio de Antioquia († 107), conducido a Roma para sufrir martirio –expresión eminente del combate y de la victoria sobre el mal, en unión con Cristo–, hasta la predicación de san Agustín (354-430) en el De agone christiano y en otras obras 13, y las Collationes de Casiano (~360-435), que transmiten la experiencia de los Padres del desierto, hay una clara continuidad en la doctrina de que la santidad exige una lucha constante 14. Esta tradición acoge lo que ya habían descubierto algunos filósofos griegos acerca del esfuerzo moral necesario para vivir bien, pero proporciona un nuevo fundamento a la lucha, una novedad de fin y un contenido hasta entonces desconocido 15. Aunque las manifestaciones de ese combate en un anacoreta del siglo IV sean diversas a las que debe o puede tener, según los casos, en un fiel corriente de nuestros días, la lucha cristiana es necesaria siempre y para todos. Por eso, san Josemaría encarece la lectura de las obras que acabamos de mencionar y de otras muchas que se han hecho célebres a lo largo de los siglos. Entre las que recomienda, se encuentra el Combattimento spirituale de Lorenzo Scupoli (1530-1610) 16, un representativo sumario del pensamiento cristiano, cuyas fuentes de inspiración abarcan desde la literatura patrística hasta los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola (1491-1556). Scupoli apoya la lucha enteramente en la gracia, pero toma muy en serio la libre correspondencia humana, manteniéndose siempre lejos de toda impronta pelagiana. La sustancia de su libro es que "no pierde quien no deja de combatir" (cap. 6). Ese programa lo encontramos también en san Josemaría, aunque Scupoli no sea su principal fuente de inspiración, porque también acude a la Imitación de Cristo, atribuidaa Tomás de Kempis (1379-1471), y especialmente a los autores del siglo de oro español, desde santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, hasta Luis de Granada, san Juan de Ávila y Alonso Rodríguez, y a otros grandes maestros, como san Francisco de Sales, san Juan Maria Vianney y santa Teresa de Lisieux. Pero gran parte de esa tradición se encuentra bajo el influjo de las espiritualidades religiosas, mientras que san Josemaría predica un espíritu laical y secular. Por eso acude al tesoro inestimable de la experiencia de los santos con el discernimiento que le proporciona la luz recibida el dos de octubre de 1928, para predicar la santificación en medio del mundo. En este sentido hay, a la vez, continuidad y novedad en su enseñanza. Continuidad porque acoge el inmenso patrimonio de la tradición; novedad porque, al nutrirse de esas enseñanzas, no las repropone sin más a los laicos, ni las "adapta" a sus circunstancias. Distingue lo que pertenece a la santificación en la vida corriente civil y secular de aquello que es propio de la vida religiosa 17. Aprovecha la tradición de los maestros de vida espiritual, pero aporta algo nuevo: un espíritu de lucha cristiana, laical y secular. Muchos elementos del espíritu cristiano de lucha que, con el paso de tiempo, se habían materializado y conservado fundamentalmente en la vida monástica y después en la religiosa, son, en realidad, propios de cualquier fiel corriente, y san Josemaría no tiene dificultad para proponerlos a todos. Al mismo tiempo, prescinde de actitudes estrechamente ligadas a la vida religiosa, como la práctica de devociones o de mortificaciones que dificultarían el cumplimiento de los deberes profesionales, familiares y sociales. Con esto no predica un ascetismo mitigado, sino una lucha heroica en los quehaceres cotidianos. De ahí deriva todo un cuerpo de doctrina espiritual sobre la lucha cristiana en esas mismas actividades. Otro rasgo inconfundible de su predicación en este tema, inseparable del anterior, es el espíritu de filiación divina. El punto clave es la comprensión del combate cristiano como una lucha de amor filial: un continuo actualizarse del amor de un hijo de Dios que, sabiéndose "otro Cristo, el mismo Cristo", quiere realizar, cueste lo que cueste, la Voluntad de su Padre. Desea agradarle confiando humildemente en el poder de su gracia, con la que se sabe capaz de vencer todas las batallas 18. Esto no es una novedad en la historia de la Iglesia, pero en san Josemaría constituye la base para afrontar la lucha en la vida ordinaria. Tiene en cuenta, con realismo, los obstáculos que se presentan en el camino de la santidad y la necesidad de empeñarse duramente para superarlos, pero el sentido de la filiación divina infunde a toda su predicación un sereno optimismo. 1.2. TERMINOLOGÍA San Josemaría suele hablar de "lucha cristiana", "lucha del cristiano", "lucha de hijos de Dios", "lucha cotidiana" o "diaria", o bien –la mayor parte de las veces– simplemente de "lucha" (o combate, o pelea, etc.), sobreentendiendo el adjetivo "cristiana". Estos son los términos preponderantes. Junto a ellos emplea algunas veces, relativamente pocas, las expresiones clásicas de "lucha interior" y de "lucha ascética", en las que conviene que nos detengamos porque, cuando las usa, están matizadas por los rasgos propios de su predicación 19. En general, la lucha cristiana se denomina "lucha interior" porque tiene lugar dentro de la persona (lo mismo que la vida del cristiano que busca la santidad se puede llamar "vida interior"). Se trata, en efecto, de una guerra de cada uno consigo mismo, como esfuerzo siempre renovado de amar más a Dios, de desterrar el egoísmo, de servir a todos los hombres 20. Es "interior" porque es una "lucha contra uno mismo, no contra los demás ni contra nadie" 21: san Josemaría lo recuerda al comienzo de una homilía que titula precisamente La lucha interior 22. Pero también aclara que la lucha interior no nos aleja de nuestras ocupaciones temporales: ¡nos conduce a terminarlas mejor! 23 Que sea "interior" no significa que carezca de manifestaciones externas en el modo de llevar a cabo las actividades temporales. En ocasiones no tendrá efectos observables, pero otras veces sí. En el ámbito de la santificación en medio del mundo, la dimensión visible de la vida interior posee especial relieve, porque los quehaceres profesionales y familiares comportan múltiples exigencias externas y porque el cristiano ha de aspirar a transformar la sociedad con el espíritu del Evangelio. Pero como esa transformación debe comenzar por cada uno, san Josemaría no deja de hablar de "lucha interior". Está convencido de que una sincera pelea íntima por agradar a Dios, incide en la ordenación de las cosas de este mundo y produce necesariamente frutos de paz y justicia, de amor y libertad 24. Se puede decir que la expresión "lucha interior" se abre en san Josemaría a las peculiaridades de la lucha por la santidad en medio del mundo. Que la lucha sea "interior" no significa tampoco que sea exclusivamente "individual", porque la salud o la enfermedad de un miembro del Cuerpo místico de Cristo repercuten en los demás. San Josemaría lo subraya con energía: si alguno no lucha, está haciendo traición a Jesucristo y a todo su cuerpo místico, que es la Iglesia 25. También es tradicional hablar de la lucha por la santidad como "lucha ascética", porque se trata de una "ascesis" (del griego askesis = ejercicio): un ejercicio deportivo como el de los atletas que aspiran a ganar la competición (cfr. 1Co 9, 24-27; 2Tm 2, 5) 26. San Josemaría usa esta expresión. La lucha ascética –escribe– es un deporte 27. Sin embargo, el término "ascesis" tiene una historia compleja a la que conviene referirse porque puede explicar, a nuestro juicio, que san Josemaría hable de "lucha" o de "lucha cristiana", con mucha más frecuencia que de "lucha ascética". El término "ascesis" aparece una sola vez en la Sagrada Escritura, en las palabras de san Pablo al gobernador Félix: "Me ejercito por eso yo también en conservar siempre una conciencia limpia ante Dios y ante los hombres" (Hch 24, 16) 28. En la antigüedad clásica, "ascesis" era el entrenamiento de un atleta o de un soldado y también el ejercicio metódico de las facultades humanas para conquistar el dominio de sí mismo practicando la virtud 29. Con este significado, a través de Filón de Alejandría, según parece 30, el término pasó a la predicación cristiana, sobre todo a partir de Clemente de Alejandría (~150-211) y de Orígenes (~185-254). Aunque en estos autores no hay, como era frecuente entre los platónicos, una consideración negativa del cuerpo, ni falta en ellos la referencia a Cristo 31, la procedencia del término conllevaba el peligro de que el esfuerzo por practicar las virtudes apareciera como algo previo a la unión con Cristo, como un "ejercicio" realizado con las propias fuerzas para lograr el dominio de sí y prepararse a la unión con Él. Antes de estos alejandrinos de los siglos II-III, apenas se usa "ascesis" en la literatura cristiana. De acuerdo con el vocabulario bíblico, más que de "ejercitarse", se habla de "luchar" o de "combatir" contra lo que separa de Dios, y de "batallar", de "pelear", de "esforzarse", de "rechazar al enemigo", de "oponerse a las obras de la carne", así como de "competir" 32. El paradigma de esta lucha es el martirio, como se manifiesta en las Cartas de san Ignacio de Antioquía (†107) 33, porque el mártir lucha hasta poner en juego su vida para dar testimonio de la fe en Cristo. Según Orígenes, el cristiano debe estar dispuesto al martirio, aunque sólo se les pedirá a algunos 34. No se trata de una disposición genérica sino del modelo de la lucha diaria, porque todos han de combatir cotidianamente poniendo en juego la vida; de hecho, Clemente de Alejandría equipara al martirio el esfuerzo por adquirir las virtudes cristianas y luchar contra los vicios 35. En este sentido los mártires son el prototipo de los "ascetas". También, durante un tiempo, el término pasa a designar a los que reciben el don del celibato; son llamados "ascetas" porque se ve en ese don una llamada a la lucha para dominar los impulsos desordenados de la carne 36. Esto comportaba el riesgo de vincular la necesidad de luchar a la correspondencia a un don que sólo tienen algunos 37. El riesgo se acentuará cuando el término comience a designar a quienes, como san Antonio Abad (251-357), se retiran al desierto para llevar una vida penitente 38. A partir de entonces se comienza a designar "ascetas" a los Padres del desierto y a los que después siguen su camino en el monaquismo. De hecho, cuando san Josemaría usa el nombre "ascetas" (aparte de las dos veces a las que nos acabamos de referir en nota), lo aplica a los monjes 39: el término había adquirido un cierto sentido de alejamiento del mundo. De todos modos, en los escritos de esa misma época está claro que los fieles laicos han de luchar no menos que los monjes. San Juan Crisóstomo llega a irritarse con los que llevan una vida cómoda con la excusa de que "no somos monjes" 40, rebatiendo que todos deben practicar las virtudes cristianas con tanto esfuerzo como ellos 41. Sin embargo, no se les llama "ascetas". Para que la expresión se pueda aplicar a los fieles corrientes, será necesario depurarla de su reducción al monaquismo. A lo anterior hay que añadir que, en la Edad moderna, sobre todo a partir de las obras de Giovanni Battista Scaramelli (1687-1752), Directorio ascético yDirectorio místico, se verifica en la teología una cierta separación conceptual entre el esfuerzo por alcanzar la unión con Dios, bajo el impulso de la gracia, y la unión propiamente dicha. Lo primero se viene a llamar "ascética" y lo segundo "mística". Se tiende a ver la primera como una etapa previa a la segunda, quizá también por influjo indirecto de algunos movimientos espiritualistas que postulaban en los siglos precedentes una mística sin esfuerzo, como los fratelli del libero spirito en el XIV, los "iluminados" del XVI y los "quietistas" del XVII. Y a veces se acaba por vincular la unión mística a los fenómenos extraordinarios. En todo caso, llega a ser habitual distinguir entre una vía ordinaria de la santidad, caracterizada por el esfuerzo en las virtudes, llamada por esto "ascética", y una vía "mística", que se distingue por una contemplación infusa. Diversos autores posteriores rechazan la separación entre "ascética" y "mística" formulada en estos términos, pero continúan distinguiéndolas como dos fases de la vida espiritual, aunque reconocen una clara continuidad entre ellas. En esta línea, cabe mencionar una vez más la clásica obra de Adolphe Tanquerey, Teología ascética y mística (2 vol., 1923/24). Cuando san Josemaría emplea la expresión "lucha ascética", no se mueve en el mundo de ideas que acabamos de mencionar. No separa ascética y mística. Por ejemplo, hablando de la contemplación, comenta en una homilía: ¿Ascética? ¿Mística? No me preocupa. Sea lo que fuere, ascética o mística, ¿qué importa?: es merced de Dios 42. Entiende el combate cristiano como lucha de hijos de Dios que, por amor suyo, buscan la identificación con Cristo, y comprende que la santidad en la vida presente se encuentra ya en la misma lucha. Cuando habla de "lucha ascética", la expresión está penetrada por el espíritu de filiación divina. Es "lucha de un hijo de Dios", lucha de quien se sabe "otro Cristo, el mismo Cristo", no una fase previa a la identificación del cristiano con Cristo. La misma lucha es ya "lugar" de unión con Dios en Cristo. Por lo que llevamos dicho, se comprende que san Josemaría, aunque no abandone el tradicional término de "lucha ascética", hable de ordinario sólo de "lucha", o de "lucha cristiana" o de "lucha de hijos de Dios": le resulta más natural. 1.3. CONTEXTO HISTÓRICO-TEOLÓGICO La época en la que se desarrolla la predicación de san Josemaría se puede dividir en dos períodos, considerando el asunto que nos ocupa. En las décadas de 1930 a 1960, el tema de la lucha cristiana está muy presente en la catequesis y es objeto de numerosas publicaciones 43. A partir de los años 60 se produce un viraje notable, sobre todo después del Concilio Vaticano II: la cuestión comienza a ser marginal y se desvanece progresivamente en la literatura teológica. No se niega que el cristiano tenga que luchar, ni se recusan de plano las formas del pasado. Simplemente se eclipsa el argumento, se deja de hablar de lucha 44. No es fácil resumir las múltiples causas de este fenómeno, pero vale la pena apuntar algunas consideraciones que pueden servir para comprender mejor los textos de san Josemaría que citaremos después. Son años en los que se abre paso, dentro de la Iglesia, una mentalidad de "puesta al día" ("aggiornamento") en las formas de vivir la fe. En este clima se fragua la inclinación a sustituir los modos ascéticos tradicionales, que se consideran superados, por otros más acordes con la cultura dominante, fuertemente secularizada. Se tiende a dejar en la sombra los elementos que resultan más difíciles de aceptar por esa cultura y así, en poco tiempo, la deseada renovación corre el riesgo de acabar en ruptura con la tradición eclesial y con la experiencia de los santos. Se puede entender mejor si se tiene presente la secularización de esa cultura a la que se pretende facilitar el acceso a la fe y a la vida cristiana. Un aspecto característico, en relación con el tema que estamos tratando, es la "pérdida del sentido del pecado" 45, bajo el influjo teórico de diversas corrientes de pensamiento y bajo el impacto práctico del permisivismo moral. Una pérdida a la que sigue lógicamente otra: la "pérdida del sentido de la lucha cristiana" y su abandono por parte de muchos. Por lo que se refiere a las corrientes de pensamiento, recuérdese que la secularización es un fenómeno ambivalente que no se debe identificar sin más con "descristianización", porque en ciertos aspectos se trata de una saludable "desclericalización", como ya vimos en la Parte preliminar 46. Pero hecha esta reserva, es preciso señalar que la mentalidad secularizadora, en el primer sentido, se opone a la necesidad y a la práctica de la lucha cristiana 47. Ya Lutero había despreciado como inútiles las prácticas ascéticas de los monjes y de la vida religiosa en general, al sostener la justificación por la sola fe (no niega que la conversión a Dios requiera lucha, pero se trata de la lucha "interior" por alcanzar un estado de ánimo 48). En la misma época, con el descubrimiento de América y las noticias que llegan a Europa acerca de sus habitantes, idealizados como gentes que, sin haber conocido el Evangelio, viven en un feliz estado natural de inocencia, sin pecado y sin esfuerzo para comportarse con bondad y convivir en armonía (el "mito del buen salvaje", que la fantasía se resistirá a reconocer infundado), arrojará una sombra de incertidumbre acerca de la necesidad de la lucha para la unión con Dios 49. Pero el paso decisivo tendrá lugar en el siglo XVIII, cuando la mentalidad secularizadora se hará presente con el racionalismo iluminista y la idea de una libertad independiente de Dios. Al pretender que la conducta se debe guiar únicamente por la razón emancipada de la fe, la lucha podrá tener sentido sólo como ejercicio moral, en el plano meramente humano. Toda rectificación de la conducta que proceda de una perspectiva sobrenatural se tenderá a ver como constricción de la libertad (Kant acepta la "ascesis moral" pero rechaza la "ascesis monacal" 50). El planteamiento se hará radical en las ideologías ateas que sobrevendrán después. Ahí, la lucha carecerá ya de todo sentido: no sólo la "lucha contra el pecado", que evidentemente pierde su razón de ser, porque al negar a Dios se niega la posibilidad de ofenderle, sino también la lucha contra las deformaciones que, según la fe cristiana, son consecuencia del pecado. Para Nietzsche la ascética de los cristianos es pura represión "contra naturam"; el hombre, según él, ha de obrar con espontaneidad "dionisíaca", sin temor a seguir sus deseos de placer, porque dentro de él hay también un impulso "apolíneo" hacia la belleza que impide el libertinaje y la autodestrucción 51. También atea pero de signo distinto, es la visión de Freud, que acepta la existencia de contradicciones interiores y de impulsos negativos que se han de superar; pero estas tensiones son para él consecuencias de la cultura, no de lo que el cristianismo llama pecado. Al revés, según Freud, la idea de pecado habría sido creada por la religión monoteísta para fundar prohibiciones o tabúes que serían la fuente del sentido de culpa y de las neurosis; el psicoanálisis debería ayudar a liberarse de modo racional de esas reglas y del consiguiente sentimiento de culpa (en esto consistiría el "pecado" y la "lucha") 52. Finalmente, en el marxismo, que influye hondamente sobre la cultura contemporánea, el término "lucha" se usa para designar la "lucha de clases", alma de la revolución; la idea religiosa de pecado personal sería –en el pensamiento despersonalizador de Marx– simple mixtificación para lograr el sometimiento de las masas al poder establecido 53. A todas las corrientes de pensamiento que inciden en la pérdida del sentido del pecado y de la lucha, hay que añadir, como decíamos, una realidad práctica muy conectada a ellas: el clima de permisivismo moral. En esa situación, cuando se plantea la cuestión del aggiornamento en la década de 1960, es fuerte la tentación a no hablar de lucha, por el reparo a ir contracorriente, o a que se pueda interpretar como una vuelta a estilos de vida superados, o por el miedo a inquietar a quienes se hallan inmersos en la "cultura del bienestar", o por el temor a reprobar comportamientos moralmente negativos que muchos han comenzado a considerar incluso como conquistas... Es posible que se haya querido evitar la impresión de que la fe conlleva una visión negativa de los bienes de este mundo, o el peligro de favorecer una imagen del cristianismo que sospecha del progreso o que, por principio, juzga negativamente el placer. En todo caso, el hecho es que el tema "lucha" queda proscrito como "políticamente incorrecto". En el intento de "poner al día" las enseñanzas sobre la lucha cristiana y de hacerlas aceptables a la cultura secularizada, no siempre se logra sortear el peligro de recortarlas y de perder así una parte del patrimonio de siglos legado por los santos. Inmerso en esta época, san Josemaría recalca que aggiornamento significa sobre todo eso: fidelidad 54. En contraste con la propensión a no hablar de lucha y a prescindir de su séquito de vocablos –como "mortificación" y "penitencia"–, se percibe en su predicación, sobre todo en los años sucesivos al Concilio Vaticano II, un crescendo de insistencia en la lucha, tanto mayor cuanto más evidente es el silencio sobre el tema. Más aún, ve la crisis que sufre la vida cristiana en los años del post-concilio en estrecha relación con la tendencia a abandonar el combate interior, y no tiene reparos en afirmar que personas alejadas de hecho de Jesucristo, porque carecen de fe, han ido fomentando un clima de renuncia a toda lucha, de concesiones en todos los frentes. Y así, cuando el mundo ha necesitado una fuerte medicina, no ha habido poder moral capaz de parar esta fiebre 55. Precisamente estas circunstancias serán ocasión para que pregone el valor perenne del acervo espiritual de la Iglesia sobre la lucha cristiana, saliendo al paso de los pretextos que se aducían para relegarla a un oscuro segundo plano (pretextos a veces peregrinos, como se percibe en la cita siguiente): Toda la tradición de la Iglesia ha hablado de los cristianos como de milites Christi, soldados de Cristo. Soldados que llevan la serenidad a los demás, mientras combaten continuamente contra las personales malas inclinaciones. A veces, por escasez de sentido sobrenatural, por un descreimiento práctico, no se quiere entender nada de la vida en la tierra como milicia. Insinúan maliciosamente que, si nos consideramos milites Christi, cabe el peligro de utilizar la fe para fines temporales de violencia, de banderías. Ese modo de pensar es una triste simplificación poco lógica, que suele ir unida a la comodidad y a la cobardía. Nada más lejos de la fe cristiana que el fanatismo, con el que se presentan los extraños maridajes entre lo profano y lo espiritual sean del signo que sean. Ese peligro no existe, si la lucha se entiende como Cristo nos ha enseñado: como guerra de cada uno consigo mismo, como esfuerzo siempre renovado de amar más a Dios, de desterrar el egoísmo, de servir a todos los hombres. Renunciar a esta contienda, con la excusa que sea, es declararse de antemano derrotado, aniquilado, sin fe, con el alma caída, desparramada en complacencias mezquinas. Para el cristiano, el combate espiritual delante de Dios y de todos los hermanos en la fe, es una necesidad, una consecuencia de su condición 56. En síntesis, podemos decir que la enseñanza de san Josemaría en este tema continúa la tradición cristiana y contribuye a renovarla. Al verter el caudal de la sabiduría de siglos en el campo de la santificación en medio del mundo, surge una cosecha de frutos nuevos que enriquece esa misma tradición. Hay en su predicación una verdadera profusión de ideas y de consejos prácticos que ya han servido de inspiración a un buen número de obras 57. Y crecerá seguramente el interés en esos aspectos cuando la atención no se limite al núcleo más novedoso de su mensaje y se logre captar la renovación que encierra para los temas más tradicionales, como el que ahora nos ocupa 58. El esquema del presente capítulo intenta recoger todos los aspectos principales de la lucha cristiana, ya que todos ellos tienen su puesto en la enseñanza de san Josemaría, particularmente amplia en este materia. En cuanto al método, hay que tener en cuenta que san Josemaría da por supuesta la doctrina tradicional; por eso mencionaremos al inicio de cada tema los conceptos básicos –sobre el mal y la inclinación al mal, las tentaciones, el pecado, la mortificación y la penitencia, etc.–, sin necesidad de citar, por lo general, sus obras (o bien se tratará de pasajes que simplemente se limitan a expresar ese patrimonio doctrinal de siglos). Nos podremos servir con cierta frecuencia del Catecismo de la Iglesia Católica, que se hace eco de esa doctrina perenne. Después veremos cómo la aplica san Josemaría y qué aspectos acentúa, citando entonces ampliamente sus escritos y su predicación. 2. LA NOCIÓN DE LUCHA CRISTIANA EN SAN JOSEMARÍA Si se quiere describir un combate hay que indicar, lógicamente, quién es el enemigo o el obstáculo contra el que se lucha, porque sin adversario no hay guerra. Pero también es preciso considerar otros aspectos fundamentales que no deben quedar en segundo plano, como el fin que se busca, el objetivo inmediato, las fuerzas de que se dispone, el campo de la lucha... Puede servir un ejemplo de la literatura clásica. Cuando Plutarco describe en las Vidas paralelas las batallas de Alejandro Magno, habla, desde luego, de sus enemigos –de Darío, por ejemplo–, pero también de los motivos que le llevaban a emprender aquellas batallas (su propia gloria y la de Grecia), de los objetivos que se iba proponiendo (como la conquista de Persia y de otras regiones de Asia), de las fuerzas con las que contaba y de la organización de su ejército (la célebre falange macedonia), etc. Si se hubiera limitado a hablar sólo del enemigo, habríamos tenido una idea bastante pobre de aquellas contiendas. De la lucha cristiana se puede decir otro tanto. Hay, ante todo, un enemigo contra el que se combate: el mal, lo que conduce al mal y las consecuencias del mal. Es el primer punto que trataremos, porque sin él no se comprenden los demás. Pero el combate cristiano no es simplemente "contra el mal", sino "por el bien": es un combate positivo, de amor, por la gloria de Dios, el reinado de Cristo, la edificación de la Iglesia e, inseparablemente, por la identificación personal con Cristo. Expondremos esta finalidad en segundo lugar. Después hablaremos de la persona que lucha: quién es (un hijo de Dios), cuáles son sus "fuerzas" (la libertad y la gracia), y sus "armas" (las virtudes cristianas). Por último veremos cuál es la esencia de la lucha (su "forma": un espíritu de mortificación y de penitencia) y el campo en el que tiene lugar (la vida cotidiana). No trataremos de los medios con que cuenta el cristiano, porque serán tema del capítulo siguiente. Todos estos aspectos están muy presentes en san Josemaría. No nos detendremos a justificar el orden en que los vamos a tratar, que tiene ventajas e inconvenientes. Entre éstos últimos se encuentra que comenzar hablando del mal, puede dar un tono negativo a la exposición, pero enseguida se verá que la lucha contra el mal es una "lucha positiva". Entre las ventajas, está la de indicar enseguida el origen o la razón de ser de la lucha, sin la cual no se entiende ni su finalidad ni su sentido. En cualquier caso, el orden de los cuatro apartados siguientes (2.1 a 2.4) podría ser distinto. Lo que no cabe es prescindir de ninguno de ellos, o verlos como independientes. Sólo si se consideran conjuntamente se puede tener, en nuestra opinión, una visión completa de la noción de lucha cristiana en san Josemaría. 2.1. ORIGEN Y NECESIDAD DE LA LUCHA CRISTIANA 2.1.1. Origen de la lucha El motivo u origen de la lucha cristiana es: a) la presencia del mal moral en acto, que es el pecado; b) la inclinación al mal dentro del hombre y lo que le incita al pecado desde fuera; c) las consecuencias del mal moral, entre las que se encuentra el "mal físico". a) El mal moral en acto: el pecado Al crear el mundo, Dios ha sometido todas las cosas al hombre (cfr. Gn 1, 26; Hb 2, 8) y le ha llamado a ordenarlas a su gloria, sometiéndose él mismo a la Voluntad divina. Sin embargo, el hombre, "persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia, levantándose contra Dios e intentando alcanzar su propio fin al margen de Dios" 59. Después del primer pecado, se oscureció el corazón de los hombres que "prefirieron servir a la criatura, no al Creador" 60. El pecado de origen y todos los que han seguido después –"una verdadera invasión de pecado" 61–, son el mal moral, el mal en sentido absoluto, contra el que es preciso luchar 62. Si se considera que el término "mal" tiene otros usos que no coinciden en todo con éste (como cuando se llama mal a cualquier situación contraria a las propias aspiraciones), se comprende que san Josemaría sienta la necesidad de recordar al lector de Camino que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado 63. El mal moral es la privación de un bien propio de la relación del hombre con Dios. Es el desorden de un acto humano, su falta de orientación al fin último, la carencia de la perfección moral debida en una acción 64. Cometer el mal es despojar voluntariamente a un acto de la perfección que debería tener según el querer de Dios, yendo así contra su Voluntad y ofendiéndole. Esto implica empobrecer el propio ser, desdibujando la imagen y semejanza de Dios en el hombre. Al contrario, rechazar el mal moral es una ganancia, un poner el orden debido en los propios actos y mantenerlo, una afirmación positiva del bien que glorifica a Dios, porque es querer su Voluntad, y que conlleva un crecimiento de la propia perfección como persona e hijo de Dios. La noción del mal moral como negación y del bien como afirmación, está en la base de la visión positiva de la lucha cristiana. Ciertamente es una lucha "contra el mal" pero, siendo éste carencia de bien, la lucha es afirmación del bien: lucha "por el bien". Y, al ser el bien lo que Dios quiere, es lucha para cumplir su Voluntad por amor suyo. Así lo afirma san Josemaría: La lucha ascética no es algo negativo y, por tanto, odioso; sino afirmación alegre 65; es una lucha positiva de amor 66. También lo expresa de otros modos; por ejemplo, cuando escribe que tu vida, tu trabajo, no debe ser labor negativa, no debe ser "antinada". Es, ¡debe ser!, afirmación 67. Y haciendo eco de las palabras de san Pablo: "vence el mal con el bien" (Rm 12, 21), describe del siguiente modo la tarea del cristiano: ahogar el mal en abundancia de bien 68. Esto se aplica tanto a la lucha contra el mal cometido por uno mismo, como por los demás. b) La inclinación al mal moral Cometer el mal moral no es sólo una posibilidad de la libertad humana, como en Adán y Eva antes del pecado. Ahora hay una tendencia al mal dentro del corazón humano, como consecuencia de ese primer pecado, agravada por los pecados personales. Todos los descendientes de Adán y Eva, a excepción de Jesucristo y de la Virgen Inmaculada, nacen en estado de "pecado original", privados de la amistad con Dios y con una inclinación al mal que consiste en una resistencia al innato impulso hacia el bien. La persona humana "está herida en sus propias fuerzas naturales (...) e inclinada al pecado" 69. San Pablo llama a esta inclinación "ley del pecado" (cfr. Rm 7, 21-23) 70. Esta tendencia se observa ya en Caín, que siente envidia por su hermano Abel y proyecta darle muerte. Antes de consumar sus planes, el Señor le advierte: "el pecado acecha a la puerta; no obstante, tú puedes dominarlo" (Gn 4, 7). La inclinación al mal no es irresistible, sobre todo con la luz y el impulso de la gracia divina, pero es necesario un esfuerzo para vencerla. El Catecismo sintetiza así la situación: "[La naturaleza humana] está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal se llama "concupiscencia"). El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual" 71. La experiencia universal corrobora lo que la doctrina cristiana enseña sin ambages: que hay impulsos en el ser humano que no le llevan a su perfección, y que no todas las tendencias que registra en sí mismo son "naturales". Lo bueno no se identifica siempre con lo "espontáneo". San Josemaría invita a tomar conciencia de esta realidad. Advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte 72. Para designar esas malas inclinaciones, san Josemaría usa también, como es tradicional, el término bíblico "concupiscencia" 73. Ésta aparece en la práctica como una fuerza de signo contrario a la orientación al bien, como si hubiera en la persona humana dos tendencias opuestas, al bien y al mal (cfr. Rm 7, 15-24). Pero, en realidad, el mal no atrae. La concupiscencia no es otra cosa que una falta de vigor en la inclinación al bien. Se puede afirmar que es un mal, como hace san Josemaría en el texto que acabamos de citar, pero no en el sentido de pecado, que es un acto, sino en cuanto debilidad que procede del pecado. Diversamente de la visión luterana que califica la concupiscencia de pecado, la doctrina católica enseña que no lo es, porque no incluye el consentimiento de la voluntad. En este sentido, san Josemaría recuerda la afirmación tradicional de que una cosa es pensar o sentir, y otra consentir 74. No es lo mismo experimentar la inclinación al mal que seguirla. Por eso escribe: No te avergüence descubrir que en el corazón tienes el "fomes peccati" –la inclinación al mal, que te acompañará mientras vivas, porque nadie está libre de esa carga 75. Pero la concupiscencia facilita el pecado o lo alimenta: es fomes peccati 76. Por eso se la considera como una "carga", según acabamos de ver. Una carga que demanda esfuerzo, lucha, para no dejarse arrastrar por ella. Sin embargo, para san Josemaría no es una pugna triste o penosa, sino el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre 77. La ve como un íntimo deporte 78: una lucha en la que el cristiano desarrolla sus fuerzas, las virtudes que le configuran con Cristo 79. Pero que sea un deporte no significa que sea un juego. Es un verdadero combate. La práctica del bien se ha convertido en tarea costosa y el camino de santificación se ha puesto "cuesta arriba". El cristiano "arrastra", al recorrerlo, ese peso –la concupiscencia– que tiende a frenarle y le reclama esfuerzo: Arrastramos miserias personales 80, recuerda san Josemaría. Arrastramos en nosotros mismos –consecuencia de la naturaleza caída– un principio de oposición, de resistencia a la gracia: son las heridas del pecado de origen, enconadas por nuestros pecados personales 81. Por eso siente la necesidad de advertir a todos que es necesario, si se quiere alcanzar la perfección cristiana, pelear con denuedo los combates de la vida interior, porque el reino de Dios sólo se alcanza a viva fuerza: regnum caelorum vim patitur, et violenti rapiunt illud (Mt 11, 12) 82. El desorden de la concupiscencia no permanece igual a lo largo de la vida. Cuando se cede a su influjo, se agrava; cuando se combate, disminuye. La razón es que los actos voluntarios dejan siempre una huella en las facultades de la persona, predisponiendo a nuevos actos en la misma dirección. De este modo, aparecen los vicios, enfermedades del alma, o se forman las virtudes, manifestaciones de salud y vigor. Combatir los vicios implica conquistar las virtudes. Así como en el terreno de los actos, la negación del mal es afirmación del bien, también en el de los hábitos, la corrección de los vicios es incremento de las virtudes. San Josemaría da la siguiente pauta a quienes tienen confiada la formación cristiana de otras personas: Para que su lucha sea positiva, dadles un ideal, con metas precisas; que insistan, más que en quitar defectos, en adquirir virtudes 83. A lo que llevamos dicho sobre la inclinación interior al mal moral, hay que añadir que existen otras fuerzas que instigan al pecado desde fuera del hombre, contra las que también es preciso luchar. En primer lugar el diablo, que "ha adquirido un cierto dominio sobre el hombre" 84, al contar con la complicidad interior de la concupiscencia. En segundo lugar, las consecuencias del mal en el mundo 85, que representan asimismo una incitación exterior al pecado a la que el hombre está más expuesto cuanto mayor sea su desorden interior. Del mismo modo que la concupiscencia no es pecado, tampoco lo son las instigaciones del diablo ni las del entorno influido por el pecado. Sin embargo, es necesario luchar también contra éstas, porque de lo contrario arrastran al pecado. Lo veremos con más detalle al hablar de las tentaciones. c) El mal "físico" Hemos hablado hasta aquí del "mal moral" en acto –el pecado–, el mal en sentido estricto que se ha combatir; y de la inclinación al mal o concupiscencia, que puede estar acentuada por los pecados personales. Pero hay también otros males, consecuencia del pecado, como el dolor, la fatiga por el trabajo, sufrir la injusticia, la enfermedad y la misma muerte, que siendo realmente carencia de bienes, no se oponen, sin embargo, a la santidad e incluso se pueden transformar en medios de unión con Cristo. Por eso, y para distinguirlos del mal moral, se les llama "mal físico", entendiendo por "físico" cualquier privación de un bien temporal conveniente a una persona. El "mal físico" es mal en sentido análogo, porque ni es pecado ni inclina al pecado. Es cierto que tampoco las tentaciones al pecado son pecado sino ocasión para crecer en amor a Dios, pero no por eso se transforman en bienes. El dolor, en cambio, sí que puede transformarse en un bien. Las tentaciones al pecado no pueden amarse en cuanto instigaciones al mal; el dolor, en cambio, puede amarse 86. Jesucristo sufrió tentaciones y las rechazó, y con ese rechazo cumplió la Voluntad del Padre y le dio gloria; en cambio no rechazó el dolor sino que transformó el sufrimiento en amor. El dolor, la enfermedad y las contrariedades de diverso tipo, son privaciones de bienes terrenos, no del bien supremo que es la amistad con Dios. De ahí que la lucha contra el mal físico sea muy diversa de la lucha contra el mal moral. El cristiano ha de combatir el dolor, la enfermedad, la pobreza material, etc., en los demás y en sí mismo, porque generalmente lo exige la caridad. En este sentido, san Josemaría habla de la urgencia de atender a las necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias 87 y estimula a no permitir la indiferencia ante quienes están materialmente necesitados, porque un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo 88. Pero mientras duran esas situaciones, se pueden aprovechar como ocasiones de unión con Cristo Redentor. Igualmente, la fatiga exigida por el trabajo y el cumplimiento del deber, encierra un valor corredentor que el cristiano ha de descubrir y acoger. Más aún, el amor a Dios y a los demás puede llevar a no combatir ciertas privaciones personales e incluso a buscarlas, como veremos al hablar del ayuno y, en general, de la mortificación y de la penitencia. Por el contrario, la lucha contra el mal moral ha de ser absoluta, no conoce "excepciones", pues el pecado no se puede ordenar al fin último, ya que en sí mismo es la privación de esa ordenación. El amor a Dios jamás permite pecar (cfr. 1Jn 3, 8-9; 5, 18). En definitiva, la lucha cristiana se dirige contra todo mal, pero de distinto modo: contra el mal moral, rechazándolo absolutamente; contra el mal físico, ordenándolo a la corredención con Cristo, lo que exige muchas veces tratar de eliminarlo, pero no siempre. Volviendo a lo que decíamos antes de comenzar este apartado, conviene subrayar que la lucha cristiana no es simplemente una pelea para evitar el mal, sino un combate por el bien. Pero en esta vida, hacer el bien implica esfuerzo, exige enfrentarse al mal y a lo que inclina al mal. 2.1.2. Necesidad de una "lucha continua" El Redentor ha vencido el mal, pero éste aún no ha desaparecido, como constata la Carta a los Hebreos a propósito del reinado de Cristo: "al presente no vemos que todo le esté ya sometido" (Hb 2, 8). La situación del mundo, entre la primera y la segunda venida del Señor, es semejante a la de una guerra en la que ya se ha ganado la batalla decisiva –el Señor ha triunfado en la Cruz– y está asegurada la victoria final, pero todavía no se ha producido. Aunque se pueda decir que la guerra está vencida, aún no ha terminado pues todavía permanecen el pecado y sus consecuencias 89. El Señor ha dicho que su reino no es de este mundo (cfr. Jn 18, 36) porque, al permitir el mal uso de la libertad humana, ha tolerado que, hasta el día de la cosecha, crezca la cizaña al tiempo que el buen trigo (cfr.Mt 13, 24-30). (...) Hasta que descienda del cielo la ciudad santa, la nueva Jerusalén –cielo nuevo y tierra nueva (cfr. Ap 21, 1-2)–, no habrá tregua en la batalla que se libra entre el Señor de los señores y Rey de reyes y los que están con él, llamados, escogidos y fieles(Ap 17, 14) por una parte, y los servidores de la bestia y del hijo de la perdición, que se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse dios a sí mismo (2Ts 2, 3-4; cfr.Ap 13, 1-17) 90. "No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual" 91, sentencia el Catecismo de la Iglesia Católica. Es necesaria la lucha. San Josemaría se suele servir de un texto del libro de Job, que cita frecuentemente en latín: "Militia est vita hominis super terram" (Jb 7, 1), la vida del hombre en esta tierra es una milicia 92. Lo dice en dos sentidos complementarios. El primero es que la lucha ha de durar toda la vida: Hemos de luchar siempre, hasta el último instante de nuestro paso por la tierra 93. Pero el "siempre" no significa sólo que la necesidad de luchar se pueda presentar en cualquier momento, hasta el fin del caminar terreno. Significa también –y es el segundo sentido– que necesitamos luchar con continuidad 94. Las razones de esta continuidad aparecen con claridad en su enseñanza. Son: a) la presencia permanente de la inclinación interior al mal; b) el acecho, también constante, de las instigaciones al mal que provienen desde fuera del cristiano; c) la realidad de que cualquier batalla puede ser la última. a) Por la presencia permanente de la inclinación interior al mal La guerra del cristiano es incesante (...). Siempre tendremos pasiones que nos tiren para abajo, y siempre tendremos que defendernos contra esos delirios más o menos vehementes 95. No sólo en algunos momentos o en circunstancias particulares se precisa la lucha, sino siempre, porque siempre está presente la inclinación al mal. "Velad y orad para no caer en tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es débil" (Mt 26, 41; Mc 14, 38). No podemos olvidar que llevamos en nosotros mismos un principio de oposición, de resistencia a la gracia: las heridas del pecado original, quizá enconadas por nuestros pecados personales 96. Después de escribir estas palabras, san Josemaría enumera algunas manifestaciones de la inclinación al mal, para exhortar a la vigilancia: Se opondrán a tus hambres de santidad, hijo mío, en primer lugar, la pereza, que es el primer frente en el que hay que luchar; después, la rebeldía, el no querer llevar sobre los hombros el yugo suave de Cristo, un afán loco, no de libertad santa, sino de libertinaje; la sensualidad y, en todo momento –más solapadamente, conforme pasan los años–, la soberbia; y después toda una reata de malas inclinaciones, porque nuestras miserias no vienen nunca solas. No nos queramos engañar: tendremos miserias. Cuando seamos viejos, también: las mismas malas inclinaciones que a los veinte años. Y será igualmente necesaria la lucha ascética, y tendremos que pedir al Señor que nos dé humildad. Es una lucha constante. Militia est vita hominis super terram (Jb 7, 1) 97. Es interesante el orden en que menciona los diversos síntomas: la pereza, en primer lugar, que se opone al mandamiento originario de trabajar, y después el libertinaje, contrario al uso de la libertad para amar y cumplir la Voluntad de Dios en los deberes ordinarios. Son temas centrales para la santificación en medio del mundo y no sorprende, por eso, que san Josemaría los resalte. La sensualidad viene sólo en tercer lugar. En todo caso, independientemente del orden, lo que quiere recordar san Josemaría es que la inclinación al mal tiene diversas manifestaciones que se hacen presentes a lo largo de la vida, con más evidencia unas que otras en los diversos momentos. El peso de la inclinación al mal va disminuyendo cuando se avanza hacia la santidad, como decíamos antes, pero la soberbia –que es como su núcleo– no desaparece nunca del todo. San Josemaría recuerda el dicho de la sabiduría popular: "la soberbia muere veinticuatro horas después de haber muerto la persona" 98. Aun cuando no se manifiesten en todo momento sus ataques, el cristiano ha de estar siempre alerta, como quien tiene al enemigo "dentro de su casa". Si en todo momento el hombre ha de amar a Dios, también habrá de vigilar permanentemente. Esta vigilancia es ya una forma de lucha porque exige esfuerzo para no adormecerse. Siempre habrá de combatir, por lo menos, la tendencia al amor propio desordenado que inclina a replegarse en uno mismo. Muy a menudo será necesario batallar también, y encarnizadamente, con los asaltos de la concupiscencia que se presenten en acto. b) Por el acecho constante de las tentaciones "de fuera" Las tentaciones que provienen de fuera –del diablo y del pecado en el mundo– son una realidad distinta de la inclinación al mal, aunque muy relacionada con ella porque aprovechan la debilidad interior. No son continuas y, cuando durante algún tiempo mengua su frecuencia, puede resultar menos evidente el peso de la concupiscencia. Incluso puede haber períodos de relativa tranquilidad, como observa san Josemaría comentando el pasaje evangélico de la tempestad calmada (cfr. Mc 6, 48-51): En las travesías de la vida interior y en las del trabajo espiritual, el Señor concede a sus apóstoles esos tiempos de bonanza, y los elementos, las propias miserias y los obstáculos del ambiente, enmudecen: el alma goza, en sí misma y en los demás, la hermosura y el poder de lo divino, y se llena de contento, de paz, de seguridad en su fe aún vacilante. Sobre todo a los que comienzan, suele llevarlos el Señor –tal vez durante años– por esos mares menos borrascosos, para confirmarlos en su primera decisión, sin exigirles al principio lo que ellos aún no pueden dar, porque son sicut modo geniti infantes (1P 2, 2), como niños recién nacidos 99. Sin embargo, añade, sólo en el Cielo la paz es definitiva, la serenidad completa 100. Sería un error fatal bajar la guardia. En la tierra no podemos tener nunca esa tranquilidad de los comodones, que se abandonan, porque piensan que el porvenir es seguro 101. Aunque durante algún tiempo no se presenten las tentaciones "de fuera", están siempre al acecho y pueden aparecer de improviso, haciendo entonces ostensibles algunos aspectos de la concupiscencia que habían permanecido más o menos ocultos hasta entonces. De hecho, las tentaciones "de fuera" asaltan con más facilidad cuando se descuida la lucha contra la inclinación interior al mal. La relación entre estas cesiones y la mayor vulnerabilidad a esos ataques se refleja en la advertencia bíblica: "Sed sobrios y vigilad, porque vuestro adversario, el diablo, como un león rugiente, ronda buscando a quien devorar" (1P 5, 8). De ahí la necesidad de una atención sostenida, hasta en los momentos mejores. El enemigo de Dios y del hombre, Satanás, no se da por vencido, no descansa. Y nos asedia, incluso cuando el alma arde encendida en el amor a Dios. Sabe que entonces la caída es más difícil, pero que –si consigue que la criatura ofenda a su Señor, aunque sea en poco– podrá lanzar sobre aquella conciencia la grave tentación de la desesperanza 102. En suma, la lucha contra las tentaciones de fuera ha de ser constante, no porque su presencia sea continua (como sucede con la concupiscencia), sino porque pueden desencadenarse en cualquier momento. "Lucha constante" significa también aquí, al menos, "estado de alerta" permanente para reaccionar prontamente a los asaltos del enemigo apostado "a la puerta de la casa". Tened presente que, cum dormirent homines, mientras dormían los hombres, vino el sembrador de la cizaña, dice el Señor en una parábola (Mt 13, 25) 103. El Señor exhorta a velar para recibirle: "Velad, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor. Sabed esto: si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría ciertamente velando y no dejaría que se horadase su casa. Por tanto, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre" (Mt 24, 42-44). San Josemaría aplica esta advertencia a sus venidas con la gracia. Es necesario estar despiertos para responder con prontitud a sus llamadas y custodiar el amor de Dios. Tú, cristiano, y por cristiano hijo de Dios, has de sentir la grave responsabilidad de corresponder a las misericordias que has recibido del Señor, con una actitud de vigilante y amorosa firmeza 104. c) "Cualquier batalla puede ser la última" La victoria definitiva es un don de Dios: la perseverancia final. Nadie puede tener la certeza de alcanzarla, es decir, la seguridad de que morirá en gracia de Dios 105. No obstante, el cristiano puede disponerse a recibir ese don decisivo, procurando combatir con denuedo a lo largo de su vida, porque Dios no se deja ganar en generosidad, y concede la fidelidad a quien se le rinde 106. San Pablo está seguro de que alcanzará la corona de gloria por no haber abandonado la pelea para prepararse al encuentro con Dios: "He luchado en el noble combate, he alcanzado la meta, he guardado la fe; por lo demás, me está reservada la merecida corona que el Señor, el Justo Juez, me entregará en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que desean con amor su venida" (2Tm 4, 7-8). No está lo importante en comenzar, sino en terminar. Comenzar ya es algo, pero acabar es todo 107. De ahí el consejo: Pensad que cualquier batalla puede ser la última de vuestra vida, y de nada serviría haber ganado las anteriores si perdiéramos la postrera. La suerte de la guerra se decide siempre en la última batalla 108. Para ganarla, conviene no perder ni una sola batalla 109: todas tienen valor a la luz de la última. 2.2. FINALIDAD DE LA LUCHA CRISTIANA. UNA "LUCHA POR AMOR" La finalidad de la lucha no es otra que la de la misma vida cristiana, y ésta se puede expresar de varios modos. Aunque ya los hemos estudiado, interesa recordar su concatenación, en rápida síntesis, para facilitar la comprensión de la distinción entre este apartado (2.2) y el siguiente (2.3). El fin último es dar gloria a Dios, con todo lo que esto implica: buscar que Cristo reine, edificar la Iglesia, según vimos en los tres primeros capítulos. Y puesto que darle gloria es amarle, se puede afirmar que el fin es el amor a Dios, o la santidad, ya que este último término designa la unión sobrenatural con Dios por el amor. Sin olvidar que cuando hablamos de la santidad incluimos el apostolado, porque ser santos implica ser instrumentos para la santidad de los demás. Junto con estos modos de referirse al fin último, hay otros que aluden a la perfección del sujeto, ya que santidad y perfección son inseparables. Como el cristiano ha sido hecho hijo de Dios, la santidad es la plenitud de la filiación divina 110 o, lo que es lo mismo, la identificación con Cristo 111. Esta identificación crece en la vida presente por la caridad y las demás virtudes cristianas en el ejercicio del sacerdocio común. Hay, pues, como dos "grupos" de modos de referirnos al fin último de la lucha cristiana, que podemos designar con los términos empleados con más frecuencia por san Josemaría 112: a) el amor a Dios o la santidad; b) la identificación con Cristo. En el presente apartado vamos a considerar el primero, y en el siguiente (2.3) el segundo. 2.2.1. "Lucha es sinónimo de Amor" Durante una conversación con miembros del Opus Dei, en el primer día de 1972, san Josemaría condensaba así el panorama de la vida cristiana: Éste es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante. Deo gratias! 113 Andrés Vázquez de Prada transcribe de dos modos distintos estas palabras de la predicación oral: en una ocasión las reproduce tal como las acabamos de citar; en otra, introduce unas comas: "luchar, por amor, hasta el último instante..." 114. Aunque parezca una nimiedad, conviene observar que las comas pueden inducir a equívoco, porque las palabras "luchar por amor" constituyen aquí una unidad, una expresión de valor autónomo, un sintagma. Sin comas las reproduce Álvaro del Portillo en su Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei 115. Pero vamos a detenernos en la cuestión de fondo, dejando aparte el detalle de la puntuación. Es evidente que en una batalla –pensemos de nuevo en las de Alejandro Magno– son cosas distintas el enemigo que se combate y el fin que se persigue. Alejandro no luchaba por luchar, como si la lucha fuera fin de sí misma, sino por conquistar gran parte de Asia y acrecentar su propia gloria. También en la lucha cristiana hay que distinguir entre el enemigo (el mal) y el fin (el amor a Dios, su gloria, la santidad). Sin embargo, la distinción no es del mismo tipo que en las batallas humanas, precisamente porque aquí se trata de una lucha contra el pecado y lo que inclina al pecado. Si el pecado consiste esencialmente en preferir las criaturas al Creador, la lucha se dirige a preferir al Creador a las criaturas. En lugar de poner el fin último en un bien creado –y, a fin de cuentas, en el amor a uno mismo– la lucha cristiana afirma como fin último a Dios y es, por tanto, en sí misma un acto de amor. Para san Josemaría no hay duda: lucha es sinónimo de Amor 116. "Luchar por amor" es mucho más que añadir a la lucha un ulterior motivo de amor. Luchar es amar. De ahí que la lucha cristiana en su predicación sea una afirmación alegre 117, como el mismo amor, y se desarrolle en un clima optimista, con confianza y serenidad 118, con esfuerzo pero sin sombra de crispación o de tristeza. En sentido estricto, lucha y amor no se identifican. En el Cielo hay amor pero no hay lucha; y en la tierra se puede luchar sólo por motivos humanos, sin amor a Dios. Pero en este mundo no se le puede amar sin luchar. Desde luego, luchar no implica necesariamente amar; pero amar a Dios exige necesariamente luchar. Podemos decir que la lucha es una cualidad de la caridad en la vida presente, porque todo acto de amor a Dios requiere esfuerzo, ya que se ha de vencer la resistencia de la inclinación al mal –el amor propio desordenado– y estar vigilante ante esa inclinación (y ante los enemigos de fuera). Por otra parte, en dirección opuesta, también es verdad que sin amor a Dios no hay lucha cristiana. No cabe duda de que se puede combatir el mal moral, ya sea en uno mismo o en los demás, por un motivo meramente humano, como el padre de familia que se esfuerza en superar el egoísmo o la comodidad para atender a los suyos, o como el policía que combate el crimen sólo por el ideal de una vida social segura o por ganar su sueldo. Está claro que se puede luchar por una causa noble sin que ese esfuerzo esté penetrado de amor a Dios, lo mismo que es posible practicar virtudes humanas sin que estén informadas por la caridad. Pero así como entonces esas virtudes no son todavía cristianas, tampoco es cristiana una lucha que no sea "por amor a Dios". ¿Y qué decir si el motivo no fuera noble, o sea, si un cristiano luchara por orgullo o por vanidad, conscientemente buscados? La situación sería como la de aquellos hipócritas de los que dijo el Señor: "ya recibieron su recompensa" (Mt 6.2.5.16), porque oraban y ayunaban para que otros les vieran. En definitiva, si en el párrafo anterior dijimos que quien ama a Dios ha de luchar y que la lucha es una cualidad del amor en esta tierra, ahora hemos de añadir que lo es sólo si se trata de una lucha "por amor" 119. Afirmamos que "luchar por amor" (o de modo más completo: "luchar contra el pecado y lo que inclina al pecado por amor a Dios y al prójimo por Dios") es un sintagma, porque, para quien ama, la misma lucha es un acto de amor a Dios. Podrá serlo de modo más o menos explícito pero, o será un acto de amor, o no será lucha cristiana. Y es preciso poner interés para que el amor sea explícito en la lucha, porque, de lo contrario, cabe el peligro de terminar luchando sólo por motivos humanos y sin contar con la ayuda divina. Desde luego, san Josemaría anima a procurar que el amor sea actual en la intención del que lucha 120. Este amor es la caridad sobrenatural, no el "amor-sentimiento" ni la inclinación natural hacia lo que produce satisfacción. La lucha no es cuestión de sentimientos (...). No es sentir: es vivir de amor y de fe 121. El amor gustoso, que hace feliz al alma, está fundamentado en el dolor, en la alegría de ir contra nuestras inclinaciones, por hacer un servicio al Señor y a su Santa Iglesia 122. El "amor gustoso" en la lucha, es siempre "costoso", y a veces heroicamente. En efecto, se puede querer gustosamente –es decir, con plena voluntariedad y sin reservas– la Voluntad de Dios, aunque comporte sufrir y vencer la inclinación natural a no padecer, como Jesús en Getsemaní: "Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42): he aquí el modelo de sacrificio gustoso. De la íntima relación entre lucha y amor a Dios se deriva que la vida cristiana no sólo "requiere" lucha, sino que "es" lucha. La santidad consiste precisamente en esto: en luchar 123; la santidad está en la lucha 124, porque consiste esencialmente en el amor a Dios, la plenitud de la caridad 125, que no se da sin lucha. Se sigue de ahí una consecuencia importante: el "grado" de santidad, grado de perfección de la caridad, no se mide por los resultados de la lucha (por ejemplo, los hábitos de trabajo, o de orden o de templanza, etc., que se logran; o los frutos apostólicos que se obtienen), sino por la generosidad en el empeño de amor por alcanzarlos. Si hay lucha por amor, hay vida espiritual, hay progreso y crecimiento en santidad, aun cuando aparentemente no hubiera adelantos. Los santos han sido como nosotros: han tenido buena voluntad y la sinceridad de rectificar, en su vida interior, en su lucha: con victorias y con derrotas (...). Nuestro Dios está contento con esa lucha nuestra, que es señal cierta de que tenemos vida interior, deseo de cristiana perfección 126. 2.2.2. Lucha para dar gloria a Dios; para que Cristo reine; para edificar la Iglesia Para introducirnos más a fondo en lo que significa "luchar por amor", conviene recordar las expresiones del fin último que estudiamos en la Parte I: dar gloria a Dios; buscar que Cristo reine; cooperar con el Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia. Veíamos que dar gloria a Dios es conocerle y amarle, y que el acto más elevado de este conocimiento amoroso es la contemplación. Pues bien, siendo la contemplación un don de Dios, no se puede recibir sin esfuerzo, porque nuestra mirada se ha enturbiado por las secuelas del pecado. La imagen es del cuarto Evangelio: "la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron" (Jn 1, 5). El hombre ha de vencer una dificultad para recibir la luz divina. Cuenta con la ayuda de Dios, pero es imprescindible que coopere; y esa cooperación –que a su vez requiere el impulso de la gracia– consiste en rechazar la propia gloria como último fin. Entonces se abre a la luz divina, y al abrirse la recibe. La misma lucha para quitar los obstáculos que impiden glorificar a Dios contemplándole, es ya un inicio de contemplación. Mas para dar gloria a Dios es preciso buscar que Cristo reine: querer ponerle en la cumbre de todas las actividades humanas, cada uno en las suyas, realizándolas con un amor que incluye lucha porque es necesario purificarlas del mal. Puesto que Cristo ha triunfado sobre el mal asumiendo por amor el dolor y la muerte para reparar por los pecados mediante el Sacrificio de la Cruz, la lucha del cristiano comporta acoger el dolor –en el sentido más general: lo que contraría a la propia voluntad– con amor, para corredimir con Cristo, según sus palabras: "Si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz de cada día y sígame" (Lc 9, 23). Esa "negación de sí" es negación del desorden de la propia voluntad, que tiende a anteponerse a la Voluntad divina, y por eso mismo es una afirmación de amor, costosa pero sumamente valiosa. La lucha convierte en positivo lo que era negativo. San Josemaría hace notar que la Cruz –símbolo de la victoria sobre el pecado– es también el signo "más", símbolo de la afirmación. Nosotros le ponemos un signo más –la cruz, como la Cruz de Cristo– a todo lo que hacemos 127. En síntesis, Jesucristo ha vencido el mal con la entrega amorosa de su vida en la Cruz; la lucha del cristiano contra el mal consiste en abrazar la cruz de cada día por amor, para participar en la Cruz de Cristo. La misma lucha tiene así valor corredentor. Finalmente, como exigencia de la gloria de Dios y del reinado de Cristo, es necesario que "todos con Pedro vayan a Jesús por María". La lucha para dar gloria a Dios buscando que Cristo reine, es lucha para edificar la Iglesia. Y la Iglesia se edifica cuando sus miembros crecen en vida sobrenatural por la santificación personal y el apostolado. Esto ocurre, como ya vimos, si hacen del día entero "una misa". Y en eso ha de consistir, en definitiva, la lucha cristiana: Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar... 128. La primera frase de este texto es la clave para su comprensión. "Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz...". Continuando la lectura podría parecer que esa lucha consiste en una serie de prácticas de piedad, como las jaculatorias, el ofrecimiento del trabajo, etc., que permitirían mantener durante la jornada la referencia a la Santa Misa, de modo que se convierta en el "centro y raíz" de todas las actividades. Sin embargo el texto dice que esas prácticas, más que el origen son como el "desbordarse" de la actitud de hacer del día una misa. Desde luego que se requiere empeño para realizarlas, y son medios para alcanzar que la Misa sea "centro y raíz". Sin embargo, la lucha no consiste sólo en poner esos medios. Es algo más profundo. Consiste en asumir radicalmente la Misa como fin al que se dirigen todas las acciones, lograr que ese fin esté inscrito, grabado, en la propia vida. Con palabras de san Josemaría, se trata de luchar para conseguir que tu vida sea esencialmente, ¡totalmente!, eucarística 129. Para saber qué significa esto, consideremos que en la celebración de la Eucaristía se actualiza la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor: Él da su vida por nosotros y, dándola, la recupera. Benedicto XVI lo ha expresado profundamente, meditando sobre las palabras de la institución en la Última Cena: "Él da su vida sabiendo que precisamente así la recupera. En el acto de dar la vida está incluida la resurrección (...). Ya ahora ofrece la vida, se ofrece a sí mismo y, con ello, la obtiene de nuevo ya ahora" 130. Pues bien, hacer que la vida cristiana sea "esencialmente eucarística" es reproducir este misterio en la propia existencia: morir a uno mismo –a todo lo que es egoísmo, amor desordenado de sí mismo como fin último y, por tanto, soberbia– para, en ese mismo momento, vivir la vida de Cristo, que es entrega total al verdadero bien de los demás. San Josemaría lo expresa admirablemente cuando afirma: Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas. Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él 131. Aún no hemos hablado de la mortificación y de la penitencia, y tendremos que recordar de nuevo este texto cuando llegue el momento. Lo hemos citado aquí porque compendia lo que significa que la vida cristiana deba ser "esencialmente eucarística": un morir que es un vivir. Ahora se puede entender mejor lo de "Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz...". Se trata de luchar para vivir el misterio de la Eucaristía: morir a uno mismo dando la vida por los demás, para vivir en ese mismo instante la Vida de Cristo. Este es el fin de la lucha cristiana. Para que sea realidad, san Josemaría indica unos medios que hay que poner con empeño: "jaculatorias, visitas al Santísimo, ofrecimiento del trabajo profesional y de la vida familiar...". Concluye con unos puntos suspensivos porque se trata sólo de algunos ejemplos 132. Considerar que la lucha cristiana se dirige a edificar la Iglesia permite ver además que la lucha personal contra el pecado es necesaria también porque repercute en los demás. Al incorporarse a la Iglesia, el cristiano adquiere un compromiso con todos los miembros del cuerpo, y ha de cumplirlo por amor. Los cristianos tenemos un empeño de amor, que hemos aceptado libremente, ante la llamada de la gracia divina: una obligación que nos anima a pelear con tenacidad (...). Para el cristiano, el combate espiritual delante de Dios y de todos los hermanos en la fe, es una necesidad, una consecuencia de su condición. Por eso, si alguno no lucha, está haciendo traición a Jesucristo y a todo su cuerpo místico, que es la Iglesia 133. Además de la lucha por la santificación personal, también es necesaria la lucha para atraer a todos a la unión con Cristo en la Iglesia. Al encomendar la misión apostólica a los suyos, el Señor les advirtió que encontrarían oposición y dificultades de todo género (cfr. Mc 16, 17-18), pero que serían revestidos de "la fuerza de lo alto" (Lc 24, 49), el don del Espíritu Santo, para superar todo obstáculo. San Josemaría recuerda un texto del Cantar de los Cantares: "Aquae multae non potuerunt exstinguere caritatem" (Cant 8, 7), y comenta: las aguas de la incomprensión, de las contradicciones, que quizá padezcas, no deberán interrumpir tu labor apostólica 134. Sustituye "caritatem" por "labor apostólica", porque aquélla es el alma de ésta, y hace ver así que el amor se muestra en el apostolado cuando hay obstáculos, precisamente en la lucha tenaz para superarlos. 2.3. EL SUJETO. "LUCHA DE HIJOS DE DIOS" La última de las tres expresiones del fin último –"omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!"– engarza con la otra cara del mismo fin: la perfección del cristiano. En efecto, el cristiano edifica la Iglesia cuando busca su santificación o identificación personal con Jesucristo, en lo que consiste su perfección. Esta búsqueda es inseparable del apostolado, que lleva a procurar la perfección de los demás, su unión con Cristo. Como sabemos, la identificación con Jesucristo es un proceso que comienza en el Bautismo y se desarrolla hasta la plenitud de la filiación divina en la gloria. Este progreso no se da sin esfuerzo. Es necesario luchar para crecer en esa identificación por el aumento de la caridad y el incremento de las demás virtudes, cooperando libremente con la gracia 135. San Josemaría lo formula como una aspiración: Señor, que yo me decida a arrancar, mediante la penitencia, la triste careta que me he forjado con mis miserias 136; sólo entonces –añade–, mi vida irá copiando fielmente los rasgos de tu vida. Nos iremos pareciendo más y más a Ti. Seremos otros Cristos, el mismo Cristo, ipse Christus 137. Otras veces lo plantea como exigencia de la misión apostólica: para ser levadura, necesitas ser santo, luchar para identificarte con Él 138. La lucha es necesaria para que el Señor actúe en nosotros y por nosotros 139. Sólo cuando el cristiano se esfuerza para identificarse personalmente con Cristo, está en condiciones de luchar por Cristo 140, es decir, de ser buen instrumento para que Él reine en los corazones de los demás y sea alzado en la cumbre de las actividades humanas. 2.3.1. "Sentido de la filiación divina" en la lucha Al ser este combate una lucha de hijos de Dios para crecer en identificación con Jesucristo, se comprende cuán oportunamente san Josemaría enseña a cimentarla en el "sentido de la filiación divina" 141. Así lo escribe en una Carta, dirigiéndose a quienes imparten formación cristiana y han de enseñar a otros a luchar por la santidad: Se animarán en esta ascensión, si despertáis en ellos el sentido de su filiación divina 142. Dios nos llama ya ahora sus amigos, su gracia obra en nosotros, nos regenera del pecado, nos da las fuerzas para que, entre las debilidades propias de quien aún es polvo y miseria, podamos reflejar de algún modo el rostro de Cristo. No somos sólo náufragos a los que Dios ha prometido salvar, sino que esa salvación obra ya en nosotros. Nuestro trato con Dios no es el de un ciego que ansía la luz pero que gime entre las angustias de la obscuridad, sino el de un hijo que se sabe amado por su Padre 143. Podemos detallar este punto considerando que el "sentido de la filiación divina" incluye la conciencia de la relación sobrenatural con cada una de las Personas divinas, como hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. 1. El sentido de la filiación divina, con el que dulcemente se cree en la caridad paterna que Dios tiene con nosotros 144, impulsa a cumplir por amor la Voluntad divina, porque es propio de un buen hijo corresponder al amor de su padre obedeciéndole libre y gustosamente. Esa obediencia exige lucha, pero el sentido de la filiación divina la hace amable y alegre, porque da la certeza de que Dios no es un Dominador tiránico, ni un Juez rígido e implacable: es nuestro Padre. Nos habla de nuestros pecados, de nuestros errores, de nuestra falta de generosidad: pero es para librarnos de ellos, para prometernos su Amistad y su Amor. La conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre 145. Quien se sabe hijo de Dios, no se desanima ante la experiencia de la propia flaqueza, de las caídas y de la persistencia de las malas inclinaciones. La conciencia filial proporciona la sencillez confiada de los hijos pequeños 146 y colma de esperanza nuestra lucha interior 147. Recurriendo a la metáfora paulina de la vasija de barro (cfr. 2Co 4, 7), escribe san Josemaría: Sentirse barro, recompuesto con lañas, es fuente continua de alegría; significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo. ¿Y hay mayor alegría que la del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios? 148 2. En segundo lugar, el sentido de la filiación divina implica la conciencia de ser una sola cosa con Jesús: hijos de Dios en Cristo. Las repercusiones en la lucha interior son profundas. Cuanto más hondo sea el sentido de su filiación divina en un cristiano, más se verá inclinado a imitar a Cristo en la lucha contra el pecado y lo que tiene que ver con él: – Contra el pecado, porque lo detestará con más fuerza al considerar que Jesucristo ha padecido y muerto para repararlos. Este sentimiento, tan propio de un hijo de Dios, se transparenta en las siguientes palabras de san Josemaría: ¡Cuánta miseria! ¡Cuántas ofensas! Las mías, las tuyas, las de la humanidad entera... "Et in peccatis concepit me mater mea!" (Ps 50, 7). Nací, como todos los hombres, manchado con la culpa de nuestros primeros padres. Después..., mis pecados personales: rebeldías pensadas, deseadas, cometidas... Para purificarnos de esa podredumbre, Jesús quiso humillarse y tomar la forma de siervo (cfr.Flp 2, 7), encarnándose en las entrañas sin mancilla de Nuestra Señora, su Madre, y Madre tuya y mía. Pasó treinta años de oscuridad, trabajando como uno de tantos, junto a José. Predicó. Hizo milagros... Y nosotros le pagamos con una Cruz. ¿Necesitas más motivos para la contrición? 149 – Contra las tentaciones al pecado que provienen de fuera, porque Jesucristo ha rechazado las tentaciones del diablo (cfr. Mt 4, 1 ss.) y las de otras personas (cfr. Mt 16, 1 ss.; 16, 23; 19, 3 ss.), dando ejemplo de cómo ha de ser la conducta de un hijo de Dios. – Contra las tentaciones que provienen de la concupiscencia porque, aunque Jesús estaba libre de esa inclinación interior al mal, luchó contra ella, pues "cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8, 17; Is 53, 4). El peso de esa inclinación que nosotros llevamos dentro, Él lo llevó a cuestas. De ahí que, también para combatir estas tentaciones, el cristiano pueda mirar a Cristo como modelo. En Él "se ha manifestado la gracia de Dios, portadora de salvación para todos los hombres, educándonos para que renunciemos a la impiedad y a las concupiscencias mundanas, y vivamos con prudencia, justicia y piedad en este mundo" (Tt 2, 11-12). El sentido de la filiación divina es apoyo firme para vencer la inclinación al mal, con la gracia de Cristo. – Contra las consecuencias del pecado y, concretamente, contra el dolor, la injusticia y la misma muerte, porque el Señor se sujetó a esas penas y las transformó en medio para redimir, a la vez que curó a otros de esos males, en numerosas ocasiones. El cristiano se sentirá más impulsado a obrar como Cristo si se sabe hijo de Dios, ipse Christus: procurará servirse del dolor propio para corredimir con el Señor y aliviar el de los demás, remediándolo si es posible, y ayudando en todo caso a ofrecerlo con Cristo, siguiendo sus huellas (cfr. 1P 2, 21). Estos aspectos se dan cita en las siguientes palabras de san Josemaría, que expresan vivamente la actitud de quien se sabe hijo de Dios, ante el mal y sus consecuencias: no la de rendirse ante las tentaciones o las dificultades, sino la de luchar mirando a Cristo, porque esa lucha es un acto de amor con eficacia redentora. Cuando nos cansemos –en el trabajo, en el estudio, en la tarea apostólica–, cuando encontremos cerrazón en el horizonte, entonces, los ojos a Cristo: a Jesús bueno, a Jesús cansado, a Jesús hambriento y sediento. ¡Cómo te haces entender, Señor! ¡Cómo te haces querer! Te nos muestras como nosotros, en todo menos en el pecado: para que palpemos que contigo podremos vencer nuestras malas inclinaciones, nuestras culpas. Porque no importan ni el cansancio, ni el hambre, ni la sed, ni las lágrimas... Cristo se cansó, pasó hambre, estuvo sediento, lloró. Lo que importa es la lucha –una contienda amable, porque el Señor permanece siempre a nuestro lado– para cumplir la voluntad del Padre que está en los cielos 150. El sentido de la filiación divina no lleva sólo a imitar a Cristo. Hace ver que el combate cristiano, además de ser una lucha "por identificarse con Cristo", es una "lucha en Cristo". El Señor está presente en el cristiano y se puede decir que combate en él. El mejor modo de comprenderlo es contemplar al Señor en la Cruz, momento de la batalla suprema. Su amor es un amor redentor, un amor sacrificado que vence el pecado dando la vida para salvarnos. El cristiano participa de este amor redentor cuando lucha. Cristo continúa amando y redimiendo a través del cristiano que pelea por amor, con todas sus fuerzas, contra el pecado y las consecuencias del pecado. El "sentido de la filiación divina" implica saberse partícipes del sacerdocio de Jesucristo y la conciencia de estar llamados a corredimir con Él. En la lucha cristiana se actúa el "alma sacerdotal", al ofrecer al Padre, en unión con Cristo, el esfuerzo del combate contra el pecado. 3. En tercer lugar, el sentido de la filiación divina lleva a ser conscientes de la presencia del Espíritu Santo en el alma, que ha sido enviado para hacernos hijos de Dios (cfr. Ga 4, 6), y de que su presencia es "activa", es decir, de que nos mueve a vivir como hijos de Dios. Es Él quien nos da la fuerza para luchar: su gracia es la garantía de que podemos vencer el mal. En medio de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina (...), experimenta en sí con seguridad la fuerza del Espíritu Santo, de manera que las propias caídas no le abaten: porque son una invitación a recomenzar, y a continuar siendo testigo fiel de Cristo en todas las encrucijadas de la tierra, a pesar de las miserias personales 151. Un hijo de Dios afronta el combate contando con la gracia del Espíritu Santo más que con las propias fuerzas. El Paráclito derrama abundantemente su gracia para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el alma luchar –miles Christi, como soldado de Cristo– en esa batalla interior contra el egoísmo y la concupiscencia 152. Un texto de san Pablo muestra admirablemente esta secuencia de ideas: "si vivís según la carne, moriréis; pero, si con el Espíritu mortificáis las obras del cuerpo, viviréis. Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios" (Rm 8, 13-14). 2.3.2. Gracia y libertad en la lucha A continuación de las palabras que acabamos de citar, el Apóstol habla de la libertad de los hijos de Dios: "Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá, Padre! Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios" (Rm 8, 15-16). Al ser adoptado como hijo de Dios por el envío del Paráclito, el cristiano deja de ser "esclavo del pecado" y recibe "la libertad de los hijos de Dios" para que viva según corresponde a su dignidad: como ipse Christus. Bien sabemos que las consecuencias del pecado hacen costosa esta tarea, pero la lucha que se requiere es una lucha que libera, un combate por la libertad de los hijos de Dios, una liberación de las cadenas del pecado y de la servidumbre a lo que inclina al pecado. Si el cristiano examina las fuerzas con las que cuenta para esta batalla, tiene buenas razones para afrontarla con optimismo. San Josemaría las concentra en dos: el valor de la libertad, que no se pierde del todo por el pecado y crece cuando se combate, y el poder de la gracia, que Dios concede siempre. La libertad personal es, en lo humano, el don más precioso que nos ha hecho el Señor: qua libertate Christus nos liberavit (Ga 4, 31). En lo sobrenatural, el mejor don es la gracia, esa ayuda del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones, nos fortalece en la lucha interior y nos hace clamar: Abba! ¡Padre! 153 El mal entró en el mundo por el abuso de la libertad, pero Dios no se la ha quitado al hombre después de la caída. Le concedió este don para que, amando, participara en la vida divina, y su designio es irrevocable. La libertad sigue siendo, en lo humano, el "don más precioso", que permite elegir el bien y rechazar el mal, con autodeterminación. Sin embargo, la libertad ya no se mueve hacia el bien sin impedimento. Se requiere esfuerzo, como consecuencia del pecado, y para esto el cristiano cuenta con un "don mejor", sobrenatural: la gracia del Espíritu Santo, con la que puede superar la tentación de emplear mal la libertad. "Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación, os dará también el modo de poder soportarla con éxito" (1Co 10, 13). Tampoco la experiencia del pecado personal desmoraliza al cristiano, si sabe que cuenta siempre con la gracia de Dios para volver a luchar por amor: para corresponder al Amor que Él nos tiene, porque "el auxilio que Dios nos ofrece para perseverar en el bien, y para evitar el pecado y cualquier otro mal, procede de su Amor" 154. Hemos de enfrentarnos con nuestras propias miserias personales, buscar la purificación. Pero sabiendo que Dios no nos ha prometido la victoria absoluta sobre el mal durante esta vida, sino que nos pide lucha. Sufficit tibi gratia mea (2Co 12, 9), te basta mi gracia, respondió Dios a Pablo, que solicitaba ser liberado del aguijón que le humillaba. El poder de Dios se manifiesta en nuestra flaqueza, y nos impulsa a luchar, a combatir contra nuestros defectos, aun sabiendo que no obtendremos jamás del todo la victoria durante el caminar terreno 155. Escribe Leo Scheffczyk, comentando la enseñanza de san Josemaría, que la eficacia de la gracia divina actual "exige la permanencia del esfuerzo humano, de la entrega sacrificada y de la actividad personal, imprescindibles en la existencia cristiana, que ha de estar presidida por la Cruz, en identificación con Cristo, como Escrivá la presenta. La cooperación ágil y batalladora con la gracia, no puede faltar en un cristiano con deseo de santidad" 156. Pero no se trata de una cooperación activista y penosa que impediría apreciar "la belleza, la riqueza y la felicidad de la gracia que santifica" 157. Por el contrario, san Josemaría "hace descubrir la maravilla de la vida en gracia, fundamento último del optimismo sobrenatural que impregna el entero edificio de su pensamiento" 158. "Con la ayuda de Dios", "con la gracia divina", son expresiones que recorren de arriba abajo las enseñanzas de san Josemaría sobre la lucha cristiana 159. Todos los pasos de ese combate son pasos de gracia y de libertad. La libertad permite crecer en gracia (la correspondencia libre y esforzada a la gracia actual alcanza un crecimiento en gracia santificante); y la gracia implica un crecimiento en libertad 160. La lucha cristiana es una cooperación libre impulsada por la gracia del Espíritu Santo, que libera progresivamente de las ataduras del pecado y del desorden de la concupiscencia, llevando a la identificación con Cristo. El consejo práctico de san Josemaría es luchar fiados en la asistencia divina, y dedicando nuestros mejores esfuerzos como si todo dependiera de uno mismo 161. La vida sobrenatural y su crecimiento son siempre don de Dios. La semilla de la gracia santificante depositada en el Bautismo tiende a crecer si no encuentra obstáculo ("duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo": Mc 4, 27). No está en manos del cristiano producir esa semilla ni su crecimiento, pero puede esforzarse para ser buena tierra (cfr. Mt 13, 8), bajo la acción de las gracias actuales, o bien oponerse al crecimiento de la gracia e incluso rechazarla. Ni la fuerza de la libertad sin el poder de la gracia, ni la gracia sin la cooperación de la libertad, bastan para afrontar el combate cristiano. Esto se puede ver reflejado, de algún modo, en el misterioso episodio de la "lucha de Jacob" (cfr. Gn 32, 25-31): el patriarca pelea contra un enviado de Dios, que no puede vencerle; sin embargo, se aferra a él pidiendo que le bendiga. El hombre puede resistirse a Dios con el mal uso de su libertad, y Dios no quiere imponerse; pero a la vez, no le abandona si él no le rechaza del todo, y no le niega su bendición, si él la desea y pide, para que use bien su libertad y cumpla la Voluntad divina. La señal que deja en Jacob su resistencia a Dios, es precisamente una cojera (cfr. Gn 32, 26.32) que le hace difícil huir del encuentro con Esaú, querido por Dios para que se reconcilie con su hermano y pueda permanecer en la tierra que había concedido a Abrahán y a Isaac, la tierra destinada a su descendencia 162. Gracia y libertad –por este orden, pues el primado corresponde a la gracia– consienten al cristiano afrontar la lucha con un optimismo que no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la seguridad del poder de la gracia; un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder en cada instante a las llamadas de Dios 163. 2.3.3. Las virtudes cristianas, "objeto" y "armas" de la lucha Las virtudes cristianas son armas para la lucha y, a la vez, objeto de conquista. En Ef 6, 13-17 y en 1Ts 5, 8, se comparan a la coraza, a la espada o al yelmo, las armas de entonces; a la vez, en 2P 1, 5-11, por ejemplo, se presentan como bienes que se han de alcanzar con esfuerzo. Lo uno no excluye lo otro. Sucede lo que a un atleta, que se ejercita para desarrollar su fuerza. Por una parte, esa fuerza le permite ejercitarse; por otra, la desarrolla con el ejercicio. La tiene y, a la vez, la conquista. La posee en cierta medida, pero la alcanza más plenamente mediante el esfuerzo. Análogamente, en la lucha cristiana se puede decir que se pelea con las mismas armas que se conquistan. Estos dos modos de considerar las virtudes, como objeto y como armas de la lucha, tienen interés para perfilar la noción de lucha cristiana. En primer lugar, las virtudes son "objeto" del combate: el bien que inmediatamente se "tiene delante" (ob-iectum) y se quiere poseer con vistas al fin último, la identificación con Cristo, no como medio para lograrla sino como bagaje que ha de llevar consigo el que la quiera alcanzar. El objeto de la lucha no es el mal contra el que se pelea: ese mal es el obstáculo que se interpone entre el que lucha y el objeto inmediato que pretende conquistar: las virtudes que configuran con Cristo y permiten reflejar su imagen como en un espejo para que los demás le conozcan y le sigan 164. San Josemaría afirma –debemos repetir sus palabras– que la lucha cristiana ha de consistir más que en quitar defectos, en adquirir virtudes 165. Y con frecuencia insiste en que es preciso luchar por adquirirlas y practicarlas 166. En este sentido, la lucha cristiana es un combate por la perfección de las virtudes cristianas, para dar gloria a Dios y reflejarla. Pero la conquista de esas virtudes no es resultado solo del esfuerzo humano. Son un don divino, porque lo es la caridad que las informa y las eleva a la categoría de "virtudes sobrenaturales" o virtudes cristianas 167. Sin embargo, la lucha es necesaria: en primer lugar, para quitar los obstáculos al don de la caridad, que sustancialmente se reducen al amor propio desordenado; si faltara esta lucha se podrían desarrollar algunas virtudes humanas, pero no llegarían a ser virtudes cristianas, vivificadas por el amor sobrenatural. En segundo lugar, es necesaria la lucha para practicar las mismas virtudes humanas que son fundamento de las sobrenaturales. Por estas dos razones san Josemaría afirma que el crecimiento en las virtudes viene como consecuencia de un empeño efectivo y cotidiano 168. Y en otro momento hace notar que no es suficiente el deseo genérico de esas virtudes: es preciso esforzarse para adquirirlas y desarrollarlas. No basta el afán de poseer esas virtudes: es preciso aprender a practicarlas. Discite benefacere (Is 1, 17), aprended a hacer el bien. Hay que ejercitarse habitualmente en los actos correspondientes –hechos de sinceridad, de veracidad, de ecuanimidad, de serenidad, de paciencia–, porque obras son amores 169. Las virtudes son, pues, "objeto" de la lucha, pero también son "armas" para luchar. La misma lucha ha de ser "virtuosa", ejercicio de las virtudes. En cuanto "armas" se puede decir que las virtudes cristianas son "medios" para la lucha. Sin embargo no lo son en el mismo sentido que la participación en los sacramentos, o la oración o la dirección espiritual. Estos últimos son los medios de santificación y de apostolado en sentido estricto, como se verá en el capítulo siguiente 170. La diferencia conceptual radica en que las virtudes son cualidades permanentes del sujeto, mientras que los medios de santificación en sentido estricto –por ejemplo, la participación en los sacramentos– son actos con los que se acude a la fuente donde se recibe la vida sobrenatural. No todas las virtudes se ponen directamente en ejercicio en cada momento del combate (aunque todas estén implicadas de algún modo, por su conexión en el sujeto). Dependerá en cada caso del frente de la lucha: si el objeto es la templanza, se pondrá en juego directamente la virtud de la templanza; si el objeto es la justicia, se ejercitará esta virtud; etc. Pero hay dos virtudes que siempre están presentes en la lucha cristiana: la caridad y la fortaleza. La primera es imprescindible para que sea una "lucha por amor". La segunda, porque siempre hay que vencer alguna dificultad (de lo contrario no habría lucha), y la fortaleza es precisamente la virtud humana que lleva a superar los obstáculos para hacer el bien. La ascética del cristiano exige fortaleza 171: fortaleza para combatir las propias debilidades y miserias 172. En definitiva, la lucha cristiana tiene como objeto la conquista de las virtudes cristianas, y ella misma es siempre un acto de fortaleza por amor (y, además, de la virtud que tenga por objeto en cada caso). 2.4. LA LUCHA COMO "FORMA" DE LA SANTIDAD. EL "CAMPO" DE LA LUCHA Para completar la noción de lucha cristiana en san Josemaría, hemos de examinar dos aspectos muy relacionados entre sí. En primer lugar, puesto que la lucha es una cualidad de la caridad en la vida presente, y la caridad ha de "informarlo" todo, podemos decir que la lucha por amor es "forma" de la vida cristiana en esta tierra. San Josemaría no habla sólo de luchar, sino de tener un "espíritu de lucha" que esté presente en todo momento. Unas veces lo llama "espíritu de mortificación y de penitencia" y otras "espíritu de sacrificio". El segundo aspecto es el "campo" de ese combate: la vida ordinaria, que san Josemaría enseña a santificar, poniendo para ello unos determinados medios. 2.4.1. Un "espíritu de mortificación y de penitencia" La lucha cristiana es "lucha contra el mal" y "lucha por amor". Para designar estos dos aspectos inseparables, el lenguaje teológico dispone de dos vocablos distintos: "mortificación" y "penitencia". Cada uno tiene su sentido propio, pero sólo se pueden comprender si no se separan, porque designan dos dimensiones de una misma realidad, la "forma" de la lucha. Aquí vamos a exponer estos conceptos; más adelante, en las secciones 3 y 4 de este capítulo sobre la lucha contra las tentaciones y contra el pecado, trataremos de la práctica de la mortificación y de la penitencia. Se habla de mortificación, para indicar que la lucha es un "dar muerte" (mortificación viene de mortem facere) a la propia inclinación al mal, de acuerdo con la enseñanza paulina: "Mortificad lo que hay de terrenal en vuestros miembros: la fornicación, la impureza, las pasiones, la concupiscencia mala y la avaricia que es una idolatría" (Col 3, 5; cfr. Rm 6, 6.11; 8, 12-13; Ef 5, 2-5). En la teología de los últimos decenios se observa un cierto recelo al uso del término, quizá por temor a que se interprete como hostilidad hacia lo humano 173. Pero la mortificación cristiana no es contraria a los valores de la persona, sino a su degradación 174. Hace siempre referencia a nuestra naturaleza herida por el pecado. Se habla, en cambio, de penitencia, para indicar que la lucha cristiana es arrepentimiento del pecado y conversión a Dios como último fin, de acuerdo con el significado bíblico del término: "Haced penitencia (convertíos: porque está al llegar el Reino de los cielos" (Mt 3, 2; 4, 17; cfr. Lc 5, 32; 10, 13; Hch 2, 38; 3, 19; etc.) 175. Cada uno de los dos términos contiene una referencia al otro; por eso, sólo se pueden entender juntos. Es lo que sucede cuando san Pablo habla de "despojarse del hombre viejo" y de "revestirse del hombre nuevo" (cfr. Ef 4, 22-24; Col 3, 9-10). Son aspectos correlativos, en el sentido de que cada uno pone en primer plano una nota de la lucha cristiana, pero incluye también lo que sugiere el otro. La mortificación es lucha contra la inclinación a poner el fin último en las criaturas y, en definitiva, en uno mismo, pero es siempre lucha por amor a Dios; la penitencia, a su vez, es una conversión a Dios, una reorientación de la propia vida hacia Él, pero siempre con la simultánea repulsa del pecado y de lo que al pecado inclina. Toda obra de penitencia, por la que nos convertimos a Dios, comporta mortificación porque exige "dar muerte" al amor propio desordenado; y toda obra de mortificación cristiana necesariamente se ha de realizar para quitar lo que separa de la unión con Dios, y así implica conversión, penitencia. Sin embargo, los dos términos no son sinónimos. Más bien designan dos partes potenciales del concepto de lucha cristiana. La diferencia reside en la intención directa de la voluntad, que en un caso es combatir la concupiscencia y en el otro convertirse a Dios 176. San Josemaría los distingue claramente, según se puede ver en Camino, donde dedica un capítulo a la "Mortificación" y otro, sucesivo, a la "Penitencia". En éste último escribe, por ejemplo: ¡Qué poco vale la penitencia sin la continua mortificación! 177 Según Pedro Rodríguez, la distinción, tal como se encuentra en Camino, puede haber estado inspirada por la lectura del Decenario al Espíritu Santo, de Francisca Javiera del Valle, libro que san Josemaría meditó y anotó profusamente en 1932 178. Rodríguez señala que, en todo caso, en la distinción "se entrecruzan dos líneas": en la primera se entiende la mortificación como el vencimiento diario, mientras que la penitencia apunta a "las grandes penitencias"; en la segunda, que sería la de fondo, se ve la mortificación como incluida en la penitencia, identificando ésta con la "expiación" 179. En nuestra opinión, considerando no sólo Camino sino el conjunto de la obra de san Josemaría, los términos "mortificación" y "penitencia" no se distinguen por la magnitud de su objeto –"pequeños vencimientos" / "grandes penitencias"– y son, sobre todo, más generales que el de "expiación" (que, como veremos luego, suele designar una forma específica de mortificación y de penitencia, ligada a la corporalidad, a imitación de la Pasión de Cristo). Si se lee el punto de Camino apenas citado teniendo en cuenta cómo emplea san Josemaría estos términos en el conjunto de su predicación, nos parece que su sentido sería que la conversión a Dios por la penitencia sólo es verdadera si hay una real negación de la inclinación al mal por la continua mortificación. El que dice que se arrepiente de sus pecados pero no decide combatir el desorden de la concupiscencia, no se arrepiente del todo. Por lo que se refiere a la relación entre penitencia y expiación (tema que encontraremos de nuevo más adelante), se trata, sin duda de conceptos muy próximos, pero no se identifican totalmente en la predicación de san Josemaría. Expiación puede ser, por ejemplo, el ofrecimiento de una enfermedad o el ayuno voluntario. No suele llamar expiación a otras penitencias no corporales como las que menciona en un extenso texto que citaremos dentro de poco: Penitencia es modificar nuestros programas cuando los intereses de los demás lo requieran; es soportar con buen humor las pequeñas contrariedades de la jornada... 180 Al ser la "mortificación" y la "penitencia" conceptos inseparables y mutuamente referenciales, san Josemaría emplea en ocasiones solamente uno de los dos para referirse a ambos 181. También aquí procederemos así en algunos casos, sobre todo para evitar la repetición de palabras. Otras muchas veces habla conjuntamente de "mortificación y penitencia" 182. Así sucede, por ejemplo, en el siguiente texto, de gran densidad, donde sintetiza la naturaleza de la lucha cristiana. Se trata, significativamente, de las líneas que concluyen la meditación de las estaciones del Via Crucis, que nos han servido para encabezar este capítulo 8º: Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas. Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él 183. Como se ve, tanto el morir a sí mismo (al amor propio desordenado, a la inclinación al mal) como el vivir la vida de Cristo (orientar todas las acciones al cumplimiento de la Voluntad del Padre por amor), son conquista de la mortificación y de la penitencia, conjuntamente, bajo la acción de la gracia. Aquí no se habla de la diferencia entre ambas sino de su inseparabilidad. El cristiano debe vivir la vida de Cristo, y para esto ha de hacer suya también su muerte. Lo testimonia san Pablo: "Yo estoy con Cristo en la Cruz, y ya no soy yo el que vivo sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20) 184. San Josemaría explica que este "morir para vivir" es el fin de la mortificación y de la penitencia: "morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor". El sentido de la mortificación y de la penitencia es combatir, hasta darle muerte, a lo que separa de Dios, precisamente para vivir su Vida, que es vida de Amor de hijos de Dios en Cristo. Esto implica ipso facto vivir la misma vida sobrenatural de Jesús en cuanto Hombre: participar de su gracia y de su caridad, y estar revestido de sus virtudes. Pero el texto no termina aquí, sino que tiene una segunda parte sobre el valor corredentor de la mortificación y de la penitencia: "Y seguir entonces los pasos de Cristo..." Quien sigue a Cristo ha de dar su vida por los demás. La conclusión es que "sólo así se vive la vida de Cristo y nos hacemos una misma cosa con Él": sólo entonces crece la unión e identificación con Cristo. El cristiano ha sido ungido con el sacerdocio de Cristo para ser corredentor con Él, y sólo puede vivir la vida de Cristo si ejercita esa participación en su sacerdocio. Porque así como no se puede separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor, tampoco en el cristiano se puede separar la identificación con Cristo de la participación en su misión 185. La mortificación y la penitencia se ordenan, pues, a quitar los obstáculos para vivir en Cristo y corredimir con Él. Por tanto, la vida cristiana en este mundo no sólo "requiere" la mortificación y la penitencia como un elemento más, sino que ha de estar informada por un "espíritu de mortificación y de penitencia". San Josemaría habla de "espíritu" y no sólo de "obras" de mortificación y de penitencia, porque la lucha cristiana no consiste en actos aislados, por muy frecuentes que fueran, sino en una actitud permanente: un "espíritu de mortificación y de penitencia". Este "espíritu" no es simplemente una disposición interior que se actualiza de vez en cuando, incluso a menudo, en determinados momentos, sino que puede estar presente en todo lo que se hace. Ciertamente no todas las obras del cristiano deben ser, por su objeto, obras de mortificación y de penitencia, pero todas se pueden realizar con ese espíritu. Todo ha de tener el sello real de la Santa Cruz 186. – San Josemaría habla concretamente de espíritu de penitencia 187, porque el carácter de penitencia puede estar presente en cualquier obra, no sólo en aquellas que en sí mismas o por su objeto manifiestan la conversión. Cualquier obra de un hijo de Dios puede tener sentido de penitencia porque, al estar informada por la caridad, entraña un convertirse a Dios y un alejarse del pecado, ya sea con intención actual o no. – Igualmente habla de espíritu de mortificación 188, no sólo de "hacer mortificaciones". Todos los actos de amor a Dios y a los demás por Dios pueden llevar, en efecto, el sello de la mortificación. Para amar a Dios, es preciso mortificar la inclinación al amor propio desordenado, que está presente siempre. El espíritu de mortificación es una actitud que debe informar toda la vida de un hijo de Dios. Por eso san Josemaría puede decir que la mortificación ha de ser continua, como el latir del corazón 189; y que la mortificación es la sal de nuestra vida 190. Así como la sal condimenta todo el alimento, así también la mortificación ha de estar presente en toda la vida del cristiano 191. Debe acompañar, desde luego, el cumplimiento de los deberes costosos, pero ha de influir también en los actos de suyo agradables, porque "poner medida" –moderar esos actos practicando las virtudes–, implica siempre un cierto esfuerzo. Aunque el espíritu de mortificación y de penitencia no pertenece a la esencia de la caridad (los santos en el Cielo no lo necesitan para amar a Dios), es una exigencia del amor a Dios en esta vida. Lo expresa concisamente san Josemaría cuando escribe que el espíritu de mortificación, más que como una manifestación de Amor, brota como una de sus consecuencias 192. La relación entre el "espíritu" y las "obras" de mortificación y de penitencia viene a ser como la que hay entre la fuente y el agua. Para san Josemaría, espíritu de penitencia significa saberse vencer todos los días, ofreciendo cosas –grandes y pequeñas– por amor 193. Es decir, el espíritu de penitencia y de mortificación se ha de traducir en obras. Unas veces se actualizará en obras que por su objeto no son de mortificación o de penitencia; otras se manifestará en obras que sí lo son por su objeto. Si no se actualizara o no se manifestara nunca, habría motivo para dudar de su existencia, por lo mismo que no existe un manantial si no brota agua. Cuando el "espíritu de mortificación y de penitencia" está presente de modo explícito en obras que no tienen ese objeto, son verdaderamente "obras de mortificación y de penitencia". En este sentido escribe san Josemaría que una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia 194. No obstante, se designan específicamente como "obras de mortificación y de penitencia" aquellas que por su objeto manifiestan la conversión a Dios o el combate contra la inclinación al pecado. Unas palabras del Beato Juan Pablo II explican esta distinción y relación entre el "espíritu" y las "obras" de penitencia (englobando la mortificación en el término penitencia): "Penitencia significa el cambio profundo de corazón (...), pero quiere también decir cambiar la vida en coherencia con el cambio de corazón, y en este sentido el hacer penitencia se completa con el de dar frutos dignos de penitencia; toda la existencia se hace penitencia orientándose a un continuo caminar hacia lo mejor. Sin embargo, hacer penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos de penitencia. En este sentido, penitencia significa, en el vocabulario cristiano teológico y espiritual, la ascesis, es decir, el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla (...). La penitencia es, por tanto, la conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano" 195. San Josemaría habla también, con mucha frecuencia, de "espíritu de sacrificio" 196. Exhorta, por ejemplo, al esfuerzo cotidiano de vivir con espíritu de sacrificio, constantemente dispuestos –a pesar de la personal miseria y debilidad– a negarse a sí mismos, con tal de hacer el camino cristiano más llevadero y amable a los demás 197. Es otro modo de expresar la "forma" de la lucha cristiana, equivalente al que hemos venido comentando. Con "espíritu de sacrificio" se pone de relieve que esa lucha es ejercicio del sacerdocio de Cristo 198. El "espíritu de sacrificio" equivale al "espíritu de mortificación y penitencia", porque el sacrificio del cristiano es reflejo y participación del Sacrificio de Cristo: un "sacrificio por el pecado", no un genérico ofrecimiento de un bien a Dios; un sacrificio que consiste en la entrega de la propia vida, como Cristo, por amor a la Voluntad del Padre; un sacrificio de hijo de Dios que se ofrece a sí mismo al Padre en unión con Cristo, por el Espíritu Santo (cfr. Hb 9, 14; 10, 5-10). Es el sacrificio de "morir a sí mismo por la mortificación y la penitencia", como dice el texto del Via Crucis citado poco más arriba, "para que Cristo viva en nosotros por el Amor", de forma que lleguemos a "dar la vida por los demás". Esta entrega a los demás es el aspecto que se quiere resaltar con la expresión "espíritu de sacrificio", de acuerdo con Hb 13, 16. En este sentido acabamos de leer que los hijos de Dios han de vivir con "espíritu de sacrificio" para "hacer el camino cristiano más llevadero y amable a los demás". De todas formas, las dos expresiones son prácticamente intercambiables en san Josemaría, como se puede ver comparando el texto anterior con el siguiente: Fomenta tu espíritu de mortificación en los detalles de caridad, con afán de hacer amable a todos el camino de santidad en medio del mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia 199. 2.4.2. El campo de la lucha cristiana: la vida cotidiana El "campo" en el que tiene lugar la lucha cristiana, en la enseñanza de san Josemaría, es la vida cotidiana que se ha de santificar. De ahí que concrete el espíritu de penitencia y de mortificación en el cumplimiento de los deberes ordinarios y en los demás aspectos de la existencia corriente de un hijo de Dios. Cualquier obra buena puede tener carácter penitencial, si se pone esa intención. No es necesario, por tanto, desligarse de los quehaceres diarios para que la existencia del cristiano esté empapada del espíritu de mortificación y de penitencia. Así lo dan a entender claramente los ejemplos que menciona san Josemaría en el texto que citamos a continuación, donde el término penitencia incluye la mortificación 200: Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te has fijado, aunque el cuerpo se resista o la mente pretenda evadirse con ensueños quiméricos. Penitencia es levantarse a la hora. Y también, no dejar para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta más difícil o costosa. La penitencia está en saber compaginar tus obligaciones con Dios, con los demás y contigo mismo, exigiéndote de modo que logres encontrar el tiempo que cada cosa necesita. Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración, a pesar de que estés rendido, desganado o frío. Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a los otros, empezando por los tuyos. Es atender con la mayor delicadeza a los que sufren, a los enfermos, a los que padecen. Es contestar con paciencia a los cargantes e inoportunos. Es interrumpir o modificar nuestros programas, cuando las circunstancias –los intereses buenos y justos de los demás, sobre todo– así lo requieran. La penitencia consiste en soportar con buen humor las mil pequeñas contrariedades de la jornada; en no abandonar la ocupación, aunque de momento se te haya pasado la ilusión con que la comenzaste; en comer con agradecimiento lo que nos sirven, sin importunar con caprichos. Penitencia, para los padres y, en general, para los que tienen una misión de gobierno o educativa, es corregir cuando hay que hacerlo, de acuerdo con la naturaleza del error y con las condiciones del que necesita esa ayuda, por encima de subjetivismos necios y sentimentales. El espíritu de penitencia lleva a no apegarse desordenadamente a ese boceto monumental de los proyectos futuros, en el que ya hemos previsto cuáles serán nuestros trazos y pinceladas maestras. ¡Qué alegría damos a Dios cuando sabemos renunciar a nuestros garabatos y brochazos de maestrillo, y permitimos que sea Él quien añada los rasgos y colores que más le plazcan! 201 Las manifestaciones de penitencia que figuran en este texto, no están mencionadas en un orden preciso. Unas se refieren a la lucha para poner la "materia" de santificación (cumplir los propios deberes); otras a la lucha para cuidar los medios en el trato con Dios (menciona la oración); otras al ejercicio de diversas virtudes cristianas, sobre todo la caridad, en el desempeño de esos deberes y en las relaciones con los demás; otras, en fin, al combate interior contra el egocentrismo. Hay, sin embargo, una prioridad que san Josemaría menciona a menudo: la lucha para poner diariamente los medios de santificación y apostolado (unos sobrenaturales, como los sacramentos o la oración, y otros humanos 202). ¡No sé vencerme!, me escribes con desaliento. –Y te contesto: Pero, ¿acaso has intentado poner los medios? 203. Ya en la cita anterior hemos encontrado estas palabras: Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración, a pesar de que estés rendido, desganado o frío 204. Otras veces se refiere a la lucha en las prácticas diarias de piedad 205. En otras ocasiones trata de la lucha para poner medios humanos en la práctica de las virtudes (por ejemplo, guardar los sentidos para crecer en la virtud de la santa pureza). En general, todo el esfuerzo para poner los medios, es lucha para crecer en las virtudes, o sea, tiene por objeto las virtudes cristianas, tema del que ya hemos hablado antes (en 2.3.3). Ahora queremos añadir solamente que esa lucha tiene lugar en el campo de la vida ordinaria, y que hay una prioridad en la tarea de cultivar ese campo. Concluimos esta sección sobre la noción de lucha cristiana en san Josemaría. Si tuviéramos que resumir su visión de este tema, diríamos que concibe la lucha contra el mal como una participación en el amor redentor de Cristo –como "amor a la Cruz" en la vida cotidiana–, con la conciencia de ser hijos de Dios en Cristo. Esta lucha se caracteriza por un espíritu de mortificación y de penitencia que pone en todo el sello real de la Santa Cruz 206, con manifestaciones constantes, según las palabras del Apóstol: "llevando siempre en nuestro cuerpo la mortificación de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2Co 4, 10) 207. 3. LUCHA CONTRA LAS TENTACIONES El término "tentación" designa realidades diversas, pero siempre incluye la idea de "prueba" ante la cual es posible salir victorioso o sucumbir. Por parte de quien somete a prueba, cabe que lo haga con la intención de que la persona probada manifieste su amor y sus virtudes; o bien que tiente para hacerla caer. Se trata de un concepto complejo 208 que en la Sagrada Escritura tiene fundamentalmente dos acepciones: a) como prueba que proviene de Dios; b) como provocación al pecado por parte de Satanás o de otras fuerzas, interiores o exteriores al sujeto. A éstas hay que añadir una tercera acepción bíblica: la tentatio Dei, o sea la tentación a Dios por parte del hombre que pretende someterle a "prueba". No es una "tentación al hombre" sino un "pecado del hombre" (cfr. Mt 4, 7). La podemos dejar de lado porque san Josemaría sólo se refiere a ella marginalmente cuando observa que no poner los medios humanos de que se dispone para hacer frente a las dificultades, confiando presuntuosamente en una intervención divina extraordinaria, sería tanto como "tentar a Dios" 209. A las dos primeras acepciones se les puede aplicar la distinción clásica de san Agustín entre "tentatio probationis" (tentación para probar la virtud) y "tentatio seductionis" (tentación para seducir al mal) 210. Aquí nos interesa principalmente la segunda. Sobre la primera diremos sólo algunas palabras. Cuando Dios "tienta" o "pone a prueba" a sus hijos, lo hace únicamente para ofrecer una ocasión de que se manifiesten y acrecienten sus virtudes, y premiarles en consecuencia. Dios jamás tienta para inducir al mal, porque no quiere que sus hijos pequen. A Él le pedimos en el Padrenuestro que no nos deje caer en la tentación –así hay que entender, obviamente, el "ne nos inducas in tentationem" (Lc 11, 4; cfr. Mt 6, 13) 211– y que nos libre del mal. La Escritura advierte "que nadie, cuando sea tentado, diga: "Es Dios quien me tienta"; porque Dios ni es tentado al mal ni tienta a nadie, sino que cada uno es tentado por su propia concupiscencia, que le atrae y le seduce" (St 1, 13-14). Cuando Abrahán es sometido a prueba por Dios, es sólo para que se muestre su fe (cfr. Gn 22, 1-19: sacrificio de Isaac). Su victoria sobre la "tentación" es coronada con la promesa de un premio de magnitud inaudita: "Ahora he comprobado que temes a Dios (...). Juro por mí mismo, oráculo del Señor, que por haber hecho una cosa así, y no haberme negado a tu hijo, a tu único hijo, te colmaré de bendiciones y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena de las playas (...); en tu descendencia serán bendecidos todos los pueblos de la tierra porque has obedecido mi voz" (Gn 22, 12.16-18). Son numerosas las "tentaciones" de este género en la Sagrada Escritura. Dios prueba a los que le aman. El mismo Hijo Unigénito hecho Hombre fue "puesto a prueba por los padecimientos" (Hb 2, 18; cfr. Hb 4, 15), para que resplandeciera su amor redentor y el Padre le glorificara. Las pruebas que Dios envía o permite –el dolor u otras contrariedades que el hombre tiende a rechazar por inclinación natural– acontecen siempre en vista de un bien. San Pedro recuerda esta verdad para que nadie pierda la visión sobrenatural cuando sobrevengan: "Alegraos, aunque ahora, durante algún tiempo, tengáis que estar afligidos por diversas pruebas (variis tentationibus), para que la calidad probada de vuestra fe –mucho más preciosa que el oro perecedero que, sin embargo, se acrisola por el fuego– sea hallada digna de alabanza, gloria y honor, cuando se manifieste Jesucristo" (1P 1, 6-7). A partir de ahora, como decíamos, nos ocuparemos sólo de la tentación en el sentido más habitual, que es el de "provocación a pecar" 212. 3.1. LA TENTACIÓN COMO INDUCCIÓN AL MAL Dios no tienta al mal pero permite la tentación. Al inicio había consentido la tentación de Adán y Eva no para que pecaran, sino para que vencieran a Satanás, asistidos por su gracia (cfr. Gn 3, 1 ss.). El enemigo no tenía ningún poder sobre ellos. Podían haber salido victoriosos –y Dios los hubiera premiado–, pero sucumbieron. En los planes de la Redención estaba que el diablo tentara también al Hijo del hombre (cfr. Mt 4, 1 ss.). El triunfo de Cristo sobre el tentador es reparación de la primera caída y de las caídas de todos los hombres. Sufrir la tentación no es un mal moral. En la tentación no sólo "no hay pecado, sino que hay materia para el ejercicio de la virtud" 213. Se pueden recordar en este sentido unas palabras de san Agustín: "Nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede transcurrir sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones" 214. También san Josemaría habla de las tentaciones como de ocasiones para vencer el mal y crecer en la virtud, sobre todo en la humildad, al experimentar la propia flaqueza y la necesidad de la gracia divina: Te amamos, Señor, porque cuando viene la tentación nos das la ayuda de tu fortaleza –de tu gracia–, para que seamos victoriosos. Agradecemos, Señor, que permitas que seamos probados, para que seamos humildes 215. Las tentaciones nos dan la dimensión de nuestra propia debilidad 216, y así nos llevan a acudir a nuestro Padre Dios, en petición de ayuda. Nos sirven para humillarnos, para comprender y ayudar con nuestra experiencia a otros, para amar la bondad de Dios 217. Él las permite, por tanto, para revelar el poder de su gracia, que hace triunfar con Cristo a quien coopera libremente con ella 218. Así se trasluce en lo que escribe san Pablo, según una de las interpretaciones tradicionales del texto: "Para que no me engría, me fue clavado un aguijón en la carne, un ángel de Satanás, para que me abofetee, y no me envanezca. Por esto, rogué tres veces al Señor que lo apartase de mí; pero Él me dijo: Te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza. Por eso, con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo" (2Co 12, 7-9) 219. Puesto que las tentaciones forman parte de la pedagogía divina, no hay que temerlas. Ciertamente, el Apóstol pone en guardia ante la autosuficiencia orgullosa –"el que piense estar en pie, que tenga cuidado de no caer" (1Co 10, 12)–, pero añade a renglón seguido: "No os ha sobrevenido ninguna tentación que supere lo humano, y fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación, os dará también el modo de poder soportarla con éxito" (1Co 10, 13). San Josemaría está persuadido de esta realidad: Porque eras acepto a Dios, fue necesario que la tentación te probase (Tb 12, 13). No olvides que el Señor es nuestro modelo; y que por eso, siendo Dios, permitió que le tentaran, para que nos llenásemos de ánimo, para que estemos seguros –con Él– de la victoria. Si sientes la trepidación de tu alma, en esos momentos, habla con tu Dios y dile: ten misericordia de mí, Señor, porque tiemblan todos mis huesos, y mi alma está toda turbada (Sal 6, 3 y 4). Será Él quien te dirá: no tengas miedo, porque yo te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío (Is 43, 1) 220. Pero aunque las tentaciones sean ocasión para crecer en la virtud, sería temerario exponerse a ellas sin necesidad. No me seas tan tontamente ingenuo de pensar que has de sufrir tentaciones, para asegurarte de que estás firme en el camino. Sería como si desearas que te parasen el corazón, para demostrarte que quieres vivir 221. Una ingenuidad de este tipo sería confianza temeraria en las propias fuerzas: engreimiento espiritual. Por el contrario, la conciencia humilde de la propia fragilidad lleva a evitar las ocasiones de pecado. Si fomentáis en vuestras almas la humildad, es seguro que evitaréis las ocasiones, reaccionaréis con la valentía de huir; y acudiréis diariamente al auxilio del Cielo 222. Siguiendo la enseñanza de san Pablo (cfr. 1Co 6, 18; 10, 14), san Josemaría repite el verbo "huir" cuando habla de la actitud ante las tentaciones, especialmente las que se refieren a la castidad: No tengas la cobardía de ser "valiente": ¡huye! 223. No dialogues con la tentación. Déjame que te lo repita: ten la valentía de huir (...). ¡Corta, sin concesiones! 224. Huir no es ceder ni retroceder; es no "dialogar" con la tentación y hacer así vanos los ataques y las trampas del enemigo. La tentación se puede rechazar fácilmente: aun el mínimo grado de gracia es suficiente, para resistir a cualquier concupiscencia y merecer la vida eterna (Santo Tomás, S.Th. III, q.62, a.6 ad 3). Lo que no conviene hacer de ninguna manera es dialogar con las pasiones que quieren desbordarse 225. 3.2. EL ORIGEN DE LAS TENTACIONES: "EL MUNDO, EL DEMONIO Y LA CARNE" La tradición teológica ha sintetizado las fuentes de la tentación al pecado en tres palabras: mundo, demonio y carne. La tríada se inspira probablemente en Mt 13, 4-7 y 19-22. En todo caso, ha sido "usada en el Catecismo de San Pío V y en los catecismos populares (...) y se remonta a muchos siglos. En uno de sus sermones dice san Agustín que, aunque hayamos sido justificados por el Bautismo, "restat tamen lucta cum carne, restat lucta cum mundo, restat lucta cum diabolo"" 226. También san Josemaría utiliza estos términos: El mundo, el demonio y la carne son unos aventureros que, aprovechándose de la debilidad del salvaje que llevas dentro, quieren que, a cambio del pobre espejuelo de un placer –que nada vale–, les entregues el oro fino y las perlas y los brillantes y rubíes empapados en la sangre viva y redentora de tu Dios, que son el precio y el tesoro de tu eternidad 227. Con el término "mundo" no debe entenderse aquí la creación –que es buena, en cuanto obra de Dios, y no puede ser fuente de tentaciones al mal– sino la sociedad humana, en cuanto manchada o deformada por el pecado. Con la palabra "carne" no se hace referencia al cuerpo ni a la materia en general, sino a la inclinación al mal presente en el corazón humano: la concupiscencia. Se habla de "carne" porque la vida de quien sigue esa inclinación es, en el lenguaje del Nuevo Testamento, "vida según la carne", opuesta a la "vida según el Espíritu" (cfr. Jn 3, 6 y 6, 63; Rm 7, 18-23; etc.). Con el término "demonio" se designa a un ser personal llamado Satanás o Diablo. "El "diablo" es aquel que "se atraviesa" ["dia-bolos"] en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo" 228. Las tentaciones pueden tener su origen en uno de estos enemigos, pero de ordinario "actúan" los tres a la vez. Las de la "carne" inclinan al pecado desde dentro; las del "mundo" y las del demonio, actúan desde fuera 229. Estos dos últimos adversarios cuentan para sus ataques, como ya se dijo, con la complicidad de la inclinación interior al mal. Hablando de modo metafórico, se puede decir que conjuran proyectando nuestra ruina: son los "aventureros" de los que habla Camino, aunque en realidad sólo el diablo es un "sujeto" personal. En cuanto incitaciones al pecado, las tentaciones se dirigen siempre contra la caridad, que es la esencia de la santidad. Sin embargo, frecuentemente lo hacen de modo indirecto, atacando la fe u otras virtudes. En consecuencia, se rechazan con actos de la misma caridad y con el ejercicio de las correspondientes virtudes. Con estas premisas, nos referiremos a continuación a las tentaciones en función de su triple origen (demonio, "mundo", "carne"). Quedará patente cómo san Josemaría enseña a afrontarlas. 3.2.1. Lucha contra las tentaciones del demonio La Sagrada Escritura presenta a Satanás como el constante adversario del hombre. Es el "homicida desde el principio", el "mentiroso y el padre de la mentira" (Jn 8, 44). Ha seducido a Eva con su astucia, y es de temer que por su influjo "se corrompan vuestros pensamientos" (2Co 11, 3). Pero Jesucristo ha venido "para destruir las obras del diablo" (1Jn 3, 8). "Porque así como los hijos comparten la sangre y la carne, también Él participó de ellas, para destruir con su muerte al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberar así a todos los que con el miedo a la muerte estaban toda su vida sujetos a esclavitud" (Hb 2, 14-15). Se ha verificado lo que anunció: "Cuando uno que es fuerte y está bien armado custodia su palacio, sus bienes están seguros; pero si llega otro más fuerte y le vence, le quita las armas en las que confiaba y reparte su botín" (Lc 11, 21 s.). Jesús rechaza y vence las tentaciones de Satanás (cfr. Mt 4, 1-11), expulsa los demonios mostrando de este modo "que ha llegado el Reino de Dios" (Lc 11, 22), y lo instaura con su entrega en la Cruz: "ahora el príncipe de este mundo va a ser arrojado fuera. Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 31 s.). Al enviar a sus discípulos, ha prometido que les protegerá contra el poder de las tinieblas: "Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado potestad para aplastar serpientes y escorpiones y sobre cualquier poder del enemigo, de manera que nada podrá haceros daño" (Lc 10, 18 s.). Pero este enemigo tiene todavía un plazo para intentar seducir a los hombres (cfr. Ap 12, 12), y éstos disponen de ese mismo plazo para rechazarlo con la ayuda de Dios. En esta situación no caben medias tintas. "El que no está conmigo está contra mí" (Lc 11, 23), advierte el Señor. Y el Apóstol recuerda: "No podéis beber el cáliz del Señor y el cáliz de los demonios; no podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios" (1Co 10, 21). Es preciso actuar como en una guerra: "Revestíos con la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo, porque no es nuestra lucha contra la sangre o la carne, sino contra los principados, las potestades, las dominaciones de este mundo de tinieblas, y contra los espíritus malignos que están en los aires. Por eso, poneos la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo y, tras vencer en todo, permanezcáis firmes" (Ef 6, 11-13). San Josemaría previene del peligro de olvidar la actividad diabólica. La gente tiene como miedo a hablar de las intervenciones, de las asechanzas de ese enemigo de Dios, de Satanás. Yo os digo que hemos de pensar, necesariamente, en que el demonio actúa. Me da tanta devoción rezar al pie del altar: Sancte Michaël Archangele, defende nos in proelio: contra nequitiam et insidias diaboli... Para que nos libre de la influencia diabólica en tantas cosas personales y ajenas 230. Hasta el final de su vida repite a menudo que el diablo no tiene vacaciones nunca (...). Satanás sigue su triste labor, incansable, induciendo al mal 231. La acción propia del diablo es engañar: "Cuando habla la mentira, de lo suyo habla" (Jn 8, 44). Presenta un bien aparente para apartar del bien verdadero. ¡Cuántas veces viene con disfraz de nobleza y hasta de espiritualidad! 232, observa san Josemaría, recordando que el diablo, para persuadir, "se transforma en ángel de luz" (2Co 11, 14). El enemigo casi siempre procede así con las almas que le van a resistir: hipócritamente, suavemente: motivos... ¡espirituales!: no llamar la atención... –Y luego, cuando parece no haber remedio (lo hay), descaradamente..., por si logra una desesperación a lo Judas, sin arrepentimiento 233. Puesto que su acción propia es engañar, el objeto de las tentaciones diabólicas es apartar del conocimiento de la verdad y de la adhesión a ella, sobre todo por la virtud de la fe. Su blanco inmediato es el entendimiento, tanto especulativo (induciendo a las dudas de fe voluntarias, al rechazo del Magisterio de la Iglesia y de la luz de la recta razón, etc.) como práctico, contra el conocimiento de las exigencias de la fe (juicios erróneos de conciencia en situaciones concretas: acerca de lo que es pecado, o de lo que son ocasiones de pecado, o de lo que es omisión del bien, etc.). El diablo aprovecha la ignorancia del hombre y la facilidad con que cae en el error, para llevarle a preferir las criaturas al Creador 234. De ahí que la lucha contra el demonio se libre ante todo en el frente de la fe, según las palabras de san Pedro: "Vuestro adversario el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quién devorar: resistidle firmes en la fe" (1P 5, 8-9); y las de la Carta a los Efesios: "Estad firmes, tomando en todo momento el escudo de la fe, con el que podáis apagar los dardos encendidos del Maligno" (Ef 6, 16). San Josemaría enseña a reaccionar: ¡Con qué infame lucidez arguye Satanás contra nuestra Fe Católica! Pero, digámosle siempre, sin entrar en discusiones: yo soy hijo de la Iglesia 235. Durante las tentaciones en el desierto (cfr. Mt 4, 1 ss.), ante la manipulación de los textos inspirados por parte de Satanás, Jesús no se deja engañar: bien conoce el Verbo hecho carne la Palabra divina, escrita para salvación de los hombres, y no para confusión y condena. Quien está unido a Jesucristo por el Amor, podemos concluir, no se dejará nunca engañar por un manejo fraudulento de la Escritura Santa, porque sabe que es típica obra del diablo tratar de confundir la conciencia cristiana, discurriendo dolosamente con los mismos términos empleados por la eterna Sabiduría, intentando hacer –de la luz– tinieblas 236. El arma fundamental para combatir las tentaciones diabólicas contra la fe es la oración, diálogo filial con Dios. "Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador" 237. Él mismo lo enseña a los Apóstoles al comenzar su Pasión, a la hora del "poder de las tinieblas" (Lc 22, 53): "Velad y orad para no caer en tentación" (Mt 26, 41) 238. La tentación se vence con oración y con mortificación 239. En el plano de las virtudes morales, la lucha contra el demonio se libra, en primer término, en el frente de la humildad, porque las tentaciones diabólicas inducen a la soberbia, vicio que ciega la razón. La humildad, por el contrario, lleva a "andar en verdad" (cfr. 3Jn 1, 4), impidiendo que se corrompa el juicio práctico de la prudencia. De ahí el consejo de san Josemaría y el remedio certero que propone (que se entenderá mejor si se tiene presente lo que se dijo sobre la relación de la humildad con la sinceridad en la dirección espiritual 240): Luchad, sobre todo, con la soberbia. Cuando penséis que tenéis toda la razón y sentís que os enconáis (...), ¡abrid el corazón, y pedid a Dios mucha humildad! No deis lugar al diablo (Ef 4, 27) 241. Tomando pie de algunos exorcismos narrados en el Evangelio (cfr. Lc 11, 14; Mt 9, 32 s.; 12, 22; etc.), san Josemaría suele hablar del "demonio mudo" 242, que induce a no ser sincero en la dirección espiritual e incluso en la confesión sacramental, obstruyendo así un cauce fundamental de la gracia. Acordaos de aquel pobre endemoniado, que no consiguieron liberar los discípulos (...). En aquella ocasión obró el Maestro tres milagros: el primero, que oyera: porque cuando nos domina el demonio mudo, se niega el alma a oír; el segundo, que hablara; y el tercero, que se fuera el diablo 243. Compara la situación del endemoniado que no podía hablar a la de la persona que se niega a abrir su alma en el sacramento de la Penitencia y en la dirección espiritual. No afirma, como es evidente, que la falta de sinceridad en esos momentos denote posesión diabólica, pero alude claramente a la intervención del enemigo en tales tentaciones. Una amplia experiencia sacerdotal le lleva a emplear un tono particularmente severo: El que se calla tiene un secreto con Satanás, y es mala cosa tener a Satanás como amigo 244. Por eso demuestra tanto interés el diablo en cegar nuestras inteligencias con la soberbia, que enmudece: sabe que, apenas abrimos el alma, Dios se vuelca con sus dones 245. Al acudir a la Confesión sacramental y a la dirección espiritual aconseja, con expresión característica suya: Seamos siempre salvajemente sinceros, pero con prudente educación 246. "El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero "nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman" (Rm 8, 28)" 247. Él da siempre su gracia para vencer las tentaciones, de modo que el diablo nunca es más fuerte: no puede hacer por sí mismo que el hombre peque. Entre los autores clásicos de espiritualidad, muchos comparan al demonio con un perro rabioso, sujeto por una cadena: si no nos acercamos, no nos morderá, aunque ladre continuamente 248. 3.2.2. Lucha contra las tentaciones del "mundo" El término "mundo" tiene varios significados, como vimos en el capítulo anterior 249. Baste ahora recordar que cuando se habla de él como enemigo del alma, se trata del mundo manchado por el mal, que incita al pecado (cfr. Jn 7, 7; 14, 27; 17, 14; 1Jn 2, 15; 5, 19; 1Co 2, 12). Las "tentaciones del mundo" son las actuaciones de personas y el influjo de estructuras –costumbres y ambiente, leyes civiles, instituciones, etc.– que se oponen al ejercicio de las virtudes y, por eso mismo, al reinado de Cristo. Las tentaciones que provienen del "mundo" se dirigen más directamente a desviar la voluntad del deseo de alcanzar la unión definitiva con Dios, en la que se encuentra la plena felicidad del hombre, y a poner todo el deseo de felicidad en el "mundo", esto es, en la posesión de bienes creados, sin ordenarla a Dios 250. Ceder a la seducción del "mundo" es hacersemundano: anteponer lo terreno a Dios. El trágico efecto de una de esas tentaciones obliga a san Pablo a pedir a Timoteo que venga cuanto antes a su lado, "pues Demas me ha abandonado por amor de este mundo y se marchó a Tesalónica" (2Tm 4, 9-10). San Josemaría descubre en este suceso lecciones exigentes: Me hace temblar aquel pasaje de la segunda epístola a Timoteo, cuando el Apóstol se duele de que Demas escapó a Tesalónica tras los encantos de este mundo... Por una bagatela, y por miedo a las persecuciones, traicionó la empresa divina un hombre, a quien San Pablo cita en otras epístolas entre los santos. Me hace temblar, al conocer mi pequeñez; y me lleva a exigirme fidelidad al Señor hasta en los sucesos que pueden parecer como indiferentes, porque, si no me sirven para unirme más a Él, ¡no los quiero! 251 Las tentaciones del "mundo" inducen al aburguesamiento, a una vida "burguesa" en sentido peyorativo, regida por el afán de bienestar material, dominada por los reclamos de la sensualidad, de la vanidad y de la codicia: una vida que sigue "el espíritu de este mundo" (Ef 2, 2; cfr. Tt 2, 12; 3, 3; 1P 1, 14), abdicando del ideal de transformar la sociedad con el espíritu del Evangelio. Es la senda de los mundanos, de los eternos aburguesados: ostentan una alegría que en realidad no tienen; buscan insaciablemente toda clase de comodidades y de placeres...; les horroriza el dolor, la renuncia, el sacrificio. No quieren saber nada de la Cruz de Cristo, piensan que es cosa de chiflados. Pero son ellos los dementes: esclavos de la envidia, de la gula, de la sensualidad, terminan pasándolo peor, y tarde se dan cuenta de que han malbaratado, por una bagatela insípida, su felicidad terrena y eterna. Nos lo advierte el Señor: quien quisiere salvar su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por amor a mí, la encontrará. Porque ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? (Mt 16, 25-26) 252. El tema es muy frecuente en la predicación de san Josemaría, quizá más en los últimos años de su vida, ante el clima generado en Occidente por la "sociedad del bienestar". Pone en guardia del peligro del aburguesamiento, en la vida espiritual o en la vida profesional: el peligro –también para los llamados por Dios al matrimonio– de sentirse solterones, egoístas, personas sin amor 253. Su consejo es tajante: Lucha de raíz contra ese riesgo, sin concesiones de ningún género 254. Anima a cultivar la "idea fija" de ser santo, sabiendo cortar valientemente cualquier síntoma de aburguesamiento 255. El blanco más inmediato de ataque de las tentaciones del "mundo", es la virtud de la esperanza, entre las teologales, porque inducen a depositar el deseo de felicidad en el placer, en las riquezas, en el poder o en los honores de esta tierra, en lugar de ponerlo en Dios, que es a lo que inclina la virtud de la esperanza. La actitud del que cede a esas tentaciones es la del "comamos y bebamos, que mañana moriremos" (1Co 15, 32): al desesperar del futuro en Dios, se vuelca en la búsqueda de las satisfacciones que ofrece el "mundo". Por el contrario, san Josemaría enseña que hemos de luchar –lucha de paz– contra el mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual condición humana no es la definitiva 256. A través de los ataques a la esperanza, las tentaciones del "mundo" se dirigen contra la caridad, porque ésta se enfría en quien duda de que el amor a Dios hace dichoso. La seguridad de la esperanza teologal disminuye y en su lugar se instala una "esperanza mundana" que busca la felicidad en las cosas terrenas. Aparece entonces una profunda insatisfacción vital, que san Josemaría retrata con pocas palabras en Camino: se lamentan los mundanos de que "cada día que pasa es morir un poco" 257. Han puesto su deseo de felicidad en los bienes terrenos y se duelen de su precariedad. Por contraste, y a continuación de esas palabras, muestra la perspectiva de la esperanza cristiana: alégrate, alma de apóstol, porque cada día que pasa te aproxima a la Vida 258. Ya en esta tierra, quien no pone obstáculos para crecer en la unión con Dios, es cada vez más feliz, abrazando siempre la Cruz de Cristo. El Señor no nos impulsa a ser infelices mientras caminamos, esperando sólo la consolación en el más allá. Dios nos quiere felices también aquí, pero anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad, que sólo Él puede colmar enteramente. En esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día 259. Las tentaciones del "mundo" se combaten, por tanto, específicamente, con actos de esperanza teologal informada por la caridad: la esperanza de que la felicidad se encuentra en la unión con Dios y la de llegar a transformar la sociedad con el espíritu de Cristo. Bien sabemos que esa unión con Dios y esa labor apostólica son posibles en medio y a través de las actividades temporales. Por eso las tentaciones del "mundo" no se superan aislándose o retirándose de la sociedad. Lo testifica la oración de Jesús al Padre: "No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal" (Jn 17, 15). El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro, estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene –no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado– de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica 260. Las palabras de Jesús contienen la promesa de que Dios guardará del mal a quienes ha enviado a santificar el mundo desde dentro, si son fieles a su misión. Para santificar el mundo se precisa una intensa acción apostólica, unida a la oración y a la penitencia, que los cristianos han de llevar a cabo sin temor al ambiente que les rodea. Su comportamiento debe reflejar la seguridad y la felicidad de una vida apoyada en Dios: la certeza de que al proponer a otros la vida cristiana les están mostrando el camino de la felicidad, ya en esta tierra 261. Con la gracia divina no es difícil combatir las tentaciones "mundanas", pero hay que poner también los medios humanos. Para no amoldarse al "mundo" es necesario enfrentarse al mal, lo que exige a menudo ir contra corriente 262. No se puede olvidar que, para quienes se han mundanizado, el santo es incómodo 263: su entereza provoca contradicciones. "Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso el mundo os odia (...). Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán" (Jn 15, 19-20; cfr. Mt 5, 9-12). Cuando esto sucede, es posible que se insinúe la tentación de evitar los contrastes disimulando la fe. Pero entonces se dejaría de ser sal y luz: sería el comienzo de una vida aburguesada. San Josemaría advierte de las graves consecuencias que puede tener esta actitud también: Asusta el daño que podemos producir, si nos dejamos arrastrar por el miedo o la vergüenza de mostrarnos como cristianos en la vida ordinaria 264. Fácilmente se comprende que las tentaciones del "mundo" afectan de forma particular a quienes, por vocación divina, han de santificarse santificando la sociedad, porque están directamente expuestos a la presión del ambiente, a las modas o a las pautas dominantes, etc. Puesto que atacan a la médula de su misión, la vigilancia ha de ser particularmente atenta. A veces no será sencillo encontrar el modo de hacer frente a situaciones o a costumbres inmorales, pero es importante estar prevenidos del acostumbramiento. El principio enunciado por el Apóstol es claro: "No os amoldéis a este mundo" (Rm 12, 2). San Josemaría le hace eco: Sed hombres y mujeres del mundo, pero no seáis hombres o mujeres mundanos 265. Si queréis entregaros a Dios en el mundo (...) habéis de ser espirituales, muy unidos al Señor por la oración 266. La postura ha de ser la de san Pablo: "El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo" (Ga 6, 14). Pero volvamos a repetir que esta afirmación no representa una llamada a abandonar las actividades temporales 267. En medio del mundo se puede "estar crucificado para el mundo", habiendo "crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias" (Ga 5, 24) en el mismo ejercicio de las tareas temporales, para vivir la vida de Cristo. Si pasamos a considerar las tentaciones del "mundo" no ya en relación con las virtudes teologales sino con las virtudes morales, vemos que se dirigen sobre todo contra la justicia. El ambiente del "mundo", deformado por el pecado, induce a servirse del prójimo, a utilizarlo para satisfacer la concupiscencia de placer, de poder y de afirmación personal. Cuando se cede a esas tentaciones se debilita el "hambre y sed de justicia" (Mt 5, 6) e incluso puede apagarse el ideal de servir a los demás por amor. Un punto de Camino refleja esa situación: Pareces incapaz de sentir la fraternidad de Cristo: en los demás, no ves hermanos; ves peldaños 268. En consecuencia, es lógico pensar que esas tentaciones se combaten eficazmente con la entrega a los demás, que adquiere entonces sentido de mortificación del egoísmo, y sentido de penitencia. En efecto, a los que siguen su enseñanza, san Josemaría les propone como penitencia, que sepan darse 269. Más que de dar algo a los demás (como sucede con la limosna, en sentido estricto), habla de "darse" uno mismo, con obras de servicio, según el ejemplo del Señor que "no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención por muchos" (Mt 20, 28). San Josemaría recuerda a menudo las palabras con las que san Pablo exhorta a servir a los demás haciendo propias sus preocupaciones y necesidades: "Llevad los unos las cargas de los otros" (Ga 6, 2) 270. La vida corriente ofrece un amplio campo para vivir ese alter alterius onera portate (Ga 6, 2), aquel llevar las cargas de los demás, procurando que tu ayuda pase inadvertida, sin que te alaben, sin que nadie la vea, y así no pierda el mérito delante de Dios 271. 3.2.3. Lucha contra las tentaciones de la "carne" Los enemigos de fuera no son los únicos. El cristiano ha de combatir ante todo al "hombre viejo" (Rm 6, 6) que lleva dentro de sí: el "fomes peccati" –la inclinación al mal, que te acompañará mientras vivas 272. La descripción que ha dejado san Pablo al reflexionar sobre la justificación por la gracia de Cristo, es bien expresiva: "Al querer yo hacer el bien encuentro esta ley: que el mal está en mí; pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte...? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo Señor nuestro" (Rm 7, 14.21-25) 273. Después de verificar el contraste que todo hombre encuentra dentro de sí, como secuela amarga del pecado, el Apóstol da gracias a Dios por Jesucristo, que nos ha traído la salvación: "porque la ley del Espíritu de la vida que está en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte" (Rm 8, 2). El don del Paráclito nos permite vencer la inclinación al mal y conducir una "vida de hijos de Dios". San Josemaría expresa gozosamente la certeza de la victoria: El Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha dado todos los medios idóneos para superar esa inclinación 274. Las tentaciones que provienen directamente de la inclinación al mal se llaman "tentaciones de la carne" o "tentaciones de la concupiscencia", no porque vayan siempre contra la virtud de la castidad, sino porque inclinan a vivir de modo "carnal", como opuesto a "espiritual" –bajo la guía del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 16-24)–, cediendo a la atracción del placer, de las riquezas y del poder: "la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida" (1Jn 2, 16). Veamos cómo entiende san Josemaría estos tres aspectos de la inclinación al mal que señala la Primera Epístola de san Juan: – La concupiscencia de la carne consiste en el trastorno de los impulsos del "apetito concupiscible", según la terminología clásica, especialmente en relación a la conservación (desorden en la alimentación) y a la reproducción (desorden en la sexualidad), y del apetito irascible (tendencia a evitar el esfuerzo: comodidad, pereza, etc.). La concupiscencia de la carne no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios 275. – La concupiscencia de los ojos es la tendencia desordenada a las riquezas o la codicia de bienes materiales: una "visión materialista" de la vida. El otro enemigo, escribe San Juan, es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales. Por tanto, podemos utilizar la expresión de la Sagrada Escritura, para referirnos a la avaricia de los bienes materiales, y además a esa deformación que lleva a observar lo que nos rodea –los demás, las circunstancias de nuestra vida y de nuestro tiempo– sólo con visión humana 276. – La soberbia de la vida, finalmente, es la concupiscencia o deseo desordenado de la propia excelencia. Aquí se encuentra la raíz interior de todo pecado. No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general (...), el peor de los males, la raíz de todos los descaminos 277. Considerando estos tres aspectos en su conjunto, conviene recordar que la malicia de la triple concupiscencia no reside en la inclinación misma al placer, a los bienes materiales y al amor propio, sino en el desorden de esa inclinación: en el impulso hacia el placer de modo contrario a la razón iluminada por la fe; en el afán desmesurado de disponer de riqueza y de poseer por poseer; y en la exacerbación del amor propio por encima del amor a Dios. Esas tentaciones se dirigen de modo directo contra la caridad, porque inducen a preferir las criaturas –en último término a uno mismo– al Creador; también se dirigen contra las virtudes de la fortaleza y de la templanza, porque fomentan el desorden de los afectos y sentimientos. Pero en sí mismas no son pecado, sino ocasión para afirmar, mediante la lucha, el amor a Dios sobre todas las cosas. Se combaten con la mortificación de la voluntad y de los sentidos, confiando siempre en el auxilio de la gracia. Es una lucha positiva, pues apunta al crecimiento de las virtudes correspondientes, con actos de amor a Dios, de fortaleza y de templanza, que van configurando las propias facultades con las de Cristo. La lucha contra este desorden interior es a su vez arma contra las tentaciones que vienen de fuera, ya que éstas se apoyan, como dijimos, en la inclinación interior al mal. Por esto, la mortificación que se describirá a continuación, siendo necesaria para vencer las sugestiones de la "carne", sirve también para hacer frente a las del diablo y a las del "mundo". 3.3. LA PRÁCTICA DE LA MORTIFICACIÓN CRISTIANA Ya vimos que "mortificación" significa dar muerte al hombre viejo, "viciado por las concupiscencias seductoras" (Ef 4, 22), para que pueda crecer y madurar el "hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas" (Ef 4, 24). La mortificación cristiana no va nunca contra la naturaleza humana sino contra la enfermedad del pecado. Por esto es siempre fuente de vida. San Josemaría lo expresa cuando habla de morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor 278. Haciéndose eco de la tradición cristiana, aplicada a la santificación en medio del mundo, compara la mortificación a tres realidades de la vida humana: – al ejercicio físico o al entrenamiento que produce fatiga y cansancio pero robustece al organismo; así también, la mortificación es el deporte sobrenatural del propio vencimiento 279 que fortalece el alma para que no ceda a las enfermedades de la concupiscencia y crezca en vida sobrenatural hasta alcanzar la gloria. La comparación proviene de san Pablo: "Los que compiten en un estadio se abstienen de todo; y ellos para alcanzar una corona corruptible; nosotros, en cambio, una incorruptible..." (1Co 9, 25); – a una medicina de las que se destinan a combatir los gérmenes de infección. Para curar una herida (...) se pone enseguida el desinfectante: escuece –pica, decimos en mi tierra–, mortifica, y no cabe otro remedio que usarlo, para que la llaga no se infecte 280. Incluso, en ciertos casos de enfermedad grave, como la gangrena, la mortificación se compara a una operación quirúrgica con la que se amputa un miembro para que la persona sobreviva. En estos términos habla el Señor: "Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo y tíralo; porque más te vale que se pierda uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. Y si tu mano derecha te escandaliza, córtala y arrójala lejos de ti; porque más te vale que se pierda uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo acabe en el infierno" (Mt 5, 29-30). San Josemaría asimiló esta doctrina del Evangelio con luces que percibía como venidas de Dios: Por sus inspiraciones aprendí que hay que entregarse generosamente a la mortificación y a la penitencia, sabiendo darse de verdad, viviendo con heroísmo: que hay que cortar, si es preciso, una mano, o arrancar un ojo, si escandalizan, si son ocasión de descamino 281. Evidentemente, son palabras que han de entenderse en la misma línea del texto evangélico, como una hipérbole para subrayar la radicalidad de la decisión de combatir el pecado; – a la sal, que condimenta los alimentos y que también se usa para preservar algunos víveres de la putrefacción. También el espíritu de mortificación debe estar presente de algún modo en todas las obras, contrarrestando el desorden de la concupiscencia que extiende su influjo a las más variadas acciones humanas, Sal de nuestra vida es la mortificación, hijas e hijos míos, que ha de acompañar delicadamente, inteligentemente, nuestro trabajo diario con el fin de sostener nuestra vida sobrenatural, de la misma manera que el latir del corazón sostiene la vida del cuerpo 282. La mortificación se dirige directamente contra el desorden de la concupiscencia, para hacer posible el desarrollo de la vida sobrenatural. Se trata de "morir" (a la inclinación al mal) para "vivir" (la vida de Cristo). Además, puede tener sentido de penitencia por los propios pecados y los de otras personas, si se practica con sentido de reparación en unión con el Sacrificio de Cristo. La mortificación tiene valor corredentor en virtud de la comunión de los santos y de nuestra solidaridad con todos los hombres, llamados sin excepción a incorporarse al Cuerpo místico del Redentor del mundo. Pasemos ahora a describir las distintas obras de mortificación (y de penitencia, por lo que acabamos de decir). Estas pueden ser meramente interiores –de la inteligencia, o de la voluntad, o de los sentidos internos como la imaginación–, o también exteriores, en los sentidos externos. Para san Josemaría no cabe practicar unas excluyendo las otras. La mortificación interior ha de manifestarse en la de los sentidos: No creo en tu mortificación interior si veo que desprecias, que no practicas, la mortificación de los sentidos 283. Lo postula la unidad de cuerpo y alma, y lo evidencia la Pasión del Señor. Antes de hablar de las obras de mortificación según las diversas facultades humanas a las que se refieren inmediatamente, conviene hacer una observación terminológica. Cuando se habla de "mortificación de la voluntad" o de "mortificación de la imaginación", etc., lo que se quiere decir es "mortificación en la voluntad", "mortificación en la imaginación", etc., porque no se busca dar muerte a la voluntad o a la imaginación, sino a sus enfermedades: no es mortificación "de" una u otra facultad humana sino "en" ella. Por eso generalmente preferimos hablar de "mortificación en...", más que de "mortificación de...", aunque empleamos también este último modo de hablar, que se puede entender como equivalente al primero. 3.3.1. "Mortificación interior" La terminología de los autores clásicos a propósito de la mortificación no es uniforme, pero a grandes rasgos suelen distinguir entre "mortificación del cuerpo y de los sentidos exteriores", "mortificación de los sentidos interiores" y "mortificación de las potencias de voluntad y entendimiento" 284. Examinando los textos de san Josemaría, nos parece que las dos últimas categorías se pueden agrupar bajo la expresión "mortificación interior", que utiliza a menudo, mientras que la primera se puede llamar simplemente "mortificación de los sentidos" (o mejor, "en" los sentidos, como acabamos de decir). Comencemos por la mortificación interior, que se refiere a la voluntad, a la inteligencia, a la imaginación y a los afectos. a) Mortificación en la voluntad y en la inteligencia La mortificación en la voluntad tiene por objeto, en primer lugar, combatir las elecciones desordenadas de la voluntad (los actos elícitos desordenados). Se dirige contra el amor propio desordenado (egoísmo), que tiende a buscar como fin último la personal afirmación de sí mismo (orgullo, soberbia) y ante los demás (vanidad), en lugar de adorar a Dios y darle gloria. Para seguir al Señor es preciso "negarse a sí mismo" (Mt 16, 24). San Josemaría habla de este ejercicio constante de abnegación: No pongas tu "yo" en tu salud, en tu nombre, en tu carrera, en tu ocupación, en cada paso que das... ¡Qué cosa tan molesta! Parece que te has olvidado de que "tú" no tienes nada, todo es de Él. Cuando a lo largo del día te sientas –quizá sin motivo– humillado; cuando pienses que tu criterio debería prevalecer; cuando percibas que en cada instante borbota tu "yo", lo tuyo, lo tuyo, lo tuyo..., convéncete de que estás matando el tiempo, y de que estás necesitando que "maten" tu egoísmo 285. En el conjunto de la lucha contra el desorden interior, esta mortificación es la más básica, porque combate el mal en el núcleo mismo de la persona, haciendo posible el crecimiento de la caridad (cfr. 1P 5, 5; St 4, 6). La mortificación en la voluntad ha de contrarrestar también el desorden de los actos imperados por ella en las demás potencias y sentidos. En este sentido requiere la mortificación en la inteligencia, que consiste en apartarla de la simple curiosidad y dispersión, o del envanecimiento de la razón y del apegamiento al propio juicio –del espíritu de raciocinio sin razón 286, como dice san Josemaría–, para aplicarla con diligencia a la verdadera sabiduría. Es una mortificación a veces muy costosa. Para sujetar el entendimiento se precisa, además de la gracia de Dios, un continuo ejercicio de la voluntad, que niega, como niega a la carne, una y otra vez y siempre 287. El efecto de estas mortificaciones es, en último término, la conversión de la voluntad misma a Dios. b) Mortificación en la imaginación y en los afectos La mortificación en la imaginación consiste, en primer lugar, en el control de las imágenes inoportunas o inconvenientes que se forman en la mente, ya provengan de la fantasía o de la memoria. Tiene por objeto apartar recuerdos y representaciones en las que la voluntad no debe complacerse (porque son vanas e inútiles y llevan a omisiones en el amor a Dios, o porque constituyen materia de pecado: rencor, impureza, juicios temerarios, envidia, etc.), para poner, en cambio, la atención en lo que es útil y conveniente a la personal vocación y misión. La mortificación en la imaginación no se dirige a luchar contra la fantasía o la memoria como tales, sino contra su perturbación y sus deformidades. San Josemaría recuerda que Teresa de Jesús llamaba a la imaginación la loca de la casa 288. No se trata de destruir la imaginación sino de gobernarla y de cuidarla, preservándola de su ruina. El siguiente texto muestra diferentes aspectos de esta mortificación: Si la imaginación bulle alrededor de ti mismo, crea situaciones ilusorias, composiciones de lugar que, de ordinario, no encajan con tu camino, te distraen tontamente, te enfrían, y te apartan de la presencia de Dios. –Vanidad. Si la imaginación revuelve sobre los demás, fácilmente caes en el defecto de juzgar –cuando no tienes esa misión–, e interpretas de modo rastrero y poco objetivo su comportamiento. –Juicios temerarios. Si la imaginación revolotea sobre tus propios talentos y modos de decir, o sobre el clima de admiración que despiertas en los demás, te expones a perder la rectitud de intención, y a dar pábulo a la soberbia. Generalmente, soltar la imaginación supone una pérdida de tiempo, pero, además, cuando no se la domina, abre paso a un filón de tentaciones voluntarias. –¡No abandones ningún día la mortificación interior! 289 Es notable la importancia práctica de esos vencimientos: al ser mucho más evidentes las fantasías descontroladas que, por ejemplo, las faltas de rectitud de intención, el dominio de la imaginación ofrece con frecuencia un campo claro y concreto de mortificación en la voluntad. Si, por el contrario, se descuida, se acaba adormeciendo la voluntad 290. La mortificación de los afectos desordenados es otro aspecto de la mortificación interior. Tiene por objeto proteger el corazón de los apegamientos a situaciones o a personas en las que se busca un consuelo humano egoísta o una satisfacción mezquina aunque quizá de apariencia noble. Tampoco en este caso se trata de suprimir todo sentimiento y afecto en cuanto tal, lo que sería monstruoso, sino de combatir su desgobierno por parte de la voluntad y de la razón: elsentimentalismo. A partir de Clemente Alejandrino, algunos Padres de la Iglesia han hablado del ideal de la apátheia o dominio del tumulto de las pasiones como meta del esfuerzo ascético y, por tanto, de la mortificación 291. Pero con esto no pretenden alcanzar la indiferencia o impasibilidad de los estoicos, que buscaban desprenderse de todo para no sufrir cuando la edad o los vaivenes de la vida les privaran de bienes o de seres queridos. No es ésa la apátheia ambicionada por los Padres sino el total sometimiento a Dios por amor. Enseñaban a luchar contra el desorden de las pasiones para conseguir su dominio, es decir, no para evitarse el sufrimiento –que se puede acoger con espíritu de penitencia–, sino para combatir la inclinación al mal y poder amar a Dios con todo el corazón. En esta línea, san Josemaría recuerda que en el camino hacia la santidad nunca llega un momento en el que las pasiones se habrán acallado definitivamente 292. Su desorden no desaparece nunca del todo, pero los hijos de Dios han de luchar por dominarlas, con la ayuda de la gracia, para ponerlas al servicio del amor a Dios y a los demás: para tener "los mismos sentimientos que Cristo Jesús" (Flp 2, 5). Hay que pedir a Dios la fuerza para saber dominar el propio capricho; la gracia, para saber tener el dominio de sí mismo 293. La mortificación ha de ser continua, como el latir del corazón: así tendremos señorío sobre nosotros mismos, y viviremos con los demás la caridad de Jesucristo 294. "Dominio de sí" y "señorío" son los términos que emplea habitualmente para expresar lo que los Padres designaban con apátheia, muy lejos de la "impasibilidad" o "indiferencia" estoicas ante las pasiones 295. El campo de la mortificación de los afectos es amplísimo. San Josemaría invita, por ejemplo, a interrogarse sobre la rectitud del trato con las personas hacia las que se siente mayor afinidad: Dime, dime: eso... ¿es una amistad o es una cadena? 296 La pregunta queda en el aire, como invitando a tomar una resolución que probablemente entraña zanjar un afecto desatinado, porque un corazón que ama desordenadamente las cosas de la tierra está como sujeto por una cadena, o por un "hilillo sutil", que le impide volar a Dios 297. Aún va más lejos. No repara sólo en el apegamiento a otras personas sino también a la consideración que los demás tienen de uno mismo. La propia honra, la buena fama, etc., son bienes importantes que un cristiano ha de apreciar y buscar. Pero esa estima puede desordenarse. Quien sigue los pasos de Cristo ha de estar dispuesto a prescindir también de esos bienes, si hiciera falta para cumplir la propia misión. Vázquez de Prada relata en este sentido la reacción de san Josemaría ante los ataques y las calumnias: una noche, sintiéndose herido en su honra por las injurias que estaba padeciendo, le decía al Señor, postrado ante el sagrario: Jesús, si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero? 298 3.3.2. Mortificación en los sentidos Después de la mortificación interior, nos referiremos ahora a la "mortificación de los sentidos" (o "en" los sentidos). Normalmente, cuando san Josemaría habla sólo de "sentidos" se refiere a los "sentidos externos" (la vista, el gusto, etc.), porque si quiere aludir a los sentidos internos añade el adjetivo "interno" o "interior", o los señala por su nombre propio: imaginación, memoria, etc. Dentro de la mortificación en los sentidos externos se encuentra la mortificación corporal, a la que dedicaremos un apartado propio. a) Mortificación en los sentidos externos Especialmente en este campo, las mortificaciones son, para san Josemaría, de dos tipos: las activas –ésas que buscamos, como florecicas que recogemos a lo largo del día–, y las pasivas, que vienen de fuera y nos cuesta aceptarlas 299. Las primeras tienen origen en la propia iniciativa; las segundas se presentan sin buscarlas, pero se convierten en mortificaciones voluntarias al ser asumidas por amor a Dios. – Las mortificaciones activas se dirigen a someter los movimientos de los sentidos corporales (la vista, el gusto, el oído, etc.) a la voluntad. Con ellas se busca combatir el desorden de la sensualidad, para rechazar prontamente las tentaciones y seguir la Voluntad divina, ofreciendo esa misma lucha en unión con Cristo por los miembros de su Cuerpo, la Iglesia. Entre las mortificaciones de los sentidos, san Josemaría se refiere con más frecuencia a la "mortificación de la vista". Dice por ejemplo: mortificación de los sentidos – que no conviene mirar lo que no es lícito desear, advertía San Gregorio Magno 300. También subraya la importancia de la mortificación de la lengua: unas veces, exhortando a evitar las palabras ociosas y a saber callar –con más motivo si se trata de críticas injustas o de murmuración 301–; otras veces, moviendo positivamente a saber escuchar y a emplear la lengua en el apostolado 302. En general, insiste en que para vencer la sensualidad –porque llevaremos siempre este borriquillo de nuestro cuerpo a cuestas–, has de vivir generosamente, a diario, las pequeñas mortificaciones –y, en ocasiones, las grandes–; y has de mantenerte en la presencia de Dios, que jamás deja de mirarte 303. En algunas circunstancias pueden ser necesarias mortificaciones materialmente grandes para hacer frente a las tentaciones, como las de algunos santos que san Josemaría recuerda en Camino: Por defender su pureza San Francisco de Asís se revolcó en la nieve, San Benito se arrojó a un zarzal, San Bernardo se zambulló en un estanque helado... –Tú, ¿qué has hecho? 304 Invita a practicar con heroísmo la mortificación de los sentidos en la vida ordinaria, por medio de multitud de pequeñas renuncias que ayuden a quitar obstáculos al crecimiento de la caridad. La mejor mortificación es la que combate –en pequeños detalles, durante todo el día–, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos 305. Esa mortificación, detalla en otro momento, estará compuesta de pequeños vencimientos: sonreír a quien nos importuna, negar al cuerpo caprichos de bienes superfluos, acostumbrarnos a escuchar a los demás, hacer rendir el tiempo que Dios pone a nuestra disposición... 306. La mortificación de los sentidos ("negar al cuerpo caprichos de bienes superfluos") se entrelaza en este texto con algunos ejemplos de mortificación interior porque ambas están estrechamente unidas, como manifestaciones necesarias de un mismo espíritu de mortificación y penitencia. Hay, en fin, otra importante característica de las mortificaciones activas que resalta san Josemaría: la de ser "mortificaciones que no mortifiquen a los demás". La mortificación no vale nada sin la caridad: por eso hemos de buscar mortificaciones que, haciéndonos pasar con señorío sobre las cosas de la tierra, no mortifiquen a los que viven con nosotros 307. – Las mortificaciones pasivas, como son la aceptación de un dolor, o de una enfermedad o limitación, o de la pobreza, o de la incomodidad, etc., tienen en sí mismas, por su objeto, más valor que las activas, aunque en cada caso dependerá del amor con que se acepten. Son más valiosas porque en ellas apenas hay lugar para la falta de rectitud de intención o la propia complacencia. Por sí mismas, unen más a la Pasión del Señor. Ofrecen de modo directo la ocasión de hacer propia la oración de Jesús en Getsemaní: "No se haga mi voluntad sino la tuya" (Lc 22, 42). Tienen en cambio un peligro que apenas se encuentra en las activas: el de conformarse con "soportarlas" como algo inevitable y, por tanto, el de acogerlas con poco amor. San Josemaría enseña a no quedarse en esa actitud: ¿Resignación?... ¿Conformidad?... ¡Querer la Voluntad de Dios! 308 Y anima: No lleves la Cruz arrastrando... Llévala a plomo, porque tu Cruz, así llevada, no será una Cruz cualquiera: será... la Santa Cruz. No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz. Y de seguro, como Él, encontrarás a María en el camino 309. b) La mortificación corporal Las mortificaciones activas y pasivas de los sentidos externos, a las que se acaba de hacer referencia, son "mortificaciones corporales". Sin embargo se suele reservar este nombre para el ayuno y la abstinencia –que la Iglesia no sólo recomienda sino que prescribe en ciertas ocasiones 310–, y para algunas otras obras de antigua tradición, como el uso del cilicio y de las disciplinas, las vigilias nocturnas de oración, etc. En cuanto al ayuno, san Josemaría contempla a Jesús que en ocasiones se priva de alimento, como cuando ayuna en el desierto, para animarse y animar a seguir su ejemplo 311. Hace notar que ciertos males se vencen precisamente de este modo: Acordaos de aquel pobre endemoniado, que no consiguieron liberar los discípulos; sólo el Señor obtuvo su libertad, con oración y ayuno 312. La resistencia natural a la mortificación y a la penitencia, reforzada por el influjo de una cultura que enaltece el bienestar físico casi por encima de todo, pueden llevar fácilmente a relajar la práctica del ayuno e incluso a considerarla arcaica. San Josemaría no es de este parecer: El ayuno riguroso es penitencia gratísima a Dios. –Pero, entre unos y otros, hemos abierto la mano. No importa –al contrario– que tú, con la aprobación de tu Director, lo practiques frecuentemente 313. Otras formas de mortificación y de penitencia corporal, como el uso del cilicio o de las disciplinas, tienen tras de sí el multisecular ejemplo de los santos. Los estudios sobre el tema muestran que estas prácticas se han adoptado desde muy antiguo, por su analogía con algunos padecimientos de Jesús 314. Tuvieron su origen, en primer lugar, en el deseo de compartir de algún modo el dolor que Cristo sufrió voluntariamente en expiación por los pecados, para poder decir con san Pablo: "completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). Al contemplar la Pasión, san Josemaría siente el anhelo de participar en las penas de Jesús, mediante la "mortificación de los sentidos" (expresión que, en el texto siguiente, abarca sin duda las formas de mortificación corporal a las que nos estamos refiriendo). El cuerpo llagado de Jesús es verdaderamente un retablo de dolores... Por contraste, vienen a la memoria tanta comodidad, tanto capricho, tanta dejadez, tanta cicatería... Y esa falsa compasión con que trato mi carne. ¡Señor!, por tu Pasión y por tu Cruz, dame fuerza para vivir la mortificación de los sentidos y arrancar todo lo que me aparte de Ti 315. Los estudios citados muestran, además, que las mortificaciones corporales han sido practicadas para combatir los impulsos de la concupiscencia en el propio cuerpo. Este motivo, que puede estar presente en cualquier momento de la vida, es frecuente después de una conversión profunda o de la decisión de seguir radicalmente a Cristo, como san Josemaría refleja al relatar la reacción de un joven que acababa de entregarse más íntimamente a Dios: "ahora lo que me hace falta es hablar menos, visitar enfermos y dormir en el suelo" 316. Este motivo es inseparable del anterior, porque sólo combatiendo el desorden de la concupiscencia se puede vivir la misma Vida de Cristo (cfr. 2Co 4, 10). La incorporación a Él es una unión que afecta a toda la persona: no atañe sólo al alma y a las potencias espirituales. El cristiano es miembro de Cristo también con su cuerpo; por eso ha de hacer frente a las tendencias nocivas que se manifiestan en él. San Pablo da ejemplo cuando escribe: "castigo mi cuerpo y lo someto a servidumbre, no sea que, después de haber predicado a otros, quede yo descalificado" (1Co 9, 27). El lenguaje que emplea san Josemaría no es menos drástico: Di a tu cuerpo: prefiero tener un esclavo a serlo tuyo 317. Como antes, la contemplación de los sufrimientos de Cristo por los pecados de los hombres enciende en su alma el deseo de combatir con la mortificación las cesiones a las inclinaciones torcidas que se ostentan en el cuerpo, y de unirse a los padecimientos voluntaria y amorosamente asumidos por el Señor en su Pasión: Él pudo haber evitado aquellas amarguras, aquellas humillaciones, aquellos malos tratos, aquel juicio inicuo, y la vergüenza del patíbulo, y los clavos, y la lanzada... Pero quiso sufrir todo eso por ti y por mí. Y nosotros, ¿no vamos a saber corresponder? Es muy posible que en alguna ocasión, a solas con un crucifijo, se te vengan las lágrimas a los ojos. No te domines... Pero procura que ese llanto acabe en un propósito 318. Las mortificaciones corporales forman parte de esa correspondencia de que habla san Josemaría: son pequeños signos del deseo de unirse a la Pasión del Señor, fruto del amor. Pequeños signos, decimos, porque no le falta cierta razón a Moliner cuando en su Historia de la espiritualidad confronta, en este ámbito, la enseñanza de san Pacomio (s. IV) con la de san Josemaría. Observa que "cada vez vamos comprendiendo mejor que para luchar contra la carne no es lo mejor azotarla, lo más práctico es llenar la imaginación de santos ideales" 319; y concluye, con lenguaje hiperbólico, que "entre los medios de santificación de san Pacomio y los que ofrece Escrivá en Camino, hay la misma diferencia que entre los antiguos medios de transporte, léase el caballo, y un moderno avión supersónico" 320. La afirmación puede resultar exagerada, pero hay sin duda un enfoque diferente que tiene que ver con la exigencia de cuidar la salud corporal; una exigencia que, en el caso de los fieles corrientes, deriva también de su necesidad para el cumplimiento de los deberes familiares y profesionales. El auténtico espíritu cristiano ha llevado siempre a practicar la mortificación corporal preservando el bien de la salud. Ya lo advertía san Gregorio Magno cuando recordaba que "por la abstinencia, hay que extinguir los vicios de la carne, no la carne" 321. Antes de él, san Gregorio de Nisa había hecho notar que "no hay que someter al cuerpo a rigores excesivos, si esto daña a la contemplación" 322. San Josemaría resalta este particular, viéndolo en relación con la llamada a la santidad en medio del mundo. La salud corporal es un bien, un don de Dios, que ha de ponerse al servicio de la consecución de los propios deberes, materia de santificación y de apostolado. No sería lícito despreciarlo. Por eso aconseja perentoriamente: No me hagas mortificaciones que puedan perjudicar tu salud o agriar tu carácter 323. Y de sí mismo afirmaba: Suelo pedirle al Señor que me conserve sano hasta media hora antes de morir. Hay mucho que hacer, y necesitamos estar bien, para poder trabajar por Dios 324. Con humor añade: Tenéis, por eso, que cuidaros, para morir viejos, muy viejos, exprimidos como un limón, aceptando desde ahora la Voluntad del Señor 325. Su sensibilidad hacia la dimensión divina de los propios deberes le lleva a formular un criterio que está en aparente contraste con la mortificación corporal activa: el dolor físico, cuando se puede quitar, se quita. ¡Bastantes sufrimientos hay en la vida! Y cuando no se puede quitar, se ofrece 326. Pero no se está refiriendo con estas palabras al dolor físico en general, sino a las enfermedades o malestares que puedan estorbar el trabajo o la vida familiar. Este dolor, "si se puede quitar, se quita, y si no, se ofrece". No tendría sentido buscar mortificaciones que dificulten el cumplimiento de los propios deberes, porque obstaculizarían la santidad y el apostolado. Incluso, aun exhortando a trabajar mucho, san Josemaría advierte que sería un desorden trabajar más de lo prudente, poniendo en peligro la salud. Hay que procurar, con particular esmero, que el cuerpo responda siempre como buen instrumento del alma y, por todos los medios, evitar que alguien pueda llegar –por las circunstancias de su trabajo o por otras causas– al agotamiento físico, que suele llevar también a la ruina psíquica y producir una falta de energías que son necesarias para la lucha interior: porque, insisto, la gracia de Dios cuenta ordinariamente con esas fuerzas naturales 327. Prolongando algo más las consideraciones anteriores sobre la salud, puede ser útil observar que la mortificación corporal no responde a una mentalidad maniquea, pues no se castiga al cuerpo por considerarlo malo o despreciable. Según la visión cristiana del hombre, la composición cuerpo-espíritu en la unidad de la persona es una dualidad (distinción y complementariedad), no un dualismo (contraposición de alma y cuerpo). Se trata de verdadera dualidad porque el espíritu no es materia y la materia no es espíritu, pero no de dualismo porque no hay oposición entre ambos. El cristianismo implica la más alta valoración del cuerpo humano, ya que lo reconoce como creado por Dios y lo sabe destinado a la inmortalidad y a la gloria, cuando al fin de los tiempos resucite, semejante al Cuerpo glorioso de Jesucristo 328. El pecado ha hecho que apareciera el desorden de la concupiscencia, que inclina a que la dualidad degenere en dualismo, disgregando al hombre. La mortificación corporal contribuye eficazmente a recomponer la unidad, armonizando cuerpo y espíritu, y es camino para corredimir con Cristo por medio del cuerpo, uniendo el dolor que comporta a su Pasión redentora. En consecuencia, contribuye al bien del cuerpo, a su sujeción al espíritu, y, por tanto, al bien de la persona entera. No responde, pues, a un desprecio del cuerpo, como tampoco lo ha despreciado Dios cuando ha querido la Pasión de su Hijo, ni lo desprecia cuando envía un dolor o una enfermedad. Tampoco tiene nada que ver la mortificación cristiana con el masoquismo: buscar el dolor para encontrar en él un placer. No ha sido éste el sentido del dolor de Cristo, ni es, por tanto, el sentido que el dolor tiene para quien vive en Cristo. Concluyamos diciendo que san Josemaría habla de estas mortificaciones corporales con naturalidad, en una época en la que generalmente no se ponía en duda su valor, pues eran consideradas prácticas normales de vida cristiana, no exclusivas del estado religioso 329. No sentía la necesidad de justificarlas porque eran bien conocidas y comúnmente comprendidas por los fieles. Actualmente la situación ha cambiado y muchas personas experimentan serias dificultades para encontrar sentido a la experiencia voluntaria del dolor y a la renuncia deliberada al bienestar físico, aunque no perjudique la salud. Cabe preguntarse si estamos ante una conquista cultural que responde al bien integral humano, o bien ante una de las consecuencias del deterioro de la comprensión cristiana del hombre, compuesto de cuerpo y espíritu. No nos corresponde analizar aquí esta cuestión, que exigiría entrar en consideraciones antropológicas subyacentes a una parte de la cultura actual, aunque volveremos sobre este tema más adelante 330. Ahora nos limitamos a decir que las dudas acerca del sentido de la mortificación corporal, que periódicamente saltan a los mass media, no son dudas específicas sobre la validez de la enseñanza de san Josemaría, sino incomprensiones acerca de la visión cristiana del hombre, de su vocación a la santidad, de su caída por el pecado, de su redención en Cristo y de la llamada a participar en ella con todo su ser. De todas formas vale la pena volver a recordar, con palabras de Álvaro del Portillo, que "más aún que las penitencias corporales, [san Josemaría] se esforzaba por vivir las pequeñas mortificaciones que le ayudaban a cumplir con delicadeza las diversas prácticas de piedad, su ministerio sacerdotal, el espíritu de servicio, la caridad fraterna, etc." 331. 3.3.3. Las "mortificaciones pequeñas" Por dos motivos concede san Josemaría mucha importancia a la lucha en lo pequeño: por el espíritu de filiación divina, que le conduce a saberse como un niño al que sólo se le piden esfuerzos en cosas pequeñas, y porque predica la santidad –la lucha cristiana por la santidad y el apostolado– en el tejido de la vida ordinaria, formado, por lo general, de menudencias. Se comprende por esto que al hablar del espíritu de mortificación y de penitencia, en el que consiste la lucha por la santidad, ponga el acento en el valor de las "mortificaciones pequeñas", especialmente de aquellas que ayudan a cumplir bien los deberes de cada momento. Se ha trastocado de tal forma el sentido cristiano en muchas conciencias que, al hablar de mortificación y de penitencia, se piensa sólo en esos grandes ayunos y cilicios que se mencionan en los admirables relatos de algunas biografías de santos (...). Ciertamente, [Jesucristo] preparó el comienzo de su predicación retirándose al desierto, para ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches (cfr.Mt 4, 1-11), pero antes y después practicó la virtud de la templanza con tanta naturalidad, que sus enemigos aprovecharon para tacharle calumniosamente de hombre voraz y bebedor, amigo de publicanos y gentes de mala vida (Lc 7, 34). (...) No hace alarde de su vida penitente (...). Así debes ejercitarte en el espíritu de penitencia: cara a Dios y como un hijo, como el pequeñín que demuestra a su padre cuánto le ama, renunciando a sus pocos tesoros de escaso valor –un carrete, un soldado descabezado, una chapa de botella–; le cuesta dar ese paso, pero al fin puede más el cariño, y extiende satisfecho la mano 332. El valor de las obras de mortificación radica en el amor con el que se realizan. Una mortificación no es "grande" por su materialidad (cfr. Mc 12, 41-44) o por su visibilidad (cfr. Mt 6, 2 ss.), sino por el amor con que se realiza. San Josemaría hace notar que el mundo admira solamente el sacrificio con espectáculo, porque ignora el valor del sacrificio escondido y silencioso 333. Con esto no excluye las penitencias materialmente grandes como el ayuno riguroso, que él mismo practicó con permiso de sus confesores, lo mismo que otras duras penitencias, procurando que pasaran inadvertidas a los demás 334. Pero privilegia claramente las penitencias materialmente pequeñas. Estas mortificaciones pueden ser practicadas en la vida ordinaria con la continuidad que el amor a Dios pide. San Josemaría hace notar que no es espíritu de penitencia el de aquél que hace unos días grandes sacrificios, y deja de mortificarse los siguientes. Tiene espíritu de penitencia el que sabe vencerse todos los días, ofreciendo al Señor, sin espectáculo, mil cosas pequeñas. Ese es el amor sacrificado, que espera Dios de nosotros 335. En ese constante agere contra en pequeñas cosas, negando el apegamiento a la propia voluntad o al propio gusto, reside el heroísmo silencioso del cristiano en la vida cotidiana 336: [Mortificación] en las cosas pequeñas y ordinarias, en el trabajo intenso y constante y ordenado. Cosas pequeñas que no te hacen perder la salud, pero que te mantienen encendido. Mortificación en las comidas. Minutos heroicos a lo largo del día. Puntualidad. Orden. Guarda de la vista por la calle, con naturalidad. Docenas y docenas de detalles y ocasiones bien aprovechadas. Y una mortificación muy interesante: la mortificación interior: para que nuestras conversaciones no giren en torno a nosotros mismos, para que la sonrisa reciba siempre los detalles molestos, para hacer la vida agradable a quienes nos rodean. ¡Amor, hijo mío! ¡Amor sacrificado! 337 Por otra parte, encauzando el espíritu de mortificación hacia las mortificaciones pequeñas es difícil dar pábulo al orgullo, a la ridícula ingenuidad de considerarnos héroes notables: nos veremos como un niño que apenas alcanza a ofrecer a su padre naderías, pero que son recibidas con inmenso gozo 338. Esto es sin duda una prerrogativa de las mortificaciones pequeñas: salvaguardar la humildad, que es tanto como custodiar el amor. Si la lucha cristiana ha de ser una "lucha por amor", sería una penosa contradicción que la misma lucha corrompiera el amor por intentar que se vea la "cruz" que llevan o admirarla ellos mismos. ¡Cuántos, con la soberbia y la imaginación, se meten en unos calvarios que no son de Cristo! La Cruz que debes llevar es divina. No quieras llevar ninguna humana. Si alguna vez cayeras en este lazo, rectifica enseguida: te bastará pensar que El ha sufrido infinitamente más por amor nuestro 339. 4. LUCHA CONTRA EL PECADO Si la tentación es una amenaza del mal, el pecado es el mal presente en quien cede a la tentación: mal que corrompe la relación con Dios y con los demás, y daña a uno mismo. En primer lugar, corrompe la relación con Dios, porque el pecado formalmente cometido es un rechazo de su Amor, una ofensa a su Bondad. La doctrina clásica lo define como "aversio a Deo et conversio ad creaturas" 340: un apartarse de Dios que implica simultáneamente poner algo creado por encima de Él (lo cual, en definitiva, es ponerse a uno mismo como fin último). En segundo lugar, el pecado daña también a los otros, porque el hombre es un ser en relación con Dios y con los demás, y el pecado debilita o rompe esa relación. Quien se aleja del Padre, se aleja también de los hermanos: de los demás miembros del Cuerpo místico, en primer lugar (cfr. 1Co 12, 26), y también de todas las personas, al menos porque les niega su entrega y su servicio por amor; y también, muchas veces, porque les perjudica directamente en otros bienes. Por último, al ser un acto opuesto a la unión con Dios en quien se encuentra la felicidad del hombre en comunión con los demás, el pecado no puede ser camino de felicidad auténtica, aun cuando proporcione satisfacciones. Lo subraya san Josemaría en Forja: El pecador, que tenga fe, aunque consiga todas las bienaventuranzas de la tierra, necesariamente es infeliz y desgraciado 341. El pecado no es sólo un acto contra Dios, sino contra uno mismo. En una palabra, el pecado contradice la caridad, esencia de la santidad, en todas sus dimensiones. Aquí no es necesario que nos detengamos en otras explicaciones sobre su naturaleza, que son propias de la Teología Moral 342. Lo que nos interesa es la actitud ante el pecado por parte del cristiano que busca la santidad. En este sentido, san Josemaría recuerda al lector de Camino que en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado 343. No sólo exhorta a temerlo sino a combatir para evitarlo, sabiendo que Dios no nos ha prometido la victoria absoluta sobre el mal durante esta vida, sino que nos pide lucha 344. Una lucha que parte de la disposición clara de rechazar absoluta e incondicionadamente el pecado, y que se traduce en un espíritu de conversión y de penitencia, manifestado en obras. 4.1. RECHAZO RADICAL DEL PECADO En cierto sentido, el pecado nos acecha (cfr. Hb 12, 1). Hijos de Adán, hemos venido al mundo con la mancha de la culpa original –a excepción de la Virgen Inmaculada– y padecemos la debilidad moral heredada que conduce a cometer personalmente nuevos pecados. El Concilio de Trento llama "justificación" al "paso del estado en que el hombre nace como hijo del primer Adán, al estado de gracia y de "adopción de los hijos de Dios" (Rm 8, 15), por medio del segundo Adán, Jesucristo nuestro Salvador" 345. La justificación es más que la simple no-imputación extrínseca del pecado por los méritos de Jesucristo, que sostenían los reformadores. Es una remisión de la culpa que entraña "la santificación y la renovación del hombre interior" 346. Ciertamente persiste siempre, como ya hemos considerado, el desorden de la concupiscencia que procede del pecado e inclina a él, pero no es en sí misma pecado en sentido propio (como sostenía Lutero): ha quedado, según Trento, "ad agonem relicta" 347, para que el hombre luche, sostenido por la gracia, y merezca la vida eterna. Quien está en gracia de Dios, aunque sienta el peso de la inclinación al mal y caiga a veces, es también capaz, con la ayuda divina, de rechazar el pecado, de arrepentirse y de merecer. De un lado el cristiano es "santo" y ama a Dios como hijo suyo; de otro, experimenta una tendencia al mal que, con frecuencia, le arrastra al menos hacia el pecado venial, y por eso es "pecador". Es santo y es pecador. La Iglesia enseña a rezar a todos los fieles, al inicio de la Misa: "Yo confieso ante Dios todopoderoso que he pecado...". Por eso, san Josemaría puede asegurar de sí mismo: Soy un pecador que ama a Jesucristo 348. Se siente capaz de todos los horrores y de todos los errores que han cometido las personas más ruines 349; pero también está convencido de que ama sinceramente a Dios. Lo que acabamos de decir puede evocar la célebre fórmula "simul iustus et peccator", con la que Lutero describía la situación actual del hombre 350. El significado es, sin embargo, muy diverso. El reformador de Wittenberg parte de una naturaleza humana totalmente corrompida que no es sanada por la gracia. Nada puede hacer el hombre para dejar de ser pecador, y de algún modo peca en todas sus obras, porque no hay nada sano en él. Sólo puede confiar en que el pecado no le será imputado: "Pecca fortiter et crede fortius", llega a decir, llevando la tesis de la justificación por la sola fides a sus últimas y paradójicas consecuencias. Según la doctrina católica, en cambio, las buenas obras del cristiano no son pecado; y lo que tienen de imperfección tampoco es pecado. Los pecados de debilidad sí que lo son, aunque la voluntariedad sea mínima. Deben llevar, por tanto, a la contrición. Tanto las imperfecciones como los pecados de debilidad constituyen, para quien ama, motivo para esforzarse en amar más. El lenguaje de san Josemaría –que se puede ser "pecador" y a la vez "amar a Jesucristo"– se sitúa en este marco doctrinal católico, al que aporta una cierta "visión positiva de la concupiscencia", en el sentido de que, tanto las limitaciones que no son pecado como los pecados de debilidad, pueden llevar a amar más a Dios. Saberse "un pecador que ama a Jesucristo" significa reconocerse pecador pero detestar el pecado. San Josemaría procura inculcar esta última disposición, imprescindible para la sinceridad y la eficacia de la lucha. Escribe: Hemos de fomentar en nuestras almas un verdadero horror al pecado. ¡Señor –repítelo con corazón contrito–, que no te ofenda más! 351 Al mismo tiempo, consciente de la debilidad de nuestra naturaleza herida, advierte: Pero no te asustes al notar el lastre del pobre cuerpo y de las humanas pasiones (...). Tu miseria no es obstáculo, sino acicate para que te unas más a Dios, para que le busques con constancia, porque Él nos purifica 352. El rechazo radical del pecado debe ser una actitud decidida y, a la vez, humilde y confiada, como la de un niño que echa a andar hacia los brazos de su padre, con un impulso más fuerte que el miedo a caer. Cuando san Josemaría se reconoce "un pecador que ama a Jesucristo", no pretende justificarse como "pecador". Al contrario, el amor filial le lleva a rechazar absolutamente el pecado, pues "todo el que ha nacido de Dios no peca, porque el germen divino permanece en él; no puede pecar porque ha nacido de Dios" (1Jn 3, 9). El sentido de la filiación divina lleva a tener "horror al pecado grave" y a "abominar el pecado venial", como vamos a ver. Cuando habla así, no está favoreciendo complejos de culpa en personas inmaduras, cerradas en sí mismas. Está formando las conciencias de los hijos de Dios, poniéndolos ante la verdad e inculcando la exigencias fuertes de la caridad, de acuerdo con el consejo de san Pablo: "Que la caridad esté libre de hipocresía, abominando el mal, adhiriéndoos al bien" (Rm 12, 9). La repulsa del pecado es, en definitiva, una necesidad del amor de los hijos de Dios. 4.1.1. "Horror al pecado grave" El pecado mortal es una trasgresión de la ley de Dios en materia grave, cometida con plena advertencia y deliberado consentimiento 353. Es el rechazo de Dios, cuya Voluntad se expresa en esa ley, y por tanto el desprecio de su Amor por nosotros. Amor manifestado en el envío de su propio Hijo "en una carne semejante a la carne pecadora" (Rm 8, 3) para reparar por el pecado mediante su entrega en la Cruz, y enviarnos al Espíritu Santo, principio de vida nueva que nos permite superar la "ley del pecado" (cfr. Rm 8, 2). Al recibir las aguas del Bautismo, el cristiano ha muerto a una vida "según la carne", regida por la inclinación al mal y sometida al diablo, y ha recibido esa vida nueva de hijo adoptivo de Dios en Cristo. "¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados para unirnos a su muerte? Pues fuimos sepultados juntamente con él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva" (Rm 6, 3-4). En la Epístola a los Hebreos se lee que quienes llegaron a recibir el Espíritu Santo y no obstante cayeron "crucifican de nuevo al Hijo de Dios y lo escarnecen" (Hb 6, 6). La exégesis suele entender que se refiere sólo a los pecados que por su misma naturaleza cierran al pecador a la posibilidad de recibir el perdón 354. No obstante, la tradición espiritual de la Iglesia se ha servido frecuentemente de este texto para mostrar la gravedad del pecado mortal. San Francisco de Asís, por ejemplo, predicaba que "no son los demonios los que le han crucificado [a Jesucristo]; eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados" 355; y el Catecismo Romano, refiriéndose al mismo texto de Hebreos, enseñaba que "son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la cruz" 356. En esta misma línea recalca san Josemaría: El pecado no se reduce a una pequeña "falta de ortografía": es crucificar, desgarrar a martillazos las manos y los pies del Hijo de Dios, y hacerle saltar el corazón 357. Aunque nos pese –y pido a Dios que nos aumente este dolor–, tú y yo no somos ajenos a la muerte de Cristo 358. En una época de la que se ha podido decir, como recordábamos más arriba, que "el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado" 359, san Josemaría quiere grabar en las conciencias su gravedad. Lo hace algunas veces acudiendo a una explicación clásica. No es fácil considerar la perversión que el pecado supone, y comprender todo lo que nos dice la fe. Debemos hacernos cargo, aun en lo humano, de que la magnitud de la ofensa se mide por la condición del ofendido, por su valor personal, por su dignidad social, por sus cualidades. Y el hombre ofende a Dios: la criatura reniega de su Creador 360. Con más frecuencia se refiere al precio pagado por el Señor para repararlo y a la magnitud de sus consecuencias: la pérdida de la gracia santificante y de la dignidad de hijos de Dios, y la privación de la bienaventuranza eterna 361. Por salvar al hombre, Señor, mueres en la Cruz; y, sin embargo, por un solo pecado mortal, condenas al hombre a una eternidad infeliz de tormentos...: ¡cuánto te ofende el pecado, y cuánto lo debo odiar! 362 En estas últimas palabras hay una referencia al infierno, que en otras ocasiones se hace más explícita 363, no para infundir un temor servil cuanto para poner en evidencia la enormidad de la ofensa, despertar el amor y excluir de raíz las componendas. Hemos de esforzarnos, para que de nuestra parte no quede ni sombra de doblez. El primer requisito para desterrar ese mal que el Señor condena duramente, es procurar conducirse con la disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado. Reciamente, con sinceridad, hemos de sentir –en el corazón y en la cabeza– horror al pecado grave 364. Para despertar esta sensibilidad, san Josemaría enseña a cultivar el sentido de la filiación divina. En una Carta, tomando pie de un texto de san Juan, exhorta a no olvidar que somos hijos de Dios (...). Y que todo aquel que nació de Dios no hace pecado, porque la semilla de Dios, que es la gracia santificante, mora en él; y, si no la echa de sí, no puede pecar, porque es hijo de Dios: en esto se distinguen los hijos de Dios de los hijos del diablo (1Jn 3, 9-10) 365. El "horror al pecado mortal" del que habla san Josemaría, no es un sentimiento puritano, ni tiene que ver con el escándalo de los hipócritas que se consideran libres de culpa. Es un actitud de amor, propia del alma sacerdotal de un hijo de Dios, que pone en juego "reciamente, con sinceridad", las demás virtudes cristianas. Presupone la humildad de reconocerse a sí mismo pecador, y lleva consigo en cada caso el ejercicio de una u otra virtud. Quien repele la mentira practica la veracidad, quien huye de la impureza actúa la castidad, etc. En su predicación, la conciencia de la gravedad del pecado mortal y el "horror a cometerlo" no da pie a tensiones enfermizas 366. No se funda en el temor al castigo, como en quien se reprime por miedo a las consecuencias. No es forzosa renuncia a un bien sino liberación de un mal. Es, ya lo hemos dicho, un rechazo del pecado en cuanto acto contrario al amor a Dios. Gracias al sentido de la filiación divina, el "horror al pecado" va unido a la "confianza en la misericordia divina". Saber que Dios es un Padre "compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en misericordia" (Sal 108, 5), es fuente de alegría, de equilibrio interior y de impulso para la lucha. No escapa a su mirada misericordiosa que los hombres somos criaturas con limitaciones, con flaquezas, con imperfecciones, inclinadas al pecado. Pero nos manda que luchemos, que reconozcamos nuestros defectos; no para acobardarnos, sino para arrepentirnos y fomentar el deseo de ser mejores 367. 4.1.2. "Abominar del pecado venial deliberado" El pecado venial es una realidad distinta del mortal, hasta el punto de que responde a la noción de pecado sólo en sentido análogo. No obstante, san Josemaría emplea términos semejantes e incluso idénticos para referirse al rechazo del uno y del otro. Dice, en efecto, que un hijo de Dios ha de tener "horror" u "odio" al pecado venial 368, y otras veces exhorta a "abominarlo": ha de ser nuestra la actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de esas claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los cauces por los que nos llega 369. Su criterio es claro: Un alma de oración huye, con toda su energía, del pecado venial: porque éste no seca el árbol de la gracia, pero es la causa de que disminuyan los frutos 370. Y para abominarlo y huir de él, es preciso ser conscientes de su malicia; por eso recomienda: ruega al Señor que te conceda toda la sensibilidad necesaria para darte cuenta de la maldad del pecado venial; para considerarlo como auténtico y radical enemigo de tu alma; y para evitarlo con la gracia de Dios 371. Cuando habla de este modo, se refiere principalmente al pecado venial "deliberado" y secundariamente a los pecados veniales "de debilidad". Sobre esta distinción puede ser útil recordar que, en general, el pecado venial es una trasgresión de la ley moral en materia leve, o bien en materia grave pero sin plena advertencia o sin pleno consentimiento 372. Por lo que atañe al consentimiento, es evidente que en todo pecado venial hay algo de voluntariedad, porque de lo contrario no habría pecado en absoluto. Cuando esa voluntariedad es débil –no plena– se suele hablar de pecados veniales de debilidad (que pueden darse en materia grave o en materia leve) 373. Esto no significa que sean de poca importancia. El arrepentimiento de los pecados veniales cometidos con voluntad débil no ha de ser un "arrepentimiento débil", sino una contrición fuerte, con plena voluntariedad: un rechazo enérgico de esos pecados que realmente ofenden a Dios y obstaculizan la identificación con Cristo. De ahí el expresivo comentario de san Josemaría: ¡Qué pena me das mientras no sientas dolor de tus pecados veniales! –Porque, hasta entonces, no habrás comenzado a tener verdadera vida interior 374. En cambio, cuando se consiente plenamente un pecado venial (lo cual sólo puede suceder si la materia es leve, porque si fuera grave, sería mortal), se habla de pecado venial deliberado 375. A estos pecados se refiere san Josemaría, por lo general, cuando habla de pecado venial. Son aquellos que, sin romper del todo la amistad con Dios, causan un daño muy profundo a la vida cristiana, porque al rechazar de modo abierto la Voluntad de Dios, aunque sea en algo pequeño, se enfría la caridad. A menudo se cometen por seguir conscientemente –no por distracción– lo que hacen los demás. Se sabe que aquello no agrada a Dios, pero se cede por falta de fortaleza y de amor para ir contracorriente. San Josemaría comenta esta actitud: Mucho duele al Señor la inconsciencia de tantos y de tantas, que no se esfuerzan en evitar los pecados veniales deliberados. ¡Es lo normal –piensan y se justifican–, porque en esos tropiezos caemos todos! Óyeme bien: también la mayoría de aquella chusma, que condenó a Cristo y le dio muerte, empezó sólo por gritar –¡como los otros!–, por acudir al Huerto de los Olivos –¡con los demás! –, ... Al final, empujados también por lo que hacían "todos", no supieron o no quisieron echarse atrás..., ¡y crucificaron a Jesús! –Ahora, al cabo de veinte siglos, no hemos aprendido 376. Otro género de pecados veniales son los que se cometen por falta de advertencia, es decir, sin un claro conocimiento de que tal acto constituye un pecado por su materia. La falta de advertencia puede ser simplemente práctica, y entonces se suele hablar de "despistes" o de "distracciones", que sólo serán pecado si hay algo de voluntariedad; si no la hubiera se trataría a lo sumo de "defectos morales" que no son pecado (aunque también hay que luchar contra ellos, como veremos más adelante). San Josemaría distingue lo uno de lo otro cuando invita a querer a los demás con sus defectos si no son ofensa de Dios 377, y cuando habla de la necesidad de comprender a las personas con sus equivocaciones, con sus flaquezas, con sus errores, añadiendo que no son sinónimas estas palabras 378. La inadvertencia parcial puede ser también teórica, por falta de formación. Aquí cabe una amplia gama de situaciones: desde la conciencia errónea más o menos culpable (el que dice: "no sabía que eso estaba mal"), hasta la presuntuosa confianza de quien se deja guiar por su "buena voluntad", descuidando el deber de formarse. San Josemaría previene contra esta actitud ambigua. No basta la recta intención para la obra buena, entre otras razones porque no es recta la intención del que no busca sinceramente conocer, amar y cumplir la voluntad de Dios (...). No es recta la intención del que descuida la formación habitual o el ejercicio actual de su conciencia, y confiere, sin más, valor divino a sus decisiones personales, según sus luces limitadas o sus propias inclinaciones 379. Completamos estas premisas sobre el pecado mortal y venial, mencionando brevemente sus consecuencias. Quien peca incurre, ante todo, en una "culpa". En el caso del pecado mortal, la culpa conlleva la privación de la amistad con Dios, mientras que el pecado venial comporta una disminución o enfriamiento de esa amistad, es decir, de la caridad. Además, el pecado merece una "pena", que es eterna en el caso del pecado grave y temporal en el leve. Algo de pena temporal puede permanecer después de perdonada la culpa 380. Por último, todo pecado deja en la persona una cierta inclinación a cometer nuevos pecados; de ahí que la lucha incluya también el empeño de purificarse de esas inclinaciones. También hay que hacer frente a otros defectos morales que no necesariamente provienen de los pecados personales. Con esto disponemos ya de una visión general del objeto de la penitencia, que no es otra cosa que la lucha contra el pecado y sus consecuencias. Podemos pasar a estudiar las enseñanzas de san Josemaría acerca del perdón de los pecados por la penitencia interior y las obras de penitencia. 4.2. PERDÓN Y PENITENCIA Incluso cultivando, con la ayuda de la gracia, una aversión profunda al pecado, la debilidad humana es tal que "todos caemos con frecuencia" (St 3, 2): "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros" (1Jn 1, 8). Con excepción de la Santísima Virgen, nadie que tenga uso de la libertad está exento de culpas. "En esta vida mortal, aun los santos y justos caen alguna vez en pecados, por lo menos leves y cotidianos" 381, afirma el Concilio de Trento, añadiendo que "de justos es aquella voz humilde y verdadera: "Perdónanos nuestras deudas" (Mt 6, 12)" 382. Y la misericordia divina escucha la petición arrepentida de los pecadores: Al alma contrita, Dios la perdona siempre 383. No me olvidéis –alienta san Josemaría– que santo no es el que no cae, sino el que siempre se levanta, con humildad y con santa tozudez. Si en el libro de los Proverbios se comenta que el justo cae siete veces al día (cfr. Pr 24, 16), tú y yo –pobres criaturas– no debemos extrañarnos ni desalentarnos ante las propias miserias personales 384. En nuestra pelea espiritual –insiste– no faltarán fracasos. Pero ante nuestras equivocaciones, ante el error, debemos reaccionar inmediatamente 385. Esta reacción al pecado cometido (cuando san Josemaría habla aquí de "errores" y "equivocaciones", no piensa evidentemente en simples fallos "técnicos" involuntarios) es la penitencia, cuyo primer movimiento consiste en reconocer el pecado y pedir perdón. Es la reacción del rey David cuando el profeta Natán le recrimina su falta: "He pecado contra el Señor" (2S 12, 13). La petición de perdón es una respuesta al impulso de la gracia que abre el paso a la reconciliación con Dios. Porque la vida sobrenatural que se ha perdido o se ha debilitado por el pecado, sólo se recupera o se sana con el perdón de Dios, que es una efusión de su Amor. El perdón comporta la desaparición de la culpa del pecado y una renovación de la vida sobrenatural, más o menos profunda según las disposiciones del que es perdonado, como da a entender Jesús cuando perdona a una mujer arrepentida: "Le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho" (Lc 7, 47). Por eso san Josemaría puede aconsejar: Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida 386. Y advierte, por el mismo motivo, que hay una sola enfermedad mortal, un solo error funesto: conformarse con la derrota, no saber luchar con espíritu de hijos de Dios 387. La "enfermedad mortal" a que se refiere, no consiste tanto en el pecado como tal, sino en la falta de voluntad para salir de él, en la obstinación de no pedir perdón, situación que se asemeja peligrosamente a los "pecados contra el Espíritu Santo" (cfr. Mc 12, 31), de los que se dice que "son ad mortem (cfr. 1Jn 5, 16), no porque sean absolutamente irremisibles, sino porque el hombre, al cometerlos, pone grandes obstáculos a su conversión" 388. Para evitar esa enfermedad o volver cuanto antes a la vida sobrenatural, en su caso, san Josemaría invita a no olvidar que el cristiano, siendo hijo de Dios, ha de hacer de "hijo pródigo" (cfr. Lc 15, 11-32) con mucha frecuencia, decidiéndose a regresar a la casa de su Padre cada vez que se haya alejado. Es una imagen evangélica que nunca nos cansaremos de meditar 389. Vale la pena citar por extenso uno de los comentarios que dedica a esta parábola, fruto de su meditación personal. Sólo tenemos que advertir que aparecen algunas cuestiones, como la contrición, que desarrollaremos en los apartados sucesivos. Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza. Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia. Mirad que no estoy inventando nada. Recordad aquella parábola que el Hijo de Dios nos contó para que entendiéramos el amor del Padre que está en los cielos: la parábola del hijo pródigo (cfr.Lc 15, 11 y ss). Cuando aún estaba lejos, dice la Escritura, lo vio su padre, y enterneciéronsele las entrañas y corriendo a su encuentro, le echó los brazos al cuello y le dio mil besos (Lc 15, 20). Estas son las palabras del libro sagrado: le dio mil besos, se lo comía a besos. ¿Se puede hablar más humanamente? ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres? Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, Abba, Pater! (Rm 8, 15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo. La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que –por tanto– se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios. Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos 390. En este texto, repleto de sentido de la filiación divina, san Josemaría contempla primero la misericordia del Padre que perdona al hijo y le restituye la dignidad perdida, porque el perdón de los pecados es un don de Dios. Después invita a cobijarse en esa misericordia paterna mediante la contrición, porque el perdón reclama la libre acción del hombre. Esta contrición es ante todo interior, pero se ha de manifestar también en obras. Veremos estos dos aspectos a continuación. 4.2.1. Penitencia interior. Contrición, desagravio o reparación, y conversión Escribe san Josemaría: Si has cometido un error, pequeño o grande, ¡vuelve corriendo a Dios! –Saborea las palabras del salmo: "cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies" –el Señor jamás despreciará ni se desentenderá de un corazón contrito y humillado 391. El rechazo del pecado cometido es un acto interior de penitencia llamado contrición o arrepentimiento: términos prácticamente sinónimos en san Josemaría 392. Muy cercano a ellos está el de "compunción", que pone el acento en el dolor por el pecado cometido y en un estado de ánimo "humillado" o avergonzado ante la bondad divina 393. Como en la cita precedente, san Josemaría repite mucho las palabras esperanzadoras del Salmo: "Dios no desprecia nunca un corazón contrito y humillado" (Sal 50[51], 19) 394. Hay otros dos vocablos muy próximos a "contrición" que, sin embargo, no son sinónimos de él, sino que designan dos partes integrantes de la contrición: desagravio y conversión. El desagravio ("quitar el agravio") es la voluntad de reparar la ofensa hecha a Dios, y se llama también reparación. La conversión es la voluntad de poner de nuevo en Dios el fin último que antes se había puesto en las criaturas. Ambos se distinguen, pero son inseparables y se complementan. El desagravio se dirige contra el aspecto formal del pecado (la aversio a Deo); la conversión, en cambio, contra su aspecto material (la conversio ad creaturas). San Josemaría, como tantos otros autores, habla unas veces de desagravio, otras de conversión y otras –englobando los dos aspectos– de contrición. Estas observaciones terminológicas son necesarias para la exposición ordenada del tema. Presentaremos algunas enseñanzas de san Josemaría sobre la contrición en general, para completarlas luego con lo que dice sobre sus componentes esenciales: el desagravio (o reparación) por la ofensa del pecado y la conversión o vuelta a Dios. En todo momento nos referiremos sólo a los actos interiores (estamos hablando de la penitencia interior); más adelante veremos cómo se manifiestan en obras. a) Contrición El Catecismo de la Iglesia Católica describe la contrición con palabras del Concilio de Trento, como "un dolor del alma y una detestación del pecado cometido, con la resolución de no volver a pecar" 395. El acto mismo de contrición, y no sólo el perdón que se obtiene, es ya un don de Dios. No es una mera decisión humana, como se ve en la súplica del profeta: "Conviértenos a Ti, y nos convertiremos" (Jr 31, 18; Lm 5, 21). La conversión es primeramente obra de la gracia de Dios, que hace volver a Él nuestros corazones 396. Sin embargo, el mismo profeta escucha también la voz divina que reclama la correspondencia humana: "Convertíos a mí y Yo os convertiré" (Jr 15, 19). El cristiano puede acoger o rechazar la gracia del arrepentimiento. San Josemaría tiene muy presentes los dos aspectos. Que la conversión es un don de Dios se advierte, por ejemplo, cuando escribe: Todo lo espero de Ti, Jesús mío: ¡conviérteme! 397 Y que la libre decisión humana es necesaria, se desprende de su oración: Dios mío, ¿cuándo me voy a convertir? 398 Entiende la contrición –escribe Scheffczyk– como "un renovarse que es exigido una y otra vez y como un continuo recomenzar en el camino espiritual que ha de estar acompañado sin interrupción por la gracia actual" 399. El dolor por el pecado puede tener manifestaciones sensibles, pero es esencialmente un movimiento de la voluntad. Según el texto del Concilio de Trento que acabamos de citar, consiste en la "detestación del pecado cometido" y en la "resolución de no volver a pecar". San Josemaría lo indica de modo positivo. Dice que la experiencia del pecado debe conducirnos al dolor, a una decisión más madura y más honda de ser fieles, de identificarnos de veras con Cristo 400. Expresa la "detestación del pecado cometido" como "decisión más madura y más honda de ser fieles", y la "resolución de no volver a pecar" como la determinación de "identificarnos de veras con Cristo". No quiere que la contrición se entienda como un mero "abstenerse de pecar" o un "no ofender a Dios". El deseo del corazón contrito ha de ser volver a amar a Dios ex toto corde, como hijo suyo en Cristo. Es bien sabido que hay una contrición "imperfecta", llamada "atrición", cuando el dolor por el pecado surge del temor al castigo divino y a la pérdida de la felicidad eterna 401; y una contrición "perfecta", cuando el motivo del dolor es el amor a Dios sobre todas las cosas. En ésta última pone el acento san Josemaría, movido por el espíritu de filiación divina que le impulsa al amor. Admira el dolor de amor que manifiesta san Pedro después de haber negado a Jesús tres veces, al "entristecerse", primero, por la pregunta del Señor, reiterada también tres veces: "¿Simón, (...) ¿me amas?", y al responder después: "Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo" (Jn 21, 17). San Josemaría repite frecuentemente estas palabras y las propone como acto de contrición perfecta. Dolor de amor, pues, y –en la intimidad de ese dolor y de esa humildad– nos atreveremos a decir al Señor que hay también en nuestra vida mucho amor. Que si fue real la falta, real es el amor que Él mismo pone en nosotros, que nos permite servirle con toda la fuerza de nuestros corazones. Decid frecuentemente, como jaculatoria, el acto de contrición de Pedro, después de las negaciones: Domine, tu omnia nosti; tu scis, quia amo te! (Jn 21, 17) 402. La contrición es un acto propio de quien se sabe pecador pero hijo de Dios. Un hijo pide perdón acudiendo a la misericordia divina: y así como la misericordia es un atributo propio de la divina paternidad –Dios es "Padre de misericordia" (2Co 1, 3; cfr. Lc 6, 36; Ef 2, 4; 1P 1, 3) 403–, así también la contrición es propia de sus hijos. Hay que aprender a ser hijo de Dios (...), de forma que cualquiera que sea la especie del error que podamos cometer, aun el más desagradable, no vacilaremos nunca en reaccionar, y en retornar a esa senda maestra de la filiación divina que acaba en los brazos abiertos y expectantes de nuestro Padre Dios 404. El "sentido" de la filiación divina le lleva a afirmar que la mejor devoción es hacer muchos actos de contrición 405. Si el cristiano se sabe hijo de Dios, su actitud ante las faltas que pueda cometer no será la de apartarse de su Padre sino la de reaccionar inmediatamente, haciendo un acto de contrición, que vendrá a nuestro corazón y a nuestros labios con la prontitud con que acude la sangre a la herida 406. Signo de autenticidad de la contrición perfecta es el propósito firme de no volver a pecar, poniendo concretamente los medios. Pero las recaídas no significan que la contrición no haya sido verdadera. A la vez, la experiencia de haber reincidido en el mismo pecado, no debe llevar a que sea débil la determinación de combatirlo, como en quien sabe de antemano que será derrotado. Sería contradictorio rechazar el pecado y pensar, cuando se presenta de nuevo la tentación, que se cederá "por última vez". Para evitar este peligro, san Josemaría advierte: Cuando se trata de "cortar", no lo olvides, la "última vez" ha de ser la anterior, la que ya pasó 407. b) Espíritu de reparación y de desagravio La contrición por el pecado implica el deseo de desagraviar. Con el pecado se ha cometido una ofensa, un "agravio" a Dios; y el primer impulso que siente el corazón contrito es "reparar la ofensa" o "desagraviarle". El espíritu de desagravio es parte esencial de la contrición por los propios pecados, pero va más allá. En los textos de san Josemaría se extiende a la reparación por los pecados de la humanidad entera: Señor, te quiero desagraviar por lo que te he ofendido y por lo que te han ofendido todas las almas 408. La reacción de un hijo de Dios ante los ultrajes a su Padre –provengan de donde provengan–, es la de amarle más, con el deseo de compensar tanto desamor: Ama a Dios por los que no le aman: debes hacer carne de tu carne este espíritu de desagravio y de reparación 409. El desagravio por los pecados de los demás está íntimamente unido al desagravio por los propios, también porque los pecados de los demás no son del todo ajenos. No lo son, en particular, los pecados de otros cristianos, porque la enfermedad de un miembro afecta de algún modo al cuerpo entero. El que vive unido a la Cabeza, se siente urgido a sanar las heridas de los demás miembros de la Iglesia. Por otra parte, quien es miembro "sano" del Cuerpo de Cristo –o sea, quien está unido a la Cabeza por el vínculo de la caridad– no puede olvidar que otras veces ha estado enfermo y que tiene, en consecuencia, una parte de responsabilidad en la debilidad actual de otros miembros, aunque no se le imputen los pecados de los demás. Nadie marcha solo en el mundo, ninguno ha de considerarse libre de una parte de culpa en el mal que se comete sobre la tierra, consecuencia del pecado original y también de la suma de muchos pecados personales 410. Además, en cierta manera sigue estando enfermo, ya que nadie puede considerarse un "miembro totalmente sano". Está implicado de algún modo en los pecados de los demás, porque su capacidad de ser fermento de santidad ha disminuido a causa de sus pecados personales, y ha privado así a otros de la ayuda que podía haberles proporcionado para su unión con Dios. Por todo esto, san Josemaría encarece la necesidad de la reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los tiempos 411. Desde muy pronto experimentó en su alma un intenso afán de reparación, que se hizo más hondo a partir de los primeros años de su ministerio sacerdotal. Por aquella época, en torno a 1930, había cobrado auge en España la devoción al Amor misericordioso, caracterizada por un fuerte deseo de reparar las ofensas infligidas al Sagrado Corazón de Jesús. Un estudio de Federico Requena muestra que san Josemaría conocía los escritos de la religiosa María Teresa Desandais, inspiradora de la Obra del Amor Misericordioso, y que procuró difundir de diversos modos esa devoción en aquella época 412. La ambición reparadora tiene, en san Josemaría, los rasgos propios de su espíritu de filiación divina y de santificación en medio el mundo: 1) El "sentido de la filiación divina", la conciencia viva de ser "otro Cristo, el mismo Cristo", es el fundamento de su anhelo de reparación. Puesto que el desagravio puede ser eficaz sólo si está unido al Sacrificio que Cristo ha ofrecido al Padre en reparación por los pecados, saberse hijo de Dios en Cristo y partícipe de su sacerdocio hace surgir el deseo –típico del alma sacerdotal 413– de tener espíritu de reparación, unido a Él en su Cruz 414; lleva a sentir hambre de desagraviar a Dios 415, apropiándose los méritos de Cristo –repararé con lo único que puedo ofrecerte: los méritos infinitos de tu Hijo 416–; e inspira en el corazón los sentimientos de la fraternidad en Cristo que inclinan a compadecerse de quienes no gozan de la amistad con Dios: ¡Qué pena dan quienes aún están muertos, y no conocen el poder de la misericordia de Dios! 417 El afán reparador llegó a preponderar sobre todos los anhelos del alma sacerdotal en los últimos años de su vida. Cada día estoy buscando más la intimidad de Dios, en la reparación y en el desagravio 418, confiaba a quienes tenía cerca. Pesaba sobre él la aguda crisis que la Iglesia sufría en muchos países de antigua tradición cristiana. Ante la incuria en el modo de tratar la Santísima Eucaristía o el abandono del sacramento de la Penitencia por parte de numerosos fieles, y ante otros abusos que no es necesario detallar aquí 419, invitaba a desagraviar al Señor como sabríais consolar a vuestra madre, a una persona a la que quisierais con ternura 420. Las circunstancias transitorias de aquella época fueron ocasión para que emergiera con más fuerza un aspecto del espíritu que venía transmitiendo desde el comienzo de su predicación. ¿No sentís la necesidad de desagraviar?, preguntaba en 1972. Y proseguía: Llevad el alma por ese camino: (...) el camino del desagravio, de poner amor allí donde se ha producido un vacío, por la falta de fidelidad de otros cristianos 421. Quien se sabe hijo de Dios percibe la gravedad de las ofensas a Dios, se duele por ellas y siente la necesidad de desagraviar, pero su dolor ante el pecado no degenera nunca en un gesto amargo, desesperado o altanero, porque la compunción y el conocimiento de la humana flaqueza le encaminan a identificarse de nuevo con las ansias redentoras de Cristo, y a sentir más hondamente la solidaridad con todos los hombres 422. 2) El otro rasgo que imprime personalidad propia al espíritu de desagravio en san Josemaría es su relación con la santificación de las realidades temporales. El amor cristiano al mundo suscita en el alma una gran sensibilidad para detectar la presencia del pecado que lo ensucia y corrompe. Aludiendo a la parábola del trigo y de la cizaña (cfr. Mt 13, 24-30) comenta con dolorido realismo: Amamos esta época nuestra, porque es el ámbito en el que hemos de lograr nuestra personal santificación. No admitimos nostalgias ingenuas y estériles (...). Pero tampoco es lógico negar que parece que el mal ha prosperado. Dentro de todo este campo de Dios, que es la tierra, que es heredad de Cristo, ha brotado cizaña: no sólo cizaña, ¡abundancia de cizaña! (...) Sólo una conciencia cauterizada, sólo la insensibilidad producida por la rutina, sólo el atolondramiento frívolo pueden permitir que se contemple el mundo sin ver el mal, la ofensa a Dios, el daño en ocasiones irreparable para las almas 423. Pero el cristiano sabe que, unido a Cristo, puede reparar el mal. De ahí las palabras con las que concluye el texto anterior: Hemos de ser optimistas, pero con un optimismo que nace de la fe en el poder de Dios –Dios no pierde batallas–, con un optimismo que no procede de la satisfacción humana, de una complacencia necia y presuntuosa 424. El mundo ha sido dado en herencia a los hijos de Dios para que lo perfeccionen, lo santifiquen y se santifiquen en él 425. Han de estar ciertos de que, con Cristo, pueden reparar por los pecados, purificar el mundo. En la balanza divina, su amor "pesa" más que las ofensas, aun cuando ante la mirada humana parezca que predomina el mal. San Josemaría habla a veces de una ola sucia y podrida de corrupción moral y doctrinal que pretende sumergir la tierra y abatir la Cruz del Redentor, pero concluye: Él quiere que de nuestras almas salga otra oleada –blanca y poderosa, como la diestra del Señor–, que anegue, con su pureza, la podredumbre de todo materialismo y neutralice la corrupción, que ha inundado el Orbe: a eso vienen –y a más– los hijos de Dios 426. El espíritu de reparación y de desagravio se debe traducir en obras. Aunque se verá después, nos interesa dejarlo apuntado aquí para no perder de vista la conexión de los temas. Esas obras son las mortificaciones a las que ya nos hemos referido, ofrecidas como penitencia y, concretamente, como desagravio. c) Espíritu de conversión: "comenzar y recomenzar" Como decíamos, la contrición tiene dos partes que la integran: la reparación, de la que acabamos de hablar, que se dirige a subsanar el agravio hecho a Dios por el pecado; y la conversión, que busca enmendar el apegamiento desordenado a las criaturas. Los autores que tratan de la vida espiritual, emplean frecuentemente "conversión" como sinónimo de "contrición". También lo hace así, a veces, san Josemaría; por ejemplo en unas palabras que ya hemos citado: La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que –por tanto– se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega 427. En este texto los dos términos son prácticamente intercambiables. Pero en otros casos se perciben ciertos matices que los diferencian: la contrición se suele referir al pecado concreto, mientras que la conversión apunta más al cambio general de disposiciones: se deja de poner el fin último en las cosas creadas para ponerlo en Dios 428. De este último sentido de "conversión" se vale para hacer considerar que en la vida de los cristianos, la conversión primera –ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide– es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón 429. Las conversiones no se limitan a unos pocos momentos cumbre, como la "conversión primera" a la que se refiere el texto anterior. Son necesarias también las "conversiones sucesivas", que muchas veces no son "conversiones en cosas grandes" pero sí "grandes conversiones", incluso más grandes que las anteriores y, por eso, "más importantes" y "más difíciles", como se lee en el texto anterior. La diferencia se encuentra, sobre todo, en que son más frecuentes. Por esto san Josemaría exhorta a matener el alma joven, dispuesta afrontar cambios, como es típico de quien tiene mucho futuro por delante; y el cristiano tiene siempre mucho futuro, toda una eternidad, aunque le reste poco tiempo en este mundo. Siempre ha de estar abierto a una conversión. Incluso, cuanto más ama, más la anhela, más la pide, invocando al Señor, más atento está a su luz para descubrir lo que ha hecho mal y más pronto para pedir perdón. Con la experiencia del amor de Dios, san Josemaría lleva al límite esta actitud cuando afirma que la vida cristiana es un constante comenzar y recomenzar, un renovarse cada día 430. Es una expresión recurrente en su predicación: La vida espiritual es –lo repito machaconamente, de intento– un continuo comenzar y recomenzar. –¿Recomenzar? ¡Sí!: cada vez que haces un acto de contrición –y a diario deberíamos hacer muchos–, recomienzas, porque das a Dios un nuevo amor 431. Anima a no retrasar la conversión, en lo pequeño y en lo grande. ¡Ahora! Vuelve a tu vida noble ahora. –No te dejes engañar: "ahora" no es demasiado pronto... ni demasiado tarde 432. Para inculcar esta idea, le sirven de lema las palabras de un salmo, leídas en la Vulgata: "Nunc coepi!" –¡ahora comienzo!: es el grito del alma enamorada que, en cada instante, tanto si ha sido fiel como si le ha faltado generosidad, renueva su deseo de servir –¡de amar!– con lealtad enteriza a nuestro Dios 433. "Tanto si ha sido fiel como si le ha faltado generosidad", dice, porque también cuando el cristiano ha sido fiel al amor de Dios, ha de comenzar de nuevo a amarle: lo exige el mismo amor que, si es verdadero, siempre aspira a crecer. Y lo exige también la realidad de los propios defectos, innegables, contra los que es preciso combatir. ¡Cuánto más si se ha caído en el pecado mortal o si la generosidad se ha empañado con pecados veniales deliberados! La menor cesión debe transformarse en un nuevo comienzo. La vida interior ha de ser un perpetuo comenzar y recomenzar, que impide que, con soberbia, nos imaginemos ya perfectos 434. El realismo de la predicación de san Josemaría se mueve aquí en dos planos. Uno horizontal, de constatación de la realidad del pecado con toda su gravedad; y otro vertical, de confianza en la misericordia divina y en el poder de la gracia que permite vencer. Los dos planos juntos integran una visión alentadora de la lucha por la santidad: No nos engañemos: en la vida nuestra, si contamos con brío y con victorias, deberemos contar con decaimientos y con derrotas. Esa ha sido siempre la peregrinación terrena del cristiano, también la de los que veneramos en los altares. ¿Os acordáis de Pedro, de Agustín, de Francisco? Nunca me han gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha. No nos extrañe que seamos derrotados con relativa frecuencia, de ordinario y aun siempre en materias de poca importancia, que nos punzan como si tuvieran mucha. Si hay amor de Dios, si hay humildad, si hay perseverancia y tenacidad en nuestra milicia, esas derrotas no adquirirán demasiada importancia. Porque vendrán las victorias, que serán gloria a los ojos de Dios. No existen los fracasos, si se obra con rectitud de intención y queriendo cumplir la voluntad de Dios, contando siempre con su gracia y con nuestra nada 435. El espíritu de conversión se debe manifestar también en obras. Lo veremos en el apartado siguiente, pero conviene que adelantemos, de modo paralelo a como hicimos al final del epígrafe anterior, que esas obras son las mismas mortificaciones, realizadas para disponerse al don de una nueva y más profunda conversión interior, que se muestre en el rechazo de todo apegamiento desordenado a los bienes creados. 4.2.2. La principal obra de penitencia: la Confesión sacramental La penitencia interior se ha de traducir en obras. No nos referimos a "signos" o "gestos" que manifiestan la contrición, como las lágrimas, o un golpe de pecho, o el arrodillarse, etc., sino a obras que se realizan con la específica intención de reparar la ofensa a Dios, convertirse y sanar las consecuencias del pecado. Estas obras son de diverso tipo. Para hablar de ellas con algún orden conviene recordar la distinción –a la que ya hicimos referencia– entre la culpa del pecado, la pena que merece y otras consecuencias que deja en la persona, como el apegamiento desordenado a las criaturas. Así lo expresa el Catecismo: "El pecado grave nos priva de la comunión con Dios y por ello nos hace incapaces de la vida eterna, cuya privación se llama la "pena eterna" del pecado. Por otra parte, todo pecado, incluso venial, entraña un apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio. Esta purificación libera de lo que se llama la "pena temporal" del pecado" 436. En correspondencia a estos diversos aspectos hay una diversidad de obras de penitencia de las que habla san Josemaría. En primer lugar nos referiremos a la Penitencia sacramental y después a las obras de penitencia no sacramentales (o extra-sacramentales). El perdón de la culpa y de la pena es un don divino. Un don que sólo puede recibir quien tiene contrición interior del pecado. La manifestación principal de esta contrición es la recepción del Sacramento de la Penitencia, instituido por Jesucristo precisamente para conceder el perdón de los pecados. Acudir a ese sacramento es, por esto, la obra de penitencia en la que con más claridad se pone de relieve que el perdón del pecado es un don de Dios. De hecho hay una intrínseca ordenación de todo acto de penitencia, aunque sólo sea interior, a este sacramento, ya que por la contrición se repele el pecado, pidiendo perdón a Dios, y en el sacramento se otorga ese perdón. El verdadero espíritu de contrición lleva a buscar la reconciliación sacramental. San Josemaría afirma la unión entre lo uno y lo otro: Aconsejo a todos que tengan como devoción (...) hacer muchos actos de contrición. Y una manifestación externa, práctica, de esa devoción es tener un cariño particular al Santo Sacramento de la Penitencia 437. Acercarse a este sacramento es prueba clara de rechazo del pecado y de conversión a Dios. Más aún: No hay mejor acto de arrepentimiento y de desagravio que una buena confesión 438. A su vez, la Confesión vigoriza el espíritu de penitencia, dando fuerza para luchar contra el pecado. En este Sacramento maravilloso, el Señor limpia tu alma y te inunda de alegría y de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin cansancio a Dios, aun cuando todo te parezca oscuro 439. Penitencia y alegría se emparejan con frecuencia en la predicación de san Josemaría 440. El sacramento devuelve al alma la paz y el gozo de la unión con Dios que se había perdido o debilitado. La misma perspectiva de poder recibir el perdón sacramental es una prueba de la Voluntad salvífica de Dios que llena de alegría y consuelo el corazón de sus hijos. En este torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas graves, si acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el sacramento de la Penitencia. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la inocencia y la fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece con su arrepentimiento. Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día 441. En este sacramento se resume todo el sentido positivo de la lucha cristiana, que no se queda en una "lucha contra el pecado", sino que es combate por amor, respuesta al Amor de Cristo que ha reparado por nuestros pecados: En el sacramento de la Penitencia, Jesús nos perdona. –Ahí, se nos aplican los méritos de Cristo, que por amor nuestro está en la Cruz, extendidos los brazos y cosido al madero –más que con los hierros– con el Amor que nos tiene 442. La conciencia de la filiación divina juega un papel importante para apreciar el valor de este sacramento. Saberse hijo de Dios y reconocerse al mismo tiempo pecador lleva a ver la Confesión como el momento en que el Padre sale al encuentro del hijo pródigo que regresa arrepentido y no sólo le perdona su falta sino que le reviste nuevamente con el traje, el anillo, las sandalias (cfr. Lc 15, 22), signos de la recuperada dignidad de hijo. "Induimini Dominum Jesum Christum" –revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, decía San Pablo a los Romanos. –En el Sacramento de la Penitencia es donde tú y yo nos revestimos de Jesucristo y de sus merecimientos 443. Así preparado, el hijo puede participar en el banquete que ofrece el padre de la parábola, figura del banquete eucarístico. La Confesión sacramental se ordena esencialmente a un nuevo y más íntimo encuentro sacramental con Dios que san Josemaría describe con una comparación entrañablemente humana: La Eucaristía y el Sacramento de la Penitencia son un misterio maravilloso, amabilísimo. Una prueba de amor que es muy parecida a la que nuestras madres han tenido con todos nosotros desde pequeñines: no sabíamos limpiarnos, pero dejar de estar limpios... sí. Entonces gritábamos, ¡mamá! Y venía mamá y nos limpiaba con mucha paciencia, y no nos decía ninguna cosa desagradable, y nos cuidaba con mimo. Sus manos de madre eran como alas de ángeles. Con qué suavidad trataban nuestra carne. Y limpios ya, nos apretaba contra su corazón y decía: hijo mío, te quiero tanto... ¡te comería!, ¿verdad? 444 La predicación de san Josemaría sobre el sacramento de la Penitencia es muy amplia. Aquí lo hemos visto sólo como expresión principal de la penitencia interior. En el capítulo siguiente trataremos otros aspectos de este sacramento como medio de santificación. 4.2.3. Las obras de penitencia no sacramentales Además de arrepentirse del pecado (contrición: penitencia interior) y de recibir el perdón mediante el Sacramento de la Reconciliación (principal obra de penitencia), el cristiano puede también realizar otras obras de penitencia por los pecados propios o ajenos. De modo impreciso, pero suficiente para transmitir el concepto, podríamos llamarlas "obras exteriores" o "corporales", aunque no siempre lo sean, sólo para distinguirlas de la contrición interior (por ejemplo, padecer una injusticia puede transformarse en un acto de penitencia que no es exterior ni corporal, pero que tampoco es simplemente un acto de contrición interior). Estas obras se designan con el término "expiación" cuando se busca la remisión de la culpa, y de "satisfacción" cuando se aspira a la remisión de la pena temporal. En los apartados siguientes veremos cómo habla de ambas san Josemaría. Antes conviene hacer una observación. Tradicionalmente se dice que las obras de penitencia son "el ayuno, la oración y la limosna" 445. San Josemaría, en cambio, no emplea esta tríada 446, quizá para evitar que se piense en obras particulares y se reduzca a ellas la penitencia. De hecho, según el Catecismo de la Iglesia Católica, la fórmula "ayuno, oración, limosna", no designa tres obras particulares sino tres géneros de obras que manifiestan, respectivamente, un cambio de actitud (conversión) "en relación a sí mismo, en relación a Dios y en relación a los demás" 447. Y puesto que cualquier acto de virtud informado por la caridad pertenece a uno de estos géneros, está claro que puede ser un acto de penitencia si se realiza para reparar por el pecado. Esto es lo que quiere destacar san Josemaría: más que proponer unos actos concretos de penitencia, desea inculcar un "espíritu de penitencia" que esté presente en la entera conducta del cristiano. En vez de hablar de "ayuno, oración, limosna" prefiere poner ejemplos de que cualquier acto virtuoso puede tener carácter penitencial. Entresacamos en este sentido algunas frases de un texto ya citado más arriba: Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te has fijado (...). Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración, a pesar de que estés rendido, desganado o frío. Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a los otros (...). La penitencia consiste en soportar con buen humor las mil pequeñas contrariedades de la jornada (...); en comer con agradecimiento lo que nos sirven, sin importunar con caprichos 448. En todo caso, nótese que la división de las obras de penitencia en los tres géneros representados por "oración, limosna y ayuno" es una división por el objeto de esas obras (Dios, los demás, uno mismo), que no es la única clasificación posible. Cabe dividirlas también según las facultades del sujeto, y así tendremos penitencias en la voluntad, en el entendimiento, en los afectos sensibles, en los sentidos internos y externos, etc. Esta es la división que subyace, sin esquemas rígidos, en las enseñanzas de san Josemaría. Sólo que, cuando menciona las potencias y facultades de la persona, en lugar de hablar de "penitencia", suele hablar de "mortificación". Por ejemplo, se refiere con frecuencia a "mortificaciones en la voluntad", "mortificaciones en la inteligencia", etc. (o también "de" esas potencias, pero en el sentido de "en", como hemos visto más arriba). No habla, en cambio, de "penitencias en la voluntad" o "penitencias en la inteligencia", etc. Esto no significa que la mortificación de las potencias no pueda tener sentido de penitencia. Ya hemos señalado que los dos términos suelen ser intercambiables. En este caso hay una razón para emplear el de mortificación, porque al hacer referencia a las diversas facultades de la persona es lógico pensar en la inclinación al mal presente en ellas, que se combate con la mortificación. Por eso hemos hablado de ellas en la sección anterior, al tratar de las tentaciones. Pero no hay que olvidar que este esfuerzo puede tener también sentido de penitencia: o sea, las obras con las que se mortifica la concupiscencia, serán obras de penitencia si se realizan con la intención de combatir el pecado. a) La expiación de los pecados Las obras de penitencia se llaman "expiatorias" cuando se dirigen a la "expiación" del pecado, en unión con la Cruz del Señor. San Josemaría emplea el término con frecuencia 449. Pueden ser útiles algunas aclaraciones sobre el concepto de expiación y su relación con otros términos ligados a la penitencia, para comprender que se usen muchas veces como sinónimos, aun teniendo cada uno su matiz propio. "Expiación" viene del latín "expiare": hacer puro, " pius". En el Antiguo Testamento, el "expiatorio" o "propiciatorio" (hilastérion) era la placa de oro con dos querubines colocada encima del arca de la alianza, que representaba el lugar de la presencia de Dios. Ahí hablaba a Moisés (cfr. Nm 7, 89; Ex 37, 6) y ahí acudía el sumo sacerdote en el "gran día de la expiación" para rociarlo con la sangre de las víctimas, implorando el perdón de los pecados (cfr. Lv 16, 1-34). Era el lugar en el que Dios se mostraba "propicio" con su pueblo: los pecados eran "expiados" y el pueblo purificado. En conformidad con este origen, el término "expiar" significa purificar del pecado por medio de un sacrificio para que Dios sea "propicio" al hombre 450. En el Nuevo Testamento, Jesucristo es el "propiciatorio", porque en Él Dios se ha hecho presente –"en Él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2, 9)– y Dios ha hecho de Él instrumento de propiciación: "Dios le ha puesto como propiciatorio en su sangre" (Rm 3, 25) 451. La relación entre "expiación" y "penitencia" es muy estrecha, pero los dos conceptos no coinciden. Jesucristo ha expiado por los pecados de todos, pero, como Él no tiene pecado, su expiación no es ni pudo ser penitencia. En nosotros, la penitencia incluye necesariamente el arrepentimiento de los propios pecados; la expiación no siempre, porque cabe expiar por los pecados de los demás (aunque no tendría sentido hacerlo sin estar arrepentido de los propios). Por eso son conceptos muy próximos. El nombre de "expiación" suele reservarse para las mortificaciones corporales que se aceptan o se realizan como penitencia, pero muchas veces se llaman genéricamente "penitencia". También son próximos "expiación" y "satisfacción". La expiación se refiere a la culpa del pecado (lo que se expía es el pecado mismo y ante todo su elemento formal, la ofensa a Dios), pero al ir unida a la culpa una pena, la expiación se puede extender también al resarcimiento de la pena temporal (en este sentido se habla a veces de "expiar una pena"). Sin embargo, más propiamente se emplea entonces el término "satisfacción" (hablamos de "satisfacer" en el sentido de cumplir una pena o de pagar o saldar una deuda). En este apartado tratamos de la expiación de la culpa, dejando para el siguiente la satisfacción de la pena. Lo hacemos así para distinguir mejor los conceptos, aunque los términos se podrían usar indistintamente porque un sacrificio "expiatorio" es "propiciatorio" y también "satisfactorio". El único que ha podido ofrecer a Dios Padre una expiación adecuada por los pecados es Jesucristo. Lo hizo manifestando su amor infinito con la obediencia hasta la muerte de Cruz: "Él es la víctima propiciatoria por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo" (1Jn 2, 2; cfr. Hb 9, 14). El cristiano puede expiar por los pecados en virtud de su unión vital a Cristo: podemos unir a su sacrificio reparador nuestras pequeñas renuncias: por nuestros pecados, por los pecados de los hombres en todas las épocas 452. Así podemos considerarnos corredentores con Cristo 453. El cristiano puede hacer "suyos" los méritos del Señor, no sólo de modo intencional, sino permitiendo que Cristo repare por medio de él, como miembro suyo, análogamente a como la Persona del Hijo obra por medio de la naturaleza humana que ha asumido. Todo cristiano puede prolongar en su vida la Pasión redentora de Jesús llevando la cruz de cada día (cfr. Lc 9, 23). Esta misteriosa realidad se manifiesta en las palabras de la Carta a los Colosenses: "Me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24; cfr. Ga 2, 19-20). Con estos sentimientos corredentores, san Josemaría invita a decir audazmente a Jesús: Queremos sufrir todo lo que Tú sufriste 454. No es que aspire a sufrir por sufrir, como si el sufrimiento tuviera en sí algún valor; lo que tiene valor expiatorio es "sufrir con Cristo". Esto es lo que significan las palabras "sufrir lo que Tú sufriste". "Si se prescindiese de ese deseo de sufrir con Él, si la penitencia [expiación] sólo se entendiese como "punición" por haberle ofendido, la cruz sería algo penoso" 455. En san Josemaría no es así. Ya en Camino había escrito: Bebamos hasta la última gota del cáliz del dolor (...) con espíritu de reparación, unido a Él en su Cruz 456. En otro momento se detiene a exponerlo con más detalle: La vocación cristiana es vocación de sacrificio, de penitencia, de expiación. Hemos de reparar por nuestros pecados –¡en cuántas ocasiones habremos vuelto la cara, para no ver a Dios!– y por todos los pecados de los hombres. Hemos de seguir de cerca las pisadas de Cristo: traemos siempre en nuestro cuerpo la mortificación, la abnegación de Cristo, su abatimiento en la Cruz, para que también en nuestros cuerpos se manifieste la vida de Jesús (2Co 4, 10). Nuestro camino es de inmolación y, en esta renuncia, encontraremos el gaudium cum pace, la alegría y la paz 457. El binomio inmolación-gaudium (en la inmolación encontraremos el gaudium), expresa aquí, una vez más, la lógica del morir-vivir, propia del misterio de Cristo y de su vida en el cristiano. Así como el Señor al dar su vida, la obtiene 458, análogamente el cristiano ha de morir para vivir: Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor 459. La "inmolación", o sea, el "morir a sí mismo" –a la "propia voluntad", para hacer propia la Voluntad divina, entregándose con Cristo a la Redención–, no es una pérdida sino la mayor ganancia, fuente de alegría, de vida sobrenatural imperecedera. ¿Cuáles son, materialmente, las obras de expiación? Como sabemos, cualquier mortificación puede ser una obra de penitencia –y por tanto de expiación– si se realiza con la intención de reparar las ofensas a Dios. Las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de Jesús, que voluntariamente experimentó por Amor a los hombres toda la gama del dolor, todo tipo de tormentos. Nació, vivió y murió pobre; fue atacado, insultado, difamado, calumniado y condenado injustamente; conoció la traición y el abandono de los discípulos; experimentó la soledad y las amarguras del castigo y de la muerte. Ahora mismo Cristo sigue sufriendo en sus miembros, en la humanidad entera que puebla la tierra, y de la que Él es Cabeza, y Primogénito, y Redentor 460. No aparece en este texto el término "expiación", pero está claramente indicado al hablar de reparación y desagravio por el pecado mediante obras corporales de penitencia. Toda mortificación ofrecida a Dios por amor, en unión con el Sacrificio de Cristo para reparar por los pecados, es expiación. San Josemaría pone el acento en asumir las que se presentan, sin buscarlas, en la vida cotidiana: que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o morales de cada jornada. 461 En este sentido, no deja de señalar el valor expiatorio que puede tener la existencia entera: Queremos ofrecer nuestra vida, nuestra dedicación sin reservas y sin regateos, como expiación por nuestros pecados; por los pecados de todos los hombres, hermanos nuestros; por los pecados cometidos en todos los tiempos, y por los que se cometerán hasta el fin de los siglos 462. Un deseo de ofrecer la vida como expiación, que implica siempre una referencia al Sacrificio eucarístico: Amemos el sacrificio, busquemos la expiación. ¿Cómo? Uniéndonos en la Santa Misa a Cristo, Sacerdote y Víctima: siempre será Él quien cargue con el peso imponente de las infidelidades de las criaturas, de las tuyas y de las mías 463. Ahora bien, aunque toda mortificación pueda ser "expiación", la tradición teológica suele reservar este nombre, como hicimos constar, para las obras de mortificación corporal, activas o pasivas, que se ofrecen en unión con los padecimientos de Jesucristo por los pecados 464. El motivo de esta restricción es que en el Antiguo Testamento se calificaban como "expiatorios" sólo aquellos sacrificios que comportaban el derramamiento de la sangre de las víctimas. Puesto que la sangre se consideraba sede de la vida, su efusión simbolizaba la entrega total en purificación de la culpa. Por eso la Epístola a los Hebreos aclara que "sin derramamiento de sangre no hay remisión" (Hb 9, 22) y varios pasajes del Nuevo Testamento dejan entrever que los sacrificios del Antiguo eran figura del Sacrificio expiatorio de la Cruz (cfr. Rm 3, 25; 1P 1, 19; Hb 9, 14). De ahí no se sigue que el cristiano tenga que derramar su sangre para expiar con Cristo por los pecados. Jamás lo ha entendido así la tradición de la Iglesia. Para san Josemaría ¡la única Víctima es Él! 465, Jesucristo, el "Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29), y sólo su inmolación implica efusión de sangre. El cristiano ha de entregarse con Él, pero no es propiamente víctima, porque ni es inocente ni ha de derramar su sangre, si Dios no le llama al martirio. Lo que se le pide es la inmolación interior, la abnegación (cfr. Mt 16, 24). Toda la vida del Señor tiene valor expiatorio, no sólo el Sacrificio de la Cruz, porque en todo momento se entregó plenamente al cumplimiento de la Voluntad del Padre para reparar por el pecado, con una obediencia plena. También el cristiano puede ofrecer como sacrificio expiatorio su obediencia a la Voluntad divina en las cosas pequeñas de la vida ordinaria, venciendo la "propia voluntad" –el amor propio desordenado–, en unión con el Sacrificio del Calvario. Se le pide únicamente que lleve la cruz en pos de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso 466. La expiación no exige derramamiento voluntario de sangre en ningún caso y concretamente en las mortificaciones corporales que tienen cierta semejanza material con los padecimientos de Jesús en la Pasión 467. "Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas" (1P 2, 21). El cortejo de santos que han acogido estas palabras recorre toda la historia cristiana 468. San Josemaría se suma a ese séquito y, con su espíritu de santificación en medio del mundo, llama a todos los fieles a unir su expiación voluntaria a la de Cristo. En primer lugar les alienta a abrazar como expiación las mortificaciones pasivas, las que se presentan sin buscarlas, calificándolas de "tesoros": Yo te voy a decir cuáles son los tesoros del hombre en la tierra para que no los desperdicies: hambre, sed, calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel... 469. A la vez, muestra el valor que la expiación activa tiene en sí misma y como preparación para la expiación pasiva. Ten picardía santa: no aguardes a que el Señor te envíe contrariedades; adelántate tú, con la expiación voluntaria. –Entonces no las acogerás con resignación –que es palabra vieja–, sino con Amor: palabra eternamente joven 470. Si somos generosos en la expiación voluntaria, Jesús nos llenará de gracia para amar las expiaciones que Él nos mande 471. Hablar de expiación, ¿no choca en nuestros días? Desde luego que sí –ya lo hemos dicho 472–, pero no sólo en la actualidad. La expiación ha sido siempre un enigma –si no un absurdo– para quienes no comprenden la entrega voluntaria del Señor a la Pasión. "Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles" (1Co 1, 23), dice san Pablo. Pero también una persona creyente, con deseos de seguir a Cristo, puede encontrar dificultades para comprender el sentido de la expiación voluntaria y preguntarse si no será como una reliquia del pasado, superada en un cristianismo adulto. La perplejidad podrá encontrar una respuesta, a nuestro juicio, sólo si se considera que Dios Padre ha querido que su Hijo, "el Amado" (Mt 3, 17), entregase su vida en la Cruz por los pecados de la humanidad. Sólo así se podrá comprender, en cierta medida, que el mismo Padre, que también es Padre nuestro y quiere nuestra felicidad, ha dispuesto que los miembros vivos del Cuerpo místico de su Hijo se puedan unir a la Cabeza participando voluntariamente y por amor de sus sufrimientos redentores para reparar por los pecados. No es un castigo, sino un gran honor: una luminosa manifestación de que no sólo nos llamamos hijos de Dios sino que lo somos de verdad (cfr. 1Jn 3, 1), aunque sea muy poco el peso que hemos de llevar porque el Hijo lo ha tomado todo sobre sí. Cuando no nos limitamos a tolerar y, en cambio, amamos la contradicción, el dolor físico o moral, y lo ofrecemos a Dios en desagravio por nuestros pecados personales y por los pecados de todos los hombres, entonces os aseguro que esa pena no apesadumbra. No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso. Nosotros colaboramos como Simón de Cirene que, cuando regresaba de trabajar en su granja pensando en un merecido reposo, se vio forzado a poner sus hombros para ayudar a Jesús (cfr.Mc 15, 21). Ser voluntariamente Cireneo de Cristo, acompañar tan de cerca a su Humanidad doliente, reducida a un guiñapo, para un alma enamorada no significa una desventura, trae la certeza de la proximidad de Dios, que nos bendice con esa elección 473. No es que el cristiano, con su expiación, "añada" algo a la Pasión de Cristo, sino que Cristo la "completa" (cfr. Col 1, 24) a través de sus miembros, como dice san Pablo. Estamos ante un misterio que excede la mente humana y reclama abandono y confianza filiales. Para descubrir el sentido de la expiación voluntaria, es necesario dar ese paso. El cristiano que lo da podrá preguntar, como Cristo en la Cruz: "Padre mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27, 46), pero también invocará enseguida, confiadamente: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46). Quien rinde el entendimiento y la voluntad en la expiación voluntaria –rendir esas facultades no es prescindir de ellas y menos aún ir contra ellas–, penetra en "las profundidades de Dios" (1Co 2, 10), en lo "incomprensible" de sus juicios y en lo "inescrutable" de sus caminos (cfr. Rm 11, 33). Fulget Crucis mysterium 474: lo que Dios oculta a los sabios y prudentes, lo revela a los que se hacen pequeños (cfr. Mt 11, 25) y les permite de algún modo, por la gracia del Espíritu Santo, "comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer también el amor de Cristo, que supera todo conocimiento" (Ef 3, 18 s.). b) La satisfacción de la pena temporal En el Sacramento de la Penitencia se perdona la culpa del pecado y la pena eterna que merece, si el pecado era grave. Se remite también la pena temporal, en la medida del arrepentimiento por amor, quedando ordinariamente una parte por satisfacer (en el sentido de saldar o cumplir) mediante obras de penitencia en esta vida. La pena que no se satisface aquí se habrá de satisfacer en el Purgatorio para entrar purificados en la gloria 475. Las obras con las que se satisface la pena temporal son, ante todo, las que indica el sacerdote como "penitencia" en la misma Confesión sacramental. El penitente puede añadir otras por propia iniciativa. Entre estas obras de penitencia destacan aquellas que la Iglesia ha enriquecido con "indulgencias" y que conllevan por tanto –cumplidas las debidas condiciones– la remisión total o parcial de la pena temporal, por la aplicación de los méritos de Jesucristo, de María y de los santos. No nos detenemos aquí en la doctrina sobre las indulgencias ni en las condiciones para lucrarlas 476. Nos interesa sólo señalar que san Josemaría se refiere varias veces a este tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos para la remisión de la pena temporal 477. Y enseña a rezar, con un vivo sentido de la Comunión de los Santos: Tú has subido a la Cruz para que pueda apropiarme de tus méritos infinitos. Y allí recojo también –son míos, porque soy su hijo– los merecimientos de la Madre de Dios, y los de San José. Y me adueño de las virtudes de los santos y de tantas almas entregadas... 478 Gracias a la misteriosa comunicación de vida sobrenatural en el Cuerpo místico, cada cristiano puede contribuir a la remisión de la pena temporal que grava sobre los demás miembros de la Iglesia, y sus obras serán eficaces en quienes están bien dispuestos. En particular, san Josemaría exhorta a ofrecer "sufragios" por las almas del Purgatorio, ante todo el Sacrificio de la Misa. No cabe dudar de la buena disposición de esas almas para recibir la remisión de la pena temporal, ya que están en el Purgatorio precisamente porque quieren purificarse. Esos sufragios son, por tanto, siempre eficaces. Además, a su vez, pueden interceder por quienes peregrinamos aún en la tierra. Por ambos motivos san Josemaría fomenta la "amistad" con esas almas. Un punto de Camino lo resume expresivamente: Las ánimas benditas del purgatorio. –Por caridad, por justicia, y por un egoísmo disculpable –¡pueden tanto delante de Dios!– tenlas muy en cuenta en tus sacrificios y en tu oración. Ojalá, cuando las nombres, puedas decir: "Mis buenas amigas las almas del purgatorio..." 479 c) La purificación personal de las consecuencias del pecado La lucha cristiana no se queda en rechazar el pecado y las tentaciones. La experiencia y la doctrina de los santos –especialmente, en esta materia, la de san Juan de la Cruz 480– enseña que es preciso afrontar también la purificación de las huellas del pecado. Es decir, la purificación de la inclinación al mal acentuada por los pecados personalmente cometidos, que han dejado un apego desordenado a las criaturas, más o menos radicado en el alma según el tipo de pecados, la voluntariedad y la frecuencia. San Josemaría se refiere en diversas ocasiones a la necesidad de purificarse: Desde nuestra primera decisión consciente de vivir con integridad la doctrina de Cristo, es seguro que hemos avanzado mucho por el camino de la fidelidad a su Palabra. Sin embargo, ¿no es verdad que quedan aún tantas cosas por hacer?, ¿no es verdad que queda, sobre todo, tanta soberbia? Hace falta, sin duda, una nueva mudanza, una lealtad más plena, una humildad más profunda, de modo que, disminuyendo nuestro egoísmo, crezca Cristo en nosotros, ya que illum oportet crescere, me autem minui (Jn 3, 30), hace falta que Él crezca y que yo disminuya 481. Para exponer con más de detalle su enseñanza, nos fijaremos en tres puntos: quién nos purifica, con qué medios, y en qué consiste la purificación. 1º) ¿Quién nos purifica? Es Dios quien nos purifica, como reza el salmista: "Lávame por completo de mi culpa, y purifícame de mi pecado (...). Lávame y quedaré más blanco que la nieve" (Sal 50[51], 4.9). Sólo Dios puede purificarnos porque sólo Él nos santifica y, en nuestra condición actual, la santificación incluye el perdón de los pecados y la purificación de sus consecuencias morales. Purifican al cristiano las tres Personas divinas. San Josemaría se dirige al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en el texto que citamos a continuación (buena muestra del tono de su oración). Enseguida pasa a hablar con Jesucristo, porque somos purificados a través de Él como único Mediador, y eleva su súplica acudiendo a Santa María, que también interviene siempre en la purificación de sus hijos. Pide al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te hagan conocerte y llorar por ese montón de cosas sucias que han pasado por ti, dejando –¡ay!– tanto poso... –Y a la vez, sin querer apartarte de esa consideración, dile: dame, Jesús, un Amor como hoguera de purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre cuerpo se consuman, limpiándose de todas las miserias terrenas... Y, ya vacío todo mi yo, llénalo de Ti: que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor 482. Con mucha frecuencia, para pedir a Dios que le purifique, se dirige al Espíritu Santo empleando las palabras de una antigua oración litúrgica: Ure igne Sancti Spiritus! 483, y aquellas otras de la Secuencia de la Misa de Pentecostés 484: Veni, Sancte Spiritus (...). Lava quod est sordidum, riga quod est aridum, sana quod est saucium. Flecte quod est rigidum, fove quod est frigidum, rege quod est devium... Ve que la acción del Espíritu Santo se dirige a identificar al cristiano con Cristo. Por eso, cuando dice: No estorbes la obra del Paráclito: únete a Cristo, para purificarte 485, nos parece claro que se ha de entender así: "no estorbes la obra del Paráclito: deja que te una a Cristo para purificarte...". Las palabras "no estorbes..." muestran también que Dios purifica contando con la libre cooperación del cristiano. Como siempre en la enseñanza de san Josemaría, la acción de Dios y la libre correspondencia humana se conjugan, cada una en su plano. Se sirve, para reflejarlo, del pasaje del lavatorio de los pies en la Última Cena (cfr. Jn 13, 6-11): Le dice Pedro: ¡Señor!, ¿Tú lavarme a mí los pies? Respondió Jesús: lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora; lo entenderás después. Insiste Pedro: jamás me lavarás Tú los pies a mí. Replicó Jesús: si yo no te lavare, no tendrás parte conmigo. Se rinde Simón Pedro: Señor, no solamente los pies, sino también las manos y la cabeza. (...) ¡Ojalá fuéramos también hombres de corazón, como el Apóstol!: Pedro no permite a nadie amar más que él a Jesús. Ese amor lleva a reaccionar así: ¡aquí estoy!, ¡lávame manos, cabeza, pies!, ¡purifícame del todo!, que yo quiero entregarme a Ti sin reservas 486. Por eso, junto a las muchas veces en las que habla de "dejarse purificar" (por ejemplo, en el texto citado antes: "No estorbes la obra del Paráclito..."), hay otras en las que invita a "purificarse", como acción del cristiano. ¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! –Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. –Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón 487. El Espíritu Santo purifica al cristiano derramando en su corazón el amor divino que "abrasa la roña del alma", el amor propio desordenado. Pero hace falta salir a su encuentro, como se ve en las siguientes palabras: Suplica al Señor su gracia, para purificarte con Amor... y con la penitencia constante 488. La "penitencia constante" expresa la correspondencia del cristiano, necesaria para no estorbar la obra del Paráclito y recibir el amor divino. Esa penitencia consiste ante todo en el dolor de los pecados, con el que, como dice san Josemaría, puedes purificar tu pasado y sobrenaturalizar tu vida actual 489; pero también consiste en las obras de penitencia. El plano de la acción divina y el de la humana se distinguen cuando dice: expiar, y, por encima de la expiación, el Amor 490. Es necesaria la expiación, con la que el cristiano se abre al Amor purificador, pero no es él quien purifica sino este Amor. En resumen, podemos decir que el cristiano es purificado por las tres Personas divinas: el Padre, con la Sangre de Cristo por la acción del Espíritu Santo. La mediación materna de Santa María está siempre presente, y hace falta nuestra libre cooperación manifestada en obras de penitencia. De hecho, para pedir a Dios que le purifique, san Josemaría se dirige unas veces al Padre, otras al Hijo y otras al Espíritu Santo 491; acude también a la Santísima Virgen 492, y su petición está avalada por las obras de penitencia. 2º) ¿Cómo se nos purifica? Los caminos por los cuales Dios purifica a sus hijos son las pruebas que Él mismo envía, e incluso las tentaciones que permite. Por medio de las pruebas y tentaciones el Señor "conduce a los santos a no confiar en las propias fuerzas o en los medios humanos; los guía a través de la Cruz al total abandono, a poner la propia confianza solamente en Él" 493. La Sagrada Escritura exhorta a no desfallecer cuando se experimentan las contrariedades, reconociendo que "Dios os trata como a hijos, ¿y qué hijo hay a quien su padre no corrija?" (Hb 12, 7). Concretamente, el dolor físico o moral, para un cristiano es siempre medio de purificación 494. Si se acogen con amor las contrariedades, sabiendo que nuestro Padre Dios las consiente o las brinda para curar al alma del ansia de realizar siempre la propia voluntad, entonces la purificación puede ser muy honda. Recuérdense las palabras de san Pablo: "Todo es para vuestro bien (...). Por eso no desmayamos (...). Porque la leve tribulación de un instante se convierte para nosotros en un peso incomparablemente sublime de gloria eterna" (2Co 4, 15-17). San Josemaría invita a descubrir el valor purificador que pueden tener las dificultades y a recibirlas positivamente, como una bendición, porque realmente significan que Dios está ofreciendo su gracia: Si sabes que esos dolores –físicos o morales– son purificación y merecimiento, bendícelos 495. En la experiencia de san Josemaría, la más profunda purificación es la que deriva del dolor moral. Aquella en la que el cristiano acepta, como permitidas por Dios, las injusticias, deshonras, calumnias y maledicencias que, al herirle, ponen en evidencia los restos de amor propio desordenado en la consideración de sí mismo 496. En estos casos se hace eco del consejo, de raigambre antigua, de "meterse en las llagas de Cristo" 497: de contemplar cómo el Señor en la Cruz ha transformado toda clase de ofensas en medio para reparar por los pecados. Es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza (...). En esos tiempos de purgación pasiva, penosos, fuertes, de lágrimas dulces y amargas que procuramos esconder, necesitaremos meternos dentro de cada una de aquellas Santísimas Heridas: para purificarnos, para gozarnos con esa Sangre redentora, para fortalecernos 498. También las tentaciones al pecado se pueden transformar en medio de purificación interior. San Josemaría retoma aquí el mismo consejo de "cobijarse en las llagas de Cristo", aplicándolo de otro modo: se trata ahora, en el caso de las tentaciones, de penetrar en el Amor divino a través de esas llagas –porque en ellas se manifiesta el Amor redentor– para decidirse a rechazar por amor, con energía, todo lo que lleve al pecado, causa de esas llagas, y para purificarse de sus consecuencias, que estorban la unión con Dios. Si queréis aprender de la experiencia de un pobre sacerdote que no pretende hablar más que de Dios, os aconsejaré que cuando la carne intente recobrar sus fueros perdidos o la soberbia –que es peor– se rebele y se encabrite, os precipitéis a cobijaros en esas divinas hendiduras que, en el Cuerpo de Cristo, abrieron los clavos que le sujetaron a la Cruz, y la lanza que atravesó su pecho. Id como más os conmueva: descargad en las Llagas del Señor todo ese amor humano... y ese amor divino. Que esto es apetecer la unión, sentirse hermano de Cristo, consanguíneo suyo, hijo de la misma Madre, porque es Ella la que nos ha llevado hasta Jesús 499. Tanto en las pruebas como en las tentaciones sucede algo semejante a lo que ocurre con los golpes del cincel sobre un bloque de mármol: pueden romperlo, pero también esculpir una obra de arte 500. Si el cristiano se rebela ante las contrariedades y cede a las tentaciones, desfigurará la imagen de Dios en él, llegando incluso a perder la vida sobrenatural; pero si acepta las primeras por amor y combate las segundas, también por amor, entonces unas y otras contribuirán a hacer más nítida esa imagen y le prepararán para el premio de la gloria (cfr. St 1, 12; Ap 2, 10). "Beatus vir qui suffert tentationem..." –bienaventurado el hombre que sufre tentación porque, después de que haya sido probado, recibirá la corona de Vida. ¿No te llena de alegría comprobar que ese deporte interior es una fuente de paz que nunca se agota? 501 3º) ¿En qué consiste la purificación? San Pablo exhorta a abandonar la conducta del "hombre viejo" y a revestirse del "hombre nuevo" (cfr. Ef 4, 17-24; 5, 1-2). En esta sustitución radica lo que llamamos purificación. Es una renovación en todas las facultades de la persona, puesto que en todas ellas se manifiestan las huellas y tendencias al pecado. En primer lugar, en la voluntad, ya que todo pecado atenta contra la caridad, que reside en la voluntad. Purificarla es ir filtrando el poso del amor propio desordenado para "caminar en el amor a Dios" (Ef 5, 2). No es perder la voluntad sino limpiarla. De modo inmediato, purificar la voluntad consiste en acrisolar la pureza de intención, eliminando lo que pueda enturbiarla 502. Pero, ¿cómo lograrlo?, porque muchas veces resulta difícil descubrir la falta de rectitud de intención en acciones concretas: Los motivos que te llevan a obrar, aun en las acciones más santas, no te parecen claros... y sientes una voz allá dentro que te hace ver razones humanas..., con tal sutileza, que se infiltra en tu alma la intranquilidad de pensar que no trabajas como debes hacerlo –por puro Amor, sola y exclusivamente por dar a Dios toda su gloria 503. Por eso, en la práctica, la purificación de la voluntad se realiza eficazmente a través de la purificación de las otras facultades, cuyos actos están imperados por ella. Veámoslo de manera sucinta. La purificación de la voluntad a través de la purificación de los sentidos consiste en ir dominando, con la ayuda de la gracia, los movimientos desordenados de la sensualidad –el apego al placer sensible–, cada vez con mayor prontitud, para poner todos los sentidos al servicio de la obra de la Redención. San Josemaría recalca la importancia de esta lucha: Recuérdalo siempre: las potencias espirituales se nutren de lo que les proporcionan los sentidos. –¡Custódialos bien! 504 Enseña que esa purificación se realiza por medio de la mortificación activa y pasiva de los sentidos 505, y aconseja contemplar la Pasión de Cristo para decidirse a un combate generoso: ¡Señor!, por tu Pasión y por tu Cruz, dame fuerza para vivir la mortificación de los sentidos y arrancar todo lo que me aparte de Ti 506. Lapurificación de la voluntad a través de la purificación de los afectos consiste en poner en Dios, y no en las criaturas, la esperanza de felicidad plena. Su objeto es liberarse del apego desordenado a otras personas, o a la propia honra, al prestigio, al éxito..., y cultivar, en cambio, los mismos sentimientos de Cristo, poniendo el corazón en la Cruz 507. Con buen humor alude san Josemaría a esta purificación en un punto de Camino: Me escribes: "Padre, tengo... dolor de muelas en el corazón". –No lo tomo a chacota, porque entiendo que te hace falta un buen dentista que te haga unas extracciones. ¡Si te dejaras!... 508 Muchas veces habla de la "guarda del corazón", entendiendo por tal la mortificación de los sentimientos poco rectos: mortificación que es el camino para purificarlo. Citemos solamente un texto, probablemente autobiográfico: La guarda del corazón. –Así rezaba aquel sacerdote: "Jesús, que mi pobre corazón sea huerto sellado; que mi pobre corazón sea un paraíso, donde vivas Tú; que el Ángel de mi Guarda lo custodie, con espada de fuego, con la que purifique todos los afectos antes de que entren en mí; Jesús, con el divino sello de tu Cruz, sella mi pobre corazón" 509. Lapurificación de la voluntad a través de la purificación del entendimiento tiene lugar especialmente con ocasión de las tentaciones contra la fe. Éstas son, como ya se dijo, las tentaciones más características del diablo, que aprovecha la "soberbia de la razón" –ese aspecto de la inclinación al mal que consiste en la tendencia a fiarse sólo de los propios razonamientos–, para insinuar dudas de fe. La purificación, en este caso, tiene como objeto poner toda la confianza en Dios que se ha revelado. Se realiza sometiendo el entendimiento a la autoridad de la Iglesia, que transmite y expone la Revelación 510. San Josemaría recuerda en este sentido unas palabras de santo Tomás: "Como alguien, que tiene poca ciencia, está más seguro de lo que oye a otro que posee muchísima ciencia, que de lo que a él mismo le parece según su propio entendimiento; así mucho más seguro está el hombre de lo que ha dicho Dios, que no puede engañarse, que de lo que ve con su propia razón, que puede equivocarse" 511. La purificación del entendimiento tiene también lugar con ocasión de las tentaciones contra la fidelidad a la personal vocación cristiana y al camino específico de santificación de cada uno. Hay momentos, en efecto, en los que ese camino se puede oscurecer, aun cuando sea evidente que hasta entonces ha conducido a la intimidad con Dios y al apostolado. San Josemaría transmite su experiencia acerca de esas circunstancias purificadoras que, siendo a veces duras, pueden intensificar extraordinariamente la unión con Dios. Tendremos, tal vez, que superar otro obstáculo: la oscuridad en la vida interior. Un hombre piadoso puede tener su pobre corazón en tinieblas; y esas tinieblas pueden durar unos momentos, unos días, una temporada, unos años. Es la hora de clamar: Señor, ten misericordia de mí, porque te he invocado todo el día: porque Tú, Señor, eres suave y apacible, y de mucha clemencia con los que te invocan (Sal 85, 3 y 5). Y es la hora de meditar aquel hecho prodigioso que nos relata San Juan: al pasar, vio Jesús a un hombre, ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: Maestro, ¿qué pecados son la causa de que haya nacido ciego: los suyos o los de sus padres? Respondió Jesús: no es por culpa de ése ni de sus padres; sino para que las obras de Dios resplandezcan en él (Jn 9, 1-3). Puede ocurrir que la ceguera nuestra –si viene– no sea consecuencia de nuestros errores: sino un medio del que Dios quiere valerse para hacernos más santos, más eficaces. En cualquier caso, se trata de vivir de fe; de hacer nuestra fe más teologal, menos dependiente en su ejercicio de otras razones que no sean Dios mismo (...). Así que hubo dicho esto, Jesús escupió en tierra, y formó lodo con la saliva, y lo aplicó sobre los ojos del ciego, y le dijo: anda, y lávate en la piscina de Siloé (palabra que significa enviado). Fue, pues, y se lavó, y volvió con vista (Jn 9, 6 s.). Purifícate, y volverás a tener –mejorada– una visión luminosa, divina. Dios ensalza en lo mismo que humilla. Si el alma se deja llevar, si obedece, si acepta la purificación con entereza, si vive de la fe, verá con una luz insospechada, ante la que después pensará asombrado que antes ha sido ciego de nacimiento. Y volviendo Jesús a hablar al pueblo, dijo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8, 12) 512. Concluyendo, podemos decir que todas estas purificaciones –se podrían describir más extensamente con otros textos de san Josemaría, que reflejan su rica experiencia– son obra del Espíritu Santo en el cristiano, pero requieren la cooperación personal que consiste en las obras de mortificación y penitencia, activas o pasivas, realizadas no pocas veces con ocasión de las tentaciones y de las pruebas de la vida. Con esas obras se busca erradicar las malas disposiciones, consecuencia de los pecados personales y de la falta de lucha. De este modo, el Espíritu Santo fortalece las virtudes informadas por la caridad, configurando al cristiano con Cristo y permitiéndole vivir más y más su misma vida. d) La lucha contra los "defectos" Una cosa son las consecuencias de los pecados personales, como los vicios o los afectos desordenados, y otra los "defectos" –no nos referimos a los intelectuales o físicos, sino a los morales: la falta de virtudes– que tienen su origen en el temperamento o en la educación recibida y que carecen de culpa. De los primeros es necesario "purificarse", como se ha visto en el apartado anterior; de los segundos, en cambio, no, porque no implican ninguna mancha. Pero también es preciso luchar contra ellos, como vamos a ver. Los "defectos morales" proceden de la carencia estable de algún aspecto de virtud, relativo al cumplimiento de los propios deberes, que da lugar a "actos involuntariamente defectuosos" llamados "imperfecciones". Estos actos no son pecado si no hay voluntariedad en ellos; sin embargo, es necesario combatir los hábitos que los originan, en la medida que se vayan detectando, porque distorsionan la imagen de Cristo en el cristiano y porque, de lo contrario, habrá algo de voluntariedad (y por tanto de pecado venial) en las correspondientes imperfecciones. Tus defectos, no combatidos, darán un lógico fruto constante de malas obras 513, advierte san Josemaría. Pero si se combaten, los defectos no son pecado; más aún, son ocasión de progreso en las virtudes. Decididamente lo afirma en muchas ocasiones: La santidad está en la lucha –me lo habéis oído tantas veces–, en saber que hay defectos y tratar de evitarlos. Nos moriremos así: estando en camino de ser santos (...). La santidad está en tener defectos y luchar contra ellos, pero nos moriremos con defectos 514. Cuando muestra condescendencia con los defectos, se refiere sólo a los no consentidos. Éstos no se oponen a la santidad, más bien hacen que resalte. Somos criaturas y estamos llenos de defectos. Yo diría que tiene que haberlos siempre: son la sombra que, en nuestra alma, logra que destaquen más, por contraste, la gracia de Dios y nuestro intento por corresponder al favor divino. Y ese claroscuro nos hará humanos, humildes, comprensivos, generosos 515. Si los santos han muerto con defectos, como dice san Josemaría refiriéndose a los defectos morales, habiendo luchado contra ellos, significa que no han tenido necesidad de Purgatorio, de purificación después de la muerte. Esos defectos no ofenden a Dios. Han sido incluso providenciales para que no cayeran en la soberbia y cultivaran la humildad. No hay que extrañarse, pues, de que en los textos de san Josemaría se advierta una cierta simpatía hacia este tipo de defectos 516. No son motivo de pena sino de júbilo: Llénate de alegría, con la certeza de que el Señor a todos ha concedido la capacidad de hacerse santos, precisamente en la lucha contra los propios defectos 517. Pero sólo simpatiza con los defectos contra los que se lucha. Si los santos no hubieran luchado, entonces sí que habrían tenido que purificarse, porque se habrían negado a realizar el bien que deberían haber hecho tratando de superar esos defectos, y no habrían reflejado la imagen de Cristo. Para san Josemaría, no cabe conformarse; es preciso afrontarlos decididamente: Cada día un poco más –igual que al tallar una piedra o una madera–, hay que ir limando asperezas, quitando defectos de nuestra vida personal, con espíritu de penitencia, con pequeñas mortificaciones 518. Los testigos de su vida destacan su capacidad para conocer profundamente a las personas y orientarlas. Percibía las luces y las sombras en los corazones y tenía el don de expresar con agudeza y de modo positivo lo que descubría. Detrás de un defecto veía la posibilidad de sacar a la luz una virtud latente, impedida por ese defecto. Prefería, por eso, insistir más que en quitar defectos, en adquirir virtudes 519. Todo esto, unido a su extensa experiencia pastoral, da razón de un gran número de consejos en este campo. Hemos de limitarnos a unos pocos ejemplos. – ¿Por qué esas variaciones de carácter? ¿Cuándo fijarás tu voluntad en algo? –Deja tu afición a las primeras piedras y pon la última en uno solo de tus proyectos 520. Se refiere aquí a la volubilidad de carácter, que otras veces llama frivolidad, y que lleva a cambiar caprichosamente de tarea, dejando las cosas sin acabar. Es un típico defecto de la personalidad que puede convertirse en verdadera falta moral si no se combate. Pero la lucha para evitarlo desarrolla la capacidad de emprender fácilmente cosas nuevas y realizarlas con agilidad, hasta dejarlas completamente terminadas. – No me seas tan... susceptible. –Te hieres por cualquier cosa. –Se hace necesario medir las palabras para hablar contigo del asunto más insignificante. No te molestes si te digo que eres... insoportable. –Mientras no te corrijas, nunca serás útil 521. Es otro ejemplo de un defecto frecuente. Más que de extirparlo, san Josemaría habla de corregirse, porque detrás de esta imperfección se puede esconder una fina delicadeza de espíritu que, sin ese impedimento, daría mucho fruto de servicio a los demás. Precisamente por eso se expresa con palabras que hagan reaccionar a quien tiene recursos para combatir esa sensibilidad alterada. – ¿Por qué esa precipitación? –No me digas que es actividad: es atolondramiento 522. Aquí se ve más explícitamente cómo el defecto falsea la virtud. San Josemaría ayuda a desenmascararlo llamando a las cosas por su nombre. En cambio, cuando escribe: ¿Tienes espíritu de oposición, de contradicción?... Bien: ¡ejercítalo en oponerte, en contradecirte a ti mismo! 523, trata de poner remedio al defecto volviéndolo contra el mismo interesado, para ayudar a que el espíritu crítico desconsiderado se temple con la prudencia y la caridad. No multiplicaremos los ejemplos. San Josemaría se refiere a otros muchos y variados defectos, como el desorden, la pusilanimidad, la tendencia al desánimo, la brusquedad o la falta de cordialidad, la locuacidad, el "aire de suficiencia", la curiosidad, etc. Añadimos, en cambio, que los destinatarios de estas enseñanzas son tanto varones como mujeres. Los mismos textos citados, que provienen casi todos de Camino –de una época, por tanto, en la que san Josemaría desarrollaba su labor apostólica sobre todo con varones–, sirven también para las mujeres, aunque en su inmensa mayoría (si no en su totalidad) no hayan sido ellas las protagonistas. Quizá por esto no habla de "defectos específicos de los varones", porque lo son todos o casi todos los que han dado origen a esas reflexiones. En cambio, en su predicación posterior, cuando la labor apostólica del Opus Dei con las mujeres se ha ido extendiendo por todo el mundo, añade a veces consideraciones específicas sobre los modos en que esos defectos –comunes a todos– se dan en la mujer. Lo hace habitualmente combinando los elogios con una franqueza paternal, llena siempre de buen humor, para hablar de lo que "no va bien". Por ejemplo, se refiere al "sentimentalismo". Dice que si el temperamento lleva, más frecuentemente en la mujer que en el varón, a evitar indelicadezas, brusquedades, olvidos; a tener tino en el trato, a no olvidar las circunstancias de cada una y de cada momento 524, sin embargo, la mujer ha de estar más pendiente de huir también del defecto contrario: la sensiblería 525. También se refiere a la tendencia a la vanidad, y en general al deseo de llamar la atención 526. El consejo, entonces, es: Procurad no pasarlo mal cuando en apariencia no se os mire, cuando penséis que no se os hace caso, porque sufrir por estas cosas, hijas, es un defecto 527. Otras veces sugiere modos de mejorar en alguna virtud. Por ejemplo, en relación con la serenidad, aconseja en una ocasión a un grupo de mujeres: Dejad que gobierne la cabeza, aunque acompañéis con entusiasmo lo que habéis decidido con la razón. Sin nervios 528. Estas y otras observaciones prácticas proporcionan luz para profundizar en el conocimiento propio y afrontar los defectos personales con sereno empeño. Antes de concluir este punto, podemos volver a la idea central indicada al principio: en el contenido y en el tono de la predicación de san Josemaría, alentadora y optimista, se percibe siempre la certeza de que el Señor a todos ha concedido la capacidad de hacerse santos, precisamente en la lucha contra los propios defectos 529. e) Reparación por los pecados de los demás y purificación de las consecuencias del pecado en el mundo Nos hemos referido en los apartados anteriores a las obras de penitencia en desagravio de los propios pecados, a la purificación de las secuelas que dejan en el alma y a la lucha contra los defectos propios. Pero el combate contra el pecado llama también al cristiano: 1º) a reparar por los pecados de los demás; y 2º) a purificar el mundo de las consecuencias que han dejado. Es lo que veremos ahora. No nos referiremos al "espíritu" de reparación y de desagravio, del que ya hemos hablado, sino a las "obras" en las que se ha de traducir. En cuanto a la reparación por los pecados de los demás, sólo tenemos que añadir a lo que ya se dijo sobre los pecados propios, que toda obra de penitencia se puede llevar a cabo para reparar por los pecados cometidos por otros. Incluso la que hemos visto en primer lugar –recibir personalmente el Sacramento de la Penitencia–, se puede realizar con la intención de reparar por los pecados ajenos, además de alcanzar el perdón de los propios. Hemos de reparar por nuestros pecados (...) y por todos los pecados de los hombres 530. Esta aspiración universal puede hacerse realidad si unes tu pobre expiación personal a los méritos infinitos de Jesús 531, porque las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de Jesús, que voluntariamente experimentó por Amor a los hombres toda la gama del dolor 532. Vamos a detenernos algo más en la purificación de la sociedad de las consecuencias de los pecados. El cristiano no puede olvidar que tiene su parte de responsabilidad en que el "mundo", que originariamente es lugar y medio de santificación, sea también fuente de tentaciones, como consecuencia de la huella que han dejado los pecados en la sociedad y en las relaciones entre los hombres. Tiene responsabilidad, decíamos, a causa de sus pecados personales, quizá especialmente los de omisión: la cizaña ha sido sembrada "mientras dormían los hombres" (Mt 13, 25). San Josemaría fustiga esa pasividad y la cobardía para oponerse al mal: Nosotros, los cristianos que debíamos estar vigilantes, para que las cosas buenas puestas por el Creador en el mundo se desarrollaran al servicio de la verdad y del bien, nos hemos dormido –¡triste pereza, ese sueño!–, mientras el enemigo y todos los que le sirven se movían sin cesar 533. Ya en el primer punto de Camino se refería a este tema: Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. –Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón 534. Es una idea que recorre de extremo a extremo su predicación, como el eco de "la esperanza de que también la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rm 8, 20). Movidos por la fuerza de la esperanza, lucharemos para borrar la mancha viscosa que extienden los sembradores del odio, y redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a Él 535. En estos textos se habla de unos "sembradores del odio". La cizaña no ha aparecido por generación espontánea. Ha sido esparcida por el enemigo de Dios, Satanás (cfr. Mt 13, 25), que se sirve de quienes cooperan de diversos modos en esta siembra. San Josemaría previene del peligro de prestar esa colaboración, como sucede cuando, con el propio comportamiento, se induce a otros a pecar (dando escándalo), o cuando se favorece de varios modos la difusión del mal 536. Advierte, por ejemplo, a quienes escandalizan a otros por su ligereza en el modo de comportarse: Mirad que tendréis que pedir perdón al Señor, no sólo de vuestros pecados, sino de los ajenos: a peccatis alienis munda me, Domine (cfr. Sal 18[19], 13). Pecados que quizá cometen otros por culpa vuestra 537. También se refiere a otras formas de cooperación al mal, como cuando hace ver en Camino que servir de altavoz al enemigo es una idiotez soberana; y, si el enemigo es enemigo de Dios, es un gran pecado 538. Sin embargo no basta abstenerse de cooperar con el mal; es preciso combatir la siembra de mal que realizan otros. ¿En qué consiste este combate? Desde luego, es muy distinto a las contiendas por fines terrenos de poder o de influjo de las propias ideas. Para empezar, los hijos de Dios no emplean las mismas armas que los sembradores del mal; ellos siguen el lema de san Pablo: "No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien" (Rm 12, 21). San Josemaría lo formula mediante una imagen que ya hemos mencionado al principio del capítulo: el cristiano ha de esforzarse por ahogar el mal en abundancia de bien 539. Recuerda que ya lo dijo el Maestro: ¡ojalá los hijos de la luz pongamos, en hacer el bien, por lo menos el mismo empeño y la obstinación con que se dedican, a sus acciones, los hijos de las tinieblas! –No te quejes: ¡trabaja, en cambio, para ahogar el mal en abundancia de bien! 540 El "bien" al que se refiere aquí es el bien en general, pero realizado con espíritu de penitencia, buscando la purificación de las consecuencias del pecado en el mundo. Es un combate singular, porque el cristiano ama a los "enemigos" y no desea otra cosa que su bien. Por esto, no se contenta con superar el mal sino que busca que se conviertan quienes lo realizan. No se conforma con reparar los pecados de los demás y sus consecuencias a través de las propias obras de penitencia; ambiciona que ellos mismos se arrepientan: que se acerquen al calor de la fe o, si ya son católicos, al Sacramento de la Penitencia, y que recorran después el feliz camino de la vida cristiana. Además de luchar contra las secuelas de carácter moral que ha dejado el pecado, es necesario combatir la enfermedad, la miseria material, el dolor, etc., que son también consecuencias del pecado. Ya se recordó que el mal físico no es un mal absoluto, porque no es privación del bien integral de la persona (como lo es el pecado), y que cabe ofrecerlo a Dios. Pero sería una aberración afirmar que el mal físico es un bien en sí mismo y que no hay que luchar nunca contra él. Por el contrario, hay que combatirlo con vistas a ese bien integral. Unas veces habrá que procurar eliminarlo –por ejemplo, cuando dificulta el cumplimiento del deber–; otras veces, si conviene al bien de toda la persona, se acogerá, de modo semejante a como se aceptan ciertos sufrimientos para restablecer la salud del cuerpo o para prestar un servicio. Pero cuando se trata del mal físico de los demás, el cristiano no puede dejar de combatirlo con la excusa de que no es un mal absoluto y de que está en manos de quien lo padece emplearlo como medio de santificación. Sin duda puede santificarse quien lo sufre, pero ofende a Dios quien no lo remedia, pudiendo hacerlo. "Cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo" (Mt 25, 45). Esto ya lo vimos al hablar de la caridad con el prójimo 541. Es suficiente añadir que el cristiano ha de luchar también contra esas consecuencias del pecado para remediarlas en la medida de lo posible, ya que se oponen al bienestar temporal al que justamente se aspira. En este sentido, cuando un fiel procura contribuir, con todo su actuar, al progreso integral de la sociedad, a la paz y a la prosperidad, está combatiendo las consecuencias del pecado: está cumpliendo unos deberes que integran su misión bautismal 542. Este empeño no es, por tanto, algo exterior a la vida espiritual. Deriva –debe derivar– de su fe, esperanza y amor, y entonces le llevará a crecer en santidad. Ciertamente, la misión del cristiano no se ha de reducir a la lucha para remediar los males sociales y las necesidades materiales, porque no son el primer bien que ha de buscar; pero en modo alguno lo puede descuidar, porque se haría cómplice del pecado en el mundo. Saber que también este aspecto de su lucha forma parte de la Redención es una fuente de energía para solucionar los problemas humanos, porque este empeño del cristiano es respuesta a una llamada divina. Dios nos llama a través de las incidencias de la vida de cada día, en el sufrimiento y en la alegría de las personas con las que convivimos, en los afanes humanos de nuestros compañeros, en las menudencias de la vida de familia. Dios nos llama también a través de los grandes problemas, conflictos y tareas que definen cada época histórica, atrayendo esfuerzos e ilusiones de gran parte de la humanidad 543. 5. LA FALTA DE LUCHA: LA TIBIEZA Las obras sobre la vida espiritual describen desde antiguo la tibieza como una "enfermedad espiritual" 544: un trastorno de la vida cristiana al que todos están expuestos, pero especialmente quienes tomaron la decisión de buscar la santidad y aprendieron a cultivar el trato con Dios. En la predicación de san Josemaría, el término es frecuente y conserva su sentido tradicional. A la vez, se abre a sus manifestaciones propias en el ámbito de la santificación en medio del mundo. De ahí que adquiera unos matices peculiares en su mensaje 545. Esto se advierte incluso en los vocablos que emplea y en los que no emplea. No habla, por ejemplo, de "acidia", concepto de origen monástico, tradicionalmente cercano al de tibieza 546. En cambio, como hemos visto más arriba, se refiere con frecuencia al "aburguesamiento", que viene a ser la forma de tibieza que amenaza más de cerca a los fieles corrientes. Algo semejante se puede decir de otras expresiones menos "técnicas", como "flojera" y "mediocridad", a las que hay que añadir el adjetivo "espiritual" para que entren en el campo de la tibieza. En las obras clásicas de espiritualidad esos términos suelen hacer referencia única o principalmente a la indolencia en las prácticas de piedad; san Josemaría, en cambio, las aplica también al cumplimiento de los deberes profesionales y familiares. 5.1. NOCIÓN DE TIBIEZA La enfermedad de la tibieza se ha definido proverbialmente como una habitual "negligencia en responder al amor divino" 547, una falta crónica de amor, podemos decir, o un estado de enfriamiento que se manifiesta de diversos modos en el obrar (sobre todo, en la reiteración de pecados veniales deliberados, como veremos más adelante). San Josemaría no ofrece una definición propia. Se limita a exponer sus manifestaciones y a señalar los remedios para prevenirla o para superarla. No obstante, destaca un aspecto, implícito en la noción general. La tibieza aparece estrechamente vinculada a la falta de lucha. Que no os aburgueséis, que luchéis 548, suele decir. Para él, la sustancia de la tibieza está ahí, como se ve cuando escribe en tono coloquial: Estás como un saco de arena. –No haces nada de tu parte. Y así no es extraño que comiences a sentir los síntomas de la tibieza. –Reacciona 549. Para comprender el vínculo entre tibieza y falta de lucha es imprescindible tener presente que san Josemaría concibe la lucha como una cualidad necesaria del amor a Dios en la vida presente. El abandono de la lucha, en cuanto omisión de esa cualidad, es una falta habitual de amor a Dios: la tibieza. Se puede decir que consiste en no luchar contra lo que se opone al amor a Dios (sin apagarlo del todo, como enseguida veremos). La relación entre falta de lucha y tibieza no es sólo de causa y efecto: no es que la falta de lucha "lleve" a la tibieza, sino que la tibieza "consiste" precisamente en dejar de luchar. Tan imprescindible es la lucha para avanzar por el camino de la santidad, que su misma ausencia –y no sólo la derrota (el pecado)– se opone a la vida cristiana. Esta omisión de lucha, ¿es absoluta o relativa? Desde luego, si fuera absoluta no podría subsistir la caridad, porque en ese mismo momento el cristiano se vería dominado por la inclinación al mal. Y la tibieza no es eso, porque es compatible con la lucha para evitar el pecado mortal. Es una falta de lucha relativa al crecimiento de la caridad. En efecto, para crecer en caridad, no basta limitarse al mínimo grado de esfuerzo necesario para guardarse del pecado grave. Precisamente el tibio se contenta con eso, sin querer secundar la caridad infundida por el Espíritu Santo para amar "con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas" (Mt 22, 37). El alma enamorada reza: Señor: que tenga peso y medida en todo... menos en el Amor 550; en cambio, el alma tibia pone límites al amor y a su expansión en todo el obrar moral. A esto último se refieren unas palabras de Camino: ¡Qué poco amor de Dios tienes cuando cedes sin lucha porque no es pecado grave! 551 San Josemaría relaciona la tibieza con una deformación de las virtudes humanas que consiste en confundir el medium virtutis con la mediocridad 552: "In medio virtus..." –En el medio está la virtud, dice la sabia sentencia, para apartarnos de los extremismos. –Pero no vayas a caer en la equivocación de convertir ese consejo en eufemismo para encubrir tu comodidad, cuquería, tibieza, frescura, falta de ideales, adocenamiento 553. El "in medio virtus" se refiere al "objeto" de las virtudes humanas, no a esas virtudes en cuanto "hábitos" del sujeto. El objeto es, efectivamente, un "término medio" entre dos extremos; pero la radicación del hábito en el sujeto siempre puede aumentar (se puede ser más prudente, o más justo, o más templado, etc.) 554. En este sentido, el "in medio virtus" no significa que el cristiano haya de ser prudente o justo "hasta cierto punto", o sea, ni mucho ni poco, sino mediocremente. Por otra parte, en el caso de las virtudes teologales tampoco hay un "medium virtutis" por razón del objeto, que es Dios (no es posible creer o esperar o amarle en exceso). Pues bien, el tibio es el que pone "medida" donde no hay que ponerla: en la radicación de las virtudes humanas en la persona y en el objeto mismo de la caridad. Por eso san Josemaría une en varias ocasiones la "tibieza" a la "mediocridad", como cuando emplaza a despertarse del sueño de la tibieza, a elevarse sobre la mediocridad 555. Los diversos vocablos que emplea en el último texto de Surco que acabamos de citar –"comodidad", "cuquería", "adocenamiento", etc.– y en otros momentos 556, se pueden englobar en el concepto de tibieza porque designan facetas distintas de ese penoso estado del alma. La tibieza radica principalmente en la voluntad, en cuanto que es una voluntaria falta de intensidad en el amor, pero no afecta sólo a la voluntad sino también a las demás facultades. El término "cuquería" alude a los cálculos de la inteligencia para disminuir los imperativos de la fe; el de "comodidad" se refiere más directamente a los apetitos sensibles; y el de "adocenamiento" a la conducta exterior (aunque todos estos términos admiten aplicaciones diversas). En cualquier caso, san Josemaría da a entender que la tibieza contamina todas las facultades de la persona. Por efecto suyo, la razón percibe como un peso los requerimientos divinos; la voluntad omite intencionalmente actos de virtud que debería realizar; los sentidos buscan compensaciones... En una palabra, la tibieza es una cesión general en la lucha para amar a Dios, que sofoca ese mismo amor en toda la persona. 5.2. EL PROCESO DE LA TIBIEZA En la enseñanza de san Josemaría encontramos la descripción de diversas manifestaciones de esta enfermedad. A veces las menciona sin un orden particular, como sucede por ejemplo en el siguiente punto de Camino: Eres tibio si haces perezosamente y de mala gana las cosas que se refieren al Señor; si buscas con cálculo o "cuquería" el modo de disminuir tus deberes; si no piensas más que en ti y en tu comodidad; si tus conversaciones son ociosas y vanas; si no aborreces el pecado venial; si obras por motivos humanos 557. Otras veces presenta la tibieza como un proceso que tiene sus antecedentes, su inicio y su desarrollo: – Entre los antecedentes se encuentran el desaliento y el pesimismo en el camino de la santificación y del apostolado: El desaliento es enemigo de tu perseverancia. –Si no luchas contra el desaliento, llegarás al pesimismo, primero, y a la tibieza, después. –Sé optimista 558. – Al inicio de la tibieza alude en este otro texto: Lucha contra esa flojedad que te hace perezoso y abandonado en tu vida espiritual. –Mira que puede ser el principio de la tibieza..., y, en frase de la Escritura, a los tibios los vomitará Dios 559. – Su desarrollo lo caracteriza por la reincidencia despreocupada, un tanto cínica, en pecados leves: Ya sé que evitas los pecados mortales. –¡Quieres salvarte! –Pero no te preocupa ese continuo caer deliberadamente en pecados veniales, aunque sientes la llamada de Dios, para vencerte en cada caso. –Tu tibieza hace que tengas esa mala voluntad 560. El examen de estos y otros textos de san Josemaría permite delinear una serie de etapas que marcan el proceso de la tibieza: 1º) El comienzo lo determina la falta voluntaria de amor a Dios al realizar las propias tareas. Esto puede suceder de dos modos. El primero se caracteriza por el cumplimiento voluntariamente remiso e indolente del deber: se procede con desinterés y frialdad en lo que se sabe que es Voluntad de Dios. Quien admite de modo habitual esa actitud, es decir, quien no lucha para cumplir del mejor modo posible su deber –lo que Dios le pide–, poniendo empeño en su tarea, ya sea con ganas o sin ellas, con gusto o sin él, muestra que no quiere moverse por amor. Esto vale de modo particular para las prácticas de piedad: Eres tibio si haces perezosamente y de mala gana las cosas que se refieren al Señor 561. Pero se aplica a todo: Eres tibio (...) si buscas con cálculo o "cuquería" el modo de disminuir tus deberes 562. Síntomas claros de esta mala disposición del alma son la falta de aprovechamiento del tiempo 563 y la desidia para terminar las propias tareas. Prueba evidente de tibieza es la falta de "tozudez" sobrenatural, de fortaleza para perseverar en el trabajo, para no parar hasta poner la "última piedra" 564. El otro modo en el que puede iniciarse el proceso de la tibieza es aparentemente contrario al anterior y suele llamarse "activismo". En este caso hay una preocupación afanosa por cumplir bien el deber, pero se descuida la lucha para cumplirlo por amor a Dios. Se quieren hacer muchas cosas para llenar un presente cada vez más vacío de Dios. San Josemaría lo describe con viveza: ¡Hacer, hacer!... Fiebre, locura de moverse (...). Es que trabajan con vistas al momento de ahora: "están" siempre "en presente". –Tú... has de ver las cosas con ojos de eternidad (...). Quietud. –Paz. –Vida intensa dentro de ti 565. Es un peligro al que están más expuestos quienes desarrollan una intensa actividad, porque tienden a pensar que "primero" hay que hacer las cosas y "después" ofrecerlas a Dios; "primero" el trabajo y "después" la santificación del trabajo. Se separa la actividad de su finalidad y se da prioridad a la acción sobre el amor. Aunque al comenzar la jornada se ofrezcan las obras a Dios, falta empeño para poner voluntariedad actual 566, es decir, para renovar el amor a lo largo del día, de modo que el ofrecimiento inicial se va reduciendo cada vez más a una mera fórmula. Las tareas dominan de tal manera a la persona, que acaba descuidando lo principal: llevarlas a cabo para la gloria de Dios (cfr. 1Co 10, 31). Eres tibio –dice san Josemaría en uno de los textos citados antes– si obras por motivos humanos 567. Dios deja de ser el motor del obrar. Se diluye la rectitud de intención y se abandona el empeño por enderezarla una y otra vez. Se posterga la piedad, el trato con Dios. Entonces aflora el peligro de la tibieza. San Josemaría advierte que corren un serio peligro de descaminarse aquellos que se lanzan a la acción –¡al activismo!–, y prescinden de la oración, del sacrificio y de los medios indispensables para conseguir una sólida piedad 568. Aunque trabajen mucho, su labor no es agradable a los ojos de Dios ni es sobrenaturalmente eficaz. Es inútil que te afanes en tantas obras exteriores si te falta Amor. –Es como coser con una aguja sin hilo 569. Los actos buenos así realizados no son meritorios: no alcanzan el don del crecimiento en caridad 570. Unas palabras del Apocalipsis trazan expresivamente este cuadro de mucho hacer y poco amar: "Conozco tus obras, tu fatiga y tu constancia (...), que tienes paciencia y has sufrido por mi nombre, sin desfallecer. Pero tengo contra ti que has perdido tu primera caridad" (Ap 2, 2-4). En fin, tanto en el caso de la indolencia como en el activismo, al pasar a segundo plano el amor, aparece inmediatamente, como síntoma claro de tibieza, la rutina en el trato con Dios. San Josemaría la llama verdadero sepulcro de la piedad 571, e insiste: Huyamos de la "rutina" como del mismo demonio 572. Admitirla en la vida espiritual equivale a firmar la partida de defunción del alma contemplativa 573. 2º) La falta voluntaria de empeño para hacer todo por amor a Dios, conduce por sí misma a la omisión deliberada de actos de piedad y de virtud que Dios pide a cada uno y para cuya realización da su gracia. Se recortan u omiten los tiempos habitualmente dedicados a la oración, se abandonan los medios de formación cristiana que habían demostrado su utilidad para alimentar el trato con Dios e impulsar el apostolado, se eluden ciertos actos de servicio a los demás, disminuye el afán apostólico y se hace menos operativo, se descuida el orden y se omiten los quehaceres menos agradables... Las omisiones de este género no constituyen aún la tibieza en sentido propio, pero son ya su umbral: de la falta de generosidad a la tibieza no hay más que un paso 574. Aunque esas omisiones no sean, por su materia, pecados veniales, son imperfecciones voluntarias que no agradan a Dios y enfrían el amor. Santa Teresa de Jesús se refiere ampliamente a esta situación por la que ella misma afirma haber pasado durante largo tiempo, siendo ya carmelita 575. Su experiencia muestra que el estado de "vida consagrada" no hace de por sí inmune a la tibieza; pero se podría pensar que resulta más difícil evitarla en el caso de los fieles corrientes. San Josemaría no lo ve así. Enseña, como sabemos, que cualquier estado de vida querido por Dios es camino de perfección cristiana. Para él, la tibieza es impropia de un laico, tanto célibe como casado, no menos que de un religioso. Escribe: Me duele ver el peligro de tibieza en que te encuentras cuando no te veo ir seriamente a la perfección dentro de tu estado 576. Las circunstancias de la vida laical no se pueden ver como excusa para plegarse a modos de conducta poco exigentes en la práctica de las virtudes cristianas, sobre todo de la caridad. 3º) No dar categoría a las imperfecciones voluntarias equivale a no querer cumplir plenamente la Voluntad de Dios, y esto lleva por sí mismo a admitir el pecado venial deliberado. Es la situación que configura propiamente la tibieza. San Agustín avisa de la gravedad de tal conducta: "Estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón" 577. San Josemaría lo pone en relación con la tibieza. Volvemos a reproducir parcialmente un texto ya citado: No te preocupa ese continuo caer deliberadamente en pecados veniales, aunque sientes la llamada de Dios, para vencerte en cada caso. –Tu tibieza hace que tengas esa mala voluntad 578. El proceso de la tibieza no concluye en este tercer estadio porque resulta prácticamente imposible permanecer mucho tiempo en semejante situación y, a la vez, en gracia de Dios. Instalarse en la tibieza lleva por su propia lógica al pecado grave. Y una vez en pecado mortal, es más difícil que se levante quien ha caído en él como resultado de un proceso de tibieza que la persona que, a pesar de luchar habitualmente, ha cometido un pecado incluso más grave. En el caso del tibio, la voluntad está profundamente maleada, apartada de Dios, sin dolor ni arrepentimiento (aunque siempre es posible recuperarlo); en el otro caso hay una disposición a la conversión que facilita superar la caída. La tibieza es un proceso de enfriamiento que penetra en el alma más hondamente que el frío repentino producido por una falta grave en quien no era tibio. No sorprende por esto la amonestación del Señor: "Conozco tus obras, que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Así, porque eres tibio y no eres ni caliente ni frío voy a vomitarte de mi boca" (Ap 3, 15-16). Y es bien comprensible que san Josemaría, tan poco inclinado a hablar de temor, lo traiga a colación como argumento extremo cuando se trata de la tibieza: Di conmigo: ¡no quiero tibieza!: "confige timore tuo carnes meas!" –¡dame, Dios mío, un temor filial, que me haga reaccionar! 579 La ausencia de lucha por mala voluntad no se ha de confundir con la falta de fuerzas que se puede experimentar en situaciones de enfermedad, agotamiento, depresión, etc. San Josemaría afronta estos problemas de modo muy delicado. Insiste en que se han de poner todos los medios para recuperar la salud, incluida, por supuesto, la consulta médica; pero también invita a considerar que en la raíz de algunas situaciones de este tipo puede haber, a veces, un problema de virtud antes que de salud. Al primer aspecto se refiere en Camino con estas palabras: Decaimiento físico. –Estás... derrumbado. –Descansa. Para esa actividad exterior. –Consulta al médico. Obedece, y despreocúpate. Pronto volverás a tu vida y mejorarás, si eres fiel, tus apostolados 580. Al segundo alude en Surco: Esas depresiones, porque ves o porque descubren tus defectos, no tienen fundamento... –Pide la verdadera humildad 581. Tampoco se ha de confundir el enfriamiento de la caridad con la falta de afectos sensibles en la vida espiritual, de modo análogo a como la falta de llamas no significa que se hayan apagado las brasas. San Josemaría emplea con frecuencia esta comparación 582 y otra, no menos elocuente, cercana a las enseñanzas de san Juan de la Cruz 583: Sequedad interior no es tibieza. En el tibio, el agua de la gracia no empapa, resbala... En cambio, hay secanos en apariencia áridos que, con pocas gotas de lluvia, se colman a su tiempo de flores y de sabrosos frutos 584. En la tibieza siempre hay "mala voluntad"; mientras no tiene por qué haberla en la falta de entusiasmo sensible por las cosas de Dios ni en otras situaciones que una mirada superficial puede confundir con la tibieza. 5.3. REMEDIOS CONTRA LA TIBIEZA ¿Cómo contrarrestar el proceso de la tibieza? Ya que esta enfermedad del alma consiste en una falta de lucha que enfría el amor, el antídoto no puede ser otro que volver a luchar por amor, ayudados por la gracia de Dios. San Josemaría lo da a entender en Surco: ¡Cómo vas a salir de ese estado de tibieza, de lamentable languidez, si no pones los medios! Luchas muy poco 585. Observación muchas veces reiterada a lo largo de su vida. Por ejemplo, en 1974 respondió a quien le pedía un remedio para no aburguesarse: No hay más que la lucha diaria 586. Toda la lucha cristiana, por el mismo hecho de serlo, aleja de la tibieza, es combate contra la tibieza. Pero así como hay unas manifestaciones específicas de la lucha para vencer las tentaciones –poner unos determinados remedios: por ejemplo, la guarda de los sentidos, la huida de las ocasiones...– y otras para combatir el pecado y sus consecuencias –la contrición, la Confesión sacramental, la expiación, etc.–, también hay una lucha específica contra la tibieza que consiste en poner unos determinados medios particulares (aunque no exclusivos) para prevenir y superar esta enfermedad. En este sentido, la expresión "lucha contra la tibieza" significa "lucha para poner los medios más específicos contra la tibieza". ¿Cuáles son esos medios? San Josemaría se refiere con más frecuencia a dos. En primer lugar, la lucha por amor en "cosas pequeñas" 587. Afirma que cuando no hay lucha en las cosas pequeñas, se enrarece la vida interior y viene la tibieza 588. La razón es bastante clara. Puesto que la tibieza se caracteriza, como hemos visto, por la repetición de pecados veniales deliberados, y el proceso que lleva a ese estado se origina y se desarrolla por una serie de descuidos voluntarios en cosas materialmente pequeñas, es lógico pensar que, para frenarlo e invertirlo, sea necesaria la lucha por amor en un cúmulo de cosas pequeñas. San Josemaría exhorta ante todo a la lucha decidida contra el pecado venial: Los pecados veniales hacen mucho daño al alma. –Por eso, "capite nobis vulpes parvulas, quæ demoliuntur vineas", dice el Señor en el "Cantar de los Cantares": cazad las pequeñas raposas que destruyen la viña 589. La referencia a la tibieza en este punto de Camino es evidente por su inclusión en el capítulo sobre ese tema. Más en general, señala que el abandono de la lucha en cosas pequeñas, aunque no se trate de pecados veniales, pone al cristiano en el camino de la tibieza. El siguiente texto es ilustrativo, también por su relación con el activismo del que hablábamos antes: A fuerza de descuidar detalles, pueden hacerse compatibles trabajar sin descanso y vivir como un perfecto comodón 590. Por lo demás, en la enseñanza de san Josemaría, la lucha en cosas pequeñas no es sólo remedio contra esta enfermedad; es también un "principio táctico" general para avanzar en el camino de la santidad (lo veremos más adelante). Algo semejante se puede decir de la lucha en el examen de conciencia. Se trata de un medio de santificación tradicionalmente considerado como arma eficaz contra la tibieza. La relación del examen con la tibieza se comprende si se considera que el proceso de esta enfermedad tiene su origen en faltas que con frecuencia apenas llaman la atención: omisiones sutiles, ligeros abandonos, descuidos apenas advertidos. El examen de conciencia permite detectar prontamente esas negligencias y aplicar el remedio oportuno. No enmendarse de esas faltas es ya una falta, dice santa Teresa 591. Y para enmendarse, hay que descubrirlas. Por eso advierte san Josemaría: Hay un enemigo de la vida interior, pequeño, tonto; pero muy eficaz, por desgracia: el poco empeño en el examen de conciencia 592. Bastantes textos dan a entender, aun sin mencionar la tibieza, que la lucha por amor, vencedora de ese mal, reclama el examen. Si luchas de verdad, necesitas hacer examen de conciencia. Cuida el examen diario: mira si sientes dolor de Amor, porque no tratas a Nuestro Señor como debieras 593. Con frecuencia insiste: Mira tu conducta con detenimiento. Verás que estás lleno de errores, que te hacen daño a ti y quizá también a los que te rodean. –Recuerda, hijo, que no son menos importantes los microbios que las fieras. (...) –Necesitas un buen examen de conciencia diario, que te lleve a propósitos concretos de mejora, porque sientas verdadero dolor de tus faltas, de tus omisiones y pecados 594. El vínculo entre el examen de conciencia y la lucha contra la tibieza corresponde al que une la sinceridad con la caridad. Ya se explicó que sólo quien es sincero puede ser humilde, y que únicamente quien es humilde puede recibir la gracia divina, el amor de Dios (cfr. St 4, 6) 595. Pues bien, el examen es un ejercicio de la sinceridad que facilita reconocerse pecador. Y este acto de humildad es fundamento de un nuevo crecimiento en caridad, que no sólo impide el enfriamiento, sino que enciende el alma haciéndola "pasar al ataque" precisamente en los puntos débiles que se han descubierto. De ahí la enorme importancia de la sinceridad en el examen: Ten sinceridad "salvaje" en el examen de conciencia; es decir, valentía: la misma con la que te miras en el espejo, para saber dónde te has herido o dónde te has manchado, o dónde están tus defectos, que has de eliminar 596. La función del examen es más amplia que la de ser remedio contra la tibieza. También es necesario para reconocer los favores recibidos y dar gracias, así como para pedir nuevos dones y para reparar por los pecados: abarca el entero panorama de la vida cristiana. Volveremos sobre el examen en el próximo capítulo. 6. TÁCTICA Y TONO DE LA LUCHA Además de "querer luchar" es preciso "saber luchar". Los maestros de vida espiritual ofrecen numerosas orientaciones en este sentido, cada uno según su propia vocación y espiritualidad. Las Collationes deJuan Casiano, por ejemplo, recogen la experiencia ascética de los "Padres del desierto" de los siglos IV y V; la Imitación de Cristo atribuida a Tomás de Kempis, a las puertas de la edad moderna, o, algunos siglos después, el Combate espiritual de Lorenzo Scupoli, transmiten una profunda sabiduría práctica, expresada en consideraciones y advertencias que han instruido a multitud de cristianos en la lucha por la santidad. La gran escuela de amor a Dios que es la tradición secular de la Iglesia cuenta con un "cuerpo docente" formado en su mayoría por santos que no sólo estimulan sino que enseñan a luchar. Entre ellos está san Josemaría, especialista, por así decir, en el adiestramiento para la lucha por la santidad en medio del mundo: el "santo de lo ordinario" 597, como lo designó Juan Pablo II al día siguiente de la canonización. En sus obras hay una verdadera "pedagogía de la lucha ascética, nacida de la experiencia de quien dedicó su vida a señalar el "camino" del cristiano como respuesta a la llamada universal a la santidad" 598. De esa pedagogía nos interesan ahora no las enseñanzas concretas, que ya hemos visto en los apartados anteriores, sino algunas recomendaciones generales sobre la "táctica" y el "tono" de la lucha. 6.1. ELEMENTOS DE TÁCTICA Cuando san Josemaría habla de "táctica", por ejemplo en el capítulo de Camino que lleva ese título, se refiere con frecuencia a la "táctica apostólica", es decir al modo de afrontar el apostolado en el propio ambiente 599. Pero igualmente aplica el término a la lucha personal por la santidad, como en el siguiente punto, también de Camino: Ese modo sobrenatural de proceder es una verdadera táctica militar. –Sostienes la guerra –las luchas diarias de tu vida interior– en posiciones, que colocas lejos de los muros capitales de tu fortaleza. Y el enemigo acude allí: a tu pequeña mortificación, a tu oración habitual, a tu trabajo ordenado, a tu plan de vida: y es difícil que llegue a acercarse hasta los torreones, flacos para el asalto, de tu castillo. –Y si llega, llega sin eficacia 600. Andrew Byrne hace notar que "uno de los temas recurrentes de Camino son los aspectos "militares" de la lucha del cristiano por la santidad" 601. En realidad no los privilegia, porque emplea también otros símiles como el del "deporte", con bastante frecuencia. De todas formas, las comparaciones con la milicia no son raras en la pluma de san Josemaría, que sigue de cerca el lenguaje bíblico (cfr. Lc 14, 31; Ef 6, 11-17; Ap 16, 14-16; etc.). Le sirven para indicar que la lucha interior no se puede dejar a la improvisación: hay una "táctica" que es preciso conocer y emplear si se quiere alcanzar la victoria. El patrimonio de la Iglesia a propósito de esa táctica es muy rico y san Josemaría lo aprovecha. Retoma, en muchos de sus consejos, las enseñanzas de otros santos, viéndolas desde su espíritu de santificación en medio del mundo. En bastantes casos, como hicimos notar 602, no sería exacto decir que las "adapta" a los laicos y a los sacerdotes seculares, porque más bien "recupera" para ellos lo que pertenece al acervo común de todo cristiano. Otras veces son orientaciones que nacen de su propia experiencia espiritual, maduradas en el empeño por encarnar el espíritu específico de vida cristiana que Dios le hizo ver en 1928. Nos limitaremos a señalar tres ejemplos. 6.1.1. Lucha en "cosas pequeñas" Un principio táctico de importancia capital es plantear la lucha en "cosas pequeñas" por amor. "Quien desprecia las cosas pequeñas, poco a poco caerá" (Sir 19, 1), advierte la Escritura. "La santidad "grande" de la que habla [san Josemaría] en Camino se alcanza cuando la vida del hombre, la entera vida personal, se hace, en lo pequeño y en lo grande, amorosa respuesta a la llamada de Dios" 603. Las "cosas pequeñas", como ya vimos en su momento 604, son actos de virtud que se califican de "pequeños" no por la intensidad del amor que se pone en ellos, que puede ser muy grande, sino por algún otro motivo relacionado con su objeto, como su poca duración o su escasa relevancia en el plano humano: desde una jaculatoria hasta un detalle de piedad, o de servicio a los demás, o de perfección en el trabajo, etc. Es un tema relativamente presente en autores del siglo de oro español como Luis de Granada, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz y Alonso Rodríguez 605. En san Josemaría pasa a primer plano, al predicar la santidad en la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas 606. Está convencido de que eso es lo que nos pide el Señor: la voluntad de querer amarle con obras, en las cosas pequeñas de cada día 607. Hay, además, un motivo de "táctica militar" para plantear la lucha cristiana en "cosas pequeñas": la ventaja evidente de pelear en posiciones, que colocas lejos de los muros capitales de tu fortaleza 608, donde una derrota apenas tiene consecuencias. La guerra interior del cristiano debe ser ordinariamente, para san Josemaría, una guerrilla, una lucha en cosas sin demasiada importancia 609. El peligro está en despreciar esas pequeñas batallas. Otro enemigo hipócrita de nuestra santificación: el pensar que esta batalla interior ha de dirigirse contra obstáculos extraordinarios, contra dragones que respiran fuego. Es otra manifestación del orgullo. Queremos luchar, pero estruendosamente, con clamores de trompetas y tremolar de estandartes. Hemos de convencernos de que el mayor enemigo de la roca no es el pico o el hacha, ni el golpe de cualquier otro instrumento, por contundente que sea: es ese agua menuda, que se mete, gota a gota, entre las grietas de la peña, hasta arruinar su estructura. El peligro más fuerte para el cristiano es despreciar la pelea en esas escaramuzas, que calan poco a poco en el alma, hasta volverla blanda, quebradiza e indiferente, insensible a las voces de Dios 610. 6.1.2. Lucha concreta. "Examen particular" Otro elemento de "táctica", complementario del anterior, es que la lucha por la santidad ha de ser concreta, con metas bien elegidas, con objetivos y propósitos claros. Las resoluciones demasiado generales suelen ser ineficaces. Me has dicho, y te escuché en silencio: "Sí: quiero ser santo." Aunque esta afirmación, tan difuminada, tan general, me parezca de ordinario una tontería 611. No es menosprecio de los grandes ideales; es que a san Josemaría no le parecen serios cuando no se concretan. Por eso aconseja a los que imparten dirección espiritual: dadles un ideal, con metas precisas 612. Para puntualizar la lucha, san Josemaría recomienda la práctica tradicional del examen particular, que consiste en concentrar los esfuerzos en un punto determinado, establecido generalmente en la dirección espiritual. Es una manifestación de táctica sobrenatural estimada y difundida especialmente por san Ignacio de Loyola 613. Su eficacia deriva de que al luchar por mejorar un punto, crece la caridad y se avanza también en los demás frentes. He aquí un ejemplo en el que se une la "lucha concreta" con la "lucha en cosas pequeñas": Leíamos –tú y yo– la vida heroicamente vulgar de aquel hombre de Dios. –Y le vimos luchar, durante meses y años (¡qué "contabilidad", la de su examen particular!), a la hora del desayuno: hoy vencía, mañana era vencido... Apuntaba: "no tomé mantequilla..., ¡tomé mantequilla!" Ojalá también vivamos –tú y yo– nuestra..., "tragedia" de la mantequilla 614. La elección del punto de examen particular puede tener tanta repercusión en la lucha por la santidad como la selección del objetivo en una acción militar. Con el examen particular has de ir derechamente a adquirir una virtud determinada o a arrancar el defecto que te domina 615. De ahí el consejo: Pide luces. –Insiste: hasta dar con la raíz para aplicarle esa arma de combate que es el examen particular 616. Por lo demás, la elección del examen particular ha de adaptarse a las circunstancias de cada uno: las tentaciones a las que está expuesto, las faltas o caídas más frecuentes, etc. En este sentido se encuentra en la predicación de san Josemaría un amplio abanico de sugerencias y de consejos que ya vimos al tratar de las virtudes. 6.1.3. "Por un plano inclinado" El tercer elemento de "táctica" al que deseábamos referirnos, es el planteamiento de la lucha cristiana como ascenso por un "plano inclinado". La santidad no se alcanza de un día para otro. Las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo 617. Ciertamente, el deseo de amar a Dios con todo el corazón, cada día, no conoce de por sí reservas ni restricciones, pero comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día 618. Los objetivos concretos han de ser asequibles, con el fin de que no se descorazonen los que comienzan 619: podrían caer en el desaliento ante la imposibilidad de alcanzar enseguida metas demasiado altas. Los propósitos inasequibles no son manifestación de audacia y de confianza en Dios; pueden suponer, en cambio, falta de humildad. Es preciso ser realistas: en la santidad se adelanta paso a paso, con avances y retrocesos. Hay que contar con el tiempo, y con la acción de la gracia en cada alma 620. Ésta no faltará nunca, pero conviene sopesar la debilidad humana porque la gracia eleva la naturaleza sin suplirla. No es bueno pretender que corran, cuando apenas pueden sostenerse 621. Los tres puntos que acabamos de señalar no agotan las enseñanzas de san Josemaría acerca de la táctica de la lucha cristiana. Son únicamente ejemplos característicos de su planteamiento. 6.2. TONO DE LA LUCHA CRISTIANA Desde el principio hemos hecho notar que la lucha cristiana, en la enseñanza de san Josemaría, es una lucha positiva, por amor, empapada del sentido de la filiación divina. Este espíritu la impregna de un tono peculiar, al que se refiere con dos expresiones que vamos a comentar: "ascetismo sonriente" y "deporte sobrenatural". 6.2.1. "Ascetismo sonriente" Quienes buscan la santidad por el camino que propone san Josemaría, cultivan en su vida el espíritu de mortificación y de penitencia, con un ascetismo sonriente 622. El fundamento de esta actitud se puede ver en las palabras del Señor: "Cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu cara, para que no adviertan los hombres que ayunas, sino tu Padre, que está en lo oculto" (Mt 6, 17-18). El sentido más inmediato del consejo es el de cuidar la rectitud de intención: hacer las obras de penitencia de cara a Dios, sin buscar la admiración de los demás. Pero hay otro aspecto: el "perfuma tu cabeza y lava tu cara" no es un consejo de cuidar simplemente la "fachada" o la apariencia exterior, sino la manifestación de cómo debe ser la actitud interior al practicar la mortificación y la penitencia: aunque sean costosas, han de estar empapadas de alegría. Para un hijo de Dios la mortificación y la penitencia no son una penalidad. Son participación en la Cruz de Cristo –yugo suave y carga ligera (cfr. Mt 11, 30)– y camino hacia la plenitud de la filiación divina. En último término, lo que busca con la lucha cristiana es la identificación con Cristo, y esto comporta necesariamente un gran amor a la Cruz: amor que llena de gozo el alma y confiere a la lucha el tono de un "ascetismo sonriente". San Josemaría no se cansa de repetir que la alegría es consecuencia necesaria de la filiación divina, de sabernos queridos con predilección por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona 623. Los cristianos tenemos todos los motivos para caminar con optimismo por esta tierra 624. Incluso los tropiezos no quitan la alegría si se convierten en ocasión para progresar en el camino hacia Dios. A quien está arrepentido de sus pecados, le dice san Josemaría: Bendito error el tuyo –te repito al oído–, si te ha servido para no recaer; y también para mejor comprender y ayudar al prójimo 625. La mortificación y la penitencia son fuente de vida: Entierra con la penitencia, en el hoyo profundo que abra tu humildad, tus negligencias, ofensas y pecados. –Así entierra el labrador, al pie del árbol que los produjo, frutos podridos, ramillas secas y hojas caducas. –Y lo que era estéril, mejor, lo que era perjudicial, contribuye eficazmente a una nueva fecundidad. Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida 626. Este sentido positivo de la misma debilidad conduce al "ascetismo sonriente" en la lucha cristiana. Para san Josemaría, ni las miserias propias, ni las ajenas, ni en general la experiencia del mal en el mundo, tienen fuerza para arrancar el júbilo del corazón de quien se sabe hijo de Dios. 6.2.2. "Deporte sobrenatural" La lucha ascética (...) es un deporte 627. San Josemaría se sirve del término "ascesis" –el entrenamiento de los atletas, como vimos en la introducción del capítulo– sobre todo para destacar que la lucha cristiana ha de tener un "aire deportivo". Es una comparación polifacética, que pone de manifiesto varios aspectos a los que nos referiremos a continuación. 1) El deporte se entiende muchas veces como ejercicio para mantener la buena forma física, a base de esfuerzo. También la lucha ascética permite mejorar la "buena forma" espiritual. San Josemaría se sirve de este aspecto del símil para animar a poner en la lucha cristiana el mismo empeño, al menos, que tantos ponen en cuidar la forma física sólo por motivos humanos. Fijaos a cuántos sacrificios se someten de buena o de mala gana, ellos y ellas, por cuidar el cuerpo, por defender la salud, por conseguir la estimación ajena... ¿No seremos nosotros capaces de removernos ante ese inmenso amor de Dios tan mal correspondido por la humanidad, mortificando lo que haya de ser mortificado, para que nuestra mente y nuestro corazón vivan más pendientes del Señor? 628 Es lógico que haya que esforzarse porque hay una resistencia interior. También el deporte físico puede ser costoso, pero es precisamente el esfuerzo lo que necesita el cuerpo para fortalecerse. No menos empeño ha de poner el cristiano, bajo el impulso de la gracia, en el ejercicio de las virtudes que le configuran con Cristo y hacen de él un buen instrumento suyo en el apostolado. A este último aspecto se refiere san Josemaría con otra imagen: si, al clavar un clavo en la pared, no encontrases resistencia, ¿qué podrías colgar allí? Si no nos robustecemos, con el auxilio divino, por medio del sacrificio, no alcanzaremos la condición de instrumentos del Señor 629. 2) Algunas veces el ejercicio deportivo se realiza no sólo para mantener la buena forma sino como entrenamiento para participar en una competición. San Pablo recuerda que "los que compiten se abstienen de todo; y ellos para alcanzar una corona corruptible; nosotros, en cambio, una incorruptible" (1Co 9, 25); y añade que para alcanzar esta corona "yo castigo mi cuerpo y lo someto a servidumbre" (1Co 9, 27). La corona de gloria que Dios le tiene reservada (cfr. 2Tm 4, 8) le lleva a combatir las batallas de la santificación y del apostolado. San Josemaría emplea también la metáfora del deporte en este sentido: ¿Pretendes hacerme creer, y creer tú seriamente, que podrás vencer en la Olimpiada sobrenatural, sin la diaria preparación, sin entrenamiento? 630 El deseo –la esperanza teologal– de alcanzar el premio que Dios ha preparado para los que le aman (cfr. 1Co 2, 9), es un potente acicate para la lucha. Con expresividad lo apunta: ¡Que cuesta! –Ya lo sé. Pero, ¡adelante!: nadie será premiado –y ¡qué premio!– sino el que pelee con bravura 631. La esperanza de la corona de gloria –corona de santidad que glorifica a Dios– alimenta la tenacidad en la lucha e impide el desánimo: El buen deportista no lucha para alcanzar una sola victoria, y al primer intento. Se prepara, se entrena durante mucho tiempo, con confianza y serenidad: prueba una y otra vez y, aunque al principio no triunfe, insiste tenazmente, hasta superar el obstáculo 632. "Estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se va a manifestar en nosotros" (Rm 8, 18). Con este mismo convencimiento, san Josemaría repite un estribillo para exhortar a la generosidad en la lucha cristiana: ¡Vale la pena jugarse la vida entera!: trabajar y sufrir, por Amor, para llevar adelante los designios de Dios, para corredimir 633. Vale la pena jugarse la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios deposita en nosotros. Vale la pena, ante todo, que nos decidamos a tomar en serio nuestra fe cristiana 634. La comparación con las competiciones tiene, sin embargo, sus límites, porque la lucha cristiana no es sólo preparación o entrenamiento. Luchar es ya amar, como hemos visto; y por eso, el cristiano que lucha ya está venciendo, porque está amando, aunque quizá no consiga la meta inmediata de sus esfuerzos. Cuando san Pablo dice: "¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos sin duda corren pero uno solo recibe el premio? Corred de tal modo que lo alcancéis" (1Co 9, 24), muestra que, en esta vida, todos tienen que afrontar dificultades, pero que sólo alcanza el premio de la gloria el que lucha como Dios quiere: por amor, no por motivos meramente terrenos. El sentido propio de la comparación con las competiciones es que no hay que cejar en la lucha cristiana, como el atleta no ceja en su intento sino que –como acabamos de leer– "prueba una y otra vez... insiste tenazmente hasta superar el obstáculo". San Josemaría concluye: Así nos contempla Dios Nuestro Señor, que ama nuestra lucha: siempre seremos vencedores, porque no nos niega jamás la omnipotencia de su gracia 635. Dios "ama nuestra lucha" porque es una lucha por amor, con la ayuda divina; y por eso el cristiano que lucha es "siempre vencedor"; aunque no siempre consiga los objetivos que se había propuesto (lo que no contradice lo anterior, si no ha sido por voluntaria falta de amor, como veremos después), al final alcanzará la victoria definitiva, porque contará siempre con la omnipotencia de la gracia. En ocasiones, san Josemaría comentaba los gestos del salto con pértiga –la concentración del atleta, el empeño por saltar, el fracaso a veces y el volver a intentarlo... hasta el éxito final–, para sacar la lección: Nosotros, con la gracia de Dios, que es la mejor pértiga, y la única pértiga que tiene el cristiano, nos saltamos lo que sea 636. 3) Acabamos de aludir a que quienes participan en competiciones, ganan unas veces y otras pierden. Tampoco la lucha por la santidad es un paseo triunfal: hay victorias y fracasos. Es inevitable que, caminando, levantemos polvo 637. Pero los atletas no abandonan todo por una derrota; al contrario, muchas veces les sirve de estímulo. También en la vida espiritual las derrotas pueden tener una función positiva, porque se convierten en victorias por la contrición y sirven para sacar experiencia 638. Lo que importa es no desistir. Da muy buenos resultados emprender las cosas serias con espíritu deportivo... ¿He perdido varias jugadas? –Bien, pero –si persevero– al fin ganaré 639. En el fondo, quien no deja de luchar, avanza siempre (el "siempre seremos vencedores" del apartado anterior). En el camino de la santificación personal, se puede a veces tener la impresión de que, en lugar de avanzar, se retrocede; de que, en vez de mejorar, se empeora. Mientras haya lucha interior, ese pensamiento pesimista es sólo una falsa ilusión, un engaño, que conviene rechazar. –Persevera tranquilo: si peleas con tenacidad, progresas en tu camino y te santificas 640. Por lo demás, no hay que confundir las derrotas en la lucha interior con los fracasos humanos. Estos no tienen por qué significar falta de amor a Dios. Es más, a veces puede ser conveniente e incluso necesario perder humanamente, renunciando a ventajas en la vida profesional o social por amor a Dios, para realizar su Voluntad y multiplicar la eficacia apostólica. "¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?" (Mt 16, 26). En la vida espiritual, muchas veces hay que saber perder, cara a la tierra, para ganar en el Cielo. –Así se gana siempre 641. 4) Además de los motivos de salud, forma física, competición, etc., que pueda haber, el deporte se practica a menudo como diversión. También la lucha interior tiene esa dimensión y ese tono de juego. Es como el esfuerzo de un niño para hacer bien las cosas delante de un padre al que se enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos hace para portarse bien! 642. San Josemaría invita a recordarlo para no "hacer tragedias": El Señor está jugando con nosotros como un padre con sus hijos. Se lee en la Escritura: ludens in orbe terrarum (Prv 8, 31), que Él juega en toda la redondez de la tierra. Pero Dios no nos abandona, porque inmediatamente añade: deliciae meae esse cum filiis hominum (ibid.), son mis delicias estar con los hijos de los hombres. ¡El Señor juega con nosotros! 643 Con razón se ha escrito que "la deportividad nos enseña a convertir en un reto gozoso y felicitario al esfuerzo, el cual en la moral antigua era concebido como dificultad que debía soportarse con tristeza ascética (...). Quizás ha sido el beato Josemaría Escrivá el primero, o uno de los primeros, que ha hablado de ascética deportiva, en el sentido precisamente de una lucha deportiva como felicitaria" 644. 6.3. "LA PAZ, CONSECUENCIA DE LA GUERRA" Ya hemos hablado en otro momento de la paz como fruto del Espíritu Santo y de su relación con la caridad 645. Veíamos que la paz es un efecto de la caridad, un acto suyo 646, porque el amor a Dios sobre todas las cosas y a los demás por Dios, pone orden en los afectos de la persona –en su interioridad y en la relación con los otros–, un orden estable que no es otra cosa que la paz (la "tranquillitas ordinis" 647 de san Agustín). De aquí deriva el vínculo entre "paz" y "lucha" porque la lucha cristiana es una cualidad de la caridad en la vida presente, como venimos diciendo desde el inicio. En síntesis, puesto que la paz es un efecto de la caridad y la caridad exige lucha, la paz está ligada a la lucha. Esta conexión se encuentra muy acentuada en la enseñanza de san Josemaría. Hablaremos primero de la relación entre la lucha por la santidad y la paz interior; después, de la articulación entre la lucha interior y la paz con los demás y en el mundo. En cuanto al nexo entre lucha y paz interior, son características las siguientes palabras que san Josemaría repitió, con pequeñas variaciones, en multitud de ocasiones: La paz es consecuencia de la guerra, de la lucha, de esa lucha ascética, íntima, que cada cristiano debe sostener contra todo lo que, en su vida, no es de Dios: contra la soberbia, la sensualidad, el egoísmo, la superficialidad, la estrechez de corazón 648. Sabemos que esta lucha "contra" es, en realidad, una lucha a favor de las virtudes cristianas que la caridad informa y a través de las cuales actúa. Por eso, la lucha que exige la caridad se concreta muchas veces en las virtudes. Y de esta lucha depende la paz. Por ejemplo, escribe san Josemaría: el orden proporcionará paz a tu corazón 649. No se refiere aquí sólo al orden de la misma caridad, sino también a la virtud humana del orden en el uso del tiempo, en las cosas materiales, etc. Comparemos ahora el texto anterior ("La paz es consecuencia de la guerra...") con otras palabras, a primera vista semejantes: La paz es algo muy relacionado con la guerra. La paz es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha. Sin lucha no podré tener paz 650. Ahora afirma que la paz es "consecuencia de la victoria", no sólo de la guerra. En realidad, las dos afirmaciones son equivalentes porque, como ya hemos visto, luchar es un acto de amor, y esto es siempre una victoria. En la lucha cristiana, la paz no viene "después" de la victoria: se encuentra "en" la misma lucha por amor. San Josemaría suele decir: Pax in bello! 651, "paz en la guerra". A la vez, afirma que el alma que siente la filiación divina apenas pierde la paz aunque haya sombras y derrotas en medio de la lucha. Porque razona así: yo soy hijo de Dios. Dios a mí me quiere más que todas las madres del mundo quieren a sus hijos. Luego, si Dios permite esta situación: omnia in bonum, ¡qué paz! 652 Antes señalaba que la paz es consecuencia de la lucha por amor, o sea, de la caridad que se manifiesta luchando. Ahora sostiene, yendo aún más a la raíz, que proviene del saberse amados por Dios como hijos suyos. Podemos decir que se deriva de lo más primordial de nuestro amor a Dios, que consiste en reconocer que Él nos ama como hijos suyos y en acoger su Amor (cfr. 1Jn 4, 19). Ahí se encuentra la fuente de la paz y del gozo. ¿Cómo es posible darnos cuenta de eso, advertir que Dios nos ama, y no volvernos también nosotros locos de amor? Es necesario dejar que esas verdades de nuestra fe vayan calando en el alma, hasta cambiar toda nuestra vida. ¡Dios nos ama!: el Omnipotente, el Todopoderoso, el que ha hecho cielos y tierra. Dios se interesa hasta de las pequeñas cosas de sus criaturas: de las vuestras y de las mías, y nos llama uno a uno por nuestro propio nombre (cfr.Is 43, 1). Esa certeza que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del amor de Dios. Nuestra vida se convierte así en una continua oración, en un buen humor y en una paz que nunca se acaban 653. Un hijo de Dios puede conocer profundamente su debilidad y sus miserias sin que ese conocimiento le robe la paz, si se sabe hijo amado de Dios. Puede tener una gran paz en su alma incluso cuando constata con dolor que no ha correspondido al Amor de Dios, porque comprende que Él no deja de amarle. Se puede decir que sólo entonces –cuando reconoce su debilidad y cuando la conciencia de ser hijo de Dios le lleva a comprender que su Padre le ama y está siempre con él, mientras no le rechace y quiera luchar–, la paz gozosa arraiga establemente en su corazón. San Josemaría lo expresa con sencillez: para alcanzar el "gaudium cum pace" –la paz y la alegría verdaderas, hemos de añadir, al convencimiento de nuestra filiación divina, que nos llena de optimismo, el reconocimiento de la propia personal debilidad 654. La relación precedente, entre paz y lucha interior, lleva de la mano a la que existe entre la lucha personal y la paz con los demás y en el mundo. Solamente quien tiene paz interior puede difundirla alrededor suyo. Es inútil, advierte san Josemaría, clamar por el sosiego exterior si falta tranquilidad en las conciencias, en el fondo del alma, porque del corazón es de donde salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias (Mt 15, 19) 655. La Biblia habla con frecuencia de los intentos humanos de paz que fracasan porque falta la conversión de los corazones: "Pretenden curar el quebranto de mi pueblo diciendo a la ligera: "¡Paz, paz!", cuando no hay paz" (Jr 6, 14). Para san Josemaría, lucha interior y paz en el mundo son inseparables. Siempre están los hombres haciendo paces, y siempre andan enzarzados con guerras, porque han olvidado el consejo de luchar por dentro, de acudir al auxilio de Dios, para que Él venza, y conseguir así la paz en el propio yo, en el propio hogar, en la sociedad y en el mundo 656. Característica evidente de un hombre de Dios, de una mujer de Dios, es la paz en su alma: tiene "la paz" y da "la paz" a las personas que trata 657. "Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios" (Mt 5, 9). Pacífico es el "operador de paz", el que difunde la paz a su alrededor; y esto es propio de los hijos de Dios porque son los que luchan para que Cristo reine en sus corazones y para extender por todo el mundo su "Reino de paz" 658, fundado en la libertad, en la justicia y en el amor. Por todos los caminos de la tierra nos quiere el Señor, sembrando la semilla de la comprensión, de la caridad, del perdón: in hoc pulcherrimo caritatis bello, en esta hermosísima guerra de amor, de disculpa y de paz 659. No hay que olvidar, sin embargo, que Jesús habla de dos géneros de paz, una verdadera y otra falsa: la paz suya y la paz del "mundo". "La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo" (Jn 14, 27) 660. La paz que difunden los hijos de Dios es la paz del Reino de Cristo, que exige luchar contra el pecado, no el simulacro de paz que resulta de pactar con el mal en vez de combatirlo. No es la paz de los que se rinden a la inclinación al mal en algún aspecto y renuncian a la libertad de los hijos de Dios, aceptando la esclavitud del pecado, que les somete en cierta medida al poder del diablo. Es ésta una falsa paz interior que no puede asegurar tampoco una verdadera paz en el mundo. A lo sumo, observa san Josemaría, producirá apariencia de paz, equilibrio de miedo, compromisos precarios 661. El amor propio desordenado, contra el que no se quiere luchar, es fuente de tensiones dentro de uno mismo, origen de muchos conflictos con los demás, y obstáculo para superarlos. Sólo "la paz de Cristo" dentro del alma, fundada en el amor a Dios y a los demás, puede construir sólidamente la paz en el mundo. Lo que acabamos de decir no sólo no contradice sino que se apoya en estas otras palabras del Señor: "No penséis que he venido a traer la paz a la tierra. No he venido a traer la paz sino la espada. Pues he venido a enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra" (Mt 10, 34-35). El Señor no ha venido a traer la "paz del mundo", esa apariencia de paz a la que nos hemos referido. Quienes no acogieron su paz cuando vino al mundo ni quisieron reconocer el pecado y convertirse, le persiguieron; y los que reaccionan hoy del mismo modo, continúan a veces persiguiendo a los que le siguen, tal como Él anunció: "Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán" (Jn 15, 20). Se cumplen entonces aquellas palabras de que no ha venido a traer la paz sino la espada. Los hijos de Dios han de contar con esos enfrentamientos. Ellos tienen la misión de poner verdadera paz, pero no todos quieren recibirla. "En la casa en que entréis decid primero: "Paz a esta casa". Y si allí hubiera algún hijo de la paz, descansará sobre él vuestra paz; de lo contrario, retornará a vosotros" (Lc 10, 5 s.). Si la paz que procuran sembrar no es acogida y sufren persecución por causa de la justicia, habrán de considerarse bienaventurados (cfr. Mt 5, 10), como los Apóstoles que, después de dar testimonio de Cristo ante quienes le habían crucificado, "salieron gozosos de la presencia del Sanedrín, porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del Nombre" (Hch 5, 41). Lo que no puede hacer un cristiano es pagar con la misma moneda: "No devolváis a nadie mal por mal: buscad hacer el bien delante de todos los hombres. Si es posible, en lo que está de vuestra parte, vivid en paz con todos" (Rm 12, 17-18). Un hijo de Dios ha de estar dispuesto a padecer persecución por su comportamiento justo, coherente con la fe. Ni las dificultades, ni las tribulaciones, por graves que sean, le arrebatarán la paz interior si aprovecha ese dolor para unirse más a Cristo y participar en su misión. "Pensad en Aquel que soportó tanta contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis ni decaiga vuestro ánimo. No habéis resistido todavía hasta la sangre al combatir contra el pecado" (Hb 12, 3). Desde siempre, desde la cuna de la Iglesia, cuando aún se escuchaba la predicación de los primeros doce, surgieron ya violentas las persecuciones, comenzaron las herejías, se propaló la mentira y se desencadenó el odio. Pero (...) el Señor –repito– nos ha dado el mundo por heredad. Y hemos de tener el alma y la inteligencia despiertas (...) Hemos de ser optimistas, pero con un optimismo que nace de la fe en el poder de Dios –Dios no pierde batallas 662. * * * ALGUNAS APLICACIONES PRÁCTICAS 663 1. Ser conscientes de la necesidad de luchar.La lucha cristiana se dirige principalmente contra la inclinación al mal, que es como una enfermedad. Es preciso reconocer su existencia. Ignorar el fomes peccati de la naturaleza humana caída llevaría a considerar todo lo "espontáneo" como bueno y a abandonar la lucha, por considerarla "represión" de los impulsos "naturales". En realidad, la lucha es siempre necesaria para liberarse de las tendencias desordenadas causadas por el pecado. Es preciso, además, conocer en concreto las propias miserias y debilidades. Cada uno de nosotros es como aquel gigante de la Sagrada Escritura: la cabeza de la estatua era de oro puro; su pecho y sus brazos, de plata; su vientre y sus caderas, de bronce; sus piernas, de hierro, y sus pies, parte de hierro, parte de barro (Dn 2, 32-33). No olvidemos nunca esta debilidad del fundamento humano, y así seremos prudentes –humildes– y no sucederá lo que acaeció a aquella estatua colosal: que una piedra desprendida, no lanzada por mano, hirió a la estatua en los pies de hierro y barro, destrozándola. Entonces el hierro, el barro, el bronce, la plata y el oro se desmenuzaron juntamente y fueron como polvo de las eras en verano: se los llevó el viento, sin que de ellos quedara traza alguna (Dn 2, 34-35) 664. Sólo los soberbios se sorprenden, al ver que tienen los pies de barro 665. En el camino de la santidad, cuanto más se lucha por amor, mejor se conocen las propias miserias y defectos. Entonces puede dar la impresión de que en vez de mejorar se empeora. Sin embargo, lo que sucede es que el alma se hace más sensible, la conciencia más delicada, y el amor más exigente; o que las circunstancias externas hacen que se manifiesten defectos, que antes estaban latentes. Pero en cualquier caso, ese conocimiento propio hay que entenderlo como una luz de Dios, como un estímulo de la gracia divina que nos urge a que seamos más humildes o a que vayamos más deprisa 666. 2. Lucha personal, no individualista ni solitaria. Los cristianos formamos un cuerpo en Cristo y hemos de contar con los demás, ayudándoles con la propia lucha y apoyándonos unos a otros. La Iglesia Santa es como un gran ejército en orden de batalla. Y tú, dentro de ese ejército, defiendes un "frente", donde hay ataques y luchas y contraataques 667. Ninguno de vosotros está solo, ninguno es un verso suelto: somos versos del mismo poema, épico, divino. Y a todos nos importa que se conserve íntegra esta unidad maravillosa, esta armonía, que nos hace fuertes y eficaces en el servicio de Dios, ut castrorum acies ordinata (Ct 6, 3), como un ejército en orden de batalla 668. 3. La mediación de María en la conversión. María, a quienes se acercan a Ella y contemplan su vida, les hace siempre el inmenso favor de llevarlos a la Cruz, de ponerlos frente a frente al ejemplo del Hijo de Dios. Y en ese enfrentamiento, donde se decide la vida cristiana, María intercede para que nuestra conducta culmine con una reconciliación del hermano menor –tú y yo– con el Hijo primogénito del Padre. Muchas conversiones, muchas decisiones de entrega al servicio de Dios han sido precedidas de un encuentro con María. Nuestra Señora ha fomentado los deseos de búsqueda, ha activado maternalmente las inquietudes del alma, ha hecho aspirar a un cambio, a una vida nueva. Y así el haced lo que Él os dirá (Jn 2, 5) se ha convertido en realidades de amoroso entregamiento, en vocación cristiana que ilumina desde entonces toda nuestra vida personal 669. 4. Devoción a los Ángeles Custodios para vencer en la lucha. Comentando las palabras del Evangelio con las que se concluye el relato de las tentaciones de Jesús en el desierto –"le dejó el diablo; y he aquí que se acercaron los ángeles y le servían" (Mt 4, 11)– escribe san Josemaría: Contemplemos un poco esta intervención de los ángeles en la vida de Jesús, porque así entenderemos mejor su papel –la misión angélica– en toda vida humana. La tradición cristiana describe a los Ángeles Custodios como a unos grandes amigos, puestos por Dios al lado de cada hombre, para que le acompañen en sus caminos. Y por eso nos invita a tratarlos, a acudir a ellos. (...) Sancti Angeli, Custodes nostri: defendite nos in proelio, ut non pereamus in tremendo iudicio. Santos Ángeles Custodios: defendednos en la batalla, para que no perezcamos en el tremendo juicio 670. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO NOVENO Los medios de santificación y de apostolado 1. NOCIÓN DE MEDIOS DE SANTIFICACIÓN Y DE APOSTOLADO 1.1. Los medios sobrenaturales 1.2. Los medios humanos 2. LA PARTICIPACIÓN EN LOS SACRAMENTOS 2.1. Vida sacramental 2.2. Santa Misa y confesión       2.2.1. Participación en la Eucaristía       2.2.2. Confesión frecuente       2.2.3. Santa Misa, Confesión y apostolado 2.3. Amor a la Liturgia       2.3.1. Participación activa       2.3.2. Observancia de las normas litúrgicas       2.3.3. Dignidad del culto litúrgico       2.3.4. "Un programa de vida cristiana" 3. LA ORACIÓN 3.1. La oración: "único modo de crecer en la familiaridad con Dios" 3.2. La oración mental       3.2.1. Naturaleza de la oración       3.2.2. El tema de la oración       3.2.3. Orar con toda el alma 3.3. La oración vocal y la "oración de los sentidos"       3.3.1. La unidad entre oración mental y oración vocal       3.3.2. La "oración de los sentidos" 3.4. la oración, medio de apostolado 4. LA FORMACIÓN CRISTIANA 4.1. Aspectos y cauces de la formación 4.2. La dirección espiritual       4.2.1. Los términos "dirección" y "espiritual"       4.2.2. Sujeto de la dirección espiritual       4.2.3. Conveniencia y modos de la dirección espiritual       4.2.4. Práctica de la dirección espiritual 5. APLICACIÓN DE LOS MEDIOS DE SANTIFICACIÓN 5.1. El plan de vida espiritual 5.2. "Normas de piedad" y "medios de formación" 5.3. CUmplimiento del plan de vida. "las normas son lo primero" CAPÍTULO NOVENO Los medios de santificación y de apostolado Pero... ¿y los medios? –Son los mismos de Pedro y de Pablo, de Domingo y Francisco, de Ignacio y Javier: el Crucifijo y el Evangelio... –¿Acaso te parecen pequeños? (Camino, n. 470) La santidad exige lucha. A este axioma, estudiado en el capítulo anterior, san Josemaría añade otro: el que desea luchar, pone los medios 1. ¿De qué medios dispone el cristiano en su lucha por la santidad?, ¿qué medios tenemos? –Los mismos que los primeros fieles, que vieron a Jesús, o lo entrevieron a través de los relatos de los Apóstoles o de los Evangelistas 2. En el siguiente texto menciona los dos primeros, a los que después añadirá un tercero. Los medios no han cambiado en estos veinte siglos de cristianismo: oración, mortificación y frecuencia de Sacramentos. Como la mortificación es también oración –plegaria de los sentidos–, podemos describir esos medios con dos palabras sólo: oración y Sacramentos 3. Otra forma de enunciarlos es la del punto de Camino que figura como encabezamiento de este capítulo: Pero... ¿y los medios? –Son los mismos de Pedro y de Pablo, de Domingo y Francisco, de Ignacio y Javier: el Crucifijo y el Evangelio... –¿Acaso te parecen pequeños? 4 "El Crucifijo y el Evangelio" no son unos medios distintos de "los sacramentos y la oración", sino sus símbolos más expresivos. De la Cruz manan los sacramentos, fuente de vida sobrenatural, principalmente la Eucaristía; y el Evangelio es la Palabra de Dios a la que el cristiano responde en la oración. Este modo de resumir los medios expresa la íntima unión entre ellos, porque la Cruz lleva al Evangelio y el Evangelio a la Cruz: la vida divina que recibimos en los sacramentos conduce al diálogo con Dios en la oración; y este diálogo desarrolla la vida sobrenatural de hijos de Dios. Junto a estos dos medios san Josemaría menciona, como decíamos, un tercero. Afirma que la charla personal de dirección espiritual que acostumbran a hacer periódicamente los fieles del Opus Dei es el medio de santificación más soberano 5 de que disponen, después de los sacramentos 6. Para comprender bien estas palabras, conviene hacer algunas observaciones: 1ª) Esa charla de dirección espiritual es uno de los cauces de la formación cristiana, pero no el único en el ámbito de la formación. Hay otros para recibirla, que san Josemaría también llama medios: por ejemplo, la formación doctrinal 7 o ese medio maravilloso de la corrección fraterna 8. Es decir, el tercer medio de santificación no es sólo la charla de dirección espiritual personal, sino la formación cristiana en general, que tiene varios aspectos y puede fluir por diversos conductos. 2ª) Aunque al hablar de la dirección espiritual como "medio soberano de santificación", san Josemaría se dirige directamente a los fieles del Opus Dei, sus palabras tienen un alcance más amplio si se entienden en el sentido de que la formación cristiana es un medio de santificación que todos necesitan, de un modo u otro. 3ª) Cuando dice "después de los sacramentos", deja claro que sólo quien ha recibido la vida sobrenatural en los sacramentos puede ser formado para encarnar cada vez más y mejor esa vida. La formación no es un medio secundario, del que se puede prescindir, como se verá cuando hablemos de la relación de estos tres medios con los tres munera Christi, de los cuales ninguno es accesorio. Los tres medios de santificación que acabamos de enunciar serán el tema principal del presente capítulo, pero no el único: además de estos medios, que son "sobrenaturales", hay también unos "medios humanos". Para abarcar a todos, trataremos de aclarar primero la noción de "medios de santificación", que comprende unos y otros; a continuación hablaremos de los medios sobrenaturales en conjunto, para distinguirlos entre sí, y de los medios humanos también en conjunto. En tercer lugar nos detendremos en cada uno de los tres medios sobrenaturales por separado; no haremos lo mismo con los medios humanos porque son ilimitados. Finalmente estudiaremos el "plan de vida espiritual" que propone san Josemaría, es decir, el modo concreto de emplear los medios de santificación que sugiere. 1. NOCIÓN DE MEDIOS DE SANTIFICACIÓN Y DE APOSTOLADO El sustantivo "medio" designa algo necesario o conveniente para conseguir un fin. El fin que se busca con los "medios de santificación" es el fin último: la santidad, la unión con Dios en la gloria, que comienza o se incoa en la vida presente por la gracia santificante, participación en la Vida íntima de la Santísima Trinidad. Los "medios de santificación" son, pues, medios para participar en la Vida divina. A la vez, son también medios de que dispone el cristiano para llevar a otros a participar en esa Vida: es decir, "medios de apostolado". Lo hemos repetido a menudo: la vida cristiana, como vida en Cristo, es necesariamente participación en su misión; por eso, los medios de santificación son también y siempre medios de apostolado. En adelante, al hablar de "medios de santificación" estaremos empleando un modo abreviado de decir "medios de santificación y de apostolado", excepto cuando distingamos expresamente entre medios empleados para la propia santificación o para el apostolado. Lógicamente, el uso de los medios depende de la intención que se tenga de tender al fin. Si el deseo de santidad y el afán apostólico son débiles, el recurso a los medios será precario e incierto; si son fuertes, se pondrán los medios con determinación. Y viceversa, la decisión con la que se actúan los medios manifiesta la resolución de tender al fin último. En los escritos sobre la vida espiritual, la expresión "medios de santificación" tiene frecuentemente un sentido muy amplio que comprende realidades diversas, como la misma gracia creada, la caridad y las demás virtudes, los sacramentos, la Revelación divina, la oración... San Josemaría no es una excepción. Es más, designa también como medios de santificación el trabajo y el cumplimiento de los deberes ordinarios 9, la lucha interior 10 y otras muchas realidades como las "industrias humanas" para la presencia de Dios 11, las jaculatorias 12, los instrumentos materiales para el apostolado 13... Esta amplitud se explica porque todo lo que no es el fin último puede ser considerado bajo algún aspecto como medio para alcanzarlo. Sin embargo, resulta necesario preguntarse si todas estas realidades son "medios de santificación" en el mismo sentido. Parece claro que la respuesta es negativa. Algunas de estas realidades anticipan ya el fin último –por ejemplo, la gracia santificante o la caridad–, y por eso no las consideramos "medios": la gracia santificante no es "medio" para la gloria, sino anticipo de la gloria; igualmente la caridad y las virtudes informadas por ella, como perfecciones del sujeto, incoan de algún modo la perfección de la gloria. Sí que son "medio" las gracias actuales que Dios envía, pero aquí no las consideramos porque hablaremos sólo de las acciones del cristiano. Lo que es medio de santificación es la correspondencia a las gracias actuales. Incluso se podría afirmar que es "el único medio" porque en el origen de todos los medios que el cristiano puede poner está siempre la gracia actual. En este sentido escribe san Josemaría: tienes todos los medios para coronar el edificio de tu santificación: la gracia de Dios y tu voluntad 14. Sin embargo, su enseñanza sobre los medios no se queda en este principio general, ni se puede limitar a esto nuestro estudio. Aunque los medios de santificación se resuman en la correspondencia a las gracias que Dios envía, aquí se trata de detallar qué medios ha de poner el cristiano para corresponder a esas gracias divinas, según la enseñanza de san Josemaría. Tampoco es propiamente "medio" la lucha cristiana; desde luego, hace falta luchar para poner los medios de santificación, pero la lucha en sí misma no es un medio para amar, sino una cualidad del amor a Dios en la vida presente. Otras realidades como el trabajo y la vida familiar y social, no son el fin último ni tampoco lo anticipan. Pueden llamarse "medios" de santificación porque a través de estas realidades se puede avanzar hacia la santidad. De hecho, san Josemaría habla, por ejemplo, del trabajo como "medio" de santificación. Pero hay que discernir. Sin duda no es un "medio sobrenatural" de santificación, porque el trabajo de por sí no santifica a la persona que trabaja o a los demás: hace falta santificarlo para que sea santificador (y precisamente para esto –para santificarlo– hacen falta unos "medios sobrenaturales" que veremos después). En cambio, se puede decir que el trabajo y las relaciones familiares y sociales son "medios humanos" de santificación. Pero, cuando se habla así, es preciso distinguirlos conceptualmente de otros "medios humanos" que sirven sólo para poner en práctica los medios sobrenaturales, como, por ejemplo, madrugar para ir a Misa o servirse de un libro para hacer un rato de oración, que pueden ser "medios humanos" para participar en la Misa o para hacer oración. ¿Qué fundamento tiene esta distinción? Mientras que el trabajo profesional posee un sentido y un valor en sí mismo, de modo que quien busca santificarlo se pondría a trabajar aunque después no lo santificara, el único sentido de "madrugar para ir a Misa" es el de ser "medio para ir a Misa" (evidentemente se puede madrugar por otros motivos, pero para quien lo hace con el fin de participar en la Misa solamente tiene razón de medio). Por este motivo se puede decir que el trabajo no es sólo "medio" humano de santificación, sino "materia" que hay que plasmar y "camino" o "lugar" de santificación (o que es medio en cuanto que es materia, lugar y camino de santificación). San Josemaría no se detiene a distinguir entre lo que es "materia" de santificación (además de medio) y lo que es solamente "medio" de santificación, pero la distinción está implícita en su predicación y nos resulta necesaria para exponer teológicamente sus enseñanzas: concretamente para justificar que, en este capítulo, al hablar de "medios humanos de santificación" apenas nos referiremos a aquellos que son también "materia" de santificación, pues ya hemos tratado de ellos en el capítulo 7º. A lo anterior hay que añadir que derivadamente se llaman "medios humanos de santificación" también los objetos o instrumentos que sirven para realizar esas acciones: el despertador para madrugar o el libro que sirve para hacer oración, o las "industrias humanas" para cultivar la "presencia de Dios", en las que nos detendremos después. Más en general, son medios humanos de santificación y apostolado los "medios económicos", los edificios, los vehículos y otros instrumentos semejantes que resultan necesarios o convenientes para la santificación personal y el apostolado (que incluye múltiples tareas de formación y de servicio: desde un centro de enseñanza a un hospital). San Josemaría suele denominarlos "medios materiales" 15, distinguiéndolos por lo general de los "medios humanos" 16 que son las acciones que tienen por objeto usar esos medios materiales, además de otras que se dirigen a poner los medios sobrenaturales. Las consideraciones precedentes nos allanan el camino para precisar la diferencia fundamental entre los medios sobrenaturales 17 y los medios humanos 18 de santificación y de apostolado, distinción a la que san Josemaría alude varias veces, como cuando exhorta a poner todos los medios humanos y sobrenaturales 19. "Medios humanos" son medios "por los que" o "a través de los que" se puede avanzar hacia la santidad. Así se dice, como hemos visto, que "por medio del trabajo" (y de los deberes familiares y sociales) o "a través del trabajo" y del cumplimiento de esos deberes, se puede crecer en santidad; o también que madrugando o "por medio del madrugar", si resulta necesario o conveniente para ir a Misa, se puede crecer en santidad. En cambio, los "medios sobrenaturales" son medios "en los que" se crece en santidad, porque en sí mismos la comunican a quienes los emplean debidamente. Estos medios –ya los hemos mencionado anticipadamente– son la participación en los sacramentos, la práctica de la oración y la formación cristiana. Santo Tomás de Aquino distingue entre tres tipos de medios: 1º) el medio "por el que" se alcanza el fin (medio per quod: p.ej., una demostración explicada en un libro es medio por el que se conoce una verdad); 2º) el medio "bajo el que" se alcanza el fin (medio sub quo: p.ej., la propia luz o agudeza mental es medio bajo el que se comprende una verdad); y 3º) el medio "en el que" se alcanza el fin (medio in quo: p.ej., un espejo es medio en el que una persona se ve, al mismo tiempo que ve el espejo) 20. Los dos primeros tipos de medios son como herramientas con las que se alcanza el fin; en cambio, en el tercero está presente de algún modo el fin, se entra en "contacto" con el fin. Pues bien, los medios humanos de santificación y de apostolado son medio en el sentido de los dos primeros (per quod y sub quo), mientras que los medios sobrenaturales son medio en el último sentido (in quo). Conviene observar que, en castellano, cabe entender el "por" y el "a través" en el sentido de "en": por ejemplo, la expresión "por medio (o a través) de la participación en la Eucaristía se alcanza la santidad" equivale a "en la participación en la Eucaristía se alcanza la santidad". Incluso es más frecuente hablar de medios "por los que" se obtiene algo, que de medios "en los que" se obtiene eso mismo. De ahí que se pueda emplear sin inconveniente la primera expresión en el sentido de la segunda. Así lo haremos a menudo a lo largo del capítulo. Por ejemplo, hablaremos de medios "por los que" se participa en la naturaleza divina (los sacramentos) en el sentido de medios "en los que" se participa en ella. Pero no se deben confundir estos medios con aquellos otros, como el trabajo o la vida familiar, en los que no se recibe la gracia, sino que son la materia que ha de ser elevada por la gracia. A éstos se les designa más propiamente como medios "por los que", aunque también se puede hablar de ellos como medios "en los que", a causa de la correlación entre las preposiciones "por" y "en". ¿Por qué decimos que "la participación en los sacramentos" es medio sobrenatural de santificación y no que lo son, simplemente, "los sacramentos"? ¿Por qué son medios sobrenaturales la práctica de la oración y de la dirección espiritual, y no, simplemente, "la oración" o "la dirección espiritual"? Conviene considerar que hay realidades que en sí mismas son "instrumentos" para la unión con Dios: los sacramentos, instituidos para comunicar la gracia a quien los recibe con buenas disposiciones; la Palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura y transmitida en la Tradición de la Iglesia, que se ordena a que podamos conocer y amar a Dios; y el oficio de guiar con vistas a la santidad. No son realidades profanas que pueden ser materia o medio humano de santificación, sino realidades santas en sí mismas, esencialmente ordenadas a la santidad. Pero estos "instrumentos" sólo llegan a ser "medios sobrenaturales de santificación" cuando se usan de hecho. Sólo entonces son medios "en los que" se crece en santidad. Un sacramento es medio de santificación cuando un fiel bien dispuesto participa de él; la Sagrada Escritura es medio de santificación cuando se responde a la Palabra de Dios en el diálogo de la oración; y el oficio de guiar a la santidad se convierte en medio de santificación cuando se acude, de hecho, a medios de formación cristiana. Por esto, llamamos medios sobrenaturales de santificación alas acciones que tienen por objeto el uso de los instrumentos de santificación 21; concretamente, repetimos: participar en los sacramentos, hacer oración (mental y vo cal) –dedicando unos espacios de tiempo exclusivamente a la oración y también rezando mientras se realizan actividades que no requieren toda la atención de la mente– y recibir formación cristiana 22. Por su parte, los "medios humanos" de santificación y de apostolado no son unos pocos sino muchos: todas las acciones humanas que resultan necesarias o convenientes para poner los medios sobrenaturales, así como aquellas que tienen por objeto el uso de los medios materiales, según hemos dicho. 1.1. LOS MEDIOS SOBRENATURALES Una premisa puede ayudarnos a considerar la distinción y unidad de los medios sobrenaturales. La santificación es crecimiento en santidad; y la santidad es participación en la naturaleza y en la vida divinas. En Dios, naturaleza y vida se identifican; en nosotros, siendo inseparables, cabe distinguir entre la participación en la naturaleza divina, que se realiza por la infusión de la gracia, ya en los niños bautizados; y la participación consciente y libre en la vida divina de conocimiento y de amor, lo que acontece sólo en quienes tienen uso de razón: un niño recién nacido puede recibir los sacramentos de la iniciación cristiana 23 y con ellos la gracia santificante, pero no puede expresar y desarrollar esa vida mediante la oración, que requiere actos libres de conocimiento y de amor. En este sentido podemos distinguir, para estudiar después con orden las enseñanzas de san Josemaría al respecto, dos primeros géneros de medios sobrenaturales: a) medios en los que se recibe una participación en la naturaleza divina, o –lo que es lo mismo– medios para recibir la gracia santificante junto con los demás dones que se ordenan a la santificación de la persona. Estos medios se resumen en la participación en los sacramentos; b) medios en los que se participa conscientemente en la vida divina sobrenatural de conocimiento y amor, o –lo que es lo mismo– en los que se desarrolla la participación en la vida divina mereciendo un aumento de gracia. Estos medios se condensan en la oración. La santidad alcanza al ser y al obrar. Así, Dios ha dispuesto unos medios para elevar nuestra naturaleza y reforzar esa elevación (los sacramentos), y otros medios para que vivamos y obremos santamente (la oración, que se ha de traducir en obras de cumplimiento de la Voluntad divina). Tanto los sacramentos como la oración son necesarios para la santificación de quien tiene uso de la libertad. El cristiano necesita recibir la gracia santificante por medio de los sacramentos para realizar los actos sobrenaturales de conocimiento y amor, pero no es suficiente. La progresiva santificación de la persona reclama también la oración. San Josemaría expresa en los siguientes términos la conjunción de ambos medios: ¡Pan y palabra!: Hostia y oración. Si no, no vivirás vida sobrenatural 24. Estos dos tipos de medios sobrenaturales están intrínsecamente unidos. La participación en los sacramentos se ordena a la vida de oración como la semilla a la planta y al fruto 25. A su vez, la oración estimula a acudir a los sacramentos para robustecer la participación en la naturaleza divina, de modo análogo a la raíz que se robustece al crecer la planta porque "respira" a través de ella. Sería muy pobre una participación en los sacramentos que no llevara a la oración (y al cumplimiento de la Voluntad divina, plasmándose la oración en obras), lo mismo que una oración que no llevara a los sacramentos, sobre todo a la Eucaristía 26. Ya hemos adelantado que, junto a la vida sacramental y a la práctica de la oración, san Josemaría considera también como medio de santificación la formación cristiana que se puede recibir por diversos cauces, entre los que destaca la dirección espiritual. La conexión de la formación cristiana con los otros dos medios puede verse como un correlato de la unidad de los tria munera Christi. En efecto, la santificación –unión con Dios– se realiza siempre por medio de Cristo, pues "uno solo es el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre" (1Tm 2, 5); y, como sabemos, la mediación de Jesucristo tiene tres aspectos inseparables: santificar, enseñar y guiar a la santidad, que pueden verse en relación con las palabras de Jesús: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14, 6) 27. Nos santifica porque es la Vida: su Humanidad Santísima llena de gracia es la fuente de vida sobrenatural que nos hace santos; nos enseña porque es la Verdad, la plenitud de la Revelación; y nos guía porque es el Camino para alcanzar la santidad: sólo puede ser santo quien le sigue y permite que Cristo se forme en él (cfr. Ga 4, 19). Nuestra unión con el Mediador se realiza en la Iglesia que, constituida como un organismo estructurado por el sacerdocio común y el ministerial, ejerce en favor de sus miembros (y a través de ellos) los tria munera de Cristo: da la vida divina en los sacramentos, enseña la verdad salvadora, y guía hacia la santidad. En correspondencia con este triple oficio, los medios de santificación son los actos que el cristiano pone para recibir la mediación sacerdotal de Cristo en la Iglesia por esos tres cauces: participar en los sacramentos, hacer oración y recibir formación cristiana. La unidad de la "formación cristiana" con los otros dos medios de santificación puede entenderse por tanto como fundada en la unidad del triplex munus Christi et Ecclesiae. El fiel cristiano, además de recibir la vida sobrenatural en los sacramentos y de responder a la Palabra de Dios en la oración, tiene necesidad de ser guiado a la santidad. El oficio de "guiar" es el de "formar" a Cristo en el cristiano: de encaminarle a la participación en los sacramentos y a la oración –donde recibe la vida sobrenatural y crece en familiaridad con Dios– y de orientarle en el uso de la libertad para que desarrolle las virtudes que le configuran con Cristo. La unidad de los tria munera pone de manifiesto la importancia de la formación y permite comprender por qué san Josemaría insiste tanto en ella (como veremos en el apartado 4 de este capítulo). Una observación terminológica. Hemos dicho antes que la "santificación" nos llega a través los tres munera Christi, sin embargo uno de ellos es el de "santificar". Esto no significa que los otros dos no santifiquen, sino que pone de manifiesto la unidad intrínseca de los tres. Cuando el término "santificar" se refiere a los tres munera, comprende toda comunicación y aumento de vida sobrenatural (por medio de los sacramentos o de la oración o de la formación cristiana); cuando se refiere sólo al primero, indica únicamente la comunicación de la gracia ex opere operato a través de los sacramentos. Hasta aquí hemos hablado de los sacramentos, la oración y la formación en cuanto medios sobrenaturales de santificación propia. Ahora veremos en qué sentido son también medios para procurar la santificación de los demás: es decir, medios sobrenaturales de apostolado. 1º) Esto es así, ante todo, porque, al santificar a quien los usa, sus efectos redundan en la santificación de los demás por la Comunión de los Santos. San Josemaría lo recuerda con frecuencia para estimular la responsabilidad de cada uno: La labor de nuestra santificación personal repercute en la santidad de tantas almas y en la de la Iglesia de Dios 28. 2º) El segundo motivo es una aplicación del anterior al apostolado con quienes están más próximos. Al unir al cristiano con Cristo, los medios de santificación hacen que sea mejor instrumento para que esas personas con las que se relaciona se unan a Él: es decir, para cooperar en la transmisión de la vida sobrenatural a los que tiene más cerca. San Josemaría comenta en este sentido un texto del Evangelio: Al meditar aquellas palabras de Nuestro Señor: Yo, por amor de ellos me santifico a Mí mismo (...), percibimos con claridad nuestro único fin: la santificación, o bien, que hemos de ser santos para santificar 29. Pedro Rodríguez pone de relieve que, en todo el capítulo de Camino dedicado a los "los medios" 30, se observa "una fuerte presencia del concepto de "instrumento": el cristiano, el apóstol, es sólo instrumento en las manos de Dios" 31. No un instrumento inerte de la acción de Cristo, sino un miembro vivo de su Cuerpo, que coopera con la Cabeza para transmitir a otros la vida sobrenatural. Cuanto más intensa sea su unión con la Cabeza por el uso de los medios de santificación, mejor instrumento será para comunicar a otros la vida de Cristo (cfr. Jn 15, 5). Desde luego, esta tarea excede al cristiano absolutamente. Sin embargo, san Pablo enseña que "Dios ha escogido lo necio del mundo para confundir a los sabios; la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes (...) de manera que ningún mortal pueda gloriarse ante Dios" (1Co 1, 27-29). En esta línea, san Josemaría considera que Dios siempre emplea instrumentos desproporcionados: para que se vea que la "obra" es suya 32. Pero a la vez hace considerar que el Señor espera que los instrumentos hagan lo posible para estar bien dispuestos: y tú has de procurar que nunca falte esa buena disposición tuya 33. ¿A qué disposición se refiere? Sin duda, a la santidad personal, a la unión con Dios, que hace ser buenos instrumentos para el apostolado. La insistencia en esta idea es continua: Es preciso que seas "hombre de Dios", hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. –Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida "para adentro" 34. Puesto que los medios de santificación conducen al cristiano a ser "hombre de Dios" y, en consecuencia, buen instrumento de apostolado, son también, en este sentido, medios de apostolado. 3º) El último texto de san Josemaría que se acaba de citar no se refiere sólo a la calidad del instrumento sino también a su acción. Los dos aspectos se han de distinguir. Por una parte, los medios de santificación son medios de apostolado, por lo que hemos dicho en el párrafo anterior (porque al unir con Dios hacen que el cristiano sea mejor instrumento para transmitir la vida sobrenatural); pero también porque con ellos implora y obtiene la gracia divina para otros. San Josemaría lo expresa cuando escribe en Camino: Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en "tercer lugar", acción 35. No hay duda de que aquí se refiere a los medios para el apostolado (resulta explícito en otro texto semejante: Oración. Expiación. Acción. ¿Acaso ha tenido, ni puede tener jamás, otro modo de ser el verdadero apostolado cristiano? 36). La oración, que es medio de santificación, aparece aquí como medio de apostolado. No menciona la participación en los sacramentos, pero lo hace en otras ocasiones, cuando exhorta, por ejemplo, a ofrecer la Santa Misa por intenciones apostólicas 37; tampoco nombra la formación cristiana en este momento, pero sí cuando habla de formación apostólica o para el apostolado 38. En este punto de Camino, todos los medios sobrenaturales están condensados en la "oración" (con la "expiación", que es otra forma de oración: oración de los sentidos 39). La intención de san Josemaría es únicamente destacar la primacía de estos medios sobre los humanos, resumidos a su vez en la "acción". Es decir, la oración –compendio de los medios sobrenaturales de santificación– es el primer medio de apostolado, no sólo porque quien ora crece en santidad, sino porque implora y alcanza la gracia divina para que los demás se acerquen a Dios y se conviertan a su vez en apóstoles. "Rogad, pues, al señor de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 38); con estas palabras, Cristo se dirige a todos y a cada uno de los cristianos. Nadie está dispensado: ni por razones de edad, ni de salud, ni de ocupación 40. Todos los que han recibido la misión apostólica han de acudir a la oración como medio para llevarla a cabo. 4º) Por último, los medios de santificación son medios de apostolado porque son los medios que el cristiano ha de ofrecer a otros. En su labor apostólica les ha de invitar a participar en los sacramentos, enseñarles a orar y proporcionarles formación cristiana para que Cristo se "forme" en ellos. Pero el cristiano no sólo ofrece a otros unos medios de santificación exteriores a él, sino que, de algún modo, los brinda también en sí mismo. Por la gracia divina, Cristo vive en él y el Espíritu Santo inhabita en él. Es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 41 Tiene, por tanto, un poder de santificar, de comunicar la Palabra de Dios y de mostrar el camino de la santidad. La realidad de que "la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios" 42, se refleja de algún modo en cada fiel que posee vida sobrenatural. La Iglesia enseña y guía a través de sus miembros, y también santifica por medio de ellos, no sólo porque pueden actuar de diversos modos como ministros de los sacramentos, sino porque ellos mismos son, en cierto sentido, sacramento, si están unidos vitalmente a la Cabeza, si tienen la vida de Cristo. A esto apuntan las siguientes palabras de san Josemaría, en las que pasa de considerar a la Iglesia como sacramento a contemplar la acción del cristiano que recibe la vida sobrenatural y es enviado a cooperar en su propagación. La Iglesia es eso: el signo y en cierto modo –no en el sentido estricto en el que se ha definido dogmáticamente la esencia de los siete sacramentos de la Nueva Alianza– el sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo. Ser cristiano es haber sido regenerado por Dios y enviado a los hombres, para anunciarles la salvación 43. Entre el "haber sido regenerado" a la vida sobrenatural y el ser "enviado a los hombres para anunciarles la salvación", hay una íntima conexión. El anuncio de la salvación es pleno cuando logra que otros participen de la vida sobrenatural, y ésta es la misma con la que uno ha sido regenerado. Aunque no es el cristiano quien la comunica, sino sólo Dios, su cooperación no es meramente exterior. Cuando san Pablo escribe a los Gálatas: "hijos míos, por quienes padezco otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros" (Ga 4, 19), o cuando asegura a los Corintios: "aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, no tenéis muchos padres, porque yo os engendré en Cristo Jesús" (1Co 4, 15), es consciente de que la vida sobrenatural de Cristo que desea para los demás, está en él (cfr. Ga 2, 20), y se sabe instrumento para comunicarla: no un instrumento separado de la Humanidad de Cristo, fuente de la gracia (cfr. Jn 1, 16), sino vitalmente unido, aunque no se considere digno de ser llamado apóstol (cfr. 1Co 15, 9) y reconozca su flaqueza (cfr. Rm 7, 15-25). La comprensión que Dios concedió a san Josemaría del misterio de la unión con Cristo –comprensión que le permitió hablar del cristiano como ipse Christus– le condujo a expresar la hondura de la misión apostólica en estos términos: llevar a Cristo hasta nuestros hermanos, siendo nosotros mismos Cristo 44; [el Señor] nos llama a identificarnos con Él, para realizar –en el lugar donde estamos– su misión divina 45. Ciertamente el cristiano ha de procurar acercar a otros a las fuentes de la gracia en las que él mismo bebe, pero también puede darles, de algún modo, de su propia agua. No porque él sea fuente de la gracia, sino porque está unido a la fuente, que es Cristo (cfr. Jn 1, 16) 46. San Josemaría advertía en sí mismo un no sé qué santificador, que hace que se enciendan las almas de muchos 47. Notaba, sorprendido y agradecido que, al estar en contacto con él, entraban "en contacto" con Cristo. Esto ayuda a comprender mejor lo que significa para él que el apostolado haya de ser una superabundancia de tu vida "para adentro" 48: no es sólo que la unión con Cristo impulse a la acción apostólica, sino que la misma Vida sobrenatural de Cristo que posee quien está unido a Él "rebosa" o "se desborda" de algún modo en los demás. Se entiende así también la insistencia de san Josemaría en el "apostolado personal de amistad y confidencia" 49, porque la amistad profunda que une al cristiano con sus amigos es cauce para que entren en contacto con Cristo y reciban su Vida. 1.2. LOS MEDIOS HUMANOS Puede parecer contradictorio hablar de "medios humanos de santificación", si se tiene en cuenta que la santificación sólo puede ser fruto de la acción divina. San Josemaría lo afirma categóricamente: Es verdad que tú no pones nada de tu parte, que en tu alma todo lo hace Dios 50. Pero estas palabras, en el contexto de sus enseñanzas, no son una invitación a alguna forma de quietismo pues, con la misma fuerza con que proclama que la única causa eficiente de la santidad es Dios, afirma la necesidad de corresponder a la gracia dedicando nuestros mejores esfuerzos como si todo dependiera de uno mismo 51. Entre estos "esfuerzos" se cuentan los "medios humanos" de santificación y apostolado: acciones con un objeto humano que el cristiano realiza para recibir un aumento de vida sobrenatural y dar frutos, bajo la acción de las gracias actuales. El cristiano sólo puede poner medios humanos en la santificación si le mueve la gracia de Dios. La expresión "medios humanos" no debe llevar a engaño. No indica unos medios que el cristiano emplea sin contar con Dios. Aunque se trata de acciones que por su objeto están al alcance de las fuerzas humanas, no podría ordenarlas a la santificación sin la ayuda de gracias actuales, impulsos en la voluntad y luces en el entendimiento que hacen posible que esas acciones sean "medios humanos de santificación". Los "medios humanos" no producen la santificación como los medios sobrenaturales, pero o bien permiten poner estos últimos o bien hacen posible que sean eficaces. Veamos estos dos puntos, comenzando por el último. – Medios humanos son el cumplimiento de los propios deberes profesionales, familiares y sociales, que constituyen la materia de santificación. Por ejemplo, quien desee santificarse en el trabajo, no basta con que acuda a los medios sobrenaturales, que frecuente los sacramentos, haga oración...; ha de poner también unos medios humanos, ante todo la acción misma de trabajar con perfección 52. Igualmente, además de acudir a unos medios de formación en los que se aprenden las virtudes cristianas, y de acudir a los sacramentos y a la oración implorando la gracia divina para vivirlas, será necesario adoptar una serie de medios humanos para desarrollarlas. A uno que escribe a san Josemaría para comunicarle que se ha propuesto mejorar en varios aspectos de fondo, le responde: Bien. –Pero, ¿qué medios pones para que esos propósitos resulten eficaces? 53 Por ejemplo, quien se proponga mejorar en la santa pureza, tendrá que emplear, además de los medios sobrenaturales, otros humanos como la guarda de la vista, el aprovechamiento del tiempo, la huida de las tentaciones, etc. Lo mismo vale para todas las virtudes humanas: cada una reclama a unos medios humanos para cultivarla y san Josemaría apremia a ponerlos: ¡No sé vencerme!, me escribes con desaliento. –Y te contesto: Pero, ¿acaso has intentado poner los medios? 54. – Particular importancia revisten los medios humanos que resultan necesarios o convenientes para poner por obra los medios sobrenaturales. Por ejemplo, para participar en la santa Misa cada día o con frecuencia, será necesario planificar la jornada para no desatender los propios deberes, informarse del horario de Misas, quizá tomar un medio de transporte, etc. Igualmente, quien desea dedicar un tiempo diario a la oración (medio sobrenatural), tendrá que organizar su horario, aprovechar mejor el tiempo, tal vez prescindir de algún entretenimiento, etc. Entre estos últimos medios se encuentran los que san Josemaría suele llamar "industrias humanas": recordatorios que sirven como despertador de la presencia de Dios 55 o despertador del espíritu contemplativo 56. Las evoca en un punto de Camino: Emplea esas santas "industrias humanas" que te aconsejé para no perder la presencia de Dios: jaculatorias, actos de Amor y desagravio, comuniones espirituales, "miradas" a la imagen de Nuestra Señora... 57 Como se ve en este texto y en las dos breves frases citadas en el párrafo anterior, las "industrias humanas" se pueden entender de dos modos: o como breves "jaculatorias, actos de Amor y desagravio...", o bien como objetos o eventos que cumplen la función de "despertadores" para elevar el corazón a Dios. En el primer caso son "medios sobrenaturales", porque se trata de actos de oración. En cambio, en el segundo caso las "industrias humanas" no son ya las jaculatorias o las comuniones espirituales, sino "medios humanos" que sirven de recordatorio para realizar esos actos. San Josemaría se refiere a las "industrias humanas" en este último sentido: Brotarán de tu alma más actos de amor, jaculatorias, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Y esto, mientras atiendes tus obligaciones: al descolgar el teléfono, al subir a un medio de transporte, al cerrar o abrir una puerta, al pasar ante una iglesia, al comenzar una nueva tarea 58. "Industrias humanas" pueden ser desde una cruz u otra imagen sagrada colocada a la vista en el lugar de trabajo 59 hasta un cambio cualquiera en las usanzas diarias que ayude a recordar un propósito. Los medios humanos para tender a la santidad son tan variados y numerosos como los actos humanos que se puedan ordenar a Dios. En los párrafos anteriores hemos mencionado sólo algunos ejemplos, pero en las enseñanzas de san Josemaría se encuentran otros muchos en forma de consejos prácticos para la vida cristiana, que en modo alguno resulta posible recoger aquí. Nos hemos de conformar con haber apuntado el concepto. Pasemos ahora a los medios humanos en el apostolado, recordando de nuevo el punto de Camino que coloca la "acción" en tercer lugar, muy en "tercer lugar" 60, después de la oración y de la expiación. El mandato de Cristo –"id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado" (Mt 28, 18 s.)– muestra la necesidad de poner unos medios humanos, concentrados en ese "id". San Pablo lo recuerda: "¿Cómo oirán [el Evangelio] sin alguien que predique?" (Rm 10, 14). San Josemaría entiende que no hay que caer en la cómoda pasividad de quienes abusan temerariamente de la Providencia divina y esperan unos auxilios extraordinarios, que el Señor no tiene por qué dar, si no ponemos los medios humanos que están a nuestro alcance 61. De modo subordinado a los medios sobrenaturales, la misión apostólica reclama también unos medios humanos: "acción" apostólica, de muy diverso tipo. Por ejemplo, para dar formación cristiana habrá que estudiar, que es un medio humano 62; para hablar de Dios a un amigo, habrá que concertar una cita o visitarle... Los hijos de Dios han de poner al servicio de la misión apostólica sus capacidades humanas, los talentos que Dios les ha confiado, pocos o muchos. El Señor nos ha concedido, además de la gracia de la fe, talentos, cualidades. (...) Hemos de poner esos talentos, esas cualidades, al servicio de todos: utilizar esos dones de Dios como instrumentos para ayudar a descubrir a Cristo 63. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: negociad, mientras vengo (Lc 19, 13). Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos 64. Que la "acción" se encuentra "en tercer lugar", después de la oración y de la expiación 65, significa que éstas –los medios sobrenaturales, en general– son prioritarias, no que la acción carezca de importancia. San Josemaría recalca su necesidad comentando la parábola de los invitados a las bodas. "Entonces dijo el señor a su siervo: "Sal a los caminos y a los cercados y obliga a entrar [compelle intrare], para que se llene mi casa" (Lc 14, 23). Obligadles a entrar, empujadles, traedles a mí, que todo esto quiere decir ese compelle intrare del Evangelio, perfectamente compatible con el más delicado respeto a la libertad de las almas, y absolutamente contrario a la pasividad, a la pereza o al respeto humano (...). Es preciso moverse, romper esa costra de comodidad que a veces nos detiene. No se puede estar pasivo; es necesario meterse en la vida de los demás, como Cristo se ha metido en la vida tuya y en la mía 66. En este punto se plantea una posible perplejidad: Yo, ¿por qué me voy a meter en la vida de los demás? Y responde: ¡Porque tengo obligación, por cristiano! ¡Porque Cristo se ha metido en vuestra vida y en la mía!, como se adentró en la de Pedro y en la de Pablo, en la de Juan y en la de Andrés... Y los Apóstoles aprendieron a hacer lo mismo. Si no, después de recibir aquel mandato expreso del Maestro: id y predicad..., no se habrían movido, y se hubieran quedado solos los Doce: no habría Iglesia 67. Pero no se trata sólo de "ir". La acción apostólica incluye también buscar y emplear los instrumentos y recursos humanos convenientes. Cuando Jesús envía por primera vez a sus discípulos a anunciar el Reino de los Cielos les dice: "No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tengáis dos túnicas" (Lc 9, 3); pero poco antes de la Pasión, cuando les habla de su misión futura, les indica: "Ahora, en cambio, el que tenga bolsa, que la lleve; y lo mismo con la alforja; y el que no tenga, que venda su túnica y compre una espada" (Lc 22, 36). El Señor cuenta con el uso de medios humanos. La organización de la tarea evangelizadora; la construcción material de lugares de culto con el empleo de recursos económicos que esto requiere; la promoción de instituciones culturales, educativas o asistenciales, en unión con otros ciudadanos que compartan el ideal de infundir espíritu cristiano en la sociedad o, al menos, los valores de la ley moral natural; la planificación de las actividades formativas...: todos estos medios y otros de muy diverso tipo, son "el bastón, la bolsa, las alforjas...": medios humanos para llevar a cabo la misión recibida de Cristo. San Josemaría apela a la responsabilidad de todos para aparejar estos medios: He aquí una tarea urgente: remover la conciencia de creyentes y no creyentes –hacer una leva de hombres de buena voluntad–, con el fin de que cooperen y faciliten los instrumentos materiales necesarios para trabajar con las almas 68. Esta "tarea urgente" se ha de realizar confiando en Dios que mueve los corazones. No faltarán los medios necesarios si se buscan con rectitud de intención 69. Como se ve en la última cita, se dirige a todas las personas de buena voluntad, "creyentes y no creyentes", porque las labores en las que invita a colaborar representan un servicio al bien común de la sociedad. De ordinario no son confesionales ni oficialmente católicas, aunque son ciertamente labores apostólicas, que irradian espíritu cristiano. Esto no se opone al respeto a la libertad de las conciencias, sino que lo reclama. En la enseñanza de san Josemaría estos instrumentos son inseparables del apostolado personal de amistad y de confidencia, que les otorga su plenitud de sentido porque a fin de cuentas el apostolado se dirige a las personas una a una. ¡No pueden tratarse las almas en masa! (...) porque cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo 70. Se comprende por esto la energía con la que sale al paso del peligro de trastocar el carácter de "medios" para la santificación personal y el apostolado también personal, que es propio de estas iniciativas: El instrumento, el medio, no debe convertirse en fin. –Si, en lugar de su peso corriente, una azada pesase un quintal, el labrador no podría cavar con esa herramienta, emplearía toda su energía en acarrearla, y la semilla no arraigaría, al quedar inutilizada 71. El fin (...) es, de una parte, la santificación personal, y de otra, fomentar la perfección cristiana en el mundo. Universidades, residencias universitarias, una escuela de hogar... ¿Esos son fines? No. Del mismo modo que la pala y la azada no son fin del campesino, sino medios para labrar la tierra 72. A lo largo de su vida impulsó vigorosamente un gran número de iniciativas apostólicas de este tipo 73, dejando claro su criterio para evaluarlas: Yo mido la eficacia y el valor de las obras por el grado de santidad que adquieren los instrumentos que las realizan 74. Incluso la misma búsqueda de medios económicos y materiales para disponer de instrumentos apostólicos adecuados se ha de convertir en medio de santificación propia y de los demás. Antes que los medios en sí, lo que pretende san Josemaría es la colaboración de las personas que pueden proporcionarlos, porque sabe que actuando así –al dar de lo suyo–, se dan ellos y mejoran. Sigue el ejemplo de Jesús que quiso servirse de los pocos panes y peces que tenía un muchacho, para obrar el grandioso milagro de multiplicarlos y alimentar a una multitud (cfr. Mt 14, 17 ss.). Él podía sacar el pan de donde le pareciera..., ¡pues, no! Busca la cooperación humana: necesita de un niño, de un muchacho, de unos trozos de pan y de unos peces. –Le hacemos falta tú y yo, ¡y es Dios! –Esto nos ha de urgir a ser generosos, en nuestra correspondencia a sus gracias 75. Este planteamiento refleja un orden que no se ha de perder de vista. Como en la multiplicación de los panes, los frutos dependen de la acción de Dios, no de los medios humanos de que se dispone: "Si el Señor no edifica la casa, en vano se fatigan los que la construyen" (Sal 126, 1) 76. No se ha de trastocar este orden depositando la confianza en los medios humanos antes que en Dios. San Josemaría pone en guardia ante esta tentación, que se puede presentar de muchos modos. Escribe, por ejemplo: No fíes nunca sólo en la organización 77. Y añade: Qué pérdida de tiempo y qué visión tan humana, cuando todo lo reducen a tácticas, como si ahí estuviera el secreto de la eficacia. –Se olvidan de que la "táctica" de Dios es la caridad, el Amor sin límites 78. Si el apostolado se transformara en una empresa meramente humana; si se olvidara que al confiar la misión apostólica el Señor dijo a los suyos: "Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 19); si se perdiera de vista que "ni el que planta es nada, ni el que riega, sino el que da el crecimiento, Dios" (1Co, 3, 7)..., entonces, por más medios humanos que se pusieran, por grandes que fueran los recursos, no habría verdadero fruto sobrenatural. A lo sumo sería apariencia de fruto. San Josemaría no se cansa de recordarlo: Sin mí nada podéis hacer, ha dicho el Señor. –Y lo ha dicho, para que tú y yo no nos apuntemos éxitos que son suyos. –"Sine me, nihil!..." 79. Por el contrario, la falta de medios humanos, cuando no se debe a voluntaria dejadez, no es un freno para la labor apostólica. Dios quiere que sus obras, confiadas a los hombres, salgan adelante a base de oración y de mortificación 80. Un punto de Camino expresa estas ideas con una "fórmula": En las empresas de apostolado, está bien –es un deber– que consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides ¡nunca! que has de contar, por fortuna, con otro sumando: Dios + 2 + 2... 81 Contar con el "otro sumando" en vez de regirse por cálculos humanos, es el origen de la audacia en el apostolado. No hagas caso. –Siempre los "prudentes" han llamado locuras a las obras de Dios. –¡Adelante, audacia! 82 ¡Dios y audacia! 83, es un lema que se repite en la predicación de san Josemaría desde los comienzos; expresa una actitud vibrante de fe, de esperanza y de amor que transforma la conciencia humilde de la propia debilidad en pujanza divina: Echa lejos de ti esa desesperanza que te produce el conocimiento de tu miseria. –Es verdad: por tu prestigio económico, eres un cero..., por tu prestigio social, otro cero..., y otro por tus virtudes, y otro por tu talento... Pero, a la izquierda de esas negaciones, está Cristo... Y ¡qué cifra inconmensurable resulta! 84 También en este caso, la enseñanza de san Josemaría está asentada en su propia experiencia, concretamente en las lecciones que aprendió al llevar a cabo su misión de fundar el Opus Dei: Os aseguro –lo he tocado con mis manos, lo he contemplado con mis ojos– que, si confiáis en la divina Providencia, si os abandonáis en sus brazos omnipotentes, nunca os faltarán los medios para servir a Dios, a la Iglesia Santa, a las almas (...). En los primeros años, carecíamos hasta de lo más indispensable (...). Sabíamos que, buscando el reino de Dios y su justicia, lo demás se nos concedería por añadidura (cfr. Lc 12, 31). Y os puedo asegurar que ninguna iniciativa apostólica ha dejado de llevarse a cabo por falta de recursos materiales: en el momento preciso, de una forma o de otra, nuestro Padre Dios con su Providencia ordinaria nos facilitaba lo que era menester, para que viéramos que Él es siempre buen pagador 85. Los evangelistas relatan dos "pescas milagrosas", una antes y otra después de la Resurrección (cfr. Lc 5, 1-11; Jn 21, 1-14). San Josemaría comenta muchas veces estos textos, encontrando multitud de enseñanzas sobre la vocación cristiana a la santidad y al apostolado. Contempla la llamada de Jesús: "Seguidme y os haré pescadores de hombres" (Mt 4, 19), y comenta que el Señor ha ido a buscar a los suyos en el ejercicio de su profesión para realizar ahí la misión apostólica 86. Considera la respuesta generosa de los Apóstoles que "dejadas todas las cosas, le siguieron" (Lc 5, 11), lo que no significa que para ir en pos de Cristo sea preciso apartarse del "mundo" cambiando de estado o abandonando la profesión: habéis sido llamados –predica– para seguir pescando en el mar del mundo, para seguir ejercitando vuestra profesión, para seguir en el mismo ambiente en que os encontrabais 87. Precisamente la profesión es medio y lugar de apostolado y el prestigio profesional "anzuelo de pescador de hombres" 88. Medita que fuera de la red de Cristo, muchos viven sin caridad y sin comprensión. Se devoran los hombres unos a otros, como los peces 89; y concluye que a nosotros nos toca meterlos en la red divina y hacer que se amen, viviendo la caridad de Jesucristo 90. Es la red del amor, el espacio de la libertad. No se pescan hombres contra su voluntad, no se entra por la fuerza en la barca de Pedro que es la Iglesia. Lo subraya con otra idea: A los hombres –como a los peces– hay que cogerlos por la cabeza 91: iluminando la inteligencia con la doctrina cristiana, porque seguir a Jesús es ir tras la verdad que hace libres (cfr. Jn 8, 32), no una decisión voluntarista y sin razón. En todos estos comentarios están implicados los medios humanos para el apostolado. Donde más claramente aparecen es en el mandato de Jesús de "echar las redes" para pescar, que compendia los tres puntos que hemos señalado antes al esquematizar los "medios": a) el trabajo profesional llevado a cabo con competencia, es medio, ámbito y lugar de apostolado; b) la acción de los discípulos ("echar las redes") es medio para cumplir el mandato apostólico; y c) los mismos instrumentos (las redes) son medio. Antes de subir Jesús a la barca, los discípulos se habían fatigado inútilmente, trabajando por su cuenta 92. Pero cuando ponen los medios humanos confiando en Él, obtienen una gran pesca. Muchas veces he meditado la respuesta de Pedro: in verbo autem tuo laxabo rete (Lc 5, 5). Hay un sentido de plena seguridad en Jesucristo: porque Tú lo dices, porque Tú lo quieres, haré esto y cualquier otra cosa que me mandes. Lo haré con confianza, sin miedo. Sin miedo trabajaré, hablaré, me afanaré en lo que sea necesario 93. El milagro es sólo de Jesús, pero Él quiere la colaboración de los suyos. Esa colaboración no consiste en poner unos determinados medios humanos "por cuenta propia", sino en ponerlos confiando en Él: "sobre tu palabra echaré las redes" (Lc 5, 5). Sólo así los medios humanos adquieren un sentido sobrenatural, que es la razón última de su eficacia como medios de santificación. Asimismo el cristiano atraerá a otros a Cristo si, además de los medios sobrenaturales, pone con generosidad y audacia los medios humanos a su alcance: meterse en la barca, empuñar los remos, izar las velas, y lanzarse a ese mar del mundo que Cristo nos entrega como heredad. Duc in altum et laxate retia vestra in capturam! (Lc 5, 4): bogad mar adentro, y echad vuestras redes para pescar 94. Cada uno entenderá las metáforas –los remos, las velas, la barca...– de acuerdo con su vocación específica y con sus circunstancias. Lo que san Josemaría enseña es válido para todos. No nos detenemos más en los medios humanos. Detallarlos requeriría mucho espacio porque las enseñanzas de san Josemaría son muy amplias en este campo. Pero nos parece que hemos tratado los conceptos principales. En lo que resta del capítulo nos centramos en cada uno de los medios sobrenaturales de santificación y de apostolado –sacramentos, oración, formación– porque son, sin duda, los medios en sentido más propio, ya que en sí mismos comunican la vida sobrenatural o la incrementan. 2. LA PARTICIPACIÓN EN LOS SACRAMENTOS En la célebre homilía pronunciada a cielo abierto en el campus de la Universidad de Navarra del 8 de octubre de 1967, san Josemaría desplegaba, con términos antiguos y nuevos en su predicación, el panorama del encuentro con Dios en la vida ordinaria que venía predicando desde hacía casi cuarenta años. Para comunicar el mensaje de que Dios llama a la mayor parte de sus hijos, a los que ha otorgado la vida sobrenatural en el Bautismo, a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana 95, hacía ver que hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir 96. Después lo corroboraba evocando la realidad de los sacramentos: ¿Qué son los sacramentos –huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos– sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales? 97 Esta secuencia de ideas nos permite mostrar la profunda coherencia, que san Josemaría advierte, entre la llamada a la santificación en medio del mundo y la economía sacramental. Por una parte, el cristiano es, en cierto modo, como un "sacramento" porque Cristo vive en él –éste es el mysterium, como dice san Pablo (cfr. Col 1, 27)– y quiere manifestarse a los demás a través de él. Si es consecuente con su identidad, su existencia será como un signo de esa presencia del Señor e instrumento para que otros se encuentren con Él en la vida cotidiana. San Josemaría lo expresa vivamente: Cristo vive en el cristiano (...). La vida de Cristo es vida nuestra, según lo que prometiera a sus Apóstoles, el día de la Última Cena: Cualquiera que me ama, observará mis mandamientos, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él(Jn 14, 23) (...). Por lo tanto, deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña 98. No hace falta explicar que el cristiano no es un sacramento en el sentido en que lo son los siete sacramentos, como tampoco lo es la Iglesia en ese mismo sentido; pero tanto en la Iglesia como en el cristiano hay –en diverso modo– una realidad sacramental. La Iglesia es eso: el signo y en cierto modo –no en el sentido estricto en el que se ha definido dogmáticamente la esencia de los siete sacramentos de la Nueva Alianza– el sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo. Ser cristiano es haber sido regenerado por Dios y enviado a los hombres, para anunciarles la salvación 99. Por otra parte, en un orden diverso, san Josemaría considera que también hay "un algo santo, divino" escondido en las situaciones más comunes, lo que le hace pensar en una cierta analogía con los sacramentos, en los que se nos da la vida divina a través de medios materiales. Desde luego, esto no significa que las situaciones comunes o las realidades materiales sean otros tantos "sacramentos", pero sí que esas situaciones y realidades no son indignas de encerrar "un algo divino" que invita al diálogo con Dios –vida contemplativa– y que el cristiano puede descubrir movido por el Espíritu Santo y desvelar a otros. Teniendo en cuenta estos dos aspectos –que en un hijo de Dios hay una vida sobrenatural y que en las actividades nobles hay " algo divino" (que incluye su último destino sobrenatural en Jesucristo 100)–, se puede decir que en la enseñanza de san Josemaría hay una especial "continuidad" entre la participación en los sacramentos 101 y la santificación personal en y a través de las actividades humanas. Ve los sacramentos como "huellas de la Encarnación del Verbo", huellas por las que el cristiano debe transitar para tomar contacto con la Humanidad Santísima de Jesucristo y recibir su vida sobrenatural: vida de la que ha de ser portador como hijo de Dios en Cristo, instrumento para que la reciban los demás, y que ha de desplegar en la existencia cotidiana descubriendo ese quid divinum escondido en las situaciones más comunes. El cristiano que recibe la vida sobrenatural por medio de los sacramentos se identifica con Cristo y puede "respirar" tranquilamente esa vida y desarrollarla cuando ejerce las actividades cotidianas, hasta las más materiales, porque también en ellas hay un " algo divino" escondido. Según esto, la vida de un hijo de Dios ha de ser una "vida sacramental", en dos sentidos que es preciso distinguir sin separarlos. El primero, en cuanto vida que se caracteriza por la participación asidua en la celebración litúrgica de los sacramentos, donde recibe la Vida sobrenatural de Cristo. El segundo es como la prolongación existencial del anterior: la vida del cristiano ha de ser una "vida sacramental" porque le corresponde ser instrumento de Cristo para ponerle en la entraña de todas las actividades humanas y para que los demás se encuentren con Él 102. San Josemaría no alude explícitamente a estos dos sentidos, pero la distinción está implícita tanto en los textos que hemos visto como en los que citaremos después. Una observación terminológica. San Josemaría habla algunas veces de "vida sacramental" y otras de "vida litúrgica". Se podría pensar que la primera es más adecuada para designar el carácter sacramental de toda la existencia cristiana, y la segunda para la participación en las celebraciones litúrgicas de los sacramentos (culto público y santificación de los fieles). Sin embargo, en san Josemaría son expresiones intercambiables. Por ejemplo, habla de la urgencia de la vida sacramental 103, para referirse a la participación en los sacramentos; y, en cambio, dice que vida litúrgica es vida de amor 104 que se extiende a toda la jornada. Aquí la terminología es secundaria; lo que interesa retener es la distinción conceptual. La distinción entre estos dos sentidos es necesaria para sopesar los textos de san Josemaría. Fijémonos, por ejemplo, en las siguientes palabras: Cuando se abandonan voluntariamente [los sacramentos], no es posible dar un paso en el camino del seguimiento de Jesucristo: los necesitamos como la respiración, como el circular de la sangre, como la luz, para apreciar en cualquier instante lo que el Señor quiere de nosotros 105. O bien en estas otras: Si se abandonan los Sacramentos, desaparece la verdadera vida cristiana 106. En ambos casos se pueden entender como una simple repetición de la doctrina tradicional, pero en nuestra opinión contienen una característica específica, pues san Josemaría no se está refiriendo a la vida cristiana en general, sino concretamente a la de quien busca la santidad en medio del mundo. Si se tiene esto en cuenta, se puede percibir que sus palabras contienen algo nuevo: la conexión entre los dos modos de entender la "vida sacramental". El cristiano necesita participar asiduamente en los sacramentos –"vida sacramental" en el primer sentido– para tener "vida sacramental" en el segundo sentido. Necesita los sacramentos "como la respiración", "como el circular de la sangre". Son imágenes que hacen referencia a la vida humana y que por eso mismo hacen ver que los sacramentos han de configurar toda la biografía del cristiano, su ser y su obrar cotidiano: han de darle la conciencia de que Cristo está presente en él y de que hay "un algo divino" en las actividades humanas nobles que ha de descubrir con la gracia del Espíritu Santo, para recibir el don de la vida contemplativa, la vida propia de un hijo de Dios en su quehacer cotidiano: una "vida sacramental" en sentido global, que es prolongación existencial de la primera. Cuando san Josemaría dice: No olvidéis que vida litúrgica es vida de amor; amor a Dios Padre, por Jesucristo en el Espíritu Santo, con toda la Iglesia, de la que tú formas parte 107, quiere enseñar que la "vida litúrgica" (sinónimo aquí de "vida sacramental") se ha de extender al trabajo y a la vida familiar y social, sin reducirse a la participación litúrgica en los sacramentos. Con trazos fuertes describe la deformación que derivaría de esa reducción: el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino 108. La conexión entre los dos modos de entender la "vida sacramental" resulta patente sobre todo cuando se trata del vínculo entre la participación litúrgica en la Eucaristía y el empeño por hacer del día entero una Misa: Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar... 109 Pero antes de detenernos en la Eucaristía conviene que hablemos de cómo se articulan o se ordenan entre sí los siete sacramentos, para obtener una idea más precisa de la vida sacramental del cristiano. 2.1. VIDA SACRAMENTAL Teniendo en cuenta lo que acabamos de ver sobre la extensión del concepto de "vida sacramental", nos podemos concentrar en lo específico de este capítulo: la participación en los sacramentos. No olvidaremos sin embargo el otro aspecto, la configuración de toda la vida del cristiano, al que haremos diversas referencias. En el siguiente texto san Josemaría traza un bosquejo general de cómo los sacramentos vertebran la vida cristiana: [Dios] nos ha hecho hijos suyos por el bautismo y, en la confirmación, nos da la fortaleza del guerrero. Luego, como conoce nuestra naturaleza y nuestra debilidad y nos llama a la más íntima unión con Él, nos alimenta con su Cuerpo y con su Sangre en la Eucaristía; y como es tan bueno, en el sacramento de la penitencia perdona nuestros pecados y nos da la fuerza necesaria para volver de nuevo a la lucha, para no pecar. Y cuando llega el momento de la muerte, en el umbral mismo de la eternidad, nos fortalece con la unción de los enfermos. Por el orden, en cambio, la Iglesia se gobierna y multiplica espiritualmente, y por el matrimonio se aumenta corporalmente (Conc. de Florencia, Bula Exsultate Deo, 22-XI-1439: DS 1311) 110. Damos por supuesta la doctrina católica sobre los sacramentos como medios de santificación. San Josemaría recuerda los elementos fundamentales en diversas ocasiones y, de modo sistemático, en la Carta apenas citada del 19 de marzo de 1967, donde subraya, sirviéndose de textos del Magisterio, que los siete sacramentos han sido instituidos todos por Jesucristo, que son forma visible de la gracia invisible, y que no sólo contienen la gracia, sino que la confieren a los que dignamente los reciben 111. Además recuerda que comunican una participación en el sacerdocio de Cristo, para cooperar en la obra de la Redención mediante el ejercicio del sacerdocio común o del ministerial 112, y que otorgan gracias actuales, o llevan consigo la promesa de ellas, que capacitan para vivir de acuerdo con la gracia de cada sacramento. Menos frecuente es la consideración de los sacramentos como huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos 113. San Josemaría indica con estos términos un elemento clave de su comprensión de la "vida sacramental" (presente en autores antiguos, según sus propias palabras): la relación con la Humanidad de Jesucristo. Por medio de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía, el cristiano entra en "contacto" espiritual con la Humanidad Santísima de Cristo y recibe de la plenitud de su vida sobrenatural que luego ha de desplegar en todas sus actividades, santificándolas. Esta relación con la Humanidad del Señor se encuentra en continuidad con una explicación de santo Tomás de Aquino, sin reducirse a ella: "El sacramento obra como instrumento en la producción de la gracia. Ahora bien, el instrumento puede estar separado, como el bastón, o unido, como la mano. El instrumento separado es movido mediante el instrumento unido, como el bastón es movido por la mano. La causa eficiente principal de la gracia es Dios mismo, en relación al cual la Humanidad de Cristo es como un instrumento unido, y el sacramento como un instrumento separado. Por tanto, es necesario que la virtud salvífica se derive de la Divinidad de Cristo a los sacramentos por medio de su Humanidad" 114. En esta línea, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma que los sacramentos "son como "fuerzas que brotan" del Cuerpo de Cristo" 115, "en ellos actúa Cristo mismo: es Él quien obra en sus sacramentos con el fin de comunicar la gracia que el sacramento significa" 116. El citado pasaje de la Carta de 1967 se limita prácticamente a esbozar la función de cada uno de los siete sacramentos, mencionándolos en rápida sucesión. Veamos ahora otros textos en los que san Josemaría se detiene algo más en el papel que les corresponde en el desarrollo de la vida de un hijo de Dios. 1º) Bautismo, Confirmación y Eucaristía. La vida sacramental posee una estructura que tiene como base los tres sacramentos de la iniciación cristiana 117: El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera 118. La primera parte de este texto se refiere al Bautismo, a la Confirmación y a la Eucaristía; la segunda, a la esencia de la vida de un hijo de Dios: el amor a Dios y a los demás, un amor como el del Corazón sacerdotal de Cristo que le lleva a dar la vida para que todos se salven. Estos tres sacramentos confieren la identidad ontológica de un hijo de Dios y son el fundamento de su despliegue. En el Bautismo el Espíritu Santo nos hace hijos de Dios y sacerdotes de Jesucristo e infunde la caridad de Cristo. La Confirmación nos fortalece para que obremos de acuerdo con lo que somos, desempeñando el sacerdocio de Cristo según la propia vocación y misión. La Eucaristía lleva al culmen la acción de los otros sacramentos, porque no sólo comunica la gracia de Cristo sino que pone al cristiano en contacto con la sustancia de su Humanidad Santísima, como anticipo de la identificación plena con Él en la gloria. Entre los tres sacramentos hay una profunda unidad: el Bautismo y la Confirmación se ordenan a la Eucaristía y, al participar en ésta, se actualiza la gracia recibida en los otros dos. Esta estructura interior de los sacramentos de la iniciación cristiana aparece con claridad en la predicación de san Josemaría. Veámoslo a partir del texto que acabamos de citar: a) Considera, ante todo, que el cristiano ha sido "injertado en Cristo por el Bautismo". En otro momento comenta que en el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo 119, que comienza a actuar con su gracia 120. El Bautismo reproduce en el cristiano la muerte y la resurrección de Jesucristo. Al entrar en el agua bautismal, muere al pecado para surgir con la vida nueva de Cristo resucitado (cfr. Rm 6, 3 ss.). Recibe la adopción divina, el don de la gracia y de la caridad: es un hijo de Dios (...) llamado a ser otro Cristo 121. Además, es constituido en miembro de la Iglesia, reunión de los que han sido bautizados y han renacido en Cristo 122. San Josemaría repite a menudo que todos los bautizados somos Iglesia 123: todos estamos llamados a edificarla con la santificación personal y el apostolado, según la vocación y misión específica de cada uno. En el Bautismo, el cristiano es hecho "divino y transmisor de lo divino" 124, al obtener una participación en el sacerdocio de Jesucristo. Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes 125. Todos reciben el sacerdocio común de los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que –siendo esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial– capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios 126. El Bautismo confiere a todos los cristianos una misión divina, que cada uno debe cumplir en su propio camino 127. Es difícil exagerar la importancia de este sacramento en la enseñanza de san Josemaría. De él arrancan las líneas centrales de su mensaje: la llamada de todos los fieles a la santidad; la filiación divina como fundamento de la vida espiritual de amor a Dios y a los demás; el sacerdocio común que permite al cristiano, y más específicamente al fiel laico, santificar el mundo desde dentro: misión que ha de llevar a cabo con libertad y responsabilidad personal, cooperando con el sacerdocio ministerial 128. Pero lo que ahora nos interesa subrayar es que, en la vida sacramental de cada fiel, el Bautismo es algo más que un hecho "histórico", del pasado. En la Carta a los Romanos, san Pablo hace ver que debe configurar la vida actual, llevando a buscar la santidad y a rechazar el pecado: "¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados para unirnos a su muerte? Pues fuimos sepultados juntamente con él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva" (Rm 6, 3-4). La enseñanza de san Josemaría se mueve en esta línea. Cuando en otro lugar del epistolario paulino se recuerda a los cristianos que han de considerarse "muertos al pecado", san Josemaría apostilla: a lo que es mundano, por el Bautismo 129. La conciencia del don recibido en el Bautismo reclama del cristiano, en el momento presente, afán de santidad y de apostolado; representa una constante llamada a la identificación con Cristo. b) Después habla, en el texto que estudiamos, de la Confirmación: el cristiano es habilitado para luchar por Cristo, por la Confirmación 130. Este sacramento perfecciona de modo específico el sacerdocio común recibido en el Bautismo, fortaleciendo al cristiano para que sea testigo de Cristo con su palabra y sus obras, incluso en un ambiente hostil. El aprecio de san Josemaría por este sacramento es grande. Habla del agua limpia del Bautismo, que regenera al alma, y del aceite balsámico de la Confirmación, que la fortalece 131. Lo ve como una infusión de fuerza para luchar por la santidad y el apostolado. En la Confirmación, escribe, la Tradición unánimemente ha visto siempre un robustecimiento de la vida espiritual, una efusión callada y fecunda del Espíritu Santo, para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el alma luchar –miles Christi, como soldado de Cristo– en esa batalla interior contra el egoísmo y la concupiscencia 132. La Confirmación es cauce de una nueva infusión de gracia para que la vida recibida en el Bautismo se desarrolle bajo la guía del Paráclito y sea verdaderamente una "vida según el Espíritu" (cfr. Rm 8, 5; Ga 4, 29). c) En tercer lugar se refiere al medio supremo de santificación, la participación en la Eucaristía. Los dones del Bautismo y de la Confirmación –la filiación divina adoptiva y la participación en el sacerdocio de Cristo– se ordenan a que el cristiano llegue a ser "una sola cosa con Cristo por la Eucaristía". Ésta es mucho más que un instrumento de comunicación de gracia: es el sacramento del derroche divino 133; en él se nos entrega Dios mismo 134. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad 135. Por este motivo hemos tratado de la Eucaristía en la Parte I, dedicada al fin último 136. Pero también es un medio porque en ella Dios se nos da bajo las especies del pan y del vino, empleadas por el Señor al instituir el memorial de su Sacrificio. Recibimos in sacramento a quien los santos ven en la gloria tal como es, cara a cara (cfr. 1Jn 3, 2; 1Co 13, 12). La Eucaristía es, en consecuencia, el medio supremo de santificación, pues realiza en la tierra del modo más perfecto posible la unión con Dios en Cristo y en la Iglesia. El Bautismo y la Confirmación alcanzan su meta en la celebración de la Eucaristía: en ella se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación. Cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús (Catecheses, 22, 3) 137. La Eucaristía permite el ejercicio acabado del sacerdocio común, pues gracias al Sacrificio del Altar el cristiano se puede ofrecer por Cristo, con Cristo y en Cristo a Dios Padre en la unidad del Espíritu Santo. De ahí que sea el centro y la raíz 138 de toda la vida cristiana, como ya se ha expuesto 139. No obstante, la superioridad de la Eucaristía como medio de santificación no significa que el Bautismo y la Confirmación queden relegados a simple preparación. La relación es más profunda, y está enunciada en las palabras apenas citadas: En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación 140. Pero antes de detenernos en esta relación conviene que hablemos de la Penitencia, que remite a los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación y mira también, como ellos, a la Eucaristía. 2º) El Sacramento de la Penitencia está íntimamente unido a los de la iniciación. Destinado a restaurar la identidad cristiana cuando se ha desfigurado o perdido por el pecado, prepara para la participación en la Eucaristía. El cristiano adulto que ha pecado gravemente, tiene necesidad de recibirlo antes de acceder a la Sagrada Comunión 141. Por eso, aunque la Penitencia no es sacramento de iniciación, tiene una relación con la Eucaristía análoga a la del Bautismo. Es como una "segunda tabla de salvación" 142 que permite recuperar la gracia bautismal, recobrar las fuerzas para la lucha y prepararse a participar dignamente en la Eucaristía, revestidos del traje nupcial (cfr. Mt 22, 11-12). La Penitencia "re-viste" de Cristo, como escribe san Josemaría aplicando en este sentido un texto paulino: "Induimini Dominum Jesum Christum" –revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, decía san Pablo a los Romanos. –En el Sacramento de la Penitencia es donde tú y yo nos revestimos de Jesucristo y de sus merecimientos 143. Al acudir a este sacramento, el cristiano ejerce el sacerdocio común del Bautismo y de la Confirmación, y se dispone para la Eucaristía, en la que el ejercicio de ese sacerdocio alcanza su momento máximo, porque llega a ofrecer toda su vida, por Cristo, con Él y en Él, en el Sacrificio del Altar. Estamos ahora en condiciones de ver la unidad de estos cuatro sacramentos. Aunque sólo dos de ellos, la Penitencia y la Eucaristía, se pueden reiterar, los otros dos no quedan en la sombra en la cotidianidad de un hijo de Dios. Cuando san Josemaría nos dice que el cristiano ha sido "injertado en Cristo por el Bautismo" y ha sido "habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación", se refiere ciertamente a hechos que han ocurrido en el pasado. Sin embargo, por la Comunión eucarística el injerto se llena de la vida de Cristo y se renueva el vigor para luchar por Él. Con otras palabras, cuando el cristiano participa en la Eucaristía se actualiza la gracia que ha recibido en el Bautismo y en la Confirmación. Algo análogo ocurre cuando recibe el Sacramento de la Penitencia, porque se restaura o fortalece la vida de la gracia y se recupera su vigor para cooperar en la transmisión de esa vida a otros. En definitiva, cuando el cristiano acude a la Penitencia o participa en la Eucaristía, además de emplear estos medios de santificación, actualiza también el Bautismo y la Confirmación: se reavivan los dones propios de estos otros sacramentos y dan su fruto. El Bautismo y la Confirmación se reciben sólo una vez, pero no son meros acontecimientos puntuales de la vida sacramental. San Josemaría se sirve de unas palabras de Pablo VI para inculcarlo en las almas: El Santo Padre lo ha dicho de una manera inequívoca: Es necesario volver a dar toda su importancia al hecho de haber recibido el santo Bautismo, es decir, de haber sido injertado, mediante ese sacramento, en el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia... El ser cristiano, el haber recibido el Bautismo, no debe ser considerado como indiferente o sin valor, sino que debe marcar profunda y dichosamente la conciencia de todo bautizado (Enc. Ecclesiam suam, parte I) 144. No es sólo que la conciencia de haber recibido este Sacramento (y lo mismo se puede decir de la Confirmación) deba permanecer viva a lo largo de la existencia del cristiano, como raíz de su dignidad de hijo de Dios y de su misión sacerdotal. En la base de esta conciencia se encuentra la realidad ontológica de que la gracia sacramental del Bautismo y de la Confirmación deben permanecer operantes en la vida del cristiano: y de hecho permanecen operantes gracias a la Penitencia y, sobre todo, a la Eucaristía. 3º) La Unción de enfermos. El sacramento de la Unción de enfermos pertenece de otro modo a la unidad de la vida sacramental. El cristiano recibe en él, ante la perspectiva del final de sus días terrenos, la gracia para unirse íntimamente a la Pasión y Muerte de Cristo. En la Unción de los enfermos (...) asistimos a una amorosa preparación del viaje, que terminará en la casa del Padre 145. Aunque sólo se administra cuando la última hora parece acercarse 146, el cristiano debe cultivar la intención de recibirlo a su tiempo y, en este sentido, pertenece a su vida sacramental como realidad presente. Análogamente a como el Bautismo y la Confirmación no son sacramentos "del pasado", la Unción de enfermos no es un sacramento "del futuro". Si se vive de cara a la vida eterna, no es algo lejano. San Josemaría se refería a veces a este sacramento cuando consagraba un altar. En una de estas ocasiones, comentaba: Nos han ungido cuando nos bautizaron, nos han vuelto a ungir cuando nos han administrado el Santo Sacramento de la Confirmación, y siempre añado que tendremos la alegría de recibir la Extremaunción, el último Sacramento que tiene instituido Jesucristo para facilitarnos el camino del Cielo 147. En otra ocasión semejante glosaba así la ceremonia: Acabo de ungir, con óleo santo, el altar. Esta piedra ya está consagrada; tanto, que se podrá celebrar, con toda dignidad, el Santo Sacrificio de la Misa. (...) Y yo pienso en que también a vosotros y a mí nos han ungido. En el Bautismo primero, y después en la Confirmación –repito siempre lo mismo, porque me conmueve–, y espero de la misericordia divina recibir la última: la Extremaunción, para ir bien ungido y santificado al otro mundo 148. La mención del Sacrificio de la Misa, motivada por la consagración del altar, pone implícitamente de manifiesto la relación entre la Unción de enfermos y la Eucaristía. Cuando el cristiano se asocia al misterio pascual de la Muerte y Resurrección del Señor en el Sacrificio eucarístico, al ofrecer su vida con Cristo al Padre, ofrece también su propia muerte. Para consumar este ofrecimiento, cuenta con el sacramento de la Extremaunción. Se puede decir, en consecuencia, que la participación en el Sacrificio eucarístico incluye, al menos implícitamente, el deseo del sacramento de la Unción de enfermos; y la Unción de enfermos se ordena a su vez a la participación en la Eucaristía, prenda de la vida eterna. 4º) Orden sacerdotal y Matrimonio. Los dos últimos sacramentos, el Orden sacerdotal y el Matrimonio, a los que san Josemaría dedica mucho espacio en su predicación 149, forman también parte de la vida sacramental de todo fiel cristiano, pero de modo distinto al de los demás. Subrayamos todo fiel cristiano, porque no afectan sólo a quienes los reciben. En estos casos es evidente que uno de ellos forma parte de su vida sacramental, pero de ordinario el otro quede excluido 150. Además, un considerable número de fieles no recibe ninguno de los dos 151. La pregunta es entonces: ¿qué representan para la vida sacramental de quienes no tienen la intención o la posibilidad de recibirlos? Para responder hay que valorar que Cristo los ha instituido para que algunos presten unos determinados servicios necesarios para todos: – El sacramento del Matrimonio está al servicio de la transmisión de la vida humana en orden al nacimiento a la vida divina, mediante la incorporación a la Iglesia en el Bautismo y, en último término, a la participación en la Eucaristía. El Matrimonio es un gran sacramento en el que se funda la familia cristiana, que ha de ser, con la gracia de Dios (...) escuela de santidad. Los padres son cooperadores de Dios 152. Lo que corresponde al designio de Dios es que los hijos nazcan en una familia fundada en el Matrimonio y que sean educados para vivir como hijos de Dios. – Por su parte, el sacramento del Orden está al servicio de la transmisión de la vida sobrenatural mediante una específica participación en el sacerdocio de Jesucristo. Es el sacramento del servicio sobrenatural a los hermanos en la fe 153. Esta es la identidad del sacerdote: instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado 154. Así como Dios ha establecido el Matrimonio para que los hombres cooperen en la transmisión de la vida natural, así ha establecido el sacerdocio ministerial para que cooperen de un modo peculiar en la transmisión de la vida sobrenatural. Aunque todos los cristianos pueden contribuir a esa transmisión gracias al sacerdocio común, sólo el obispo y el presbítero pueden celebrar la Eucaristía, alimento de la vida cristiana, y sólo ellos pueden perdonar los pecados. Mediante el Orden, Dios confía unos nuevos poderes para cooperar en la transmisión de la vida sobrenatural actuando in Persona Christi Capitis. Que la Iglesia y el mundo no puedan prescindir de los servicios para los que capacitan los sacramentos del Orden y del Matrimonio, no significa que estos sacramentos sean los más excelentes. Hay otros dones eminentes –por ejemplo, el celibato– que Dios no otorga por medio de un sacramento (cfr. 1Co 12, 4.22.31 y 13, 1 ss). Es más, ni el Orden ni el Matrimonio, ni el celibato, ni ningún otro don destinado al servicio de los demás, hacen de por sí santo al que lo recibe: sólo le confieren la gracia, por vía sacramental o no, para alcanzar la santidad ejerciendo esos servicios o ministerios. La esencia de la santidad es la caridad, el don más excelente, cuyo aumento se alcanza sobre todo en la Eucaristía, en la medida de las disposiciones del que participa en ella. Los sacramentos del Orden y del Matrimonio "están ordenados a la salvación de los demás. Contribuyen ciertamente a la propia salvación, pero esto lo hacen mediante el servicio que prestan a los demás" 155. Tienen, pues, una función importante en la vida de todos los fieles, también de aquellos que no los reciben. Estos no disponen de menos medios de santificación, porque ambos sacramentos han sido instituidos para su santificación, a través de otros. Por eso, todo cristiano debe amarlos profundamente, agradecerlos y verlos como cauces de dones divinos para sí mismo, para la Iglesia y para la humanidad entera. 2.2. SANTA MISA Y CONFESIÓN Centro y culmen de la vida sacramental es la participación en la celebración de la Eucaristía que se ha de prolongar, en cierto sentido, durante la jornada hasta transformarla en "una misa". Además, para prepararse a la Eucaristía, el cristiano adulto necesita de la Penitencia que, después del pecado, restaura la gracia del Bautismo y de la Confirmación. Eucaristía y Penitencia son los sacramentos que se reiteran habitualmente en la vida cristiana y san Josemaría les dedica amplio espacio en su enseñanza. Por eso nos detenemos ahora especialmente en ellos 156. 2.2.1. Participación en la Eucaristía En el capítulo 3º se habló con cierta amplitud de la Santa Misa en cuanto "fin" de la vida espiritual. Es el sacrificio en el que la tierra y el cielo se unen 157 para glorificar a la Santísima Trinidad; es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia 158 y, en consecuencia, el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano 159. Ahora nos centramos en la participación litúrgica en la Santa Misa, como "medio" para que toda la vida espiritual se dirija a su fin último. Concretamente nos limitamos a la participación interior, porque de la exterior hablaremos en el último apartado de esta sección, titulado "Amor a la liturgia" 160. Se trata ciertamente del medio principal, porque en la Santa Misa se renueva de modo incruento o se re-presenta sacramentalmente el acontecimiento en el que culmina la mediación de Jesucristo. En la Santa Misa, la Víctima y el Oferente son los mismos, aunque ahora Cristo ya no puede padecer –es Cristo glorioso– y se trata de un sacrificio incruento 161. Es el sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor 162, sacrificio de toda la Iglesia Santa 163: en definitiva, el mismo y único Sacrificio de la Cruz que Cristo ofrece al Padre por el ministerio del sacerdote en la plenitud del misterio pascual, uniendo su Cuerpo místico a esta oblación 164. Para que la Eucaristía sea realmente el medio principal de santificación –para que se obtenga de ella todo el fruto–, la participación de los fieles ha de ser activa: en primer lugar, interiormente. Pero, ¿qué significa "participación interior", para san Josemaría? Lo podemos resumir con unas palabras de su predicación oral. Primero invita a ser conscientes de qué es la Misa, presencia del único sacrificio del Calvario que Cristo ofrece siempre al Padre en la gloria celestial: considera que asisten los Ángeles. Piensa que estás haciendo o participando en una cosa divina... 165; a continuación describe las disposiciones que se han de fomentar: un deseo grande de imitar su humildad, su anonadamiento en la Hostia; y te llenarás de acciones de gracias, de adoración, de deseos de reparar, de peticiones. Y te ofrecerás con los brazos extendidos, como otro Cristo, ipse Christus, dispuesto a clavarte en el dulce madero, por amor a las almas 166. El cristiano ha de saberse implicado en la Santa Misa, y esto significa querer "morir y vivir con Él": morir a la propia voluntad –que en nuestro caso comporta rechazar el amor propio desordenado, con todas sus manifestaciones– y vivir la Vida sobrenatural de Cristo, vida de amor guiada por el Espíritu Santo para llevar a los hombres a la gloria eterna en el amor de Dios: ésa es nuestra aspiración fundamental al celebrar la Misa, como fue la de Cristo al entregar su vida en el Calvario 167. Todos los fieles ejercen su sacerdocio en la celebración de la Eucaristía. El presbítero –o en su caso el obispo– actúa in Persona Christi Capitis; los demás concurren a la ofrenda en virtud de su sacerdocio real, entregando la propia vida para corredimir con Cristo. "Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padre Todopoderoso" 168. Desde muy antiguo, el Orate fratres expresa la invitación a hacer propio el Sacrificio de Cristo, uniéndose a Él no de un modo simplemente intencional, sino de forma mucho más íntima y efectiva: Vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua; convencernos de que, para cada uno de nosotros, es éste un encuentro personal con Dios: adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purificamos, nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos 169: completamos en la propia vida lo que falta a la pasión de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia (cfr. Col 1, 24). San Josemaría habla apasionadamente de la participación interior en la Misa. Considera que en la celebración eucarística se unen el Cielo y la tierra 170, el tiempo y la eternidad 171: el presbítero y los demás fieles se adentran en la intimidad de Dios, que entrega a su Hijo por Amor a los hombres. Le faltan palabras para describir la intensidad que reclama ese sublime momento: Es tanto el Amor de Dios por sus criaturas, y habría de ser tanta nuestra correspondencia que, al decir la Santa Misa, deberían pararse los relojes 172. De ahí el consejo: Dile al Señor que, en lo sucesivo, cada vez que celebres o asistas a la Santa Misa, y administres o recibas el Sacramento Eucarístico, lo harás con una fe grande, con un amor que queme, como si fuera la última vez de tu vida. –Y duélete, por tus negligencias pasadas 173. El deseo de participar con amor en la celebración de los santos misterios culmina en el momento de la Comunión cuando se recibe no sólo la gracia santificante, como en los otros sacramentos, sino a su mismo Autor, Jesucristo nuestro Señor 174. Puede suceder que al comulgar el alma experimente afectos muy hondos de unión íntima con Cristo, que le hagan pregustar de algún modo la gloria. Otras veces no será así y no por eso deberá menguar el amor que busca la identificación con Cristo. Amad la Misa –encarece san Josemaría–. Y comulgad con hambre, aunque estéis helados, aunque la emotividad no responda: comulgad con fe, con esperanza, con encendida caridad 175. La falta de sentimientos no es más que una señal de la propia pobreza ante la sublimidad del Amor divino. Cuando se percibe así, puede convertirse en ocasión para ahondar en humildad y disponerse a recibir más gracia. El convencimiento de la indignidad personal no es impedimento para acercarse a la mesa del Señor, siempre que no se tenga conciencia de pecado grave. Aunque sea muy reciente la experiencia de la caída y se sienta la necesidad de purificación, no conviene abstenerse de comulgar si hay verdadera contrición y si, cuando fuera necesario, se ha recibido el sacramento de la Penitencia; al contrario, es un motivo para acudir prontamente a la Eucaristía: Comulga. –No es falta de respeto. –Comulga hoy precisamente, cuando acabas de salir de aquel lazo. –¿Olvidas que dijo Jesús: no es necesario el médico a los sanos, sino a los enfermos? 176 También la conciencia de haber participado con cierta rutina en la Santa Misa, o de no haber correspondido durante mucho tiempo a las gracias que manan de la Eucaristía y de no haberse dejado transformar, puede ser el punto de arranque para acercarse en lo sucesivo al Santísimo Sacramento con un mayor fervor y preparase a recibir más copiosamente sus frutos. ¡Cuántos años comulgando a diario! –Otro sería santo –me has dicho–, y yo ¡siempre igual! –Hijo –te he respondido–, sigue con la diaria Comunión, y piensa: ¿qué sería yo, si no hubiera comulgado? 177 En cualquier caso, toda preparación es poca: Hemos de recibir al Señor, en la Eucaristía, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!: con adornos, luces, trajes nuevos... –Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma 178. Apoyado en la realidad de que, mientras permanecen las especies consagradas, la presencia sacramental de Cristo perdura en quien le ha recibido, san Josemaría exhorta a saber encontrar, acabada la Misa, unos minutos para una acción de gracias personal, íntima, que prolongue en el silencio del corazón esa otra acción de gracias que es la Eucaristía 179. En alguna ocasión sugiere modos de orientar el diálogo con Jesucristo en esos momentos, siempre dentro de la recomendación general de conducirse con libertad e iniciativa propia: ¿Cómo dirigirnos a Él, cómo hablarle, cómo comportarse? No se compone de normas rígidas la vida cristiana, porque el Espíritu Santo no guía a las almas en masa, sino que, en cada una, infunde aquellos propósitos, inspiraciones y afectos que le ayudarán a percibir y a cumplir la voluntad del Padre. Pienso, sin embargo, que en muchas ocasiones el nervio de nuestro diálogo con Cristo, de la acción de gracias después de la Santa Misa, puede ser la consideración de que el Señor es, para nosotros, Rey, Médico, Maestro, Amigo 180. Concluimos este apartado volviendo a señalar que san Josemaría no separa la Eucaristía de la vida ordinaria; la vida litúrgica, entendida como participación asidua en las celebraciones litúrgicas, de la vida sacramental entendida como la condición "sacramental", en sentido analógico, del ser y de toda la vida cotidiana del cristiano. La participación intensa en el Sacrificio del Altar es así el mejor medio –la raíz de la que procede la fuerza vital– para santificar todas las demás acciones de la jornada haciendo del día entero una misa, fin de la vida espiritual en esta tierra. ¡Vive la Santa Misa! –Te ayudará aquella consideración que se hacía un sacerdote enamorado: ¿es posible, Dios mío, participar en la Santa Misa y no ser santo? –Y continuaba: ¡me quedaré metido cada día, cumpliendo un propósito antiguo, en la Llaga del Costado de mi Señor! –¡Anímate! 181 La participación en la Santa Misa se va convirtiendo de este modo en el centro en que convergen todas las acciones, así como durante la vida de Cristo en Nazaret todas sus obras estaban orientadas hacia el Calvario, donde consumó su obediencia por amor a la Voluntad del Padre. 2.2.2. Confesión frecuente "La fiel y generosa disponibilidad de los sacerdotes a escuchar las confesiones, a ejemplo de los grandes santos de la historia, como san Juan María Vianney, san Juan Bosco, san Josemaría Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y san Leopoldo Mandic´, nos indica a todos que el confesonario puede ser un lugar real de santificación" 182. La mención del ejemplo de san Josemaría en las anteriores palabras de Benedicto XVI, nos introduce en su enseñanza acerca de este medio de santificación 183. Ya se han hecho referencias al tratar de la lucha contra el pecado, pero sólo para señalar que el espíritu de penitencia se orienta esencialmente hacia este sacramento 184. Ahora hablaremos directamente del recurso al Sacramento de la Penitencia como medio de santificación. La Eucaristía es el centro de la vida de un hijo de Dios y la Penitencia se ordena a que participe dignamente en ella. San Josemaría insiste en que conviene acudir frecuentemente a la Penitencia y a la Comunión Eucarística 185. Como hombre de fe que desea corresponder amorosamente al don de la Eucaristía, va más allá de recordar la necesidad de confesarse antes de comulgar si se tiene conciencia de pecado mortal 186, orientando a las almas a cultivar una gran finura de conciencia: Amad a Jesús en el Sacramento Santísimo de la Eucaristía. Y una manifestación será confesaros bien, para que podáis acercaros a Él sin la menor preocupación. Antes confesar que recibir al Señor con una sombra 187. En los últimos años de su vida hubo de presenciar con dolor una profunda crisis de este sacramento en la Iglesia 188. No pocos sacerdotes dejaron de dedicarse a su administración individual y muchos fieles lo abandonaron. No se puede decir que lo primero fuera consecuencia de lo segundo, ni viceversa, pero entre ambos originaron una grave postergación de la Confesión sacramental como medio de santificación. Esta situación explica, a nuestro parecer, que san Josemaría intensificara su predicación acerca de este sacramento. En cuanto a las causas del abandono, ya hemos hablado de las más generales en el capítulo anterior, al tratar del espíritu de penitencia: la pérdida del sentido del pecado y cierta idea de renovación de la Iglesia como adaptación a la cultura secularizadora. Ahora nos centramos en otros motivos que se refieren concretamente a la práctica de la Confesión sacramental y que están asimismo en el trasfondo de las enseñanzas de san Josemaría. El principal es la disminución de la fe en el carácter sobrenatural de este sacramento, concretamente en la mediación de la Iglesia para el perdón de los pecados (reflejada en frases como: "no necesito confesarme a un sacerdote, me confieso directamente con Dios"). San Josemaría reacciona subrayando que el sacerdote en el confesonario es Cristo, es Dios; por eso puede decir: Ego te absolvo, yo te absuelvo de tus pecados 189. Más en general recuerda que la confesión sacramental no es un diálogo humano, sino un coloquio divino; es un tribunal, de segura y divina justicia y, sobre todo, de misericordia, con un juez amoroso que no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez 33, 11) 190. A estos y a otros aspectos del sacramento dedica una parte de la Carta dirigida en 1967 a los miembros del Opus Dei, en la que reafirma la doctrina de la Iglesia sobre los puntos más controvertidos en aquellos momentos. Acudiendo a textos del Magisterio, menciona las condiciones requeridas para recibir fructuosamente este sacramento: son como la materia de este sacramento los actos del mismo penitente, a saber, la contrición, confesión y satisfacción 191. Habla de la integridad de la confesión: de lo que es materia necesaria –todos los pecados mortales aun los más ocultos 192– y lo que es materia libre –los pecados veniales–, precisando que deben también explicarse en la confesión aquellas circunstancias que cambian la especie del pecado 193. En otras ocasiones se refiere repetidamente a la necesidad de acudir a la Confesión con el propósito de no ofenderle otra vez, pidiendo ayuda al Señor para cumplirlo 194; y resume la doctrina sobre la acusación de los pecados, aconsejando que la Confesión sea concisa, concreta, clara y completa 195. Dando por sentado que el deseo y la recepción (en el supuesto de que sea posible) del Sacramento de la Penitencia es necesaria para el perdón de pecados mortales 196, san Josemaría dedica una parte considerable de su predicación a la práctica de la Confesión periódica y frecuente de los pecados veniales y de las simples faltas, con el fin de recibir también en este sacramento fortaleza, orientación y ayuda espiritual 197. La práctica de la Confesión frecuente se había extendido en el pueblo cristiano a partir de la recomendación de san Pío X de recibir asiduamente la Eucaristía. En sintonía con esas disposiciones, que habían contribuido a superar los residuos de rigorismo jansenista, san Josemaría insiste en que no basta evitar los pecados mortales para cumplir la voluntad de Dios, y llegar a la santidad. Es preciso querer evitar también los veniales, y esforzarse por hacer positivamente lo que Dios quiere de nosotros 198. Y después de remitir a Pío XII, continúa: También para esto es un gran medio la confesión frecuente, la recepción habitual del sacramento de la penitencia mediante la confesión oral, que aumenta la gracia si ya se tiene, fomenta el arrepentimiento, facilita el conocimiento propio y la humildad, mortifica las raíces del pecado, excita el fervor y fortalece la voluntad en el amor 199. Muchas veces expone estas ideas con el estilo propio de sus catequesis, en las que conversaba con quienes le formulaban preguntas. He aquí una de sus respuestas: La Confesión es para perdonar los pecados graves y leves, y las faltas. No sé; tú, a lo mejor, eres impecable; pero yo estoy lleno de roña y siempre encuentro cosas que decir, siempre necesito el perdón de Dios y renovar la contrición por haberle ofendido durante toda mi vida. Pero, además, el Sacramento me da gracia y fortaleza para servir al Señor y seguir luchando. Por eso hay que ir con frecuencia a confesarse. Yo voy cada semana (...). Los que están hechos de carne y hueso, del barro del que estoy hecho yo, recibirán mucha ayuda de Dios frecuentando el Sacramento de la Penitencia 200. Por lo que se refiere a la periodicidad, generalmente recomienda, como se ve en la cita anterior, la confesión semanal, si las circunstancias lo permiten: Acudid semanalmente –y siempre que lo necesitéis, sin dar cabida a los escrúpulos– al santo Sacramento de la Penitencia, al sacramento del divino perdón 201. Este consejo, siendo sin duda una opción discrecional, está respaldado por una antigua tradición 202. Nos encontramos probablemente ante uno de los puntos en los que la experiencia y enseñanza de los santos constituye un "lugar teológico" que permite profundizar en la doctrina, en este caso sobre la función del Sacramento de la Penitencia en la vida espiritual. Las palabras que acabamos de citar señalan implícitamente dos extremos que deben evitarse: – Uno es considerar la periodicidad semanal como un intervalo fijo para todos los fieles. El recurso a la Confesión no puede estar sometido a una regla de este tipo, porque habrá situaciones en las que resulte físicamente imposible confesarse con esa frecuencia y porque, sobre todo, dependerá de las circunstancias de cada persona: "siempre que lo necesitéis", dice san Josemaría. Concretamente, quien ha cometido un pecado grave, debe no sólo arrepentirse sino buscar lo antes posible la absolución sacramental. También puede acudir con mayor frecuencia de la semanal quien ha caído en algún pecado venial y juzga con recta conciencia que es conveniente allegarse de nuevo a la Confesión para combatir la raíz de esa falta con las gracias específicas del sacramento. Sin embargo, ha de estar atento para no caer en el otro extremo al que nos referimos a continuación. – Si vale la comparación, puede ser poco razonable ir al hospital para curarse un rasguño. También sería un contrasentido pensar que cualquier falta hace necesaria la Confesión sacramental, reiterándola en exceso. Para salir al paso de esta deformación, san Josemaría avisa de que no se debe "dar cabida a los escrúpulos". El cristiano cae en faltas y pecados veniales cada jornada, pero la Confesión no es el único cauce para pedir y alcanzar el perdón de Dios. San Josemaría aconseja renovar los actos de contrición y cultivar el espíritu de conversión, como ya hemos visto 203. Sería un error pensar que la contrición sólo es eficaz en el sacramento de la Penitencia. Quien ordinariamente reiterase la Confesión más allá de la frecuencia aconsejada por los santos, podría acabar quitando valor a los actos de contrición fuera del sacramento de la Penitencia, lo que en último término le llevaría a perder el sentido de la contrición en el mismo Sacramento: apreciaría sólo la absolución, y podría caer quizá también en la enfermedad de los "escrúpulos". En resumen, por lo que se refiere a la frecuencia de los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia, san Josemaría recomienda la Comunión diaria y la Confesión semanal. La distinta periodicidad obedece a la función de cada uno. No se requiere la misma para alimentarse que para hacerse una revisión médica. Análogamente, resulta deseable recibir el alimento del alma diariamente, pero la frecuencia apropiada es otra si se trata de pedir perdón de las faltas y pecados que no sean graves. Detengámonos un momento en esa alteración del espíritu cristiano que acabamos de mencionar: los escrúpulos. Hemos visto que cuando san Josemaría aconseja ir semanalmente al sacramento de la Penitencia, no excluye que se pueda acudir a veces con más frecuencia. Por eso dice, en la última cita: "y siempre que lo necesitéis", pero añade inmediatamente: "sin dar cabida a los escrúpulos". Los "escrúpulos" son dudas infundadas acerca de si se ha cometido un pecado o se ha recibido válidamente la absolución sacramental. Para comprender cómo enfoca san Josemaría este tema conviene antes delimitar el campo. Pueden darse escrúpulos que proceden de un desequilibrio psíquico que trastorna el juicio moral haciendo ver pecados donde no los hay, o llevando a buscar nuevas garantías de que han sido perdonados. No nos detenemos en estos casos de patológica complicación interior, que pueden requerir a veces la intervención de un psicoterapeuta. Recordamos sólo que san Josemaría recomienda simplificar la vida interior. Es una orientación muy acorde con su espíritu de filiación divina, que lleva a tratar a Dios con la sencillez de un niño. Pueden darse también escrúpulos falsos: dudas sobre la comisión de un pecado que en realidad están fundadas. A esta situación se refiere un punto de Surco: Chapoteas en las tentaciones, te pones en peligro, juegas con la vista y con la imaginación, charlas de... estupideces. –Y luego te asustas de que te asalten dudas, escrúpulos, confusiones, tristeza y desaliento. –Has de concederme que eres poco consecuente 204. Estos "escrúpulos" denotan más bien falta de sinceridad y de rectitud de conciencia. Tampoco nos ocupamos de ellos aquí. Dejando esas situaciones aparte, nos referimos sólo a los escrúpulos propiamente dichos, que pueden sufrir incluso personas que corresponden generosamente a la gracia, como testimonia la hagiografía 205. Se trata de la preocupación injustificada por saber si se ha pecado en un determinado acto o si se ha rechazado una tentación tan prontamente como en teoría sería posible, preocupación que frecuentemente va acompañada de cierta tendencia a "asegurar" la amistad con Dios por el "uso correcto" de los medios de santificación, en lugar de abandonarse en su misericordia. Se busca –aparentemente por puro amor a Dios– una absoluta certeza de la propia limpieza moral, y no se valora bien ni el hecho de que nuestra libertad no es aún la libertad de la gloria, ni que nuestro amor siempre entraña lucha, ya que nunca está del todo exento de egoísmo. Para combatir los escrúpulos, san Josemaría ofrece consejos muy escuetos. No se detiene en largos razonamientos, que no servirían al escrupuloso, obcecado en estas materias. Sugiere emplear enérgicamente la voluntad y da explicaciones muy sencillas, suficientes para ponerla en movimiento. Van en la línea de confiar más en Dios y en quien tiene la misión de orientar la propia vida espiritual: ¡Todavía los escrúpulos! –Habla con sencillez y claridad a tu Director. Obedece... y no empequeñezcas el Corazón amorosísimo del Señor 206. Rechaza esos escrúpulos que te quitan la paz. –No es de Dios lo que roba la paz del alma 207. Dejando ya el tema de los escrúpulos queremos referirnos a otro consejo tradicional que san Josemaría hace suyo 208: el de acudir habitualmente, en la medida de lo posible, a un confesor que conozca las circunstancias personales del penitente. No hay duda de que todo sacerdote que tenga facultades ministeriales 209 es instrumento de Cristo Jesús y puede hacer de buen pastor absolviendo los pecados y tratando de guiar por el camino de la santidad. Está claro, sin embargo, que el Señor instituyó el Sacramento de la Penitencia no sólo para perdonar los pecados, sino para darnos fortaleza y para que tuviéramos ocasión de recibir una orientación y una ayuda espiritual 210. Estos últimos aspectos no son alternativos al primero. Al Sacramento de la Penitencia se acude siempre para pedir perdón (si no hubiera contrición y acusación de los pecados, no sería válido el Sacramento), pero además es cauce para recibir orientación y ayuda espiritual para la lucha por la santidad. Si se considera que, según las palabras de Jesús, el buen pastor conoce a sus ovejas y las llama por su nombre (cfr. Jn 10, 3.14), se entenderá que el instrumento más adecuado para proporcionar con regularidad esa "orientación y ayuda espiritual" es el sacerdote que conoce bien al penitente y sabe el camino por el que Dios le llama a la santidad. En este sentido escribe san Josemaría: En la Iglesia existe la más plena libertad para confesarse con cualquier sacerdote, que tenga las legítimas licencias; pero un cristiano de vida clara acudirá –¡libremente!– a aquel que conoce como buen pastor 211. El Sacramento de la Penitencia no es el único cauce de dirección espiritual, como veremos más adelante, pero es un cauce importante. San Josemaría lo valora mucho. Tiene la honda convicción, avalada por su experiencia sacerdotal, de que el confesor debe actuar no sólo como juez: es también médico de las almas, maestro y padre. Todo esto se encierra en el oficio de buen pastor. Así se expresa en una de sus Cartas, exponiendo a los fieles del Opus Dei un principio de alcance general, un criterio que no se aplica sólo a ellos: No puedo aceptar el razonamiento de quienes afirman que la dignidad del sacramento de la penitencia queda rebajada por el hecho de que los sacerdotes den consejos y alienten con sus exhortaciones a los penitentes, y quieren reducir el oficio de confesor a juzgar simplemente las disposiciones interiores y a absolver de los pecados. En la Obra nunca se limitará, el sacerdote que recibe la confesión, a actuar solamente como juez, porque ha de ser maestro, médico, padre: pastor 212. Advertía a los sacerdotes, como es lógico, de la gravísima obligación de guardar el sigilo sacramental 213, y también del deber de observar la más delicada y estricta reserva acerca de todo lo que pertenece a la intimidad de las conciencias y, en general, al ámbito de la dirección espiritual. Así lo escribía a sus hijos sacerdotes: Sed extraordinariamente delicados en vuestras conversaciones: no digáis ni una palabra sobre la confesión, aunque no se corra ni de lejos el riesgo de lesionar el sigilo sacramental. Si se obra de otra manera, se puede hacer odioso el Sacramento o, quizá a la vuelta del tiempo, el confesor se llena de inquietudes y de escrúpulos 214. 2.2.3. Santa Misa, Confesión y apostolado La Eucaristía y la Penitencia son también medios de apostolado, en un doble sentido. Primero porque, al ser medios para crecer en santidad personal, su uso redunda por la Comunión de los santos en bien de todos y hace de cada uno mejor instrumento de apostolado. Ya nos hemos referido a esto más arriba hablando de los medios de santificación en general. Respecto a la Eucaristía y a la Penitencia hemos de añadir que su dimensión apostólica resulta más patente aún cuando, además de buscar la santificación personal en estos sacramentos, se ofrecen a Dios por el bien de otra persona o por intenciones apostólicas en general. En segundo lugar, porque el apostolado consiste en procurar la unión de los demás con Cristo, y esa unión se alcanza a través de los sacramentos (no sólo a través de ellos pero sí, siempre, tendiendo a ellos); de ahí que el apostolado implica ordinariamente acercar a otros a la Confesión y a la Eucaristía, o procurar que los reciban con más fruto. Detengámonos brevemente en estos dos aspectos. a) La Comunión de los santos se funda principalmente en la Eucaristía, "que significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo" 215. Efectivamente, no hay acto más excelso de colaboración en el crecimiento de la Iglesia –de contribución a la unión de los hombres con su Salvador– que la celebración de la Santa Misa o la participación en ella. Esta certeza llevaba a san Josemaría a afirmar que una característica muy importante del varón apostólico es amar la Misa 216. El cristiano que es consciente de esta verdad, concentra ahí sus aspiraciones apostólicas. Sabe que a través de la actualización del Sacrificio del Calvario el Señor atrae a todos y a todo hacia sí (cfr. Jn 12, 32): sobre el altar, opus nostrae redemptionis exercetur 217. En consecuencia, procurará aprovechar ese momento para presentar a Dios Padre por medio de Jesucristo las intenciones apostólicas propias y de los demás, especialmente las de quienes comparten con él la misma misión eclesial. En este sentido san Josemaría solía pedir a los fieles del Opus Dei que se unieran a su Misa y que, al participar ellos en el Sacrificio del altar en cualquier lugar del mundo, presentaran a Dios las intenciones de quien hacía cabeza en la labor que Dios les había encomendado. También el recurso al sacramento de la Penitencia tiene una intrínseca dimensión apostólica. Quienes se allegan a este sacramento, no sólo se santifican personalmente y se unen más a la Iglesia, sino que contribuyen al fortalecimiento de todo el Cuerpo místico 218. Aunque san Josemaría se refiera con las siguientes palabras a la virtud de la penitencia más que al sacramento, pueden aplicarse también a éste último, ya que precisamente en él se ejerce la virtud de la penitencia en su contexto eclesial pleno: Si sientes la Comunión de los Santos –si la vives–, serás gustosamente hombre penitente. –Y entenderás que la penitencia es "gaudium, etsi laboriosum" –alegría, aunque trabajosa: y te sentirás "aliado" de todas las almas penitentes que han sido, son y serán 219. Cuando el cristiano acude a la Confesión sacramental, no sólo está pidiendo perdón de sus pecados personales sino que, con ese mismo acto, manifiesta su rechazo de los pecados de todo el mundo y, por tanto, pide al menos implícitamente la conversión de los demás, y puede rogar explícitamente por la conversión de alguien en particular. Es congruente con la naturaleza del sacramento pensar que quien lo recibe puede obtener, además del perdón para él mismo, gracias para que otros lo reciban. b) Con el apostolado se busca llevar a las personas al Señor: ponerlas en contacto con Él. Esto se consigue sacramentalmente en la Eucaristía, medio supremo de apostolado porque ahí las personas se unen a Cristo mismo. No basta enseñar la doctrina, ni es suficiente el buen ejemplo y la palabra. En último término el apostolado es conducir a Cristo en la Eucaristía. Pero ordinariamente se requiere primero la preparación del Sacramento de la Penitencia, y por eso san Josemaría anima a hacer un amplio "apostolado de la Confesión". A una estudiante que le preguntaba cómo influir cristianamente en sus compañeros de universidad, le decía que si deseaba que tuvieran un encuentro con Cristo era preciso emplear los medios que ponemos los cristianos: rezar. Y después, les llevas a la frecuencia de sacramentos; sobre todo a la confesión. (...) Jesús nos ha abierto un camino maravilloso, un camino para quedarnos de acuerdo con Él, yendo a recibir la absolución, su perdón: el Tribunal de la Penitencia 220. Especialmente durante las catequesis de los últimos años de su vida, un estribillo de su predicación era: ¡Llevad mucha gente a la Confesión! 221 ¡Llevad a confesar a vuestros amigos, a vuestros parientes, a las personas que amáis! 222 Afirmaba que éste es el mejor favor que podéis hacer a un amigo vuestro, la mejor manifestación de cariño 223. 2.3. AMOR A LA LITURGIA Después de haber considerado cómo se articulan los siete sacramentos y de habernos fijado particularmente en los dos que el cristiano puede recibir con frecuencia, la Eucaristía y la Penitencia, vamos a ver cómo se refiere san Josemaría a la participación exterior de los fieles en las celebraciones litúrgicas. Recordemos sucintamente que la liturgia es la "acción pública" de la Iglesia que consiste principalmente en la celebración de los sacramentos, donde se da culto público a Dios y se obtiene vida sobrenatural para los hombres, a través de signos sensibles. El Concilio Vaticano II la describe del siguiente modo: "Con razón se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia" 224. 2.3.1. Participación activa Las enseñanzas de san Josemaría están penetradas de un profundo amor a la Sagrada Liturgia. Una de las manifestaciones de ese amor es la de fomentar la participación activa en la liturgia de la Iglesia 225: ante todo la participación interior, que es como el alma de la vida litúrgica, pero también la participación externa de todos los fieles, porque la liturgia es acción pública de todo el Cuerpo místico, Cabeza y miembros: del sacerdocio ministerial que actúa in Persona Christi Capitis, y del sacerdocio común 226. "La celebración litúrgica es una acción sacra no sólo del clero, sino de toda la asamblea" 227. La participación exterior de los fieles laicos es un reflejo propio de la interior y, a su vez, alimento de ésta porque, aun cuando pone en labios de los fieles unas determinadas oraciones, la Iglesia quiere que cada uno se dirija a Dios personalmente, con corazón de hijo; por eso, cuando les invita a rezar juntos, alrededor del sacerdote, es para que vivan la unidad del Cuerpo Místico, pero sin dejar de tratar confiada y filialmente a Jesucristo 228. A partir del momento en que san Josemaría pudo celebrar por primera vez la Santa Misa en un centro del Opus Dei –el 31 de marzo de 1935, en la "Academia DYA"–, promovió entre los estudiantes que frecuentaban la Academia esa participación activa en las funciones sagradas, dentro siempre de las normas de la Iglesia que establecen lo que compete exclusivamente al sacerdocio ministerial y lo que puede ser realizado en virtud del sacerdocio común 229. Por ejemplo, ya en ese primer centro, "cuando aún era raro dialogar la Santa Misa, enseñó esa costumbre a las personas que tenía alrededor, especialmente a los miembros del Opus Dei: de manera que penetrasen a fondo en la renovación del Sacrificio del Calvario" 230. A la vez hay que decir que nunca entendió la intervención activa y exterior del laico en ceremonias litúrgicas como la cúspide de su misión. Es una función que ejercita a pleno título por su condición de "fiel", de bautizado, pero no es la misión específica que le corresponde como "laico": la santificación del mundo desde dentro de las tareas civiles y seculares 231. Esta observación en modo alguno es un argumento para limitar la participación de los laicos a la interior, sino que trata de evitar el peligro opuesto de una cierta clericalización de los laicos. Tanto el impulso de la participación de los fieles laicos como algunos aspectos doctrinales de las enseñanzas de san Josemaría –por ejemplo, la noción de la Eucaristía como sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor 232– hacen pensar en una sintonía con los promotores del "Movimiento litúrgico" de la primera mitad del siglo XX (Anscar Vonier (†1938), Odo Casel (†1948) y otros). De hecho la sintonía ha sido afirmada por algunos autores 233. En todo caso se puede afirmar que años antes de que Pío XII publicara la encíclica Mediator Dei (20-XI-1947), con la que puso las bases de la renovación litúrgica, san Josemaría venía promoviendo lo que la encíclica deseaba revitalizar como "elemento esencial del culto" 234: el culto interior íntimamente unido al exterior, como camino para soslayar el peligro de un "formalismo sin fundamento y sin contenido" 235. 2.3.2. Observancia de las normas litúrgicas Cuando san Josemaría habla de la renovación litúrgica, hace muchas veces hincapié en la obediencia fiel a las disposiciones de la Iglesia: Ten veneración y respeto por la Santa Liturgia de la Iglesia y por sus ceremonias particulares. –Cúmplelas fielmente. –¿No ves que los pobrecitos hombres necesitamos que hasta lo más grande y noble entre por los sentidos? 236 Los gestos y las fórmulas litúrgicas tienen un significado orientado a la glorificación de Dios y a nuestra santificación. No son acciones inventadas al azar: "unas nos han sido transmitidas por escrito; otras las hemos recibido por tradición apostólica" 237, y todas han nacido en la vida de la Iglesia para significar el culto a Dios y la comunicación de vida sobrenatural a los hombres. Para san Josemaría, la obediencia a las normas litúrgicas es un requisito esencial para que las formas sean las adecuadas con vistas a la finalidad de las diversas celebraciones. Especialmente cuando se trata de la Eucaristía, inculca una delicada obediencia a la autoridad eclesiástica, porque la Misa es Sacrificio de la Iglesia y su regulación no queda al arbitrio del celebrante, y también porque ese sentido eclesial facilita que "lo más grande y noble entre por los sentidos", es decir, que la gracia penetre en el alma. De ninguna forma podremos manifestar mejor nuestro máximo interés y amor por el Santo Sacrificio, que guardando esmeradamente hasta la más pequeña de las ceremonias prescritas por la sabiduría de la Iglesia. Y, además del Amor, debe urgirnos la "necesidad" de parecernos a Jesucristo, no solamente en lo interior, sino también en lo exterior, moviéndonos –en los amplios espacios del altar cristiano– con aquel ritmo y armonía de la santidad obediente, que se identifica con la voluntad de la Esposa de Cristo, es decir, con la Voluntad del mismo Cristo 238. No obstante su delicada obediencia, el proceder renovador que siguió desde los comienzos de su labor sacerdotal le valió críticas e incluso calumnias en la década de 1940. Él mismo lo recordaba más tarde: ¡Cuántos se han escandalizado al observar la sencillez de nuestros oratorios, la sobriedad del culto, la energía con que hemos intentado volver a la simplicidad primitiva de la liturgia, rompiendo con barroquismos y ñoñerías, que habían invadido la casa y el altar de Dios! Pero estoy seguro de que así agradamos a Dios –facilitamos a tantas almas que se acerquen a Él 239. Está convencido de que acerca a Dios el rigor de la liturgia 240. Un rigor que no se opone al esplendor del culto; al contrario, lo ennoblece. Paradójicamente, años después, con ocasión de la reforma litúrgica preconizada por el Concilio Vaticano II, tuvo que sufrir críticas de signo opuesto, por su firme oposición a los abusos en esta materia que, lejos de la sobriedad y dignidad de la primitiva liturgia, representaban una auténtica desacralización 241. Joseph Ratzinger ha mostrado con clarividencia hasta qué punto esa corriente reformadora era ajena a la mente y a los deseos del Concilio 242. San Josemaría –testimonia Álvaro del Portillo– "aplicó con obediencia y fortaleza todas las disposiciones sobre esta materia. (...) Encargó a algunos sacerdotes de la Obra la tarea de examinar las diversas posibilidades previstas por la reforma, y determinar y explicar cómo se aplicaban. Orientó personalmente este trabajo y aprobó sus resultados. De esta forma, todos los sacerdotes de la Obra comenzaron a aprender las nuevas rúbricas, siguiendo el deseo del Santo Padre de que "la constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia sea puesta en práctica en su plenitud y con todo cuidado". Fue el primero en obedecer a las nuevas disposiciones litúrgicas y se esforzó en aprender el nuevo rito de la Misa" 243. Yo que no soy tan joven –decía–, volveré a aprender a celebrar la misa (...). Amaremos esta liturgia nueva, como hemos amado la vieja. Este es el espíritu bueno, ésta es la manifestación de nuestro amor al Romano Pontífice y a la Iglesia de Dios 244. 2.3.3. Dignidad del culto litúrgico La "sencillez de nuestros oratorios" a la que se refiere san Josemaría, era una austeridad noble y elegante, muy lejana de la desoladora simpleza que se propagaría después en los ambientes donde la reforma litúrgica fue tomando derroteros ajenos a las directrices del Concilio Vaticano II. Igualmente, aquella "sobriedad del culto" era una compostura digna, no enfática ni ritualista, pero sí grave, ajena a la tosca campechanería que, acá y allá, se observaba en la época postconciliar y que causaba dolor a quienes, como él, amaban la liturgia como la más sublime expresión pública de la vida santa de la Iglesia. La grandeza de los sagrados misterios reclama un modo digno y reverente de comportarse. Hay una urbanidad de la piedad 245, observa san Josemaría. Dan pena esos hombres "piadosos", que no saben asistir a Misa –aunque la oigan a diario–, ni santiguarse –hacen unos raros garabatos, llenos de precipitación–, ni hincar la rodilla ante el Sagrario –sus genuflexiones ridículas parecen una burla–, ni inclinar reverentemente la cabeza ante una imagen de la Señora 246. Invita a participar en el Santo Sacrificio sin prisas, con serenidad y sosiego, con devoción, con cariño. El amor hace a los enamorados finos, delicados; les descubre, para que los cuiden, detalles a veces mínimos, pero que son siempre expresión de un corazón apasionado. De este modo hemos de asistir a la Santa Misa 247. Su actitud personal fue la del sacerdote que en la intimidad del corazón dice a su Dios: "Amo el decoro de tu casa" 248. En su predicación transmite una amorosa solicitud por la dignidad del culto, el cuidado de las ceremonias, el buen gusto en la instalación de iglesias u oratorios. Se duele por la falta de sensibilidad hacia la belleza de las formas. Dice, por ejemplo: No me pongáis al culto (...) esos Crucifijos de pasta repintada que parecen hechos de azúcar 249. Da por sentado que los objetos empleados en el culto divino deberán ser artísticos 250, y a continuación añade: teniendo en cuenta que no es el culto para el arte, sino el arte para el culto 251. Desea un arte serio, lleno de grave majestad. (...). El retablo, retro tabulam: a su sitio, detrás del altar, como algo accidental. La Santa Cruz y el ara –completamente aislada la mesa del altar– ocupen el lugar sobresaliente 252. Asimismo exhorta a la liberalidad para que las ceremonias sagradas tengan la solemnidad conveniente. Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios. –Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco. –Y contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús: "opus enim bonum operata est in me" –una buena obra ha hecho conmigo 253. Desea que se destine al culto lo mejor que podamos, que asistan las personas necesarias según la solemnidad de la ceremonia, que se usen vestiduras dignas, que no se escatimen ni las luces ni el incienso; en una palabra, que se rodee el culto divino del esplendor debido 254. Se servía de ejemplos expresivos para grabar en los corazones el deseo de agradar a Dios: Nosotros damos al Señor lo mejor que tenemos: es el sacrificio de Abel. No podemos tener la piedad encogida de hacer para el culto de Dios los vasos sagrados y los instrumentos litúrgicos de barro de botijo 255. Y ruega a Dios que premie especialmente a quienes se ocupan de cuidar los objetos al servicio de la liturgia: Pienso que a las personas que ponen amor en todo lo que se refiere al culto, que hacen que las Iglesias estén digna y decorosamente conservadas y limpias, los altares resplandecientes, los ornamentos sagrados pulcros y cuidados, Dios las mirará con especial cariño, y les pasará más fácilmente por alto sus flaquezas, porque demuestran en esos detalles que creen y aman 256. 2.3.4. "Un programa de vida cristiana" En bastantes textos, especialmente en la homilía La Eucaristía, misterio de fe y de amor, fechada en un Jueves Santo, san Josemaría comenta el desarrollo de las ceremonias litúrgicas y encuentra en ellas expuesto claramente un programa de vida cristiana 257, de correspondencia generosa y sacrificada al Amor de Dios. Precisamente para llevarlo a cabo propone un camino al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros 258. La celebración eucarística viene a ser como la "escuela" donde se aprende a santificar la jornada convirtiéndola en una "misa". Se abren así grandes horizontes de conversión y entrega a quienes se adentran en las ceremonias litúrgicas, porque siguiéndolas paso a paso, es muy posible que el Señor haga descubrir a cada uno de nosotros en qué debe mejorar, qué vicios ha de extirpar, cómo ha de ser nuestro trato fraterno con todos los hombres 259. La íntima repercusión de la piedad litúrgica en la entera vida cristiana lleva a san Josemaría a fomentar el interés por comprender mejor el sentido de las palabras y gestos litúrgicos. Es lo que expresa en un punto de Forja, aprobando un comentario de alguien que probablemente trataba de seguir sus consejos: Te entendía bien cuando me confiabas: quiero embeberme en la liturgia de la Santa Misa 260. Especialmente la liturgia es escuela de oración. Desde luego, la vida de oración no se limita al culto público, sino que tiene otras múltiples expresiones. No hay que olvidar que la sagrada liturgia "no agota toda la vida de la Iglesia" 261, y que "la participación en las celebraciones litúrgicas tampoco abarca toda la vida espiritual [del cristiano]" 262. "En efecto, el cristiano, llamado a orar en común [en la Liturgia], debe también entrar en su cuarto para orar al Padre en secreto (cfr. Mt 6, 6); más aún debe orar sin tregua, según enseña el Apóstol (cfr. 1Ts 5, 17)" 263. Pero la Santa Misa es el "centro y la raíz" de la vida cristiana, la cumbre del diálogo con Dios. Por eso san Josemaría exhorta a que la oración personal esté empapada por la liturgia: Tu oración debe ser litúrgica. –Ojalá te aficiones a recitar los salmos, y las oraciones del misal, en lugar de oraciones privadas o particulares 264. Desde los comienzos de su ministerio sacerdotal enseña a alimentar la vida interior con la liturgia, "lex orandi" 265: siempre os he enseñado a encontrar la fuente de vuestra piedad en la Escritura Santa y en la oración oficial de la Iglesia, en la Sagrada Liturgia 266. Esto nos introduce ya en el segundo medio de santificación que hemos de estudiar: la oración personal del cristiano. 3. LA ORACIÓN Después de los sacramentos y junto con ellos, la oración es medio imprescindible de santificación para un cristiano con uso de razón. No es de menor importancia que los sacramentos, como enseguida veremos, pero los presupone: al menos el del Bautismo y, en cierto sentido, también los demás, sobre todo la Eucaristía. Los sacramentos y la oración están íntimamente unidos en la vida cristiana. Estudiaremos en este apartado primero esa estrecha relación, con el fin de explicar por qué para san Josemaría la oración es medio de santificación en sentido fuerte. Después trataremos de la oración mental y de la vocal. Dentro del apartado sobre la oración mental, expondremos la naturaleza de la oración en general y otras características que son también comunes a la vocal. 3.1. LA ORACIÓN: "ÚNICO MODO DE CRECER EN LA FAMILIARIDAD CON DIOS" Para entender por qué la oración es medio de santificación junto con los sacramentos y en qué se distingue de la participación en ellos, necesitamos anticipar lo más esencial de la noción de oración, que luego estudiaremos con cierto detenimiento. Según la tradición en la que se afianza san Josemaría, la oración es "diálogo con Dios como hijos suyos". Esta noción básica es suficiente para comprender la unidad entre sacramentos y oración. Por un lado, la participación en los sacramentos debe ser diálogo con Dios; por otro, en la oración se desarrolla la participación en la naturaleza divina recibida en el Bautismo y reforzada en los otros sacramentos. San Josemaría no ofrece una exposición elaborada de esta relación entre sacramentos y oración, pero sus enseñanzas la contienen in nuce. ¡Pan y palabra!: Hostia y oración. Si no, no vivirás vida sobrenatural 267. Ambos son medios de santificación, pero no del mismo modo. Los sacramentos nos santifican porque confieren la gracia ex opere operato, por la virtud misma del rito sacramental, cuando se realiza y recibe con las debidas condiciones 268. La oración, en cambio, puede aparecer en muchos textos de san Josemaría sólo como medio para implorar los dones de Dios, principalmente la vida sobrenatural. Indudablemente esto es así, como dan a entender las palabras del Señor "llamad y se os abrirá" (Mt 7, 7): la Santísima Trinidad abre su Vida íntima a quien lo pide. Pero no toda oración es de petición y, sin embargo, es medio de santificación en sentido fuerte: medio para participar en la Vida intratrinitaria (medio "en el que" se participa en esa Vida). No faltan textos de san Josemaría en este sentido de que la oración santifica, aunque no ex opere operato como los sacramentos. Las siguientes palabras de su predicación reflejan este concepto. Nosotros lo rozamos cada día en nuestros tiempos de meditación, que son un verdadero contacto con Nuestro Señor y, de modo aún más íntimo, también cada día, en la Sagrada Eucaristía. (...) La Sagrada Comunión es un medio principalísimo para alcanzar la santificación (...), pero eso se consigue solamente con el amor, nacido del contacto con Jesús, no sólo en la Eucaristía, sino también en la oración: en el Pan y en la Palabra 269. El autor de la Edición crítico-histórica de Camino explica que la palabra "rozarlo" alude a la anécdota, relatada por san Josemaría, de un Obispo que preguntaba a los niños en la catequesis: ¿por qué para querer a Jesucristo hay que recibirlo a menudo en la Comunión? Uno de los pequeños contestó: "¡Porque pa quererlo, hay que rosarlo!" 270 (porque para quererlo hay que rozarlo, tocarlo). San Josemaría lo aplica a la oración: así como en la Comunión se entra en contacto con la Humanidad de Jesucristo y se recibe la gracia, también –aunque de otro modo– se entra en contacto con Él en la oración y se crece en vida sobrenatural. Llega incluso a decir que hay un solo modo de crecer en la familiaridad y en la confianza con Dios: tratarle en la oración, hablar con Él, manifestarle –de corazón a corazón– nuestro afecto 271. Para un recién nacido, el único medio de santificación son los sacramentos; para un fiel con uso de razón, en cambio, "hay un solo modo de crecer en familiaridad con Dios" (es decir, en santidad), y es la oración. Esta frase tiene dos aplicaciones: 1) Por una parte, los sacramentos confieren la gracia por su propia virtud, pero sólo puede recibirla quien se acerca a ellos con las "debidas disposiciones", es decir, quien busca ahí un encuentro con Dios, lo cual es una forma de oración, más o menos explícita según los casos. De no serlo en absoluto faltarían las disposiciones necesarias para recibir la gracia ex opere operato. Por eso, al decir que la oración es el "único" modo de crecer en familiaridad con Dios, san Josemaría incluye en ella, implícitamente, la participación en los sacramentos, ya que ésta debe ser oración. 2) Explícitamente, sin embargo, se refiere con esa frase solamente a la oración que tiene lugar fuera de la celebración de los sacramentos. En diversos momentos la califica de medio de santificación necesario para todos los fieles: ¿Santo, sin oración?... –No creo en esa santidad 272, escribe en Camino. La donación de la gracia santificante –la santidad– no está ligada únicamente a los sacramentos. Dios la concede también a quien se dirige a Él en la oración. Más aún, es "el único modo de crecer en familiaridad con Dios", es decir, de desarrollar la vida sobrenatural recibida en los sacramentos. Al poner la filiación divina como fundamento de la vida espiritual, la enseñanza de san Josemaría permite comprender mejor el valor de la oración como medio de santificación en sentido estricto. Le resulta natural considerarla como el acto propio, por excelencia, de un hijo de Dios. Porque así como en el seno de la Santísima Trinidad el Hijo es engendrado por el Padre como Verbo que dialoga con Él, de modo que tanto el Padre está "ante" el Hijo y el Hijo "ante" el Padre, como el Padre está "en" el Hijo y el Hijo "en" el Padre (cf. Jn 14, 10-11; 17, 21), en un diálogo que compenetra a las Personas sin que haya confusión ni separación, así también los hijos adoptados, cuando oran participan en ese diálogo amoroso y son introducidos en la intimidad divina y, por tanto, santificados. "Hacer oración" es para san Josemaría tomar parte como hijos en ese diálogo de la vida intratrinitaria que "compenetra" con Dios Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. El cristiano "por medio de la oración participa de la vida divina" 273. Por eso es medio sobrenatural de santificación en sentido propio, es decir, en el sentido de que con la oración no sólo se pide sino que se obtiene la gracia: "se crece en familiaridad con Dios". "Yo soy la puerta. Si alguno entra a través de mí, se salvará" (Jn 10, 9). La "puerta" de entrada en la vida de la Santísima Trinidad es Jesucristo en cuanto hombre, su Humanidad santísima. Por la oración crece la amistad con Cristo y el cristiano llega a identificarse con Él, se convierte en "otro Él", como dice Santa Catalina de Siena 274. "Amicus dicitur esse alter ipse", afirma santo Tomás apoyándose en Aristóteles 275. Si ya en el plano humano se habla de identificación entre los amigos por el trato de amistad, con mayor fundamento se podrá decir lo mismo de la amistad sobrenatural con Cristo. Así como en la gloria "seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como es" (1Jn 3, 2), de modo análogo, reflejamos en esta tierra más y más la imagen de Cristo por medio del trato con Él en la oración. Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos 276. Nótese que cuando san Josemaría habla aquí de "seguir a Cristo... acompañarle de cerca", está hablando del trato personal con Cristo en la oración. Ese trato es medio para desarrollar la identificación comenzada por la infusión de la gracia en el Bautismo, penetrando así más hondamente en la intimidad de la vida intratrinitaria. Unas palabras del Catecismo de la Iglesia Católica pueden arrojar luz sobre este punto: "El Misterio de la fe (...) exige que los fieles crean en él, lo celebren y vivan de él en una relación viviente y personal con Dios vivo y verdadero. Esta relación es la oración" 277. Este texto, que introduce la parte dedicada a la oración, pone de manifiesto la grandeza del trato personal y consciente con Dios que acontece en la oración. Entendida como un tomar parte en las relaciones mutuas de las tres Personas divinas, a través de la unión con Cristo en cuanto hombre –es decir, por medio de su Humanidad Santísima–, se puede vislumbrar que la oración es, efectivamente, un medio de santificación, de crecimiento en la vida sobrenatural. "El sumo bien –escribe un autor antiguo– está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque es una íntima unión con Él (...). La oración hace que el alma se eleve hasta el Cielo y abrace a Dios con inefables abrazos, apeteciendo la leche divina, como el niño que, llorando, llama a su madre" 278. Acostumbrados a ver en los sacramentos signos sensibles eficaces (ex opere operato) del don de la gracia, puede resultar arduo comprender que la oración sea medio de santificación siendo un acto nuestro, sin que haya un signo sensible que "garantice", por así decir, la comunicación de la gracia. Se podría profundizar en este punto pero nos limitamos a sugerir una línea de fondo. Haciendo referencia a la vida humana, no a la sobrenatural, se ha escrito que "aunque la persona humana no es una relación, fenomenológicamente se manifiesta en la relación yo-tú, y experimenta su máxima dignidad en la relación con el Tú divino, por el conocimiento y el amor" 279. Todo hombre que ora a Dios con sincero corazón, aunque no sea cristiano, alcanza la máxima dignidad de su ser en esa relación con Dios. Para un cristiano en gracia, esa relación tiene carácter sobrenatural, siendo triple por su término: es relación con el Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. Se actualiza en la oración y crece por medio de ella, introduciendo progresivamente al cristiano en la intimidad divina, santificándole en lo más profundo de su ser 280. Conviene hacer hincapié en que nos referiremos siempre a la oración de quien se encuentra en estado de gracia: la oración que presupone la amistad con Dios, la expresa y la desarrolla. Sólo esta oración es medio de santificación en sentido propio. Quien no se encuentra en estado de gracia también puede orar, pero su oración no es la de un hijo de Dios con vida sobrenatural, ni puede hacerle crecer en una vida que no tiene, aunque le dispondrá a la contrición y a recibir la gracia santificante, si incluye el deseo sincero de conversión del pecado grave. Si la contrición es perfecta, alcanzará el don de la gracia y de la amistad con Dios y la oración se convertirá entonces en medio de santificación en sentido propio. Conviene tener presente, por lo demás, que también en la oración de quien está en gracia de Dios "se ha de encontrar contenida una actitud de conversión" 281; aunque el pecado venial no rompa la comunión con Dios, sí la debilita y, en la medida en que no se combate, es obstáculo para que la oración alcance toda su eficacia santificadora. Si la oración es medio de santificación, ¿en qué se diferencia de la participación en los sacramentos? Más arriba nos hemos servido de la distinción entre naturaleza y vida. Vimos que un niño recién nacido que recibe los sacramentos de la iniciación cristiana obtiene por medio de ellos la gracia; después tendrá que desarrollar por medio de la oración esa participación en la naturaleza divina, cuando sea capaz de actos libres, viviendo de modo consciente la vida divina. Quizá puede servir, a modo de ejemplo, pensar en lo que sucede con un niño pequeño en una familia: sus padres le transmiten la vida, le alimentan y le cuidan como hijo; pero cuando llega al uso de razón y comienza a dialogar con sus padres, se abre para él una nueva posibilidad de crecer en familiaridad con ellos, de tratarles y de quererles. El diálogo desarrollará su relación con ellos, su ser hijo. De modo análogo, por la oración se desarrolla la relación sobrenatural con Dios, la participación en la naturaleza divina como hijos suyos. Dejando la analogía, hemos de decir que la explicación a que nos hemos referido antes (basada en la distinción conceptual entre naturaleza y vida), no se encuentra en san Josemaría, pero puede ayudar a comprender su enseñanza. En todo caso es un planteamiento que ahora podemos matizar mejor que cuando lo enunciamos al inicio del capítulo. No se puede decir, sin más, que por los sacramentos participamos en la naturaleza divina y por la oración en la vida íntima de la Santísima Trinidad. En primer lugar, porque en Dios se identifican naturaleza y vida, como ya quedó apuntado; y, en segundo lugar, porque no se da un estricto paralelismo entre: (1º) nuestra participación en la naturaleza divina por la gracia y el desarrollo de la vida sobrenatural; y (2º) la naturaleza humana y su desarrollo vital. La distinción entre los sacramentos y la oración se expresa adecuadamente diciendo que la oración "desarrolla" la participación en la naturaleza divina recibida en los sacramentos, sólo si se entiende que este desarrollo no es análogo al de las fuerzas humanas mediante el ejercicio físico o intelectual. Quien se ejercita con la mente o con el cuerpo, aunque llegue a estar "más fuerte" o a ser "más sabio", no es en rigor "más humano"; pero quien hace oración, en cambio, sí que es "más divino": participa más en la naturaleza de Dios. La divinización del cristiano, que comienza por los sacramentos, se actualiza y desarrolla cuando acude de modo consciente y libre a los mismos sacramentos y a la oración: los sacramentos continúan confiriendo la gracia por su propia virtud, en la medida en que la participación del fiel no sea pasiva o mecánica, sino trato con Dios, oración; y la misma oración le introduce más en la santidad de Dios. La participación en los sacramentos y la oración son dos cauces de crecimiento en la vida divina que se reclaman mutuamente. El primero es un cauce ex opere operato, por el que se confiere la gracia a quien se acerca a ellos con las debidas disposiciones; pero esto sucede sólo de modo intermitente, cuando se acude a los sacramentos. El segundo, englobando a los mismos sacramentos, resulta más amplio, porque Dios abre gratuitamente su intimidad trinitaria, según su Voluntad 282. Mediante la oración, la gracia divina puede discurrir ininterrumpidamente, porque los tiempos dedicados a la oración conducen, en la enseñanza de san Josemaría, a la oración continua: a transformar todas las actividades en oración. La vida sobrenatural que se recibe y se acrecienta por medio de los sacramentos, crece también por medio de la oración, y tanto más en la medida en que se hace más continuo y más íntimo el trato con la Santísima Trinidad en los quehaceres cotidianos. Todo esto explica, a nuestro parecer, que san Josemaría hable mucho más de la oración que de los sacramentos. No es que le dé más importancia, pero el ideal contemplativo le impide ceñir la existencia cristiana a la celebración de los sacramentos. A la vez, es evidente en su enseñanza la continuidad entre sacramentos y oración: la vida sacramental debe extenderse a toda la jornada por medio de la oración, hasta convertir el día entero en "una misa". Antes de comenzar a exponer diversos aspectos de este tema conviene recordar que se puede hablar de oración en dos sentidos: como fin último de la vida espiritual (la oración que puede y debe tener lugar en todo momento), y como medio (los tiempos dedicados a la oración). En san Josemaría, la relación entre ambos es muy estrecha. El cristiano que aspira a convertir todas sus actividades en oración ha de seguir el ejemplo de Jesús que le dedicaba unos tiempos exclusivamente, como testimonian los Evangelios (cfr. Lc 5, 16; 6, 12; Mc 1, 35). "Existe una oración contemplativa ajena a toda actividad productiva que no puede reemplazarse por el trabajo, por mucho que éste llegue a ser contemplativo. Se trata de una oración que reclama dedicación absoluta y por lo mismo, exige apartarse del trabajo. Estos momentos exclusivos de oración son especialmente defendidos por san Josemaría" 283. En efecto, su insistencia en este punto es continua: Que no falten en nuestra jornada unos momentos dedicados especialmente a frecuentar a Dios (...). Dediquemos a esta norma de piedad un tiempo suficiente; a hora fija, si es posible 284. Con un ejemplo ilustra la necesidad de los ratos de oración para llegar a tener vida de oración: Si tenemos un radiador, quiere decir que habrá calefacción. Pero sólo se caldeará el ambiente si está encendida la caldera... Luego necesitamos el radiador en cada momento, y además la caldera bien encendida. ¿De acuerdo? Los ratos de oración, bien hechos: son la caldera. Y además, el radiador en cada instante, en cada habitación, en cada lugar, en cada trabajo: la presencia de Dios 285. En el presente apartado se hablará únicamente de la "oración" como medio para la "vida de oración", que es el fin 286. Las enseñanzas de san Josemaría se inscriben en la gran tradición cristiana que parte del ejemplo y de la doctrina del Señor y se prolonga en la vida de los santos de todos los tiempos. Pedro Rodríguez, en el capítulo "Oración" de la edición crítico-histórica de Camino, muestra algunos precedentes de las expresiones que emplea 287. Quizá es especialmente tangible el influjo de santa Teresa de Jesús, maestra de oración, citada con cierta frecuencia por san Josemaría en este tema 288. A la vez hay que tener en cuenta que su doctrina sobre la oración posee una índole característica que brota del espíritu de filiación divina y que mira a transformar el trabajo y todos los quehaceres en oración, con el anhelo de ser contemplativos en medio del mundo. Aquí no nos detendremos en señalar precedentes y en comparar con la doctrina de otros autores: nos limitaremos a presentar una síntesis de su predicación sobre esta materia 289. 3.2. LA ORACIÓN MENTAL En el prólogo de Camino el autor manifiesta el deseo de ayudar al lector a meterse por caminos de oración, un deseo que ha encontrado eco en la vida de un gran número de hombres y mujeres, para quienes san Josemaría se ha convertido en maestro de oración. Gracias a sus enseñanzas, son numerosas las personas en todo el mundo que reservan ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios 290, tiempos de diálogo personal, en la soledad acompañada de tu corazón, hablando sin ruido de palabras 291. La oración mental es eso: un diálogo con Dios en el interior de la persona, en momentos dedicados solamente a esta actividad. Un punto del mismo libro resume los principales elementos de la oración mental: Me has escrito: "orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?" –¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: "¡tratarse!" 292 Estas palabras condensan la respuesta a dos cuestiones que estudiaremos en el presente apartado: qué es la oración y cuál es su contenido. Después de estos dos aspectos veremos, en tercer lugar, cómo intervienen nuestras facultades (voluntad, inteligencia, etc.) en la oración. 3.2.1. Naturaleza de la oración a) "Hablar con Dios" La oración es sustancialmente "hablar con Dios", como dice san Josemaría en el texto citado y en otras muchas ocasiones. La oración del cristiano nunca es monólogo 293. Es un coloquio de tú a Tú con Dios, en el que se da una verdadera comunicación, como es propio del trato entre personas: entre Dios –Trinidad de Personas– y el hombre, que no es un individuo cerrado o aislado, sino persona esencialmente abierta a la relación con Dios y llamada a la dignidad sobrenatural de hijo adoptivo. La noción de oración como diálogo con Dios es clásica 294. Ya Clemente de Alejandría (s. II) habla de la oración como de "una conversación con Dios" 295. Para san Juan Crisóstomo (s. IV-V), "la oración, o diálogo con Dios, es un bien sumo. Es, en efecto, una comunión íntima con Dios" 296. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expone ampliamente en la parte IV. Para definir la oración cita las palabras de san Juan Damasceno (s. VIII): "La oración es la elevación del alma a Dios" 297, y explica que esta "elevación del alma" es, en realidad, "una respuesta" 298 del hombre a Dios que le ha hablado primero, de modo que la oración, como señala otro documento magisterial, "se configura, propiamente hablando, como un diálogo personal, íntimo y profundo entre el hombre y Dios" 299: un diálogo que "expresa la comunión de las criaturas redimidas con la vida íntima de las Personas trinitarias" 300. En la oración no es solamente el hombre quien se dirige a Dios, elevando a Él su corazón y su mente; es Dios quien se dirige primero al hombre, revelándose y haciéndole partícipe de su vida íntima. La oración es siempre una respuesta filial, de amor, al infinito Amor de Dios que nos ha introducido en la intimidad de su vida. Cuando vamos a la oración, como somos hijos, hablamos con Dios cara a cara, sin anonimato, personalmente, como se habla con un amigo, con un hermano, con un padre amantísimo que está loco por sus hijos 301. Ante la magnitud de esta posibilidad, san Josemaría se sentía como un niño que balbucea 302, una criatura pequeña que, movido por el Espíritu Santo, sólo sabe decir Abbá!, Padre, sin comprender bien lo que dice. Dios ha hablado al hombre en la creación porque todas las cosas creadas son como palabras con las que se manifiesta: palabras "dichas" por medio del Verbo y en el Verbo (cfr. Gn 1, 3; Sal 33, 6.9; Jn 1, 3; Col 1, 16), que esperan una respuesta de alabanza y de acción de gracias. Se ha manifestado también, de manera superior, con la Revelación histórica, comenzada en el Antiguo Testamento y coronada en Jesucristo (cfr. Hb 1, 1-2). La respuesta del cristiano en la oración no se reduce, sin embargo, al asentimiento de fe a la Revelación pública, sino que se edifica a partir de ella. "Con esta revelación, el Dios invisible en su inmenso amor habla a los hombres como a amigos y se entretiene con ellos, para invitarlos y admitirlos a la comunión con Él" 303. Dios se dirige al corazón de cada creyente, nos da a su Hijo en el Pan y en la Palabra revelada, y nos envía al Espíritu Santo que otorga luces y mociones para entender la Palabra de Dios, descubrir su Voluntad y realizarla libremente en la propia vida. Recibir estas luces, atender a estas mociones, responder a ellas, pedir nueva claridad y nueva gracia para conocer y amar a Dios, estrechar la amistad con Él y servir personalmente a sus planes de salvación, todo eso es la oración, diálogo personal con Dios. Ya en el Antiguo Testamento se advierte que la oración no es un monólogo ante una "divinidad" sorda y muda, como en las religiones paganas, sino la escucha y la respuesta a la Palabra del único Dios, vivo y verdadero. La Biblia muestra muchas veces a los Patriarcas en diálogo con Yaveh. Noé escucha su voz y obedece a sus mandatos (cfr. Gn 6, 22; 7, 5) ofreciéndole un sacrificio (cfr. Gn 8, 20-21). Abrahán recibe las promesas de Dios, cumple sus designios y habla familiarmente con Él (cfr. Gn 18, 23-33). A partir de Moisés se observa una característica singular: quien ora lo hace con la conciencia de pertenecer al pueblo de la Alianza. El presupuesto básico de la oración es, a partir de entonces, la certeza de la fidelidad absoluta de Yaveh a esa Alianza (cfr. Dt 7, 9) y la confianza inconmovible en Él, invocado como "roca" (Dt 32, 30; 2S 23, 3) y "refugio" (Sal 14, 6; 46, 2). Jueces y reyes, sacerdotes y profetas se dirigen a Dios para adorar y agradecer, para pedir perdón y alcanzar bienes temporales y eternos. San Josemaría acude en su predicación con frecuencia a estos ejemplos. Sobre todo se sirve de los Salmos –el "libro de oraciones" por excelencia–, que compendia la oración de los amigos de Dios en el Antiguo Testamento, y lo lee como se lee en la Iglesia, a la luz y en la perspectiva de Cristo 304. La Encarnación del Verbo confiere un nuevo sentido al diálogo del hombre con Dios. Jesucristo, la Palabra de Dios que se ha hecho carne (cfr. Jn 1, 14), es el perfecto modelo de la oración. En una de sus homilías –El trato con Dios 305–, san Josemaría pone de relieve cómo toda la vida del Señor está presidida por un continuo diálogo filial (cfr. Mt 11, 25-26): siempre se dirige a Dios llamándole "Padre": "Yo te alabo, Padre..." (Lc 10, 21); "Padre, te doy gracias..." (Jn 11, 41); y reiteradamente lo hace así en la oración sacerdotal (cfr. Jn 17, 1 ss.). Incluso cuando entrega la vida en el Calvario, eleva de nuevo su voz: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46). La palabra "Padre" es la raíz y el compendio de toda la vida de oración de Cristo 306. Y lo más asombroso es que Él mismo enseña a sus discípulos a hablar con Dios llamándole "Padre" (Mt 6, 9). En el Evangelio, revivimos esa escena en la que Jesús se ha retirado en oración, y los discípulos están cerca, probablemente contemplándole. Cuando terminó, uno se decidió a suplicarle: Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos. Y Jesús les respondió: cuando os pongáis a orar, habéis de decir: Padre, sea santificado tu nombre (Lc 11, 1-2). Notad lo sorprendente de la respuesta: (....) el Señor les indica cómo han de rezar; les revela el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios, y que podemos entretenernos confiadamente con Él, como un hijo charla con su padre 307. Jesús no enseña sólo a dialogar con el Padre en cualquier circunstancia de la vida. Enseña también a dedicar algunos momentos exclusivamente a la oración, que es el punto que nos interesa más directamente aquí. San Josemaría observa que el Señor, además de encontrarse en coloquio permanente con su Padre, se retira también a orar en lugares solitarios dejando toda otra ocupación, e incluso pasa noches enteras en oración 308. La oración en el Huerto de los Olivos es el momento en el que más se detiene san Josemaría, porque muestra una característica esencial del diálogo de Jesús con el Padre que ha de estar presente en la oración del cristiano: la determinación de identificar la voluntad humana con la Voluntad divina, hasta la aceptación del Sacrificio de la Cruz en reparación por los pecados de los hombres 309. La Palabra de Dios interpela. El diálogo de la oración no puede ser un hablar vano y vacío (cfr. Mt 21, 7; Lc 6, 46). Ante Dios que se manifiesta a sí mismo y nos revela lo que somos y lo que hemos de ser, no basta "oír" (audire), hay que asumir en la propia vida lo que nos dice (ob-audire, obedecer a la Palabra). "Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 11, 28). Hay que escuchar con la intención de ejecutar lo que Dios pida. La oración es un diálogo sincero que ha de aspirar a traducirse en obras. b) Diálogo con la Santísima Trinidad La oración de un hijo de Dios es un diálogo con las tres Personas divinas. Comentando las enseñanzas de san Josemaría se ha escrito que, por la adopción sobrenatural, el hombre "es ya, en cierta manera, acogido en la comunidad familiar de Dios, en el misterio de la vida trinitaria. A través del Espíritu Santo, el cristiano alcanza, unido a Cristo, una íntima relación personal con el Padre, y recibe algo más que meros conocimientos teóricos y abstractos, algo mayor que cualquier bien de esta tierra. Adquiere una relación personal con cada una de las tres Personas divinas (...). De ahí que la oración se presenta como una conversación con cada una de las divinas Personas según su distinción personal" 310. San Josemaría lo expresa en un tono familiar. En la oración, dice, el cristiano se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo 311. En otro lugar se refiere más ampliamente a esta realidad: [Un hijo de Dios] honra, venera y ama al Padre como Criador, que envió a su Hijo para salvarnos. Saborea con emoción las palabras del Pater noster: Padre nuestro, que estás en los cielos... Y ama al Hijo, que se hizo carne por nosotros, siendo Primogenitus in multis fratribus (Rm 8, 29), hermano Primogénito de todos nosotros. Somos hijos de Dios Padre, y como Padre lo amamos; somos también hermanos de Jesucristo, del Hijo, y le amamos como a Dios y como a hermano. Y vemos en el Espíritu Santo al Santificador: un Maestro asentado en nuestras almas en gracia, que no se cansa de aleccionarnos y de sugerirnos divinos propósitos, para que triunfe en nosotros la Caridad 312. Este diálogo de hijos de Dios no se mantiene con cada Persona por separado, sino en la Unidad de la Trinidad: "neque confundentes personas, neque substantiam separantes" 313. El cristiano habla con el único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Distingue las Personas pero no las separa: – Todo el diálogo de la oración "se dirige por completo al Padre" 314, según la enseñanza del Señor: "Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre..." (Lc 11, 2). Es un diálogo filial con Dios Padre en el Hijo, que introduce al cristiano en el conocimiento del Padre: "nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo" (Mt 11, 27). Y es un diálogo amoroso porque tiene lugar gracias al Espíritu Santo, Amor mutuo del Padre y del Hijo. – Aunque la oración se dirija siempre al Padre, también se dirige al Hijo, a Jesucristo. No hay contradicción en esto. Es una manifestación del misterio de la compenetración mutua de las Personas divinas, o presencia de cada una en las otras dos (compenetración denominada perikoresis por los Padres griegos; circumincessio en latín). San Josemaría exhorta a tratar a cada una de las Personas divinas: al Padre, que engendra al Hijo; al Hijo, que es engendrado por el Padre; al Espíritu Santo que de los dos procede. Tratando a cualquiera de las tres Personas, tratamos a un solo Dios; y tratando a las tres, a la Trinidad, tratamos igualmente a un solo Dios único y verdadero 315. Con esta premisa se puede comprender lo que vamos a decir sobre el trato con el Hijo, Jesucristo. San Josemaría enseña a dirigirse a Él en la oración como a mi Hermano y mi Amigo 316, pero también dice que es Padre y Hermano y Maestro 317. Le llama "Hermano" y "Padre" porque el sentido de la filiación divina le impele a tratar al Hijo en su distinción relativa del Padre pero en su compenetración mutua, sin separarlos: el Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo (cfr. Jn 14, 11). De hecho, el mismo Jesús llama a sus discípulos no sólo "hermanos" (cfr. Jn 20, 17) sino "hijos" (cfr. Jn 13, 33; Hb 2, 13), porque el Padre está en Él, y Él les engendra a la vida sobrenatural. Esto permite entrever que cuando la oración se dirige al Hijo, se dirige también siempre al Padre. El cristiano no sólo ora "en Cristo al Padre" (como veremos en el apartado siguiente) sino que también "ora a Cristo" y, entonces, su oración se dirige asimismo al Padre, que está "en Cristo". No hay, pues, contradicción al afirmar que la oración se dirige siempre al Padre y que, sin embargo, también se dirige a Cristo. – La oración es también diálogo con el Espíritu Santo, a quien el cristiano ha de escuchar y responder en la intimidad de su corazón. Se puede decir aquí algo semejante al párrafo anterior. El Padre y el Hijo han enviado al Espíritu Santo a los corazones no como se envía a un mensajero autónomo, sino como Espíritu del Padre y del Hijo. Y donde se encuentra una de las divinas Personas, allí están las otras dos 318. Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo (...) nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro 319. Cuando un hijo de Dios trata al Espíritu Santo, trata también al Padre y al Hijo. Y cuando ora al Padre o al Hijo, ora al Espíritu Santo, aunque sea inconscientemente. En la medida en que se da cuenta, lo hará también de modo explícito, porque entenderá que sólo así puede "rezar como conviene" (cfr. Rm 8, 26). Dialogará "con el Espíritu Santo": no sólo le hablará sino que, sobre todo, le escuchará, porque Dios Padre y Dios Hijo hablan al cristiano por medio del Espíritu. Un texto autobiográfico de san Josemaría condensa el itinerario de su vida de oración y permite ver cómo se conjuga la afirmación de que toda la oración del cristiano está dirigida al Padre con la evidencia de que también se dirige al Hijo y al Espíritu Santo. El punto de partida es un consejo que recibió él mismo en la dirección espiritual y que a su vez propone a los demás: No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele! 320. Y lo ilustra así: En tu oración, considera que la vida de infancia, al hacerte descubrir con hondura que eres hijo de Dios, te llenó de amor filial al Padre; piensa que, antes, has ido por María a Jesús, a quien adoras como amigo, como hermano, como amante suyo que eres... Después, al recibir este consejo, has comprendido que, hasta ahora, sabías que el Espíritu Santo habitaba en tu alma, para santificarla..., pero no habías "comprendido" esa verdad de su presencia. Ha sido precisa esa sugerencia: ahora sientes el Amor dentro de ti; y quieres tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender... ¡No sabré hacerlo!, pensabas. –Óyele, te insisto. Él te dará fuerzas, Él lo hará todo, si tú quieres..., ¡que sí quieres! –Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte 321. En síntesis, recapitulando lo anterior, cuando el cristiano toma conciencia de su condición de hijo adoptivo, no se contenta con invocar a Dios en su unidad. Como le sucede a un niño que, al crecer, comienza a reconocer personalmente a los miembros de su familia, así llega un momento en que el cristiano se sabe "miembro de la familia de Dios" (Ef 2, 19): tiene ante sí al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y se siente llamado a participar de la vida divina: El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo 322. Es un diálogo íntimo en el sentido más estricto, porque la Santísima Trinidad inhabita en el alma y el cristiano no necesita hacer antesala ni esperar ocasiones propicias. Basta que quiera: Recógete. –Busca a Dios en ti y escúchale 323. No está aún en la gloria, pero es ya, por la gracia, "ciudadano del Cielo" (Flp 3, 20), "miembro de la familia de Dios" (Ef 2, 19). Puede hablar en todo momento con las Personas divinas, con la naturalidad y la confianza de quien sabe que alguien muy querido espera su llamada. San Josemaría lo expresa con una imagen: Me habéis oído decir muchas veces que Dios está en el centro de nuestra alma en gracia; y que, por lo tanto, todos tenemos un hilo directo con Dios Nuestro Señor. ¿Qué valen todas las comparaciones humanas, con esa realidad divina, maravillosa? Al otro lado del hilo está, aguardándonos, no sólo el Gran Desconocido, sino la Trinidad entera, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, porque donde se encuentra una de las divinas Personas, allí están las otras dos 324. La enseñanza de san Josemaría sobre la oración hace hincapié en este carácter trinitario. Abre ante el cristiano el insospechado horizonte de la vida divina y le invita a adentrarse sin miedo en las "profundidades de Dios" (1Co 2, 10), porque a esto ha sido llamado cuando ha sido hecho hijo de Dios, partícipe de la naturaleza divina. c) Oración "en Cristo", "en el Espíritu Santo", "en la Iglesia" Un hijo de Dios que hace oración se dirige a las tres Personas divinas, pero esto acaece "en Cristo" y "en el Espíritu Santo". De ahí que su oración sea "cristiana" y "eclesial". Jesucristo es el modelo de nuestra oración –ya lo vimos más arriba– pero no un modelo "exterior", pues vive en nosotros por la gracia. Un hijo de Dios en Cristo ora siempre en unión vital con Él (cfr. Jn 6, 56-57; 15, 1-7; 17, 21-26), "en el nombre" de Jesús (Jn 14, 13-14; 15, 16; 16, 23.26). Además de orar por medio de Cristo, único mediador entre Dios y los hombres, ora "en Cristo". Se puede decir también –y es lo mismo– que Cristo ora en él, como le gusta afirmar a san Agustín, que invita reconocer "la voz de Él en nosotros" 325. Por esto, si nuestra oración es verdadera es siempre escuchada. Y será verdadera si oramos "en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre" 326. Ha de ser tu oración la del hijo de Dios; no la de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús aquellas palabras: "no todo el que dice ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el Reino de los Cielos". Tu oración, tu clamar "¡Señor!, ¡Señor!" ha de ir unido, de mil formas diversas en la jornada, al deseo y al esfuerzo eficaz de cumplir la Voluntad de Dios 327. Por medio de la unión con Jesucristo tenemos "acceso al Padre en el Espíritu Santo" 328. La unión con Jesucristo es, en efecto, obra del Espíritu Santo. Por eso, sólo puede orar "en Cristo" quien ora "en el Espíritu Santo". El Paráclito, "Espíritu de Cristo" (Rm 8, 9), enviado a nosotros como "Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá!, Padre!" (Rm 8, 15), nos une con Cristo, nos hace hijos adoptivos y derrama en nuestros corazones la caridad (cfr. Rm 5, 5) que nos mueve a identificar la voluntad con la de Cristo. Entonces se realiza la promesa de Jesús: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14, 23). El cristiano es introducido en la vida íntima de la Santísima Trinidad y puede dialogar con las Personas divinas. No acaba ahí, sin embargo, la acción del Paráclito. Es tanta la grandeza de la vida sobrenatural que no seríamos capaces de dialogar con la Santísima Trinidad si no fuera porque el mismo Espíritu Santo "acude en ayuda de nuestra flaqueza" (cfr. Rm 8, 26), para que podamos orar como conviene. Es el Maestro interior 329 que pone su "escuela" en el centro del alma para enseñar a los hijos adoptivos a dialogar con Dios 330. Esta oración es siempre personal pero nunca individualista, aislada de los demás, porque el Espíritu Santo une a los cristianos con Cristo formando un Cuerpo que es la Iglesia (cfr. 1Co 12, 27). Tener espíritu católico implica que ha de pesar sobre nuestros hombros la preocupación por toda la Iglesia, no sólo de esta parcela concreta o de aquella otra; y exige que nuestra oración se extienda de norte a sur, de este a oeste, con generosa petición 331. Quien ora, aunque lo haga individualmente, lo hace siempre como miembro de ese Cuerpo y en comunión con los demás miembros. "Padre nuestro...", decimos, empleando el plural, porque la oración, o es oración en comunión con los demás miembros de la Iglesia o no es oración cristiana. Y como el vínculo perfecto de unión con los demás es la caridad, la oración pide abandonar cualquier disposición interior actualmente voluntaria incompatible con la caridad hacia el prójimo. "Cuando vayáis a orar, perdonad si tenéis algo contra alguno, a fin de que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone vuestros pecados" (Mc 11, 25). San Lucas, con una pincelada, retrata la manera de obrar de los primeros fieles: animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración (Hch 1, 14) 332. La dimensión "eclesial" de la oración se manifiesta visiblemente cuando el cristiano reza junto con otros fieles (cfr. Hch 1, 14.24; 4, 24-31) –y el Señor otorga a esta oración especial eficacia (cfr. Mt 18, 19-20)–, sobre todo cuando participa en el culto litúrgico, cuya cima es la Eucaristía. Elocuente es, de nuevo, el testimonio de los primeros cristianos que "perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones" (Hch 2, 42). Pero el cristiano debe también recogerse para orar al Padre "en su aposento" (Mt 6, 6) 333. En todo caso, la oración cristiana es siempre "personal y comunitaria" 334: si se realiza de modo individual, debe hacerse en unión con la Iglesia; y si se lleva a cabo en común, ha de ser personal, sin anonimato. El diálogo es esencialmente interpersonal. Cuando se dice que la oración es "personal y comunitaria", no hay que entender este último término como si el sujeto de la oración fuese "la comunidad" y la persona quedase en el anonimato. San Josemaría sale al paso de tal deformación: Tú –como todos los hijos de Dios– necesitas también de la oración personal: de esa intimidad, de ese trato directo con Nuestro Señor –diálogo de dos, cara a cara–, sin esconderte en el anonimato 335. No podemos caer en una oración impersonal (...); hemos de salir del anonimato, ponernos en su presencia tal como somos, sin emboscarnos en la muchedumbre que llena la iglesia, ni diluirnos en una retahíla de palabrería hueca, que no brota del corazón, sino todo lo más de una costumbre despojada de contenido 336. Al afirmar que la Iglesia (o la comunidad cristiana) ora, se quiere decir que oran personalmente los miembros de la Iglesia y que lo hacen en comunión con Cristo, Cabeza del Cuerpo, y con los demás miembros. Con la expresión "personal y comunitaria", se excluyen las deformaciones del individualismo y del anónimo comunitarismo en la oración. d) "Con María, la Madre de Jesús" La oración de un hijo de Dios, al ser "en el Espíritu Santo" y, por tanto, "en la Iglesia", no puede prescindir de María. El cristiano ha de conducirse como los primeros discípulos que perseveraban unánimes en la oración "con María, la madre de Jesús" (Hch 1, 14). "Con Ella" en dos sentidos: "junto a Ella", aprendiendo de la Virgen a orar: María, Maestra de oración. –Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. –Y cómo logra 337; y, sobre todo, "por medio de Ella", como medianera de todas las gracias. Oración, lo sabemos todos, es hablar con Dios (...) poniendo por Medianera a Santa María 338. El cristiano se une a Dios tratándola, hablándole, manifestándole nuestro cariño, ponderando en nuestro corazón las escenas de su vida en la tierra, contándole nuestras luchas, nuestros éxitos y nuestro fracasos 339. San Josemaría considera que es una madre que no se hace rogar, que incluso se adelanta a nuestras súplicas, porque conoce nuestras necesidades y viene prontamente en nuestra ayuda, demostrando con obras que se acuerda constantemente de sus hijos 340. Nosotros "no sabemos lo que debemos pedir como conviene" (Rm 8, 26), es el Espíritu Santo quien lo sabe y nos forma como hijos de Dios por medio de la Virgen María. Por eso Ella conoce también lo que nos conviene. Pidamos a la Madre de Dios, que es nuestra Madre, que nos prepare el camino que lleva al amor pleno: Cor Mariæ dulcissimum, iter para tutum! Su dulce corazón conoce el sendero más seguro para encontrar a Cristo 341. En la economía de la Redención no hay unión con la Santísima Trinidad ni verdadero diálogo con las Personas divinas sin la mediación materna de María, aun cuando no se explicita esta presencia. Cuando el cristiano ora a la Santísima Trinidad "con María", le acompañan y le asisten, lo sepa o no, todos los Ángeles y los Santos de la corte celestial 342. Si es consciente de esta realidad, se dirigirá también a ellos en la oración para pedir su intercesión y, en el caso de los Santos, para aprender su ejemplo 343. Principalmente acudirá a san José, que guía e introduce a la intimidad con María y con Jesús. De San José dice Santa Teresa, en el libro de su vida: "Quien no hallare Maestro que le enseñe oración, tome este glorioso Santo por maestro, y no errará en el camino". –El consejo viene de alma experimentada. Síguelo 344. Después, a todos los santos, especialmente a aquellos con los que está unido por algún vínculo de parentesco espiritual o de patrocinio. En este sentido, se puede señalar que san Josemaría enseñaba a comenzar y concluir los ratos de oración mental con una invocación a la Santísima Virgen, a san José y al Ángel custodio 345. 3.2.2. El tema de la oración El tema de la oración es Dios y nosotros mismos; Dios y nuestra relación con Él. En un punto de Camino citado más arriba, san Josemaría lo resume así: "orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?" –¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: "¡tratarse!" 346. La oración es un diálogo "sobre Él y sobre ti", no separadamente –por un lado la especulación teológica y por otro el análisis del propio yo y de la propia vida ("alegrías, tristezas... preocupaciones diarias, flaquezas")– sino conjuntamente: un diálogo con Dios en la perspectiva de la identificación con Él. En este sentido se resume en "conocerle y conocerte: tratarse". Al hablar aquí de conocimiento, san Josemaría se refiere a un conocimiento amoroso, al conocimiento que no se alcanza sólo con la reflexión o el estudio: requiere el trato personal. Cuanto más íntimo sea, mayor será el conocimiento; y cuanto mayor sea el conocimiento, tanto más se buscará el trato. Vamos a fijarnos primero en estos dos aspectos, el conocimiento y el trato. Luego hablaremos de la formas de la oración a las que también hace referencia el punto de Camino: "acciones de gracias y peticiones; amor y desagravio...". a) "Conocerle y conocerse" La oración presupone un cierto conocimiento de Dios y de nuestra relación con Él, que germina por medio del diálogo en un "conocerle y conocerse" cada vez más profundo: conocer a Dios Uno y Trino, Creador, Redentor y Santificador; y tener conciencia de nuestra relación con Él: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre 347. Un texto de san Josemaría amplía este aspecto del punto de Camino: Oración, lo sabemos todos, es hablar con Dios; pero quizá alguno pregunte: hablar, ¿de qué? ¿De qué va a ser, sino de las cosas de Dios y de las que llenan nuestra jornada? Del nacimiento de Jesús, de su caminar en este mundo, de su ocultamiento y de su predicación, de sus milagros, de su Pasión Redentora y de su Cruz y de su Resurrección. Y en la presencia del Dios Trino y Uno, poniendo por Medianera a Santa María y por abogado a San José Nuestro Padre y Señor –a quien tanto amo y venero–, hablaremos del trabajo nuestro de todos los días, de la familia, de las relaciones de amistad, de los grandes proyectos y de las pequeñas mezquindades. El tema de mi oración es el tema de mi vida 348. Con estas palabras compendia en qué consiste el "conocerle y conocerse". Conocerle es penetrar en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, en su vida oculta y en su enseñanza pública, en su Pasión, Muerte y Resurrección, y llegar al conocimiento de Dios Uno y Trino, por la mediación de María Santísima y la intercesión de san José... Aquí está dicho lo fundamental, aunque no sea todo lo que comprende el "conocerle". En cuanto al "conocerse", si se tratase de un diálogo humano, diríamos que para mantenerlo hace falta "darse a conocer", lo que supone conocerse a sí mismo. Cuando se trata del diálogo con Dios, en cambio, no es necesario "darse a conocer", porque Él conoce todo, hasta los más profundos secretos del corazón (cfr. Sal 138[139], 1-16). Quizá por esto san Josemaría no habla de "darse a conocer a Dios" sino simplemente de "conocerse", como contenido de la oración. Es un conocerse ante Dios que resulta imprescindible para saberse conocidos por Él y dialogar en la oración. Se trata de conocer la verdad más íntima sobre uno mismo en relación con Dios: nuestra indigencia de criaturas, nuestra miseria de pecadores, nuestra grandeza de hijos de Dios y la misión apostólica que lleva consigo (las almas, la Iglesia, son, para un hijo de Dios, tema principal de su oración). Pero no teóricamente, sino a través de las incidencias diarias, que son materia de santificación y de apostolado. San Josemaría menciona aquí "el trabajo de todos los días, la familia, la relaciones de amistad...", tal como se ven desde las intenciones del corazón, con "los proyectos personales, las pequeñas mezquindades...". Todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial 349. Su consejo es comportarse con sencillez. No hagáis literatura: contadle las cosas vuestras, vuestras inquietudes y vuestras alegrías, vuestras ocupaciones... 350 Los diversos aspectos de la propia existencia se convierten en contenido de oración cuando se ven ante Dios. El resumen es que "el tema de mi oración es el tema de mi vida". La oración no se queda en una reflexión sobre Dios ni en una introspección psicológica. Su tema es el encuentro con Dios en la vida diaria o, con otras palabras, "la vida de Cristo en mí", el misterio cristiano. Pilar Urbano lo ha expresado con agudeza al escribir que san Josemaría "es un hombre que vive de lo que reza y que reza de lo que vive" 351. b) "Tratarse" Esta expresión pone de manifiesto que orar no es sólo dirigirse a Dios: la oración es trato mutuo. Dios escucha a sus hijos y también les habla. Y el que ora ha de escuchar a Dios y hablarle, respondiendo a su Palabra. Dios habla –ya lo hemos dicho– a través de las cosas creadas y de la historia, y a través de la Revelación sobrenatural. Y Jesucristo es la plenitud de la manifestación de Dios: la Palabra hecha carne (cfr. Jn 1, 14). Como escribe san Juan de la Cruz, al darnos Dios a su Hijo "todo nos lo habló junto y de una sola vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar" 352. En el diálogo de la oración, la Palabra de Dios es Cristo. Para dialogar con Dios es preciso escuchar lo que nos dice, o sea lo que hizo y enseñó: "Éste es mi Hijo, el amado: escuchadle" (Mc 9, 7). El Espíritu Santo ilumina para que entendamos y vivamos la Palabra de Dios, Cristo. Se trata en último término de acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos 353. San Josemaría insiste muchas veces en este punto crucial, concretándolo en el consejo práctico de contemplar la vida de Jesús sirviéndose del Evangelio y también de los libros de los santos y maestros de vida espiritual: Para acercarnos a Dios hemos de emprender el camino justo, que es la Humanidad Santísima de Cristo. Por eso, aconsejo siempre la lectura de libros que narran la Pasión del Señor. Esos escritos, llenos de sincera piedad, nos traen a la mente al Hijo de Dios, Hombre como nosotros y Dios verdadero, que ama y que sufre en su carne por la Redención del mundo 354. Al ser un diálogo con Jesucristo, por Él y en Él, el lugar por excelencia para hacer oración es al lado del Sagrario, acompañando al que se quedó por Amor (...), con el convencimiento de que Jesucristo nos ve, nos oye, nos espera y nos preside desde el Tabernáculo, donde está realmente presente escondido en las especies sacramentales 355. El deseo de san Josemaría es que el Señor se encuentre en el Sagrario rodeado del amor con que le acogía la familia de Betania: el amor que se manifiesta en las atenciones de Marta, en la escucha atenta de María, en la conversación familiar y afectuosa de todos. Para mí el Sagrario ha sido siempre Betania, el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro 356. Evidentemente, las exigencias del trabajo o de la familia y otras circunstancias de la vida impedirán con frecuencia a un fiel corriente acudir físicamente al Sagrario para tener ahí sus ratos de oración. No ha de olvidar entonces que Dios está junto a nosotros de continuo 357. Siempre puede recogerse interiormente para mantener un diálogo con la Santísima Trinidad presente en el "sagrario" de su alma en gracia. Ya sabes lo que es vida interior: vida de trato con Dios. Y ¿dónde buscarás a Dios? A Jesucristo lo encuentras en la Sagrada Eucaristía, porque la fe te dice, que, escondido en las especies sacramentales, está Él: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Pero, además, mientras te conserves en gracia de Dios, mientras no tengamos la persuasión de haber ofendido a Nuestro Señor, el Espíritu Santo –que tomó posesión de ti en el Bautismo– está dentro de ti, en el centro de tu alma; y con el Espíritu Santo se encuentran el Padre y el Hijo. ¡Eres como un sagrario de la Trinidad Santísima! 358 En el Sagrario y en el alma en gracia, Dios espera siempre la conversación de sus hijos. Un modo de cercanía remite al otro. Hay una continuidad entre la presencia eucarística del Señor en quien recibe la Sagrada Comunión y la inhabitación de la Santísima Trinidad, que san Josemaría procura subrayar, porque es fundamental para mantener un intenso diálogo con Dios cuando los ratos de oración tienen lugar en medio de la calle o en cualquier otro sitio; y también porque es clave para prolongar la presencia de Dios más allá de esos ratos. Cuando hayáis comulgado, y el corazón se os vaya a dar gracias a Dios, considerad que habéis recibido la Humanidad Santísima de Jesucristo –su Cuerpo, su Sangre, su Alma– y su Divinidad; y, con Jesucristo, toda la Trinidad, porque el Padre, y el Hijo y el Espíritu Santo son inseparables. Pensad que, al destruirse las especies sacramentales, desaparece la presencia real, pero queda en nuestras almas y en nuestros cuerpos –que son su templo (cfr. 1Co 3, 16)– Dios Espíritu Santo. Ya veis: no sólo pasa Dios, sino que permanece en nosotros. Por decirlo de alguna manera, está en el centro de nuestra alma en gracia, dando sentido sobrenatural a nuestras acciones, mientras no nos opongamos y lo echemos de allí por el pecado. Dios está escondido en vosotros y en mí, en cada uno 359. A su vez, cuando el cristiano tiene viva conciencia de la filiación divina y, por tanto, de la inhabitación de la Trinidad en su alma, nace en él una ardiente sed de participar en la Santa Misa y de recibir a Cristo en la Eucaristía 360. c) Adorar, agradecer, pedir El trato con Dios en la oración puede adoptar formas diversas. En san Josemaría están siempre empapadas del sentido de la filiación divina y de la santificación en medio del mundo. "La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador" 361, dice el Catecismo recogiendo la doctrina tradicional. De modo específico cabe subrayar que se trata de la adoración como hijos de Dios, que se reconocen no sólo creados, sino también elevados por la gracia, redimidos y santificados. Es una adoración llena de confianza filial y de amor, dirigida a las tres Personas divinas, en su unidad y en su distinción relativa. Esta actitud debe penetrar de extremo a extremo toda la oración de un hijo de Dios: Que tu oración sea siempre un sincero y real acto de adoración a Dios 362. A la adoración puede asimilarse la alabanza. "Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo", es la expresión más profunda y sencilla de la alabanza a Dios que, en muchas ocasiones, alimenta los ratos de oración de san Josemaría, a la vez que enseña a repetirla con frecuencia a lo largo del día 363. Cabe señalar alguna diferencia entre adoración y alabanza. Adoramos a Dios por sus obras, como Creador y Padre nuestro; le alabamos, en cambio, "por Él mismo (...), no por lo que hace, sino por lo que Él es" 364. Mientras que la adoración sólo se puede referir a Dios, la alabanza se puede dirigir también a los Ángeles y a los Santos, especialmente a la Virgen María, porque al alabarles por lo que son, adoramos a Dios por sus obras. En la Visitación, santa Isabel alaba a María: "Bendita tú entre las mujeres..."; y María adora a Dios: "Glorifica mi alma al Señor (...) porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso" (Lc 1, 46-48). Como es lógico, en la enseñanza de san Josemaría se distingue claramente la adoración a Dios de la alabanza a la Virgen y a los santos. La acción de gracias es la forma de oración que expresa nuestra donación a Dios como respuesta a sus dones. Puesto que todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de Él, hemos de permanecer siempre en "acción de gracias". Ut in gratiarum semper actione maneamus! 365, enseña a repetir san Josemaría: demos gracias a Dios Nuestro Señor, por todo: por lo que parece bueno, y por lo que parece malo; por lo pequeño y por lo grande; por lo temporal y por lo que tiene alcance eterno 366. Cualquier acontecimiento y cualquier necesidad pueden dar pie para una oración de acción de gracias (que muchas veces continúa en la petición). Dos ejemplos: ¡Gracias, Jesús mío!, porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los pecadores y de los justos... –¡Gracias, Jesús mío, y danos un corazón a la medida del Tuyo! 367 Ut in gratiarum semper actione maneamus! Dios mío, gracias, gracias por todo: por lo que me contraría, por lo que no entiendo, por lo que me hace sufrir. Los golpes son necesarios para arrancar lo que sobra del gran bloque de mármol. Así esculpe Dios en las almas la imagen de su Hijo. ¡Agradece al Señor esas delicadezas! 368 Sobre la oración de petición conviene hacer primero una observación relacionada con la etimología. No es lo mismo "orar" que "pedir". La petición es sólo una forma de la oración, aunque a veces se emplean como sinónimos. Como ya hemos dicho, "oración" proviene de "oratio", que significa discurso. En latín se distingue bien el orar del pedir. Entre los autores cristianos, ya desde Tertuliano (s. II), se emplea el término orare (a Dios) como equivalente del griego "homileo-", que significa tratar a alguien, conversar 369, mientras que la petición a Dios – prex, plegaria– es el equivalente de "eukhe-". Sin embargo, para distinguir la petición de los cristianos a Dios de la petición de los paganos, Clemente de Alejandría une en la misma época (s. II) los dos términos, el "pedir" y el "orar": "La plegaria es una conversación "homilía" con Dios" 370. No sorprende por esto que en la tradición se usen a veces como sinónimos orar y pedir. De hecho, en algunas lenguas modernas, el término principal para referirse a la oración es el de "petición" (prière, en francés; prayer en inglés;preghiera en italiano; en cierto modo también Gebet en alemán), lo cual lleva consigo una tendencia a identificar el "orar" con el "pedir", aunque en la práctica esto no significa una reducción del orar al pedir sino más bien una ampliación del pedir al orar. En castellano no se presenta esta dificultad porque el término principal es "oración", mientras que la "petición" es sólo una de sus formas. Así sucede en las obras de san Josemaría: la oración es una conversación con Dios que, con frecuencia, pero no siempre, es petición. En este mismo sentido empleamos aquí los términos. La oración de petición tiene a su vez dos modos: la petición de perdón y la petición de ayuda, para uno mismo o para otros. Se suele decir que "la petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición" 371, porque al expresar el arrepentimiento por lo que separa de Dios, se desea y alcanza la amistad con Él, fundamento de toda otra petición o súplica. Las dos formas de petición pueden verse en el Padrenuestro: "danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas..." (Mt 6, 11 s.). Los textos de san Josemaría sobre la oración de petición son muy numerosos y tratan multitud de aspectos que aquí no es posible ni siquiera resumir. En la base de todos se encuentra siempre el sentido de la filiación divina, que conduce a que la petición esté llena de seguridad, porque es una petición "en nombre de Cristo": "Si algo pedís al Padre en mi nombre, os lo concederá" (Jn 16, 23). Saberse ipse Christus lleva a pedir según la voluntad de Cristo. Y "esta es la confianza que tenemos en Él: si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha. Y puesto que sabemos que nos va a escuchar en todo lo que pidamos, sabemos que tenemos ya lo que le hemos pedido" (1Jn 5, 14-15). Hay que pedirle que se haga su voluntad. Puedes decirle: si me conviene, Señor, concédeme luz; si no me conviene, dame paciencia y alegría, y que esté contento. Porque muchas veces pedimos cosas que no nos convienen. Desde hace muchos años he puesto el mismo ejemplo: un niño pequeñito tienen ilusión de encender cerillas. ¡Le parece estupendo! Pero su madre enseguida le quita las cerillas. El niño llora y patalea y dice: ¡mamá es mala, porque me quita este juguete con el que yo me divertía! Y no: la madre es buena, no da gusto al crío porque no le conviene, porque corre el peligro de prenderse fuego a la ropa, de morir o de tener graves quemaduras. Pues Dios Nuestro Señor, a veces, cuando le pedimos, como tenemos una inteligencia medianeja y Él en cambio es la Sabiduría; como somos sus hijos y Él nos quiere más que una madre; como somos unos pobres hombres y Él es Omnipotente, si nos conviene nos concede aquello que pedimos, y si no nos conviene, no nos lo da. Nosotros podemos decirle lo que decía una santa que ha estado cerquita de Portugal algunas veces: Jesús, haz que convenga... ¿Sabéis quién era? Teresa de Jesús 372. Estas palabras reflejan también cómo el sentido de la filiación divina transforma la súplica en petición confiada de hijo pequeño 373, confiriéndole unas características peculiares de las que hablaremos después 374. Las tres formas de oración que se han mencionado miran hacia Dios, pues a Él es a quien adoramos, damos gracias y pedimos perdón y ayuda. A esto hay que añadir otro movimiento del alma que mira hacia nosotros: los propósitos de mejorar la propia vida de hijos de Dios, de convertir en realidad esas mociones interiores, que el Espíritu Santo despierta en nuestra alma 375. Más que una forma de oración, se sigue de ella. Como fruto [de los ratos dedicados a la oración], saldrán siempre propósitos claros, prácticos, de mejorar tu conducta, de tratar finamente con caridad a todos los hombres, de emplearte a fondo –con el afán de los buenos deportistas– en esta lucha cristiana de amor y de paz 376. 3.2.3. Orar con toda el alma En la oración están implicadas todas las facultades de la persona. Oración mental es ese diálogo con Dios, de corazón a corazón, en el que interviene toda el alma: la inteligencia y la imaginación, la memoria y la voluntad 377. Es un acto de conocimiento y de amor al que concurren los afectos y en el que intervienen todas nuestras potencias. Principalmente es un acto de las virtudes que tienen a Dios por objeto: la fe, la esperanza y la caridad 378. Se puede decir que los actos de esas virtudes teologales son como las palabras del diálogo con Dios, y que cada frase de esta conversación implica el actualizarse de las tres virtudes. Pero también las virtudes humanas tienen su función en la oración. Ya sabemos que cuando se trata de convertir las obras en oración las virtudes humanas son imprescindibles porque sólo si estas obras son virtuosas, pueden ser elevadas por la gracia 379. Pero tienen también un puesto de relieve en los ratos dedicados exclusivamente a la oración. Se necesitan no sólo, como dicen algunos autores 380, porque proporcionan el sosiego y las demás disposiciones interiores necesarias para la oración, sino también porque la misma vida ordinaria del cristiano, que debe ser ejercicio de esas virtudes, es materia de los ratos de oración. Sin detenernos en las virtudes, veremos a continuación muy sintéticamente cómo se refiere san Josemaría al papel de las diversas facultades en la oración. Luego nos referiremos a la oración contemplativa, en la que todo adquiere una profunda unidad y se simplifica. a) Las facultades humanas en la oración La oración es un diálogo en el que intervienen todas las facultades de la persona elevadas por las virtudes cristianas y los dones del Espíritu Santo. La inteligencia busca "comprender el porqué y el cómo de la vida cristiana para adherirse y responder a lo que el Señor pide" 381. Santo Tomás destaca especialmente este papel de la razón en la oración: "oratio... est rationis actus" 382. En esta misma línea, san Josemaría corrobora que en los ratos dedicados expresamente a ese coloquio con el Señor (...) la inteligencia –ayudada por la gracia– penetra, de realidades sobrenaturales, las realidades humanas 383. Al destacar el papel de la inteligencia en la oración, ataja el peligro, relativamente frecuente, de confinarla al ámbito de los sentimientos. Mediante la oración ha de crecer el conocimiento de Dios y de nuestra relación con Él, aunque en esta tierra será siempre imperfecto, sin la inmediatez que tendrá en la gloria por la visión cara a cara de Dios. "Ahora –dice san Pablo– conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido" (1Co 13, 12). La oración no es sólo actividad del intelecto sino también de la voluntad que ama con amor filial, en respuesta al amor de Dios que "nos ha amado primero" (1Jn 4, 19). Es un acto de la voluntad porque es expresión de amor filial. Entre los maestros de vida espiritual, san Buenaventura ha insistido más en este aspecto, al describir la oración como "pius affectus mentis in Deum" 384. Muchas consideraciones de san Josemaría se mueven en esta línea. Oración: es la hora de las intimidades santas y de las resoluciones firmes 385. Además, la voluntad tiene también el papel de imperar sobre las demás facultades para concentrarlas en el diálogo con Dios, sujetando, por ejemplo, la imaginación o evitando otras distracciones. Cuando hagas oración haz circular las ideas inoportunas, como si fueras un guardia del tráfico: para eso tienes la voluntad enérgica que te corresponde por tu vida de niño. –Detén, a veces, aquel pensamiento para encomendar a los protagonistas del recuerdo inoportuno 386. Los sentimientos y los afectos tienen asimismo su función. San Hilario escribe que la oración es "affectus cordis" 387, y santa Teresa de Jesús invita a servirse de los estados de ánimo para dialogar con Dios en la oración: "Si estáis alegre, miradle resucitado... Si estáis con trabajos o triste, miradle camino del huerto... o miradle atado a la columna, lleno de dolores... por lo mucho que os ama" 388. Por su parte, san Josemaría exhorta: ¡No contengáis el corazón! Cuando habléis interiormente, sin ruido de palabras, con el Señor (...) decid lo que se os venga al corazón, aunque os parezcan simplezas 389. Si la oración es un diálogo amoroso, es lógico que afloren los afectos. "Et in meditatione mea exardescit ignis" –Y, en mi meditación, se enciende el fuego. –A eso vas a la oración: a hacerte una hoguera, lumbre viva, que dé calor y luz 390. Pero se trata siempre de elevar los afectos a Dios, no de buscar la satisfacción en ellos, que sería como convertirlos en fin, con el peligro de abandonar la oración cuando no se tienen. La oración no es cuestión de sentir, sino de amar. Y se ama, esforzándose en intentar decir algo al Señor, aunque no se diga nada 391. La memoria desempeña el importante papel de hacer presente el tema de la oración, trayendo al pensamiento las obras de Dios y su amor por nosotros: la Revelación divina –principalmente lo que Jesús hizo y enseñó– y nuestra relación con Dios como hijos suyos en Cristo. Yo quisiera –aconseja san Josemaría– que, cerrando los ojos de la carne, contemplarais la vida de Cristo como en una película; que fuerais actores de su vida, estando con los Apóstoles y con las santas mujeres, más cerca de Jesús que San Juan 392. No se trata simplemente de evocar algo pasado, porque las palabras y acciones de Cristo, por ser obras de la Segunda Persona divina a través de su naturaleza humana, tienen una actualidad que trasciende el tiempo: "todo lo que Cristo es y lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente" 393. No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive! 394 Iesus Christus heri, et hodie: ipse et in saecula; Jesucristo el mismo que ayer es hoy; y lo será por los siglos (Hb 13, 8). Jesucristo vive, con carne como la mía, pero gloriosa; con corazón de carne como el mío. Scio enim quod Redemptor meus vivit, sé que mi Redentor vive(Jb 19, 25). Mi Redentor, mi Amigo, mi Padre, mi Rey, mi Dios, mi Amor, ¡vive! Se preocupa de mí 395. El diálogo con el Señor en la oración no es una ficción: podemos hablarle y escucharle como le hablaron y escucharon los Apóstoles. Refiriéndose concretamente a la meditación de la Pasión del Señor, escribe san Josemaría: ¿Quieres acompañar de cerca, muy de cerca, a Jesús?... Abre el Santo Evangelio y lee la Pasión del Señor. Pero leer sólo, no: vivir. La diferencia es grande. Leer es recordar una cosa que pasó; vivir es hallarse presente en un acontecimiento que está sucediendo ahora mismo, ser uno más en aquellas escenas 396. La imaginación, dice san Josemaría, nos sirve, y mucho, en bastantes ocasiones, para hacer la oración 397. Permite "completar" los datos de la memoria –por ejemplo, las escenas de la vida de Jesús– con detalles que ayudan a establecer el diálogo, introduciéndose en los pasajes del Evangelio como un personaje más 398. Yo te aconsejo que, en tu oración, intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más. Primero te imaginas la escena o el misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su Corazón enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo. Permanece atento, porque quizá Él querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones 399. Como se ve en estas palabras, cuando san Josemaría anima a introducirse en el Evangelio "como un personaje más" y a "imaginar la escena", "no invita al lector a viajar con la imaginación en el tiempo para recrear un relato ambientado en un pasado lejano, sino a contemplar el mundo actual que cada uno tiene por delante, y a acudir al texto sagrado como punto de referencia para valorar en sus justas dimensiones sobrenaturales la propia experiencia" 400. También la misión apostólica –el afán de extender el Evangelio por el mundo– es tema de la oración, como ya hemos visto 401. De ahí el consejo: Antes de hablar a las almas de Dios, hablad mucho a Dios de las almas 402. Y para eso es necesario muchas veces emplear la imaginación: soñad, y os quedaréis cortos 403, decía a quienes participaban en sus proyectos apostólicos, invitándoles a poner la imaginación al servicio de la esperanza, confiados en la gracia divina. Concluyendo, en la oración intervienen todas las facultades del alma, aunque no siempre en la misma medida. Sin embargo, cuando el amor es intenso, la oración puede simplificarse mucho, por don de Dios, dando paso a la contemplación, gracias a la connaturalidad creada por el mismo amor. Lo veremos a continuación. b) La contemplación en los ratos de oración mental Escribe san Josemaría, refiriéndose a los ratos dedicados a la oración mental, que el cristiano necesita esos tiempos de conversación íntima con Dios: para tratarle, para invocarle, para alabarle, para romper en acciones de gracias, para escucharle o, sencillamente, para estar con Él 404. El diálogo de la oración no siempre tiene lugar por medio de palabras interiores que expresan conceptos o imágenes. A veces consiste sencillamente en "estar con Él", en intensa compenetración: con toda la atención de la mente, de las energías de la voluntad y de los afectos del corazón, pero sin necesidad de palabras. Esto es, en efecto, la contemplación: una oración que no necesita la manifestación verbal, ni exterior ni interior, para tratar con Dios. Es "la expresión más sencilla del misterio de la oración" 405: una simple mirada de amor a Dios, que introduce profundamente en el misterio de la Santísima Trinidad. Como escribe santa Teresa de Jesús, "lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma –podemos decir– por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria" 406. El amor, a veces, consiste en decirse las mismas cosas o en no decirse nada, en mirarse, en contemplarse. De cara a Dios es igual. ¿Una oración con mucha conversación? ¡Muy bien! ¿Una oración sin conversación, sintiéndose en la presencia de Dios y sabiéndose mirado? ¡Muy bien también! 407 Todo lo que se dijo en el capítulo 1º acerca de la contemplación en general –referida también a la vida ordinaria– puede aplicarse al caso particular de la contemplación en los ratos de oración. Remitimos a las páginas correspondientes del primer volumen 408. Ahora añadimos solamente tres observaciones. La primera es que la función de las virtudes morales en la contemplación durante los ratos de oración mental consiste sobre todo en disponer o preparar el alma. Su influjo es necesario, por ejemplo, para la serenidad interior y para evitar la agitación de sentimientos y pasiones que distraen y enturbian el espíritu, impidiendo concentrar la mirada en Dios. Santo Tomás menciona en particular la necesidad de la virtud de la pureza: "virtus castitatis maxime reddit hominem aptum ad contemplationem" 409. Esta afirmación es coherente con las palabras de Jesús: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios" (Mt 5, 8). No obstante, podemos decir aquí algo semejante a lo que hemos señalado en el apartado anterior: el papel de las virtudes humanas no se limita a pacificar el alma, puesto que también la misma vida ordinaria –campo de actuación de esas virtudes– es objeto de la contemplación en los ratos de oración. Recuérdese lo que dice san Josemaría: "el tema de mi oración es el tema de mi vida". La segunda observación es que buscar la contemplación en los ratos de oración –es decir, disponerse a recibir ese don de Dios 410, movidos por su gracia– es camino para recibir otro don: el de ser contemplativos en las actividades de la jornada. Por último conviene recordar –aplicando a la contemplación en los ratos de oración mental lo que ya se dijo acerca de la contemplación en general– que la oración contemplativa no es un fenómeno extraordinario, sino algo que pertenece al normal desarrollo de la vida de oración 411. La contemplación no es cosa de privilegiados 412. Cualquier cristiano puede ser contemplativo. Y debe aspirar a serlo pidiendo esta gracia al Espíritu Santo, porque puede y debe vivir como hijo de Dios. Al hablar de la contemplación en la homilía Hacia la santidad, san Josemaría aclara: No me refiero a situaciones extraordinarias. Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma: una locura de amor que, sin espectáculo, sin extravagancias, nos enseña a sufrir y a vivir, porque Dios nos concede la Sabiduría 413. c) "Hay infinitas maneras de orar" San Josemaría no recomienda ningún método fijo para hacer oración. Está convencido de que, lo mismo que a caminar se aprende caminando, a hacer oración se aprende haciéndola. ¿Que no sabes orar? –Ponte en la presencia de Dios, y en cuanto comiences a decir: "Señor, ¡que no sé hacer oración!...", está seguro de que has empezado a hacerla 414. La oración es un don inestimable de Dios que nos admite a dialogar familiarmente con Él. No tendría sentido pretender estar a la altura con las fuerzas humanas. Resultaría lógico sentirse inadecuado si no fuera porque somos hijos suyos, porque el Señor nos ha enseñado a orar y porque hemos recibido al Espíritu Santo que auxilia nuestra debilidad. Si no te consideras preparado, acude a Jesús como acudían sus discípulos: ¡enséñanos a hacer oración! (Lc 11, 1). Comprobarás cómo el Espíritu Santo ayuda a nuestra flaqueza, pues no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene expresarse, el mismo Espíritu facilita nuestros ruegos con gemidos que son inexplicables (Rm 8, 26) 415. Es terminante la recomendación de san Josemaría de ser constantes y de no abandonar nunca la oración, aunque las circunstancias sean adversas: aparente falta de tiempo, desgana, sequedad interior, etc. He aquí uno de los argumentos que emplea: Asegura Santa Teresa que "quien no hace oración no necesita demonio que le tiente; en tanto que, quien tiene tan sólo un cuarto de hora al día, necesariamente se salva"..., porque el diálogo con el Señor –amable, aun en los tiempos de aspereza o de sequedad del alma– nos descubre el auténtico relieve y la justa dimensión de la vida. Sé alma de oración 416. Su postura es neta: No podemos permitir que el trato con Jesucristo dependa de nuestro estado de humor, de los cambios de nuestro carácter 417. De ahí un principio práctico claro: Cuando vayas a orar, que sea éste un firme propósito: ni más tiempo por consolación, ni menos por aridez 418. Aconseja comenzar y concluir con una breve oración vocal. Para el inicio empleaba y enseñaba la siguiente: Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes; te adoro con profunda reverencia, te pido perdón de mis pecados, y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía Inmaculada, San José, mi Padre y Señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí. Y como oración conclusiva solía pronunciar estas palabras: Te doy gracias, Dios mío, por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado en esta meditación; te pido ayuda para ponerlos por obra. Madre mía Inmaculada, San José, mi Padre y Señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí. Considera que muchas veces será útil leer o traer a la memoria algún pasaje del Evangelio o una oración de la liturgia, aplicar la mente a lo que se ha leído y comenzar el diálogo de la oración que puede desembocar en la contemplación. Cuando haces oración –no me refiero ahora a esa oración continuada, que abarca el día entero, sino a los dos ratos que dedicamos exclusivamente a tratar con Dios, bien recogidos de todo lo exterior–, cuando empiezas esa meditación, frecuentemente –dependerá de muchas circunstancias– te representas la escena o el misterio que deseas contemplar; después aplicas el entendimiento, y buscas enseguida un diálogo lleno de afectos de amor y de dolor, de acciones de gracias y de deseos de mejora. Por ese camino debes llegar a una oración de quietud, en la que es el Señor quien habla, y tú has de escuchar lo que Dios te diga 419. Estas fases se han llamado tradicionalmente lectura, meditación, oración y contemplación 420. Sin embargo, para san Josemaría no constituyen un método obligado. Invita simplemente a comportarse como hijos que tratan con confianza a su Padre Dios. Me atrevo a asegurar, sin temor a equivocarme, que hay muchas, infinitas maneras de orar (...). Cada uno de vosotros, si quiere, puede encontrar el propio cauce, para este coloquio con Dios. No me gusta hablar de métodos ni de fórmulas, porque nunca he sido amigo de encorsetar a nadie: he procurado animar a todos a acercarse al Señor, respetando a cada alma tal como es, con sus propias características. (...) Hay mil maneras de orar, os digo de nuevo. Los hijos de Dios no necesitan un método, cuadriculado y artificial, para dirigirse a su Padre. El amor es inventivo, industrioso; si amamos, sabremos descubrir caminos personales, íntimos, que nos lleven a este diálogo continuo con el Señor 421. Un hijo de Dios debe considerar que su Padre del Cielo quiere que se dirija a Él con sencillez y confianza filial, empleando palabras propias y escuchándole. Si en algún momento –ante el esfuerzo, ante la aridez– pasa por vuestra cabeza el pensamiento de que hacemos comedia, hemos de reaccionar así: ha llegado la hora maravillosa de hacer una comedia humana con un espectador divino. El espectador es Dios: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo: la Trinidad Beatísima. Y con Dios Señor nuestro, nos estarán contemplando la Madre de Dios, y los ángeles y los santos de Dios 422. d) Oración de hijos pequeños de Dios En este apartado vamos a tratar tres puntos de la enseñanza de san Josemaría que enunciamos ahora porque conviene tenerlos presente desde el principio, aunque no los separaremos en la exposición. Primero, que la oración de un cristiano que se sabe hijo de Dios ha de ser siempre la de un hijo pequeño, pero que hay muchos modos de hacer oración como hijos pequeños. Segundo, que san Josemaría siguió personalmente uno de esos modos, que corresponde a lo que llamó en Camino "infancia espiritual" y "vida de infancia", pero que no lo propone a todos, aunque invita a conocerlo. Y tercero, que la doctrina de san Josemaría en este tema coincide sólo en parte con la de santa Teresa de Lisieux. Hemos visto que san Josemaría no recomienda ningún método de oración en particular. Se limita a enseñar que debe ser "filial", porque quien ora es un hijo de Dios y su oración ha de estar empapada del sentido de la filiación divina. Concretamente enseña que ha de ser una oración de "hijos pequeños". La idea de que somos como "niños pequeños" delante de Dios y la correlativa de "infancia espiritual" tienen una antigua tradición 423, fundada en la advertencia de Jesús: "si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mt 18, 3). Viejo camino interior de infancia, siempre actual 424, comenta san Josemaría, después de citar esas palabras. Llama "camino interior de infancia" o "vida de infancia" a la senda que muestra el Señor al decir "si no os convertís y os hacéis como los niños...": una senda que san Josemaría recorrió personalmente a lo largo de toda su vida, movido por la gracia de Dios. Aún en 1969 confiaba a los que le acompañaban: Pido a Dios y a su Madre Santísima que me hagan cada día más pequeño 425. La "vida de infancia espiritual" surge en san Josemaría "como una concreción interior y existencial" 426 del sentido de la filiación divina. La experiencia de la filiación divina que Dios le concedió en 1931 "estuvo existencialmente acompañada de una gozosa conciencia de ser un niño delante de ese Dios, que es su Padre" 427. No salía de mi asombro, contemplando que era ¡hijo de Dios! (...). Y nacía en mi alma la necesidad, al ser hijo de Dios, de ser un hijo pequeño, un hijo menesteroso. De ahí salió en mi vida interior vivir mientras pude –mientras puedo– la vida de infancia 428. En sus notas personales de septiembre a diciembre de 1931 se entrelaza la experiencia sobrenatural de ser hijo de Dios en Cristo con el conocimiento de su pequeñez ante Dios, de saberse hijo pequeño suyo 429. Este entrelazamiento está presente en otros muchos textos, como cuando escribe que el sentido de la filiación divina nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños 430. En las enseñanzas de san Josemaría acerca de esta "vida de infancia" hay un núcleo necesariamente vinculado al "sentido de la filiación divina" que propone a todos como fundamento de la vida espiritual 431. Junto a este núcleo hay unos modos de ser "hijo pequeño" que caracterizaron su propia "vida de infancia", pero que no derivan necesaria y unívocamente del sentido de la filiación divina 432. No es fácil distinguir bien el núcleo común y los modos personales, pero se pueden diferenciar al menos algunos aspectos. – Por ejemplo, aconseja: Haceos niños delante de Dios. Sólo así sabremos ser hombres muy maduros en la tierra, porque a través de nuestra sencillez obrará la mano de Dios con su fortaleza y seguridad. Niños delante de Dios, con entera confianza, como el pequeño confía en su madre; no se preocupa del mañana ni de otra cosa: su madre vela por él. Dios vela por nosotros, si somos sencillos 433. Todos los rasgos que menciona pertenecen sin duda al núcleo de la vida de infancia o a la "vida de hijos pequeños de Dios" que san Josemaría propone a todos, porque es inseparable de la realidad de la filiación divina. Entre esos rasgos aparece en primer lugar la "madurez en la tierra", que es a la vez humana y sobrenatural: – En cuanto a su dimensión humana, escribe san Josemaría: Frecuentemente he meditado esa vida de infancia espiritual, que no está reñida con la fortaleza, porque exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto 434. Es cierto que san Pablo emplea a veces la comparación con la niñez para poner de manifiesto la inmadurez o la inconstancia (cfr. 1Co 3, 1-2; 13, 11-12; Ef 4, 14), pero no hay que olvidar un texto en el que deslinda este uso negativo de otro positivo: "Hermanos, no seáis niños en el uso de la razón. Sed niños en la malicia, pero hombres maduros en el uso de la razón" (1Co 14, 20). En línea con esta "niñez en la maldad" y "madurez en la razón" san Josemaría exhorta a cultivar simultáneamente dos cualidades: piedad de niños, por tanto, y doctrina segura de teólogos 435. Más en general advierte que ser niño ante Dios no es ser "niñoide" 436. "Hacerse como niños" consiste en crecer como hijos de Dios, en identificación con Cristo, y esto exige progresar en madurez humana, porque Él es perfecto Dios y también perfecto hombre 437. – Pero la madurez cristiana ha de ser también madurez sobrenatural, que nos hace profundizar en las maravillas del amor divino, reconocer nuestra pequeñez e identificar plenamente nuestra voluntad con la de Dios 438. Mientras que en la filiación humana los hijos se hacen independientes de sus padres cuando crecen, en la filiación sobrenatural, crecer y madurar comporta asumir la dependencia de Dios, reconocer que todo lo hemos recibido de Él para unirnos a Él y que sin Él no podemos nada. Expresión de esta dependencia y madurez es el lema: Ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca 439. San Josemaría escribe en sus apuntes personales que ese lema es la médula de la infancia espiritual 440. "Ocultarse y desaparecer, que sólo Jesús se luzca", es atribuirle a Él todo lo bueno que hace a través de nosotros, en vez de arrogárselo uno mismo: por eso es la expresión propia de la madurez que comporta la vida de infancia. El texto del que hemos partido menciona también la sencillez, la fortaleza y la confianza en Dios. Son rasgos que pertenecen a ese núcleo de la vida de infancia, válido para todos. Nos fijamos sólo en el último. San Josemaría exhorta a tratar a Dios con la confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre 441 y hace notar que para que el hijo pueda confiarse en los brazos de su padre, ha de ser y sentirse pequeño, necesitado 442. Este rasgo de la vida de infancia lo explica acudiendo a su propia experiencia: A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad. Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres 443. La confianza de hijo pequeño tiene múltiples manifestaciones. En particular, la audacia en el pedir, como un niño a su padre, con la seguridad de obtener lo que se pide, si es un verdadero bien; seguridad fundada en la certeza del amor que nos tiene (cfr. 1Jn 4, 16) y en su infinito poder: ¿Qué pide un niño a su padre? Papá..., ¡la luna!: cosas absurdas. Pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá (Mt 7, 7). ¿Qué no podemos pedir a Dios? A nuestros padres les hemos pedido todo. Pedid la luna y os la dará; pedidle sin miedo todo lo que queráis. Él siempre os lo dará, de una manera o de otra. Pedid con confianza. Quaerite primum regnum Dei (Mt 6, 33)... 444 – En cambio, hay otros rasgos que pertenecen sólo a un modo particular de la "vida de infancia". Por ejemplo, escribe: De ordinario me abandono, procuro hacerme pequeño y ponerme en los brazos de la Virgen. Le digo al Señor: ¡Jesús, hazme un poco de sitio! ¡A ver cómo cabemos los dos en los brazos de tu Madre! Y basta. Pero vosotros seguid vuestro camino: el mío no tiene por qué ser el vuestro (...) ¡viva la libertad! 445 El abandono del que habla en este texto pertenece, sin duda, al núcleo a que nos referíamos antes. Pero ese "Jesús, hazme un poco de sitio (en los brazos de la Virgen)" es algo que concierne a la personal vida de infancia de san Josemaría. Se podrían poner otros ejemplos muy claros en este sentido. Piénsese en el gesto de devoción que relata en un punto de Forja: supongamos que un alma, que va por vía de infancia espiritual, se siente movida a arropar cada noche, a las horas del sueño, a una imagen de madera de la Santísima Virgen 446... A estos modos particulares se refiere genéricamente en Camino: A veces nos sentimos inclinados a hacer pequeñas niñadas. –Son pequeñas obras de maravilla delante de Dios, y, mientras no se introduzca la rutina, serán desde luego esas obras fecundas, como fecundo es siempre el Amor 447. San Josemaría distingue claramente entre estos "modos" particulares y el "núcleo" común, como se deduce de sus palabras 448. "Era sumamente consciente de que los modos de la infancia espiritual, del saberse pequeño delante de Dios, podían ser muy diversos. Cada cual tiene su libertad, sus dones del Espíritu y su rumbo..." 449. En definitiva, su consejo es: Procura conocer la "vía de infancia espiritual", sin "forzarte" a seguir ese camino. –Deja obrar al Espíritu Santo 450. Los "modos" personales de san Josemaría, a los que nos acabamos de referir, presentan aspectos comunes con los de Santa Teresa de Lisieux, pero también hay diferencias significativas. San Josemaría no descubrió la vida de infancia en santa Teresita 451. Sin embargo, cuando el Espíritu le llevó por ahí, advirtió la afinidad con la Historia de un alma y entonces releyó esta obra con renovada atención 452, además de seguir encomendándose a la intercesión de la santa carmelita para caminar por la vía de infancia 453. Las coincidencias verbales que han señalado algunos autores 454 manifiestan una sintonía más honda en el tono de la oración, pero este punto hemos de dejarlo en suspenso a la espera de estudios más detallados sobre el tema. A la vez hay diferencias relevantes. Fijémonos en un punto de Camino: Delante de Dios, que es Eterno, tú eres un niño más chico que, delante de ti, un pequeño de dos años. Y, además de niño, eres hijo de Dios. –No lo olvides 455. Como se ve en la última frase, no identifica ser "niño" y ser "hijo". Puede parecer sorprendente, porque "niño" se emplea muchas veces como sinónimo de "hijo pequeño". Pero en realidad equivale sólo a "pequeño", no hace referencia a los padres. Detrás de esta distinción está en juego una cuestión de fondo. Pedro Rodríguez ve aquí "una expresa declaración de la manera propia que el Autor tiene de entender y vivir la infancia espiritual: "además de niño, eres hijo de Dios". Aunque utiliza las expresiones ser pequeño, alma pequeña, etc., lo que domina su experiencia espiritual en este campo es el sentido gozoso de la paternidad de Dios: no es sólo ser "pequeño" ante la "inmensidad" de Dios, sino ser niño-hijo ante Dios, que es mi Padre" 456. Santa Teresita no resalta esta íntima relación entre infancia espiritual y filiación divina adoptiva. Ella se siente una "criatura pequeña", "un alma pequeñita". No una hija pequeña de Dios Padre y hermana pequeña de Jesucristo, sino una "pequeña esposa de Jesús", como religiosa del Carmelo 457. Esto confiere a su vida de oración unas características peculiares, en las que el sentido de la filiación divina no se halla presente de modo tan explícito como lo está en san Josemaría. La "infancia espiritual" que él vive y propone "no es sólo, ni ante todo, pequeñez, humildad de la criatura ante Dios, sino, radicalmente, gozo y seguridad ante la paternidad de Dios-Padre, y modo de vivir la filiación divina del "niño" que ve en Jesús a su Hermano mayor" 458. Cabe señalar también que cuando san Josemaría habla de la oración de un hijo pequeño de Dios está pensando principalmente en quienes se han de santificar en medio del mundo, que han de conquistar poniendo su confianza en el poder de su Padre y empleando los medios sobrenaturales y humanos. Santa Teresita pide el mundo para Dios, desde su clausura; san Josemaría lo pide "desde dentro" del mundo. Este afán es asunto constante de su oración filial: "Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Pídeme y te daré en herencia las naciones, los confines de la tierra en propiedad" (Sal 2, 7-8). Como ha escrito Cornelio Fabro "sobre este tema de la infancia espiritual, el autor [de Camino] compone toda una gama de variaciones profundas e inspiradas, que tocan el corazón del programa de santidad en el mundo, a lo largo de todo su desarrollo, desde el inicio al final. Estas páginas podrían contarse entre las más sabrosas y profundas de la espiritualidad moderna" 459. 3.3. LA ORACIÓN VOCAL Y LA "ORACIÓN DE LOS SENTIDOS" Aunque la oración es ante todo una conversación interior que "brota viva desde las profundidades del alma" 460, reclama también "una expresión exterior que asocia el cuerpo a la oración interior" 461. Esta expresión exterior es la oración vocal, "elemento indispensable de la vida cristiana" 462. "Domine, doce nos orare" –¡Señor, enséñanos a orar! –Y el Señor respondió: cuando os pongáis a orar, habéis de decir: "Pater noster, qui es in coelis..." –Padre nuestro, que estás en los cielos... ¡Cómo no hemos de tener en mucho la oración vocal! 463 "Pero Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico (...); nos da también el Espíritu por el que estas palabras se hacen en nosotros "espíritu y vida" (Jn 6, 63)" 464. Una oración vocal que no fuera manifestación de la actitud del alma no tendría sentido. San Josemaría se refiere concretamente al rezo del santo Rosario: ¿Acaso no habrá monotonía en tu Rosario, porque en lugar de pronunciar palabras como hombre, emites sonidos como animal, estando tu pensamiento muy lejos de Dios? 465, pregunta san Josemaría en el prólogo al libro Santo Rosario. Y en Camino aconseja: Despacio. –Mira qué dices, quién lo dice y a quién. –Porque ese hablar de prisa, sin lugar para la consideración, es ruido, golpeteo de latas. Y te diré con Santa Teresa, que no lo llamo oración, aunque mucho menees los labios 466. Si en la oración vocal se pone, en cambio, la mente y el corazón, la repetición de las mismas palabras adquiere el valor del amor renovado. Por eso san Josemaría sale en defensa de las oraciones vocales y se preocupa de contrastar las acusaciones que pretenden desacreditarlas. Pero, en el Rosario... ¡decimos siempre lo mismo! – ¿Siempre lo mismo? ¿Y no se dicen siempre lo mismo los que se aman?... 467 Además de propagar el rezo del Rosario, aconseja no abandonar las oraciones que muchos cristianos rezan desde pequeños: No olvides tus oraciones de niño, aprendidas quizá de labios de tu madre. –Recítalas cada día con sencillez, como entonces 468. Consciente del peligro de la rutina, que califica de sepulcro de la verdadera piedad 469, aconseja: Para evitar la rutina en las oraciones vocales, procura recitarlas con el mismo amor con que habla por primera vez el enamorado..., y como si fuera la última ocasión en que pudieras dirigirte al Señor 470. "La dificultad habitual de la oración es la distracción. En la oración vocal, la distracción puede referirse a las palabras y al sentido de éstas. La distracción, de un modo más profundo, puede referirse a Aquél al que oramos" 471. Es necesario esforzarse para evitarla. Cuando se hace así, es decir, cuando la distracción no es voluntaria, la oración vocal conserva valor. San Josemaría aconseja: Procura evitar las distracciones, pero no te preocupes, si, a pesar de todo, sigues distraído. ¿No ves cómo, en la vida natural, hasta los niños más discretos se entretienen y divierten con lo que les rodea, sin atender muchas veces los razonamientos de su padre? –Esto no implica falta de amor, ni de respeto: es la miseria y pequeñez propias del hijo. Pues, mira: tú eres un niño delante de Dios 472. Si os distraéis a pesar de vuestra buena voluntad, no os importe: seguid rezando, que ese rezo es como el sonido de la guitarra de un enamorado que está de ronda. Aunque el pensamiento se escape a otro sitio, vuestro buen deseo y vuestra oración vocal estarán allí presentes, delante del Señor y de su Madre, en una canción de amor 473. 3.3.1. La unidad entre oración mental y oración vocal La oración vocal es con frecuencia una gran ayuda para la oración mental, porque sirve para comenzar el diálogo interior, o para recomenzarlo si se había interrumpido, quizá por distracción o por otro motivo. Cuando no sepas ir adelante, cuando sientas que te apagas, si no puedes echar en el fuego troncos olorosos, echa las ramas y la hojarasca de pequeñas oraciones vocales, de jaculatorias, que sigan alimentando la hoguera. –Y habrás aprovechado el tiempo 474. Si en algún momento resulta difícil recogerse durante los ratos de oración mental, las oraciones vocales ayudan a fijar la atención y el corazón en Dios, que premia este esfuerzo concediendo lo que se busca. Donde no hay agua, ¿qué se hace? Se construye una cisterna, y se lleva el agua en cántaros que se vacían allí, uno tras otro. Cuando no hay posibilidad de recogerse para la oración, hay que prepararse llevando agua a la cisterna: con actos de amor y de desagravio, con comuniones espirituales, con invocaciones al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo, y a Santa María, a San José y a nuestros Santos Ángeles Custodios. Todo eso es agua que llevamos a fuerza de brazos. Puede suceder que debamos estar así mucho tiempo; pero, si perseveramos, llegará el momento en que no será necesario buscar el agua, porque se habrá formado un pozo. Quizá al principio el agua no suba mucho; pero es un pozo de aguas vivas (Ct 4, 15). Allá está, en el fondo de tu alma. No sabes de dónde mana el agua, ni cómo se remansa, ni cuándo afluye..., pero puedes beber siempre. Y si insistes, el nivel de ese pozo sube y sube, hasta que se forma un manantial de agua clara, donde puedes beber a dos manos, con la boca abierta, cuando estás sediento. (...) Agua hay siempre. Cada uno de vosotros, con la ayuda de Dios, Uno y Trino, escondido en vuestra alma, puede lograr no ser nunca una cisterna vacía, sino un pozo que suba y suba hasta que mane una fuente de agua clara, espléndida, agua de amor. Pero en esta tarea, hijas e hijos míos, habéis de poner todo el corazón 475. No cabe conformarse con repetir oraciones vocales durante la oración mental. Sería como quedarse voluntariamente en la puerta del trato con Dios. Pero a veces es preciso insistir mucho en esas oraciones para llegar a la oración mental. Cuando un alma empieza a pensar que no sabe hacer oración, (...) que el Señor no le dice nada, que no le oye, y se le ocurre: pues para estar así, lo dejo todo, y me quedo con las oraciones vocales, tiene una mala tentación. ¡No, hijos míos! Hay que perseverar en la meditación. Esas quejas díselas al Señor en tus ratos de oración; y, si es necesario, repítele durante media hora la misma jaculatoria: Jesús, te amo; Jesús, enséñame a querer; Jesús, enséñame a querer a los demás por Ti... Persevera así, un día y otro, un mes, un año, otro año, y al fin el Señor te dirá: ¡tonto, si estaba contigo, a tu lado, desde el principio! 476 Estas enseñanzas encuentran aplicación no sólo en los ratos de oración mental sino también en el trabajo y en la vida familiar y social. Las oraciones vocales rezadas con la atención que sea posible dan paso a la contemplación. Incluso "la oración vocal se convierte en una primera forma de oración contemplativa" 477. Empezamos con oraciones vocales (...). Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres...: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto 478. Si las oraciones vocales ponen en marcha la oración mental, también sucede que ésta última se prolonga en oraciones vocales durante la jornada: Cada día debe haber algún rato dedicado especialmente al trato con Dios, pero sin olvidar que nuestra oración ha de ser constante, como el latir del corazón: jaculatorias, actos de amor, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Al caminar por la calle, al cerrar o abrir una puerta, al divisar en la lejanía el campanario de una iglesia, al comenzar nuestros quehaceres, al hacerlos y al terminarlos, todo lo referimos al Señor. Estamos obligados a hacer de nuestra vida ordinaria una continuada oración, porque somos almas contemplativas en medio de todos los caminos del mundo 479. 3.3.2. La "oración de los sentidos" Siguiendo una antigua tradición, san Josemaría llama oración de los sentidos 480 a la mortificación de los sentidos externos, ya que con ella se concreta el deseo de luchar contra el pecado y las tentaciones, para glorificar a Dios con el propio cuerpo y corredimir con Cristo, completando en la propia carne lo que falta a su Pasión (cfr. Rm 12, 1; 1Co 6, 20; Col 1, 24). En el capítulo anterior se explicó el valor cristiano de la mortificación de los sentidos en el contexto de la lucha ascética 481. Ahora veremos únicamente que la mortificación es también un modo de orar. Mientras que la oración mental y la vocal tendrían sentido aunque no existiera el pecado, la mortificación de los sentidos sólo tiene razón de ser porque el pecado existe. Si no hubiera en el hombre una inclinación al mal, la mortificación (entendida como lucha contra las tendencias desordenadas) no tendría función alguna; y si no existieran el dolor y la muerte, el pecador arrepentido no tendría cauce para expresar de modo completo su amor a la Voluntad divina. Una vez que ha entrado el pecado en el mundo, la mortificación es un modo de hacer oración. Cristo ha asumido las penas del pecado (cfr. 2Co 5, 21), transformando el dolor y la muerte en oración de súplica (cfr. Hb 5, 7). En los cristianos, que sí tenemos las heridas del pecado, la mortificación es medio para curarlas y es, inseparablemente, expresión positiva de oración de alabanza, de reparación, de acción de gracias y de petición. Se puede decir, de modo más general, que en el diálogo con Dios, como en el diálogo humano, cabe expresarse no sólo con palabras sino también con gestos: doblar la rodilla ante la Santísima Eucaristía expresa, por ejemplo, la oración interior, si efectivamente responde a la intención, al menos habitual, de adorar al Señor. San Josemaría lo recuerda a menudo: Haced con amor vuestras genuflexiones ante el Sagrario: que se note que tenéis fe. Y aunque no digáis nada con la boca, dirigíos al Señor con el corazón: Señor, creo en Ti, te amo, perdona mis miserias y las de todos los hombres... 482. Lo que se dice de una genuflexión se puede afirmar de cualquier gesto de mortificación de los sentidos: todos, si son verdadera mortificación cristiana realizada por amor, son también oración por medio de los sentidos. 3.4. LA ORACIÓN, MEDIO DE APOSTOLADO Todos los medios sobrenaturales de santificación son también medios de apostolado. Lo es concretamente la oración, por los motivos comunes que señalábamos al inicio de este capítulo 483. Ahora queremos apuntar solamente –a modo de ejemplo– dos aspectos de esos motivos comunes, específicos de la oración: a) Al ser la oración de un hijo de Dios, oración "en Cristo" y "en la Iglesia", es siempre ejercicio del sacerdocio recibido en el Bautismo y tiene una intrínseca dimensión apostólica. El cristiano contribuye con su oración a la santificación de los demás intercediendo por ellos, y con tanta más eficacia cuanto más íntimamente esté unido a Cristo (Jn 15, 5). Realmente, la eficacia del apostolado proviene enteramente de la gracia de Dios; pero, con la oración, el cristiano pide y obtiene gracias para la conversión de otras personas y para su crecimiento en santidad, o para que descubran su específica vocación cristiana y correspondan a esa llamada. Varios textos de la Sagrada Escritura contienen esta enseñanza. El Señor invita a rezar incluso por la conversión de los perseguidores (cfr. Mt 5, 44) y Él mismo intercede por quienes le crucifican (cfr. Lc 23, 34). También dice a los Apóstoles: "Rogad al señor de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 38). Estas palabras hacían vibrar el corazón de san Josemaría, que buscaba ayuda en los demás para alcanzar entre todos la promesa del Señor: Ayúdame a clamar: ¡Jesús, almas!... ¡Almas de apóstol!: son para ti, para tu gloria. Verás como acaba por escucharnos 484. En su predicación es constante la insistencia en la necesidad de la oración como "arma de apostolado" 485. Citamos solamente un texto: La oración es el fundamento de toda labor sobrenatural; con la oración somos omnipotentes y, si prescindiésemos de este recurso, no lograríamos nada 486, porque el apostolado deja de ser fecundo sin la oración y la mortificación, que mueven el Corazón Sacratísimo de Cristo 487. Estas últimas palabras ponen también de relieve que, al hablar del carácter fundamental de la oración para toda acción apostólica, san Josemaría incluye la "oración de los sentidos": La mortificación es premisa necesaria para todo apostolado, y para la perfecta ejecución de cada apostolado 488. b) El apostolado –especialmente el "apostolado de amistad y confidencia"– implica hablar de Dios a otras personas. En esta labor, el cristiano es tanto mejor instrumento cuanto más dialoga él mismo con Dios, y cuanto más le conoce y ama por medio de la oración. El apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de la vida interior. Por eso me parece tan natural, y tan sobrenatural, ese pasaje en el que se relata cómo Cristo ha decidido escoger definitivamente a los primeros doce. Cuenta San Lucas que, antes, pasó toda la noche en oración (Lc 6, 12) (...). Si queremos ayudar a los demás, si pretendemos sinceramente empujarles para que descubran el auténtico sentido de su destino en la tierra, es preciso que nos fundamentemos en la oración 489. En el diálogo con su Padre Dios, el cristiano se empapa de los sentimientos redentores del Corazón de Cristo y acierta a descubrir lo que necesitan sus hermanos los hombres, en primer lugar quienes le rodean, y lo que él puede hacer concretamente para ayudarles. ¡Solamente en la oración, y con la oración, aprendemos a servir a los demás! 490 4. LA FORMACIÓN CRISTIANA Se ha dicho que "la edificación de la vida se llama "formación" en tanto que cuenta con un modelo" 491. Esto es verdad también para la vida cristiana. La santificación es un proceso de formación porque cuenta con un modelo, Cristo, que se va formando en el cristiano (cfr. Ga 4, 19). La oración y los sacramentos son dos medios infalibles para caminar hacia la identificación con Cristo. Pero es necesario que alguien enseñe a emplearlos y guíe por el camino. El maestro es Cristo mismo, con el Espíritu Santo. Jesucristo ha sido enviado por el Padre para ser Buen Pastor que guía a los suyos a la vida eterna. Su doctrina, su ejemplo y su vida sobrenatural nos llegan por la acción del Paráclito, enviado para enseñarnos a seguirle e identificarnos con Él. Esta labor la realiza el Paráclito de dos maneras: a través de mociones interiores y, también, por medio de otros miembros de la Iglesia que le sirven, de distintos modos, de cauce para su acción. Estas dos formas aparecen unidas en el siguiente texto: Importa mucho percibir las mociones que utiliza esa misericordia de Dios, para dirigir nuestro corazón hacia su servicio. Uno de estos impulsos consiste en facilitarnos la ayuda fraterna: a través de una mediación humana, que por la gracia se convierte en divina, Dios se adentra en nuestras almas 492. "Una mediación humana, que por la gracia se convierte en divina": esto es, en sustancia, lo que se verifica en la formación cristiana. El Espíritu Santo se sirve de unos miembros de la Iglesia para formar a Cristo en otros. Pero no hay unos que son sólo "formadores" y otros "que han de ser formados". Todos, de un modo u otro, necesitan ser formados a través de "medios de formación" de diverso tipo, y también han de ser instrumentos para formar a los demás. Cada uno de vosotros, además de ser oveja (...), de algún modo es también Buen Pastor 493. La formación cristiana es, para cualquier fiel, un medio de santificación y de apostolado. Impulsar la vida interior y el apostolado con una sólida formación cristiana es una necesidad que san Josemaría sintió vivamente desde muy joven. Lo muestran algunos hechos sucedidos en los comienzos de su labor sacerdotal en 1925 494 y lo testimonian sus primeros escritos. Los capítulos de Camino sobre "estudio" y "formación" "son muy ilustrativos en este sentido: ahí encontramos un ideal formativo en el que vida espiritual cristiana, formación doctrinal o teológica, conocimiento adecuado de las materias objeto de la propia profesión u oficio, sensibilidad cultural, aspiran a integrarse armónicamente en cada cristiano singular" 495, para que pueda santificarse en su vida ordinaria. Esta preocupación formativa se hace perentoria en la predicación de san Josemaría cuando se dirige expresamente a los miembros del Opus Dei, no porque les proponga sólo a ellos la necesidad de una intensa formación, sino porque han de ser fermento para que otros muchos cristianos tomen conciencia de esa necesidad y se decidan a poner en práctica los mismos medios, del modo conveniente para cada uno. En este sentido, después de recordar que los fines que se proponen los fieles del Opus Dei son la santidad y el apostolado, dice: Y para lograr estos fines necesitamos, por encima de todo, una formación 496: una formación que no se refiere solamente a una parte de la persona, sino a todo su ser. Ha de llegar por igual al entendimiento, al corazón y a la voluntad 497, porque todo el ser y todas las facultades están implicados en el proceso de identificación con Cristo. Un proceso que tiene lugar a lo largo de toda la existencia terrena; y por eso, la formación no ocupa sólo una temporada limitada sino que dura toda la vida 498. Subraya que es preciso comprometerse libremente en este empeño por dos motivos: primero, porque la formación sólo será eficaz si encuentra el concurso libre de quien la recibe; segundo, porque la formación debe apelar a la libertad personal y potenciarla, llevando a emplearla para amar a Dios. Desde este último punto de vista constata con gozo que la formación de la Obra hace brotar la libertad espiritual 499. Con razón se ha escrito que la libertad es "el objetivo esencial de todo proceso de formación, tal como la entiende el Fundador [del Opus Dei]" 500. Se trata evidentemente de la libertad de los hijos de Dios, la libertad para la que Cristo nos ha liberado (cfr. Ga 5, 1): es decir, se trata de formar una libertad que se emplea para amar a Dios y a los demás. La formación cristiana tiene varios aspectos y diversos cauces. En este apartado vamos a ver, en primer lugar, cómo describe san Josemaría esos aspectos. Después nos centraremos en uno de los cauces al que da una importancia singular: la dirección espiritual. Este último apartado será mucho más amplio porque en él concentraremos gran parte de lo que enseña san Josemaría sobre la formación en general. 4.1. ASPECTOS Y CAUCES DE LA FORMACIÓN Cuando san Josemaría habla de la formación cristiana está pensando principalmente en fieles corrientes llamados a santificar su trabajo profesional y la vida familiar y social. Por esto se comprende que enumere cinco aspectos de la formación: el "humano", el "espiritual o ascético", el "doctrinal-religioso", el "apostólico" y el "profesional". Todos ellos son parte de la formación "cristiana", como vamos a ver: 1) La "formación humana", continuamente presente en su doctrina 501, es una formación intelectual y moral que forma parte de la formación cristiana. La intelectual se puede resumir en la formación de hombres doctos, con sentido cristiano de la vida 502. Además de la adquisición de conocimientos en los diversos campos del saber humano, consiste sobre todo en la formación de una mentalidad que san Josemaría –en el texto que vamos a transcribir– llama "católica, universal": no porque todos los católicos hayan de pensar del mismo modo en cuestiones humanas (sí en la doctrina católica; no en las cuestiones opinables, como hemos visto en su momento 503), sino porque se trata de una actitud que valora todas las auténticas conquistas culturales, científicas, sociales y civiles: que se caracteriza, en una palabra, por el amor al progreso en el conocimiento de la realidad. Leamos un texto en el que describe en pocas pinceladas el objeto de la formación intelectual: Para ti, que deseas formarte una mentalidad católica, universal, transcribo algunas características: –amplitud de horizontes, y una profundización enérgica, en lo permanentemente vivo de la ortodoxia católica; –afán recto y sano –nunca frivolidad– de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional, en la filosofía y en la interpretación de la historia...; –una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos; –y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida 504. Por su parte, la formación moral humana busca fomentar y fortificar las virtudes morales. El carácter y la personalidad de cada uno ha de llegar a reflejar los rasgos de la perfección de Cristo, conservando y promoviendo las cualidades positivas propias y dentro del temperamento personal. Esta tarea es parte integrante de la formación cristiana en sentido estricto, porque la unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas 505. El modelo que se intenta plasmar no es Alejandro Magno, ni César, ni los siete sabios de Grecia, como dice con humor san Josemaría 506. Su modelo es humano y divino: Cristo. La "formación humana" trata de promover las virtudes de Cristo en el cristiano –o sea, las virtudes humanas informadas por la caridad–, lo que sólo es posible con la gracia divina 507. 2) La "formación espiritual" tiende a crear en nuestras almas una disposición habitual, como un instinto, que nos conduce a mantener siempre –a no perder– el punto de mira sobrenatural en todas las actividades. No vivimos una doble vida, sino una unidad de vida, sencilla y fuerte, en la que se funden y compenetran todas nuestras acciones 508. Bajo el aspecto "espiritual", distinto del "humano" pero inseparable de él, la formación se centra en las virtudes teologales. Enseña a proceder en todo momento por amor a Dios, con una vida de fe y de esperanza vivificadas por la caridad que informe las virtudes humanas en la vida profesional, familiar y social, confiriendo unidad a toda la conducta personal. Por eso, tiende a crear en cada uno la unidad de vida, característica esencial de la enseñanza de san Josemaría sobre la que hablaremos en el epílogo de este volumen. Por la afinidad entre unidad y sencillez, san Josemaría expresa la fuerza unificadora de la formación espiritual también con las siguientes palabras: La formación espiritual, que recibimos, es opuesta a la complicación, al escrúpulo, a la cohibición interior: el espíritu de la Obra nos da libertad de espíritu, simplifica nuestra vida, evita que seamos retorcidos, enmarañados; hace que nos olvidemos de nosotros mismos, y que nos preocupemos generosamente de los demás 509. La formación espiritual se suele llamar también "ascética", porque para obrar en todo por amor a Dios es preciso luchar contra el amor propio desordenado. Recuérdese que la misma lucha es una cualidad del amor del cristiano en esta tierra 510. En su núcleo, la formación espiritual es formación para la lucha ascética. 3) Considerada bajo el aspecto "doctrinal-religioso", la formación, tal como la plantea san Josemaría, se dirige a proporcionar un conocimiento profundo de la doctrina católica. De esta formación depende que la piedad personal sea una piedad doctrinal (...) renovada por un estudio constante y práctico de la religión 511. Cada uno ha de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico, de la fe; y todo esto es la teología. Piedad de niños, por tanto, y doctrina segura de teólogos 512. Refiriéndose al contenido de esta formación doctrinal, escribe Álvaro del Portillo en 1993 que "en el pensamiento del beato Josemaría, la ortodoxia no se entiende como elemento esclerótico e inerte, capaz sólo de dar a luz actitudes intelectuales y espirituales estáticas, que empobrecen el alma cristiana. Muy al contrario se la concibe como condición viva y dinámica" 513. Y en otro momento comenta que "las certezas que nos ofrece el Magisterio no pueden eximirnos de la reflexión personal, teológica y filosófica, con el fin de mostrar a los hombres de nuestro tiempo el carácter razonable, la inteligibilidad y la profunda humanidad de las exigencias éticas del cristianismo" 514. 4) La "formación apostólica" a la que se refiere san Josemaría se orienta a impulsar a laicos y sacerdotes para que acometan la misión apostólica que les corresponde: la de ayudar a quienes les rodean en su trabajo o en su familia, especialmente con el apostolado de amistad y confidencia 515, a santificar el mundo desde dentro poniendo a Cristo en la entraña de todas las actividades humanas, para empapar la sociedad con el espíritu cristiano 516. La formación apostólica se dirige a suscitar un sincero afán de almas, que es prueba fiel y clara de que amamos a Jesús 517, y a enseñar a poner los medios sobrenaturales y humanos con la audacia de los Apóstoles en Pentecostés: una audacia fundada en la fuerza del Espíritu Santo, en el mandato del Señor: "Duc in altum". –¡Mar adentro! –Rechaza el pesimismo que te hace cobarde. "Et laxate retia vestra in capturam" –y echa tus redes para pescar. ¿No ves que puedes decir, como Pedro: "in nomine tuo, laxabo rete" –Jesús, en tu nombre, buscaré almas? 518 5) La "formación profesional" consiste en enseñar a santificar el trabajo, eje de la santificación en medio del mundo según la enseñanza de san Josemaría. El Señor, escribe, nos ha llamado a la perfección cristiana en medio del mundo. Por eso, nuestra formación se orienta toda ella a hacernos descubrir el valor santificante y santificador del trabajo profesional 519. Para realizar el trabajo bien, no sólo técnicamente sino con perfección moral, es necesario el conocimiento y la aplicación de las normas morales de cada actividad (ética profesional). Debemos recibir una formación tal que suscite en nuestras almas, a la hora de acometer el trabajo profesional de cada uno, el instinto y la sana inquietud de conformar esa tarea a las exigencias de la conciencia cristiana, a los imperativos divinos que deben regir en la sociedad y en las actividades de los hombres 520. La formación profesional en los aspectos técnicos, propios de la autonomía de cada actividad humana, se adquiere en las sedes respectivas de la sociedad civil –universidades, escuelas, talleres, etc.– y cada uno ha de procurar perfeccionarla a lo largo de toda la vida. También se debería proporcionar en esos mismos centros una sólida formación ética profesional. Esto último es objeto importante de la formación profesional de la que habla san Josemaría –y que ofrece el Opus Dei–, ya sea para completar la que imparten esos centros de enseñanza o para suplirla. En todo caso, la formación profesional no se limita a este aspecto (la moral profesional). Para santificar el trabajo es necesario realizarlo por amor a Dios, con afán apostólico, con rectitud de intención, en presencia de Dios y, en general, practicando las virtudes cristianas 521. Una vez examinados los "aspectos" de la formación cristiana, pasemos a los "cauces" para recibirla, que suelen llamarse "medios de formación". Son muy variados: desde cursos de doctrina cristiana a grupos de personas o charlas sobre las virtudes o la práctica de los sacramentos y de la oración, hasta las conversaciones personales con quien imparte formación. San Josemaría da mucha importancia a los cursos y clases, así como al estudio personal de la doctrina católica que considera indispensable para asentar sólidamente el trato con Dios –la "piedad doctrinal" de que hemos hablado. Pero todo esto sólo acaba de penetrar en la propia vida cuando se acude con asiduidad a los cauces o medios personales, entre los cuales destaca la dirección espiritual que consiste en dejarse guiar hacia la santidad por quien tiene la capacidad de hacerlo (aunque también hay una dirección espiritual colectiva, como diremos). La dirección espiritual es asimismo medio de apostolado, porque todos los fieles pueden ser, de variadas maneras, instrumentos del Paráclito para orientar a otros en el seguimiento de Cristo; o pueden ayudar a los demás a emplear este medio de santificación acudiendo a la persona más adecuada. A continuación nos detendremos especialmente en este tema, también porque muchas de las enseñanzas de san Josemaría acerca de la formación en general, las transmite cuando habla concretamente de la dirección espiritual. Se comprende que lo haga así porque sustancialmente todos los "medios de formación" son "dirección espiritual", aunque se suele emplear este nombre sólo cuando hay una continuidad en el uso periódico de algunos de esos medios, pues entonces comienza a existir una verdadera "dirección". Es lo que sucede, en particular, en el caso de la conversación personal de dirección espiritual, cauce al que nos referiremos principalmente en todo lo que sigue. 4.2. LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL Recordemos unas palabras de un texto citado al comienzo de esta sección: en todos los medios de santificación se da una mediación humana, que por la gracia se convierte en divina 522. Así sucede en los sacramentos que el cristiano recibe por los ministros de la Iglesia, y también en la oración, porque la Palabra de Dios se transmite y expone auténticamente en la Iglesia. Así sucede asimismo en la dirección espiritual. El Antiguo y el Nuevo Testamento muestran en diversas ocasiones que Dios se sirve de unos hombres para transmitir su Voluntad a otros y guiarles en su conducta: se vale del profeta Natán para guiar a David (cfr. 2S 7, 4 ss.; 12, 1 ss.) y de Ananías para encaminar a Saulo, el futuro san Pablo (cfr. Hch 9, 10-18). Los ejemplos podrían multiplicarse. Pero en la dirección espiritual la "mediación humana" está acentuada de un modo singular y podemos decir que sorprendente, si se compara con los otros medios de santificación. Lo singular es aquí la relación del instrumento con el Espíritu Santo y con quien recibe la dirección espiritual. La acción santificadora del Paráclito se sirve de todas las facultades del instrumento (es decir, de quien imparte la dirección espiritual), de su modo de ser, de su iniciativa, de su formación, etc. Influyen sus virtudes o su falta de virtudes, su correspondencia a la gracia o su negligencia, su vibración apostólica o su frialdad. La dirección espiritual está sujeta inevitablemente a las cualidades y a los límites de las personas que sirven de cauce. Singular es también la relación entre el instrumento para impartirla y el que la recibe. Desde luego el fundamento de la relación, en cuanto dirección espiritual, es sobrenatural, pero actúa a través de una relación humana de confianza y aprecio sincero: de amistad. Tanto, que cabe el peligro de reducirla, por visión humana, a la consulta a una persona experta, como quien acude a un psicólogo o a un abogado, olvidando que es una mediación humana "que por la gracia se convierte en divina". En definitiva, toda esta singularidad es lo que caracteriza a la "mediación humana" de la dirección espiritual (y más en general, de la formación cristiana), respecto a la que es propia de los otros medios de santificación y apostolado. En teoría, junto con la dirección espiritual tendríamos que hablar también del gobierno pastoral: el gobierno de los Pastores de la Iglesia, que es otro cauce importantísimo para guiar a la santidad. Más adelante distinguiremos mejor entre la dirección espiritual (que se ejerce a través de consejos) y el gobierno (que se actúa también mediante mandatos). Ahora queremos adelantar lo mínimo imprescindible para explicar por qué nos vamos a ocupar casi exclusivamente de la dirección espiritual. El motivo, dicho brevemente, es que la dirección espiritual es un medio que, en principio, pueden ejercitar todos los fieles, porque todos están capacitados por el sacerdocio común recibido en el Bautismo para guiar a otros hacia la santidad (aunque además de esta capacitación básica sean convenientes unas cualidades y una preparación). En cambio, el gobierno eclesiástico es oficio sólo de aquellos que han recibido una potestad sagrada en el sacramento del Orden, ante todo los Obispos y también los presbíteros, colaboradores suyos en ese gobierno y en toda la labor pastoral 523. La mayor parte de las enseñanzas de san Josemaría en el ámbito de la formación –tercer medio de santificación– se refieren a la dirección espiritual y se dirigen a todos los fieles. Por eso nos centramos en este aspecto. En relación con el gobierno pastoral podemos completar lo anterior señalando que la obediencia a los legítimos mandatos de la Jerarquía es medio indispensable de santificación para los fieles. En este sentido san Josemaría habla muchas veces del gobierno eclesiástico, exhortando a vivir una obediencia absoluta y alegre a la Iglesia 524. También se refiere a la cooperación de los laicos con la Jerarquía en el ejercicio del gobierno pastoral. Está claro que un laico no puede gobernar en la Iglesia con la potestad sagrada que se recibe en el sacramento del Orden, porque no la tiene. Pero sí posee, en virtud del sacerdocio común, la facultad de cooperar directamente en el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en su tarea pastoral si es invitado a hacerlo 525. Esta cooperación reviste especial importancia cuando se trata de impulsar específicamente la vocación y misión de los laicos en la Iglesia, aunque muchas veces no es propiamente cooperación en el gobierno sino en la dirección espiritual. En efecto, no hay que olvidar que la actividad pastoral de los Obispos no se limita al ejercicio de su sacra potestas, sino que también conducen a los fieles a la santidad "con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos" 526, como recuerda el Concilio Vaticano II. Se trata de actos de dirección espiritual que, por su naturaleza, pueden ejercitar los fieles laicos, aunque con distinto fundamento y género de autoridad, que san Josemaría distingue claramente 527. 4.2.1. Los términos "dirección" y "espiritual" Para designar la dirección espiritual, algunos autores prefieren hablar de "acompañamiento espiritual", quizá porque la palabra "dirección" puede ser entendida como imposición autoritaria de una línea de conducta (aunque el término no tiene de por sí esa connotación). San Josemaría continúa usando "dirección espiritual" sin posibilidad de malentendidos porque, como vamos a ver, subraya constantemente la libertad y responsabilidad personal de quien busca esa dirección 528. Como en tantos otros temas, no propone una definición. Es indudable que utiliza la expresión en un sentido tradicional 529, pero no es menos claro que en su predicación y en sus escritos tiene unas características propias. Para exponer la noción que subyace en sus obras, nos fijaremos en los dos términos que componen la expresión: "dirección" y "espiritual". a) "Dirección" y libertad: "ayudar a que el alma quiera" Se habla de "dirección" porque se trata de un dirigir, en el sentido de guiar por el camino de la vida cristiana, enseñando a corresponder libremente a la gracia de Dios. En el siguiente texto se distinguen las líneas generales de este concepto en san Josemaría: La tarea de dirección espiritual hay que orientarla no dedicándose a fabricar criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual debe tender a formar personas de criterio. Y el criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad 530. La idea de "dirección" que tiene san Josemaría se refleja bien en el comentario de un autor que, después de señalar las muchas razones "no sólo ascéticas sino filosóficas que avalan la necesidad de consultar con otros, de no sentirse autosuficiente" 531, añade: "En el caso de la dirección espiritual, se trata de abrir la propia conciencia libremente, sabiendo que los consejos que se reciben no excusan ni sustituyen a la propia conciencia, primero porque si se pide consejo, se hace con libertad, como consecuencia de una decisión propia; y además se pide consejo, no para no decidir por uno mismo, sino para poder decidir con una conciencia más formada" 532. Esto es, en efecto, lo que enseña san Josemaría: El consejo de otro cristiano y especialmente –en cuestiones morales o de fe– el consejo del sacerdote, es una ayuda poderosa para reconocer lo que Dios nos pide en una circunstancia determinada; pero el consejo no elimina la responsabilidad personal: somos nosotros, cada uno, los que hemos de decidir al fin, y habremos de dar personalmente cuenta a Dios de nuestras decisiones 533. La dirección espiritual, en cuanto "dirección", no sólo no se opone a la libertad sino que la supone y la potencia. Santo Tomás observa que "los hijos de Dios son movidos por el Espíritu Santo no como siervos, sino como libres (...); son movidos libremente, por amor; no servilmente, por temor" 534. Siendo cauce de la acción del Paráclito, la dirección espiritual debe desarrollarse en un clima de libertad y así lo transmite san Josemaría: Dejad siempre una gran libertad de espíritu a las almas. Pensad en lo que tantas veces os he dicho: porque me da la gana, me parece la razón más sobrenatural de todas. La función del director espiritual es ayudar a que el alma quiera –a que le dé la gana– cumplir la voluntad de Dios. No mandéis, aconsejad (...), que cada uno sienta su libertad personal y su consiguiente responsabilidad 535. b) Dirección "espiritual". Materia y límites de la dirección espiritual Esta dirección se llama "espiritual" por dos motivos: Primero, porque quien dirige las almas es, en última instancia, el mismo Espíritu Santo, el único que puede conducir a la santidad. Quien imparte dirección espiritual es sólo instrumento para hacer llegar la luz y el impulso del Paráclito. Y segundo, porque su materia es la "vida espiritual" del cristiano. Teniendo presente que esta vida espiritual es elevación de toda la vida humana –ya lo vimos en la Parte preliminar 536–, su dirección se llama "espiritual" no porque se limite a cuestiones "espirituales" (prácticas de piedad, etc.), como si la vida cristiana fuese algo solamente espiritual –espiritualista, quiero decir– 537, sino porque afecta a la entera vida del cristiano y la encamina a la santidad. Desde luego, una parte importante de la dirección espiritual es la vida de piedad y, concretamente, enseñar a poner en práctica los otros medios de santificación: los sacramentos y la oración. Concretamente, san Josemaría aconseja que entre los temas que son objeto de esa dirección se encuentre siempre el propio "plan de vida espiritual" (del que hablaremos más adelante) y la lucha que se mantiene para ponerlo en práctica amorosamente. Aquí está incluido el afán apostólico, que no se puede separar del trato con Dios en las prácticas de piedad. También recomienda tratar habitualmente de la fidelidad a la fe, a la pureza y al propio camino 538: tres aspectos definitorios de la personal identidad cristiana. Pero la vida cristiana abarca todos los quehaceres, no sólo esas concretas prácticas de piedad, porque todos ellos se han de santificar 539. En este sentido, la dirección espiritual se extiende a todas las actividades bajo el aspecto concreto y determinado de su santificación. Ahora bien, no hay que olvidar –es un punto crucial en esta materia, al menos para san Josemaría– que esas actividades se pueden santificar realizándolas de modos muy diversos, compatibles con la fe, según las circunstancias de cada uno. Por eso, las legítimas opiniones y actuaciones en asuntos temporales no son objeto de dirección espiritual: Al llegar a ese límite (...), [la dirección espiritual] ya no tiene que hacer, ni puede ni debe hacer, ninguna indicación más. (...) Cada uno, con espontaneidad apostólica, obrando con completa libertad personal y formándose autónomamente su propia conciencia de frente a las decisiones concretas que haya de tomar, procura buscar la perfección cristiana y dar testimonio cristiano en su propio ambiente, santificando su propio trabajo profesional 540. Los textos que asientan este principio son numerosos, tanto en los escritos como en la predicación. San Josemaría no se cansa de repetir que cada uno debe tener sus criterios en las cosas temporales, independientes y libres 541; y que la dirección espiritual no entra en esas cuestiones: Yo no os preguntaré jamás vuestra opinión política. Os pregunto cómo cumplís las Normas de nuestra vida espiritual: si sois mortificados, si sois almas de oración, si sois apostólicos 542. Con estas palabras quiere subrayar que las opiniones y opciones en cuestiones temporales –no sólo políticas, sino también económicas, culturales, profesionales, etc.– dejadas por la Iglesia a la libertad de los fieles, deben quedar fuera de la dirección espiritual. No quiere decir –repitámoslo– que ésta se limite a las prácticas de piedad, entendidas como algo aislado de la vida profesional, familiar y social. La dirección espiritual se extiende a esos ámbitos en cuanto materia y lugar de santificación. Veamos otros texto en el que se dirige expresamente a los miembros del Opus Dei: Nunca os he preguntado, ni os preguntaré jamás –y lo mismo harán, en todo el mundo, los Directores de la Obra– qué piensa cada uno de vosotros en estas cuestiones, porque defiendo vuestra legítima libertad. Sé –y no tengo nada que decir en contra– que entre vosotros, hijas e hijos míos, hay gran variedad de opiniones. Las respeto todas; respetaré siempre cualquier opción temporal de cada uno de mis hijos, con tal de que esté dentro de la Ley de Cristo 543. A la vez resulta claro que el cristiano ha de formarse sus propias opiniones y actuar en el terreno profesional y social, siendo siempre consecuente con la fe 544. De ahí que sean objeto de dirección espiritual las cuestiones de moral profesional y todo lo que se refiere a la santificación de esas actividades: por ejemplo, cómo ejercer las virtudes y cómo vivificarlas con el espíritu cristiano. Las siguientes palabras, dirigidas también a los miembros del Opus Dei, se pueden extender sin duda a cualquier fiel corriente que desee seguir el camino de santificación que enseña san Josemaría: En todo lo temporal, gozáis de una libertad absoluta: la misma de que disfrutan vuestros conciudadanos católicos. De manera que la preparación espiritual, que os da la Obra, sólo se manifiesta –en vuestras relaciones profesionales, sociales, económicas, políticas, etc.– por el empeño que ponéis para practicar, por encima de todo apasionamiento humano, el mandato supremo de la caridad; en la ponderación con que dais a conocer vuestros puntos de vista, estudiando los problemas, sin discusiones apasionadas; en el respeto a la completa libertad de opiniones que existe en todos esos campos de la actividad humana; y en la comprensión –en la transigencia– con que tratáis a las personas que defienden ideas contrarias, aunque seáis intransigentes con las ideas, cuando son opuestas a las enseñanzas del dogma o de la moral de la Iglesia 545. Queda claro, pues, que las cuestiones temporales son tema de dirección espiritual en cuanto materia y campo de ejercicio de las virtudes cristianas. La dirección no sólo debe respetar sino potenciar la libertad de las legítimas opciones de cada uno. 4.2.2. Sujeto de la dirección espiritual a) Tarea de sacerdotes y de laicos Ya en el Antiguo Testamento Dios instituyó pastores en su pueblo, para que lo guiaran en el cumplimiento de sus mandatos: "Pondré sobre ellos pastores que los apacienten" (Jr 23, 4). Quiso servirse de unos para guiar a otros a la santidad. Muchas veces, sin embargo, quienes recibían este oficio lo usaban en provecho propio, causando la desorientación del pueblo (cfr. Ez 34, 1 ss.). A pesar de todo el Señor, paciente y misericordioso, llevado de su amor, reafirmó su promesa: "Os daré pastores según mi corazón, que os apacienten con saber e inteligencia" (Jr 3, 15). En el Nuevo Testamento se cumple plenamente esta profecía. Jesús es el Buen Pastor que da la vida para guiar a los suyos a la vida eterna (cfr. Jn 10, 11 ss.). Antes de su Ascensión al Cielo confía el supremo oficio pastoral a san Pedro, confiriéndole el poder de apacentar a su grey (cfr. Jn 21, 15-17), y con él constituye pastores de la Iglesia a los Apóstoles, cuyo servicio o ministerio se perpetúa por medio de sus sucesores, los Obispos, y de sus colaboradores, los presbíteros. Sin embargo, no sólo los ministros ordenados participan del oficio del Buen Pastor. El fiel laico debe ser apóstol en su propio ambiente de trabajo, acercando las almas a Cristo mediante el ejemplo y la palabra 546. Para distinguir entre dirección espiritual y gobierno eclesiástico ya hemos anticipado que todos los fieles pueden guiar a otros hacia la santidad, en virtud del sacerdocio común. El mismo Espíritu Santo, que ungió la Humanidad Santísima del Señor para que fuera instrumento de la Divinidad en la salvación de los hombres (cfr. Lc 4, 16-19), unge a los fieles en el Bautismo y en la Confirmación, para que puedan actuar como mediadores entre Dios y los hombres. Esta unción capacita a todos –sacerdotes y laicos, varones y mujeres– para ser instrumentos del Espíritu Santo en la dirección espiritual, aunque el efectivo ejercicio de esa capacidad requiera también otras cualidades de formación y de virtud, a las que nos referiremos más adelante. Concretamente, san Josemaría afirma muchas veces que, en el Opus Dei, una buena parte de la dirección espiritual la llevan los laicos 547. Además, el sacerdocio ministerial habilita para ejercer esta función de un modo específico, relacionado con el sacramento de la Penitencia. Recordemos unas líneas de un texto citado más arriba: El consejo de otro cristiano y especialmente –en cuestiones morales o de fe– el consejo del sacerdote, es una ayuda poderosa para reconocer lo que Dios nos pide en una circunstancia determinada 548. Cualquier cristiano tiene una capacidad básica, por el sacerdocio común, para ayudar a otros a descubrir "lo que Dios nos pide". Esta capacidad se refiere también a las "cuestiones morales o de fe", pero en este campo es una ayuda poderosa "especialmente" el consejo del sacerdote. Como se ve, hay un "especialmente" que distingue la función del sacerdote de la del laico en este ámbito. Podemos decir que la dirección espiritual no es tarea exclusiva de los ministros sagrados, pero que a ellos les corresponde de manera especial por el sacramento del Orden. Mientras que en algunas obras clásicas sobre este tema, la dirección espiritual se plantea sólo como parte de la función de los Pastores de la Iglesia 549, san Josemaría señala que también los fieles laicos, en virtud del sacerdocio común, pueden guiar a la santidad y que esta guía se puede llamar con propiedad "dirección espiritual". Aunque en el caso del ministro sagrado la dirección espiritual tenga un fundamento nuevo y unas características específicas, no hay motivo para negar que la función de los laicos de guiar a otros a la santidad se pueda llamar y sea verdadera dirección espiritual. Ciertamente hay una distinción que se refleja también en la terminología: por ejemplo, cuando san Josemaría habla de "director espiritual" se refiere siempre al sacerdote, porque tiene un ministerio público que representa ante los demás una disponibilidad permanente para esta función; en cambio, no dice que un laico sea "director espiritual", porque no tiene un ministerio público. Pero eso no obsta a que se pueda llamar "auténtica dirección espiritual" –como afirma san Josemaría en el texto que citamos a continuación– al acto que desempeñan a menudo los laicos en su apostolado personal: ¡Cuántas veces (...) vuestros amigos os abrirán el corazón, os harán una pregunta confidencial! Será entonces la hora de realizar un gran apostolado. Acercadles a Dios con suavidad, con delicadeza, sin quitarles nunca la libertad. Si hay una amistad leal, noble y limpia, enseguida vendrá el apostolado, haréis una auténtica dirección espiritual con esos amigos vuestros y podréis llevarles al Señor 550. Se trata, según Álvaro del Portillo, de una "dirección espiritual stricto sensu" 551. Al escribir estas palabras, Álvaro del Portillo remite a un largo texto del libro de san Josemaría La abadesa de las Huelgas 552, en el que trae a colación algunos datos para mostrar que en la historia de la Iglesia la dirección espiritual no ha estado reservada sólo a los sacerdotes. Los datos se refieren tanto a varones como a mujeres (entre éstas, la misma Abadesa de la Huelgas). Pocos años antes había escrito en Camino una frase que, a primera vista, puede parecer contraria a lo que ahora vemos: Cuando un seglar se erige en maestro de moral se equivoca frecuentemente: los seglares sólo pueden ser discípulos 553. Pedro Rodríguez hace notar que, en el contexto de la época, resulta claro que la frase se refiere a la moral "orientada a la confesión sacramental y a preparar confesores" y que de ningún modo "excluye que seglares puedan –incluso deban– estudiar, escribir, enseñar (...) sobre cuestiones de ética, de moral, etc." 554. A los ministros sagrados les corresponde impartir dirección espiritual por un motivo especial –por razón de su ministerio– y de un modo específico: es la dirección espiritual que tiene lugar dentro del Sacramento de la Penitencia o que, si se imparte fuera de ese sacramento, puede siempre terminar en él. En efecto, cuando el cristiano se reconcilia con Dios y con la Iglesia por la absolución sacramental, recibe también en el mismo sacramento una dirección espiritual que sólo puede proporcionar el sacerdote porque está relacionada con el arrepentimiento por los pecados. Asimismo puede impartir una dirección espiritual más amplia, a veces dentro del mismo sacramento, sobre cuestiones que no están ligadas a la confesión de los pecados, y otras muchas veces mediante conversaciones personales fuera del ámbito sacramental en las que enseña entonces a hacer oración, o fomenta con consejos concretos la vida de piedad, o aclara cuestiones prácticas de moral, u orienta sobre el ejercicio de las virtudes cristianas, etc. También entonces la dirección espiritual tiene relación con el sacramento de la Penitencia, porque la imparte un ministro suyo y existe la posibilidad de que las conversaciones den paso a la celebración del sacramento: una posibilidad que cualifica el diálogo de dirección espiritual. La dirección espiritual que pueden proporcionar los laicos tiene siempre necesidad del ministerio del sacerdote, porque una de sus funciones es precisamente llevar a la participación en los sacramentos. Esa necesidad se da cada vez que, después de haber encaminado a otro fiel por la senda de la conversión, llega un momento en que está preparado para acudir al Sacramento de la Penitencia y sólo recibiéndolo puede continuar progresando hacia la santidad. Al conducir a las almas por los caminos de la vida cristiana –explica san Josemaría–, se llega al muro sacramental. La función santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote 555. Por eso recomienda a los laicos que inviten a sus amigos –a los que ya orientan con sus consejos y su ejemplo– a recibir también la dirección espiritual de un sacerdote. No obstante, la dirección espiritual que puede proporcionar el laico no deja de tener sentido cuando quien la recibe ha comenzado a acudir regularmente al sacramento de la Penitencia. La intervención del sacerdote no hace superflua la tarea del laico, porque no agota necesariamente los temas y los modos de la dirección espiritual. La experiencia y el conocimiento de las circunstancias concretas de la vida corriente, por parte del laico, le consienten complementar en gran medida las orientaciones del sacerdote. Su apostolado no se reduce al buen ejemplo y a invitar a sus amigos al sacramento de la Reconciliación. No hay competencia entre la dirección que puede proporcionar el laico y la del sacerdote: hay complementariedad. Como se puede ver en un texto citado poco antes ("¡Cuántas veces vuestros amigos os abrirán el corazón...!"), la dirección espiritual que pueden ejercer los laicos tiene muchas veces, para san Josemaría, un carácter espontáneo e informal, estrechamente unido al apostolado de amistad y confidencia 556, del que tantas veces habla. Lo subraya cuando escribe: Llevaréis de hecho la dirección espiritual de muchos que no saben lo que es dirección espiritual y que quizá no querrían tenerla 557. Se trata de una dirección espiritual "de hecho", a diferencia de la que presta el sacerdote el cual, por su ministerio, está públicamente acreditado para ejercerla. b) "La autoridad del director espiritual no es potestad" Quienes han recibido el sacerdocio ministerial, son instrumentos de Cristo para guiar a los demás fieles a la santidad por dos cauces distintos. Uno es el "gobierno eclesiástico", que es ejercicio de la sacra potestas recibida en el sacramento del Orden, en virtud de la cual pueden dar mandatos vinculantes para las conciencias de los fieles que han sido confiados a su ministerio pastoral 558. El otro es la "dirección espiritual", que no es ejercicio de potestad sino labor de consejo y de exhortación que ilumina la inteligencia y alienta e impulsa a responder a la vocación cristiana. Son dos modos diversos de guiar: el primero con mandatos, el segundo mediante consejos y exhortaciones. El Concilio Vaticano II se refiere a los dos cuando explica que los Obispos (y algo semejante se puede decir de los presbíteros, sus colaboradores) guían a los fieles a la santidad "con sus consejos, exhortaciones y ejemplos, y también con su potestad sagrada, que ejercen únicamente para edificar su grey en la verdad y la santidad" 559. Se distingue pues entre el "gobierno pastoral" y la "dirección espiritual". En esta línea, san Josemaría afirma en una Carta sobre el ministerio de los sacerdotes que la autoridad del director espiritual no es potestad 560. En otro momento, dirigiéndose también a sacerdotes, les recuerda que su tarea de dirección espiritual es cosa bien diferente de la misión de gobierno 561. Son afirmaciones cargadas de consecuencias. En la dirección espiritual los Pastores de la Iglesia no ejercen una potestad sagrada sobre los fieles. Por eso les dice: No mandéis, aconsejad 562. El gobierno pastoral y la dirección espiritual son dos canales diversos –ambos necesarios– para el ejercicio fructífero del oficio pastoral. Puede ser útil una aclaración. El oficio pastoral (munus pastorale) de guiar a la santidad se designa también como munus regale o regendi porque se dirige a instaurar el Reino de Dios en los corazones y en el mundo. Esta última denominación podría llevar a pensar que toda actuación del munus pastorale implica ejercicio de la sacra potestas (regiminis) y, en consecuencia, que también la dirección espiritual que proporcionan los pastores mediante consejos y exhortaciones es ejercicio de esa potestad sagrada. Pero no es así, ni para san Josemaría ni para la doctrina clásica que deslinda el campo de la dirección espiritual y del gobierno pastoral sosteniendo que "no toda autoridad es potestad" 563. El munus regale o regendi tiene una extensión más amplia que la del ejercicio de la potestad sagrada, como resulta claro en los documentos del Magisterio en los que se afirma que también los fieles laicos participan del munus regale en virtud del Bautismo (y sin embargo, no poseen la "potestad sagrada" que proviene del sacramento del Orden) 564. Ciertamente tienen una "potestad" de someter todas las cosas al reinado de Cristo (y en este sentido un munus regale), pero no es la sacra potestas de los ministros ordenados, que habilita para gobernar en la Iglesia. En el caso de los laicos, la dirección espiritual que pueden impartir no es ejercicio de una potestad sagrada pero es actuación de su munus regale. También en el caso de los ministros ordenados, la dirección espiritual es ejercicio de su munus regale o pastorale pero no de la potestad sagrada que ellos tienen. Una cuestión que se plantea, como consecuencia de lo anterior, es que si la autoridad del que imparte dirección espiritual no es potestad, si no ha de mandar sino aconsejar, ¿qué valor o qué fuerza tienen sus consejos? La respuesta ha de partir, a nuestro parecer, de dos premisas. La primera es que la dirección espiritual se orienta a formar la conciencia para que la persona actúe con libertad y responsabilidad, no a sustituir su juicio propio 565. La segunda es que la tarea de proporcionar dirección espiritual, asumida y ejercida con rectitud de intención, comporta gracia de Dios para cumplirla: luz y fuerza para ser cauce de la acción del Espíritu Santo. No hay garantía de que los consejos sean siempre acertados (el Espíritu Santo no puede equivocarse, pero el que imparte dirección espiritual, sí); y no se han de seguir "automáticamente", sino en conciencia. Por supuesto, si –por un absurdo– comportaran pecado, no se habrían de seguir en absoluto (no sería dirección "espiritual"). En las demás situaciones se abre un abanico de posibilidades: desde que el consejo sea evidentemente desacertado y entonces convendrá aclarar si hay un malentendido o consultar con otra persona; hasta el caso de que lo parezca porque resulta contrario al propio gusto, pero en realidad no sea inadecuado. En todo caso, lo que interesa destacar es que la existencia de una gracia divina en la dirección espiritual reclama una disposición de apertura para recibir los consejos y a seguirlos responsablemente en conciencia, teniendo este deber un fundamento diverso al de la obediencia al gobierno pastoral. Ante los mandatos de gobierno pastoral hay un deber de acatarlos y cumplirlos, aunque es muy bueno procurar entenderlos, cuando sea posible; ante los consejos de la dirección espiritual hay, en cambio, un deber de dejarse iluminar por ellos para formar el propio juicio de conciencia, con la disposición de ponerlos en práctica de acuerdo con ese juicio. Esto no significa que esos consejos de la dirección espiritual sean "opcionales" o que carezcan de toda fuerza vinculante, sino que su fuerza proviene de que el Espíritu Santo envía su luz y su impulso a través de ellos, para tomar, en conciencia, decisiones de correspondencia a la gracia. La diferencia es análoga, no idéntica, a la que existe entre la obligación de obedecer a los mandamientos de la ley divina y la de seguir las mociones interiores del Espíritu Santo que impulsan a realizar un acto de amor. La dirección espiritual es un cauce externo de estas mociones del Espíritu Santo que llevan por el camino de lo que es mejor para la santidad y el apostolado. El gobierno pastoral, en cambio, es un cauce de mandatos determinados, que indican lo necesario que hay que cumplir. Para quien de veras busca la santidad, la distinción entre lo uno y lo otro le indica una jerarquía de prioridades, pero no le hace pensar que lo aconsejado es una simple sugerencia humana. Aunque los consejos de la dirección espiritual no sean mandatos porque no provienen del ejercicio de una potestad, pueden tener alguna vez la misma fuerza moral vinculante de un mandato. Esto sucede cuando expresan obligaciones morales que descubre la conciencia rectamente formada y que es necesario cumplir en virtud de un mandamiento de Dios o de la Iglesia. O sea, hay ocasiones en las que la dirección espiritual saca a la luz una estricta obligación moral que ha de observarse, no porque provenga de la misma dirección espiritual, sino porque lo debe imperar la conciencia moral (y lo impera si está bien formada y es recta). Lo único que hace la dirección espiritual en estos casos es poner de manifiesto la existencia de un deber moral y urgir su cumplimiento. Se puede hablar entonces de consejos imperativos, no porque en la dirección espiritual se impere o mande, sino porque pone de manifiesto lo que impera la conciencia cristiana, que ha de gobernar desde el interior la conducta de un hijo de Dios. Una situación de este género es muy extraordinaria en el caso de los fieles que acuden a la dirección espiritual porque buscan sinceramente la santidad. De hecho, san Josemaría no se refiere a los consejos imperativos porque el ideal que propone no es el de limitarse al cumplimiento de los preceptos morales sin el que no hay vida sobrenatural, sino el de seguir a Cristo en todo, hasta identificarse con Él. Para guiar por ese camino no son necesarios ulteriores mandatos, debe bastar una insinuación, un ruego, un consejo, de quien tiene luz para mostrar a otro el camino de la santidad. Así se comportaba san Pablo con Filemón, cuando le escribía: "aun teniendo plena libertad en Cristo para mandarte lo que conviene, prefiero rogarte en nombre de la caridad" (Flm 1, 8-9). Esas invitaciones no poseen, para quien está bien dispuesto, menor fuerza que los mandatos. Solía repetir san Josemaría (a propósito de los consejos relativos a la conducta externa): Un "por favor", y vamos de cabeza. Es lo más fuerte que tenemos para mandar: por favor 566. 4.2.3. Conveniencia y modos de la dirección espiritual a) ¿Necesidad o conveniencia? La necesidad de la formación, en general, para la vida cristiana, resulta clara si se tiene presente la unidad de los "tres oficios" (tria munera) de la mediación de Jesucristo –santificar, enseñar y guiar–, que se ofrecen al cristiano en la Iglesia. Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad de la doctrina, la corriente de gracia de los Sacramentos; y ha dispuesto que haya personas para orientar, para conducir, para traer a la memoria constantemente el camino 567. En la distinción y unidad de los tres munera se funda a nuestro entender –como ya dijimos al inicio del capítulo– la distinción y unidad de los tres medios de que dispone el cristiano para recibir la mediación de Cristo y aplicarla a otros: la participación en los sacramentos, la oración y la formación cristiana por diversos medios. Indudablemente, los tres son necesarios. Sin embargo, los cauces para acceder a ellos y los modos de ponerlos en práctica son diversos y no todos necesarios. Por lo que se refiere a la dirección espiritual, si la expresión se entiende en sentido amplio, como equivalente a "formación cristiana", entonces, evidentemente, su necesidad para la santificación es la de ésta última. Pero si se entiende en sentido estricto, como uno de los cauces de la formación, entonces es preciso algún matiz más. Un mínimo de dirección espiritual es de hecho imprescindible: al menos la que se recibe individualmente en el Sacramento de la Penitencia y colectivamente en las orientaciones de los Pastores de la Iglesia. Pero aquí no nos interesan los mínimos porque estamos hablando de la vida espiritual de quienes son conscientes de su llamada a la santidad y desean responder poniendo todos los medios a su alcance. Para ellos, el recurso a la dirección espiritual personal, aunque no sea estrictamente necesario, es muy conveniente porque contribuye eficazmente al desarrollo de la vida espiritual. La Iglesia dispone de este medio para que se beneficien todos los que puedan: no tendría sentido prescindir de él si se tiene la posibilidad de emplearlo. No es poco frecuente el caso de fieles que, aun queriendo crecer en amor a Dios, apenas avanzan porque se limitan a frecuentar los sacramentos y a rezar, reduciendo su dirección espiritual a la que reciben a través de la predicación y de las advertencias de un confesor ocasional. Al no aprovechar las riquezas de este medio se comportan, consciente o inconscientemente, como guías de sí mismos. Sacan entonces menos fruto de la misma participación en los sacramentos y quizá no aprendan a hacer oración. Tampoco cuentan con esa ayuda para mejorar en las virtudes. El caso es diferente cuando la dirección espiritual continuada resulta imposible. Pero quien prescinde voluntariamente de este medio de santificación, se priva en cierta medida de la guía del Buen Pastor, Jesucristo. San Josemaría insiste en la suma conveniencia de buscar la dirección espiritual personal para progresar en el camino de la santidad: Conviene que conozcas esta doctrina segura: el espíritu propio es mal consejero, mal piloto, para dirigir el alma en las borrascas y tempestades, entre los escollos de la vida interior. Por eso es Voluntad de Dios que la dirección de la nave la lleve un Maestro, para que, con su luz y conocimiento, nos conduzca a puerto seguro 568. Si no levantarías sin un arquitecto una buena casa para vivir en la tierra, ¿cómo quieres levantar sin Director el alcázar de tu santificación para vivir eternamente en el cielo? 569 Cuando ofrece estos consejos no hace otra cosa que transmitir lo que él mismo ha procurado practicar personalmente. En un artículo sobre este tema, Paul Josef Cordes constata que san Josemaría "nunca basa su camino solamente sobre el impulso individualista. Es consciente de la capacidad de error a la que está expuesto el individuo. De manera que busca al director espiritual" 570. Así lo practicó personalmente desde los comienzos de su ministerio, como atestigua la documentación histórica 571. b) Modos. Dirección espiritual personal y colectiva La dirección espiritual puede ser personal o colectiva. Se llama personal cuando se imparte a una sola persona, de acuerdo con sus circunstancias, disposiciones interiores, etc. Es colectiva cuando se ofrece a varios a la vez. La primera está relacionada con la segunda, porque la dirección espiritual colectiva ha de ser concretada y aplicada a las circunstancias de cada uno para que sea realmente eficaz, y un modo de hacerlo es la dirección espiritual personal. En este sentido la dirección espiritual personal completa la colectiva, pero también se extiende a ámbitos y aspectos que aquélla no alcanza. En el texto que sigue puede verse la conexión entre las dos formas y el contenido de la dirección espiritual personal. San Josemaría se refiere de modo explícito a los sacerdotes diocesanos que se acercan al Opus Dei para recibir una formación que les ayude a santificarse en el ejercicio de su ministerio, pero el razonamiento sirve análogamente para los laicos: Lo que estos sacerdotes encuentran en el Opus Dei es, sobre todo, la ayuda ascética continuada que desean recibir, con espiritualidad secular y diocesana (...). Añaden así a la dirección espiritual colectiva que el Obispo da con su predicación, sus cartas pastorales, conversaciones, instrucciones disciplinares, etc., una dirección espiritual personal solícita y continua en cualquier lugar donde se encuentren, que complementa –respetándola siempre, como un deber grave– la dirección común impartida por el mismo Obispo. A través de esa dirección espiritual personal –tan recomendada por el Concilio Vaticano II y por el Magisterio ordinario– se fomenta en el sacerdote su vida de piedad, su caridad pastoral, su formación doctrinal continuada, su celo por los apostolados diocesanos, el amor y la obediencia que deben al propio Ordinario, la preocupación por las vocaciones sacerdotales y el seminario, etc. 572 El modo principal que enseña san Josemaría para poner en práctica la dirección espiritual personal es una periódica conversación privada entre quien la imparte y quien la recibe, con la intención expresa de dar o de recibir, respectivamente, esa dirección 573. Esa charla "confidencial", como la llama en Camino por tratarse de una conversación en la que se abre el alma 574, reviste particular importancia para san Josemaría. 4.2.4. Práctica de la dirección espiritual Puesto que la dirección espiritual personal puede considerarse desde el punto de vista del que la imparte o del que la recibe, y aquí nos interesan ambos casos al ser la dirección espiritual medio de santificación y de apostolado, hablaremos a continuación de cada uno de ellos por separado 575. a) Disposiciones para impartirla Dirigir almas es un arte: un arte en el que el modelo es Jesucristo; el modelador, el Espíritu Santo, por medio de la gracia 576. "El modelo es Jesucristo", en un doble sentido: como modelo que se ha de plasmar en las almas y como modelo para saber dirigirlas. En este último sentido, quien imparte dirección espiritual ha de imitar al Buen Pastor que guía a los suyos por el camino de la santidad, dispuesto a dar la vida antes que abandonarles (cfr. Jn 10, 11-15). Los Evangelios muestran cómo el Señor forma a los discípulos: conoce profundamente a cada uno (cfr. Jn 2, 24-25; 6, 64), los ama (cfr. Jn 15, 9 ss.), los instruye (cfr. Mt 13, 36 ss.; 15, 15 ss.), los corrige (cfr. Mt 16, 23; Lc 9, 54-55), les enseña a hacer oración (cfr. Mt 6, 9 ss.; Lc 11, 1 ss.) y a practicar las virtudes: la caridad, la humildad, la sinceridad... (cfr. Jn 13, 12 ss.; 13, 34; Mt 5, 37; 18, 3). "El modelador es el Espíritu Santo": la función de quien imparte dirección espiritual es cooperar con el Paráclito para ayudar a otra persona a identificarse con Jesucristo. Es crucial este convencimiento, que san Josemaría no se cansa de inculcar: quien orienta espiritualmente es un instrumento, y nada más: en cada alma hay un fondo delicado, en el que sólo Dios puede penetrar 577. De ahí nace una actitud de sumo respeto, de servicio y de humildad que resume con expresión gráfica: Nadie es director espiritual propietario. El alma sólo es de Dios, como dice el clásico castellano 578. Si se compara la dirección espiritual a un arte como el de la escultura o el de la pintura, no hay que olvidar que se trata siempre del arte de un instrumento, y que el instrumento, ante todo, ha de estar unido a quien lo utiliza por un profundo amor que se traduce en la práctica de las virtudes cristianas. Impartir dirección espiritual exige, pues, amor a Dios y virtudes informadas por ese amor. Aunque todo se reduce a lo que acabamos de decir, enumeraremos algunos aspectos que permiten ver cómo se refiere san Josemaría a estas cualidades: – Afán de santidad. Para ser buen instrumento del Paráclito se requiere afán de santidad: un empeño sincero de tender personalmente a la misma meta que se propone a otros. De acuerdo: tu preocupación deben ser "ellos". Pero tu primera preocupación debes ser tú mismo, tu vida interior; porque, de otro modo, no podrás servirles 579. Lo contrario sería hipocresía, vicio que causa la ceguera espiritual e incapacita para asesorar a los demás, como declara el Señor dirigiéndose a los fariseos que no practicaban lo que decían: "Son ciegos, guías de ciegos; y si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo" (Mt 15, 14). No hay, en cambio, hipocresía ni ceguera, si el que dirige a otras personas se ve a sí mismo con muchos defectos pero lucha sincera y humildemente contra ellos, porque él no es ni se pone de modelo: el único modelo, como ya se ha dicho, es Jesucristo. – Entrega a los demás. Impartir dirección espiritual presupone amor a los demás, afán por la santidad de los que la reciben, y reclama una entrega desinteresada: "El Buen Pastor da su vida por las ovejas" (Jn 10, 11). Este amor y esta entrega se han de manifestar tanto en el buen ejemplo como en las palabras –decir la verdad con caridad (Ef 4, 15): la verdad, sin herir 580– y en las obras de servicio: concretamente, en la disponibilidad para dedicar a cada alma el tiempo que necesite, con la paciencia de un monje del medioevo para miniar –hoja a hoja– un códice 581. – Humildad de instrumento. La humildad, en esta tarea, tiene manifestaciones específicas: implorar del Espíritu Santo gracias para las personas a quienes se ha de orientar, y pedir para uno mismo dones y luces para ser buen instrumento; no considerarse superior, no ponerse por encima; no atribuirse los méritos de los progresos de quien recibe la dirección espiritual, ni escandalizarse por sus miserias. – Amor a la libertad, porque la dirección espiritual es obra del Espíritu Santo y "donde está el Espíritu del Señor hay libertad" (2Co 3, 17). En consecuencia, quien la imparte, debe dar libertad, y enseñar a administrar esa libertad, con sentido de responsabilidad 582: de lo contrario se fomentaría una adulta minoría de edad 583, fruto de un paternalismo que está bien lejos de la auténtica caridad paterna. – La confianza debe ser el clima propio de la dirección espiritual, porque permite formar con respeto a las almas, desarrollando en ellas la verdadera y santa libertad de los hijos de Dios 584. Confiar "en los que aprenden y se forman pasa a ser el primer e imprescindible requisito para el educador que quiera realizar verdaderamente una educación en la libertad. Es un principio de rango superior en el orden de la finalidad educativa" 585. El Señor confió en Pedro, a pesar de su notoria debilidad (cfr. Lc 22, 31-34). La confianza no es ingenuidad, no es cerrar los ojos a la realidad, pero el conocimiento de los defectos no debe llevar a desconfiar. La confianza anima a luchar por amor y hace responsables, mientras que la desconfianza deforma las conciencias pues se pierde la espontaneidad y la iniciativa 586. Durante toda su vida, san Josemaría no se cansó de exhortar: Conceded la más absoluta confianza a todos, sed muy nobles. Para mí, vale más la palabra de un cristiano, de un hombre leal –me fío enteramente de cada uno–, que la firma auténtica de cien notarios unánimes, aunque quizá en alguna ocasión me hayan engañado por seguir este criterio. Prefiero exponerme a que un desaprensivo abuse de esa confianza, antes de despojar a nadie del crédito que merece como persona y como hijo de Dios. Os aseguro que nunca me han defraudado los resultados de este modo de proceder 587. – Ciencia, prudencia y experiencia. La dirección espiritual exige unos conocimientos y cualidades que perfeccionan la capacidad de guiar a otros en la vida interior. Quien dirige almas, además de buscar sinceramente su propia santidad, necesita ciencia, prudencia y experiencia 588. Ciencia, porque para dirigir la vida espiritual es preciso comprenderla, tratando de conocer, en la medida de lo posible, la doctrina teológica, sin fiarse sólo de la "intuición". El oficio del Buen Pastor exige conocer el camino (cfr. Jn 10, 4.9) –etapas, bajadas y subidas, dificultades que se suelen presentar, medios para superarlas...–, y el modo de recorrerlo en cada caso particular: se ha de conocer a las personas –su carácter, sus circunstancias...–, como el Buen Pastor conoce a cada una de sus ovejas (cfr. Jn 10, 3.14); de lo contrario, se corre el peligro de equivocarse y desorientar, o de dar consejos estereotipados o "recetas" prefabricadas. Para adquirir esta ciencia es necesaria ante todo la capacidad de adquirirla y una formación específica que, entre otros medios, requiere el estudio. San Josemaría lo advierte en tono coloquial: No te enfades: muchas veces un comportamiento irresponsable denota falta de cabeza o de formación, más que carencia de buen espíritu. Necesario será exigir a los maestros, a los directores, que colmen esas lagunas con su cumplimiento responsable del deber. –Necesario será que te examines..., si ocupas tú uno de esos puestos 589. Prudencia, porque se trata de dirigir la conducta práctica de una persona en su camino hacia la santidad 590. La dirección espiritual se traduce en conocer la situación de cada alma, en su trato y en sus relaciones con Dios; en saber sugerir en cada momento el camino y los medios oportunos, con el fin de que pueda orientarse y acercarse al Señor cada vez con más confianza 591. La prudencia enseña, por ejemplo, a exigir, contando con la gracia de Dios: Torpeza insigne es que el Director se conforme con que un alma dé cuatro, cuando puede dar doce 592. Al mismo tiempo, no olvida que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo 593. Propone metas altas, pero con realismo: que sean una ayuda que anima e ilusiona, no un peso que frena y descorazona. San Josemaría recuerda a menudo que el Señor comprende nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día 594. La prudencia en la dirección espiritual impide olvidar que estamos hechos de una pasta muy frágil: de barro de botijo 595; enseña también a adelantarse, a prevenir las dificultades, a vigilar –cor meum vigilat (Ct 5, 2; cfr. Jn 10, 12)–, a ser oportunos, a saber esperar el momento propicio. Hay que saber triangular. Muchas veces no se puede ir recto. (...) Se da una vuelta, un rodeo, que no es diplomacia: es prudencia y caridad fina, es delicadeza, es un deber 596. Ante los tropiezos y la tardanza en alcanzar las metas, es preciso no impacientarse teniendo muy en cuenta que la santidad está en la lucha 597, no tanto en los resultados. Mientras luchemos con tenacidad, progresamos en el camino y nos santificamos. No hay ningún santo que no haya tenido que luchar duramente 598. Es necesario comprender, hacerse cargo de que lo que cuenta es la buena voluntad. En vuestra labor de dirección espiritual –aconseja san Josemaría–, sed siempre muy humanos (...). Para ser muy espirituales, muy sobrenaturales, hay que ser muy humanos, esforzarse por tener un sentido entrañablemente humano de la vida. (...) Hemos de disculpar sin escandalizarnos nunca de nada ni de nadie 599. Quien desea guiar a la santidad ha de procurar que los consejos que dé sean siempre optimistas, que tengan contenido sobrenatural, que sean una realidad pastoral, que tengan eficacia apostólica, incluso que diviertan; que den ánimo (...), y no le produzcan fastidio o desgana 600. Experiencia, que "no sólo comunica ciencia, sino también cierto hábito, debido a la costumbre, que facilita la operación" 601. Sin embargo, ser joven no es necesariamente un obstáculo, cuando se suple con el tiempo que se lleva entregado a Dios, con la formación espiritual, con la formación cultural religiosa, con la formación de ciencia profana; y, sobre todo, con las virtudes que –por nuestra entrega al Señor– se han de procurar vivir, porque entonces viene como anillo al dedo aquello del salmo: super senes intellexi, quia mandata tua quaesivi; comprendo las cosas mejor que los ancianos, porque sólo busco, Dios mío, cumplir tus mandamientos (Sal 119, 100) 602. Evidentemente, quien imparte dirección espiritual puede equivocarse al valorar la situación interior de la persona a la que pretende orientar, o no captar el alcance moral de un peligro en que se encuentra, o no exigir en la lucha con la debida energía, o, al contrario, exigir cuando o donde no es oportuno, etc. Apenas advierta esos errores, omisiones o negligencias, ha de rectificar, reconociéndolo si conviene ante la persona a la que procura ayudar. Posibles deficiencias de este tipo no invalidan la dirección espiritual: son las miserias y las limitaciones humanas, de las que Dios también se puede valer para sacar un bien (cfr. Rm 8, 28). Señalemos por último que quien imparte dirección espiritual está obligado a guardar un estricto silencio de oficio 603 sobre las cuestiones de conciencia que se tratan 604. La obligación moral de observar este riguroso silencio es análoga a la del "secreto profesional" que, según la Teología moral, debe mantener, por ejemplo, un médico o un abogado respecto a las cuestiones personales que le confían quienes acuden a sus servicios 605. En el caso de la dirección espiritual la obligación reviste especial gravedad por la naturaleza misma de la relación que se establece, que no mira solamente a asuntos humanos sino que implica a Dios mismo, estando en juego el supremo bien de la santificación. b) Disposiciones para recibirla Un presupuesto básico para que la dirección espiritual personal dé fruto es que no se pierda de vista su carácter específico. No es un intercambio de impresiones, ni una conversación como la que se puede tener con un médico, o con un orientador sobre problemas familiares o profesionales, sino un cauce de la acción del Espíritu Santo al que se acude para crecer en santidad, no sólo para recibir consuelo o ánimo (aunque generalmente también se alcanzará esto). Quien busca la dirección espiritual personal obtendrá fruto si tiene en cuenta que por ese conducto recibe luz e impulso del Espíritu Santo y no simplemente los consejos de una persona más o menos sabia o experimentada. Esta visión sobrenatural es clave para que la dirección se desarrolle en el clima de libertad que caracteriza siempre la acción del Espíritu Santo. En este sentido san Josemaría dice a quienes acuden a la dirección espiritual personal: ¡Seguid con vuestra personalidad, que nadie os la quita! 606 La identificación con Cristo se da de modo original en cada uno. Hay cien mil maneras de ir por el camino divino 607. Evidentemente, cuando san Josemaría habla aquí de "personalidad" se refiere a todos aquellos rasgos que son compatibles con la identificación con Cristo, no a los defectos morales, que no pueden formar parte de la "personalidad cristiana". En las siguientes palabras se puede ver la distinción entre la personalidad que se tiene y la que se ha buscar, saliendo al paso de la excusa de pactar con los propios defectos morales por considerarlos como parte definitoria e intangible del propio modo de ser: De acuerdo: debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo 608. Para la eficacia de la dirección espiritual es esencial que la libertad de espíritu permanezca orientada a la identificación con Cristo y, en consecuencia, que se quiera "mejorar la personalidad" combatiendo libremente lo que aparte de Él. Y puesto que el propio juicio puede engañar en el discernimiento entre lo que es un defecto moral y lo que es una sana característica de la propia personalidad (compatible con la identificación con Cristo), es importante mantener viva la convicción de fe de que Dios actúa a través de la dirección espiritual y, como correlato, la confianza en la persona que la imparte. Cuando viene a faltar esa confianza y se da lugar a reservas interiores, puede ser por una idea de "la libertad como independencia desvinculada" 609, que lleva a "preservar la intimidad de toda apelación ajena, para lo cual debe reservarse la propia conciencia bajo siete llaves" 610. San Josemaría sale al paso de esta actitud cerrada, animando a superar posibles temores o recelos. Para él, la plena confianza en la dirección espiritual es una manifestación más del amor a la libertad personal (...) y del respeto a la personalidad de cada uno 611. Partiendo de esta base de libertad y de confianza, destaca dos disposiciones que no deben faltar en quien recibe dirección espiritual: – Sinceridad. Es una actitud de capital importancia para la eficacia de la dirección espiritual. Ya vimos en el capítulo anterior que san Josemaría no se cansa de prevenir contra el demonio mudo 612, que lo echa todo a perder 613. Para evitar este peligro recomienda un propósito firme: "sinceridad salvaje" en la dirección espiritual, con delicada educación..., y que esa sinceridad sea inmediata 614. La confianza con quien imparte dirección espiritual facilita esa sinceridad; por el contrario, el miedo y la vergüenza, que no dejan ser sinceros, son los enemigos más grandes de la perseverancia 615 en el camino de la santidad. Y concluye: somos de barro; pero, si hablamos, el barro adquiere la fortaleza del bronce 616. Teológicamente se comprende la importancia de la sinceridad si se tiene en cuenta el hilo que la une a la humildad –para ser humildes, seamos sinceros 617– y la relación entre la humildad y la caridad, esencia de la vida cristiana 618. – Docilidad. Junto con la sinceridad, es imprescindible la docilidad 619. La tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad 620. La dirección espiritual es un cauce externo de la acción del Paráclito y por esto requiere la disposición de dejarse moldear por los consejos que se reciben. Es normal experimentar resistencia interior ante consejos que reclaman esfuerzo para mejorar en una virtud o combatir un defecto y puede presentarse la tentación de buscar justificaciones. Se requiere entonces una docilidad más profunda que, lejos del voluntarismo, aspira a comprender la oportunidad de esos consejos y a poner razonablemente en tela de juicio las propias apreciaciones. Para estos casos san Josemaría recomienda, en línea de principio, que cuando –en contra de lo que te dice quien ha recibido gracia especial de Dios, para orientar tu alma– piensas que tú tienes razón, convéncete de que no "tienes razón ninguna" 621. La desproporción que se puede advertir entre las propias limitaciones y los horizontes que abre la dirección espiritual, es una ocasión para confiar en la acción de la gracia. Te has asustado un poco al ver tanta luz..., tanta que se te antoja difícil mirar, y aun ver. –Cierra los ojos a tu evidente miseria; abre la mirada de tu alma a la fe, a la esperanza, al amor, y sigue adelante, dejándote guiar por Él, a través de quien dirige tu alma 622. La docilidad verdadera se manifiesta en la lucha concreta para poner por obra los consejos recibidos (cfr. St 1, 23-25). Una lucha concreta, generalmente en cosas pequeñas, pero magnánima, porque de que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes 623. La dirección espiritual ha de ayudar a conectar el esfuerzo en la lucha diaria con el panorama inmenso de la Redención: Inculcad en las almas el heroísmo de hacer con perfección las pequeñas cosas de cada día: como si de cada una de esas acciones dependiera la salvación del mundo 624. 5. APLICACIÓN DE LOS MEDIOS DE SANTIFICACIÓN Todos los caminos por los que Dios lleva a la santidad conducen a idéntica cumbre, pero las rutas son diferentes. También los medios de santificación, siendo los mismos para todos, se pueden emplear de diversos modos, según la concreta llamada que se recibe y las circunstancias personales. El modo de participar en los sacramentos y de practicar la oración puede ser diverso por la frecuencia o por los tiempos que se dedican o por las formas que la piedad adopta, dentro de la inmensa riqueza del espíritu cristiano. No es menor la diversidad en los medios de formación cristiana y concretamente en la dirección espiritual. Cada camino de santificación tiene sus propias características y sus medios para recorrerlo. En el camino que enseña san Josemaría, estos medios componen un plan de vida espiritual, que expondremos en los apartados siguientes. 5.1. EL PLAN DE VIDA ESPIRITUAL Ya en Camino san Josemaría emplea la expresión "plan de vida espiritual" 625 que, como bien señala el autor de la edición crítica, "es un concepto de patrimonio común, ampliamente recibido en las escuelas de espiritualidad y de teología espiritual" 626. Si por "plan de vida" se entiende, en general, una previsora distribución del tiempo que cada uno establece para atender los diversos deberes y ocupaciones, el "plan de vida espiritual" incluye, entramados con esos quehaceres, el recurso a los medios de santificación. Es un modo orgánico de emplear esos medios espaciándolos a lo largo del día y también de la semana, del mes y del año. Cuando san Josemaría habla del plan de vida espiritual, algunas veces se refiere sólo a las prácticas de vida cristiana que concretan los dos primeros medios de santificación. Así lo hace, por ejemplo, al aconsejar que la jornada de cada uno esté sujeta a un horario elástico, en el que no falte como tiempo principal [el de] las normas diarias de piedad 627. Llama "normas" o "normas de piedad" a las prácticas –como participar en la Santa Misa o dedicar unos ratos a la oración– que cada uno ha decidido incorporar de modo estable a su propio plan de vida (hablaremos de esto en el apartado siguiente). En otras ocasiones, incluye en el "plan de vida espiritual", junto con las "normas" de piedad, los "medios de formación" cristiana que se ha previsto emplear de modo constante. La única diferencia es que esta segunda acepción abarca la primera. Aquí emplearemos las dos. La decisión de seguir un "plan de vida espiritual" pone de manifiesto que no se quiere dejar el uso de los medios de santificación a la apetencia del momento, a los sentimientos o al capricho, de modo análogo a cuando se toma la resolución de observar una dieta de alimentación o una tabla de ejercicios físicos para cuidar la salud. El bien que está en juego aquí no es un bien terreno cualquiera, sino el fin último, el bien supremo. Si se perdiera de vista la conexión entre el fin último y los medios sobrenaturales, el plan de vida espiritual se acabaría convirtiendo en fin de sí mismo. De ahí que san Josemaría, cuando invita a tener un plan de vida espiritual y a cumplirlo fielmente, recuerde muy a menudo el fin al que se ordena, como puede verse en el siguiente punto de Forja: En cada jornada, haz todo lo que puedas por conocer a Dios, por "tratarle", para enamorarte más cada instante, y no pensar más que en su Amor y en su gloria. Cumplirás este plan, hijo, si no dejas ¡por nada! tus tiempos de oración, tu presencia de Dios (con jaculatorias y comuniones espirituales, para encenderte), tu Santa Misa pausada, tu trabajo bien acabado por Él 628. Primero habla de realizar todas las acciones por amor a Dios orientándolas a su gloria: el fin último de la vida cristiana; después trae a colación los medios sobrenaturales: el plan de vida espiritual (también menciona aquí un medio humano: el trabajo). Otras veces, para que esté siempre presente el nexo entre el fin y los medios, insiste en la necesidad de procurar "cumplir por amor a Dios" las mismas prácticas de ese plan de vida, porque eso es lo que les da el sentido de "medios": de lo contrario, pierden su identidad. Pero antes de hablar de este tema conviene que describamos las "normas" y los "medios de formación" que aconseja san Josemaría. 5.2. "NORMAS DE PIEDAD" Y "MEDIOS DE FORMACIÓN" Partiendo de las prácticas de piedad tradicionales en la Iglesia, san Josemaría traza en una de sus homilías un posible "plan de vida espiritual" (entendido ahora como referido a los dos primeros medios de santificación) para cualquier cristiano corriente que desee buscar la santificación en medio del mundo: Procura atenerte a un plan de vida, con constancia: unos minutos de oración mental; la asistencia a la Santa Misa –diaria, si te es posible– y la Comunión frecuente; acudir regularmente al Santo Sacramento del Perdón –aunque tu conciencia no te acuse de falta mortal–; la visita a Jesús en el Sagrario; el rezo y la contemplación de los misterios del Santo Rosario, y tantas prácticas estupendas que tú conoces o puedes aprender. No han de convertirse en normas rígidas, como compartimentos estancos; señalan un itinerario flexible, acomodado a tu condición de hombre que vive en medio de la calle, con un trabajo profesional intenso, y con unos deberes y relaciones sociales que no has de descuidar, porque en esos quehaceres continúa tu encuentro con Dios. Tu plan de vida ha de ser como ese guante de goma que se adapta con perfección a la mano que lo usa. Tampoco me olvides que lo importante no consiste en hacer muchas cosas; limítate con generosidad a aquellas que puedas cumplir cada jornada, con ganas o sin ganas. Esas prácticas te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa 629. La flexibilidad o adaptabilidad que aconseja para la aplicación del plan de vida espiritual no se refiere a que se haya de improvisar cada día, decidiendo cuáles normas se realizan y cuáles no, pues entonces no se trataría de un "plan". Simplemente significa que, una vez fijado y acomodado a las circunstancias personales –generalmente con la ayuda de la dirección espiritual–, conviene ponerlo íntegramente en práctica, con flexibilidad en el horario, no en el contenido 630. Esto no es incompatible con que al inicio se vayan incorporando poco a poco al propio plan de vida las "normas" que se hayan decidido, como a través de un plano inclinado 631. Tal como las propone san Josemaría, las "normas de piedad" no son prácticas aisladas; constituyen un quid unum. Cada una tiene su función específica en orden a la santificación de la vida corriente. No estamos ante una serie de ejercicios piadosos que se superponen a las actividades de la jornada, sino ante un plan que las cohesiona, porque se dirige a su santificación. Veamos ahora con más detalle cuáles son esas normas de piedad que recomienda san Josemaría. En el texto que acabamos de transcribir menciona sólo algunas, a modo de ejemplo. Hay otras –a las que alude genéricamente con las palabras "y tantas prácticas estupendas que tú conoces..."–, citadas en diversos momentos 632, que formaban parte de su propio "plan de vida" y solía recomendar a los demás 633. Álvaro del Portillo, testigo de sus jornadas durante muchos años, ha descrito con cierto detalle estas normas de piedad (además, lógicamente, del rezo del Oficio divino): "Ofrecía toda su jornada al Señor (...), hacía media hora de oración como preparación inmediata para la Santa Misa (...), dedicaba un tiempo a la lectura meditada del Nuevo Testamento (...), rezaba el Angelus al mediodía (...). Después del almuerzo hacía la Visita al Santísimo (...), la lectura espiritual, preferentemente con tratados clásicos de ascética (...). Todos los días recitaba y meditaba las tres partes del Rosario: las distribuía oportunamente a lo largo de la jornada, y terminaba con la parte del día, junto con las letanías lauretanas, después de la oración [otra media hora por la tarde]. Se retiraba en profundo silencio [al final del día] para hacer el examen de conciencia y rezar las últimas oraciones..." 634. A esto hay que añadir la Confesión semanal, el rezo de la Salve Regina el sábado, el día de retiro mensual, el curso de retiro anual, y algunas devociones. Esas prácticas –de periodicidad diversa– las completa san Josemaría con las que solía llamar "normas de siempre", porque pueden vivirse en cualquier momento: la continua presencia de Dios 635, las jaculatorias, actos de Amor y desagravio, comuniones espirituales, "miradas" a la imagen de Nuestra Señora... 636, y otras como las acciones de gracias 637, las mortificaciones pequeñas; y una muy característica de san Josemaría: la consideración frecuente de la filiación divina adoptiva 638. De casi todas estas prácticas se ha hablado ya y no es necesario detenerse a describirlas con más detalle. Añadimos sólo dos observaciones. Por "presencia de Dios" se entiende aquí el acto nuestro de "tener presente" o descubrir la presencia de Dios en todas las cosas (presencia de inmensidad) y su presencia sobrenatural en el alma en gracia (presencia de inhabitación). Se concreta muchas veces en considerar la filiación divina, o en comuniones espirituales, jaculatorias, etc. Otras veces es al revés: a través de jaculatorias o de otras oraciones se toma conciencia de la presencia de Dios y se abre paso a la oración en cualquier momento de la jornada. En todo caso, dice san Josemaría, hemos de buscar la presencia de Dios: quaerite Dominum et confirmamini, quaerite faciem eius semper (Sal 94, 4); buscad al Señor y haceos fuertes, buscad siempre su rostro 639. Las "jaculatorias" son expresiones, lanzadas al Señor como saeta, iaculata: jaculatorias, que aprendemos en la lectura atenta de la historia de Cristo: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8, 2), Señor, si quieres, puedes curarme; Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te (Jn 21, 17), Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo; Credo, Domine, sed adiuva incredulitatem meam (Mc 9, 23), creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad, fortalece mi fe (...). U otras frases, breves y afectuosas, que brotan del fervor íntimo del alma 640: de un fervor habitual que, al actualizarse, hace arraigar aún más el hábito de la presencia de Dios. Este plan de vida que vivió san Josemaría es el mismo que propone a cualquier fiel que quiera buscar la santidad en medio del mundo. Lo hemos descrito solamente en líneas generales porque, como es lógico, caben muchos modos de concretarlo según las circunstancias personales de cada uno. En todo caso es un plan de vida espiritual que pide generosidad en la dedicación de tiempo al trato con Dios, pero no a costa de omitir los deberes profesionales, familiares, etc.: al contrario, lleva a cumplirlos con perfección por amor a Dios. Es un plan –leíamos en una cita anterior– "acomodado a la condición de una persona que vive en medio de la calle, con un trabajo profesional intenso, y con unos deberes y relaciones sociales que no ha de descuidar" porque son su materia de santificación. Vividas como enseña san Josemaría, las "normas del plan de vida" conducen "casi sin darse cuenta" a transformar todo en oración: en "oración contemplativa". Viceversa, la dedicación al trabajo y la atención de los otros deberes no debe ser óbice para reservar los tiempos previstos a la oración, participar en la Santa Misa, rezar el Rosario, etc. Si habitualmente lo fuera, significaría que no se están santificando esos deberes. Podrían llegar a convertirse en un cuerpo sin vida: sin vida sobrenatural, en este caso. El "plan de vida espiritual" comprende, como hemos visto, sacramentos y oración: es un modo orgánico de emplear estos dos medios de santificación concretados en una serie de prácticas que san Josemaría suele llamar "normas". Pero el cristiano necesita también del tercer medio que hemos expuesto: una "formación" que recibe a través de determinados cauces. Sólo así aprovecha todos los recursos que le ofrece la Iglesia para su santificación y apostolado. Los "medios de formación" deben enseñar a cumplir amorosamente esas normas de piedad y a practicar las virtudes cristianas. Por eso san Josemaría no separa las "normas" de la formación. De hecho los menciona como parte integrante del "plan de vida espiritual"; por ejemplo, los retiros espirituales mensuales y el curso de retiro anual que, además de ser tiempos dedicados a la oración y al examen de conciencia, son también "medios de formación" humana, doctrinal y ascética, porque en ellos se imparten meditaciones y charlas al respecto. A esto hay que añadir los espacios dedicados a la formación cristiana por medio del estudio personal y de cursos de teología o de clases sobre cuestiones doctrinales y morales. Finalmente, el plan de vida espiritual que propone san Josemaría incluye también algunos "medios humanos". Concretamente, en el caso del plan de vida que enseña a los fieles del Opus Dei, después de los medios sobrenaturales, se señalan –entre las "normas de siempre"– tres medios humanos: "trabajo, orden, alegría" 641. Evidentemente no son ni participación en los sacramentos, ni prácticas de oración en sí mismas, ni tampoco medios de formación. Se trata de tres actos de virtudes humanas que se dirigen a proporcionar adecuadamente la materia de santificación a fieles que están llamados a la santidad y al apostolado en la vida corriente. Desde luego, no son los únicos medios humanos pero de algún modo representan el conjunto amplísimo de esos medios y tienen una relación específica con el espíritu que transmite san Josemaría. Ante todo, el trabajo entendido aquí en sentido amplio, como cumplimiento de todos los deberes, tanto profesionales como familiares y sociales, al estar incluido entre las normas que se pueden poner en práctica en cualquier momento. Después, el orden, lo que significa que la santificación de esos deberes –su ordenación a Dios– exige no sólo cumplirlos, sino hacerlo con el orden de la caridad, que tiene constantes manifestaciones prácticas, también externas y materiales. Por último la alegría, que caracteriza el modo de cumplir esos deberes con la actitud de quien se sabe hijo de Dios y, por tanto, trabaja en las cosas de su Padre no como un esclavo obligado sino con agrado, que es expresión de libertad plena, según las palabras del Salmo: "Servite Domino in laetitia" (Sal 100 [99], 2). 5.3. CUMPLIMIENTO DEL PLAN DE VIDA. "LAS NORMAS SON LO PRIMERO" Los medios para santificar la vida ordinaria se compendian en el cumplimiento amoroso del plan de vida espiritual, o mejor dicho, en la lucha para cumplirlo íntegramente y por amor a Dios. Este es para san Josemaría el camino para llegar a esa unión íntima y constante con el Señor 642, para alcanzar el don de una vida contemplativa en medio de las actividades más absorbentes de la jornada. Cuando explicaba el sentido de las "normas de piedad", insistía en la necesidad de cumplirlas por amor a Dios, porque sólo entonces hacen crecer ese amor. No dejéis de cumplir las Normas con amor. Lo mismo cuando hay sol que cuando hay tormenta, cuando estamos sanos o cuando estamos enfermos, cuando hay motivos de alegría o cuando hay motivos de pena 643. Habla de un amor verdadero, un amor que lleva a ser fieles en el cumplimiento de esas prácticas de piedad porque agradan a Dios, no porque se tengan ganas o den consuelo. De sí mismo decía que de ordinario yo voy a contrapelo. Sigo mi plan no porque me guste, sino porque debo hacerlo, por Amor 644. En efecto, el amor puede estar muy presente aun cuando falten los afectos o se atraviese por un periodo de oscuridad interior. Precisamente en estas circunstancias, las normas del plan de vida espiritual marcan el camino del encuentro con Dios. Has de ser constante y exigente en tus normas de piedad, también cuando estás cansado o te resultan áridas. ¡Persevera! Esos momentos son como los palos altos, pintados de rojo que, en las carreteras de montaña, cuando llega la nieve, sirven de punto de referencia y señalan, ¡siempre!, dónde está el camino seguro 645. La falta de gusto sensible es compatible con la alegría a un nivel más profundo, la de saber que se está agradando a Dios. La experiencia muestra que el cumplimiento amoroso del plan de vida espiritual contribuye a que sea tan amable la jornada del cristiano, porque de su riqueza interior fluyen la dulcedumbre y la felicidad de Dios, como la miel del panal 646. En definitiva, el "alma" del plan de vida espiritual es ese amor perseverante que busca con determinación el trato con Dios para amarle cada vez más, combatiendo el amor propio desordenado que se alza en lamentos ante el esfuerzo y sacrificio que se requiere. San Josemaría dejó estampada en Camino su réplica a una de esas quejas: Eso de sujetarse a un plan de vida, a un horario –me dijiste–, ¡es tan monótono! Y te contesté: hay monotonía porque falta Amor 647. Opuesto al amor es el cumplimiento de las normas de piedad con mentalidad de cumplo y miento, según decía a veces san Josemaría, como recuerda Álvaro del Portillo 648. Para san Josemaría, "no eran algo que debía hacerse sin más, algo visto como una imposición externa. Su razón de ser no se encontraba fuera de la persona, sino en su mismo interior. Más que imposición constituyen una "necesidad"; necesidad para la persona atraída por el bien que desea alcanzar" 649. Reducirlas a simples prácticas externas sería despojarlas de su condición de "medios" para la santidad. En la práctica es frecuente también la tentación de postergar o descuidar las "normas de piedad", no ya por flaqueza sino para disponer de más tiempo para otras actividades. Ceder habitualmente a esa tentación equivaldría a poner esas actividades por encima del trato con Dios y a dejar de santificarlas, cayendo en el "activismo" que es el primer paso de la tibieza, como vimos en su momento 650. Pienso, efectivamente, que corren un serio peligro de descaminarse aquellos que se lanzan a la acción –¡al activismo!–, y prescinden de la oración, del sacrificio y de los medios indispensables para conseguir una sólida piedad: la frecuencia de Sacramentos, la meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y con los Ángeles custodios... 651 En cambio, san Josemaría tiene la íntima persuasión de que Dios concede el don de una vida contemplativa a quien, con su ayuda, pone por obra perseverantemente los medios de santificación: Esas prácticas te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa 652. Hemos concluido todos los capítulos con algunos ejemplos de "aplicaciones prácticas", que nos han servido para extender la mirada a numerosas consecuencias de la doctrina de san Josemaría, más allá de lo que se ofrecía en cada tema. En el caso de este último capítulo nos parece mejor terminar con una enseñanza en la que pone un énfasis totalmente singular por su trascendencia práctica. Suele decir –es una de las frases que repite con más insistencia, sobre todo en su predicación oral– que las normas son lo primero 653. ¿Qué quiere transmitir con esta expresión? Para hacerse cargo de su significado, conviene considerar que lo "primero" en la vida cristiana es dar gloria a Dios, que es el fin último. Sabemos que para dar gloria a Dios es preciso querer que Cristo reine, y que para esto hay que cooperar con el Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia por la santificación personal y el apostolado. Esto es lo "único necesario" (cfr. Lc 10, 42): lo que ha de buscar el cristiano por encima de todo, en cualquier cosa que haga: lo primero en su intención. Sin embargo, "el fin es lo primero en la intención, pero lo último en la ejecución", como repite a menudo santo Tomás 654. En el plano de la ejecución, el de la acción concreta y práctica para alcanzar la santidad, lo "primero" es poner los medios. Para transformar la vida entera en un acto de glorificación a Dios –vida contemplativa– y llegar a identificarse con Cristo, el cristiano debe emplear en primer lugar los medios de santificación; de lo contrario, su aspiración a la santidad no pasaría de un buen deseo. Por eso, después de recordar que los hijos de Dios han de tener una preocupación exclusiva. Y es ésta: ser santos 655; san Josemaría añade: ¿Medios? Las Normas 656. Al afirmar que "las Normas son lo primero", hace referencia principalmente a las normas de piedad que exigen una dedicación exclusiva de tiempo o de atención de la mente (como la Santa Misa, los ratos de oración mental, la lectura espiritual, etc.), no a las "de siempre", que se pueden poner en práctica en cualquier momento. Cuando dice que son "lo primero" quiere señalar que, en la distribución de las actividades de la jornada –y concretamente en la de los tiempos que cada uno puede destinar de modo autónomo a una actividad u otra, sin omitir los propios deberes ni el descanso necesario– el cumplimiento de las normas del plan de vida debe ser prioritario sobre las demás actividades, por buenas y valiosas que sean. Los momentos reservados para el trato con Dios a lo largo de la jornada no han de ser secundarios. San Josemaría exhorta a esmerarse en el cumplimiento de las Normas, sin dejarlas para después 657; y añade como pauta: hacedlas a su hora o, si acaso, adelantadlas; retrasarlas, no 658. Ya hemos visto que, en la mente de san Josemaría, el cumplimiento del plan de vida espiritual no ha de ser obstáculo para el desempeño de los deberes profesionales (más bien es al contrario: impulsa a realizarlos con perfección) y que la dedicación al trabajo no debe impedir el cumplimiento amoroso del plan de vida espiritual. Este es el presupuesto que conviene tener presente al leer las siguientes palabras: Con la misma fuerza con que antes os invitaba a trabajar, y a trabajar bien, sin miedo al cansancio; con esa misma insistencia, os invito ahora a tener vida interior. Nunca me cansaré de repetirlo: nuestras Normas de piedad, nuestra oración, son lo primero 659. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría EPÍLOGO Unidad de vida 1. LOS TRES ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DE LA UNIDAD DE VIDA 1.1. Unidad de fin: "hacer todo por amor" 1.2. Unidad interior radicada en la filiación divina 1.3. Unidad en el camino de santificación 2. "SIEMPRE CONSECUENTES CON LA FE" 2.1. Fe y vida 2.2. Manifestaciones externas de la unidad de vida 2.3. "Instrumentos de unidad" Principales abreviaturas Selección bibliográfica EPÍLOGO Unidad de vida Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. (Conversaciones, n. 114) A lo largo de los tres volúmenes hemos estudiado el panorama de la santidad y del apostolado en la vida ordinaria, abierto por la enseñanza de san Josemaría. Se ha tratado del fin último, de la transformación del fiel en "alter Christus, ipse Christus" y del camino en el que se realiza. La división en esas tres partes, que abarcan todos los aspectos de la vida cristiana, ha permitido mostrar no sólo la amplitud de la doctrina de san Josemaría sino también su coherencia. No estamos ante un cúmulo de enseñanzas ascéticas más o menos dispersas, sino ante un espíritu de santificación en la vida cotidiana de laicos y sacerdotes seculares: un espíritu que orienta todos los momentos, ayudando a quien lo sigue a llegar a ser hombre –o mujer– de una pieza 1. Hay en este sentido un concepto, sencillo y profundo a la vez, que condensa de algún modo toda la doctrina de san Josemaría: la unidad de vida, expresión que aparece frecuentemente en su predicación 2 y que caracterizó su propio caminar terreno 3. Exponemos este concepto en el presente Epílogo porque sólo después de haber estudiado el conjunto de la doctrina de san Josemaría se puede captar bien su significado. En efecto, si nos fijamos en la misma expresión "unidad de vida", salta a la vista que entre los dos términos –"unidad" y "vida"– hay una relación intrínseca. A ella alude Camino diciendo que la unidad es síntoma de vida 4. La "unidad", no sólo entitativa sino dinámica, es siempre, aunque en diversos grados, característica propia de todo viviente 5; por el contrario, la muerte implica desunión y descomposición. Pues bien, al haber dividido nuestra exposición sobre la "vida" cristiana en las partes que ya conocemos –el fin último, el sujeto y el camino 6–, resulta posible mostrar toda la riqueza de la noción de "unidad de vida" en cuanto que es "unidad de fin", "unidad interior del sujeto" y "unidad en el camino de santificación". Los textos de san Josemaría acerca de la unidad de vida hacen referencia siempre a uno de estos tres aspectos. Y entre los tres componen la médula del concepto, sus manifestaciones y la vía para realizarla en la propia existencia, con la gracia de Dios y el esfuerzo personal. Las últimas palabras –"con la gracia de Dios y el esfuerzo personal"– son aquí necesarias. A nivel vegetal o animal, la "unidad de vida" significa sólo que la vida confiere unidad al ser vivo; cuando se trata, en cambio, de la vida humana consciente y libre –no sólo biológica sino moral y espiritual–, la "unidad" no es un simple hecho. Muchas personas experimentan una profunda división interior y son conscientes de lo costoso que resulta conseguir que sus acciones tengan coherencia. En el caso de la vida espiritual cristiana se trata de coherencia con la vocación personal a la santidad y al apostolado, que sólo es posible bajo el impulso del Espíritu Santo. Así como la unidad de un ser vivo es manifestación de salud, la unidad de vida cristiana revela, en un hijo de Dios, la perfección con la que posee la vida sobrenatural 7. Y así como la vida sobrenatural del cristiano –elevación de su vida humana– puede crecer, también su "unidad de vida" puede y debe intensificarse progresivamente. La expresión "unidad de vida"es relativamente nueva en la tradición cristiana. No se encuentra entre las voces de los diccionarios especializados de Teología. En el siglo XX, antes que san Josemaría, la han utilizado algunos autores para designar la unidad entre santidad y apostolado, o la coherencia entre fe y conducta, pero de modo ocasional, sin que ocupe –según parece– un lugar prominente en sus enseñanzas, como sucede en san Josemaría. Se comprende por esto que haya sido calificado de "pionero de la unidad de vida" 8. Sin emplear literalmente la expresión, el Magisterio pontificio se refiere al concepto en varios contextos a partir del beato Juan XXIII y, sobre todo, en el Concilio Vaticano II 9. Aparece, en cambio, explícitamente y es desarrollada con cierta amplitud en la Exhortación apostólica Christifideles laici, de Juan Pablo II 10. En este documento, dedicado a la vocación y misión de los laicos, Raúl Lanzetti advierte "un núcleo de convicciones esenciales en las que se verifica una estrecha afinidad" 11 con la enseñanza de san Josemaría. El concepto resulta esencial en su predicación. Según Pedro Rodríguez, la unidad de vida "es una categoría muy propia del pensamiento" 12 de san Josemaría. Pilar Río la considera como "una de las nociones-clave más ricas y características del mensaje de que es portador" 13. Para José Morales es "tema central" de su doctrina espiritual ya en Camino, donde "entiende al hombre como lugar vivo de unidad, como persona que ha de buscar siempre la unidad que inicialmente no es y que debe llegar a ser" 14. No sorprende que la mayor parte de las publicaciones teológicas sobre su enseñanza, casi la totalidad, mencionen de un modo u otro la "unidad de vida". Antonio Aranda parte de esa noción para desarrollar sus consideraciones sobre la identidad del cristiano en una sociedad secularizada 15, y José Luis Illanes la integra en su Tratado de Teología espiritual 16. Hay también estudios de notable interés que se centran directamente en el tema 17. De todos estos trabajos se puede deducir que, aunque san Josemaría no haya acuñado la expresión, ha adquirido con él una amplitud y profundidad hasta entonces desconocidas. 1. LOS TRES ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DE LA UNIDAD DE VIDA El mejor ejemplo de lo que acabamos de decir lo constituyen unas palabras de la célebre homilía pronunciada el 8 de octubre de 1967 en el campus de la Universidad de Navarra, que trazan de manera singularmente expresiva el panorama de la unidad de vida de un cristiano llamado a santificarse en medio del mundo 18. Según Pedro Rodríguez, la unidad de vida viene a ser la tesis conclusiva de la homilía 19. Este texto fundamental nos servirá de guía para los tres apartados siguientes en los que veremos los elementos constitutivos de la noción. Lo citamos ahora por extenso para que se pueda apreciar el panorama de conjunto. Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir. Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas. ¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. (...) ¿Qué son los sacramentos –huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos– sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales? (...). Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios (1Co 3, 22–23). Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor. Y para que quedara claro que –en ese movimiento– se incluía aun lo que parece más prosaico, San Pablo escribió también: ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios (1Co 10, 31). Esta doctrina de la Sagrada Escritura, que se encuentra –como sabéis– en el núcleo mismo del espíritu del Opus Dei, os ha de llevar a realizar vuestro trabajo con perfección, a amar a Dios y a los hombres al poner amor en las cosas pequeñas de vuestra jornada habitual (...). Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. (...) En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria... 20 En estas palabras se pueden descubrir los principales aspectos de la unidad de vida en la enseñanza de san Josemaría: 1º) la unidad de fin, que se realiza al dirigir todas las obras a la gloria de Dios; 2º) la unidad del sujeto, que consiste en la unidad interior entre inteligencia, voluntad y sentimientos, asentando todas las obras en el sentido de la filiación divina; 3º) la unidad del camino de la vida cristiana, que consiste en unificar todos los ámbitos de la existencia –familia, trabajo, relaciones sociales– entre sí y con la práctica de los medios de santificación (la vida de piedad, podemos decir, abreviando) y la lucha por la santidad. 1.1. UNIDAD DE FIN: "HACER TODO POR AMOR" "Los planes de Dios para el hombre –escribe Dominique Le Tourneau– son una invitación a compartir su vida intratrinitaria y, por tanto, a orientar todos sus actos hacia su fin último sobrenatural (...): la gloria de Dios" 21. La unidad de vida surge, ante todo, de esta unidad de fin: es una unidad que deriva de ese orientar todas las obras hacia Dios, según las palabras de san Pablo: "ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios" (1Co 10, 31). San Josemaría insiste una y otra vez en esta doctrina, expresándola de diversos modos. Por ejemplo, suele decir: Hacedlo todo por Amor y libremente 22. Tener unidad de vida significa actuar siempre por amor a Dios, buscando el cumplimiento de su Voluntad. Sólo el amor a Dios –el don de la caridad que el Espíritu Santo derrama en los corazones (cfr. Rm 5, 5)– tiene esta fuerza unificadora. En cambio, el egoísmo que erige el propio yo en fin supremo es incapaz de integrar toda la realidad de una vida humana 23. "El amor propio puede dar una aparente unidad a la existencia, en la medida en que todo se haga por ese amor. Pero ese fin subjetivo es incapaz de asumir toda la vida; baste pensar en aquello que contraría el amor propio –el dolor y la muerte, por ejemplo– que, en el mismo grado en que no puede integrarse hacia ese fin, impide la armonía interior de la persona. (...) El amor propio disgrega al hombre en diversas tendencias desordenadas e incoherentes hacia las realidades externas, que son incapaces de satisfacer las ansias ilimitadas de bondad que experimenta el corazón humano. Por el contrario (...), el amor a Dios es capaz de unificar la totalidad de la vida humana con sus múltiples y diversas manifestaciones" 24. Un equilibrio entre ambos es imposible, porque no pueden coexistir dos fines últimos en la intención del que obra 25. "Nadie puede servir a dos señores (...): no podéis servir a Dios y a las riquezas" (Mt 6, 24). Para San Josemaría es un principio verificable en la práctica: Tu experiencia personal –ese desabrimiento, esa inquietud, esa amargura– te hace vivir la verdad de aquellas palabras de Jesús: ¡nadie puede servir a dos señores! 26 El apartamiento del Dios verdadero es, en último término, la causa de la disgregación interior. En nuestra época, constata el Concilio Vaticano II, el hombre "siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad. Son muchísimos los que, tarados en su vida por el materialismo práctico, no quieren saber nada de la clara percepción de este dramático estado" 27. Según Alejandro Llano, "ya en el primer tercio del siglo XX, Max Weber nos ofreció la crónica anticipada de esa unidad perdida. Disipada la fe en el único Dios verdadero, lo que queda es un "politeísmo de los valores", un Olimpo neo pagano del que parten solicitaciones contrapuestas. El hombre contemporáneo se encuentra internamente desgarrado por una multiplicidad de lealtades incompatibles entre sí que, en su ruidosa carencia de armonía, sólo coinciden en excluir la fidelidad indivisible al unicum necessarium" 28. En este amor a Dios está implicado el conocimiento: un "conocimiento amoroso" que al hacerse más penetrante, sencillo y profundo, se llama contemplación y constituye, como sabemos, una cierta incoación de la visión beatífica. Esto es lo único necesario (cfr. Lc 10, 42): lo que no puede faltar en las acciones para que tengan plenitud de sentido, lo único capaz de unificar todas las obras dirigiéndolas al último fin. De ahí que el ideal de la unidad de vida no sea otra cosa que el de ser contemplativos en medio de los quehaceres de cada día tratando de descubrir, bajo la acción del Espíritu Santo, el algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes 29. San Josemaría se refiere a menudo a este vínculo entre contemplación y unidad de vida. Por ejemplo cuando, después de afirmar que la contemplación de las realidades sobrenaturales supone en esta tierra un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día 30, añade: no soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de vida, sencilla y fuerte, en la que se fundan y compenetran todas nuestras acciones 31. En general, pero especialmente en el caso de un cristiano llamado a santificarse en las actividades temporales, la unidad de vida no depende sólo de la intención de la voluntad sino también del entendimiento iluminado por la fe. La rectitud de criterio se traduce en la unidad de vida 32. "Cabeza cristiana y unidad de vida se reclaman y sostienen mutuamente" 33. San Josemaría aconseja pedir humildemente a Dios que sepamos ver todas las cosas a su luz 34 y, a la vez, poner los medios para mejorar la propia formación doctrinal y moral 35. Debemos recibir una formación tal que suscite en nuestras almas, a la hora de acometer el trabajo profesional de cada uno, el instinto y la sana inquietud de conformar esa tarea a las exigencias de la conciencia cristiana, a los imperativos divinos que deben regir en la sociedad y en las actividades de los hombres 36. Todos los fieles, y en particular los laicos, necesitan "una formación doctrinal científica –proporcionada a su situación y circunstancias, y adecuada a su condición secular– que sostenga y alimente su trato con Dios y su vida cristiana" 37. Piedad de niños, por tanto, y doctrina segura de teólogos 38, enseña san Josemaría. En realidad se trata de un binomio inseparable: el trato filial y amoroso con Dios –la verdadera "piedad de niños"– impulsa a conocerle, y la "doctrina segura" a amarle. Si recordamos de nuevo que dar gloria a Dios exige buscar que Cristo reine y edificar la Iglesia, podemos penetrar aún más en la médula de la unidad de vida. "Hacer todo por amor a Dios" siendo "contemplativos en la vida ordinaria" exige poner a Cristo "en la cumbre de todas las actividades humanas", con el fin de que Él, por la acción del Espíritu Santo, atraiga hacia sí a toda la creación. Este "omnia traham ad meipsum" (Jn 12, 32) del Redentor se realiza en el Sacrificio eucarístico, que actualiza el de la Cruz y ha de ser por tanto el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano 39. La tarea de dar unidad a la vida consiste entonces en dirigir todas las obras a la Santa Misa, para elevarlas "per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso" a la gloria de Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo. "Hacer del día una misa": he aquí el corazón de la unidad de vida del cristiano. De la vitalidad de este empeño depende la eficacia sobrenatural de todas las obras, el crecimiento en santidad personal y la pujanza del apostolado. En este centro y raíz, Santa María está presente de un modo singular 40. La unión con Cristo en la Iglesia se realiza per Mariam: por la mediación materna de la Santísima Virgen. Toda la vida "cristiana" es también "mariana". La tarea de la unidad de vida no sólo tiene a la Virgen como modelo, sino que se desarrolla por la mediación de quien es Madre nuestra en el orden de la vida sobrenatural: Mater divinae gratiae, Mater Ecclesiae 41. 1.2. UNIDAD INTERIOR RADICADA EN LA FILIACIÓN DIVINA Hacer todo por amor a Dios unifica las acciones al dirigirlas a su fin último. Pero esa unidad sería precaria si no estuvieran también unificadas las mismas potencias del alma, de las que surgen esas acciones. La conexión entre la persona y la acción 42 implica que quien obra por amor a Dios, alcanza por eso mismo una mayor unidad interior; y a su vez, la unidad interior permite y facilita la ordenación de los actos a Dios. Antonio Aranda se fija principalmente en el primer aspecto –que la ordenación de los actos a Dios genera la unidad interior– cuando escribe que "el don de la caridad, por el que la voluntad del hombre se somete libremente a Dios, origina a través de la voluntad –a la que pertenece mover las demás facultades y potencias de la persona hacia el fin– una dinámica de unidad en las operaciones del hombre. Nace así, a causa de la presencia intencional del fin sobrenatural en todo el actuar de la persona, una verdadera experiencia de unidad interior o, en otros términos, el fenómeno denominado unidad de vida por el beato Josemaría" 43. En el segundo aspecto –que la unidad interior es necesaria para ordenar todos los actos a Dios–, se fija más directamente Ana Marta González: "Al hablar de "unidad de vida" tendemos a pensar (...) en la necesidad de compatibilizar, en la práctica, las distintas dimensiones de nuestra existencia. En el orden práctico no existe una solución mágica a esta cuestión, que es la cuestión misma de la vida. Existen, eso sí, virtudes distintas que capacitan al hombre en los distintos ámbitos de su acción: y existe, sobre todo, el empeño esforzado por querer vivir todas las virtudes, sin dejar ni una. En esto reside lo que podríamos llamar la base humana de la unidad de vida, base humana que el beato Josemaría no se cansó de predicar (...). Con todo, en su predicación es igualmente claro que el hilo conductor de la "unidad de vida" es sobrenatural: el empeño de comportarse en todo momento como hijo de Dios" 44. Los dos aspectos aparecen juntos en un testimonio de Ernesto Juliá: "Josemaría Escrivá recupera la unidad constitutiva, personal y vital del ser humano, al considerarlo, y verlo siempre bajo esa luz, como verdadero hijo de Dios, llamado a vivir en cercanía de Dios, en trato de amor con Dios. A la vez, le recuerda que es la caridad la que hace posible que todos los hombres sean "uno" con Dios y entre ellos" 45. El vínculo entre estos dos aspectos –la unidad de la acción (hacer todo por amor a Dios) y la unidad interior de un hijo de Dios en Cristo– no es otro que el que existe entre santidad y perfección, como ya sabemos 46. San Josemaría se refiere con frecuencia al segundo aspecto mencionado, que es el que ahora nos interesa. La unidad de vida no es sólo unidad en la operación, sino unidad interior entre las facultades humanas: voluntad, inteligencia y sentimientos. Es unidad en la "personalidad", es decir, unidad en lo más profundo de la identidad psicológica de un hijo de Dios. Esta unidad interior brilla en Cristo, en la unidad de sus dos naturalezas y en la de su misión de Redentor, y debe reflejarse en el cristiano. San Josemaría lo expresa cuando pone en guardia del peligro de querer sustituirla con un sucedáneo: De acuerdo: debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo 47. En el Bautismo, junto con la gracia santificante, el cristiano ha recibido también una participación en el sacerdocio de Cristo. De ahí que san Josemaría caracterice la unidad interior de un hijo de Dios como unidad de alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical 48. Alma sacerdotal, porque ha de tener encendida en el alma la pasión de unir a todos con Dios y de "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1, 10); y mentalidad laical, porque ha de realizar esa misión desde dentro de las actividades temporales, con la libertad de los hijos de Dios, ejerciendo su sacerdocio a modo de fermento. La unidad interior, comenta Jorge Miras, es una realidad que remite "al misterio de la Encarnación del Verbo. Su comprensión se fundamenta, concretamente, en la consideración de dos verdades fundamentales enraizadas en este misterio: que el Verbo de Dios, al encarnarse, ha asumido todo lo humano, y que la vocación cristiana –vocación en Cristo– alcanza a toda la persona" 49. La unidad interior no es una unificación artificial y forzada, un proyecto voluntarista, sino que consiste en el desarrollo de la identificación con Cristo. En cierto modo puede aplicarse analógicamente a la unidad interior del cristiano "la fórmula con la que el Concilio de Calcedonia confesaba la unidad de las dos naturalezas, divina y humana, en la persona de Cristo: "(...) sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de las naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona" (Conc. de Calcedonia, Symb., DS 301-302)" 50. Un hijo de Dios, elevado a la participación sobrenatural en la Vida divina en Cristo, no tiene dos vidas yuxtapuestas, una humana y otra divina. Tiene una sola vida: la humana –corporal y espiritual– elevada por la gracia sobrenatural. Éste es el fundamento antropológico de la enseñanza de san Josemaría sobre la unidad de vida en cuanto unidad interior. Insiste, como hemos visto, en que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios 51. En su predicación hay una visión completa de la persona humana en el orden de la creación, como unidad sustancial de cuerpo y espíritu elevada por la gracia, que permite superar los planteamientos espiritualistas, inclinados a considerar el cuerpo como la cárcel del alma y la creación material como una amenaza para la vida del espíritu. Además, tiene en cuenta la realidad del pecado y de la Redención. El pecado ha roto la unidad originaria de las facultades del hombre (así como la unidad entre las personas y con la creación material: cfr. Gn 3, 16-19), produciendo una disgregación de la que se lamenta san Pablo: "No logro entender lo que hago; pues lo que quiero no lo hago; y en cambio lo que detesto lo hago (...). No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero (...), pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo la ley del pecado (...) ¡Infeliz de mí!..." (Rm 7, 15.19.22.24). Pero gracias a la Encarnación redentora del Hijo de Dios, el hombre que participa de su plenitud de gracia por la virtud del Espíritu Santo recibe un nuevo principio de unidad interior que sana de la disgregación, aunque permanezcan varios de sus efectos, y es elevado a una dignidad muy superior, la dignidad de hijo de Dios, a la que pertenece la plena armonía de todas las facultades: armonía de la que ya tenemos un inicio en esta tierra, por lo que el Apóstol concluye así las palabras anteriores: "¿Quién me librará de este cuerpo de muerte...? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo Señor nuestro" (Rm 7, 24.25) 52. Esa armonía o unidad entre las distintas facultades crece al compás de la vida sobrenatural. Es un don de Dios, fruto de la acción del Espíritu Santo, que se manifestará acabadamente al alcanzar la plenitud de la filiación divina en la gloria, cuando "seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como es" (1Jn, 3, 2). En esta tierra ha de madurar con la correspondencia libre del cristiano, y esta maduración consiste en adquirir progresivamente el mismo querer, pensar y sentir de Cristo. Por esto san Josemaría enseña a pedir al Paráclito y a cultivar con su ayuda el "sentido de la filiación divina", la conciencia de ser hijo de Dios en Cristo: "el mismo Cristo". El sentido de la filiación divina viene a ser como el "hilo conductor de la "unidad de vida"" 53 y su manantial inagotable. De él surge el afán de dirigir todas las acciones a la gloria del Padre, lo cual unifica interiormente al cristiano sanando las fracturas entre voluntad, razón y sentimientos. Ya vimos que la unidad originaria entre inteligencia, voluntad y sentimientos ha sido quebrantada por el pecado 54. La vida interior ha quedado expuesta a las deformaciones del "racionalismo", del "voluntarismo" y del "sentimentalismo" que, de un modo u otro, dificultan e incluso impiden la orientación de todos los actos hacia Dios. San Josemaría se refiere frecuentemente a esa ruptura interior y enseña que la lucha debe encaminarse continuamente "a reconquistar la unidad perdida, porque es combate contra la división engendrada por el pecado" 55. La armonía de nuestras facultades "está en nosotros in fieri, como poder y fuerza para alcanzarla mediante la cooperación personal, quitando los obstáculos a la gracia de Dios, negando el propio egoísmo" 56. En el apartado sucesivo nos referiremos más directamente a la lucha por la unidad de vida. "La filiación divina es el misterio que nos libera de la vanidad y de la dispersión" 57. A su vez, esa unidad entre las diversas facultades se convierte en fuente de una conducta coherente de hijo de Dios. Se instaura así una "circulación" de unidad interior sobrenatural que se reconoce por una disposición habitual, como un instinto, que nos conduce a mantener siempre –a no perder– el punto de mira sobrenatural en todas las actividades 58. El sentido de la filiación divina se manifiesta en el deseo de cumplir la Voluntad del Padre haciéndola propia por amor, libremente, como corresponde a un hijo. Del sentido de la filiación divina surge la conciencia de que la libertad es para amar a Dios y a los demás, y de que este amor a Dios y a los demás exige el dominio de las inclinaciones al amor propio desordenado. De hecho, el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas 59. Crecer en unidad interior significa, por tanto, crecer en la libertad de hijos de Dios: en la libertad que se emplea para amar a Dios "con todo el corazón y con todas las fuerzas", siendo señores de las tendencias que proceden del pecado. Este dominio sólo es efectivo y estable por el ejercicio de las virtudes. Por eso, para crecer en unidad de vida es imprescindible desarrollarlas. En primer lugar la caridad, que es la "forma" de todas las demás: la virtud que las convierte en cristianas y les confiere unidad, a semejanza de la unidad que tienen en Cristo. La caridad presupone a su vez la fe y la esperanza, y necesita de las demás virtudes para expresarse en todos los ámbitos de la vida humana. Ya lo vimos en su momento 60 pero volvámoslo a recordar: La caridad exige que se viva la justicia, la solidaridad, la responsabilidad familiar y social, la pobreza, la alegría, la castidad, la amistad... 61 Todas estas virtudes cristianas, teologales y humanas, componen la unidad interior de un hijo de Dios, reflejo de la de Cristo, "perfecto Dios y perfecto hombre". Los tres temas que hemos estudiado en la Parte II –el sentido de la filiación divina, la libertad de los hijos de Dios y las virtudes– conectan, como acabamos de ver, con la unidad de vida como distintivo interior del sujeto que busca la santidad. El sentido de la filiación divina, fundamento de esa unidad, lleva a emplear la libertad en amar a Dios y a los demás, y en practicar todas las virtudes cristianas, que unifican formalmente las facultades del sujeto que llega así a ser alter Christus, ipse Christus. 1.3. UNIDAD EN EL CAMINO DE SANTIFICACIÓN La unidad de vida es unidad de fin –hacer todo por amor a Dios– y unidad interior de la persona. Y ¿cómo se construye esa unidad en el camino de nuestra existencia? Para responder no tenemos más que remitir a los temas estudiados en esta Parte III. En efecto, la unidad de vida se forja: 1º) en las actividades familiares, profesionales y sociales, procurando no separar estos ámbitos sino viéndolos todos ellos como lugar y medio de identificación con Cristo; 2º) con la lucha diaria para llevar a cabo esta integración, porque la lucha para vivir la vida sobrenatural en todos los ámbitos de la existencia es una lucha por la unidad de vida; y 3º) empleando los medios de santificación y de apostolado, lo que exige, entre otras cosas, un "plan de vida espiritual" bien integrado en la realidad cotidiana. En estos tres temas se resume la respuesta a cómo construir la unidad de vida cristiana en la existencia diaria. A continuación hablaremos de cada uno de ellos, y luego –en el apartado sobre "Fe y vida"– de los tres en conjunto. 1º) La unidad de vida cristiana se edifica armonizando y aunando las actividades profesionales, familiares y sociales. Lejos de ser ámbitos incomunicados entre sí, deben constituir en la práctica un todo unitario, ya que integran la "vocación humana" personal que forma parte de la "vocación divina", pues Dios llama a cada uno a la santidad precisamente en el cumplimiento de esos deberes. La vocación humana –la vocación profesional, familiar y social– no se opone a la vocación sobrenatural: antes al contrario, forma parte integrante de ella 62. Ciertamente son esferas diversas por su materia, pero comunican en el sujeto que las realiza. La unidad de vida cristiana se edifica cuando se procura ordenarlas todas al mismo fin sobrenatural: la santificación y el apostolado. Jorge Miras lo sintetiza con estas palabras: "La existencia de cada persona es compleja, presenta multiplicidad de facetas; pero no se trata de una simple acumulación o amalgama de circunstancias inconexas. Son distintas, pero realmente entrelazadas, ante todo porque configuran una única vida, con un solo protagonista –una persona– que no es divisible y, además, porque todas guardan relación, cada una según su naturaleza, con el mismo fin último al que está ordenada la existencia de esa persona" 63. La quiebra de la unidad de vida que se origina cuando alguna actividad no está voluntariamente dirigida a Dios y queda al margen de las otras, puede tener lugar de diversos modos, según afecte más directamente a un ámbito u otro. Hay personas que en el medio familiar se comportan como buenos cristianos, pero resultan irreconocibles como tales en el desempeño de su actividad profesional. También puede suceder lo contrario: que en el trabajo se actúe con justicia y caridad, pero que falte generosidad, espíritu de servicio o delicadeza en el cumplimiento de los deberes familiares. Otras veces la ruptura se da cuando algunas relaciones sociales se constituyen en un "mundo aparte", aislado de la familia y de la profesión. La situación que viene a crearse ha sido descrita gráficamente por Alejandro Llano: "Cada uno de nosotros puede experimentar en su propia carne esas "vivencias de discontinuidad", que le obligan a cambiar de disfraz varias veces al día. La persona ha vuelto a adquirir su etimológico significado de "máscara", de manera que en un solo sujeto cohabitan varias personas, sin que sea fácil identificarse con ninguna de ellas" 64. No hay compartimentos estancos en nuestra vida 65, predica san Josemaría. No se refiere sólo a la separación entre piedad y vida corriente, de la que trataremos después. Se refiere también a las actividades profesionales, familiares y sociales que forman el entramado de la identificación con Cristo en la vida cotidiana. Jesús es el mismo en Nazaret y en la vida pública; cuando se halla en un banquete o se encuentra con el grupo de los más íntimos; cuando predica o cuando se retira a solas para hacer oración; cuando trabaja y cuando descansa... Él es el modelo de la unidad de vida. Más aún: su Vida es la que el cristiano ha de vivir. Ha de ser siempre el mismo: un hijo de Dios que quiere "ser Cristo" en todo contexto y circunstancia. La materia de santificación es un lienzo de fibras entretejidas, como el de las virtudes que componen la imagen de Cristo en el cristiano. En cada caso –en la familia, en el trabajo, en las relaciones sociales– se ponen en juego más derechamente unas virtudes u otras y todas se refuerzan entre sí. No se puede prescindir de una fibra sin que sufran las demás, porque la vida cristiana no consiste en practicar una o unas cuantas virtudes: es preciso luchar por adquirirlas y practicarlas todas. Cada una se entrelaza con las demás, y así, el esfuerzo por ser sinceros, nos hace justos, alegres, prudentes, serenos 66. 2º) La unidad de vida cristiana se fragua con la lucha por amor a Dios contra el pecado y sus consecuencias que disgregan al hombre en su interior, generando tensiones de diverso tipo: entre cabeza y corazón; deber y gusto; ilusiones y realidad... El Concilio Vaticano II recuerda que "el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien y, no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo" 67. Los textos de san Josemaría que hablan de este aspecto no suelen mencionar la expresión "unidad de vida" sino su contrario, la división interior. Representativo en este sentido es el extenso punto 166 de Surco que comienza con las palabras: En tu vida hay dos piezas que no encajan: la cabeza y el sentimiento 68. No habla de "unidad de vida", pero el concepto late en el fondo. En general se puede decir que, para san Josemaría, "la lucha interior es una tarea de construcción de la unidad de vida, secundando la obra de la gracia" 69. La unidad de vida depende ante todo, como hemos visto, de la intención de hacer todas las cosas por amor a Dios. No basta, sin embargo, una genérica "opción fundamental" por Dios porque, aun queriendo vivir para su gloria, la intención de la voluntad se tuerce fácilmente en las acciones concretas. La unidad de vida exige rectificar la intención, enderezarla constantemente a Dios, combatiendo el amor propio, que tiende a volverla sobre uno mismo 70. Con razón se ha escrito que la autenticidad de la decisión fundamental por Dios "se verifica en que sea capaz de transformar la vida entera en un acto ininterrumpido de humilde, respetuoso y amoroso cumplimiento de su voluntad en todas las situaciones y circunstancias" 71. Y esto no se puede realizar sin una lucha constante. A la vez, la unidad de vida se manifiesta en la misma lucha cristiana, porque esa unidad exige presentar batalla en todos los frentes que están abiertos. No cabe luchar contra el pecado en algunas circunstancias y en otras no. Admitirlo equivaldría a romper ipso facto la unidad de vida. Álvaro del Portillo ilustra este punto con un ejemplo que solía emplear san Josemaría: "Es la historia de una cuadrilla de ladrones que se dispone a penetrar en un castillo bien custodiado. Es medianoche y todo calla. Las puertas y ventanas herméticamente cerradas. Pero queda un estrecho ventanuco por el que los astutos malhechores introducen a un niño enteco que, desde dentro, abrirá cerrojos y pestillos. La aplicación moral es evidente. Basta una rendija, la concesión voluntaria a cualquier defecto, para facilitar la entrada a los enemigos mayores de nuestra alma, que acabará devastada y saqueada" 72. Desde luego, es imposible luchar en todos los campos a la vez; pero es necesario no ceder deliberadamente al pecado, ni siquiera al venial, en ningún ámbito; y es esencial no engañarse sobre los propios defectos, con la intención inconfesada de justificar ciertas caídas o de ahorrarse el esfuerzo por luchar en un determinado terreno. La lucha cristiana, aunque persiga muchos y variados objetivos, es una por su finalidad. Combatir en un punto (mediante el "examen particular", por ejemplo) no significa desentenderse de los demás. Esta unidad se hace cada vez más patente cuando se persevera en la lucha. "Inicialmente se requiere una multiplicidad de prácticas ascéticas que parecen dispersas; pero esta aparente complejidad de composición y agregación –que en realidad es siempre unitaria respecto al fin– se resuelve en una unidad más alta" 73. La lucha de los hijos de Dios es siempre un acto de amor que no se fragmenta en los distintos campos de batalla. 3º) Por último, la unidad de vida se construye empleando los medios de santificación y de apostolado de que dispone el cristiano, pues son cauce de la vida sobrenatural que comunica el Espíritu Santo: vida de amor a Dios que unifica toda la conducta. A su vez, la unidad de vida se ha de manifestar en el uso de esos medios. En relación con este último aspecto, san Josemaría recuerda que crecer en vida sobrenatural es algo muy distinto del mero ir amontonando devociones 74. No se trata de multiplicar los "ejercicios de piedad", sino de "tener piedad", vida interior de hijos de Dios. Concretamente, a propósito del "plan de vida espiritual", advierte que lo importante no consiste en hacer muchas cosas 75; y enseguida aconseja: limítate con generosidad a aquellas que puedas cumplir cada jornada, con ganas o sin ganas. Esas prácticas te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa 76. El fin es la vida contemplativa; los medios han de confluir en el fin, y no entorpecerse mutuamente ni obstaculizar el cumplimiento de los deberes humanos y su santificación. 2. "SIEMPRE CONSECUENTES CON LA FE" Los aspectos parciales de la unidad de vida en el camino de santificación que acabamos de ver son, sin duda, importantes. Con todo, san Josemaría, en lugar de detenerse en cada uno de ellos, pone el acento en otro punto que está en su raíz y de algún modo los engloba: la unidad entre la vida profesional, familiar y social, de una parte, y la vida de piedad, junto con la lucha ascética, de otra. Resumidamente podríamos decir que se trata de la unidad entre "fe y vida", como vamos a considerar a continuación. Para un fiel corriente, esta unidad tiene además sus necesarias manifestaciones externas, que veremos en segundo lugar. 2.1. FE Y VIDA El tema es recurrente en la predicación de san Josemaría y aparece de modo muy ajustado a la realidad de todos los días. "En sus coloquios informales con personas de toda procedencia y condición, le preguntaban con frecuencia cómo compatibilizar las exigencias profesionales, cada vez más perentorias, con las obligaciones familiares, los deberes cívicos y la práctica cotidiana del trato con Dios. De un modo o de otro, sus respuestas iban a parar siempre a la unidad de vida, como solución operativa ante el desconcierto y la angustia que la complejidad de la sociedad genera en hombres y mujeres sobrecargados por solicitudes aparentemente inconciliables" 77. La experiencia de divisiones en el corazón y en la conducta de muchos cristianos, la "ruptura entre la fe y la vida diaria" que el Concilio Vaticano II consideraba como "uno de los más graves errores de nuestra época" 78 y que los teólogos han descrito de varios modos 79, aparece a los ojos de san Josemaría con la radicalidad que ha adquirido a causa del proceso de secularización. El espíritu de santificación en medio del mundo que predicaba, le permitía advertir el peligro de llevar una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas 80. Esa ruptura que algunos cristianos sufren y que otros muchos asumen como algo inevitable e incluso natural, es tajantemente rechazada por san Josemaría: ¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos 81. La solución al problema de la doble vida no puede ser, para un fiel corriente, la fuga saeculi. Cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios 82, afirma con decisión. "La vida cristiana, el trato con Dios, no pueden plantearse como evasiones y ni siquiera como algo separado de la vida ordinaria" 83. La solución que propone san Josemaría es la de vivir plenamente la fe en esas "honestas realidades diarias". A la experiencia de la división en la existencia de tantos, contrapone otra experiencia, no menos real aunque menos extendida: la del hijo de Dios que ve sus ocupaciones cotidianas, semejantes a las de Jesucristo en Nazaret, como la materia de su santificación y el lugar de su misión apostólica. Se compenetran entonces en su corazón lo humano y lo divino. Las actividades profesionales, familiares y sociales, y el trato con Dios, dejan de ser dos ámbitos contiguos pero incomunicados y, entonces, esos mismos quehaceres seculares, antes deshilachados o en tensión conflictiva, adquieren, por efecto de la gracia, una unidad, armonía y belleza insospechadas. Con imagen sencilla, san Josemaría da a entender lo que sienten en lo íntimo de su ser quienes han hallado el camino de santificación en medio del mundo y se adentran resueltamente por él: En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria... 84 ¿Por qué falla en tantas personas esa unidad? Se comprende que quienes no poseen una fe viva, aunque tengan elevados ideales humanos, no puedan alcanzar la unidad con el vigor trascendente que hace posible el amor sobrenatural a Dios y a los demás. Pero ¿de dónde proviene la quiebra de la unidad de vida en el caso de los cristianos? Si se tiene presente que en el cristiano se han de unir, como en Cristo, lo humano y lo divino, se puede pensar que la ruptura de la unidad de vida se produce o por la debilidad del elemento humano o por la del elemento divino. Lo primero ocurre cuando la práctica de la fe se hace consistir únicamente en múltiples ejercicios de piedad, descuidando la búsqueda de la santidad en los quehaceres seculares. Con colores vivos describe san Josemaría esta actitud: el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino 85. El resultado es, entonces, que la doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él 86. Lo segundo acontece en el caso de quienes se entregan profusamente al cumplimiento de sus deberes humanos, pero sin poner empeño para que la fe inspire todo su obrar desde lo más profundo. Reducen su vida cristiana a un mínimo de "práctica religiosa" –unas oraciones ocasionales, la Misa dominical...– sobreañadida a las actividades profesionales y familiares, consintiendo que en sus ocupaciones diarias haya "ámbitos "neutrales" en los que la fe no influya, ámbitos de conducta humana donde la palabra de la fe no deba ser eficaz" 87. Con palabras de san Josemaría, restringen la vida de fe a un conjunto de prácticas o actos de piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente 88, sin advertir que el trato con Dios ha de penetrar la vida entera, que ha de dar sentido al trabajo, al descanso, a la amistad, a la diversión, a todo 89, porque no podemos ser hijos de Dios sólo a ratos 90: el mensaje de Cristo debe iluminar la vida íntegra de los hombres 91. El Evangelio no puede entenderse "como algo en lo que se cree sólo a nivel intelectual, sino como una verdad destinada a realizarse en la vida, dando profundidad y sentido a mil episodios diarios" 92. En los fieles laicos, "la vida de trato filial con Dios –precisamente porque es auténtica vida del Espíritu en el alma del bautizado y no mero formalismo– ha de tocar la misma sustancia de su existencia secular" 93. San Josemaría va a la raíz del problema cuando afirma que quien pretende limitar su vida cristiana al cumplimiento de unas prácticas religiosas al margen de los quehaceres familiares, profesionales o sociales, no ha comprendido todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado, que ntC10.htmhaya tomado cuerpo, alma y voz de hombre, que haya participado en nuestro destino hasta experimentar el desgarramiento supremo de la muerte. Quizá, sin querer (...) consideran a Cristo como un extraño en el ambiente de los hombres 94. Cuando no se procura que la fe penetre a fondo en los quehaceres cotidianos, la misma "práctica religiosa", ya lánguida, se hace cada vez más rutinaria y superficial, y su influjo en el trabajo y en las otras tareas se desvanece aún más. La vida cristiana entra en barrena, y sólo puede remontar el vuelo con una auténtica conversión que se traduzca en poner los medios sobrenaturales y los humanos. Ante todo los sobrenaturales, pues sólo se comprende a nivel existencial lo que significa que la fe debe hacerse vida, con sus repercusiones reales, cuando hay un sincero trato con Dios en la oración, una vida sacramental asidua y una conveniente formación cristiana, es decir, un recurso diligente a los medios sobrenaturales de santificación con un serio plan de vida, acorde a las circunstancias de cada uno. Junto a esto son necesarios también los medios humanos, de muy diverso tipo (en unos casos se tratará de cumplir cabalmente los deberes profesionales sabiendo que son Voluntad de Dios; en otros, por el lado opuesto, habrá que proponerse respetar un horario para que la dedicación al trabajo no se desborde y entorpezca, por ejemplo, la atención a los deberes familiares). Si se descuidaran voluntariamente estos medios, la unidad de vida quedaría en una quimera. En todos los ámbitos de la existencia es necesario cultivar la unidad de vida, pero san Josemaría enseña a buscarla especialmente en aquello que constituye, dentro de su doctrina, el eje de la santificación en medio del mundo: el trabajo profesional. Con los ojos puestos en Jesús como modelo, escribe: Cumplir la voluntad de Dios en el trabajo, contemplar a Dios en el trabajo, trabajar por amor a Dios y al prójimo, convertir el trabajo en medio del apostolado, dar a lo humano valor divino: ésta es la unidad de vida, sencilla y fuerte, que hemos de tener y enseñar 95. Estas palabras describen la unidad de vida como el compenetrarse de acción y contemplación. La "acción" es aquí el trabajo profesional que se convierte en oración contemplativa por el amor que descubre el quid divinum escondido en las situaciones más comunes. Lo que viene a decir san Josemaría es que contemplación y acción no sólo se unen sino que se potencian. Contemplo porque trabajo; y trabajo porque contemplo 96. Hay una "recíproca asistencia" 97 entre estas dos realidades, como dice Leonardo Polo: una compenetración que será más fuerte cuanto más sencilla sea, pues, "la fuerza de la unidad radica en la sencillez con que conjunta los aspectos de la vida" 98. Con otras palabras, caracterizar la unidad de vida de "sencilla y fuerte", como hace san Josemaría, es tanto como afirmar que la acción, si está inspirada por el amor, no sólo no estorba a la contemplación sino que la refuerza; y que la contemplación no resta eficacia a la acción –no es un éxtasis que abstrae del deber– sino que, al contrario, vigoriza el cumplimiento de todo aquello en lo que reconoce la Voluntad de Dios. En los últimos meses de su vida en esta tierra lo expresaba con las siguientes palabras: Hemos de estar (...) en el Cielo y en la tierra, siempre. No entre el Cielo y la tierra, porque somos del mundo ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! 99 "Quienes han tenido la suerte de vivir a su lado han visto realizada en su comportamiento aquella unidad de vida que predicaba con tanta pasión" 100, atestigua Álvaro del Portillo. Lo que experimentó por gracia divina, lo proponía a todos los fieles corrientes, consciente de que Dios le había confiado un mensaje que, para desplegar su fuerza renovadora, necesitaba de hombres y de mujeres que lo encarnasen en sus vidas, sin eludir el sacrificio. Unir el trabajo profesional con la lucha ascética y con la contemplación –cosa que puede parecer imposible, pero que es necesaria, para contribuir a reconciliar el mundo con Dios–, y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de santificación personal y de apostolado. ¿No es éste un ideal noble y grande, por el que vale la pena dar la vida? 101 2.2. MANIFESTACIONES EXTERNAS DE LA UNIDAD DE VIDA "No cabe separar, contraponer o compartimentar los distintos aspectos y realidades que integran la existencia del cristiano, según se consideren propios de su condición bautismal de hijo de Dios o de su condición de hombre y miembro de la sociedad de los hombres" 102, escribe Jorge Miras. La unidad de vida, si es verdadera, se manifestará en toda la conducta, concretamente en el ámbito social y público, al que queremos referirnos ahora. La condición de cristiano sólo tiene necesidad de signos materiales externos en el caso de quienes ejercen un ministerio público, como los obispos y presbíteros, y también, por otra razón, los religiosos, de los que es propio dar siempre y en todo lugar un testimonio público, oficial 103. En cambio, el cristiano corriente –que no es un religioso, que no se aparta del mundo, porque el mundo es el lugar de su encuentro con Cristo– no necesita hábito externo, ni signos distintivos 104. Consecuentemente, san Josemaría no invita a los laicos, en modo alguno, a presentarse como "oficialmente católicos" en el ambiente profesional y social o en el campo político. No se trata de representar oficial u oficiosamente a la Iglesia en la vida pública, y menos aún de servirse de la Iglesia para la propia carrera personal o para intereses de partido. Al contrario, se trata de formar con libertad las propias opiniones en todos estos asuntos temporales donde los cristianos son libres, y de asumir la responsabilidad personal de su pensamiento y de su actuación, siendo siempre consecuente con la fe que se profesa 105. Estas últimas palabras –"siendo siempre consecuente con la fe que se profesa"– son la clave de la unidad de vida en la actuación pública. No es necesario, para demostrar que se es cristiano, adornarse con un puñado de distintivos, porque el cristianismo se manifestará con sencillez en la vida de los que conocen su fe y luchan por ponerla en práctica, en el esfuerzo por portarse bien, en la alegría con que tratan las cosas de Dios, en la ilusión con que viven la caridad 106. El cristiano se ha de comportar como un "ciudadano digno del Evangelio" (Flp 1, 27). Esto no requiere ostentar un letrero postizo, un calificativo confesional 107, como acabamos de ver, pero reclama que en toda su conducta se manifieste, con naturalidad y sin ambigüedades, "la fe que obra por la caridad" (Ga 5, 6). En este sentido san Josemaría alienta: Confesad vuestra fe sin alardes de pietismo, simplemente cumpliendo vuestro deber de católicos y de trabajadores 108. Ciertamente la unidad de vida se ha de mostrar en las obras con las que se da culto público a Dios, como la participación en la Eucaristía, que no se debe esconder en circunstancias normales de libertad civil. A esto y a otros aspectos semejantes se refieren las palabras "cumpliendo vuestro deber de católicos", de la última cita. Pero la unidad de vida se tiene que reconocer también en la práctica exterior de las virtudes cristianas, ante todo en la caridad y, consiguientemente, en la alegría, en la lealtad, en el trabajo bien hecho... San Josemaría lo resume en las palabras: "confesad vuestra fe... simplemente cumpliendo vuestro deber de trabajadores", refiriéndose en concreto al ámbito del trabajo profesional por considerarlo como el eje de la santificación en medio del mundo. Es propio, pues, de los fieles laicos que la unidad de vida se trasluzca con naturalidad al cumplir su "deber de católicos y de trabajadores". Es lógico que no pase inadvertida a quienes le rodean. Lo sorprendente sería lo contrario. No os preocupe si por vuestras obras "os conocen". –Es el buen olor de Cristo. –Además, trabajando siempre exclusivamente por Él, alegraos de que se cumplan aquellas palabras de la Escritura: "Que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" 109. Y una conducta plenamente coherente con la fe, ¿no producirá jamás ningún rechazo, ningún choque, ningún problema? Sería ingenuo pensarlo. No le sucedió así al Señor, ni a los primeros cristianos, ni a cuantos han procurado identificarse con Él a lo largo de la historia. Pero, pase lo que pase, nunca le es lícito a un discípulo de Cristo negar su fe, ni siquiera ante el riesgo de perder la vida: ha de preferir el martirio 110. Sin embargo, puede haber circunstancias –por ejemplo, una violenta persecución religiosa– en las que, sin negarla, tampoco la deba pregonar. Es sabido que entre los primeros cristianos se desaprobaba la presentación espontánea ante los jueces perseguidores para sufrir martirio 111. No es necesario detenerse aquí en esas circunstancias de barbarie que impiden el ejercicio de derechos civiles fundamentales. Señalamos, en cambio, que no hemos encontrado ningún texto de san Josemaría en el que equipare esa situación de persecución abierta a las injusticias que padecen muchos cristianos consecuentes en una sociedad que, preciándose de tutelar aquellos derechos, permite que sufran perjuicios a causa de su fe por parte de personas y grupos hostiles a la Iglesia, e incluso de gobernantes que abusan de su oficio. En estos casos, san Josemaría invita a no ocultar la fe ante la presión del ambiente, ni por vergüenza ni por temor a sufrir consecuencias negativas en el trabajo profesional o en la vida social. Al contrario, exhorta a seguir empeñándose para que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social 112. "Todo el capítulo "Ciudadanía" de Surco es una orientación clara de cómo debe actuar el ciudadano de las "dos ciudades" sin que se produzca una ruptura, ni interna del hombre en su actuación sobre el mundo, ni externa, en el resultado de la actuación misma, ya que no se puede separar la religión de la vida, ni en el penntC10.htmsamiento, ni en la realidad cotidiana" 113. Naturalmente, tampoco hay que comportarse de un modo incauto, impropio de la prudencia cristiana, como el que anota en Surco: No querías creerlo, pero has tenido que rendirte a la evidencia, a costa tuya: aquellas afirmaciones que pronunciaste sencillamente y con sano sentido católico, las han retorcido con malicia los enemigos de la fe. Es verdad, "hemos de ser cándidos como las palomas..., y prudentes como las serpientes". No hables a destiempo ni fuera de lugar 114. "A todo el que me confiese delante de los hombres, también yo le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Pero al que me niegue delante de los hombres, también yo le negaré delante de mi Padre que está en los cielos" (Mt 10, 32-33). "Quien se avergüence de mí y de mis palabras, de él se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria" (Lc 9, 26). Siguiendo estas enseñanzas del Señor, san Josemaría anima a ser coherentes: Tengamos la valentía de vivir pública y constantemente conforme a nuestra santa fe 115. Habéis de tener la valentía, que en ocasiones no será poca, dadas las circunstancias de los tiempos, de hacer presente –tangible, diré mejor– vuestra fe: que vean vuestras obras buenas y el motivo de vuestras obras, aun cuando venga a veces la crítica y la contradicción de unos y de otros 116. Lo exige la unidad de vida. La identidad cristiana ha de resultar reconocible, con mayor razón, en una sociedad en la que predomine el materialismo y el hedonismo. Si pasara inadvertida, podría ser que se estuviera diluyendo esa identidad al mimetizarse con el ambiente, y que se acabara una doble vida: tal vez por cobardía, o por admitir la idea de que la fe es algo "privado", en el sentido de que debe quedar al margen de la actuación pública para no condicionar a los demás con las propias "convicciones religiosas" (entre comillas porque actualmente, como se sabe, es frecuente llamar así a ciertas exigencias de la ley natural que la razón humana puede alcanzar, simplemente porque el cristiano las conoce también por la fe 117). Pero ni la fe cristiana es algo solamente privado, sin consecuencias sociales, ni vivirla coherentemente implica pretender imponerla a los demás. Más aún: exigencia de la fe cristiana es precisamente el amor a la libertad. Cualquier pretensión de imponerla con la fuerza o el engaño, es incompatible con el respeto a la libertad que reclama la dignidad humana y la de hijos adoptivos de Dios por la gracia. Cuando hablamos de unidad de vida en la actuación "pública" no nos referimos sólo a la actuación "política", campo de las relaciones con el Estado. Estamos pensando, más en general, en la conducta externa y social del cristiano, es decir, en la dimensión exterior –"pública"– de su vida profesional, social y familiar. Si tuviéramos que hablar específicamente de la unidad de vida en las relaciones con el Estado sería necesario distinguir al menos entre dos supuestos: el de un "Estado laico" y el de un "Estado laicista". El primero, tal como lo entendemos aquí, responde –con términos de Martin Rhonheimer– a un "concepto político de laicidad" 118 que justamente excluye de la esfera política y jurídica toda pretensión de dirigir la vida religiosa de los ciudadanos mediante normas referentes a la verdad religiosa; el segundo, en cambio, responde a un "concepto "integrista" de laicidad" 119 que niega relevancia pública a la religión y pretende que la actuación del Estado haga abstracción de toda referencia religiosa, olvidando que "la autoridad civil, cuyo fin propio es velar por el bien común temporal, debe reconocer la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla" 120. En ambos contextos la unidad de vida reclama obrar públicamente de acuerdo con la fe, pero las manifestaciones son diversas: – En el primer supuesto el cristiano dispone de la libertad necesaria para realizar su vocación y misión divinas, lo cual implica que ha de contribuir a la formación de estructuras y de costumbres –instituta et mores 121– conformes a la dignidad de la persona humana y, por tanto, acordes con la ley natural 122. Nada hay en ese marco que le impida obrar de acuerdo con su fe, nada que impida la manifestación exterior de la unidad de vida, aunque habrá siempre cierta "tensión", análoga a la que existe entre el fermento y la masa, porque la calidad de esas instituciones y costumbres depende de la rectitud moral de las personas, que siempre puede mejorar y el cristiano debe procurar que mejore con su ejemplo, su palabra y su acción. – El segundo supuesto constituye, por el contrario, un cuadro de injusta coacción más o menos pronunciada y visible. El cristiano no ha de conformarse con esta situación impropia de la dignidad humana. Su unidad de vida se manifestará en el esfuerzo para cambiarla, por los cauces que le ofrezca la convivencia civil: argumentando, procurando convencer, apelando a la defensa de la libertad... Este esfuerzo no mira en modo alguno al extremo opuesto del "integrismo político-laicista" que sería el "integrismo político-religioso", caracterizado por una confusión de estos dos ámbitos de la vida pública que vulnera el derecho a la libertad religiosa y también la libertad política. El ideal de la "unidad de vida" que enseña san Josemaría nada tiene que ver con ningún integrismo político. Es una aspiración a la integridad en la conducta personal, en el sentido que venimos señalando. La unidad de vida, como escribe Rhonheimer, "no es un programa político sino espiritual (...). Se trata de la afirmación de que la fe debe iluminar todos los pasos del hombre en esta tierra, también su compromiso en la ciudad terrena" 123. Lo anterior puede ayudar a calibrar el significado de un punto de Camino que defiende la unidad de vida en la conducta pública: Aconfesionalismo. Neutralidad. –Viejos mitos que intentan siempre remozarse. ¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar de ser católico, al entrar en la Universidad o en la Asociación profesional o en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como quien deja el sombrero en la puerta? 124 El sentido de estas palabras no es "institucional" sino "personal": san Josemaría no aboga por la confesionalidad católica de las instituciones públicas, sino por la unidad de vida del cristiano que participa en ellas y de todo fiel en la sociedad. Al hablar de "viejos mitos" se refiere presumiblemente a la idea de que los católicos tratan de imponer a los demás la propia fe religiosa pretendiendo que las instituciones de la sociedad civil sean confesionales. Sin entrar en la interpretación de los hechos históricos relacionados con ese "mito" 125, nos limitamos a decir que, en la actualidad, después de la Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II, no hay espacio para remozarlo. El cristiano no necesita estructuras confesionales sino estructuras justas que respeten la dignidad y la libertad de todos. ¿Por qué tendría que llevar una doble vida –católico en privado, sin religión en público–, por qué debería presentarse en la sociedad como "aconfesional" y como "neutral", si precisamente su condición de cristiano le impulsa a promover la libertad en la sociedad? Con razón san Josemaría exhorta a los fieles, como ya hemos visto, a "vivir pública y constantemente conforme a la fe". Ese comportamiento fomenta la libertad que, para él, es nada menos que la clave de la mentalidad laical 126, característica propia, junto con el alma sacerdotal, de la personalidad cristiana de los hijos de Dios. En suma, comentando las palabras de Jesús: "Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios" (Mt 22, 21), escribe: No hay –no existe– una contraposición entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste. También aquí se manifiesta esa unidad de vida que –no me cansaré de repetirlo– es una condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales. Jesús no admite esa división: ninguno puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o si se sujeta al primero, mirará con desdén al segundo (Mt 6, 24). La elección exclusiva que de Dios hace un cristiano, cuando responde con plenitud a su llamada, le empuja a dirigir todo al Señor y, al mismo tiempo, a dar también al prójimo todo lo que en justicia le corresponde 127. Consciente de la eficacia apostólica de este modo de obrar, comenta en otro lugar que si los cristianos viviéramos de veras conforme a nuestra fe, se produciría la más grande revolución de todos los tiempos 128. 2.3. "INSTRUMENTOS DE UNIDAD" La "unidad de vida" nos ha servido para recapitular el espíritu que Dios hizo ver a san Josemaría el 2 de octubre de 1928. Es unidad de fin y unidad interior que se realiza en el camino de santificación en medio del mundo. Esa unidad de vida sobrenatural refleja de algún modo la Unidad de Dios en la Trinidad de Personas: el misterio de la Vida íntima divina, en el que el cristiano participa como hijo de Dios en Cristo, por el Espíritu Santo. Refleja también el misterio de la Encarnación del Hijo que une en su Persona la naturaleza divina y la humana, para cumplir la misión redentora que el Padre le ha confiado, pues el cristiano ha de unir asimismo lo humano y lo divino, y no ha de separar la santidad personal del cumplimiento de su misión apostólica que tiene como horizonte la unión de todos los hombres con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y la ordenación de las realidades temporales a su gloria. "Ut omnes unum sint...: que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad" (Jn 17, 21-23). Para realizar este designio, el Padre y el Hijo han enviado al mundo al Espíritu Santo, su Don mutuo, vínculo de Amor subsistente. Gracias a este envío, los hijos de Dios podemos tener una unidad de vida que es participación de la trascendente unidad de las Personas divinas. Y esta unidad de vida es, a su vez, generadora de unidad entre los hombres, en la Iglesia y en el mundo. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida; y consummati in unum (Jn 17, 23), hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres lo que San Agustín afirma de la Eucaristía: signo de unidad, vínculo del Amor 129. Los hijos de Dios han de comportarse –¡siempre!– como instrumentos de unidad 130. Han de procurar con todas sus fuerzas que haya unidad y paz entre los que, por ser hijos del mismo Padre Dios, son hermanos 131. Están llamados a colaborar humildemente, pero fervorosamente, en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que ha desordenado el hombre pecador, de llevar a su fin lo que se descamina, de restablecer la divina concordia de todo lo creado 132. Para llevarlo a cabo, han de dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él 133. El encargo de edificar la unidad, recibido del mismo Cristo, se ha de cumplir en primer lugar dentro de la misma Iglesia. Pide a Dios que en la Iglesia Santa, nuestra Madre, los corazones de todos, como en la primitiva cristiandad, sean un mismo corazón, para que hasta el final de los siglos se cumplan de verdad las palabras de la Escritura: "multitudinis autem credentium erat cor unum et anima una" –la multitud de los fieles tenía un solo corazón y una sola alma 134. Esta unidad es necesaria "para que el mundo crea" (Jn 17, 21). Por eso san Josemaría no deja de rezar por la "unidad en el apostolado" y de insistir en que sin ella no puede haber fruto: Si trabajan por su cuenta, sin unidad con la Iglesia, sin la Iglesia, ¿qué eficacia tendrá ese apostolado?: ¡ninguna! 135 Al mismo tiempo recuerda siempre –es un rasgo característico de su predicación– que los hijos de Dios han de valorar positivamente la existencia, también entre los católicos, de un auténtico pluralismo de criterio y de opinión en las cosas dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres 136. La unidad de vida es un don y una tarea. Ante todo, un don de Dios: el don de la vida sobrenatural infundida por el Espíritu Santo que, al perfeccionar y elevar la vida natural de la persona, otorga una nueva y más profunda unidad, una nueva "vitalidad" en Cristo. Pero ese don es como una semilla que se ha de cultivar día a día. La unidad de vida está sólo incoada y se encuentra bajo la amenaza de muchos adversarios. Por eso es también tarea: ha de crecer, desplegarse y consolidarse, ser defendida en las pruebas que se presenten, y recuperada si ha sufrido quiebra. La maduración de este don exige esfuerzo, un esfuerzo de continua correspondencia libre a la acción del Espíritu Santo, a lo largo de toda la vida. Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios 137. San Josemaría habla de que "hay" y de que "tiene que ser". El don pide la tarea: "la unidad de vida no se realiza de modo automático, sino que es necesario conquistarla" 138. Hay que perseguirla "como meta, como empeño, sin esperar a que llegue como simple consecuencia de la vida sobrenatural (...). La vida sobrenatural produce unidad de vida, pero el empeño directo por la unidad es condición esencial del crecimiento en vida sobrenatural" 139. La primacía corresponde siempre al don. El cristiano tiene que abrirse con docilidad a la acción del Espíritu Santo que mueve suavemente la libertad, por mediación de María "modelo y principio de unidad de vida" 140. Principales abreviaturas – De algunas obras de san Josemaría, por orden alfabético: Amigos de Dios: J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, Rialp, 34ª ed., Madrid 2009. Camino: J. Escrivá de Balaguer, Camino, Rialp, 84ª ed., Madrid 2010. Conversaciones: J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, 21ª ed., Rialp, Madrid 2003. Es Cristo que pasa: J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Rialp, 42ª ed., Madrid 2007. Forja: J. Escrivá de Balaguer, Forja, Rialp, 16ª ed., Madrid 2010. Santo Rosario: J. Escrivá de Balaguer, Santo Rosario, Rialp, 51ª ed., Madrid 2008. Surco: J. Escrivá de Balaguer, Surco, Rialp, 24ª ed., Madrid 2010. Via Crucis: J. Escrivá de Balaguer, Via Crucis, Rialp, 35ª ed., Madrid 2010. – Otras abreviaturas: AAS: Acta Apostolicae Sedis ASS: Acta Sanctae Sedis AGP: Archivo General de la Prelatura del Opus Dei CEC: Catechismus Ecclesiae Catholicae (Editio typica, 1997) CIC: Codex Iuris Canonici DS: H. Denzinger – A. Schönmetzer (eds.), Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Herder 1976 PG: J.P. Migne (ed.), Patrologiae Cursus completus. Series Graeca, Paris 1857-1886 PL: J.P. Migne (ed.), Patrologiae Cursus completus. Series Latina, Paris 1844-1890 P01, P02, etc.: Colecciones de documentos impresos (secciones dentro del AGP) S.Th.: Summa Theologiae ZNW: Zeitschrift für die neutestamentliche Wissenschaft Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría INTRODUCCIÓN GENERAL Objeto de este estudio Método Fuentes del estudio Lugares de la enseñanza de san Josemaría Esquema Índice general INTRODUCCIÓN GENERAL El 6 de octubre de 2002, ante una multitud de los cinco continentes reunida en la Plaza de San Pedro, el Papa Juan Pablo II, de feliz memoria, proclamó santo a Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Al día siguiente, en su discurso a los fieles que daban gracias por la canonización, el Romano Pontífice condensó el significado histórico de la figura del nuevo santo con estas palabras: Fue elegido por Dios para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Se podría decir que fue el santo de lo ordinario 1. Con este título –el santo de lo ordinario– designó el Pontífice la misión a la que san Josemaría había dedicado generosamente su vida: llevar al mundo la verdad –a la vez sencilla y trascendental– de que todos están llamados a la santidad y de que es posible alcanzarla en la vida corriente. Así lo expresaba en su predicación: Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa –homo peccator sum (Lc 5, 8), decimos con Pedro–, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo 2. Objeto de este estudio La llamada universal a la santidad es una verdad del acervo doctrinal de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha hecho resonar con fuerza en época reciente. San Josemaría se encuentra entre los autores que anticipan y preparan ese anuncio solemne, calificado por Pablo VI como el elemento más característico del entero magisterio conciliar y, por así decir, su fin último 3. Enseña a responder a esa llamada en la vida cotidiana, desplegando una doctrina espiritual amplia y coherente que abre un camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano 4. Ofrece un espíritu de santificación en medio del mundo que se proyecta sobre todos los ámbitos de la vida. Por la unidad de su mensaje, más que de enseñanzas de san Josemaría, hablaremos con frecuencia de enseñanza, en singular. Exponer teológicamente esa enseñanza es la finalidad del presente libro. Para aclarar mejor el objeto de nuestro estudio, hemos de referirnos a una fecha clave, el 2 de octubre de 1928, en la que tiene origen el mensaje de san Josemaría y la institución que funda, el Opus Dei. Era entonces un sacerdote de veintiséis años que estaba haciendo unos días de retiro espiritual en Madrid. De improviso Dios le hizo ver –es el término que empleará siempre– el inmenso panorama de la santificación en medio del mundo que había de difundir, con un espíritu específico. Fue entonces cuando vino al mundo el Opus Dei 5. Ambas realidades –el espíritu que recibe (o el "mensaje", en cuanto que lo predica) y la institución que funda– están intrínsecamente unidas, pero se pueden distinguir en el trabajo teológico. Aquí las distinguiremos porque nos vamos a ocupar sólo del espíritu, no de la institución. No hablaremos del Opus Dei, de su vida y de su organización, ni tampoco de su configuración jurídica como prelatura personal. Para estas cuestiones remitimos a la bibliografía sobre el tema 6. El estudio que ofrecemos tiene su origen en los cursos impartidos en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz y en otras sedes. Al igual que esos cursos, se dirige a quienes estén interesados en profundizar teológicamente en la enseñanza de san Josemaría, conozcan o no la realidad del Opus Dei. Si las referencias al Opus Dei en los textos sobre los que trabajamos son frecuentes, no es porque se apliquen sólo a sus miembros –salvo, lógicamente, cuando se trata de aspectos específicos de la institución–, sino porque san Josemaría suele dirigirse a ellos cuando predica o escribe, pues son los fieles que tiene delante. Y al ser cristianos comunes, lo que les dice a ellos lo dice a cualquier fiel que quiera buscar la santificación en medio del mundo. Pedro Rodríguez, autor de la edición crítico-histórica de Camino, ofrece un dato que certifica esa extensión de su enseñanza: cuando san Josemaría decide publicar las consideraciones que previamente ha hecho a los fieles del Opus Dei, como sucede con bastantes puntos de Camino, no tiene necesidad de cambiar el contenido, le bastan pequeños retoques de redacción para extender a todos lo que antes había dicho a unos pocos 7. Método En cuanto al método que seguiremos, sería suficiente decir que el presente trabajo es un estudio de Teología espiritual, si hubiera común acuerdo sobre las características de esta parte de la Teología. Pero no es así. Prácticamente sólo hay unanimidad en afirmar que la Teología espiritual se ocupa de la "vida espiritual" –o sea, de la vida del cristiano que busca la santidad 8– y en que tiene muy en cuenta las enseñanzas de los santos. Por lo demás hay posiciones diversas que surgen de los distintos modos de entender sus relaciones con la Teología dogmática y con la moral, partes de la Teología que también se ocupan de la vida cristiana, pero de otras maneras. Por eso conviene señalar cómo entendemos estas relaciones, para aclarar nuestra metodología. No nos detenemos en la evolución histórica de la Teología espiritual 9 ni en el debate actual 10. Expondremos simplemente nuestro propio planteamiento, que se puede enunciar así: la Teología espiritual presupone tanto la Teología dogmática como la Teología moral; además, prolonga y completa a esta última en algunos aspectos, sirviéndose especialmente de las enseñanzas de los santos. Decimos que presupone la Dogmática porque todo lo que esa rama teológica estudia tiene significado para la vida espiritual. Ningún aspecto del dogma carece de repercusión práctica en la existencia cristiana. Sin embargo, Teología dogmática y Teología espiritual no se identifican. La primera es una ciencia especulativa que se ocupa de las verdades de la fe en sí mismas; la segunda es una ciencia práctica, que estudia la vida cristiana según esas verdades, y lo hace –tal como lo entendemos aquí– desde la perspectiva de la persona que desea vivir de acuerdo con la fe, o sea, la "perspectiva de la primera persona" que, según autores recientes, emplea la Teología moral 11. Tenemos así dos elementos de la Teología espiritual: la base de la Dogmática y la perspectiva de la Moral. Este planteamiento nos llevará a indicar en cada tema, en primer lugar, los fundamentos doctrinales (con más o menos detalle, según los casos) y a exponer después la vida espiritual apoyada en esa base, desde la perspectiva de la primera persona. Si se trata, por ejemplo, de la gloria de Dios como fin último de la vida cristiana, veremos primero qué se entiende en Teología dogmática por "gloria de Dios", y pasaremos a continuación a lo que realmente nos interesa: en qué consiste el acto de "dar gloria a Dios". Lo anterior no basta para caracterizar la Teología espiritual. Hay que señalar también el lugar peculiar que ocupan las enseñanzas de los santos en esta disciplina. Para decirlo sintéticamente conviene recordar que la Teología espiritual presupone, además de la dogmática, también la Teología moral, a la que, como hemos dicho, prolonga y completa 12. La prolonga, pues está en su misma línea, en cuanto ciencia práctica que emplea la perspectiva de la primera persona, aunque la prolonga sólo en algunos aspectos, porque se ocupa únicamente del desarrollo de la vida sobrenatural, que supone el "estado de gracia", mientras que la Teología moral trata también otros temas, como puede verse en cualquier manual 13. Además –y es lo que nos interesa subrayar especialmente– la completa, porque se apoya en sus adquisiciones sobre la vida del cristiano que busca la santidad, pero considera que la santidad se alcanza por caminos diversos y, para mostrarlos, recurre a la experiencia de los santos. Lo precisamos algo más a continuación. La Teología espiritual, como parte de la Teología, estudia la vida cristiana avanzando por el surco de la reflexión creyente a partir de la Sagrada Escritura y de la Tradición, pero además ve plasmada esa vida en las enseñanzas de los santos, particularmente las de los grandes maestros de vida espiritual. En esas "enseñanzas de los santos" se incluyen las que proceden de su experiencia cristiana, reconocida por la Iglesia como fruto de la acción del Paráclito en sus almas (por ejemplo, las de santa Teresa de Jesús o de santa Teresa de Lisieux, Doctoras de la Iglesia), no sólo las que derivan de una elaboración racional de la Revelación (como, por ejemplo, bastantes enseñanzas de santo Tomás de Aquino). Si las primeras son de importancia para toda la Teología –no hay que olvidar que en los santos, Dios mismo nos habla 14–, para la Teología espiritual constituyen un "lugar teológico" privilegiado que le permite profundizar en las fuentes de la Revelación y caracteriza su propio estatuto científico 15. En nuestro estudio, este enfoque se manifestará en el intento constante de mostrar que las enseñanzas de la Revelación sobre la vida cristiana son vistas por san Josemaría con una luz nueva, la del 2 de octubre de 1928. Suele decir que su mensaje es viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo 16. Su enseñanza es, efectivamente, puro anuncio del Evangelio, sin añadir nada. Pero el Espíritu Santo le ha hecho contemplar tan vivamente una verdad contenida en el mismo Evangelio, que aparece nueva por su brillo: la llamada de los cristianos corrientes a santificarse en la vida ordinaria, santificando el mundo desde dentro. Fuentes del estudio En estrecha relación con el método se encuentra la cuestión de las fuentes de nuestro estudio. En sentido estricto son las mismas que las de toda la Teología: la Palabra de Dios escrita y transmitida en la Iglesia, o sea, la Sagrada Escritura, la Tradición viva y el Magisterio. Además, al ser objeto de nuestro estudio la enseñanza de san Josemaría, hemos de indicar también dónde encontramos su doctrina 17. Esto último lo haremos en el apartado siguiente. En relación con lo primero es obligado indicar someramente qué textos y ediciones empleamos. Para la Sagrada Escritura, nos servimos de la Nova Vulgata (editio typica altera, 1986) y de traducciones recientes al castellano basadas en los originales en griego o en hebreo 18. San Josemaría, en cambio, empleaba la Vulgata y las traducciones castellanas usuales en su época 19. Cuando sea el caso, haremos notar las diferencias, si afectan a esos textos. En cuanto a la Patrística, san Josemaría suele remitir a la edición de Migne cuando cita en latín; los pasajes proceden a veces del Oficio divino que, además de rezar diariamente con devoción, era alimento de su vida interior; también tenía a mano selecciones de textos de Padres de la Iglesia y obras de Patrología 20; desconocemos, en cambio, la fuente de sus traducciones al castellano (si es que no traduce él mismo). Por nuestra parte, indicamos a pie de página la edición de los textos patrísticos que empleamos cuando se reproduce el original griego o latino; si citamos en castellano, señalamos sólo el autor y la obra. Por lo que se refiere al Magisterio de la Iglesia, san Josemaría emplea de ordinario el Enchiridion symbolorum de H. Denzinger, tanto las ediciones anteriores a 1963 como las posteriores refundidas por A. Schönmetzer. Nosotros nos servimos siempre de esta última. Cuando hayamos de citar la doctrina del Magisterio como marco del mensaje de san Josemaría, usaremos textos anteriores o contemporáneos a su predicación, lo que no nos impedirá recurrir a veces al Catecismo de la Iglesia Católica (en la traducción de la edición típica latina de 1997), si se trata sólo de recordar la doctrina común o las fórmulas usuales, bien conocidas por san Josemaría. Algunas veces expresaremos la enseñanza teológica tradicional con sus propias palabras, para mostrar así cómo asume los datos de la tradición, ya que también en esos modos de exponer se reconoce el espíritu que transmite. Lugares de la enseñanza de san Josemaría Pasemos ahora a indicar dónde encontramos las enseñanzas de san Josemaría: en sus escritos, en su predicación oral y en el ejemplo de su vida. En primer lugar, sus escritos. Actualmente está publicada sólo una parte 21 y se trabaja en la edición crítica de las obras completas 22. En nuestro estudio hemos utilizado todas las obras publicadas y también hemos podido consultar en el Archivo General de la Prelatura del Opus Dei (AGP) las inéditas, en especial todas las que san Josemaría dedica a transmitir su enseñanza espiritual, como las Instrucciones y las Cartas 23. Una observación sobre el modo de citar las Cartas: el lector verá que en las referencias la fecha forma parte del título (por ejemplo: "Carta 24-III-1930"). El motivo se desprende de cuanto expone y documenta José Luis Illanes en el artículo que acabamos de mencionar en nota. Citando los Apuntes íntimos de san Josemaría, Illanes muestra que en los primeros años de la década de 1930 proyectaba escribir meditaciones, cartas, etc., a fin de que perduren las ideas sembradas en aquellos ejercicios y pláticas y en conversaciones particulares 24. Con este afán procedió a anotar ideas y a esbozar posibles esquemas 25. En muchos casos se trataba de fichas o de guiones; en otros, de documentos incoados o comenzados pero todavía no llevados a término 26. Las vicisitudes históricas de los años treinta y cuarenta no le permitieron realizar por entero este proyecto, aunque sí una parte importante: la redacción de varias Instrucciones. El resto debió esperar hasta que fuera posible retomar los papeles antiguos. San Josemaría se ocupó de dar forma definitiva a las Cartas hacia finales de los años 50, para concluir esa labor en torno al año 1965. La fecha de cada Carta corresponde, así, al determinado momento en que el fundador del Opus Dei proyectó su contenido esencial, con ideas consideradas, predicadas o apuntadas de ese tiempo. De ahí la opción de incluir esa fecha en el título para designar cada Carta. En segundo lugar, citamos con frecuencia su predicación oral –homilías, meditaciones, charlas de formación y conversaciones familiares o tertulias–, recogida en apuntes manuscritos, o grabada en soporte magnético o filmada (como es el caso de algunas tertulias a partir de 1970) 27. Una parte de su predicación ha sido editada de modo provisional para uso de los fieles del Opus Dei. La mayoría de las citas de la predicación que aparecen en nuestro estudio, provienen de esas publicaciones. Se identifican por su clasificación en el AGP. Es evidente que no todos esos documentos tienen igual valor. Nuestra exposición de la enseñanza de san Josemaría se basa sustancialmente en las obras publicadas y en las Instrucciones y Cartas. Los textos de la predicación oral nos sirven generalmente sólo para documentar diversos modos de decir o para ilustrar las ideas contenidas en esos escritos de carácter principal. Hemos de advertir que gran parte de las citas de obras todavía inéditas o de la predicación oral de san Josemaría han sido ya precedentemente publicadas en biografías y ensayos aparecidos a partir de su fallecimiento en 1975 28. Al integrar este abundante material, que circula desde hace años, en la exposición sistemática que presentamos, es posible –así lo esperamos– que aparezca con más claridad el valor de esos textos. Después de esta somera descripción de los escritos y de la predicación de san Josemaría, hemos de advertir –antes de hablar del ejemplo de vida como "lugar" donde se comprende su enseñanza, según anunciábamos antes– que en nuestro estudio consideraremos todos sus escritos como un "corpus" único de doctrina elaborado entre 1930 y 1975, prescindiendo de la datación precisa de cada uno de ellos. Como el lector percibirá al leer los numerosos textos de san Josemaría que citaremos, hay una gran unidad en su enseñanza desde los primeros escritos de los años 30, como Consideraciones espirituales (precedente de Camino) y Santo Rosario, hasta los últimos de 1975. Es fácil advertir que en todo ese arco de tiempo no buscó otra cosa que predicar un mismo espíritu de vida cristiana, como testimonian concordemente quienes le han escuchado a lo largo de varios decenios 29. Con los años –comenta José Luis Illanes–, el Señor le comunicó luces nuevas y la experiencia vivida le ayudó a profundizar en la inspiración entonces recibida [en 1928], percibiendo nuevas facetas y alcanzando formas de expresión que contribuyeron a perfilar cada vez con más nitidez el espíritu y el apostolado del Opus Dei. Pero todos esos desarrollos se retrotraen al 2 de octubre de 1928 y encuentran en él su encaje 30. Se comprende así que expresiones del tipo: "Desde 1928 vengo predicando...", sean frecuentes en san Josemaría. Los motivos aducidos nos parecen suficientes para sostener la opción de llevar a cabo un estudio sincrónico que considere el conjunto de su mensaje como quid unum. Tal opción se traducirá en que, para exponer su pensamiento sobre un determinado punto, con frecuencia, aduciremos textos de épocas diversas. Retomando la descripción de los lugares donde encontramos la enseñanza de san Josemaría, nos queda decir, después de habernos referido a los escritos y a la predicación, que su mensaje se trasparenta también en el ejemplo de su vida santa. Desde que le conocí, en Madrid, en 1935 –afirma Álvaro del Portillo, que permaneció cuarenta años a su lado–, tuve la impresión de estar delante de un hombre de Dios, con un amor que rebosaba celo ardiente por las almas 31. Su existencia estuvo sellada por el empeño de encarnar lo que había recibido y predicaba. Hasta en las circunstancias más pequeñas de su vida se refleja fielmente el espíritu del Opus Dei 32, ha escrito su segundo sucesor, Mons. Javier Echevarría. Y en un estudio teológico, Antonio Aranda escribe que la doctrina espiritual, ascética, jurídica y teológica del fundador del Opus Dei constituye una unidad indivisible con su biografía 33, de modo que su enseñanza ha quedado plasmada no sólo en forma doctrinal, sino también desde el principio a través del testimonio de su propia vida 34. De ahí el interés de conocerla para profundizar en su mensaje. Las biografías sobre san Josemaría son ya numerosas 35 y mucho más los relatos parciales sobre algunas épocas o aspectos diversos de su figura histórica 36. También hay que mencionar la abundante documentación procedente de los testigos que declararon en la Causa de canonización 37. Hubiéramos deseado hacer un amplio uso de este material, pero hemos tenido que ceñirnos casi siempre, por razones de espacio, al estudio de los escritos y de la predicación. Lo mucho que omitimos queda como tarea para el futuro, y como tarea necesaria, si se quiere dar una idea cabal del espíritu que san Josemaría transmite. Valga un ejemplo referido a su enseñanza sobre la alegría y el buen humor. Predica "virtudes alegres", lo más opuesto a cualquier visión sombría del cristianismo: De lejos viene el empeño diabólico de los enemigos de Cristo, que no se cansan de murmurar que la gente entregada a Dios es de la "encapotada". Y, desgraciadamente, algunos de los que quieren ser "buenos" les hacen eco, con sus "virtudes tristes". –Te damos gracias, Señor, porque has querido contar con nuestras vidas, dichosamente alegres, para borrar esa falsa caricatura 38. ¿Cómo exponer a fondo esta enseñanza sin acudir a su ejemplo? Palabras como estas reclaman una explicación de la vida de la que manan. No es cuestión de amenizar la doctrina con anécdotas, sino de llevar a cabo una reflexión sobre su experiencia cristiana –la heroica correspondencia a la gracia– que ayude a comprender los diversos puntos del mensaje 39. Pero esta tarea supera los límites del presente trabajo. Esquema Concluimos esta Introducción refiriéndonos al esquema que hemos seguido. El libro comienza con una Parte preliminar dirigida a contextualizar histórica y doctrinalmente la enseñanza de san Josemaría. Se describen, a modo de esbozo, las fases que atraviesa la conciencia de la vocación de los laicos a lo largo de la historia y se sitúa su mensaje en este proceso. Se pone así de manifiesto cómo su doctrina hunde las raíces en la tradición cristiana y se relaciona con la contemporánea teología del laicado, proponiendo una enseñanza de validez permanente acerca de la santificación del trabajo profesional y de la vida ordinaria en medio del mundo. A continuación de este apartado histórico-teológico, se traza un marco conceptual de las nociones que están en la base de su enseñanza. Por último, se indican los destinatarios de ese mensaje, asunto de gran interés para entender su alcance, en parte universal y en parte circunscrito a laicos y sacerdotes seculares. En este lugar se trata de la llamada universal a la santidad –tema constante en la predicación en san Josemaría– y de la unidad y diversidad de vocaciones y misiones en la Iglesia, con especial referencia a la santificación del mundo desde dentro, en y a través de los quehaceres profesionales, familiares y sociales. Después de la Parte preliminar nos adentramos en la exposición sistemática de la enseñanza de san Josemaría. Como premisa conviene volver sobre una observación señalada al principio de estas líneas: la predicación de san Josemaría abarca el conjunto de la vida cristiana de un fiel corriente, no sólo algunos aspectos; se trata, como decíamos, de un espíritu de vida cristiana, no de un conjunto de enseñanzas dispersas. Estudiar globalmente ese espíritu equivale a exponer toda la vida del cristiano que decide asumirlo. De ahí que la materia de nuestro libro coincida prácticamente con la de un tratado general sobre la vida espiritual (aunque no sea un tratado, sino una monografía, porque no estudiaremos lo que han enseñado otros maestros de vida espiritual sobre cada tema; nos limitamos a san Josemaría). Ante una materia tan amplia, parecería lógico valerse de alguno de los esquemas que adoptan los tratados clásicos de Teología espiritual, como el de Tanquerey o el de Garrigou-Lagrange 40. Sin embargo no es posible hacerlo así, porque estos tratados no dan el debido relieve a puntos capitales para la vida de un fiel corriente, que son centrales en san Josemaría; por ejemplo, la conciencia de la filiación divina recibida en el Bautismo, el trabajo profesional en cuanto materia y medio de santificación y de apostolado, la libertad cristiana en las actividades temporales, etc. Siendo obras que contienen muchas enseñanzas de valor permanente, se estructuran asumiendo divisiones que imposibilitan resaltar estos y otros temas de gran importancia para la vida espiritual de los fieles laicos 41. Por eso ha sido necesario elaborar un esquema nuevo que resultara adecuado para presentar con orden el conjunto de la vida cristiana según san Josemaría. Él no ha dejado ninguna exposición sistemática de su mensaje ni ha indicado esquema alguno, pero ha ofrecido algunos elementos que podemos llamar "estructurales". Para san Josemaría, la filiación divina –o, más exactamente, el sentido de la filiación divina– es el "fundamento" de la existencia cristiana; y la santificación del trabajo profesional es el "eje" de la vida de un fiel llamado a santificarse en medio del mundo. Sobre ese "fundamento" y en torno a ese "eje", la existencia cristiana se dirige hacia su meta o fin: la santidad, unión amorosa con Dios, inseparable del apostolado. San Josemaría emplea diversas expresiones para designar este fin último (o finalidad última): algunas son frecuentes en la tradición (por ejemplo, "dar gloria a Dios"); otras son más típicas suyas, aunque no necesariamente exclusivas (por ejemplo: "poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas"). Tendremos ocasión de estudiarlas con detalle. Ahora nos interesa decir que estos tres elementos –el fundamento, el eje y el fin– nos han servido de pauta para la elaboración de nuestro esquema, llevándonos a agrupar conceptual-mente los temas en tres Partes: una sobre el fin último, otra sobre el sujeto de la vida espiritual (en la que se habla principalmente de ese "fundamento" que es la filiación divina) y una tercera sobre el camino del cristiano (donde se trata del "eje": la santificación del trabajo). Vamos a detallarlas algo más, para ayudar a entender el contenido y los confines de cada capítulo. – La Parte I trata, como hemos dicho, del fin último que ha de buscar el cristiano en todas sus acciones. La Sagrada Escritura lo define de varios modos. Leemos, por ejemplo, en la primera Carta a los Corintios: Ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios (1Co 10, 31); y en la Carta a los Colosenses se dice: Todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él (Col 3, 17). Apoyado en esos y otros pasajes de la Escritura, san Josemaría indica el fin último con tres expresiones concatenadas, que serán los temas de esta Parte primera. Ante todo el fin es "dar gloria a Dios" (capítulo 1º), o sea, conocerle y amarle cumpliendo su Voluntad con obras; lo que significa, en definitiva, convertir todas las tareas en oración, buscando la contemplación amorosa de Dios en la vida ordinaria. Mas para esto es preciso "querer que Cristo reine" (capítulo 2º), tanto en uno mismo como en los demás y en la sociedad; lo que se traduce en el afán de poner al Señor en la cumbre de todas las actividades humanas. Y como exigencia de la gloria de Dios y del reinado de Cristo, el cristiano ha de "edificar la Iglesia" (capítulo 3º) cooperando con el Espíritu Santo en la santificación personal y en el apostolado, ejerciendo su participación en el sacerdocio de Cristo, lo que se traduce en hacer de la Santa Misa el centro y la raíz de la vida interior, con la mediación materna de la Santísima Virgen que el cristiano ha recibido por Madre al pie de la Cruz. En la enseñanza de san Josemaría, estas tres expresiones –dar gloria a Dios, buscar que Cristo reine y edificar la Iglesia– proporcionan una profunda compresión del fin último y muestran la orientación primordial que ha de tener la vida cristiana. – En la Parte II se estudia cómo ha de ser el sujeto de la vida espiritual: en qué consiste su perfección. Es como la otra cara del fin último, porque el cristiano alcanza su propia plenitud y felicidad –la recibe por la acción del Espíritu Santo– cuando busca la gloria de Dios, el reinado de Cristo, la edificación de la Iglesia. Hay un vínculo indisoluble entre santidad (participación en la vida divina) y perfección del cristiano; perfección que consiste en su transformación en "otro Cristo" o, más aún –como repite san Josemaría–, en "el mismo Cristo". Bien anclado en la tradición de la Iglesia enseña, en efecto, que la perfección es la "identificación con Cristo". No hay aquí ninguna confusión del cristiano con Cristo, sino una honda percepción del "misterio" de su unión con el Redentor. Y para que se pueda dar esa identificación progresiva, se ha de cultivar el "sentido de la filiación divina" (capítulo 4º): todo el espíritu de san Josemaría está empapado de esta sorprendente y gozosa realidad. De ahí nace su apasionada reivindicación de la "libertad de los hijos de Dios" (capítulo 5º), y su planteamiento de la caridad y de las demás "virtudes cristianas" (capítulo 6º) como virtudes de hijos de Dios que configuran con Cristo, perfectus Deus, perfectus homo 42. – La Parte III trata del camino por el que el cristiano se dirige al fin último en la vida presente. Los tres capítulos de que se compone son, en cierto sentido, los más importantes, porque enfocan la puesta en práctica de todo lo anterior. Ciertamente no se entenderían sin los precedentes, pero éstos quedarían en mera teoría si no se mostrara cómo el cristiano da realmente gloria a Dios y se identifica con Cristo en la vida ordinaria. De ese camino se estudian tres aspectos. Primero, el terreno en el que se mueve el cristiano: las mismas realidades temporales que le sirven de materia de santificación y que él transforma al santificarlas; hablaremos, por tanto, en primer lugar de la "santificación del trabajo y de las demás actividades temporales" (capítulo 7º). Después consideraremos que, a causa del pecado, recorrer ese camino cuesta esfuerzo; en la vida presente, el amor a Dios –esencia de la santidad– requiere siempre lucha contra la inclinación al mal que anida en el corazón del hombre y contra las tentaciones que sobrevienen desde fuera: hablaremos, pues, de la "lucha por la santidad" (capítulo 8º), que es un combate por amor, sostenido por el Espíritu Santo. Por último expondremos "los medios de santificación y apostolado" (capítulo 9º) de los que dispone el cristiano para recorrer su camino: la participación en los sacramentos, la oración mental y vocal, y la formación cristiana por diversos cauces, en particular la dirección espiritual. El libro se cierra con un epílogo sobre la "unidad de vida". No se trata de un aspecto más, sino de un concepto clave en san Josemaría que recapitula toda su enseñanza, porque resume la "unidad de fin" y la "unidad interior del cristiano" que se realizan en el camino de la santificación. En las páginas finales ofrecemos un índice detallado de los tres volúmenes de que se compone esta obra. El lector que desee comenzar leyendo esas páginas podrá tener una idea más exacta del esquema general y una visión de conjunto de los temas que se irán tratando. Expuestos el método y el esquema, no queremos omitir una observación, aunque resulte obvia. La enseñanza de san Josemaría es una, pero las explicaciones teológicas pueden ser diversas. Ciertamente nuestro propósito es presentarla con fidelidad, pero la reflexión podría discurrir también por otros caminos, con otras categorías teológicas en algunos temas, otro método y otra selección de textos... Cabría proceder de distintos modos. Este libro no es más que un intento de servir a quienes desean profundizar en esa enseñanza, proponiéndoles sobre todo un esquema general. Un intento que puede ser útil también a quienes emprenderán en el futuro la tarea de exponer el mismo mensaje por otras vías diversas. Concluimos con dos informaciones. La primera es que el lector puede encontrar referencias básicas sobre san Josemaría y los textos íntegros de todas sus obras publicadas hasta ahora, en numerosos idiomas, en la página web: www.josemariaescriva.info. La segunda se dirige sobre todo a los lectores que se acerquen por vez primera a un texto de Teología espiritual como el presente. Nos parece útil advertirles que esta obra no pertenece al género de los libros de espiritualidad, que normalmente son más breves y se proponen no sólo transmitir unos conocimientos sino también dar consejos y exhortaciones o suscitar pensamientos y afectos que abran paso inmediatamente a la oración. En este caso se trata de un texto para el estudio y la reflexión personal teológica. Desde luego, esperamos que el libro pueda servir de bagaje para la oración y para transformar las obras en oración, pero a menudo las aplicaciones prácticas no son inmediatas. Quisiéramos subrayarlo con el fin de avisar a esos lectores de que el tipo de actitud y el esfuerzo intelectual que se requieren aquí son distintos de los que hacen falta, por lo general, cuando se leen obras destinadas de modo expreso a la "lectura espiritual" (aunque el presente texto también puede servir para esa práctica de vida cristiana, igual que muchas otras obras de Teología sistemática). Por lo demás, es seguro que entre las personas interesadas en conocer de modo ordenado y sistemático la enseñanza de san Josemaría, habrá bastantes que hubieran deseado disponer de un libro más breve, una síntesis fácil de leer. Es un trabajo que será necesario afrontar, prescindiendo de algunas explicaciones teológicas aquí presentes, resumiendo otras y reduciendo también las citas textuales. No obstante, nos ha parecido que resultaba necesario publicar primero un estudio extenso que sirviera de base para la síntesis futura. También nos ha movido el pensamiento de que quizá el amplio material que ofrecemos podrá ser útil para esos otros trabajos sobre san Josemaría, a los que antes nos referíamos. Roma, 14 de febrero de 2010 E. BURKHART - J. LÓPEZ Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría Epílogo Principales abreviaturas SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA 1. Obras de san Josemaría a) Publicadas (se indica el lugar y año de la primera y de la última edición en castellano) b) Pendientes de publicación 2. Textos pontificios, documentos y publicaciones oficiales sobre san Josemaría y el Opus Dei a) Sobre san Josemaría b) Sobre la Prelatura del Opus Dei c) Publicaciones periódicas 3. Selección de obras biográficas 4. Algunos estudios en relación con las enseñanzas de san Josemaría a) Obras colectivas (por orden de aparición) b) Algunos libros c) Selección de artículos y de fragmentos de obras colectivas Selección bibliográfica 1. Obras de san Josemaría 1 a) Publicadas (se indica el lugar y año de la primera y de la última edición en castellano) Camino: Valencia 1939 / México 2008. La edición crítico-histórica ha sido preparada por P. Rodríguez (Ed. Rialp, Madrid 2002; 3ª ed. en 2004). El libro es una ampliación de Consideraciones espirituales, publicado en Cuenca (España), 1934. Santo Rosario: Madrid 1934 / Madrid 2008. Edición crítica de P. Rodríguez (Ed. Rialp, Madrid 2010). Conversaciones: Madrid 1968 / Madrid 2003. Es Cristo que pasa: Madrid 1973 / Rosario (Argentina) 2008. Amigos de Dios: Madrid 1977 / Madrid 2009. Via Crucis: Madrid 1981 / Madrid 2008. Surco: Madrid 1986 / México 2008. Forja: Madrid 1987 / Bogotá 2009. Homilías: El fin sobrenatural de la Iglesia; Lealtad a la Iglesia; Sacerdote para la eternidad (recogidas en un volumen titulado por el editor "Amar a la Iglesia", Madrid 1986 / Madrid 2002). La Abadesa de las Huelgas: estudio teológico jurídico, Madrid 1944 / Madrid 1988. Discursos sobre la Universidad, Pamplona 1992 (contiene varias intervenciones en actos académicos; el título del volumen es del editor). Artículos varios, conferencias y entrevistas: La forma del matrimonio en la actual legislación española, en: "Alfa-Beta" 3 (1927) 1012; Accommodata renovatio statuum perfectionis quoad constitutionem, regimen, disciplinam, en: "Acta et Documenta. Congressus generalis de Statibus perfectionis", Roma, Pia Società San Paolo, 1950, pp. 272-276; Las riquezas de la fe en: "Los domingos de ABC" (Madrid), 2-XI-1969, pp. 4-7; Recuerdos del Pilar, en: "El Noticiero" (Zaragoza), 11-X-1970, p. 12; La Virgen del Pilar, en: "El Libro de Aragón", Zaragoza 1976, pp. 97-103; Entrevista publicada por José María Ferrer, en "El Cruzado Aragonés" (Barbastro), 3-V-1969, p. 1; Entrevista publicada por Julián Cortés Cavanillas, en "ABC" (Madrid), 24-III-1971, pp. 11-13. b) Pendientes de publicación 2 Instrucciones y Cartas. "Apuntes íntimos" 3. Apuntes tomados de la predicación oral (meditaciones y homilías) y de tertulias o conversaciones con grupos de personas. 2. Textos pontificios, documentos y publicaciones oficiales sobre san Josemaría y el Opus Dei a) Sobre san Josemaría 4 JUAN PABLO II, Homilía en la Misa de la Beatificación, 17-V-1992; Discurso en la audiencia concedida a los participantes en la ceremonia de Beatificación, 18-V-1992; Discurso a los participantes en un simposio sobre las enseñanzas del Beato Josemaría, 14-X-1993; Discurso a los participantes en un convenio sobre la Carta "Novo millennio ineunte", 17-III-2001; Discurso a los participantes en el congreso con ocasión del centenario del nacimiento del Beato Josemaría, 12-I-2002; Bula de Canonización, 6-X-2002; Homilía en la Misa de la Canonización, 6-X-2002; Discurso en la audiencia concedida a los participantes en la ceremonia de Canonización, 7-X-2002. CONGREGACIÓN PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS, Decreto sobre las virtudes heroicas del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, 9-IV-1990. IDEM, Breve apostólico de Beatificación del Venerable Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, 17-V-1992. b) Sobre la Prelatura del Opus Dei JUAN PABLO II, Const. ap. Ut sit, 28-XI-1982. PRELATURA DEL OPUS DEI, Codex iuris particularis Operis Dei 5. c) Publicaciones periódicas "Romana" (Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei) 6. "Studia et Documenta" (Revista del Instituto Histórico San Josemaría Escrivá) 7. 3. Selección de obras biográficas AA.VV., Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, un hombre de Dios: testimonios sobre el fundador del Opus Dei, Palabra, Madrid 1994, 447 pp. AA.VV.(R. SERRANO, ed.), Así le vieron: testimonios sobre Monseñor Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1992 3, 219 pp. AZEVEDO, H. DE, Uma luz no mundo: vida do Servo de Deus Monsenhor Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador do Opus Dei, Prumo -Rei dos Livros, Lisboa 1988, 403 pp. J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei; y P. RODRÍGUEZ - F. OCÁRIZ - J.L. BERGLAR, P., Opus Dei. 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Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría PARTE PRELIMINAR Notas 1 Para una visión global de la época, cfr. A. fliche – V. martin (ed.), Storia della Chiesa, vol. XXIII (I cattolici nel mondo contemporáneo: 1922-1958), pp. 39-42; 99-103; 473-493; vol. XXV¡2 (La Chiesa del Vaticano 11:1958-1983), pp. 81-118; H. jedin – K. Repgen (ed.), Handbuch der Kirchengeschichte, vol. VII(Die Weltkirche im 20. Jahrhundert), Freiburg 1979, pp. 230-473; J. lortz, Geschichte der Kirche in ideengeschichtlicher Betrachtung, vol.II (Die Neuzeit), Münster 196421; J.-M. mayeur (ed.), Storia del cristianesimo, vol. 12, pp. 105-227; vol. 13, pp. 215-236. Una excelente síntesis, que seguimos en varios puntos por estar elaborada como introducción a la historia de la Iglesia en el periodo del inicio de la predicación de san Josemaría, es la de G. Redondo, Historia de la Iglesia en España, 1931-1939, vol. 1, Primera parte (Iglesia, Estado y sociedad en el mundo moderno), Madrid 1993, pp. 15-126. 2 Conversaciones, 20. Sobre la equivalencia, a efectos de nuestro estudio, entre "espiritualidad del Opus Dei" y "enseñanza de san Josemaría", véase lo que hemos dicho al inicio de la Introducción general. 3 Cfr. F.M. REQUENA, San Josemaría Escrivá de Balaguer y la devoción al Amor Misericordioso (1927-1935), en: "Studia et Documenta" 3 (2009) 139-173. 4 PABLO VI, Quirógrafo, 1-X-1964, en: A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei: Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, 1902-1975, Madrid 1983, p. 333. 5 Sobre la división en tres etapas, cfr., p.ej., B.-D. DUPUY, Laïc, en: AA.VV. (G. JACQUEMET, dir.), Catholicisme, vol. VI, Paris 1967, col. 1633-1637; B. FORTE, Laicato e laicità, Casale Monferrato, 1986, pp. 23-37. Numerosos estudios de historia del laicado siguen a Y.M.-J. CONGAR, Jalons pour une théologie du laïcat, Paris 1953, 683 pp.; y Laïc et Laïcat en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 9 (1976) col. 79-108. 6 Cfr. J. CHAPA, Sobre la relación "laos"-"laicos", en AA.VV., La misión del laico en la Iglesia y en el mundo, Pamplona 1987, pp. 197-212; I. DE LA POTTERIE, L'origine et le sens primitif du mot laïc, en "Nouvelle Revue Théologique" 81 (1958/8) 840-853. 7 Cfr. SAN CLEMENTE ROMANO, Ep. ad Corinthios (1 Clem.) 40, 4. El texto de san Clemente refiere el término laico a los miembros del pueblo de Israel que no eran sacerdotes ni levitas. Después de él, otros autores lo aplican a los laicos cristianos. Estos vendrían a ser los "no sacerdotes", o sea, los miembros de la Iglesia que no forman parte de la Jerarquía eclesiástica. 8 Á. DEL PORTILLO, "Laicos", en: Gran Enciclopedia Rialp, vol. 13, p. 8489. Sobre este tema remitimos especialmente a la obra del mismo autor, Fieles y laicos en la Iglesia, Pamplona 1969, 285 pp. Las ediciones posteriores a 1982 incorporan nuevas notas explicativas. Álvaro del Portillo (1914-1994) fue el colaborador más estrecho de san Josemaría durante cuarenta años, y su primer sucesor al frente del Opus Dei. Actualmente está en curso su causa de beatificación y canonización. Sus escritos gozan de especial autoridad para nuestro estudio porque unánimemente ha sido reconocida la fidelidad con la que transmite la enseñanza del Fundador. Cfr. S. BERNAL, Álvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei, Madrid 1996, 296 pp. 9 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, cap. IV. De todas maneras se sigue usando el término "laico" de las dos formas. El CIC, can., 207, lo emplea en el sentido de "no clérigo", mientras que los cánones que tratan "De las obligaciones y derechos de los fieles laicos" (cc. 224 ss.), lo toman en el sentido que indica positivamente lo que es el fiel laico: el cristiano llamado por Dios a santificar el orden temporal desde dentro. Como es obvio, si se entiende por laico solamente el "no sacerdote", entonces también muchos religiosos se pueden llamar laicos; pero si se entiende en el segundo sentido, más completo y propio, entonces los religiosos no son laicos. Cfr. J. HERVADA, La definición nominal del laico (Etimología y uso primitivo), en: "Ius Canonicum" 8 (1968) 471-533; ID., Tres estudios sobre el uso del término laico, Pamplona 1973, 242 pp. 10 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 31. Cfr. P. RODRÍGUEZ, La identidad teológica del laico, en: AA.VV. La misión del laico en la Iglesia y en el mundo, cit., pp. 71-111. 11 Cfr. J. LEAL, Apuntes para la historia de la expresión "primeros cristianos", y su uso por el Beato Josemaría, en: "Annales Theologici" 16 (2002) 185-199. En rigor, los "primeros cristianos" serían los que formaron la primera comunidad cristiana el día de Pentecostés, pero es frecuente extender la expresión a los tres primeros siglos en los que se prolongan las mismas formas exteriores. 12 TERTULIANO, Apologeticum, c. 42, 1-3. 13 Epistula ad Diognetum, c. 5. 14 Cfr. ibid. 15 Cfr. ORÍGENES, Contra Celsum, 3, 55. 16 Sobre el tema en conjunto, cfr. A. FAIVRE, Les laïcs aux origines de l'Église, Paris 1984, 296 pp.; H. DANIEL-ROPS, L'Église des Apôtres et des martyrs, Paris 1948, 719 pp. 17 P. URBANO, El hombre de Villa Tevere, Barcelona 1994, p. 18. 18 Conversaciones, 24. Recordemos que al referirse al Opus Dei incluye en primer lugar el "espíritu del Opus Dei", o sea, la enseñanza espiritual que tratamos de exponer aquí. 19 Ibid. 20 Carta 9-I-1932, 91. 21 SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Matth. hom., 43, 5. San Josemaría lo reproduce en Carta 9-I-1932, 91-92. 22 Carta 9-I-1932, 91. 23 Ibid., 91. Sobre el enlace de la predicación de san Josemaría con los primeros cristianos, cfr. D. RAMOS-LISSÓN, El ejemplo de los primeros cristianos en las enseñanzas del Beato Josemaría, en: "Romana" 29 (1999) 292-307; S. MAS, Trazos sobre piedra: vida de los primeros cristianos, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/1, pp. 73-97. 24 Cfr. Sobre la pérdida de identidad por parte de los laicos ya al inicio de este periodo, cfr. M.-D. CHENU, L'Évangile dans le temps, Paris 1964, pp. 17-36 ("La fin de l'ère constantinienne"). Sobre el mismo tema en la época de cristiandad, cfr. L.A. DA FONSECA, La Cristiandad medieval, en: AA.VV., Historia Universal, t. V, Pamplona 1984, pp. 190-197. Para la edad moderna y, en particular, para el proceso de secula rización, cfr. M. FAZIO, Storia delle idee contemporanee, Roma 20052, pp. 11-108. 25 Cfr. M. VILLER – K. RAHNER, Ascetica e mistica nella Patristica, Brescia 1991 (orig. de 1939), pp. 265 s. Según la Historia monachorum in Aegypto, atribuida a Rufino de Aquileya, Pafnucio aseguró a unos sacerdotes que habían acudido a visitarle antes de que muriera que "no hay ningún estado en esta vida [se refiere a campesinos, comerciantes, casados...] en el que no se encuentren almas agradables a Dios; almas que a escondidas realizan obras que le agradan; por eso no es tanto la actividad que una abraza o el hábito exterior lo que da gusto a Dios, sino la pureza del corazón y la rectitud de la manera de obrar" (Historia monachorum in Aegypto, 16 (PL 21, 439). El Pafnucio a que se refiere es probablemente un santo ermitaño muerto antes del 394, no el obispo del mismo nombre, presente en el Concilio de Nicea (cfr. J. GRIBOMONT, Pafnuzio, en AA.VV., Dizionario Patristico e di Antichità Cristiane, vol. II, Casale Monferrato 1983, col. 2567). 26 M. VILLER – K. RAHNER, Ascetica e mistica nella Patristica, cit., p. 267. 27 Cfr. ibid., pp. 273-275. Se trata, p.ej., de los santos Hilario, Gregorio Nacianceno, Jerónimo, Agustín, Paulino de Nola, Isidoro Pelusiota y Gregorio Magno. 28 Cfr. A. FAIVRE, Les laïcs aux origines de l'Église, cit., pp. 248-250. 29 Cfr. M. ROOT, Sacerdozio, en: AA.VV. (J.-Y. LACOSTE, dir.), Dizionario critico di Teologia, Roma 2005, p. 1168. 30 Cfr. P. TIHON, L'Église, en: B. SESBOÜE (dir.), Histoire des dogmes, vol. III (Les signes du salut), Paris 1995, p. 385. 31 Cfr. DHUODA, La educación cristiana de mi hijo (Liber manualis Dhuodane quem ad filium suum transmisit Wilhelmum), edición castellana de M. Merino, Pamplona 1995. 32 Cfr. J. ORLANDIS, Laicos cristianos en la Europa medieval, en: AA.VV., El cristiano en el mundo. En el centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá (1902-2002), Pamplona 2003, pp. 384-386. 33 Esto no significa que no haya santos entre los laicos de esta época, sino que raramente llegan a los altares. Baste pensar que cada santo de esa notable formación de sacerdotes y de religiosos canonizados, tiene un padre y una madre que son fieles laicos cuya vida discurre en medio de la sociedad de su tiempo y que, en no pocos casos, alcanzan ahí una eminente santidad que pasa inadvertida y oculta. Para valorar el papel de los padres en la vida cristiana de sus hijos, basta pensar en santa Mónica, madre de san Agustín, o –saltando en el tiempo– en los padres de santa Teresa de Lisieux, beatificados el 19 de octubre de 2008. En este sentido, las biografías de san Josemaría coinciden en señalar el gran influjo ejercido por la vida santa de sus padres: cfr. A. SASTRE, Tiempo de caminar, Madrid 1989, pp. 17-78; A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, pp. l3ss. E. TORANZO, Una familia del Somontano, Madrid 2004, 319 pp. 34 L. BOUYER, L'Église de Dieu, corps du Christ et temple de l'Esprit, París 1970, p. 464. 35 Decretum Magistri Gratiani, C. XII, q. 1, c. 7 (ed. Friedberg, 678). Obra compuesta entre 1140 y 1142. 36 Cfr. J. FORNÉS, Notas sobre el "Duo sunt genera Christianorum" del Decreto de Graciano, en: "Ius Canonicum" 30 (1990) 630. Los dos géneros son principalmente estamentos de la civitas christiana, pero también son vistos como dos modos de vivir la fe, uno más perfecto que el otro. 37 El caso de Santa Catalina de Siena (1347-1380) es especial. Toma solamente el hábito de la Orden Tercera de Santo Domingo, a la que pertenecen también seglares. 38 Todos estos santos tienen, de un modo u otro, un contacto intenso con los fieles corrientes a quienes enseñan la doctrina y la piedad (aunque hemos dicho que "desde fuera" porque no proponen una espiritualidad "laical"). P.ej., san Felipe Neri (1515-1595), fundador del Oratorio, da un gran impulso a la formación y a la vida cristiana de los laicos. L. BOUYER destaca de "cette personnalité de la Renaissance", que "son contact très direct, très aisé avec les gens de son temps (...), était marqué aussi par son amour pour le christianisme des origines" (Le métier de théologien. Entretiens avec Georges Daix, Paris 1979, p. 30). Son dos rasgos que encontramos también en san Josemaría, además de otro proverbial en ambos santos: el buen humor, la simpatía. 39 Cfr. SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, parte 1ª, c. 1. 40 Ibid., prólogo. 41 Cfr. A. LUCIANI, Cercando Dio nel lavoro quotidiano, en "Il Gazzettino di Venecia", 25-VII-1978. El autor, entonces Cardenal Arzobispo de Venecia, sería elegido Papa un mes más tarde con el nombre de Juan Pablo I. En este artículo se refiere a las coincidencias y a las diferencias entre las enseñanzas de san Francisco de Sales y de Josemaría Escrivá respecto a los laicos. Un comentario puede verse en J.L. ILLANES, Mundo y santidad, Madrid 1984, pp. 65-96. 42 "...di a mi madre una historia de Don Bosco...", comenta en una ocasión (Apuntes de la predicación, 1-I-1974: AGP, P01 1979, p. 21). 43 J.L. ILLANES, Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, cit., p. 88. 44 Á. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid 1993, p. 128. Junto a estos tres santos, cita frecuentemente a san Bernardo, santo Tomás de Aquino y santa Catalina de Siena, entre los medievales. 45 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., introducción al cap. "La gloria de Dios". Sobre la huella de san Ignacio en la obra de Josemaría Escrivá de Balaguer puede verse el artículo, bien documentado y matizado, de A. PEGO PUIGBÓ, El ignacianismo de San Josemaría Escrivá, en: "La Ciudad de Dios" 218/3 (2005) 713-734. El autor muestra –a nuestro juicio acertadamente– algunos "parecidos, semejanzas o concomitanzas" entre los dos santos, "pero también sus discontinuidades y hasta sus transformaciones paradigmáticas (...) en la corriente de la gran Tradición Católica" (p. 734). 46 Conversaciones, 43. 47 Apuntes de la predicación, 30-X-1964 (AGP, P01 VII-1967, p. 7). 48 Conversaciones, 118. 49 Cfr. capítulo 6º, apartados 3.2.2 y 4.5.2 (donde se señalan expresamente las diferencias entre los modos de vivir estas virtudes según la vocación religiosa y la laical). 50 Es Cristo que pasa, 105. 51 Es lo que expresa el CONC. VATICANO II, siguiendo la tradición, cuando al señalar los elementos comunes a toda forma de vida religiosa, recuerda a sus miembros que "non solum peccato mortui (cfr. Rm 6, 11) sed etiam mundo renuntiantes..." (Decr. Perfectae caritatis, 5). 52 CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO, c. 607. Trataremos el tema con más detalle en el apartado III de esta Parte Preliminar. 53 Conversaciones, 113. Como veremos en el capítulo 7º, 1.5, este amor cristiano al mundo se encuentra en las antípodas del "ser mundanos". 54 Amigos de Dios, 250. 55 Es Cristo que pasa, 99. 56 Dedicaremos el epílogo de este libro a la expresión "unidad de vida", que de algún modo abarca toda la enseñanza de san Josemaría. 57 Carta 11-III-1940, 15. 58 Carta 9-I-1932, 91. 59 Conversaciones, 62. 60 Instrucción, 19-III-1934, nota 43. 61 Conversaciones, 62. 62 Es Cristo que pasa, 6. 63 Cfr. L. ROMERA, La religione e le vicende filosofico-culturali del Novecento, en: S. SANZ SÁNCHEZ – G. MASPERO (dir.), La natura della religione in contesto teologico. Atti del X Convengo Internazionale della Facoltà di Teologia della Pontificia Università della Santa Croce, Roma 2008, especialmente p. 12. H. DE LUBAC se refiere a los orígenes y al espíritu de la "modernidad ideológica", con las siguientes palabras: "Algunos sitúan su comienzo en el "siglo de las luces"; otros hacen retroceder un poco su aparición hasta las críticas de Kant; para otros su gran iniciador es Hegel (...). Hay también quienes sostienen que comienza con el espíritu científico "positivista"(...) o con la aplicación exclusiva del espíritu científico al estudio del hombre, tomado como objeto de laboratorio (...). En una palabra, una vez más, con la repulsa de toda reflexión metafísica, así como de toda religión. Tal sería la última y definitiva conquista: negarse a ver en el hombre aspiración alguna trascendente (...). Se puede utilizar (la palabra "modernidad") como vector de una cierta actitud general adoptada por un buen número de intelectuales, bajo el impacto de las extraordinarias conquistas de la ciencia moderna y de las no menos profundas desilusiones en que han venido a resolverse los grandes sueños del progreso y de la autodeificación del hombre. En este caso podría decirse que el origen primero de la "modernidad", su espíritu profundo (...) es el rechazo de toda fe, consecuencia del rechazo del misterio humano" (Diálogo sobre el Vaticano II, Madrid 1985, pp. 78-79). El autor resalta aquí sobre todo las sombras de la modernidad, pasando por alto los aspectos positivos a que nos referiremos después. 64 Cfr. P. HAZARD, El pensamiento europeo en el siglo XVIII, Madrid 1958, p.462. El autor ofrece una aguda visión de conjunto de los precedentes de la modernidad en su obra La crisis de la conciencia europea (1680-1715), Madrid 1975, 420 pp. 65 También hay una respuesta en el ámbito protestante, sobre bases diversas. KARL BARTH (1886-1968) reacciona fuertemente ante el secularismo subrayando la trascendencia de Dios, pero su conocido rechazo de la analogia entis le lleva a radicalizar de tal modo la trascendencia divina, que no se articula con el valor de las rea lidades terrenas en orden al Reino de Dios. Para Barth, escribe un discípulo suyo, "Dios es diverso a nosotros. El mundo permanece profano. No hemos de clericalizarlo y ni siquiera pretender hacer de él algo que se parezca al reino de Dios" (G. DEHN, Die alte Zeit, München 1962, p. 220). Para una exposición crítica de la teología de Barth, cfr. H. BOUILLARD, Karl Barth, 3 vols., Paris 1957. Según Cándido Pozo, "ningún teólogo católico puede negar que existe alguna relación entre historia profana y venida del Reino. También, en su quehacer temporal, el cristiano puede y debe desarrollar las virtudes específicamente cristianas. Así, la historia profana queda unida a la preparación del Reino (...). Esta conexión (....) basta para separar a todos los teólogos católicos de la posición de K. Barth, para quien entre historia profana y venida del Reino no existe conexión alguna; un abismo infranqueable, lógica consecuencia de la negación barthiana de la analogia entis, se sitúa entre ambas" (C. POZO, Teología del más allá, Madrid 1992, p. 130). 66 Surco, 428. Para J.J. SANGUINETI los aspectos positivos del fenómeno de la "secularización" estaban "posibilitados por la distinción constitutiva en el Cristianismo entre el poder eclesiástico y el poder civil (...). A esto se une la distinción cristiana entre Dios y el mundo, entre lo sagrado y lo profano, entre la teología y las ciencias de las cosas creadas. Esta distinción –no separación– es la premisa para una concepción positiva y propia del saeculum o mundo. Algunas formas concretas de la "secularización" en sentido positivo son, por ejemplo, la independencia de la política civil respecto del fuero eclesiástico, así como la profesionalización civil de las ciencias, las artes y de la misma filosofía" (La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría, en: A A.VV., La grandezza della vita ordinaria, cit., vol. III, p. 89). 67 Carta 31-V-1943, 21. 68 Ibid. 69 Conversaciones, 47. 70 Carta 31-V-1943, 21. 71 Conversaciones, 47. 72 J. RATZINGER, Fede, verità e tolleranza, Siena 2003, p. 251. 73 J.J. SANGUINETI, La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría, cit., p. 98. Dedicaremos a este tema el capítulo 5º. 74 Cfr. L. ROMERA, La religione e le vicende filosófico-culturali del Novecento, cit., passim. 75Amigos de Dios, 35. Cfr.Conversaciones, 17, 184, etc. A la libertad en san Josemaría dedicamos el capítulo 7º. 76 En su conclusión sobre "los conflictos de la modernidad", CH. TAYLOR muestra la futilidad de los intentos de reconstruir la ética sin ninguna referencia al bien: intentos que "comparten su resistencia o confusión metafísica para reconocer abiertamente las fuentes morales, o pueden incluso creer que la libertad requiere que sean negadas" (Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Barcelona 1996, p. 518). 77 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 36. 78 É. FOUILLOUX, Tradizioni ed esperienze francesi, en: AA.VV. (J.-M. MAYEUR, dir.) Storia del cristianesimo, t. 12, Roma 1997, pp. 453 ss. 79 Carta 9-I-1959, 31. 80 Para la génesis y evolución del marxismo en el pensamiento moderno, remitimos a F. OCÁRIZ, El marxismo. Teoría y práctica de una revolución, Madrid 1975, cap. 1. 81 Sobre el tema puede verse G. AMBROSIO, I laici tra cristianitá e modernitá, en: G. ANGELINI – G. AMBROSIO, Laico e cristiano, Casale Monferrato 1987, pp. 3-58. 82 Epistula ad Diognetum, c. 5-6. 83 "De esta manera, los laicos volvían a entrar en la eclesiología de una manera distinta a como objetos de la solicitud y de la acción de los clérigos. Recobraban su oficio de sujetos activos, aun cuando en posición de subordinación" (Y.M.-J. CONGAR, Eclesiología. Desde San Agustín hasta nuestros días, en: M. SCHMAUS – A. GRILLMEIER – L. SCHEFFCZYK, Historia de los dogmas, t. III, fasc. 3d, pp. 293-294). La expresión "en posición de subordinación", está en relación con el planteamiento de la Acción Católica, al que nos referiremos después. 84 PÍO XII, Discurso, 20-II-1946: AAS 38 (1946) 149. 85 Cfr. Conversaciones, 20 (texto citado más arriba). 86 Cfr. DS 2890-2980. 87 G. REDONDO, Historia de la Iglesia..., cit., vol. I, p. 84. 88 Cfr. SAN PÍO X, Enc. Il fermo proposito, 11-VI-1905: ASS 37 (1905) 741-767 (sobre la institución y desarrollo de la "Acción Católica" en Italia). 89 Cfr. S. OFFICIUM, Decr. Lamentabili sane exitu, 3-VII-1907: DS 3401-3466. 90 Cfr. DS 3475-3500. 91 Para algunos detalles, cfr. P. Berglar, Opus Dei. Leben und Werk des Grúnders Josemaría Escrivá, Kóln 19923, pp. 266 y 275. 92Sobre la comprensión de este "aggiornamento" pór parte de san Josemaría, cfr. onversaciones, 1. En relación con el modernismo señalamos las obras de dos autores que han conocido de modo directo el pensamiento del fundador del Opus Dei en los años del postconcilio: R. GARCÍA DE HARO, Historia teológica del modernismo, Pamplona 1972, 367 pp.; E. CABELLO, San Pío X y la renovación de la vida cristiana, en: AA.VV. (J.-I. SARANYANA, ed.), Cien años de pontificado romano, Pamplona 20062, pp. 51-59 ("La crisis modernista"). 93 Cfr. PÍO XI, Enc. Quas primas, 11-XII-1925: AAS 17 (1925) 593-610. Para una breve síntesis de lo que se entiende por laicismo en este documento y, más en general, en el magisterio de Pío XI, como marco de la enseñanza de san Josemaría, cfr. 94 M. FAZIO, Pax Christi..., cit., p. 57. La carta Quae nobis, dirigida al cardenal de Breslau, es del 13-XI-1928, pero ya en 1923 el Pontífice había otorgado unos estatutos a la Azione Cattolica en Italia. 95 Son numerosos los documentos del pontificado de Pío XI que tratan de la Acción Católica en este sentido más específico. Además de la carta Quae nobis (1928) y la encíclica Non abbiamo bisogno (1931), mencionamos los siguientes, por hacer referencia a España en los mismos años en que san Josemaría comienza a predicar el espíritu del Opus Dei: Enc. Laetus sane nuntius, 6-XI-1929; Carta del Card. Pacelli (Secretario de Estado de Pío XI, y futuro Pío XII) sobre La Acción Católica y las instituciones religiosas, 30-III-1930; Enc. Dilectissima nobis, 3-VI-1933. Sobre la Acción Católica tal como era explicada en esos años, puede verse la trilogía de P. DABIN, L'Action catholique. Essai de synthèse, Paris 1929, 310 pp.; L'Apostolat laïque, Paris 1931, 228 pp.; Principes d'Action Catholique, Paris 1937, 213 pp. Cfr. también A. ALONSO LOBO, Qué es y qué no es la Acción Católica: estudio teológico jurídico, Madrid 1950, 255 pp. (especialmente la parte III, pp. 179-244). 96 Para el contexto religioso, remitimos a: J. AURELL – P. PÉREZ LÓPEZ (eds.), Católicos entre dos guerras. La historia religiosa de España en los años 20 y 30, Madrid 2006, 349 pp. 97 PÍO XI, Enc. Non abbiamo bisogno, 29-VI-1931: AAS 28 (1931) 287. La descripción de los miembros de Acción Católica como "colaboradores del apostolado jerárquico" aparece ya en la citada carta Quae nobis, de noviembre de 1928, y en otra del 20-VII-1928 a la Unión nacional de asociaciones femeninas católicas (de Italia). 98 Cfr., p.ej., PÍO XII, Enc. Summi Pontificatus, 20-X-1939: AAS 21 (1939) 442; Alocución a los Obispos italianos, 25-I-1950: AAS 42 (1950) 247; Enc. Anni Sacri, 12-III-1950: AAS 42 (1950) 219. 99 CONC. VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, 20. 100 Cfr. G. REDONDO, Historia de la Iglesia..., cit., vol. I, p. 92. 101 J.J. SANGUINETI resume así lo que entiende san Josemaría por "clericalismo": "Esta denominación, como se ve, se opone precisamente al término secular, pues "clerical" es lo que no es "secular" (o laical). Por clericalismo el fundador del Opus Dei entendía la intromisión de los eclesiásticos en tareas o funciones propias de los laicos, por ejemplo en el sentido de que éstos en sus actividades apostólicas fueran vistos o se sintieran simplemente como una longa manus de los clérigos, sin autonomía ni iniciativa propia, o porque los clérigos se creyeran como llamados a guiar a los laicos en sus opiniones y actividades concretas en los campos profesionales o políticos (cfr. las amplias explicaciones sobre este tipo de "clericalismo" en Conversaciones, 12 y 59). Hay otro aspecto del clericalismo que aparentemente va en la dirección inversa, es decir, consiste en la injerencia indebida de los laicos en los ámbitos eclesiásticos, por ejemplo, para servirse de la Iglesia en orden a fines temporales o en cuestiones opinables, tratando para ello de beneficiarse de su autoridad. Este segundo aspecto en realidad es convergente con el anterior en muchos casos" (La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría Escrivá, cit., p. 91). 102 Una breve historia de los inicios, seguida de una exposición de su desarrollo en España puede verse en J. CASTAÑO COLOMER, La JOC en España (1946-1970), Salamanca 1978, 225 pp. 103 El término "clase" tiene en Cardijn un sentido genérico (sin las connotaciones de la ideología marxista, evidentemente). Los contornos del término "obrero" son materialmente difusos: en todo caso, no incluye a quienes trabajan en profesiones intelectuales, a los dirigentes de empresa, etc. 104 "La J.O.C. est une organisation d'Action Catholique qui veut grouper la masse des jeunes travailleurs" (J. CARDIJN, Manuel de la J.O.C., Bruxelles 1930, p. 212; la primera versión del Manuel es de 1925). La J.O.C. tiene una triple función, que su fundador describe así: "Elle est une école où ils se forment "entre eux, par eux et pour eux" à l'accomplissement de tous les devoirs de leur état, à la poursuite de leur destinée, et à la conquête du milieu où ils travaillent et où ils vivent; Elle est un service social qui organise pour eux tous les services éducatifs et professionnels nécessaires et utiles à leur formation et à la conquête de leur milieu; Elle est un corps représentatif qui parle, agit, fait des démarches, présente des requêtes au nom des jeunes travailleurs" (ibid.; las palabras en cursiva están así en el original). 105 J. CARDIJN, La formation des militants, en: AA.VV., Compte-rendu de la semaine d'études internationale de la jeunesse ouvrière chrétienne, Bruxelles 1935, p. 159. 106 Cfr. capítulo 7º, apartado 2.1.2. 107 Cfr. PÍO XII., Const. Ap. Provida Mater Ecclesia, 2-II-1947: AAS 39 (1947) 114-124. 108 La Constitución Apostólica "Provida Mater Ecclesia" y el Opus Dei, en: "Boletín de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas" 427 (1949) 1-5. Sobre esta conferencia, cfr. A. DE FUENMAYOR – V. GÓMEZ-IGLESIAS – J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei, cit., pp. 217-219. 109 Una pormenorizada descripción y explicación de todo este proceso puede verse en A. DE FUENMAYOR – V. GÓMEZ-IGLESIAS – J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei, cit. 110 Conversaciones, 58. 111 Conversaciones, 58-59. 112 "Todos los que aceptan la guía de su ministerio [de la Iglesia] deben, por mandamiento divino, hacer cuanto esté en sus manos para santificar sus propias vidas. Como dice San Pablo: "Ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación" (1Ts 4, 3). Cristo mismo ha enseñado en qué consiste esta santificación: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48). No podemos aceptar la opinión de que este mandamiento de Cristo se dirija sólo a un grupo selecto y privilegiado de almas, y que todos los demás pueden pensar que agradan a Dios si han alcanzado un nivel más bajo de santidad. Exactamente lo contrario es lo verdadero, como se deduce de la patente universalidad de sus palabras. La ley de la santidad abraza, pues, a todos los hombres y no admite excepción" (PÍO XI, Enc. Rerum omnium, 26-I1923: AAS 15 (1923) 50). 113 José Luis Illanes expresa con otras palabras una idea semejante: "Diversos autores de finales del siglo XIX y principios del XX, así como algunos movimientos apostólicos surgidos en esa época, colocaban, al hablar del reinado de Cristo, el acento en la acción, desde la que pasaban, en un segundo momento, a subrayar la importancia –mejor dicho, la necesidad– de la vida espiritual en cuanto fundamento de la acción y garantía de su rectitud cristiana. El Fundador del Opus Dei siguió un orden diverso: el punto primero de referencia fue siempre la conversión interior, y con ella la vida espiritual, desde donde debería brotar, responsable y libremente, la acción que plasma en las obras la conciencia de misión que acompaña siempre a la fe cristiana" (J.L. ILLANES, Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teo lógica sobre el Opus Dei, cit., p. 315 s.). 114 Conversaciones, 14. 115 Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972, en: Amar a la Iglesia, Madrid 19862, pp. 35-36. 116 El término misión se puede referir a la misión de toda la Iglesia, que es una sola y la misma para todos los fieles (la evangelización del mundo), y la "misión de la Jerarquía" o la "misión de los laicos", que son "modos" complementarios de realizar aquella misión común. Lo veremos en la sección III de esta Parte preliminar. 117 Conversaciones, 14. 118 Conversaciones, 9. Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 31. 119 Conversaciones, 69. A este respecto comenta Illanes que "la economía sacra-mental y el sacerdocio ministerial, que tiene en el servicio a esa economía su fundamento, se presentan así como la condición de posibilidad –en el presente orden salvífico– del sacerdocio común y de su adecuado ejercicio" (J.L. ILLANES, Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, cit., p. 298). 120 Conversaciones, 21. Una lúcida reflexión sobre este punto puede verse en A. GARCÍA SUÁREZ, Existencia secular cristiana. Notas a propósito de un libro reciente, en: "Scripta Theologica" 2 (1970) 145-164 (artículo de gran interés sobre el libro Conversaciones con mons. Escrivá de Balaguer). Como ya hemos visto en una cita precedente de san Josemaría, la misión de los laicos, por ser eclesial, se ha de desarrollar siempre en unión con la Jerarquía eclesiástica (Conversaciones, 59). "Elemento esencial del apostolado cristiano es la unión con quienes el Espíritu Santo puso para regir su Iglesia" (CONC. VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, 23). Esa comunión, sin embargo, no implica una relación de dirección del apostolado: "Existen en la Iglesia muchas obras apostólicas constituidas por la libre elección de los laicos y que se rigen por su juicio y prudencia" (Apostolicam actuositatem, 24). El papel de la Jerarquía en este campo consiste en "fomentar el apostolado de los laicos, proporcionar principios y subsidios espirituales, ordenar el ejercicio del apostolado al bien común de la Iglesia y vigilar para que se conserven la doctrina y el orden" (ibid.). Encontraremos estas ideas en los próximos textos de san Josemaría que citaremos. En ámbito jurídico, un interesante análisis de la relación de las obras apostólicas no oficialmente católicas con la Jerarquía puede verse en S. ÁLVAREZ, La educación católica en las escuelas. Aspectos canónicos de la relación de la jerarquía de la Iglesia con las escuelas, Roma 2008, 335 pp. 121 CONC. VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, 6; cfr. Const. dogm. Lumen gentium, 26; Decr. Presbyterorum Ordinis, 4; etc. 122 Conversaciones, 9. 123 En el capítulo 3º, apartado 1, hablaremos con más detalle de la visión de la Iglesia en san Josemaría. 124 Cfr. Conversaciones, 112. 125 Cfr. G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio en el Vaticano II. Historia, texto y comentario de la constitución "Lumen gentium", 2 vol., Barcelona 1969, particularmente vol. 2, pp. 30 ss. 126 Conversaciones, 59; cfr. Conversaciones, 12. 127 Conversaciones, 117. Para san Josemaría, la "mentalidad laical" ha de ir unida al "alma sacerdotal": lo veremos en el capítulo 7º, apartado 1.5. 128 Conversaciones, 59. 129 Conversaciones, 21. Se refiere en general a la necesidad de la unidad para dar fruto. Cuando escribe estas palabras no tiene delante el problema posterior de la reivindicación, por parte de los laicos en algunos lugares, de funciones que corresponden a la Jerarquía en las celebraciones litúrgicas y en el gobierno de comunidades parroquiales, problema que aborda la CONGR. PARA EL CLERO (con otros Dicasterios de la Santa Sede), en la Instrucción Ecclesiae de mysterio (acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes), 15-VIII-1997: AAS 89 (1997) 852-877. San Josemaría afirma muchas veces la diferencia "essentia et non gradu tantum" (CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 10) entre el sacerdocio común y el ministerial, y distingue las competencias propias de cada uno. Cfr., p.ej., Es Cristo que pasa, 79, y la Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973, en: Amar a la Iglesia, cit., p. 74, donde cita Lumen gentium, 10. 130 Monseñor José López Ortiz (1898-1992), Obispo, testimonia que Josemaría Escrivá de Balaguer prestó a la Acción Católica "un apoyo decidido, dirigiendo infinidad de cursos de retiro, siempre gratuitamente, y sobre todo siendo el confesor y director espiritual de los seglares que mayor empuje dieron a esta asociación en España" (citado en A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. II, p. 417; cfr. ibid., Apéndice XXI). En esta misma línea se pueden ver otros testimonios de Obispos, como el de Mons. Cantero Cuadrado (cfr. AA.VV., Un hombre de Dios. Testimonios sobre el Fundador del Opus Dei, cit., pp. 66 s.). Antes de trasladar su residencia a Roma en 1946, el fundador tuvo también contactos frecuentes con la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (A.C.N. de P.), fundada en 1908 por el P. Ángel Ayala S.J. (cfr. GONZÁLEZ RUIZ – I. MARTÍN MARTÍNEZ, Seglares en la historia del catolicismo español, Madrid 1968, 188 pp.). En 1933, Ángel Herrera Oria, que fue presidente de la A.C.N. de P. y de la Junta Central de Acción Católica Española (más tarde sería ordenado sacerdote, consagrado Obispo y creado Cardenal), ofreció a san Josemaría la dirección de un centro de formación de sacerdotes que pensaba erigir, del que saldrían los futuros consiliarios de Acción Católica. La confianza de Herrera Oria muestra indirectamente el conocimiento y el aprecio del fundador del Opus Dei por los ideales y el espíritu de la Acción Católica (Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, pp. 486-487). 131 Instrucción, 19-III-1934, 25. 132 Ibid., 26. De las palabras "antes de que Pío XI hablara...", podría deducirse que san Josemaría se refiere a la carta de Pío XI Quae nobis, del 13-XI-1928 (poco posterior a la fundación del Opus Dei), en la que el Papa da forma orgánica a la Acción Católica. Sin embargo, comentando este punto, Álvaro del Portillo va más atrás en el tiempo y se refiere al hecho de que el joven Josemaría venía "barruntando" el Opus Dei desde varios años antes (cfr. nota 27 a la Instrucción, 19-III-1934, 26). 133 Instrucción, 19-III-1934, 27. 134 Conversaciones, 21. 135 Surco, 192; Conversaciones, 62 y 66. 136 Camino, 847. 137 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., comentario al punto 847. 138 Conversaciones, 81. 139 Cfr. Conversaciones, 22. 140 Conversaciones, 19. 141 El tema es central en el artículo Las riquezas de la fe, publicado en el diario ABC, Madrid 2-XI-1969. A la "autonomía" propia de la realidades temporales se refiere el CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 36. Por su parte, la Const. Lumen gentium recuerda que "debe reconocerse que la ciudad terrena, vinculada justamente a las preocupaciones temporales, se rige por principios propios" (n. 36). La santificación de las actividades temporales "no sólo no priva al orden temporal de su autonomía (...) sino que más bien lo perfecciona en su valor e importancia propia" (Decr. Apostolicam actuositatem, 7). Cfr. E. REINHARDT, La legítima autonomía de las realidades temporales, en: "Romana" 15 (1992) 323-335. 142 Conversaciones, 12. 143 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 76. 144 "Si el cristiano debe "reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales" (Gaudium et spes, 75), también está llamado a disentir de una concepción del pluralismo en clave de relativismo moral, nociva para la misma vida democrática, pues ésta tiene necesidad de fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de principios éticos que, por su naturaleza y papel fundacional de la vida social, no son "negociables"" (CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 24-XI-2002, 3: AAS 96 (2004) 362). 145 Conversaciones, 59. 146 Conversaciones, 14. 147 Entre los estudios de contexto histórico, además del ya citado de M. FAZIO, Pax Christi in regno Christi..., señalamos: J. AURELL, El ambiente intelectual de la España de comienzos de siglo y su influjo en Josemaría Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. II, pp. 7-36; G. REDONDO, El 2 de octubre de 1928 y la crisis de la cultura de la Modernidad, en: AA.VV., Trabajo y espíritu. Sobre el sentido del trabajo desde las enseñanzas de Josemaría Escrivá en el contexto del pensamiento contemporáneo, Pamplona 2004, pp. 203-221; ID., El 2 de octubre de 1928 en el contexto de la historia cultural contemporánea, en: "Cuadernos del Centro de Documentación y Estudios Josemaría Escrivá de Balaguer" 6 (2002) 149-191. 148 Cfr. F.-X. GUERRA, Josemaría Escrivá, le chrétien et la cité, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. II, pp. 60-81. El artículo incluye un interesante análisis del lenguaje de Josemaría Escrivá de Balaguer en este campo mediante la cuantificación de los términos que usa y el estudio de su polisemia. Concluye que "por su insistencia en la persona y en sus derechos, su visión de la sociedad como un tejido relacional constantemente modificado por la acción de todos sus miembros, y su rechazo de todo clericalismo que limite la libertad de acción temporal de los cristianos, la concepción [l'imaginaire, en el original] de Josemaría Escrivá resulta profundamente original para su época" (ibid., p. 90). 149 Cfr. M. BELDA – J. SESÉ, La cuestión mística, Pamplona 1998, 364 pp.; A. MATANIC, La spiritualità come scienza. Introduzione metodologica allo studio della vita spirituale, Roma 1990. Sobre esta polémica en los ambientes teológicos de España, cfr. F.M. REQUENA, Espiritualidad en la España de los años veinte: Juan G. Arintero y la revista "La vida sobrenatural", 1921-1928, Pamplona 1999, 291 pp. 150 J. SESÉ, Historia de la espiritualidad, Pamplona 2005, p. 281. 151 Sin duda lo conocía ya desde la década de 1920, al menos a través de los escritos de Juan González Arintero OP en la revista "Vida sobrenatural". 152 Carta 2-II-1945, 8. 153 Forja, 740. Cfr. Es Cristo que pasa, 65. En el capítulo 4º trataremos ampliamente del espíritu de filiación. 154 Cfr. SAN AGUSTÍN, De Civitate Dei, 20, 10; SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. III, q. 63, a. 3; q. 82, a. 1, ad 2. 155 Cfr. CONC. DE TRENTO, Sessio XXIII, Doctrina de sacramento ordinis, cap. 156 P. DABIN, Le sacerdoce royal des fidèles dans la tradition ancienne et moderne, Paris 1950, p. 8. Según Saranyana, la afirmación es anterior a 1945 (y, por tanto, añadimos, a la encíclica de PÍO XII, Mediator Dei, 20-XI-1947, que contiene una enseñanza en ese sentido: cfr. DS 3851): cfr. J.-I. SARANYANA, El debate teológico sobre la secularidad cristiana (1930-1990), en: "Anuario de Historia de la Iglesia" 13 (2004) 154. Este artículo recuerda que el mismo Dabin había publicado años antes Le sacerdoce royal des fidèles dans les Livres saints, Paris 1941; y que otros autores se ocuparon también del tema en esta época: L. AUDET, Notre participation au sacerdoce du Christ: étude sur le caractère sacramental, en "Laval Théologique et Philosophique" 1/1 (1945) 9-46 y 1/2 (1945) 110-130; L. CERFAUX, Regale sacerdotium, en: "Revue des sciences philosophiques et théologiques" 18 (1939) 5-39. 157 Cfr. P. DABIN, Le sacerdoce royal des fidèles dans la tradition ancienne et moderne, cit., pp. 51-52. 158 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 10. 159 Remitimos en particular al capítulo 3º, apartado 1.4.; capítulo 4º, apartado 2.5.; capítulo 7º, apartado 1.5.1. 160 Forja, 882. 161 Carta 14-II-1950, 20. 162 Para una introducción a su pensamiento, cfr. J. DAUJAT, Jacques Maritain. Un maestro para nuestra época, Caracas 1981, 197 pp. Entre las obras de filosofía política destaca Humanisme intégral: problèmes temporels et spirituels d'une nouvelle chrétienté, París 1936, 334 pp. Precedente de esta obra fue una conferencia de Maritain en Santander (España) sobre "Los problemas espirituales y temporales de una nueva Cristiandad", en 1934. Sus ideas encontraron resonancia en los ambientes culturales de España. No sabemos si san Josemaría las conoció ya por entonces. 163 Nos ocuparemos estas cuestiones en el capítulo 5º, apartado 3. 164 Cfr. Conversaciones, 81 (texto citado más arriba). 165 Cfr. J. MULLOR, La nueva cristiandad. Apuntes para una teología de nuestro tiempo, Madrid 1966, 327 pp. En la p. XXII da razón de la frecuencia con la que cita textos de san Josemaría. 166 Jacques y Raïssa MARITAIN, Liturgie et contemplation, en: Œuvres complètes, vol. XIV, Fribourg-Paris 1993, p. 183. Cfr. J. MARITAIN, Amour et amitié (en marge au "Journal de Raïssa"), en: Œuvres complètes, vol. XIII, p. 737, nota 31. Cfr. L. TOUZE, Contemplation sur les chemins et sécularité chez Jacques et Raïssa Maritain, en: ID. (dir.), La contemplazione cristiana: esperienza e dottrina. 167 Surco, 497. 168 Forja, 738. Cfr. Amigos de Dios, 238. 169 Cfr. capítulo 1º, apartados 3.2. y 3.3. 170 Una selección de las publicaciones entre 1954 y 1985, con casi 3000 títulos, se encuentra en AA.VV., Il laicato. Rassegna Bibliografica, Roma 1987, 421 pp. Puede verse también S. PIÉ I NINOT, Què passa amb la teologia del laïcat quaranta anys després del Concili Vaticà II, en: "Qüestions de vida cristiana" 209 (2003) 7-30 (contiene una relación de boletines de bibliografía sobre el laicado publicados por el autor). Para una síntesis de las líneas de desarrollo teológico después del Concilio, cfr. G. COLOMBO, La "teologia del laicato": bilancio di una vicenda storica, en: AA.VV., I laici nella Chiesa, Torino 1986, pp. 9-27; S. PIÉ I NINOT, Aportaciones del Sínodo de 1987 a la Teología del laicado, en: "Revista Española de Teología" 48 (1988) 321-370; M. VERGOTTINI, La teologia e i "laici". Una ipotesi interpretativa e la sua recezione nella letteratura, en: "Teologia" 18 (1993) 166-186. 171 Cfr. L. BOUYER, Introduction à la vie spirituelle, Tournai-Paris 1960, cap. VII; L'Église de Dieu, corps du Christ et temple de l'Esprit, cit., cap. VIII (sobre el laicado y la jerarquía) y cap. X (sobre la Iglesia y el mundo). 172 M.-D. CHENU, Pour une théologie du travail, Paris 1955, 123 pp.; Peuple de Dieu dans le monde, Paris 1966, 159 pp.; Théologie de la matière: civilisation technique et spiritualité chrétienne, Paris 1967, 152 pp. 173 G. COLOMBO – B. HÄRING – I. HAUSHERR – S. LYONNET – K.V. TRUHLAR, Laïcs et vie chrétienne parfaite, Roma 1964, 220 pp. 174 Y.M.-J. CONGAR, Jalons pour une théologie du laïcat, Paris 1953, 683 pp. 175 J. DANIÉLOU, Sainteté et action temporelle, Paris-Tournai 1955, 60 pp.; Dieu et nous, Paris 1982, 250 pp.; Évangile et monde moderne: petit traité de morale à l'usage des laïcs, Paris-Tournai 1964, 150 pp. 176 B. HÄRING, Die gegenwärtige Heilsstunde, Freiburg i. B. 1964, pp. 456-465 (Würde und Auftrag der Laien in der Kirche). 177 G. PHILIPS, Le rôle du laïcat dans l'Église, Paris-Tournai 1954, 248 pp.; L'état actuel de la pensée théologique au sujet de l'apostolat des laïcs, en: "Ephemerides Theologicae Lovanienses" 35 (1959) 877-903; Pour un christianisme adulte, Paris 1962, 262 pp. 178 K. RAHNER, Über den Laienapostolat, en: ID., Schriften zur Theologie II, Einsiedeln-Zürich-Köln 1955, pp. 339-373 (L'apostolat des laïcs, en: "Nouvelle Revue Théologique" 78 (1956/1) 3-32). El artículo fue criticado por G. PHILIPS en Le rôle du laïcat..., cit., y en L'état actuel..., cit., y por otros autores como G. DEJAIFVE, Laïcat et mission de l'Église, en: "Nouvelle Revue Théologique" 80 (1958) 22-38, y L.-M. DE BAZELAIRE, Les laïcs aussi sont l'Église, Paris 1958, 160 pp. En esta controversia se debatía un aspecto fundamental para la Acción Católica: el apostolado de los laicos como "mandato jerárquico". En la polémica emergieron reflexiones interesantes sobre la libertad del laico en el apostolado. Cfr. C. DUQUOC, Signification ecclésiale du laïcat, en: "Lumière et vie" 12 (1963) 73-98; A. VANNESTE, L'apostolat des laïcs. Les implications théologiques, en: "Revue du clergé africain" (1966) 327-345. Cfr. también K. RAHNER, Die sakramentale Grundlegung des Laienstandes in der Kirche, en: "Geist und Leben" 33 (1960) 119-132. 179 J. RATZINGER, Das Konzil auf dem Weg. Rückblick auf die zweite Sitzungsperiode, Köln 1964. En pp. 42-43 trata de la necesidad de aclarar el concepto de laico de manera positiva: "si se quiere avanzar, no se puede deducir lo positivo exclusivamente desde factores no eclesiales y mundanos aclarando el lugar intraeclesial desde la negación". 180 R. SPIAZZI, La missione dei laici, Roma 1951, 374 pp.; Il laicato nella Chiesa, en: AA.VV., Problemi ed orientamenti di Teologia dommatica, Milano 1957, vol. I, pp. 303-358 (síntesis del libro anterior). 181 G. THILS, Théologie des réalités terrestres, Paris 1946, 198 pp.; Theologie et réalité sociale, Tournai 1952, 300 pp. Ya después del Concilio: Les laïcs et l'enjeu des temps "post-modernes", Louvain-la-Neuve 1988, 120 pp. 182 K.V. TRUHLAR, Problemata theologica de vita spirituali laicorum et religiosorum, Roma 1960, 157 pp.; Labor christianus: para una teología del trabajo, Madrid 1963, 236 pp. 183 H.U. VON BALTHASAR, Zur Theologie der Säkularinstitute, en: "Geist und Leben" 29 (1956) 182-205; Der Laie und die Kirche, en: ID., Sponsa Verbi. Skizzen zur Theologie II, Einsiedeln 1961, pp. 332-348. Ya después del Concilio: Christlicher Stand, Einsiedeln 1977, pp. 399; Wer ist ein Laie?, en: "Internationale katholische Zeitschrift" 14 (1985) 385-391. 184 Ya en 1930 Congar había sido llamado para atender a capellanes de la J.O.C., y participaba en reuniones con Cardijn y Guérin –iniciador este último de la J.O.C. francesa– en las que se estudiaban los sucesos históricos y se buscaban respuestas a la descristianización del ambiente obrero (cfr. R. PELLITERO, La teología del laicado en la obra de Yves Congar, Pamplona 1996, p. 43). El planteamiento propio de la Acción Católica se puede ver, p.ej., en el capítulo VIII de Jalons, "Los laicos y la función apostólica de la Iglesia", centrado enteramente en la Acción Católica. 185 Cfr. Y.M.-J. CONGAR, Ministères et communion ecclésiale, Paris 1971, 272 pp. Obra formada por ocho artículos –todos menos uno habían sido publicados anteriormente–, en los que reconsidera y modifica algunas posiciones anteriores. Sustituye la perspectiva Jerarquía-laicos, tal como la concebía en Jalons, por el binomio comunidad-ministerios, más acorde, según Congar, con la visión de la Iglesia como Pueblo de Dios. El libro de P. GUILMOT, Fin d'une église cléricale, Paris 1969, 368 pp., comenta el cambio de Congar. 186 Cfr. Y.M.-J. CONGAR, Ministères et communion ecclésiale, cit., pp. 9-28. 187 ID., Jalones para una teología del laicado, Barcelona 1965³, p. 39. 188 É. BORNE, De l'éminente dignité dans l'église, en: "La vie intellectuelle" 25 (1953/11) 21-38 (cita tomada de R. GIBELLINI, Sulla teologia del XX secolo, Brescia 1992, p. 222). 189 G. PHILIPS, Misión de los seglares en la Iglesia, San Sebastián 1956, p. 28 (el original francés de 1954 lo citamos en nota poco más abajo). 190 Ibid. 191 Cfr. J. HERRANZ, En las afueras de Jericó: recuerdos de los años con San Josemaría y Juan Pablo II, Madrid 2007, p. 246. El autor es un testigo directo de ese conocimiento. 192 Conversaciones, 66. 193 J.J. SANGUINETI, La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría Escrivá, cit., p. 90. Cfr. especialmente el artículo Las riquezas de la fe, cit., y Conversaciones, 11 y 77. Desarrollamos el tema en el capítulo 5º, apartado 3. 194 Ibid. En cursiva en el original. 195 Original: Théologie des réalités terrestres, cit. Esta obra es "uno de los primeros textos que pusieron en evidencia la necesidad de valorar teológicamente las realidades terrenas en sí mismas, buscando una primera estructuración a la luz de la revelación y de la tradición. Ha procurado dar una respuesta teológica al inquietante avanzar del secularismo en el siglo XX, buscando remedio para la ruptura entre cristianismo y mundo moderno" (H. FITTE, Lavoro umano e redenzione. Riflessione teologica dalla "Gaudium et spes" alla "Laborem exercens", Roma 1996, p. 67). 196 Entre estas dos fechas, el autor había publicado el manual Sainteté chrétienne, Paris 1963, 726 pp., obra anterior al Concilio pero ya en la línea del futuro magisterio conciliar sobre la vocación y misión de los laicos. Aquí la misión del cristiano deriva de su vocación a la santidad y las actividades temporales se consideran lugar y medio de santificación y de apostolado. 197 H. FITTE, Algunos estudios teológicos sobre el trabajo en la primera mitad del siglo XX. Elementos para contextualizar la doctrina del Beato Josemaría Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. IV, Roma 2003, p. 53. 198 Cfr. G. THILS, Teologia delle realtà terrene, Alba, 1968², p. 57. 199 Cfr. F.-X. DURRWELL, La résurrection de Jésus, mystère de salut, Paris 1954, 431 pp. Esta obra sufrió modificaciones importantes en ediciones posteriores a la que citamos. 200 Cfr. J. HERRANZ, En las afueras de Jericó: recuerdos de los años con San Josemaría y Juan Pablo II, Madrid 2007, pp. 118-119. El autor relata algunas conversaciones con Thils en 1964 que muestran esa sintonía al darle a conocer las enseñanzas de san Josemaría que por entonces no habían sido aún publicadas. 201 Cfr. H.U. VON BALTHASAR, Unser Auftrag, Einsiedeln 1984, pp. 83-84. 202 Una sintética visión de conjunto que destaca la unidad de su pensamiento teológico, puede verse en A. SCOLA, Hans Urs von Balthasar: uno stile teologico, Milano 1991, 130 pp. 203 H.U. VON BALTHASAR, Estados de vida del cristiano, Madrid 1994, p. 280. 204 Ibid., p. 124. 205 Ibid., p. 244. 206 Según von Balthasar, no cabe pensar "que la cara que la Iglesia tiene vuelta al mundo esté reservada a los laicos mientras que los estados de elección tendrían que limitarse a representar la cara de la Iglesia que transciende al mundo. Toda gracia cristiana contiene siempre, también, su envío al mundo. Pero si, como queda dicho, los grandes envíos cualitativos exigen el estado de los consejos a fin de que el enviado esté en todo instante libre y disponible para su tarea específica, nada impide que, partiendo precisamente del estado de los consejos, se tense todo el arco hasta el competente dominio también de los órdenes civiles. Esta síntesis quieren realizar de forma permanente los institutos seculares" (ibid., p. 268). 207 Ibid., p. 174. 208 Ibid., p. 316. "Hablando en sentido estricto de la elección cristiana de estado de vida –escribe inmediatamente antes de las palabras que acabamos de citar–, no se puede decir que el elector tendría que cerciorarse de si la llamada de Dios le destina al estado matrimonial o al estado sacerdotal o al estado de los consejos. En su elección, el cristiano no se encuentra ante dos llamadas de igual valor. Desde un punto de vista cristiano, se halla tan sólo ante la alternativa de la llamada general a la vida cristiana (de la que por lo general suele seguirse la decisión al estado del matrimonio) o de la llamada especial al estado sacerdotal o al de los consejos. Y él será llamado a la vida matrimonial cuando no sea hecho partícipe de una llamada especial" (p. 316). En Unser Auftrag, cit., p. 84, von Balthasar señala que la idea de los "dos estados" (estado del matrimonio y estado de los consejos) era "una opinión tenazmente sostenida por Adrienne [von Speyr]". 209 Remitimos en particular a P. O'CALLAGHAN, Gli stati di vita del cristiano. Riflessioni su un'opera di Hans Urs von Balthasar, en: "Annales theologici" 21 (2007) 61-100. 210 Conversaciones, 20. 211 Cfr., p.ej., D. TETTAMANZI, Esiste una "vocazione" al matrimonio?, en: AA.VV., Dimensioni religiose del matrimonio e della famiglia, Brescia 1975, pp. 933.; P. RODRÍGUEZ, Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona 1986, pp. 29-31 (donde afirma que la "vocación al matrimonio" es una de las "determinaciones mayores" de la vocación cristiana); M.A. PARDO ÁLVAREZ, El matrimonio es una vocación, en: "Toledana" 3 (2000) 73-102; R. DÍAZ DORRONSORO, La naturaleza vocacional del matrimonio a la luz de la teología del siglo XX, Roma 2001, 453 pp.; ID., El matrimonio cristiano, vocación sobrenatural, en: "Annales Theologici" 16 (2002) 319-353. Entre los textos explícitos del Magisterio pontificio en esta línea, señalamos la Ex. ap. Familiaris consortio, 22-XI-1981, 51, donde JUAN PABLO II habla de "la vocación a vivir el seguimiento de Cristo y el servicio al Reino de Dios en el estado matrimonial"; y en la Carta a los jóvenes del 31-III-1985, 190, escribe: "Emprender el camino de la vocación matrimonial significa aprender el amor esponsal día tras día, año tras año; el amor según el alma y el cuerpo". El tema no es reciente. La BEATA ISABEL DE LA TRINIDAD (1880-1906), escribe: "El matrimonio es también una vocación. ¡Cuántos santos y santas han glorificado a Dios en él, particularmente mi querida Santa Isabel" (Carta 242, a Ivonne Rostang, en Obras completas, Madrid 1986, p. 772). Según MONTSERRAT GAS I AIXENDRI, Josemaría Escrivá de Balaguer ha sido también "un relevante precursor" de las enseñanzas del Magisterio sobre el sentido vocacional del matrimonio cristiano (El matrimonio sacramental a la luz de las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá: el sacramento, don para la santificación de los esposos y de la vida de la familia, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/2, p. 31). 212 Camino, 27. Los textos sobre la vocación matrimonial son muy numerosos: p.ej. la homilía El matrimonio, vocación cristiana, de 1970, en Es Cristo que pasa, 22-30; Conversaciones, 91; etc. 213 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 39. Sobre la enseñanza de la Const. Lumen gentium en general y particularmente en este aspecto, cfr. G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio en el Vaticano II. Historia, texto y comentario de la constitución "Lumen gentium", cit., vol. 2, pp. 13-60. 214 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 40. 215 Lumen gentium, 41. 216 ID., Decr. Apostolicam actuositatem, 2. 217 ID., Const. dogm. Lumen gentium, 30. 218 Lumen gentium, 33. 219 CONC. VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, 1. 220 Cfr. ID., Const. dogm. Lumen gentium, 10. 221 Cfr. Lumen gentium, 31. 222 CEC, 1547. 223 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 31. 224 Ibid. 225 Ibid. 226 Ibid. 227 Lumen gentium, 34. 228 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 33; Decr. Apostolicam actuositatem, 20 y 24. 229 ID., Const. dogm. Lumen gentium, 36; cfr. Decl. Dignitatis humanae, 2, 3 y 7. 230 L.F. MATEO-SECO, Temas teológicos en el pensamiento del Beato Josemaría Escrivá sobre el sacerdocio ministerial, en: "Scripta theologica" 34 (2002) 173. 231 Conversaciones, 72. 232 JUAN PABLO II, Discurso, 14-X-1993, 3. Años antes había dicho sobre san Josemaría: "Desde los comienzos se ha anticipado a esa teología del laicado, que caracterizó después a la Iglesia del Concilio y del postconcilio" (JUAN PABLO II, Homilía, 19-VIII-1979, 1). El Decreto de introducción de la Causa de Beatificación y Canonización, después de recordar que la llamada universal a la santidad "puede considerarse como el elemento más característico del entero magisterio conciliar y, por así decir, su fin último" (PABLO VI, Motu proprio Sanctitas clarior, 19-III-1969), afirma que "por haber proclamado la vocación universal a la santidad desde la fundación del Opus Dei en 1928, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer ha sido unánimemente reconocido como un precursor del Concilio precisamente en aquello que constituye el núcleo fundamental de su Magisterio" (Rivista Diocesana di Roma 3-4 (1981) 372). Así lo han señalado también eminentes personalidades eclesiásticas que participaron activamente en los trabajos conciliares: cfr., p.ej., las declaraciones de los Cardenales Sebastiano Baggio (Avvenire, Milano, 26-VII-1975), Joseph Frings (Für die Menschen bestellt. Erinnerungen des Alterzbischofs von Köln, Köln 1973, pp. 149-150) y Franz König (Corriere della Sera, Milano, 9-XI-1975). 233 Sobre este debate, cfr. J.L. ILLANES, La discusión teológica sobre la noción de laico, en ID., Laicado y sacerdocio, Pamplona 2001, pp. 143-161; y La secularidad como elemento especificador de la condición laical, en ibidem, pp. 119-137. Véase también el excelente artículo de J.-I. SARANYANA, El debate teológico sobre la secularidad cristiana (1930-1990), cit. Para una síntesis teológica y jurídica, cfr. J. MIRAS, Fieles en el mundo. La secularidad de los laicos cristianos, Pamplona 2000, 95 pp. Cfr. también A. GARCÍA SUÁREZ, Existencia secular cristiana. Notas a propósito de un libro reciente, cit. 234 PABLO VI, Discurso a los representantes de Institutos seculares, 2-II-1972: AAS 64 (1972) 208. 235 Á. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia. Bases de sus respectivos estatutos jurídicos, cit, , p. 202. A continuación añade: "En cambio, en los religiosos –testigos públicos, nomine Ecclesiae, del espíritu de las bienaventuranzas (cfr. Lumen gentium, 31 b) y por tanto del nuevo cielo y de la nueva tierra– se produce una verdadera separación. Es esa separación a curis et negotiis saecularibus (en nota cita a san Jerónimo, san Benito, santo Tomás de Aquino y Suárez) la que produce, la que hace posible, el testimonio escatológico público que es propio y esencial del estado religioso" (ibid., pp. 202-203). 236 Volveremos a encontrar el tema en la última sección de esta Parte preliminar, al tratar de las vocaciones en la Iglesia. 237 K. RAHNER, Über den Laienapostolat, en: ID., Escritos de teología, Madrid 1961, vol. II, p. 350. 238 P. RODRÍGUEZ, La identidad teológica del laico, en: AA.VV. La misión del laico en la Iglesia y en el mundo, cit., p. 98. 239 "Laicis indoles saecularis propria et peculiaris est" (CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 31). 240 Remitimos en particular a J.F. CASTAÑO, O.P., Natura e spiritualità degli Istituti Secolari, en: AA.VV., Compendio di Teologia spirituale (in onore di Jordan Aumann O.P.), Roma 1992, pp. 247-267, donde el autor defiende la especificidad de la "secularidad consagrada" previniendo de identificarla con la secularidad de los demás fieles laicos. Posteriormente JUAN PABLO II ha afirmado que "cuando los laicos se comprometen en el camino de los consejos evangélicos, sin duda entran en cierta medida en un estado de vida consagrada, muy diferente de la vida más común de los otros fieles, que eligen el camino del matrimonio y de las profesiones de orden profano" (Discurso, 5-X-1994, 4). 241 Sobre esas opiniones, cfr. J.L. ILLANES, La discusión teológica sobre la noción de laico, cit., p. 150-151. 242 Cfr. Conversaciones, 9. 243 Conversaciones, 59. 244 P. RODRÍGUEZ, La identidad teológica del laico, en: AA.VV., La misión del laico en la Iglesia y en el mundo, cit., p. 94. Según este autor la secularidad es incluso un carisma "estructural" en la Iglesia, precisamente porque la estructura de la Iglesia está al servicio de su misión, de la que es parte esencial la santificación del mundo desde dentro que la Iglesia realiza a través de los laicos (cfr. ibid., pp. 99-106). No entramos en la discusión de esta tesis. La mencionamos como una posibilidad. 245 Cfr. R. LANZETTI, La unidad de vida y la misión de los fieles laicos en la Exhortación apostólica "Christifideles laici", en: "Romana" 9 (1989/2) 300-312. El autor ve en la Exhortación un influjo de las enseñanzas de san Josemaría, de quien por entonces se habían publicado ya varias obras (además de Camino y Santo Rosario, aparecidas antes del Concilio): Conversaciones (1968), Es Cristo que pasa (1973), Amigos de Dios (1977), Via Crucis (1981), Surco (1986) y Forja (1987). 246 Conversaciones, 20. Texto citado al inicio de esta sección. 247 Conversaciones, 20. 248 Conversaciones, 21. 249 Ibid. 250 Ibid. 251 Conversaciones, 22. 252 Ibid. 253 Conversaciones, 21. 254 Conversaciones, 58. 255 Un elenco completo de los estudios teológicos sobre san Josemaría se puede ver en la revista "Studia et Documenta" 2 (2008) 425-479 y 3 (2009) 497-538. 256 Á. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, cit., 252 pp.; J. ECHEVARRÍA, Memoria del Beato Josemaría, Madrid 2000, 357 pp. Los autores colaboraron directamente con Josemaría Escrivá de Balaguer durante cuarenta y veinticinco años, respectivamente, y le sucedieron después como Prelados del Opus Dei. 257 A. DE FUENMAYOR – V. GÓMEZ-IGLESIAS – J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei, cit., 668 pp. 258 P. RODRÍGUEZ – F. OCÁRIZ – J.L. ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia, Madrid 1993, 346 pp. 259 A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit. 260 AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit. 261 M. RHONHEIMER, Transformación del mundo, Madrid 2006, 170 pp.; ID., Vosotros sois la luz del mundo, Madrid 2009, 267 pp. 262 Para otro tipo de críticas, cfr., p.ej., J.L. ALLEN, Opus Dei, New York 2005, 403 pp. (trad. cast.: Opus Dei, Barcelona 2006); G. CORIGLIANO, Un lavoro soprannaturale, Milano 2008, 129 pp.; V. MESSORI, Opus Dei: un'indagine, Milano 1994, 287 pp. (trad. cast.: Opus Dei: una investigación, Barcelona 1994); W. O'CONNOR, Opus Dei: an open book, Dublin 1991, 156 pp.; P. DE PLUNKETT, L'Opus Dei, Paris 2006, 334 pp.; W.J. WEST, Opus Dei: exploding a myth, Sidney 1987, 192 pp. (trad. cast.: Opus Dei: ficción y realidad, Madrid 1989). 263 H.U. VON BALTHASAR, Integralismus, en: "Neue Zürcher Nachrichten" (Zürich), con dos partes: el 23 y el 30-XI-1963. 264 J.F. COVERDALE, Una respuesta a von Balthasar, en: "Nuestro Tiempo" 117 (1964) 4. 265 "Así se puede hacer decir cualquier cosa incluso a San Pablo", comenta Coverdale (ibid., p. 6). En la edición histórico crítica de Camino, Pedro Rodríguez documenta que el punto 16, en el que aparece el término "caudillo", figuraba ya en el precedente libro de Consideraciones espirituales, publicado en 1934, y explica que "años después, en la época en que al Jefe de Estado en España (Francisco Franco, 1939-1975) se le llamaba "el Caudillo", algunos quisieron ver en la expresión de Camino un eco de este evento, proyectando sobre ella la ideología autoritaria de entonces. Es anacronismo e ignorancia" (P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., p. 234). En Camino, "caudillo" es un nombre común. A las observaciones de Coverdale se podría añadir la interpretación deformada de algunos puntos de Camino que hace von Balthasar al citarlos parcialmente. P.ej., recoge la primera parte del punto 91 sobre los "temas" de la oración: "De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!". Von Balthasar concluye aquí la cita y comenta: "Es decir, que esta oración está centrada casi exclusivamente en el yo, que se acicala así con grandes virtudes, se hace grande y fuerte, apostólico y napoleónico" (Integralismus, cit., parte segunda). Dejando aparte el tono sarcástico, no se explica que omita lo que sigue en ese mismo punto de Camino: "y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: "¡tratarse!"" (Camino, 91). Estas palabras muestran que la oración, en san Josemaría, no está centrada en el yo, precisamente porque la entiende como un "hablar con Dios" (ibid.), no como un monólogo. 266 Á. DEL PORTILLO, Integralismus: Stellungnahme des Opus Dei zu dem gleichnamigen Artikel von Hans Urs von Balthasar, en: "Wort und Wahrheit" 19 (1964) 224-225. 267 Cfr. P. RODRÍGUEZ, "Camino" y la espiritualidad del Opus Dei, en: "Teología Espiritual" (Revista de los Estudios generales dominicanos en España) 26 (1965) 213-245. Cfr. también J. ORLANDIS, Sobre la espiritualidad de "Camino", en: "Revista de Espiritualidad" 24 (1965) 563-576. 268 H.U. VON BALTHASAR, Integralismus, cit., parte segunda. 269 P. RODRÍGUEZ, "Camino" y la espiritualidad del Opus Dei, cit., p. 214. Sobre el tema, cfr. AA.VV. (R. ALVIRA, J. ARELLANO, V. GARCÍA-HOZ, A. MILLÁN PUELLES y otros), Estudios sobre "Camino", Madrid 1988, 364 pp. 270 Cfr., p.ej., Conversaciones, 114. 271 M. RHONHEIMER, Il rapporto tra verità e politica nella società cristiana. Riflessioni storico-teologiche per la valutazione dell'amore della libertà nella predicazione di Josemaría Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/2, pp. 153-178. 272 Ibid., p. 171. 273 H.U. VON BALTHASAR, Friedliche Fragen an das Opus Dei, en: "Der christliche Sonntag" (Freiburg i. Br.), 12-IV-1964, pp. 117-118. 274 Cfr. ID., Integralismus heute, en: "Diakonia" (Mainz/Freiburg) 4 (1988) 221-229. 275 "Man denke (...) an die positiven Seiten etwa auch des "Opus Dei". Sein Wagnis der Synthese eines vollen evangelischen Lebens mit einer vollen Welthaftigkeit" (H.U. VON BALTHASAR, entrevista a Michael Albus, publicada con el título Geist und Feuer en: "Herder Korrespondenz" 2 (1976) 80. El texto está incluido también en la obra de von Balthasar, Zu seinem Werk, Einsiedeln 2000. La traducción al castellano es nuestra). 276 Es el caso de P. HERTEL en la última edición del Lexikon für Theologie und Kirche (Freiburg-Basel-Rom-Wien 1994) donde escribe la breve voz "Escrivá de Balaguer y Albás", en la que afirma que "la espiritualidad del Opus Dei –santificación del trabajo y cristianización de la sociedad– tiene sus raíces en el integrismo". Este mismo autor ha publicado otras críticas al Opus Dei –entre otras cosas, acusándolo de integrismo– que M. RHONHEIMER ha rebatido calificándolas de "burdas": cfr. Transformación del mundo. La actualidad del Opus Dei, Madrid 2006, p. 166. No nos ocupamos de ellas porque no son propiamente teológicas ni se refieren directamente al pensamiento de san Josemaría. En todo caso, la acusación balthasariana de "integrismo" sigue ejerciendo un cierto influjo allí donde la enseñanza de san Josemaría no es aún suficientemente conocida. También K.-H. MENKE, Das Kriterium des Christseins. Grundriss der Gnadenlehre, Regensburg 2003, pp. 200-204, califica al Opus Dei de "moderada... institución integrista", basando su juicio exclusivamente en von Balthasar. 277 Cfr. B. MÜLLER, Zu: Hans Urs von Balthasar, die Jesuiten und das Opus Dei, en "Novalis (Zeitschrift für spirituelles Denken)" 7/8 (1996) 95-97. 278 Cfr. A. DE FUENMAYOR – V. GÓMEZ-IGLESIAS – J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei, cit., p. 332 y cap. 8 passim. 279 En el Instituto secular Johannesgemeinschaft, la obediencia de sus miembros se extiende también a la elección de la profesión (cfr. H.U. VON BALTHASAR, Unser Auftrag, cit., Prinzipien, Nr. 21, 23, 32). 280 J. ANDRÉS-GALLEGO – A.M. PAZOS – L. LLERA, Los españoles, entre la religión y la política: el franquismo y la democracia, Madrid 1996, 309 pp. 281 La respuesta de Álvaro del Portillo al artículo de von Balthasar se detiene en aclarar que los miembros del Opus Dei gozan de completa la libertad en la vida po lítica y cultural, dentro de la doctrina de la Iglesia (cfr. Á. DEL PORTILLO, Integralis mus: Stellungnahme des Opus Dei..., cit., p. 225). La enseñanza de san Josemaría al respecto es clara, como puede verse en Conversaciones, 28, 48, 49, 65 y 117. 282 Cfr. los mismos textos de Conversaciones citados en la nota anterior. 283 Entre la documentación al respecto, señalamos: A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. III, pp. 518-544 (en estas páginas incluye diversos testimonios y cartas del Fundador del Opus Dei); J. HERRANZ, En las afueras de Je ricó, cit., cap. XIII, § 9; O. DÍAZ, Rafael Calvo Serer y el grupo Arbor, Valencia 2008, 570 pp. 284 Conversaciones, 44. 285 Traducción castellana: J. ESTRUCH, Santos y pillos. El Opus Dei y sus paradojas, Barcelona 1994, 478 pp. 286 Ibid., pp. 136 y 149. 287 J.L. ILLANES, Recensión al libro de Estruch, en: "Scripta Theologica" 27 (1995) 1034-1041. 288 Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, caps. V a VIII. Esta observación debe hacerse también al libro de A. BOTTI, Nazionalcattolicesimo e Spagna nuova (1881-1975), Milano 1992, que en la p. 113 reproduce la hipótesis de Estruch. Según él es posible que el Opus Dei haya adelantado la fecha de la fundación, de 1939 a 1928, para que no apareciera como fruto de la guerra civil española. No se comprende esta tosca imprecisión en un historiador, ni tampoco otras que son ajenas al campo de la historia y que resultan teológicamente disparatadas, como decir que "la santificación del trabajo que (el Opus Dei) tiene como fundamento es, entonces, la santificación de la división capitalista del trabajo: obvio que resulte una especie de equivalente weberiano de la ética calvinista del capitalismo" (ibid., p. 115). 289 V. MESSORI, Opus Dei: una investigación, cit., p. 142. 290 J.L. ILLANES, Recensión al libro de Estruch, cit., p. 1041. 291 Ibid. Se puede encontrar un sugerente análisis comparativo entre Max Weber y Escrivá de Balaguer en P. ZANOTTO, Cattolicesimo, protestantesimo e capitalismo. Dottrina cristiana ed etica del lavoro, Catanzaro-Bergamo 2005, 286 pp. Esta obra aborda un gran número de cuestiones con desigual profundidad. 292 A. ROTZETTER, Anachronistische Lebensform, en: P. HERTEL, Geheimnisse des Opus Dei. Geheimdokumente – Hintergründe – Strategien, Freiburg 1995, pp. 154-165. 293 Ibid., p. 164. 294 P. EICHER, Kirchensucht, en: P. HERTEL, Geheimnisse..., cit., pp. 166-188. 295 Ibid., p. 182. 296 S. CAVALLOTTO, Sulla dimensione "conciliare" della santità di Escrivá de Balaguer: annotazioni critiche, en: AA.VV. (dir. F. SCORZA BARCELLONA), Santi del Novecento. Storia, agiografia, canonizzazioni, Torino 1998, pp. 153-172. 297 Cfr. ibid., p. 155. 298 Ibid. 299 Ibid., p. 162. 300 Ibid., p. 159. 301 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 5. 302 S. CAVALLOTTO, Sulla dimensione..., cit., p. 159. 303 "Hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo" (CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 39). 304 Es Cristo que pasa, 184. 305 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 36. 306 Conversaciones, 22. 307 Remitimos al trabajo de E. REINHARDT, La legítima autonomía de las realidades temporales, cit. 308 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 40. 309 M.-D. CHENU, Pour une théologie du travail, Paris 1955, 123 pp. 310 El intento de Chenu en este ensayo se puede resumir con sus palabras: "nous ne voulons pas voler un morceau de l'humanisme marxiste, un bon morceau en laissant les mauvais. Nous avons à reposer pour notre compte le problème de l'homme tel que le fait connaître la révélation de ses ressources nouvelles dans une économie du monde où le travail apparait enfin dans sa totale puissance, personnelle et communautaire, métaphysique et historique. Un non-chrétien [Marx] a été le prophète de cette révélation..." (Ibid., p. 69). 311 Veremos el tema en los capítulos 2º y 7º. 312 Nos referimos al breve artículo de P. LATHULIÈRE, Vision de l'Église de Don Balaguer, en "Unité Chrétienne" 134 (1999) 13-22, del que hablaremos más abajo (II.2.d); y al artículo de J.M. CASTILLO, La "Imitación de Cristo" y "Camino", en "Concilium" 14 (1978) 539-551, que mencionaremos en el capítulo 9º, apartado 4.2.4. 313 P.ej., la obra de G. CANOBBIO – P. CODA (eds.), La Teologia del XX secolo, 3 vols., Roma 2003, le menciona sólo en tres ocasiones sin detenerse en sus enseñanzas. 314 Cfr. E. BURKHART, Ein neuer Meister des geistlichen Lebens. Herausforderungen der Heiligsprechung von Josemaría Escrivá für die Spirituelle Theologie, en: "Forum Katholische Theologie" 19/1 (2003) 45 s. 315 Carta 19-III-1967, 3. 316 F. VARO, San Josemaría Escrivá, lector de la Sagrada Escritura, en: "Romana" 40 (2005) 179. 317 J.M. CASCIARO, La "lectura" de la Biblia en los escritos y en la predicación del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: "Scripta theologica" 34 (2002) 134. Cfr. también S. AUSÍN, La lectura de la Biblia en las "homilías" del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: "Scripta theologica" 25 (1993) 191-220; S. HAHN, Amar apasionadamente la Palabra de Dios. El uso de las Escrituras en los escritos de San Josemaría, en: "Romana" 35 (2002) 376-385; G. MORUJÃO, "Lectio divina" de las Sagradas Escrituras en los escritos del Beato Josemaría, en: AA.VV., El cristiano en el mundo, cit., pp. 305-346; F. VARO, San Josemaría Escrivá de Balaguer, "Palabras del Nuevo Testamento, repetidas veces meditadas. Junio – 1933", en: "Studia et Documenta" 1 (2007) 259-286. 318 D. RAMOS-LISSÓN, El uso de los loci patrísticos en las Homilías del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: "Archivo de Historia de la Iglesia" 2 (1993) 27. 319 Cfr. Es Cristo que pasa, 78. 320 P.ej., la enseñanza del fundador del Opus Dei acerca de la filiación divina y de su importancia en la vida del cristiano, desborda completamente el marco de ese catecismo. Baste pensar que la voz "filiación divina" no figura en el índice (nos referimos a la edición bilingüe de 1860, con el texto latino y la traducción castellana de A. Zorita de 1761, que era la edición comúnmente usada en España en la primera mitad del s. XX). Sí que se encuentra la voz "hijos adoptivos de Dios", pero sólo para remitir a "gracia", y dentro de ésta no hay ninguna referencia a la filiación sobrenatural, como tampoco la hay en la voz "Bautismo". No es que el Catecismo Romano desconozca la filiación divina adoptiva, pero ciertamente no ocupa el lugar que tiene en la enseñanza de san Josemaría. 321 Doce citas en las obras publicadas y otras muchas en las inéditas. 322 Carta 17-VI-1973, 25. En el texto remite a Conc. Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, 10; Decr. Optatam totius, 16; interpretación auténtica de la S. Congreg. de Semin. et Univers., 20-XII-1965, del Decr. Optatam totius, 15. 323 Carta 17-VI-1973, 25. 324 Carta 9-I-1951, 22. Como es sabido, a lo largo de la primera mitad del siglo XX, época en la que san Josemaría recibe la formación en el seminario (hasta 1925) y comienza a redactar sus escritos (a partir de 1930), el tomismo experimenta una profunda renovación bajo el impulso de los Romanos Pontífices. Una visión sintética de esta renovación puede verse en A. LIVI – C. FABRO – F. OCÁRIZ – C.M.J. VANSTEENKISTE, Le ragioni del tomismo. Dopo il centenario dell'enciclica "Aeterni Patris", Milano 1979, 236 pp. (trad. cast.: Las razones del tomismo, Pamplona 1980). Buscar las huellas de esta renovación en los escritos de san Josemaría es tarea que requeriría un estudio específico, como tantas otras cuestiones que a lo largo de estas páginas dejaremos simplemente apuntadas. 324bis Pueden verse diversas referencias en G. DERVILLE, Une connaissance d'amour. Note de théologie sur l'édition critico-historique de Chemin (I), en: "Studia et Documenta" 1 (2007) 204-206. 325 Cfr. los testimonios de Á. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el fundador del Opus Dei, cit., c. 3; y de J. ECHEVARRÍA, Memoria del Beato Josemaría, cit., p. 94. 326 Cfr. F. GALLEGO LUPIÁÑEZ, Paralelismo doctrinal entre San Juan de Ávila y el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: "Revista Agustiniana" 41 (2000) 669-688. El autor ha escrito varios artículos en los que compara la doctrina de san Josemaría con la de otros maestros de vida espiritual. Se limita sobriamente a señalar textos e ideas semejantes, advirtiendo que esos paralelismos no son suficientes para afirmar un influjo directo, aunque en algunos casos sea probable. 327 Cfr. ID., La Pasión del Señor en San Juan Eudes y el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: "Studium" 41 (2001) 499-505. 328 El influjo de esta escuela se prolonga en el siglo XIX a través de autores como G. de Ségur y, ya en el XX, a través de algunos capellanes de la Acción Católica o de la JOC como Raoul Plus, cuyas obras alcanzaron gran difusión a partir de la década de 1940 en bastantes países, entre ellos España. Aunque san Josemaría no lo cita, es posible que conociera algunos de esos escritos. R. Plus habla frecuentemente del cristiano como de un alter Christus, al igual que lo hará después san Josemaría (lo veremos en el capítulo 4º). 329 Cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., pp. 914-915 (introducción al capítulo "Infancia espiritual"); A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, cap. 6, 7. Cfr. también F. GALLEGO LUPIÁÑEZ, Influencia de Santa Teresa del Niño Jesús en el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: "Carmelus" 47/1 (2000) 91-108. 330 Cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., comentario al punto 57. 331 Cfr. F. GALLEGO LUPIÁÑEZ, La Beata Isabel de la Trinidad y San Josemaría Escrivá de Balaguer, en: "Studium" 46/2 (2006) 322. 332 M. HAUKE, La relación entre Iglesia y mundo según John Henry Newman, en: AA.VV., El cristiano en el mundo, cit., p. 69. 333 Cfr. E.G. HENNESSEY, La noción de "cosas pequeñas" en cuatro autores espirituales del Siglo de Oro español, Roma 2009, 314 pp. 334 Tampoco nos consta que mencione alguno en sus anotaciones personales, pero no estamos en condiciones de excluirlo absolutamente. 335 Cfr. R. HERRANDO, Los años de seminario de Josemaría Escrivá en Zaragoza (1920-1925), Madrid 2002, pp. 111-114; A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, p. 48 ss. 336 Cfr. P. RODRÍGUEZ, El doctorado de san Josemaría en la Universidad de Madrid, en: "Studia et Documenta" 2 (2008), 13-103. El Derecho tuvo mucho peso en su formación. Después de su tesis doctoral elaboró una monografía sobre La Abadesa de las Huelgas, Madrid 1944. En esta obra, que es –como indica el subtítulo– un "Estudio teológico-jurídico", puede verse la compenetración entre lo teológico y lo jurídico, característica de su mentalidad y determinante para abrir camino al fenómeno teológico y pastoral del Opus Dei en el Derecho de la Iglesia. Lo pone de manifiesto la documentada monografía, ya citada, de A. DE FUENMAYOR – V. GÓ-MEZ-IGLESIAS – J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei, cit. 337 Cfr. F. CASTELLS I PUIG, Gli studi di teologia di san Josemaría, en: "Studia et Documenta" 2 (2008) 105-144. 338 Apuntes de la predicación, 15-IX-1971 (AGP, P01 1971, p. 929). 339 Es Cristo que pasa, 10. 340 Cfr. J. HERRANZ, En las afueras de Jericó: recuerdos de los años con San Josemaría y Juan Pablo II, cit., cap. 8. 341 J.L. ILLANES, Ante Dios y en el mundo. Apuntes para una Teología del trabajo, Pamplona 1997, p. 110. 342 Esto no significa que no sea posible encontrar a posteriori afinidades con unas corrientes más que con otras. Entre los autores católicos del siglo XX que han elaborado una amplia obra teológica, quizá se pueda descubrir una sintonía más amplia con Louis Bouyer (1913-2004), sin que esto, repetimos, signifique dependencia o influjo directo. En el cuadro de la cosmovisión doxológica y eucarística de este autor, laicos y sacerdotes deben cooperar en la transformación del mundo para llevarlo al Creador, conformando como ofrenda agradable a Dios la propia existencia, que abarca las realidades cotidianas en unidad de vida. Para Bouyer, los cristianos, de sarrollando sus virtualidades humanas, deben realizar el don de sí mismos, comunicando lo recibido: el apostolado ha de ser consecuencia lógica del don de la filiación divina adoptiva, que reciben y en cuya comunicación cooperan. Los fieles hacen de su vida –de las realidades cotidianas, dirá Bouyer– un sacrificio eucarístico, conformando su existencia con la de Cristo. El fundamento último de este planteamiento es, según él, que Dios ha concebido el mundo en su propia Sabiduría "eucarística", cuya realización última es la Iglesia, domus sapientiae, en la cual finalmente podemos conocer y amar a Dios como Él nos ha conocido y amado desde la eternidad. Este marco general concuerda en varios aspectos con el mensaje de san Josemaría, pero lo señalamos sólo como hipótesis. Las ideas mencionadas pueden verse en L. BOUYER, L'Église de Dieu, corps du Christ et temple de l'Esprit, Paris 1970, pp. 495-519 y 569-581; Cosmos. Le monde et la gloire de Dieu, Paris 1982, 397 pp.; Sophia ou le Monde en Dieu, Paris 1994, 212 pp. Para un estudio de la visión teológica de este autor, cfr. F.J. SUÁREZ MARTEL, La persona humana y su vocación eterna a la luz de la sabiduría eucarística. De la doctrina de la gracia a la antropología teológica de Louis Bouyer, Roma 2008, 493 pp. 343 Como puede verse en cualquier diccionario bíblico, "santo", en hebreo "qadosh", viene de "qadad": separar, cortar. Dios es Santo porque está "separado" en el sentido de que trasciende absolutamente a todas las criaturas (cfr. 1S 2, 2). Aquí remitimos, por su sensibilidad hacia la vida espiritual, al diccionario de Bauer: cfr. 344 CEC, 1997. Esta expresión del Catecismo refleja la noción de elevación sobrenatural como "introducción" en la vida intratrinitaria, que se encuentra en diversos autores contemporáneos a san Josemaría, como E. MERSCH, Filii in Filio, en: "Nouvelle Revue Théologique" 65 (1938) 551-582, 681-702, 809-830; PH. DELA TRINITÉ, Filiation adoptive, en: "Ephemerides Carmeliticae" 16 (1965) 71-117. Tal concepción concuerda bien con la doctrina espiritual de san Josemaría, como veremos (cfr., p.ej., Forja, 452). 345 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 40. Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. III, q. 62, a. 1, c; S.Th. I-II, q. 110, aa. 3-4. 346 Cfr. Camino, 469; Surco, 343; Es Cristo que pasa, 30; Amigos de Dios, 126. 347 Carta 24-III-1931, 62. 348 Cfr. D. RAMOS-LISSÓN, Aspectos de la divinización en el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: AA.VV., El cristiano en el mundo, cit., pp. 483-499. Los Padres, ya desde el s. II, hablan de divinización o deificación por la gracia: cfr., p.ej., SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ep. ad Ephesios, 4; SAN IRENEO, Adversus haereses, 3, 6. Esta tradición basada en la Escritura (cfr. p.ej., Sal 82, 6 y Jn 10, 34), es especialmente viva entre los griegos pero se halla presente también en san Agustín (cfr., p.ej., Enarrationes in Psalmos, 49, 2 y 85, 4). Cfr. I.-H. DALMAIS, Divinisation (II. Patristique grecque), en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 3 (1957) col. 1376-1389. 349 Surco, 655. 350 Forja, 156. Son numerosos los textos en esta línea. Lo mismo habría que repetir en las citas siguientes. 351 Conversaciones, 113. 352 Carta 19-III-1967, 58. 353 Carta 2-II-1945, 8. 354 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 40. 355 Cfr. ibid. 356 SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I, q. 38, a. 1, c. 357 Apuntes de la predicación, 9-XI-1972 (AGP, P04 1972, vol. I, p. 408). 358 Amigos de Dios, 306. 359 Ibid. 360 En esta línea, cfr. M. DE LA TAILLE, Actuation créée par l'Acte Incréé, en: "Recherches de Science Religieuse" 18 (1928) 253-268; K. RAHNER, Schriften zur Theologie, I, Einsiedeln 1954, pp. 347-375. 361 L. SCHEFFCZYK, Die Gnade in der Spiritualität von Josemaría Escrivá, en C. ORTIZ (dir.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Köln 2002, pp. 73-74. Sobre este tema puede verse: G. PHILIPS, L'union personnelle avec le Dieu vivant. Essai sur l'origine et le sens de la grâce créée, Louvain 198910. J. PRADES, "Deus specia liter est in sanctis per gratiam". El misterio de la inhabitación de la Trinidad en los escritos de Santo Tomás, Roma 1993, pp. 352-354. 362 JUAN PABLO II, Enc. Dominum et Vivificantem, 18-V-1986, 10. 363 ID., Discurso, 22-VII-1998, 2-3. En otro momento había escrito que "en la sobreabundancia del don increado tiene su inicio, en el corazón de todo hombre, aquel particular don creado, mediante el cual los hombres "se convierten en partícipes de la naturaleza divina" (cfr. 2P 1, 4). Así la vida humana es penetrada por la participación de la vida divina y adquiere una dimensión divina, sobrenatural. Se tiene una nueva vida" (Enc. Dominum et Vivificantem, 18-V-1986, 52). Para una exposición sistemática del tema, cfr. L. SCHEFFCZYK, Die Heilsverwirklichung in der Gnade, V. Theologie- u. dogmengeschichtlich", en: AA.VV., Lexikon für Theologie und Kirche, vol. IV, Freiburg-Basel-Rom-Wien 1995, col. 772-779. 364 Es Cristo que pasa, 126. 365 La gracia es "una cierta incoación de la gloria" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 24, a. 3, ad 2). 366 Homilía Lealtad a la Iglesia, cit., p. 19. 367 Cfr. J.-H. NICOLAS, Les profondeurs de la grâce, I, Paris 1969, p. 59; I.-H. DALMAIS, Divinisation. (II. Patristique grecque), cit., col. 1387. 368 Carta 19-III-1967, 58. 369 Carta 11-III-1940, 2. Cfr. Ef 2, 4-5. 370 Carta 2-II-1945, 8. 371 Es Cristo que pasa, 58. 372 Forja, 987. 373 CONC. VATICANO II, Const. past., Gaudium et spes, 22. 374 Carta 19-III-1967, 93. 375 "Filiatio adoptionis est participata similitudo filiationis naturalis" (S.Th. III, q. 23, a. 4, c.). Cfr. S.Th. III, q. 3, a. 5, ad 2; In Ioann. Ev., c. I, lect. 8; etc. 376 Sobre la noción tomista de "participación", cfr. C. FABRO, La nozione metafisica di partecipazione secondo San Tommaso d'Aquino, en: ID., Opere complete, vol. 3, Roma 2005, 427 pp. (primera edición de 1939); y Partecipazione e causalità, Torino 1950. Sobre la aplicación de esta noción a la vida sobrenatural, cfr. F. OCÁRIZ, Hijos de Dios en Cristo, Pamplona 1972, 162 pp.; ID., Naturaleza, gracia y gloria, Pamplona 2000, 355 pp; M. SÁNCHEZ SORONDO, La gracia como participación de la naturaleza divina según Santo Tomás de Aquino, Roma 1979, 359 pp. 377 Camino, 584. Cfr. Hb 13, 8. 378 Es Cristo que pasa, 103. Cfr. Es Cristo que pasa, 65, 134 y 183. Para una reflexión sobre los textos bíblicos, cfr. C. SPICQ, Teología moral del Nuevo Testamento, vol. I, Pamplona 1970, pp. 411-420 ("Lo que significa el título de cristiano"). 379 Los estudios bíblicos ratifican esta lectura del versículo paulino (cfr. R.N. LONGENECKER, Galatians, en: D.A. HUBBARD – G.W. BARKER – J.D.W. WATTS – R.P. MARTIN, Word Biblical Commentary, vol. 41, Waco [Texas] 1990, pp. 80-96). San Pablo hace esa afirmación en el contexto de su polémica con los cristianos judaizantes que defendían la observancia de la ley mosaica como necesaria para la justificación (lo que algunos llaman "nomismo"). Con la muerte redentora de Cristo esta ley ha alcanzado su fin pedagógico y ha entrado en vigor la nueva ley de la gracia. La vida del cristiano ha de buscar su norte no en una ley exterior sino en Cristo, que no es sólo maestro o legislador sino fuente de vida divina. Por la fe, el cristiano entra en unión con Él y empieza a vivir en cierto modo la vida de Cristo. 380 Homilía Sacerdote para la eternidad, cit., p. 68. Cfr. Es Cristo que pasa, 106; Conversaciones, 58; etc. En el capítulo 4º veremos que estas afirmaciones se encuentran ya en la tradición patrística y en la teología posterior, sobre todo en el siglo XX. 381 M.J. SCHEEBEN, Die Mysterien des Christentums, Freiburg i. Br. 1865 (777 pp. en la edición de 1941). La primera edición española es de 1950. 382 PÍO XII, Enc. Mystici Corporis, 29-VI-1943: AAS 35 (1943) 192. Sobre la situación teológica que precede a la encíclica puede verse E. PRZYWARA, Corpus Christi mysticum. Eine Bilanz, en: "Zeitschrift für Aszese und Mystik" [actualmente "Geist und Leben"] (1939) 197-215. 383 E. MERSCH, Filii in Filio, en: "Nouvelle Revue Théologique" 65 (1938) 551-582; 681-702; 809-830; ID., Le Corps Mystique du Christ, 2 vols., Paris 1936², 551 y 498 pp. En este periodo se publican también estudios sobre cuestiones íntimamente relacionadas con la filiación divina adoptiva; p.ej.: J.M. GROSS, La divinisation du chrétien d'après les Pères grecs, Paris 1938, 368 pp. 384 J.B. TERRIEN, La grâce et la gloire, ou, La filiation adoptive des enfants de Dieu, 2 vols., París 1931, 432 y 424 pp. 385 La grâce du Christ, Paris 1963, 340 pp. 386 Les profondeurs de la grâce, Paris 1969, 561 pp. 387 Gratia Christi. Essai d'histoire du dogme et de théologie dogmatique, Paris 1948, 396 pp. 388 Cfr. DS 76. Sólo en las obras publicadas hasta el presente aparece 44 veces, con diversas formas (cfr. G. TANZELLA-NITTI, "Perfectus Deus, perfectus homo". Reflexiones sobre la ejemplaridad del misterio de la Encarnación del Verbo en las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, en: "Romana" 25 (1997) 364). 389 Amigos de Dios, 73. 390 G. TANZELLA-NITTI, "Perfectus Deus, perfectus homo", cit., p. 371. 391 Amigos de Dios, 93. 392 Este es el significado bíblico de la fórmula "en Cristo", tan frecuentemente usada por san Pablo con sentido místico, como veremos en el capítulo 4º. 393 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 22. 394 Cfr. K. RAHNER, voz Existential, en: AA.VV., Lexikon für Theologie und Kirche, cit., vol. 3, col. 1301. Para una crítica de este planteamiento, cfr. C. FABRO, La svolta antropologica di Karl Rahner, Milano 1974, 250 pp. 395 Surco, 652. 396 Es Cristo que pasa, 109. 397 Es Cristo que pasa, 162. La cita interior ("Verbum spirans amorem") es de SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I, q. 43, a. 5; citando a SAN AGUSTÍN, De Trinitate, IX, 10. 398 Amigos de Dios, 26. 399 Es Cristo que pasa, 107. 400 Apuntes de la predicación (AGP, P01 IX-1974, p. 44). Cfr. Forja, 10. 401 El término "misterio" en Ef 1, 9 se refiere a los eternos designios del Padre de salvar al hombre por medio de Jesucristo y en Él. El "misterio" se resume en "Jesucristo crucificado" (1Co 2, 2; cfr. 1Co 2, 7), "en quien, mediante su sangre, nos es dada la redención, el perdón de los pecados" (Ef 1, 7). En la epístola a los Colosenses, san Pablo dirá que "el misterio que estuvo escondido durante siglos y generaciones y que ahora ha sido manifestado a sus santos" (Col 1, 26) es "que Cristo está en vosotros y es la esperanza de la gloria" (Col 1, 27). El "misterio" es, pues, la rea lidad de nuestra vida "escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3). De ahí que se haya llamado "mística" a la vida sobrenatural cuando es más profunda y participa más del "misterio". También los sacramentos se llaman "sagrados misterios" porque significan y causan la vida sobrenatural (cfr. CEC, 774, 2014). Sobre estas nociones, cfr. L. BOUYER, Mysterion: du mystère à la mystique, Paris 1986, 382 pp. 402 Camino, 57. Véase el comentario de P. RODRÍGUEZ en la edición crítico-histórica de Camino (ad loc.), donde destaca la importancia que tuvo para san Josemaría la lectura, en 1932, del libro de FRANCISCA JAVIERA DEL VALLE, Decenario, o sea, modo de honrar al Espíritu Santo durante diez días, Salamanca 1932, 134 pp. 403 Por lo que se refiere al nombre de "Amor": "Spiritus Sanctus proprie nuncupatur vocabulo caritatis, cum sit universaliter caritas et Pater et Filius" (SAN AGUSTÍN, De Trinitate, XV, 17, 31); "(Spiritus Sanctus) Amor est subsistens" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I, q. 37, a. 1, ad 2; cfr. Comp. Theol., I, c. 48). Es doctrina común, expresada también en el Catecismo Romano: "(El Espíritu Santo) es el amor del Padre y del Hijo" (Parte I, c. II, 14). Sobre el nombre de Don, pueden verse en los mismos lugares otros textos. 404 Es Cristo que pasa, 169. 405 Cfr. Amigos de Dios, 96 y 274. 406 Cfr. Es Cristo que pasa, 118 y 131. 407 Cfr. Es Cristo que pasa, 127 ss. 408 Carta 2-II-1945, 8. 409 Surco, 739. 410 Cfr. Es Cristo que pasa, 135. 411 Cfr. Es Cristo que pasa, 127 ss. Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 4. 412 La descripción de diversas líneas teológicas en este ámbito puede verse en C. HEITMANN – H. MÜHLEN, La riscoperta dello Spirito, Milano 1977, 353 pp. De esta obra, de autores católicos y protestantes, destacamos la colaboración de J. RATZINGER, Lo Spirito Santo come "communio". Sul rapporto fra pneumatologia e spiritualità in Agostino (pp. 251-267). Después de recordar que, según el Obispo de Hipona, "el Espíritu Santo es Dios en cuanto amor" (p. 256), señala que "la obra propia del Espíritu Santo es crear la "permanencia" del amor [cfr.1Jn 4, 16: "Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él"]. El amor se revela en la continuidad, en la fidelidad. Es un amor que se reconoce no sólo en un acto momentáneo, sino en la permanencia que excluye la inestabilidad y encierra eternidad" (p. 257). 413 Cfr. Es Cristo que pasa, 127-138. 414 Es Cristo que pasa, 134. 415 No hace falta postular que el Espíritu Santo se una al cristiano de modo "quasi formal", como cierta forma suya, en la línea propuesta por Rahner. Sobre este punto puede verse: W.J. HILL, Uncreated Grace. A critique of Karl Rahner, en: "The Thomist" 26 (1963) 333-356. 416 Es Cristo que pasa, 87. La cita de san Cirilo de Jerusalén no es literal (el texto original griego y una traducción al latín pueden verse en PG 33, 1100). De todas formas lo reproducimos tal como se encuentra en la obra de san Josemaría. 417 Forja, 429. 418 En relación con la exégesis de este texto, vale la pena observar que los versículos anteriores (2Co 3, 7-18) hablan del momento en que Moisés puso un velo sobre su rostro resplandeciente de la gloria de Dios. "Los que creen en Cristo viven en una nueva era [la Nueva Alianza] en la que la "gloria" es vista en el Hijo del Padre y es participada por los que se encuentran en esta era. Este cambio es obra del Espíritu que transforma a los creyentes haciéndoles semejantes a quien constituye el fundamento de la nueva humanidad, el nuevo Adán" (R.P. MARTIN, 2Corinthians, en: D.A. HUBBARD – G.W. BARKER – J.D.W. WATTS – R.P. MARTIN, Word Biblical Commentary, vol. 40, Waco (Texas) 1986, p. 72). En esta línea se mueve el uso que hacemos aquí del texto. 419 Expresiones recientes de este cuerpo de doctrina son especialmente las enseñanzas de la Const. past. Gaudium et spes, 17 y 39, donde se afirma a la vez la verdadera libertad del hombre y la necesidad de la gracia para usar bien esa libertad, combatiendo la inclinación al mal, consecuencia del pecado. 420 Cfr. D. VON HILDEBRAND, Nuestra transformación en Cristo, Madrid 1953. 421 Cfr. R. GUARDINI, Libertad, gracia, destino, San Sebastián 1954, 238 pp. Después de citar Ga 2, 20 ("vivo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí"), escribe: "Esto no significa, en la vida cristiana, que el "yo" humano sea eliminado y que Cristo lo suplante, sino sola y propiamente que en este vivir en mí de Cristo alcanzo a ser yo mismo, ese yo que Dios ha pensado al crearme, y se despierta en mí la fuerza de un inicio, de una decisión, de una realización. El misterio se hace más transparente en el evangelio de Juan, donde Cristo dice: "el agua que yo daré (al que crea) se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna" (Jn 4, 14). La acción del Espíritu no vierte en el hombre un flujo divino que ahoga el yo personal, sino que ese flujo hace brotar en el hombre mismo una fuente que es totalmente donada, totalmente fuente de vida divina, pero que nace en el hombre y por esto le pertenece. Es el misterio de la divina potencia inicial, que es don de Dios, pero precisamente por esto representa la cosa más propia del hombre. Con esto, el fenómeno de la libertad traspasa al de la gracia" (ibid., p. 58). 422 Lo veremos en el capítulo 5º, apartado 1.3. 423 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., introducción al capítulo 20. 424 Es Cristo que pasa, 135. 425 Es Cristo que pasa, 130. 426 J.L. ILLANES, Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, cit., p. 330. 427 SAN CIPRIANO, De catholicae Ecclesiae unitate, 6 (citado en la homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, 28-V-1972, en Amar a la Iglesia, cit., p. 55). 428 Forja, 16. 429 "El Espíritu Santo es quien constituye a los bautizados en hijos de Dios y, al mismo tiempo, en miembros del Cuerpo de Cristo. Lo recuerda Pablo a los cristianos de Corinto: en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo (1Co 12, 13)" (JUAN PABLO II, Ex. ap. Christifideles laici, 30-XII-1988, 11). "Regenerados como hijos en el Hijo, los bautizados son inseparablemente miembros de Cristo y miembros del cuerpo de la Iglesia, como enseña el Concilio de Florencia (Decr. pro Armeniis, DS 1314)" (Christifideles laici, 12). Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 9. 430 Homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 39. 431 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 53. 432 Forja, 555. Cfr. Forja, 227; Camino, 496; etc. 433 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 61. 434 Camino, 495. 435 Es Cristo que pasa, 143. 436 "[Ecclesiam esse] coetum hominum eiusdem christianae fidei professione et eorundem sacramentorum communione colligatam sub regimini legitimorum pastorum ac praecipue unius Christi in terris vicarii Romani pontificis" (SAN ROBERTO BELARMINO, Controversiae, 4, III, 2). 437 A. GARUTI, Il misterio della Chiesa, Roma 2004, p. 27. 438 Cfr. ibid. 439 Y.M.-J. CONGAR, Eclesiología. Desde San Agustín hasta nuestros días, cit., p. 440 Cfr. J.A. MÖHLER, Die Einheit in der Kirche oder das Prinzip des Katholizismus, dargestellt im Geiste der Kirchenväter der drei ersten Jahrhunderte, Mainz 1825, §§ 49 y 64 (trad. cast.: La unidad de la Iglesia, Pamplona 1996, 494 pp., con introducción y notas de P. Rodríguez y J.R. Villar). 441 J.A. MÖHLER, Symbolik oder Darstellung der dogmatischen Gegensätze der Katholiken und Protestanten nach ihren öffentlichen Bekenntnisschriften, Mainz 1832, § 36 (trad. cast.: Simbólica, o, Exposición de las diferencias dogmáticas de católicos y protestantes según sus públicas profesiones de fe, Madrid 2000, 749 pp., con introducción y notas de P. Rodríguez y J.R. Villar). 442 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 7 (La Iglesia Cuerpo místico de Cristo) y 9 (Nuevo Pueblo de Dios). 443 Se pone en evidencia la Iglesia como misterio de comunión, tema que más adelante será objeto de un documento magisterial: cfr. CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 1. 444 En Conversaciones, de 1968, la emplea quince veces; y ocho más en dos homilías de 1972: Lealtad a la Iglesia y El fin sobrenatural de la Iglesia. 445 J. HAMER, La Chiesa è una comunione, Brescia 1983², p. 167. Cfr. también M. PONCE CUÉLLAR, La naturaleza de la Iglesia según Santo Tomás, Pamplona 1980, 305 pp. 446 Carta 28-III-1973, 5. 447 Conversaciones, 18. 448 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 1 y 48; Const. past. Gaudium et spes, 42 y 45; Decr. Ad gentes, 1. 449 Es Cristo que pasa, 131. 450 "Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana (...) deriva del hecho de que la Iglesia es sacramento universal de salvación, que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre" (CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 48). 451 Cfr. J. RATZINGER, Chiesa, ecumenismo e politica, cit., pp. 19-25. 452 "Die Kirche ist das Volk Gottes, das vom Leib Christi lebt und in der Eucharistiefeier selbst Leib Christi wird" (J. RATZINGER, Zeichen unter den Völkern, en: M. SCHMAUS – A. LÄPPLE (eds.), Wahrheit und Zeugnis, Düsseldorf 1964, p. 459). 453 Cfr. J. MEYER ZU SCHLOCHTERN, Sakrament Kirche. Wirken Gottes im Handeln der Menschen, Freiburg i.B. 1992, pp. 152-190; P. MARTUCECLLI, Origine e natura della Chiesa: la prospettiva storico-dommatica di Joseph Ratzinger, Frankfurt am Main 2001, p. 411. 454 G. DANNEELS, Vingt ans après Vatican II, Paris 1986, p. 52. 455 Cfr. J. RATZINGER, La mia vita, Cinisello Balsamo 1997, p. 101. 456 Para una visión panorámica, cfr., p.ej., L. SCHEFFCZYK, La Chiesa. Aspetti de lla crisi postconciliare e corretta interpretazione del Vaticano II, Milano 1998, p. 27. 457 Nos referimos al artículo de P. LATHULIÈRE, Vision de l'Église de Don Balaguer, en: "Unité Chrétienne" 134 (1999) 13-22. El autor toma en consideración solamente estas dos homilías. Algún equívoco se hubiera evitado consultando lo que Escrivá de Balaguer dice sobre los mismos temas en otras obras. P.ej., en Conversaciones, 20, sobre el ecumenismo, y en Es Cristo que pasa, 131, sobre la sacramentalidad de la Iglesia, que Lathulière echa de menos en estas homilías. Se puede comprender que para preparar un breve artículo no haya tenido en cuenta estos otros escritos, como advierte en p. 15. Es más difícil de entender que acuda, en cambio, como única bibliografía de referencia a obras como la de M. WALSH, The secret world of Opus Dei, London 1989, 279 pp., que no es un escrito teológico o histórico, ni por las fuentes ni por el método, sino un simple libelo con un buen número de afirmaciones falsas (sobre el original inglés véase W. O'CONNOR, Opus Dei: an open book. A reply to "The secret world of Opus Dei" by Michael Walsh, Dublin 1991, 156 pp.). No obstante, dejando esto aparte, señalemos que la crítica principal es que Josemaría Escrivá de Balaguer "tend à interpréter le Concile Vatican II non pas à partir de l'Évangile, mais à partir de textes antérieurs à ce Concile" (p. 21; se refiere en concreto a la Enc. Satis cognitum, de León XIII, que según el autor, sería una "encyclique unioniste"). Nos parece que no es una interpretación correcta. También el Vaticano II cita muchos textos magisteriales anteriores, entre ellos la misma Satis cognitum, en Lumen gentium, 8, mostrando la continuidad de la enseñanza e indicando que se han de tener en cuenta esos textos para comprender la doctrina conciliar. Así procede también san Josemaría. Por lo demás hemos de decir que el artículo de Lathulière contiene también valoraciones positivas acerca de su pensamiento. El autor reconoce, refiriéndose a unos párrafos de la homilía Lealtad a la Iglesia sobre la misión de los laicos, que "cette mention de l'apostolat des laïcs est certainement le point le plus en accord avec Vatican II et la nouveauté la plus marquante de la pensée de Balaguer par rapport à une théologie scolastique mâtinée de Contre-Réforme et d'intransigeantisme" (p. 20). 458 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 23. 459 Ibid. 460 F. OCÁRIZ, La universalidad de la Iglesia, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. I, p. 126. 461 Apuntes tomados de la predicación, 4-II-1973 (P01, III-1973, p. 42). 462 CONGR. PARA LA DOCTRINADELA FE, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 9. 463 F. OCÁRIZ, La universalidad de la Iglesia, cit., pp. 126-127. 464 También emplea las expresiones "Iglesia local" e "Iglesias locales", pero con poca frecuencia: cuatro veces en Conversaciones, 8 y 16. Los textos se refieren siempre a la Iglesia de rito latino. 465 P. CODA, Chiesa particolare e Chiesa universale, en: AA.VV., La Chiesa salvezza dell'uomo, vol. II, Roma 1986, p. 258. 466 Una exposición sintética de esos elementos puede verse en A. CATTANEO, La Chiesa locale. I fondamenti ecclesiologici e la sua missione nella teologia postconciliare, Roma 2003, pp. 87-117. 467 Homilía Lealtad a la Iglesia, cit., p. 14. Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. III, q. 64, a. 2, ad 3. 468 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 27; CONC. VATICANO I, Const. dogm. Pastor aeternus, cap. 3: DS 3061. 469 Carta 31-V-1954, 21. 470 Carta 15-VIII-1953, 1. 471 Entre los numerosos trabajos sobre el sacerdocio común de los fieles señalamos, como estudio bíblico, la obra de A. VANHOYE, Prêtres anciens, prêtre nouveau selon le Nouveau Testament, Paris 1980, 366 pp.; para la patrística puede verse el artículo de I.-H. DALMAIS en: AA.VV., Les laïcs et la mission de l'Église, Paris 1962, 190 pp.; para una síntesis teológica, cfr. PH. DELHAYE, El sacerdocio común cristiano. Estado de la cuestión, en: AA.VV., La misión del laico en la Iglesia y en el mundo, cit., pp. 159-196. 472 Es Cristo que pasa, 120. 473 Forja, 674. 474 En el Cuerpo místico de Cristo hay algunos miembros que tienen poderes propios de la Cabeza para cooperar con los demás en el cumplimiento de la misión de Cristo (cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 1 y 10). Para una breve síntesis de los datos bíblicos sobre el sacerdocio de Cristo y la doble participación en él, cfr. A. STÖGER – J.B. BAUER, voz "Priester/Priestertum", en: J.B. BAUER, Bibeltheologisches Wörterbuch, cit., pp. 454-459. 475 CONC. VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, 2. 476 Conversaciones, 59. 477 Camino, 961. 478 Es Cristo que pasa, 106. Cfr. Amigos de Dios, 256. Sobre este aspecto véase P. O'CALLAGHAN, The inseparability of holiness and apostolate. The christian "alter Christus, ipse Christus", in the writings of blessed Josemaría Escrivá, en: "Annales Theologici" 16 (2002) 135-164; y L. ALONSO, La vocación apostólica del cristiano en la enseñanza de mons. Escrivá de Balaguer, en: "Scripta Theologica" 15 (1983) 109-118. 479 Es Cristo que pasa, 122. 480 Esta realidad ha sido puesta de relieve con profundidad por G. MOIOLI, Cristocentrismo, en: AA.VV. (S. DE FIORES y T. GOFFI, dir.), Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Madrid 1983, pp. 301-310. 481 A. ARANDA, "El bullir de la sangre de Cristo". Estudio sobre el cristocentrismo del beato Josemaría Escrivá, Madrid 2000, p. 165. 482 Cfr. ibid., pp. 166-73. Estudiaremos con más detalle este tema en el capítulo 7º, apartado 1.1. 483 Un resumen de la doctrina cristiana en este tema puede verse en CEC, 369 ss. Para una exposición teológica sintética, cfr. A. ARANDA, Identità cristiana: i fondamenti, Roma 2007, pp. 116-132. 484 Conversaciones, 87. 485 Conversaciones, 14. 486 "...uno solo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación..." (CONC. DE CALCEDONIA: DS 148). 487 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 36. 488 "Naturaliter anima est gratiae capax" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 113, a. 10, c). 489 Carta 19-III-1967, 58. Nótese en el tenor de estas palabras y de las que siguen la sintonía con los Padres griegos. San Atanasio dice que los hijos de Dios "de ninguna manera habrían llegado a ser hijos, ya que por naturaleza pertenecen a lo creado, si no fuese por haber recibido el Espíritu de aquel que es el Hijo natural y verdadero" (Oratio 2 contra Arianos, 59). San Cirilo de Alejandría, hablando de la adopción divina, explica que es adopción precisamente porque recibimos la gracia por la que somos elevados "prós tá hypér physin"(In Ioan. lib. I). Por lo que se refiere a los Padres latinos, cfr., p.ej., san Agustín, Contra Faustum, lib. 3, c. 3. 490 Carta 19-III-1967, 59. 491 Ibid., 83. 492 Ibid., 84. 493 Ibid., 59. (Texto citado más ampliamente poco antes). 494 J.L. ILLANES, Mundo y santidad, cit., p. 38. 495 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 24. 496 Es Cristo que pasa, 133. "La omnipresencia de la gracia en el pensamiento de Escrivá se manifiesta en que habla una y otra vez de lo "sobrenatural". Hacer resaltar esta circunstancia no es necesariamente un punto a favor, visto desde la perspectiva de la moderna teología de la gracia, ya que el concepto de lo sobrenatural es hoy en día fácilmente desacreditado, porque parece favorecer una interpretación mecánica, como de "dos pisos", de la relación entre naturaleza y gracia, fomentando de este modo un extrinsecismo perjudicial que contradice una comprensión orgánica y unitaria de naturaleza y gracia. Pero el mero uso de la palabra no puede ser tachado de extrinsecismo, pues de por sí no pretende más que evidenciar la soberanía y superioridad de la gracia frente a todo lo creado" (L. SCHEFFCZYK, Die Gnade in der Spiritualität von Josemaría Escrivá, cit., p. 59). 497 En la frase "Juan está vivo", el término "vivo" "no es un predicado accidental sino sustancial" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I, q. 18, a. 2, c). 498 ID., S.Th. I-II, q. 112, a. 4, ad 3. 499 SAN GREGORIO MAGNO, Regula pastoralis, 3, 1. "Avanzar" es crecer en caridad o disponerse a su crecimiento (cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 24, a. 6, ad 3), y "retroceder" es lo contrario (cfr. S.Th. II-II, q. 24, a. 10, c). 500 Una exposición concisa de diversas explicaciones teológicas acerca de la creación y elevación sobrenatural del hombre puede verse en S. SANZ SÁNCHEZ, Creación y alianza en la teología contemporánea, en: "Annales Theologici" 18 (2004) 111-154. 501 L. SCHEFFCZYK, Die Gnade in der Spiritualität von Josemaría Escrivá, cit., p. 72. 502 Conversaciones, 114. 503 CEC, 365. Interesa leer entero este número del Catecismo: "La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que se debe considerar al alma como la "forma" del cuerpo (cfr. CONC. DE VIENNE: DS 902); es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza". 504 Conversaciones, 114. Así como el ser y la vida natural de la persona provienen de la infusión del alma en el cuerpo –alcanzan al cuerpo a través del alma (cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I, q. 9, a. 2, c)–, así también la vida sobrenatural es infundida en el alma, pero alcanza a toda la persona. Por eso se llama a veces "vida del alma", no porque sea sólo de ella, sino porque es infundida en el alma y alcanza al cuerpo por su unión sustancial con el alma. 505 Cfr. JUAN PABLO II, Enc. Dominum et Vivificantem, 18-V-1986, 58. 506 SAN AGUSTÍN, Confessiones, lib. 3, c. 6. 507 La participación del cuerpo en la espiritualidad del alma y en la elevación sobrenatural es una realidad ya en esta tierra, pero sólo llegará a su plenitud en la resurrección gloriosa, "cuando este cuerpo corruptible será revestido de incorruptibilidad, y este cuerpo mortal será revestido de inmortalidad" (1Co 15, 54). El cuerpo humano será entonces un "cuerpo espiritual" (1Co 15, 44), informado de tal modo por el espíritu glorificado que ya no se podrán separar, pues el hombre, después de la resurrección, será inmortal (cfr. 1Co 15, 12-21 y 53-54). Esa inmortalidad será sobrenatural, consecuencia de la participación en la naturaleza divina en la gloria. 508 Carta 24-III-1931, 3. 509 Conversaciones, 114. 510 Conversaciones., 115. Estas palabras, de la homilía predicada el 8-X-1967 en el campus de la Universidad de Navarra, fueron publicadas poco después en francés, en "La Table Ronde" (diciembre 1967/enero 1968), 239-240, en un número monográfico sobre "La Foi aujourd'hui" junto con artículos de J. RATZINGER, G. THILS y otros autores, y encontraron enseguida un eco positivo en el comentario de G. PHILIPS en "Ephemerides Theologicae Lovaniensis" 44 (1968) 675, que invitaba a los teólogos a la lectura del volumen "pour qu'ils daignent descendre dans la vie concrète de l'homme ordinaire". Sobre el significado de la expresión "materialismo cristiano", cfr. M.S. FER-NÁNDEZ-GARCÍA, Materialismo cristiano. Audacia y licitud, en: AA.VV., Trabajo y espíritu. Sobre el sentido del trabajo desde las enseñanzas de Josemaría Escrivá en el contexto del pensamiento contemporáneo, cit., pp. 249-258. Según la autora, "al hablar de materialismo cristiano, san Josemaría se refiere a la capacidad que tiene el hombre de transformar las realidades concretas haciéndolas más humanas y convirtiéndolas en ocasión de encuentro con Cristo" (ibid., p. 254). 511 Cfr. CONC. DE TRENTO, Sessio V, Decretum de peccato originali, 2: DS 1512. 512 Cfr. CEC, 405. 513 Cfr. 2P 2, 12; Judas 1, 10; St 3, 15. "Hombre animal": en el texto de 1Co 2, 14 literalmente "hombre psíquico", siendo la psyché el principio de vida sensitiva, mientras que el principio de vida espiritual es el pneuma. 514 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 109, aa. 2 y 4. 515 CEC, 1990. Cfr. ibid., 2037. 516 CEC, 1129. 517 Amigos de Dios, 200 y 206. 518 Forja, 714. El "bien común temporal": el "conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección" (CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 26). 519 SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Matthæum homiliæ, 70, 1. 520 Amigos de Dios, 165. 521 Es Cristo que pasa, 47. 522 Conversaciones, 112. Del concepto de "cristianizar" el mundo trataremos en el capítulo 2º. Adelantamos que esa "cristianización", en la enseñanza de san Josemaría, exige el respeto del derecho a la libertad social y civil en materia religiosa. 523 Cfr., p.ej., H. SASSE, kósmos. en: G. KITTEL – G. FRIEDERICH, Grande Lessico del Nuovo Testamento, vol. 5, Brescia 1969 (original alemán del 1938), col 916-951. 524 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 2. 525 G. ARANDA, Gen 1-3 en las homilías del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: "Scripta theologica" 24 (1992) 905. Cfr. C. ORTIZ DE LANDÁZURI, El sentido del mundo en Josemaría Escrivá, en: AA.VV., El cristiano en el mundo, cit., pp. 79-96. 526 G. PELL, Blessed Josemaría's Christocentrism, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. I, p. 149. 527 Cfr. Camino, 939; Forja, 569; Conversaciones, 113 ss. 528 Conversaciones, 114. 529 M. RHONHEIMER, Der selige Josemaría und die Liebe zur Welt, en: C. ORTIZ (dir.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, cit., pp. 232-233. 530 Carta 9-I-1959, 19. 531 Carta 11-III-1940, 2. Recordemos que cita la Escritura por la Vulgata o su traducción al castellano (concretamente Ef 1, 10: "restaurar" en vez del "recapitular"). Cfr. Es Cristo que pasa, 112 y 183; Conversaciones, 114. 532 Forja, 714. 533 S. KAMPOWSKI, Amore del prossimo e bene comune in Hannah Arendt, en: AA.VV. (L. MELINA – O. BONNEWIJN, dirs.), La "sequela Christi". Dimensione morale e spirituale dell'esperienza cristiana, Roma 2003, p. 356. 534 G. TANZELLA-NITTI, "Perfectus Deus, perfectus homo". Reflexiones sobre la ejemplaridad del misterio de la Encarnación del Verbo en las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, cit., p. 373. 535 Cfr. ID., Gesù Cristo, rivelazione e incarnazione del Logos, en: AA.VV., Dizionario interdisciplinare di Scienza e Fede, vol. 1, Roma 2002, pp. 705-706. 536 Conversaciones, 114-115. 537 Cfr., p.ej., H. BLUMENBERG, La legibilidad del mundo, Barcelona 2000, pp. 91-201. Con la Ilustración –afirma este autor– el pensamiento moderno ha roto el vínculo entre la inteligibilidad del mundo y su fundamento en Dios, pero no ha dado el paso decisivo: sigue considerando la naturaleza como un "libro" portador de una lógica de valores y justifica así las exigencias éticas del cristianismo. Una critica de estas ideas en relación con la enseñanza de Josemaría Escrivá puede verse en C. ORTIZ DE LANDÁZURI, El caminar histórico hacia el Reino de Cristo en Josemaría Escrivá. El redescubrimiento de lo ordinario en "Camino", "Surco" y "Forja", en: AA.VV. (J.-I. SARANYANA, dir.), El caminar histórico de la santidad cristiana. De los inicios de la época contemporánea hasta el Concilio Vaticano II, Pamplona 2004, pp. 497-516 (en especial, pp. 501-505). 538 Carta 19-III-1954, 7. 539 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 36. 540 Ibid. 541 Conversaciones, 114. 542 G. TANZELLA-NITTI, Autonomia, en: AA.VV., Dizionario interdisciplinare di Scienza e Fede, cit., vol. 1, p. 156. 543 Conversaciones, 22. 544 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 31. 545 Sobre este tema puede verse W. KASPER, Il Dio di Gesù Cristo, Brescia 1985, pp. 27-70. 546 Se habla de "medios" también otro sentido, como en el caso de los sacramentos o de la oración: cfr. capítulo 9º, apartado 1. 547 Amigos de Dios, 208. 548 Surco, 502. 549 Es Cristo que pasa, 20. 550 Es Cristo que pasa, 14. Cfr. Conversaciones, 55. 551 Es Cristo que pasa, 120. 552 Amigos de Dios, 1 ss. 553 Es Cristo que pasa, 98. 554 Conversaciones, 114. 555 Amigos de Dios, 165. Cfr. R. PELLITERO, Santificación del mundo y transformación social, en: AA.VV., El cristiano en el mundo, cit., pp. 273-288. Cfr. también COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Promoción humana y salvación cristiana (1976), en: Documentos (1969-1996), Madrid 1998, pp. 147 s. 556 In IV Sent., d. 48, q. 2, a. 1, c. 557 Conversaciones, 113. 558 Ibid. 559 Cfr. F. OCÁRIZ, Naturaleza, gracia y gloria, cit., p. 354 ("La revelación en Cristo y la consumación escatológica de la historia y del cosmos"). 560 P. TEILHARD DE CHARDIN, El medio divino. Ensayo de vida interior, Madrid 1979, p. 24. Las ocho citas siguientes son, respectivamente, de las pp. 26, 27, 30 (tres), 38 y 40 (dos). La cursiva es del original. 561 H. FITTE, Algunos estudios teológicos sobre el trabajo en la primera mitad del siglo XX. Elementos para contextualizar la doctrina del Beato J. Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. IV, Roma 2003, p. 48. 562 P. TEILHARD DE CHARDIN, El medio divino. Ensayo de vida interior, cit., p. 36. 563 En este sentido, la valoración doctrinal del pensamiento de Teilhard de Chardin que ofrece J. MARITAIN es netamente negativa (cfr. Le paysan de la Garonne, Apéndice II). Lo defiende en cambio H. DE LUBAC (cfr. La pensée religieuse du père Pierre Teilhard de Chardin, Paris 2002). La diversidad de juicios se puede explicar en parte por la diferencia de claves de lectura: más metafísica la primera que la segunda. Para una visión sintética, cfr. R. LATOURELLE, Teilhard de Chardin, en: R. LATOURELLE – R. FISICHELLA (dirs.), Dizionario di Teologia Fondamentale, Assisi 1990, pp. 1207-1216. Señala que en la concepción evolutiva de Teilhard hay discontinuidades (evidentemente, no debe entenderse al modo del evolucionismo materialista). 564 Cfr. Conversaciones, 113 ss. 565 "Omnis natura inferior in sui supremo attingit ad infimum naturae superioris, secundum quod participat aliquid de natura superioris, quamvis deficienter" (In III Sent., d. 26, q. 1, a. 2, c). Para este principio, santo Tomás se remite a las especulaciones del Pseudo Dionisio y de Proclo, aunque las reelabora dentro de su síntesis original de la noción de participación. Véase la profunda exposición de este tema en C. FABRO, La nozione metafisica di partecipazione secondo San Tommaso d'Aquino, cit., pp. 266-285 ("La continuità metafisica degli esseri"). 566 F. OCÁRIZ, La Santísima Trinidad y el misterio de nuestra deificación, en: ID., Naturaleza, gracia y gloria, cit., p. 82. 567 Cfr. Conversaciones, 114 (texto citado más arriba). 568 Sobre la noción de tiempo a la luz de la Revelación cristiana, cfr. J.J. SANGUINETI, Tempo, en: G. TANZELLA-NITTI – ALBERTO STRUMIA (dir.), Dizionario interdisciplinare di Scienza e Fede, Roma 2002, vol. 2, , pp. 1363-1373 (sobre todo el apartado IV). 569 "Si la persona humana, en su devenir temporal, no conservase una sustancia permanente, no habría historia sino una sucesión ahistórica de momentos que no podrían atribuirse a esa persona porque no sería una" (F. OCÁRIZ, Naturaleza, Gracia y Gloria, cit., p. 55). 570 "La historicidad del hombre es la consecuencia de su espiritualidad supratemporal existente en el tiempo. Antropológicamente, la "situación ontológica" del hombre de ser en el tiempo y por encima del tiempo deriva de su estructura unitaria de espíritu que es alma de un cuerpo, es decir de su ser persona corpórea" (J.J. SANGUINETI, Tempo, cit.). Cfr. ID., Tempo naturale e tempo umano, en: E. MARIANI (a cura di), Aspetti del tempo, Napoli 1998, pp. 233-253. 571 Homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 56. Sobre la expresión "Dios, Señor de la historia", ver CEC, 269, 314, etc. Cfr. J.-I. SARANYANA, El Espíritu en la historia. Conceptos de teología de la historia en los escritos del Beato Escrivá de Balaguer, en: "Anuario de Historia de la Iglesia" 3 (1994) 19-43. 572 Artículo Las riquezas de la fe, cit. 573 Es Cristo que pasa, 99. 574 J.J. SANGUINETI, La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría Escrivá, cit., pp. 95 s. 575 Artículo Las riquezas de la fe, cit. 576 Camino, 928. 577 Es Cristo que pasa, 99. Cfr. Conversaciones, 113. 578 Para subrayar este aspecto, la gracia ha sido definida –en cuanto gratia Christi o participación en la vida sobrenatural de Cristo –como "la introducción, donada por Dios, del hombre (y del mundo) en el evento escatológico de salvación de Jesucristo, evento que al mismo tiempo es la radical comunicación de sí de Dios Trino. Esta introducción es como una "nueva creación" (entendida ontológicamente)" (F. MUSSNER, Lineamenti fondamentali della Teologia della grazia nel Nuovo Testamento, en: J. FEINER – M. LÖHRER, Mysterium salutis, vol. 9, Brescia 1975, p. 52). 579 Conversaciones, 113. 580 L. BOUYER, Dictionnaire Théologique, Paris 1990, p. 160. 581 Cfr. C. IZQUIERDO URBINA, Teología fundamental, Pamplona 20093, pp. 172 173. 582 H.U. VON BALTHASAR, Teología de la historia, Madrid 1992, p. 134 (orig.: Theologie der Geschichte, Einsiedeln 1950). 583 G. RUMI, Per una lettura "civile" della proposta di Josemaría Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. I, p. 92. 584 J.J. SANGUINETI, Tempo, cit. Cfr. JUAN PABLO II, Carta Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994, 10. 585 Cfr. J. FEINER – M. LÖHRER, Mysterium salutis: Grundriss heilsgeschichtlicher Dogmatik, 6 vols., Einsiedeln 1965-1981. 586 Este planteamiento podría también llamarse "Teología de la Historia", como hacen algunos autores, tomando esta expresión en un sentido diverso del que decíamos antes. P.ej., según Daniélou, la "Teología de la Historia" estudia las constantes inmutables del obrar divino en la historia y el sentido del tiempo en la vida del hombre. Cfr. J. DANIÉLOU, "Geschichtstheologie (I)", en: AA.VV., Lexikon für Thelogie und Kirche, cit., vol. IV, col. 793. 587 K. RAHNER, La Trinità, Brescia 1998, p. 30. Cfr. ID., Il Dio trinitario come fondamento originario e trascendente della storia della salvezza, en: J. FEINER – M. LÖHRER (dir.), Mysterium salutis, v. III, Brescia 1971, pp. 401-507. 588 Cfr. C. FABRO, Il ritorno al fondamento. Contributo per un confronto fra l'ontologia di Heidegger e la metafisica di San Tommaso, en: "Scripta Theologica" 6 (1974) 93-109. 589 L. ROMERA, Finitud y trascendencia. La existencia humana ante la religión, en: "Cuadernos de Anuario Filosófico" nº 167, Pamplona 2004, p. 129. 590 Ibid. 591 A esta posición se opuso O. CULLMANN, en el ámbito protestante, defendiendo el carácter histórico de la revelación cristiana (cfr. Christus und die Zeit, Zürich 1945, 238 pp.). En campo católico la cuestión de la Teología de la historia, en general, ha sido tratada profundamente por diversos autores como H.U. VON BALTHASAR, Theologie der Geschichte, Einsiedeln 1950, 64 pp.; J. MOUROUX, Le mystère du temps: approche théologique, Paris 1960, 202 pp.; J. PIEPER, Über das Ende der Zeit, München 1950, 191 pp.; H.-I. MARROU, Théologie de l'histoire, Paris 1968, 189 pp. 592 Cfr. C. VAGAGGINI, Storia della salvezza, en: G. BARBAGLIO – S. DIANICH (dir.), Nuovo Dizionario di Teologia, Alba 1977, pp. 1559-1582. 593 Cfr. ibid., pp. 1573-1574. 594 Conversaciones, 114. 593 Cfr. ibid., pp. 1573-1574. 594 Conversaciones, 114. 595 Lo que es connatural a la enseñanza de san Josemaría es el enfoque de la Teología como historia de la salvación, no las conclusiones a las que han llegado diversos autores por esa línea, que son muy desiguales y no siempre correctas. P.ej., nos parecen valiosas las observaciones de C. VAGAGGINI acerca de las "leyes" de la acción de Dios que se descubren en la historia de la salvación (cfr. Storia della salvezza, cit., pp. 1569-1571; el artículo no se encuentra en la nueva versión de esta obra aparecida en 2002 con el título Teologia). No son aceptables, en cambio, las conclusiones que algunos autores de la Teología de la liberación pretenden sacar de la acción de Dios en la salida de Egipto y en otros momentos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Sobre estas interpretaciones, cfr. CONGR. PARA LA DOCTRINADELA FE, Instrucciones Libertatis nuntius (6-VIII-1984) y Libertatis conscientia (22-III-1986). 596 Carta 28-III-1973, 4. 597 Misal Romano, Solemnidad de Cristo Rey, Prefacio. 598 G. MASPERO, QEOLOGIA - OIKONOMIA - ISTORIA: La teologia della storia di Gregorio di Nissa, en: "Excerpta e dissertationibus in Sacra Teología", 45 (2003) 441. 599 Ibid., p. 417. 600 Ibid., p. 425. 601 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In I Sent., proemio. Sobre el tema puede verse J.-P. TORRELL, Saint Thomas et l'histoire: état de la question et pistes de recherches, en: "Revue Thomiste" 3 (2005) 355-409; M. SECKLER, Das Heil in der Geschichte, München 1964, p. 77. 602 "...quasi in horizonte existens aeternitatis et temporis" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentiles, II, c. 81). 603 F. OCÁRIZ, Naturaleza, Gracia y Gloria, cit., p. 55. 604 Ibid., p. 59. 605 Es Cristo que pasa, 132. 606 Amigos de Dios, 239. "Cuando el "hoy" se vive en presencia de Dios es como si el instante se extendiera, se expandiera, adquiriera plenitud, máxima intensidad y como si reclamara eternidad. Es lo que dice el Beato Josemaría cuando habla (...) de "dar a cada instante vibración de eternidad"" (J. PEÑA VIAL, Mística ojalatera y realismo en la santidad de la vida ordinaria, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. IV, Roma 2003, p. 126). 607 Es Cristo que pasa, 123. 608 Carta 31-V-1954, 17. 609 Contemporáneamente a los años de predicación de Josemaría tiene lugar en ambientes teológicos un debate en torno al sentido del progreso humano para la misión de la Iglesia. Las posiciones diversas del debate son, por un lado, la que tiende a identificar el crecimiento del Reino de Cristo con el progreso temporal y, por el otro, la que minimiza el valor de ese progreso para la llegada del Reino y sostiene su fundamental irrelevancia para la historia de la salvación. Para referirse a estas posturas Congar habla de "tesis de encarnación" y de "tesis dualista y escatológica de discontinuidad" (Y.M.-J. CONGAR, Jalones para una teología del laicado, cit., pp. 103-118). La distinción había sido propuesta por L. MALEVEZ en: Deux théologies catholiques de l'histoire, en: "Bijdragen" (1949) 225-240. Más adelante se designarán como "encarnacionistas" y "escatologistas". Cfr. G. THILS, Trascendenza o incarnazione?, Roma 1957, 129 pp. 610 Amigos de Dios, 47. 611 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 39. "Los cristianos deben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación" (CEC, 2820). 612 Carta 31-V-1954, 17. 613 Conversaciones, 10. 614 Carta 30-IV-1946, 42. 615 Es Cristo que pasa, 104. 616 J.J. SANGUINETI, Tempo, cit., pp. 1372 s. 617 Es Cristo que pasa, 158. 618 Es Cristo que pasa, 186. 619 Camino, 355. 620 Surco, 508. 621 Amigos de Dios, 43 y 52. 622 Cfr. C. ORTIZ DE LANDÁZURI, El caminar histórico hacia el Reino de Cristo en Josemaría Escrivá, cit., p. 511. Otros aspectos de la noción de "cosas pequeñas" se tratarán en el capítulo 1º. 623 Camino, 755. 624 Apuntes de la predicación, 27-III-1975 (AGP, P09, p. 230). 625 Cfr. M. CONTI, Le vocazioni individuali nel Vecchio Testamento, en: AA.VV. 626 P. RODRÍGUEZ, Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona 1986, p. 17. 627 J.L. ILLANES, Mundo y santidad, cit., p. 106. 628 Cfr. L. COENEN, Vocazione, en: L. COENEN – E. BEYREUTHER – H. BIETENHARD, Dizionario dei concetti biblici del Nuovo Testamento, Bologna 1980, p. 250; K.L. SCHMIDT, Kaléô, en: G. KITTEL - G. FRIEDRICH, Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, vol. III, Stuttgart 1938, col. 487-492; J. ECKERT, Kaléô, klêsis; klêtós, en: H. BALZ - G. SCHNEIDER (dir.), Dizionario esegetico del Nuovo Testamento, Brescia 2004, vol. 1, col. 1883-1893. Entre los estudios teológicos recientes, cfr. A. MIRALLES, La vocación de los cristianos: reflexión teológica sobre algunos textos neotestamentarios, en: AA.VV. (J.R. VILLAR, dir.), Communio et Sacramentum, Pamplona 2003, pp. 345-366; J. MORALES, La vocación en los evangelios, en: "Scripta Theologica" 34 (2002) 785-825; A. BANDERA, La vocación cristiana en la Iglesia, Madrid 1988, 345 pp. 629 El contexto más amplio de estas palabras de san Pablo son sus admoniciones morales a la iglesia de Tesalónica: "Conocéis los preceptos que os dimos de parte del Señor Jesús. Pues esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; que os abstengáis de la fornicación (...); porque Dios no nos llamó a la impureza, sino a la santidad" (1Ts 4, 2-3.7). Diversos comentaristas señalan que esta referencia a la castidad no significa que el Apóstol reduzca la santidad a esa virtud. La castidad "no es toda la santidad, pero sí un aspecto importante que era necesario subrayar especialmente cuando se trataba de introducir en el nuevo camino a conversos provenientes del paganismo griego" (F.F. BRUCE, 1 and 2 Thessalonians, en: D.A. HUBBARD – G.W. BARKER – J.D.W. WATTS – R.P. MARTIN, Word Biblical Commentary, vol. 45, Waco (Texas) 1982, p. 82). 630 Cfr. G. GREGANTI, La vocazione individuale nel Nuovo Testamento, Roma 1969, pp. 154 y 179. 631 Un resumen de las opiniones de exegetas sobre este pasaje puede encontrarse en W.D. MOUNCE, Pastoral Epistles, en: B.M. METZGER – D.A. HUBBARD – G.W. BARKER, Word Biblical Commentary, vol. 46, Nashville 2000, pp. 84-87. El término "quiere", significa aquí el deseo ardiente de un fin (la salvación de todos los hombres) cuya efectiva realización depende también de la libre cooperación humana. 632 PASTOR DE HERMAS, XXXI, 6 (Mandamientos, 4, 3, 6). Cfr. también CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Paedagogus, 1, 7. 633 P.ej., SAN CLEMENTE ROMANO escribe: "El Artífice de todas las cosas nos llamó (ejkavlesen), por medio de su siervo amado Jesucristo, de las tinieblas a la luz, de la ignorancia al conocimiento de la gloria de su nombre" (Ep. I ad Corinthios, 59, 2). SAN JUSTINO, comentando la vocación de Abrahán, que salió de su tierra al oír la voz de Dios, dice que "también a nosotros nos llamó Dios por la misma voz, y ya hemos salido de aquella manera en que vivíamos y malvivíamos como los otros moradores de la tierra..." (Dialogus cum Tryphone, 119, 5-6). Otras referencias pueden verse en J. MORALES, La vocación cristiana en la primera patrística, en: "Scripta Theologica" 23 (1991) 837-889. 634 Cfr., p.ej., SAN JUAN CRISÓSTOMO, De sacerdotio, lib. IV; SAN AMBROSIO, Ep. 63, 48; SAN GREGORIO MAGNO, Regula pastoralis, 1. 635 Cfr. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata VII, 11. 636 Cfr. SAN ATANASIO, De vita Antonii, prol. 637 Como ejemplos de modos de hablar de la vocación eremítica que dan pie a considerarla como la realización plena de la vocación cristiana, puede verse la primera carta atribuida a san Antonio (Epistula 1), y también J. CASIANO, Collationes III (De tribus abrenuntiationibus). 638 Cfr. apartado I.2. Una selección de textos en este sentido, de los siglos IV aVII, puede verse en M. VILLER – K. RAHNER, Ascetica e mistica nella Patristica, cit., pp. 267-271. 639 "Vous pouvez tous être saints si vous voulez. Vous le devez tous être, et si vous ne l'êtes, vous profanez votre condition" (P. DE BÉRULLE, Œuvres de pieté, 212. Du devoir des chrétiens et de leur obligation à la sainteté, en Œuvres complètes (M. DUPUY, dir.), vol. 4, Paris 1996, p. 113). 640 "Los miembros de esta comunión se llaman santos, porque todos son llamados a la santidad y fueron santificados por medio del Bautismo, y muchos de ellos han llegado ya a la perfecta santidad" (CATECISMO MAYOR DE LA DOCTRINA CRISTIANA PRESCRITO POR SAN PÍO X, parte primera, cap. X, §5 "La Comunión de los santos"). La cita corresponde al 223 de la 38ª edición castellana, Madrid 1971. 641 Ya en 1923 Pío XI recuerda la llamada universal a la santidad como una verdad revelada, según hemos visto en el texto de la encíclica Rerum omnium (AAS 15 (1923) 50), citado más arriba (apartado I, c), 1). Pero en la segunda mitad del siglo XX, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II, el tema pasa a ocupar un lugar central. Cfr. 642 Cfr. sección I.3.e). Sobre la formulación de esta enseñanza en la Const. dogm. Lumen gentium, cfr. G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, cit., vol. 2, pp. 90 ss.; M. LABOURDETTE, La santidad, vocación de todos los miembros de la Iglesia, en: G. BARAÚNA (dir.), La Iglesia del Vaticano II, Barcelona 1968, vol. 2, pp. 1061-1088. 643 A título de ejemplo puede verse la extensa voz "Vocation" del Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 16 (1994) col. 1081-1167: después de una breve parte dedicada a la vocación en la Sagrada Escritura, la mayoría del artículo se dedica a "Des vocations particulières: sacerdoce et vie consacrée". La vocación de los laicos no aparece como "vocación particular". En menor medida puede notarse también este límite en una de las mejores obras sobre el tema: A. PIGNA, La vocación. Teología y discernimiento, Madrid 1983, 250 pp.: dedica la primera parte a "La vocación en general" (pp. 17-102), y la segunda a "Las vocaciones de especial consagración" (pp. 105-241): la vocación sacerdotal y la vocación a la vida consagrada. En este caso hay referencias a la vocación laical en la primera parte del libro, pero sin llegar a verla como una vocación particular, por lo que se reduce notablemente el alcance de la doctrina sobre la vocación universal a la santidad. 644 Cfr. sección I.3.e). 645 Oración colecta de la Misa en honor de S. Josemaría (CONGR. PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Decr. 652/04/L, 25-V-04). "Oh Dios, que has suscitado en la Iglesia a san Josemaría, sacerdote, para proclamar la vocación universal a la santidad y al apostolado...". 645bis BENEDICTO XVI, Ex. ap. Verbum Domini, 30-IX-2010, 48. 646 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., comentario al punto 291. 647 Camino, 291. En la Edición crítico-histórica de "Camino", ad loc., P. RODRÍ-GUEZ data este punto en 1938, pero reproduce también varios textos manuscritos precedentes, de 1934 y 1937, que proponen la misma doctrina. En las obras posteriores se repite constantemente: cfr. especialmente, Amigos de Dios, 294 (inicio de la homilía Hacia la santidad, de 1967, que constituye como un resumen de su predicación). 648 Carta 11-III-1940, 26. 649 Es una realidad que destacan varios autores de la teología del laicado. Y.M.-J. CONGAR, p.ej., escribe: "Todo hombre tiene una vocación porque pende sobre cada uno de nosotros una voluntad de Dios ordenada a la realización de este designio (de salvación)" (Jalones para una teología del laicado, cit., p. 513). 650 Es Cristo que pasa, 110. 651 Cfr. F. OCÁRIZ, La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia, cit., pp. 153-158. 652 Conversaciones, 26. 653 Es Cristo que pasa, 110. 654 J.L. ILLANES, La santificación del trabajo, Madrid 200110, p. 77. 655 Cfr. P. O'CALLAGHAN, The charism of the Founder of Opus Dei, en: "Annales theologici" 14 (2000) 430 s. 656 Conversaciones, 60. 657 Camino, 837. 658 P. RODRÍGUEZ, Sobre la espiritualidad del trabajo, en: "Nuestro Tiempo" 35 (1971) 379. 659 A. GARCÍA SUÁREZ, Existencia secular cristiana, en: "Scripta Theologica" 2 (1970) 152. 660 M.A. TÁBET, La santificazione nella propia condizione di vita (Commento esegetico di 1Cor 7, 17-24), en: "Romana" 6 (1988) 176. Cfr. A. MIRALLES, La vocación de los cristianos..., cit., pp. 357-360. 661 J.L. ILLANES, La santificación del trabajo, cit., p. 86 s. 662 Es Cristo que pasa, 134. Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 41. 663 Carta 2-II-1945, 8. 664 "O bien nos acercamos a Él [Cristo] con las turbas, y entonces nos sustenta con parábolas solamente para que no desfallezcamos de hambre por el camino, o constantemente nos sentamos a sus pies, ocupándonos sólo de oír su palabra, sin inquietarnos por muchos trabajos, sino eligiendo la mejor parte, que no nos será quitada; y ciertamente los que así se le acercan recibirán con mayor abundancia la luz" (ORÍGENES, Hom. I in Genes.: PG 12, 151-152). "¿Quiénes pensáis que serán más bienaventurados, aquellos que congregados más recientemente de los gentiles y no teniendo fuerzas para seguir la perfección evangélica, todavía conservan sus riquezas, en la cual situación un gran fruto era sacado por el Apóstol si, al menos, apartados del culto de los ídolos, de la fornicación, de lo sofocado y de la sangre [Hech 15, 29], reciben la fe de Cristo manteniendo sus posesiones; o por el contrario aquellos que, satisfaciendo a la verdad evangélica y llevando cada día la cruz de Cristo, nada han querido conservar de sus propias posesiones?" (JUAN CASIANO, De coenobiorum instit., 7, 17: PL 49, 310-311). J.L. ILLANES comenta que, en este último texto "los cristianos resultan divididos en dos categorías: la de los que se consideran herederos de la primitiva comunidad de Jerusalén, y la de los que se acogen a ese cristianismo menos exigente" (Mundo y santidad, cit., p. 48). 665 J.L. ILLANES, Laicado y sacerdocio, cit., p. 176. Cfr. J. FORNÉS, El concepto de estado de perfección. Consideraciones críticas, en: "Ius Canonicum" 22 (1983) 681-711. 666 "Nada impide que haya perfectos que no estén en estado de perfección, y que algunos que están en estado de perfección no sean perfectos" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 184, a. 4, c). 667 Carta 24-III-1930, 19. 668 Ibid. 669 Ibid. 670 Conversaciones, 106. 671 Forja, 13. 672 Es Cristo que pasa, 59. 673 Cfr. Forja, 7 y 12; Es Cristo que pasa, 59; Amigos de Dios, 312. 674 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 9. Es algo tan esencial a la llamada a la santidad que la misma Constitución la funda en el hecho de pertenecer a la Iglesia: puesto que la Iglesia es santa –argumenta–, ya que Cristo la unió a sí mismo como cuerpo suyo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo, todos sus miembros están llamados a la santidad, ejerciendo cada uno su propia misión (cfr. Lumen gentium, 39). 675 Es Cristo que pasa, 111. 676 Cfr. CONC. VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, 2. Como hace notar J.L. ILLANES, san Josemaría "no habla tanto de hacer apostolado, cuanto de ser apóstoles. Porque (...) de lo que habla no es de dedicar unas horas al apostolado como si éste fuera una tarea marginal, sectorial, ni de hacer apostolado como quien cumple un oficio, sino de algo radicalmente diverso (...). Para el cristiano, el apostolado no es una mera función, sino más bien una intención (...) que impregna toda la vida" (La santificación del trabajo, Madrid 200110, p. 146). 677 Es Cristo que pasa, 160. 678 Es Cristo que pasa, 128. 679 Es Cristo que pasa, 45. 680 Ibid. 681 Cfr. Camino, 913; Forja, 17; Conversaciones, 16; etc. 682 Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, pp. 174 ss. 683 Hemos de anticipar aquí una observación que desarrollamos un poco más adelante. Las palabras que san Josemaría dirige a todos los fieles corrientes en este tema, proceden casi siempre de la predicación a los que forman parte del Opus Dei, y no tiene necesidad de cambiarlas al extenderlas, porque ellos mismos son fieles corrientes como los demás y su vocación cristiana es esencialmente la misma: una vocación a la santidad y al apostolado en la vida ordinaria, aunque específica en el sentido que luego diremos. 684 Es Cristo que pasa, 32. 685 Es Cristo que pasa, 1. 686 Ibid. 687 Es Cristo que pasa, 46. 688 Es Cristo que pasa, 21. 689 Carta 15-VIII-1953, 4. 690 Conversaciones, 61. 691 Ibid. "Los carismas son gracias del Espíritu Santo, que tienen directa o indirectamente, una utilidad eclesial; los carismas están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo" (CEC, 799). 692 Cfr. Es Cristo que pasa, 58 y 96. 693 Cfr. Es Cristo que pasa, 134. 694 Conversaciones, 91. 695 Conversaciones, 2. Cfr. Es Cristo que pasa, 45. 696 Es Cristo que pasa, 45. Cfr. p.ej., Conversaciones, 112; Es Cristo que pasa, 113; Amigos de Dios, 63. JUAN PABLO II ha expresado esta idea en los términos siguientes: "Toda vocación nace en Cristo (...). De ahí se deriva la común dignidad de todas las vocaciones cristianas que, desde este punto de vista, son todas iguales. Las diferencias derivan de la función que Cristo asigna a cada llamado en la comunidad de la Iglesia, y de la responsabilidad que esto conlleva" (¡Levantaos, vamos!, Roma 2004, p. 33). 697 CONC. VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, 2. 698 Ibid. Cfr. Const. dogm. Lumen gentium, 31; Decr. Presbyterorum Ordinis, 9; Decr. Apostolicam actuositatem, 13; etc. 699 Cfr. Conversaciones, 3, 9, 11. 700 F. OCÁRIZ, El misterio de la Iglesia como koinonía y la noción metafísica de participación, en: ID., Naturaleza, Gracia y Gloria, cit., p. 165. 701 Conversaciones, 9. 702 Conversaciones, 92. 703 Ibid. 704 Instrucción del 9-I-1935, 124, 135; Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, 156; Conversaciones, 45, 92. Llamar "apostólico" a este celibato no significa que los otros –el celibato sacerdotal y el celibato consagrado de los religiosos– no sean apostólicos. Obviamente lo son, pero su entraña "apostólica" no es la que pertenece a la vocación cristiana sólo por el Bautismo, como en el caso de los laicos, sino la que está implícita en el ministerio sacerdotal y en la vida consagrada, respectivamente. Se comprende por eso que cuando san Josemaría quiere referirse a los fieles corrientes, emplee esta otra denominación: "celibato apostólico", que no hace referencia específica ni al ministerio sacerdotal ni a la consagración religiosa. 705 Conversaciones, 122. 706 La enseñanza es antigua: "quien desprecia el matrimonio reduce también la gloria de la virginidad; quien lo elogia, realza la admiración que se debe a la virginidad (...). Lo que resulta bello sólo en relación con lo que es feo, no puede ser muy bello; pero lo que es mejor entre las cosas consideradas buenas, es la más bella en absoluto" (SAN JUAN CRISÓSTOMO, De virginitate, 10, 1. Cfr. CEC, 1620). 707 Apuntes de la predicación, 6-II-1967 (AGP, P02 VI-1967, p. 18). 708 CONC. DE TRENTO, sess. XXIV, Canones de sacramento matrimonii, can. 10: DS 1810. Esta doctrina ha sido reafirmada en varias ocasiones por el Magisterio. JUAN PABLO II, p.ej., recuerda que "la Iglesia, durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma (la virginidad) frente al del matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino de Dios" (Ex. ap. Familiaris consortio, 30-XII-1981, 16). 709 Conversaciones, 122. Se refiere obviamente a la mediación del amor matrimonial. Como se ve, san Josemaría atribuye la "división" de que habla san Pablo a que el amor matrimonial es una "mediación". Para entenderlo, puede ser útil la siguiente reflexión (que no se encuentra en san Josemaría). Una persona puede estar "dividida" por diversos motivos. Uno, por falta de buena voluntad, como sucede cuando se quiere la Voluntad de Dios pero no el sacrificio que comporta su cumplimiento. Esta división se opone a la santidad y san Pablo no se puede referir a ella cuando dice que "el casado está dividido", porque la llamada a la santidad es igual que la del célibe: también el que está casado ha de amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas: no puede tener el corazón dividido entre el amor a Dios y el amor al cónyuge. Hay otro modo de entender la división de la que habla san Pablo. Se trata de la que deriva de hallarse en circunstancias que objetivamente "distraen" del "ocuparse de las cosas del Señor, de cómo agradarle" (1Co 7, 32). En efecto, la persona casada que busca la santidad ha de agradar también al otro cónyuge aunque éste no se preocupe de agradar en todo al Señor, lo cual comporta una cierta división: el que está casado ha de querer la Voluntad de Dios, pero también ha de hacer la voluntad del cónyuge (si no es ofensa a Dios, evidentemente). Esto no es en sí mismo una imperfección del matrimonio, porque así lo dispuso Dios al constituir la alianza conyugal en la creación del varón y de la mujer. Mientras los dos estuvieron plenamente unidos a la Voluntad divina (o sea, antes del pecado), querer la voluntad del otro no "distraía" de querer la de Dios. Pero la situación ha cambiado después del pecado: ya no está asegurado que cada uno busque en todo la Voluntad de Dios para el otro. Aun cuando uno de los cónyuges no quiera para el otro algo que ofende a la Voluntad de Dios (en este caso no tendría que sujetarse), puede que no busque siempre el mejor modo de cumplir esa Voluntad y, no obstante, el otro cónyuge tendrá por lo general que secundarle. Por eso el casado que busca amar a Dios con todo su corazón, en cierto modo "está dividido", mientras que el célibe por amor a Dios no está sujeto a la voluntad de un cónyuge (sí a otras mediaciones humanas, pero que no dividen). 710 Cfr. ibid. 711 Conversaciones, 92. Se puede recordar aquí un aspecto de la parábola de los talentos (Mt 25, 14-23): uno recibe cinco y otro dos; ambos responden con totalidad –el primero obtiene otros cinco, el segundo otros dos–, y el premio final es idéntico para ambos: "entra en la alegría de tu señor" (Mt 25, 21.23). En esta parábola, los talentos son gracias "gratis datae", dones como el celibato o el matrimonio que, siendo diferentes, no hacen más santo al que recibe cinco que al que recibe dos. 712 Camino, 28. Cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., ad loc. 713 Conversaciones, 92. 714 Ibid. 715 Ibid. 716 Tener presente esta inseparabilidad es necesario para no caer en dos equívocos: 1) si se pensara que la única razón del celibato es la "mayor disponibilidad para el apostolado", se podría ver al célibe como a una especie de "funcionario" que no adquiere otros compromisos para tener más tiempo y energías para su función; 2) si el único motivo del celibato, en cambio, fuera el amor a Dios, independientemente de la misión apostólica, se lo vería como una especie de "matrimonio" con Dios (que no es el "matrimonio espiritual" de los grandes místicos, llenos de celo apostólico). Son extremos deformes –un "funcionario" de Dios sin amor; un amor a Dios sin fecundidad–, del todo extraños a la enseñanza de san Josemaría. 717 Cfr. F. PUIG, La consacrazione religiosa. Virtualità e limiti della nozione teologica, Milano 2010 (especialmente los capítulos 1 y 6). 718 Instrucción, 9-I-1935, 135. 719 Ibid., nota 97. 720 Á. DEL PORTILLO, Celibato, en ID., Rendere amabile la verità, città del vaticano 1995, p. 311. 721 Cfr. SAN CLEMENTE ROMANO, Ep. ad Corinthios, 38, 2. 722 Cfr. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ep. ad Polycarpum, 5, 2. 723 SAN JUSTINO, Apologia I, 15 (año 150/55). 724 ATENÁGORAS, Legatio pro christianis, 33 (año 177 aprox.). Para otros testimonios cfr. C. TIBILETTI, Vergini - verginità - velatio, en: AA.VV., Dizionario Patristico e di Antichità Cristiane, cit., vol. II, col. 3560; A. SOLIGNAC, Virginité chrétienne, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 16 (1994), col. 927. Cfr. también CEC, 1618. 725 Instrucción, 8-XII-1941, 81. Cfr. Conversaciones, 24. 726 Cfr. PSEUDO AMBROSIO, De lapsu virginis consecratae, 5, 19-20. 727 Cfr. ibid.; SAN AMBROSIO, Exhort. virg., 31; De virginibus III, 3, 9. Cfr., además, C. TIBILETTI, Vergini - verginità - velatio, cit., col. 3560; F. VIZMANOS, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva: estudio histórico-ideológico seguido de una antología de tratados patrísticos sobre la virginidad, Madrid 1949, 1306 pp. En nuestros días existe también el "orden de las vírgenes consagradas" que se asemeja a otras formas de "vida consagrada" en el mundo (cfr. CIC, can., 604; CEC, 923-924). Sobre las formas de "vida consagrada en el mundo", cfr. JUAN PABLO II, Ex. ap. Vita consecrata, 25-III-1996, 10. 728 "... mundo renuntiantes, soli Deo vivant" (CONC VATICANO II, Decr. Perfectae caritatis, 5). 729 Cfr. CIC, can., 599. 730 Ciertamente, un laico que acoge el don del celibato renuncia al matrimonio, pero esto no le impide santificar la sociedad desde dentro. Del mismo modo que quien escoge una profesión renuncia necesariamente a otras, pero al santificarla sigue contribuyendo a la edificación de la sociedad desde dentro (incluidas las profesiones que no ejerce), así quien acoge el don de celibato renuncia a casarse pero esto no le impide santificar desde dentro el entramado de las realidades humanas, civiles y seculares: contribuye a esta santificación, incluida la del ámbito familiar, desde su posición de célibe por amor a Dios. 731 JUAN PABLO II, Discurso, 7-VIII-1996, 2. 732 CONC. VATICANO II, Decr. Presbyterorum ordinis, 16 (la cursiva es nuestra). 733 ACTA SYNODALIA del Concilio Vaticano II, vol. IV/7, p. 207. Cfr. Á. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1971, p. 98. 734 Es amplia la bibliografía sobre el celibato sacerdotal (ministerial) y sobre el celibato consagrado o la virginidad consagrada, incluyendo el celibato de los "laicos consagrados", forma de vida consagrada "muy diferente de la vida más común de los otros fieles" (JUAN PABLO II, Discurso, 5-X-1994, 4). En cambio, la bibliografía teológica sobre el don del celibato en los laicos corrientes es escasa; mencionamos: Á. DEL PORTILLO, Celibato, en AA.VV., Gran Enciclopedia Rialp, vol. 5, Madrid 1973, pp. 450-454 (artículo reproducido en el libro póstumo que recoge varios escritos del autor, publicado por el ATENEO ROMANO DE LA SANTA CRUZ, Rendere amabile la verità, cit., pp. 311-321); J.R. GARCÍA-MORATO, Creados por amor, elegidos para amar, Pamplona 2005, 142 pp.; M. GUERRA, Un misterio de amor, Pamplona 2002, 471 pp; M. LEONARDI, Come Gesù, Milano 2010 (en imprenta). En ámbito jurídico: J.L. GUTIÉRREZ, El laico y el celibato, en: AA.VV., La misión del laico en la Iglesia y en el mundo, cit., pp. 991-1006. 735 Conversaciones, 11. Históricamente, el motivo principal que llevó a san Josemaría a subrayar la diferencia entre la vocación laical y la religiosa, fue la necesidad de afirmar que los fieles del Opus Dei son fieles corrientes, no religiosos (en el sentido de miembros de un instituto religioso), dentro de un contexto en el que las fundaciones nacidas en la Iglesia para promover la búsqueda de la perfección cristiana eran mayoritariamente congregaciones religiosas o realidades afines. Por eso, su modo de hablar de la vocación laical y de la religiosa, más que resaltar los aspectos comunes a toda vocación cristiana, hace hincapié en las diferencias entre ambas, especialmente en los puntos en que la perfección cristiana de los laicos exige manifestaciones seculares propias. 736 SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. III, q. 86, a. 4, ad 1. Cfr. S.Th. I-II, q. 71, a. 6; S.Th. II-II, q. 118, a. 5; y CEC, 1848, 1855. 737 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 31. Cfr. JUAN PABLO II, Ex. ap. Christifideles laici, 30-XII-1988, 15. Ya hemos distinguido en la sección II.2.1 las acepciones del término "mundo". Aquí empleamos la acepción positiva: el conjunto de las realidades creadas y, más concretamente, las actividades temporales, profesionales, familiares y sociales queridas por Dios. 738 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 31. 739 Decimos "fieles corrientes", como hace san Josemaría en muchas ocasiones siguiendo un modo de hablar común, porque los laicos constituyen el conjunto de fieles más numeroso en la Iglesia. Pero como ya señalamos al inicio de esta Parte preliminar, "laico" no es lo mismo que "fiel" ni se define sólo como el "no clérigo", sino positivamente como el fiel que tiene la misión de santificar el mundo desde dentro. Si se entiende por laico solamente el "no sacerdote", entonces también muchos religiosos se pueden llamar laicos; pero si se entiende en el segundo sentido, más completo y propio, entonces los religiosos no son laicos. 740 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 34. A los laicos "por su incorporación a Cristo en el bautismo y en la confirmación se les reconoce, en vista de los carismas que reciben para la edificación de la Iglesia y por su dignidad de miembros de un "sacerdocio real", una participación en el oficio sacerdotal, profético y regio de Jesucristo" (J. WERBICK, "Laie, II. Historisch-theologisch", en: AA.VV., Lexikon für Thelogie und Kirche, cit., vol. VI, col. 592). 741 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 44. 742 CIC, can., 607, § 3. Cfr. CONC. VATICANO II, Decr. Perfectae caritatis, 5. 743 JUAN PABLO II, Ex. ap. Vita consecrata, 25-III-1996, 30. Es una consagración que deja a los religiosos "más libres frente a los cuidados terrenos, manifiesta mejor a todos los creyentes los bienes celestiales, ya presentes en esta vida, y da testimonio de la vida nueva y eterna conseguida por la Redención de Cristo y preanuncia la resurrección futura y la gloria del Reino celestial" (CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 44). 744 J.M.R. TILLARD, Consigli evangelici, en: AA.VV., Dizionario degli Istituti di perfezione, vol. II, Roma 1975, col. 1683. "Los que quieren estar consagrados totalmente a Dios para contribuir mejor a la santificación del mundo, han de tomar, frente a él, una distancia proporcionada a la totalidad de su entrega a Dios" (J. LECLERCQ, voz "Mondo", en ibid., vol. VI, Roma 1980, col. 64). En rigor hay que distinguir entre los religiosos y aquellos que, viviendo también en el estado de vida consagrada, son seglares consagrados o laicos consagrados. Aquí no entramos en esta materia, que requeriría explicar las diversas formas de vida consagrada. Señalamos sólo que hay una diferencia entre los laicos corrientes y los que adoptan la vida consagrada: cfr. JUAN PABLO II, Discurso, 5-X-1994, 4 (citado más arriba). 745 CONC. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2. 746 "Ordo datur non in remedium unius personae, sed totius ecclesiae" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, In IV Sent., d. 24, q. 1, a. 2, ad 1). 747 "Todo presbítero recibe del Señor la vocación a través de la Iglesia (...). Es tarea del Obispo o del superior competente no sólo examinar la idoneidad y la vocación del candidato, sino también reconocerla. Este elemento eclesiástico pertenece a la vocación, al ministerio presbiteral como tal (...). La intervención libre y gratuita de Dios que llama es absolutamente prioritaria, anterior y decisiva. Es suya la iniciativa de llamar" (JUAN PABLO II, Ex. ap. Pastores dabo vobis, 25-III-1992, 35-36). 748 Conversaciones, 69. 749 Conversaciones, 112. 750 Homilía Sacerdote para la eternidad, cit., 66 ss. Cfr. L.F. MATEO-SECO, Temas teológicos en el pensamiento del Beato Josemaría Escrivá sobre el sacerdocio ministerial, en: "Scripta Theologica" 34 (2002) 169-194; ID., La doctrina de Josemaría Escrivá sobre el sacerdocio, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. X, Roma 2004, pp. 59-68; L.F. MATEO-SECO – R. RODRÍGUEZ OCAÑA, Sacerdotes en el Opus Dei: secularidad, vocación y ministerio, Pamplona 1994, 329 pp. 751 La diferencia entre ambos "es esencial, no sólo de grado" (CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 10). 752 Homilía Sacerdote para la eternidad, cit., p. 71. 753 Cfr. Á. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, cit., p. 202 (texto citado en sección I.3.e). 754 Carta 2-II-1945, 1. Cfr. A. CATTANEO, "Anima sacerdotale e mentalità laicale": il rilievo ecclesiologico di un'espressione del Beato Josemaría Escrivá, en "Romana" 34 (2002) 164-182. 755 Cfr. capítulo 7º, apartado 1.5.1. 756 Lo expondremos con más detalle en el capítulo 7º, apartado 2.1.1.e). Ahora hacemos notar solamente que el ministerio sacerdotal es, en sí mismo, una realidad santa que no necesita ser santificada, pero quien lo realiza ha de santificarse en el ejercicio de ese ministerio y a esto le puede ayudar la enseñanza de san Josemaría sobre la santificación en el trabajo profesional. 757 Conversaciones, 21. Una profunda reflexión sobre este punto se encuentra en A. GARCÍA SUÁREZ, Existencia secular cristiana, cit. 758 Conversaciones, 69. 759 CEC, 1547. 760 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 34. 761 Conversaciones, 61. 762 Como bibliografía básica señalamos: F. OCÁRIZ, La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia, en: P. RODRÍGUEZ – F. OCÁRIZ – J.L. ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia, cit., pp. 135-198; M. RHONHEIMER, "Vosotros sois la luz del mundo": explicando a los jóvenes la vocación al Opus Dei, cit. 763 Una breve exposición teológica de los aspectos centrales del espíritu del Opus Dei puede verse en: A. ARANDA, Perfiles teológicos de la espiritualidad del Opus Dei, cit. 764 Apuntes de la predicación, 30-III-1972 (AGP, P01 V-1972, pp. 80-81). Huelga decir que otros muchos fieles corrientes toman conciencia de su vocación cristiana –son "faroles encendidos"– por caminos diversos al de la llamada del Opus Dei. San Josemaría no pretende decir que éste sea el único camino. Quiere subrayar únicamente que los fieles del Opus Dei son fieles corrientes que han asumido conscientemente su vocación a la santidad. 765 Ibid. 766 Esta realidad se refleja adecuadamente en la configuración jurídica de prelatura personal que deseó el fundador para el Opus Dei y que tiene desde 1982. Como en estas páginas no nos ocupamos del Opus Dei como institución, remitimos sólo a los principales documentos: JUAN PABLO II, Const. ap. Ut sit, 28-XI-1982: AAS 75 (1983) 423-425; ID., Discurso, 17-III-2001; CONGR. PARA LOS OBISPOS, Decl. Praelaturae personales, 5-VIII-1982; Codex iuris particularis seu Statuta Praelaturae Operis Dei, 6-27 (en apéndice al libro de A. DE FUENMAYOR – V. GÓMEZ-IGLESIAS – J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei, cit.). 767 Carta 31-V-1954, 9. 768 Carta 14-II-1950, 20. 769 Conversaciones, 27. 770 Cfr. Conversaciones, 61 (texto que se acaba de citar). En ibid., 62 habla de "vocación específica". 771 Es Cristo que pasa, 45. Cfr. Es Cristo que pasa, 34; Amigos de Dios, 61. 772 Carta 25-I-1961, 10. 773 Amigos de Dios, 61. 774 Carta 25-I-1961, 54. 775 Carta 11-III-1940, 15. 776 Amigos de Dios, 56. 777 Es Cristo que pasa, 96. 778 Carta 15-VIII-1953, 35. 779 Carta 11-III-1940, 17. 780 Conversaciones, 62. 781 Camino, 913. 782 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., p. 984. 783 Ibid., p. 174. 784 Conversaciones, 112. 785 A. DE FUENMAYOR – V. GÓMEZ-IGLESIAS – J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei, cit., p. 27. 786 Conversaciones, 60. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría Visión general de la parte primera Notas 1 Sobre la noción de fin último, cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 1 a 3. Estas quaestiones constituyen un presupuesto conceptual básico de las consideraciones que se harán aquí. 2 SAN IRENEO DE LYON, Adversus haereses, IV, 20, 7. Cuando dice "que el hombre viva" se refiere a la vida sobrenatural. Lo veremos en el capítulo 1º, apartado 1.1.1. 3 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 3, a. 2. 4 Como explica santo Tomás (cfr. S.Th. I-II, q. 1, a. 8), se puede hablar de "fin" de dos modos: como aquello a lo que se tiende (el dinero e fin del avaro), o como el uso de aquella cosa (en este sentido, el fin del avaro es la posesión del dinero). Según esto, la gloria de Dios es fin del hombre lo miso que de las demás criaturas (aquello a lo que se orientan), pero solo es fin para el hombre, pues solo ´`el puede proponerse con voluntad deliberada dar gloria a Dios con sus actos. Sobre "la perspectiva de la primera persona", cfr. Introducción general, apartado "Método". 5 Conversaciones, 114. 6 Es Cristo que pasa, 96. 7 Instrucción, 19-III-1934, 35. 8 Ibid, nn. 36-37. 9 Usamos el término "eclesiocentrismo" en el sentido en que lo emplea JUAN PABLO II en la Enc. Redemptoris Missio, 17 y 19. 10 P. RODRÍGUEZ, La santificación del mundo en el mensaje fundacional de Josemaría Escrivá, en: AA.VV., El cristiano en el mundo. En el centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá (1902-2002), Pamplona 2003, p. 56. 11 Cfr. Á. DEL PORTILLO, Riflessioni a conclusione del Convegno teologico di studio sugli insegnamenti del Beato Josemaría Escrivá, en: AA.VV., Santità e mondo, Città del Vaticano 1994, p. 222. 12 Apuntes íntimos, 206. 13 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", Madrid 2004³, comentario al punto 11. Cfr., p.ej., Apuntes íntimos, 171, del 10-III-1931 (citado ibid.), y Camino, 11, 780, 833. En sus escritos posteriores repite con frecuencia esas tres jaculatorias: cfr., p.ej., Surco, 292, 647; Forja, 611, 639, 647, 1051; Es Cristo que pasa, 62, 139; Amigos de Dios, 114; etc. Las referencias en las Cartas y en la predicación oral son numerosas a lo largo de toda su vida. 14 Ibid. 15 Á. DEL PORTILLO, Carta pastoral, 1-VIII-1991 (AGP, P17, vol. III, 153). 16 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., p. 925 s. 17 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 5. 18 Amigos de Dios, 9. 19 Lo que decimos sería válido aunque el texto citado de san Juan se refiriera, según una interpretación probable, no a la visión de Dios sino a la de Jesucristo en la gloria y a la semejanza con Él, porque ver a Jesucristo es ver a Dios (cfr. Jn 14, 9-11), y ser semejantes a Él es ser semejantes a Dios hecho Hombre. 20 Un comentario bíblico hace notar que "en todo el curso de 1Jn 3, 1-3 el hagiógrafo va de una consideración de la experiencia cristiana en el presente (vv. 1, 2a) a su consumación en el futuro (v. 2b), para volver a una exhortación que une tanto la tensión hacia la salvación en el presente como en el futuro", y a propósito concretamente del v. 2 –que usamos para hacer ver la relación entre vida contemplativa y transformación progresiva en Cristo–, añade: "La relación entre Jesús y el creyente], que en el pensamiento joaneo es presentada como una íntima semejanza entre Cristo y el cristiano (cfr. 2, 6; también Jn 15, 20-21), puede realizarse ya en la tierra. Incluso ahora el verdadero discípulo puede vivir en la luz y como hijo de Dios, con todo lo que eso comporta (1, 5-5, 13). Pero nuestra filiación, aunque es genuina, no aparece todavía plenamente (...). Sólo en el cielo todas esas realidades serán abiertamente reveladas, ya que entonces los hijos de Dios serán completamente conformados a la semejanza del Hijo de Dios (Rm 8, 29; 1Co 15, 49)" (S.S. SMALLEY, 1, 2, 3 John, en: D.A. HUBBARD – G.W. BARKER – J.D.W. WATTS – R.P. MARTIN, Word Biblical Commentary, vol. 51, Waco (Texas) 1984, p. 143 s.). 21 Conversaciones, 114. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO PRIMERO Notas 1 Forja, 1048. 2 Instrucción, 19-III-1934, 36-37. 3 Cfr. principalmente, CEC, 293-294. 4 Cfr. CATECHISMUS ROMANUS, IV, 10, 1-2. 5 Cfr. Const. dogm. Dei Filius, c. I: DS, 3002 y 3025. 6 Cfr., p.ej., JUAN PABLO II, Discurso, 12-III-1986. 7 Cfr. H. LESÊTRE, Gloire de Dieu, en: F. VIGOUROUX, Dictionnaire de la Bible, Paris 1903, t. III, col. 251-252 (expone, p.ej., la noción de "gloria de Dios" como la manifestación exterior de sí mismo o de su "gloria interior", que desarrolla Juan Pablo II en el Discurso citado, y que aquí es uno de los elementos que principalmente nos interesa retener). No queremos decir que no haya habido progresos bíblicos en este tema sino que nos parece que no han dado lugar a un desarrollo de la doctrina teológica común. 8 Cfr. C. TOUSSAINT, Gloire de Dieu, en: AA.VV., Dictionnaire de Théologie Catholique, 6 (1925) col. 1386-1393. 9 Cfr. P. DESEILLE, Gloire de Dieu, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 6 (1967) col. 421-463; P. ADNÉS, ibid., col. 463-487. 10 H.U. VON BALTHASAR, Herrlichkeit, 7 vols., Einsiedeln 1961-1969 (trad. cast.: Gloria, 7 vols., Madrid 1985-1989). 11 ID., Gloria. Una estética teológica, vol. 1 (La percepción de la forma), Madrid 1985, p. 15. 12 "La gloria significa una cierta claridad (claritatem quandam significat), pues "ser glorificado" equivale a "ser clarificado", como dice SAN AGUSTÍN (Super Ioann., c. 13). La claridad, a su vez, tiene una cierta belleza y manifestación (decorem et manifestationem). Por eso la palabra gloria implica propiamente el que alguien manifieste algún bien que a los hombres parezca bello (decorum videtur)" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 132, a. 1, c). 13 G. KITTEL, Doxa, en: G. KITTEL – G. FRIEDRICH, Grande Lessico del Nuovo Testamento, Brescia 1966, vol. II, col. 1377-1378. 14 Cfr. Y. SIMOENS, La gloire d'aimer. Structures stylistiques et interprétatives dans le Discours de la Cène (Jn 13-17), Roma 1981, 262 pp. 15 Cfr. P. DESEILLE, Gloire de Dieu, cit., col. 436. 16 Ibid., col. 437. 17 SAN GREGORIO DE NISA, Oratio catechetica 5, 3-4. 18 "Gloria enim Dei vivens homo; vita autem hominis visio Dei" (SAN IRENEO DE LYON, Adversus haereses, IV, 20, 7). Escribimos "Vida" con mayúscula para señalar que se trata de la vida sobrenatural, como hace A. ORBE en su traducción. En el comentario señala que la expresión "vivens homo" se refiere sin duda al "hombre dotado de la vida de Dios": no al "hombre dotado de sola vida psíquica, [sino] al hombre dotado de la vida del Espíritu divino" (Teología de San Ireneo, vol. IV, Madrid 1996, pp. 299-230). La afirmación "gloria enim Dei vivens homo" significa, en consecuencia, que "la gloria de Dios está en dotar de Su propia Vida al hombre. Es la única versión plausible de la célebre cláusula" (ibid.). Esta Vida es, pues, la "vida sobrenatural" en esta tierra, anticipo de la Vida en plenitud que consiste en la visión de Dios cara a cara en el Cielo ("vita autem hominis visio Dei"). Cfr. también SAN AMBROSIO, Exameron, lib. VI, sermo IX, c. 8, 50. 19 "...Restat ergo ut soli sapienti Deo gloria sit per Iesum Christum, hoc est, clara cum laude notitia, qua innotuit gentibus Deus Trinitas" (SAN AGUSTÍN, Contra Maximinum arian., II, 12, 3). También define la gloria como "frequens de aliquo fama cum laude" (In Ioann. Ev. 105, 2). Estas definiciones se inspiran en CICERÓN (cfr. De inventione II, 55, 166), para quien la gloria es un bien que se pretende, diversa-mente a la noción bíblica de gloria de Dios como manifestación y comunicación de Sí mismo al hombre. 20 "Nihil aliud est gloria Dei, quam supereminentissima ipsius magnificentia sive nobilitas, et haec est gloria Dei in se, sive apud se, propter quam debetur ei laus, et glorificentia, et gloria, ac cultus omnis. Secundum aliam vero intentionem gloria eius dicitur, qua glorificatur, hoc est honoratur, praedicatur, laudatur..." (GUILLERMO DE AUVERNIA, De retributionibus sanctorum, en: Opera omnia, t. 2, Paris 1574, p. 320, col. 2h). 21 SAN BUENAVENTURA, In II Sententiarum, dist. 1, pars 2, a. 2, q. 1. 22 "Gloria Dei dupliciter dicitur. Uno modo qua Deus in se gloriosus est (...). Alio modo dicitur gloria Dei claritas eius ab eo derivata..." (SANTO TOMÁS DE AQUINO, In Ep. I ad Cor., 11, 2). 23 ID., S.Th. I, q. 44, a. 4, c. 24 Ibid. 25 "Totum universum, cum singulis suis partibus, ordinatur in Deum sicut in finem, inquantum in eis per quandam imitationem divina bonitas repraesentatur ad gloriam Dei" (S.Th. I, q. 65, a. 2, c). 26 Epistolae et instructiones, Monumenta historica Societatis Iesu, t. 1, Madrid 1903, p. 198 (carta a Simón Rodríguez, en la que emplea por primera vez la fórmula precisa). La expresión se encuentra ocasionalmente en SAN GREGORIO MAGNO, Dialogi 1, 2. 27 F. COUREL, Gloire ("La plus grande gloire de Dieu"), en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 6 (1967) col. 491. 28 P.M. SULAMITIS (pseudónimo de MARIE THÉRÈSE DESANDAIS), La gloria de Dios (I-III), en: "La vida sobrenatural" 121 (1931) 30-40; 122 (1931) 94-99; 123 (1931) 171-179. Cfr. F.M. REQUENA, Recepción en España del mensaje de María Teresa Desandais (P.M. Sulamitis, 1922-1942), en: AA.VV. (J.-I. SARANYANA, dir.), El caminar histórico de la santidad cristiana. De los inicios de la época contemporánea hasta el Concilio Vaticano II, Pamplona 2004, pp. 551-580. 29 Cfr. en particular las pp. 30-33 del primer artículo citado. 30 En las obras publicadas hasta el presente hay más de 150 referencias a la gloria de Dios y a su glorificación por parte del hombre. En las Cartas, las referencias son más de 100, y diversos centenares en los textos provenientes de la predicación. No es posible hacer un recuento preciso ni estudiar los contextos mientras no se disponga de las ediciones críticas, pero estos números pueden dar una idea del lugar que ocupa la noción en su enseñanza. 31 JUAN PABLO II, Discurso, 12-III-1986. En la Sagrada Escritura la gloria de Dios se designa frecuentemente como "gloria del Padre" porque Dios Padre es la "fuente y el origen de toda la divinidad" (CONC. DE TOLEDO VI: DS, 490). Cfr. CEC, 245. 32 Cfr. CEC, 2809. 33 JUAN PABLO II, Enc. Dominum et Vivificantem, 18-V-1986, 10. 34 Ibid. 35 Cfr. CEC, 246. 36 Cfr. Y. SIMOENS, Gloria di Dio, en: J.-Y. LACOSTE (dir.), Dizionario critico di Teologia, Roma 2005, p. 639. 37 CONC. VATICANO I, Const. dogm. Dei Filius, c. I: DS, 3002 y 3025. Cfr. CEC, 293. Dios ha creado todas las cosas "non propter gloriam augendam, sed propter gloriam manifestandam et propter gloriam suam communicandam" (SAN BUENAVENTURA, In II Sententiarum, dist. 1, pars 2, a. 2, q. 1). 38 Cfr. SAN ATANASIO, Contra arianos 2, 78, 79; SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I, q. 4, a. 3, c. 39 Carta 11-III-1940, 2. 40 Es Cristo que pasa, 48. 41 Se dice "espiritualizar" en el sentido en que san Josemaría emplea este término (cfr. Parte preliminar, sección II.2.c); y capítulo 7º, apartado 1.4.2. 42 Cfr. CEC, 302, 307, 310, 358. 43 Cfr. CEC, 294. 44 Amigos de Dios, 111. 45 SAN CIPRIANO, De dominica oratione, 23. 46 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 1. 47 Lumen gentium, 63. 48 Apuntes de la predicación (AGP, P04, 1974, vol II, p. 204). 49 Símbolo Quicumque (DS, 76). 50 "Toda la economía divina, obra a la vez común y personal, da a conocer la propiedad de las personas divinas y su naturaleza única. Así, toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu Santo; el que sigue a Cristo, lo hace porque el Padre lo atrae (cf. Jn 6, 44) y el Espíritu lo mueve (cf. Rm 8, 14)" (CEC, 259). 51 Surco, 793. 52 Camino, 786. 53 Camino, 780. Como es evidente, se refiere a Jesús en cuanto Dios. 54 Es Cristo que pasa, 59. 55 Ibid, 49. 56 Carta 9-I-1932, 4. 57 Carta 8-XII-1949, 23. 58 Ibid. 59 Conversaciones, 114. 60 Carta 24-XII-1951, 87. 61 "...por Él, con Él y en Él, a ti Dios Padre Omnipotente en la unidad del Espíritu Santo todo honor y toda gloria (Canon de la Misa)". 62 S.Th. III, q. 62, a. 5, c. 63 Forja, 69. 64 Ibid. 65 Camino, 432. 66 Apuntes de la predicación, 8-XII-1971 (AGP, P01 XII-1971, p. 9). 67 ]Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972, en: Amar a la Iglesia, Madrid 1986, p. 24. 68 "Los cielos narran la gloria de Dios y el firmamento anuncia la grandeza de las obras de sus manos" (Sal 18[19], 1). 69 Amigos de Dios, 24. Cfr. JUAN PABLO II, Discurso, 12-III-1986. 70 Carta 19-III-1967, 58. 71 SAN AGUSTÍN, Contra Maximinum arian., II, 13, 2. 72 Es Cristo que pasa, 133. 73 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In I Sent., d. 3, q. 1, a. 1, ob. 3; S.Th. I, q. 59, a. 2, c. 74 ID., S.Th. I-II, q. 25, a. 2, c. De modo bellísimo describe SAN JUAN DE LA CRUZ cómo conoce a Dios el alma unida a Él por el amor: "Cada cosa tiene y hace la sombra conforme al talle y propiedad de la misma cosa (...), y así la sombra de una tiniebla será otra tiniebla al talle de aquella tiniebla, y la sombra de una luz será otra luz al talle de aquella luz (...). De manera que, según esto, la sombra que hace al alma la lámpara de la hermosura de Dios, será otra hermosura al talle de aquella propiedad y hermosura de Dios (...). Gusta [el alma] la gloria de Dios en sombra de gloria, que hace saber la propiedad y talle de la gloria de Dios" (Llama de amor viva, 3, 13-15). 75 Sobre la noción bíblica de "conocimiento", cfr., p.ej., K.M. WOSCHITZ, Erkennen (NT), en: J.B. BAUER (dir.), Bibeltheologisches Wörterbuch, Graz-Wien-Köln 1994, pp. 138-143. 76 SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I, q. 82, a. 3, c. La explicación de santo Tomás sobre la prioridad del amor respecto al conocimiento de Dios, puede resumirse así: el término "amar" indica directamente una operación de la voluntad, y "conocer" una operación del entendimiento. Si se consideran en sí mismos, el entendimiento es más excelente porque su objeto ("la razón de bien apetecible") es más simple y abstracto que el de la voluntad ("el bien apetecible"). Sin embargo, hay que tener en cuenta que el bien –objeto de la voluntad– se encuentra en las cosas, mientras que la verdad –objeto de la inteligencia– se halla en el entendimiento. Por esto, cuando el bien que se quiere es más noble que el alma misma, amar ese bien es más noble que conocerlo. En cambio, cuando el bien es inferior al alma, conocerlo es más noble que quererlo. "Unde melior est amor Dei quam cognitio, e contrario autem melior est cognitio rerum corporalium quam amor" (ibid.): es mejor amar a Dios que conocerle; en cambio es mejor conocer las cosas materiales que amarlas. 77 Forja, 247. 78 Amigos de Dios, 205. 79 Los términos "fe", "esperanza" y "caridad" pueden designar tanto las virtudes como los actos de esas virtudes (cfr., p.ej., SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 26, a. 3, c). Aquí los empleamos para designar los actos, mientras que de las virtudes se hablará en el capítulo 6º. 80 Es Cristo que pasa, 169. 81 Es Cristo que pasa, 126. 82 La palabra "caridad" designa el amor sobrenatural a Dios y a los demás, pero en el lenguaje común es frecuente que se piense sólo en el amor al prójimo, mientras que para hablar del amor a Dios se diga simplemente "amor a Dios". San Josemaría lo hace a veces así; p.ej., en los capítulos de Camino sobre "Amor de Dios" (nn. 417 y ss.) y sobre "Caridad" (nn. 440 y ss.). Pero también ahí emplea el término "caridad" para referirse al amor a Dios (cfr., p.ej, Camino, 441), y lo mismo en muchos otros escritos. En el presente libro seguiremos este mismo modo de hablar, y concretamente emplearemos siempre el término "caridad" en el sentido de amor sobrenatural a Dios y al prójimo por Dios. 83 Cfr. Camino, 782, 784, 786, etc.: todo el capítulo titulado "La gloria de Dios". Sobre los afectos se hablará en el capítulo 5º, apartado 2. 84 Camino, 788. 85 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I, q. 43, a. 7, c. 86 A. STAGLIANÒ, Teologia trinitaria, en: G. CANOBBIO – P. CODA (eds.), La Teologia del XX secolo. Un bilancio, vol. 2, Roma 2003, p. 109. Un resumen del debate teológico sobre este tema puede verse en ibid., pp. 89-174. 87 Amigos de Dios, 2. 88 Es Cristo que pasa, 49. 89 Carta 9-I-1951, 11. 90 Forja, 1033. 91 Camino, 783. 92 Surco, 930. 93 Amigos de Dios, 9. 94 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 25, a. 1, c. 95 Conversaciones, 70. 96 Forja, 734. 97 Nos movemos en el cuadro que traza SANTO TOMÁS DE AQUINO en S.Th. I-II, q. 26, a. 3 y 4; yS.Th. II-II, q. 23, a. 1. Podríamos también seguir otro esquema diverso, como el que se apoya en la distinción de "eros" y "agape", empleada por BENEDICTO XVI en la encíclica Deus caritas est, 25-XII-2005. Sin embargo san Josemaría no usa estos términos, y las citas de sus escritos resultarían forzadas si los adoptásemos en nuestra exposición, o bien tendríamos que aclarar continuamente las relaciones entre unos términos y otros. Por lo demás, en el 7 de la encíclica, el Papa indica que podría haber expresado la misma enseñanza con otras distinciones internas a la noción de amor como la de "amor concupiscentiae"y "amor benevolentiae". Esta es la distinción que propone SANTO TOMÁS (cfr. In III Sent., d. 29, a. 3, c), y es sustancialmente la que seguiremos aquí. Con algunos matices tendremos los mismos elementos que se encuentran en la distinción entre "eros" y "agape". No sería difícil mostrar una sintonía de fondo, aunque lógicamente los contextos sean en parte diversos. 98 Amigos de Dios, 231. 99 Amigos de Dios, 81. 100 Forja, 921. 101 Es Cristo que pasa, 6. 102 SAN CIPRIANO, De dominica oratione, c. 14. 103 Nota manuscrita de abril de 1934 (AGP, P01 1983, p. 145). Se trata de la "oratio universalis sub nomine Clementis XI vulgata". 104 Amigos de Dios, 197. Sobre esta época de la vida de san Josemaría, cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei. Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, 3 vols., Madrid 1997-2003, vol. I, pp. 92-101. 105 Del sentido del dolor se hablará ampliamente en el capítulo 2º, apartado 2.3. 106 Camino, 691. Cfr. Forja, 769; Amigos de Dios, 153 y 167. Con frecuencia, san Josemaría empleaba esta jaculatoria también en su versión latina: "Fiat, adimpleatur, laudetur et superexaltetur iustissima atque amabilissima voluntas Dei super omnia. Amen. Amen." 107 Camino, 774. 108 Forja, 48. 109 Cfr. Camino, 774. 110 C. CARDONA, Metafísica del bien y del mal, Madrid 1987, p. 117. 111 SANTO TOMÁS DE AQUINO, In De div. nom., c. 4, lect. 11. 112 Cfr. ID., S.Th. I-II, q. 28, a. 2, c. 113 Forja, 442. 114 Es Cristo que pasa, 87. El contexto de estas palabras es la Santa Misa, expresión suprema de la entrega de Dios a nosotros. 115 Es Cristo que pasa, 46. 116 Amigos de Dios, 232. 117 Cfr. CONC. LATERANENSE IV, cap. 2: DS, 806; CONC. VATICANO I, Const. dogm. Dei Filius, cap. 4: DS, 3016. 118 Conversaciones, 62. 119 Cfr. Camino, 914; Surco, 35, 830; Forja, 346; Es Cristo que pasa, 7; etc. Desde la década de 1930, san Josemaría tenía "una gran devoción al Amor Misericordioso y conoció los escritos de una de sus propagadoras, la Madre Marie Thérèse Desandais, que escribía con el pseudónimo de P. M. Sulamitis" (P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", Madrid 2004³, p. 499: comentario al punto 316). El autor explica que la devoción está muy relacionada con el espíritu de filiación divina. Sobre el tema del Amor Misericordioso, cfr. las publicaciones de F.M. REQUENA, Espiritualidad en la España de los años veinte. Juan G. Arintero y la revista 'La Vida Sobrenatural' (1921-1928), Pamplona 1999, pp. 166-177; La "Obra del Amor Misericordioso" (1922-1928): una aportación a la historia del asociacionismo devocional en la España contemporánea, en: "Hispania Sacra" 55 (2003) 661-696; y Católicos, devociones y sociedad durante la Dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República. La Obra del Amor Misericordioso en España (1922-1936), Madrid 2008, 359 pp. 120 Título de una meditación del 21-XI-1954 (AGP, P09, p. 17). 121 Forja, 358. 122 Cfr., p.ej., Es Cristo que pasa, 97. Otras veces se refiere a la parábola del hombre que envió a sus hijos a trabajar a la viña, comentando que sólo el que fue efectivamente, cumplió la voluntad de su padre (cfr. Mt 21, 18-31). 123 Camino, 933. En sus Apuntes íntimos (n. 606) relata cómo Dios quiso que se imprimiera este dicho en su alma. El hecho se encuentra narrado en diversas biografías (cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, p. 417) y en P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., ad loc. 124 Carta 24-III-1931, 55. Cfr. Amigos de Dios, 6. 125 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 29). 126 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In I Sent., d. 45, q. 1, a. 4; S.Th. I, q. 19, aa. 11 y 12. 127 ID., S.Th. I-II, q. 28, a. 2, c. 128 Cfr. SAN FRANCISCO DE SALES, Tratado del amor a Dios, c. 13. La palabra francesa "abandon" proviene de la antigua locución "à bandon": dejar en poder de. 129 Es Cristo que pasa, 17. 130 Amigos de Dios, 18. 131 Carta 8-XII-1949, 33. 132 Es Cristo que pasa, 17. 133 JUAN PABLO II, Enc. Veritatis Splendor, 9. 134 Veritatis Splendor, 12-13. 135 Carta 19-III-1967, 82. 136 JUAN PABLO II, Enc. Veritatis Splendor, 19. 137 SAN CIPRIANO, De dominica oratione, c. 14. 138 Es Cristo que pasa, 103. 139 Es Cristo que pasa, 21. 140 Es Cristo que pasa, 97. 141 Es Cristo que pasa, 17. 142 Lo veremos en el capítulo 6º, apartado 4.3, al hablar de justicia y caridad. 143 Camino, 603. 144 Que las obras de Dios sean perfectas no contradice que Dios haya creado el mundo en camino hacia una perfección que debe alcanzar, también por medio del trabajo del hombre. Dios lo ha hecho partícipe de su poder creador precisamente para que lleve a cabo los designios de su Providencia perfeccionando la creación (de modo análogo a como un padre entrega a su hijo pequeño las piezas de una figura o de un puzzle, para que las ordene como el padre desea). "La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada "en estado de vía" ("in statu viae") hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó" (CEC, 302). Volveremos sobre esto en el capítulo 7º. 145 Forja, 713. 146 Amigos de Dios, 57. 147 Estas virtudes se estudiarán en el capítulo 6º, apartado 4. 148 Cfr. capítulo 7º, apartado 2.2.1.b). 149 Camino, 771. 150 BENEDICTO XV, Decreto de las virtudes heroicas del venerable Antonio M. Gianelli: AAS 12 (1920) 173. Cfr. PÍO XII, Homilía 5-IV-1948: AAS 40 (1948) 149. 151 Camino, 815. 152 "El Señor no mira tanto la grandeza de las obras como el amor con que se hacen" (SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas séptimas, IV, 15). Pueden verse otros textos de san Juan de la Cruz y santa Teresa de Lisieux, en P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., pp. 884-885 (comentario al punto 813). 153 Camino, 814. 154 Camino, 813. 155 Es Cristo que pasa, 44. 156 Forja, 489. 157 Es Cristo que pasa, 50. 158 Amigos de Dios, 63. 159 A. MACHADO, Proverbios y cantares, XXIV: citado en Conversaciones, 116. 160 Camino, 20. 161 Forja, 82. Cfr. Camino, 815: Haz lo que debes y está en lo que haces. Este punto se comentará ampliamente en el capítulo 7º, apartado 1.4.1.a). 162 Camino, 819. 163 Forja, 1051. 164 En la Parte II, capítulo 6º, veremos que la perfección del cristiano reclama el heroísmo en las virtudes, que se puede realizar en "cosas pequeñas". En la Parte III, capítulo 7º, al hablar de la vida ordinaria como camino de santificación, nos referiremos al "materialismo cristiano" que predica san Josemaría y que se traduce, entre otras cosas, en el "cuidado de las cosas pequeñas". 165 Instrucción, 19-III-1934, 36. 166 Amigos de Dios, 23. 167 I. DE CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, en: F. OCÁRIZ – I. DE CELAYA, Vivir como hijos de Dios. Estudios sobre el Beato Josemaría Escrivá, Pamplona 1993, p. 97. Cfr. C. CARDONA, Metafísica de la opción intelectual, Madrid 1973², p. 103. El fin último es único: "Es imposible que un mismo hombre pueda tener varios fines últimos, no subordinados entre sí" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 1, a. 5, c; cfr. S.Th. I-II, q. 1, a. 6, c y ad 3). 168 Cfr., p. ej., Camino, 777 y 780; Conversaciones, 93 y 106; Es Cristo que pasa, 17; etc. 169 Surco, 797. 170 Amigos de Dios, 114. 171 Camino, 780. 172 Camino, 484. 173 Surco, 273. 174 Ibid. 175 Forja, 610. 176 Carta, 28-I-1975 (AGP, P01 VII-1975, p. 158). Cfr. J.M. CASCIARO, Fundamentos bíblicos del lema "ocultarme y desaparecer" de San Josemaría Escrivá, en: AA.VV., Signum et Testimonium, Pamplona 2003, pp. 273-295. Lo veremos con más detalle cuando estudiemos la virtud de la humildad (vol. II, cap. 6, apartado 3.2.1). 177 Camino, 759. Como se ve, san Josemaría entiende el genitivo "de buena voluntad", como referido a los hombres que tienen buena voluntad. Era la interpretación corriente de Lc 2, 14, conforme a la Vulgata, cuando escribe este punto de Camino (publicado en 1939), como puede verse en M.-J. LAGRANGE, Évangile selon Saint Luc, Paris 1921, pp. 76-77. Más recientemente, el texto se traduce a veces como "paz a los hombres en los que Dios se complace" (o "los que ama el Señor"). Las dos interpretaciones no se excluyen porque los hombres de buena voluntad son aquellos en los que Dios se complace. En obras posteriores de san Josemaría están presentes a la vez los dos sentidos, como en Es Cristo que pasa, 13. En todo caso, con o sin referencia al texto de Lc, la afirmación del vínculo entre "paz" y "buena voluntad" es común en la tradición espiritual cristiana (cfr., p.ej., SAN LEÓN MAGNO, Sermo 95, sobre las Bienaventuranzas). 178 Cfr. Es Cristo que pasa, 182. En los capítulos 6º y 8º comentaremos una expresión frecuente de san Josemaría: que los cristianos deben ser "sembradores de paz y de alegría". 179 Camino, 300. Las palabras del Señor (Mt 6, 24) se refieren a las riquezas ("no podéis servir a Dios y a las riquezas"). Evidentemente, se pueden aplicar a cualquier bien humano, como se hace en este punto de Camino. 180 Camino, 777. El "propio juicio" significa aquí el apegamiento de la voluntad a la propia decisión, ya sea por soberbia, o por confianza exagerada en el propio criterio, o por capricho. 181 CEC, 294. 182 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 1, a. 4, c. 183 Es Cristo que pasa, 133. 184 "En la Escritura, ver es poseer. El que ve a Dios posee todos los bienes que se pueden concebir" (SAN GREGORIO DE NISA, Orationes de beatitudinibus, 6). Cfr. CEC, 1045. 185 Carta 24-III-1931, 55. 186 Carta 19-III-1967, 32. 187 Camino, 999. 188 SAN AGUSTÍN, Confessiones, lib. 1, c. 1. 189 Amigos de Dios, 118. 190 Ibid. 191 Forja, 1005. 192 Es Cristo que pasa, 43. Cfr. Forja, 28. 193 Surco, 52. 194 Surco, 795. 195 Apuntes de la predicación (AGP, P01 VII-1975, p. 219). San Josemaría advierte allí mismo que con estas palabras está "remedando" una frase de san José de Calasanz: "Si quieres ser santo, sé humilde...". 196 Cfr. Camino, 382. 197 Surco, 994. 198 Camino, 91. 199 Recoge en ellas la noción tradicional de "oración" desde la Patrística. Ya CLEMENTE DE ALEJANDRÍA (s. II-III) habla de la oración como de una "conversación con Dios" (Stromata, VII, 7). Después de él, EVAGRIO PÓNTICO parece ser el autor de la definición clásica atribuida a san Juan Damasceno: "La oración es una elevación del alma a Dios" (cfr. De oratione, 3), definición que figura en CEC, 2559. SAN AGUSTÍN, por su parte, escribe: "Tu oración es un coloquio con Dios. Él te habla cuando lees la Escritura, y tú le hablas cuando oras" (Enarr. in Ps., 85, 7). Algo muy semejante había afirmado antes SAN CIPRIANO (cfr. Ep. ad Donatum, 15). SAN JUAN CRISÓSTOMO se refiere a la oración como participación en la vida divina cuando escribe: "El sumo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con Él: y así como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan una luz, así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con su inefable luz" (Hom. 6: De precatione). No nos detenemos a explicar la relación del término castellano "oración" con los latinos prex y oratio y los respectivos griegos euché y omilía. Puede verse, p.ej., P. PHILIPPE, La vita di preghiera, Roma 1997, pp. 13-19. 200 Es Cristo que pasa, 136. A continuación cita 1Co 2, 11: "¿Quién sabe las cosas del hombre, sino solamente el espíritu del hombre, que está dentro de él? Así las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el Espíritu de Dios". 201 CONGR. PARA LA DOCTRINADELA FE, Carta Orationis formas, 15-X-1989, 28. Este documento cita a pie de página varios testimonios de la tradición cristiana –concretamente de san Agustín, Juan Casiano y Afraate– sobre la posibilidad de convertir el trabajo en oración. 202 ORÍGENES, De orat., 12. 203 Es Cristo que pasa, 119. Sobre las palabras "también el sueño debe ser oración", cfr. capítulo 6º, apartado 1.1. 204 Amigos de Dios, 64. 205 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I, q. 34, aa. 1 y 2. 206 Palabras de una homilía en Roma, 9-I-1972 (AGP, P01 1972, p. 147). 207 "Dijo [Dios] y todas la cosas fueron hechas" (Sal 33, 9). "El Hijo, por lo mismo que es el Verbo que expresa perfectamente al Padre, expresa todas las criaturas" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones disputatae, q. 4, a. 4, c). Cfr. ID., S.Th. I, q. 34, donde explica que el nombre de Verbo, propio del Hijo, comporta referencia a las criaturas. 208 Amigos de Dios, 55. 209 Camino, 335. Esta doctrina, de raíz evangélica, ha sido expresada de diversos modos a lo largo de la historia. Baste citar un texto de SANTO TOMÁS DE AQUINO: "Tamdiu homo orat, quamdiu totam vitam suam in Deum ordinat" (In Ep. ad Rom., c. I, lect. 6). A este respecto escribe Á. DEL PORTILLO: "El fundamento teológico de la posibilidad de transformar en oración cualquier actividad humana y, por tanto, también el trabajo, es ilustrado por el Papa Juan Pablo II en la encíclica Laborem exercens (n. 24), donde, al describir algunos elementos para una espiritualidad del trabajo, afirma: "Puesto que el trabajo en su dimensión subjetiva es siempre una acción personal, actus personae, se sigue que en él participa el hombre entero, el cuerpo y el espíritu (...). Al hombre entero ha sido dirigida la Palabra del Dios vivo, el mensaje evangélico de la Salvación". Y el hombre debe responder a Dios que lo interpela con todo su ser, con su cuerpo y con su espíritu, con su actividad. Esta respuesta es precisamente la oración" (Il lavoro si trasformi in orazione, en: "Il Sabato", Milán, 7-XII-1984). 210 Hablamos sólo, como es patente, de la oración de quien está en gracia de Dios. 211 Cfr. SAN AGUSTÍN, Confessiones, lib. 3, c. 6. Estudia la inhabitación trinitaria en la vida espiritual R. MORETTI, La Trinità vertice della Teologia e dell'esperienza mistica, en: "Divinitas" 3 (1986) 219-239. 212 Apuntes de la predicación, 8-XII-1972 (AGP, P01 IX-1973, pp. 7-8). El "Gran Desconocido" es el Espíritu Santo. 213 Apuntes de la predicación (AGP, P04 1972, vol. II, pp. 694-695). 214 Apuntes de la predicación, 21-II-1971 (AGP, P01 1996, pp. 456-457). 215 Ibid. 216 Apuntes de la predicación, 9-VI-1974 (AGP, P04 1974, vol. I, p. 386). 217 Amigos de Dios, 296. 218 Un recorrido histórico puede verse en la amplia y documentada voz "Contemplation" del Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique. Remitimos en particular a la Conclusion générale de CH. BAUMGARTNER, en: ibid., 2 (1953) col. 21712193. De gran interés es también la obra de J.-H. NICOLAS, Contemplation et vie contemplative en christianisme, Fribourg-Paris 1980, 429 pp. El autor apenas trata la contemplación en la vida ordinaria, pero ofrece algunos elementos básicos importantes para desarrollar el tema. Véase también T. ŠPIDLÍK, La preghiera secondo la tradizione dell'Oriente cristiano, Roma 1988, pp. 195-252 (La contemplazione). Por lo que se refiere al término "contemplación" baste señalar que tiene su raíz en con-templum, palabra que designaba una plataforma situada delante de algunos templos paganos, desde la cual se escrutaba el firmamento. De ahí el verbo contemplari ("mirar lejos" o escrutar el horizonte). Este término latino traduce el griego theoria, que proviene de thea, visión. El verbo theoreo significa ver como se mira un espectáculo, fijando la atención en lo que se ve; es decir, mirar con interés algo que merece la pena, por su valor estético o artístico, como un paisaje o una escultura (contemplación estética). En filosofía se emplea para hablar de la contemplación de la verdad (contemplación filosófica). En este sentido tiene relación con el término Gnosis, que aparece en el Nuevo Testamento. 219 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 180, a. 3, ad 1. De este tipo es el conocimiento de los primeros principios, tanto los de orden intelectual o especulativos (p.ej., que "el todo es mayor que la parte") como los de orden moral o prácticos (como que "se debe hacer el bien y evitar el mal"). 220 SAN GREGORIO MAGNO, Moralia, X, 8, 13. 221 "Bonum quoddam verum est" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I, q. 82, a. 3, ad. 1; cfr. S.Th. I, q. 5, a. 4, ad 1). "La belleza añade al bien cierto orden a la facultad cognoscitiva, de tal modo que se llama bien a todo lo que simplemente satisface a la voluntad, y bello aquello cuyo conocimiento agrada" (S.Th. I-II, q. 27, a. 1, ad 3). 222 ID., S.Th. II-II, q. 180, a. 1, c. 223 ID., In III Sent., d. 35, q. 1, a. 2, sol. 1. 224 "Pulchritudo (...) consistit in quadam claritate et debita proportione. Utrumque autem horum radicaliter in ratione invenitur, ad quam pertinet et lumen manifestans, et proportionem debitam in aliis ordinare. Et ideo in vita contemplativa, quae consistit in actu rationis, per se et essentialiter invenitur pulchritudo" (ID., S.Th. II-II, q. 180, a. 2, ad 3). 225 ID., S.Th. I-II, q. 27, a. 1, ad 3. 226 SAN JUAN DE LA CRUZ, Noche oscura, lib. 2, cap. 18, 5. Cfr. J. MARITAIN, Les degrés du savoir, Paris 1948, pp. 616-697 (Saint Jean de la Croix praticien de la contemplation). 227 Cfr. J.L. ILLANES, Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teo lógica sobre el Opus Dei, Pamplona 2003, pp. 308-309. 228 Cfr. Conversaciones, 43; Es Cristo que pasa, 65 y 174; etc. Véanse los estudios de M. BELDA, Contemplativi in mezzo al mondo, en: "Romana" 27 (1998) 326-340; y de L. TOUZE, La contemplation dans la vie ordinaire. À propos de Josemaría Escrivá, en: "Esprit et vie" 67 (2002) 9-14. 229 Amigos de Dios, 307. 230 Escribe SANTA TERESA DE JESÚS que en la oración el alma ha de procurar "mirar a quien le mira" (Vida, 13, 22). Cfr. J. CASTELLANO, Teresa di Gesù insegna a pregare, en: AA.VV. (dir. E. ANCILLI), La preghiera, vol. I, Roma 1988, pp. 326-327. 231 Cfr. Es Cristo que pasa, 126. 232 Amigos de Dios, 307. 233 Ibid. 234 Comentando las enseñanzas de san Josemaría sobre la contemplación, un autor habla de "estética escatológica" queriendo designar "los influjos del mundo futuro glorificado en la realidad presente, con la posibilidad de descubrir algunos de esos destellos de la definitiva Gloria Dei ya en sus criaturas" (R. HERNÁNDEZ URI-GÜEN, Trabajo contemplativo y momento estético en las enseñanzas de san Josemaría. Una aproximación, en: AA.VV., Trabajo y espíritu. IV Simposio internacional "Fe y cultura contemporánea", Pamplona 2004, p. 269). 235 Carta 24-III-1930, 13. 236 Apuntes de la predicación, 18-XI-1964 (AGP, P01 IX-1967, p. 7). 237 Amigos de Dios, 241. 238 Camino, 212. 239 Apuntes de una meditación, 25-XII-1973 (AGP, P09, p. 201). 240 Conversaciones, 116. 241 Carta 30-IV-1946, 73. 242 Carta 25-I-1961, 3. 243 Amigos de Dios, 307. 244 P. DE BÉRULLE, Œuvres de piété, 38 ("De la Sainte Trinité, de l'Incarnation accomplie en l'honneur et à l'imitation de la Sainte Trinité, et de la vocation des Chrétiens à la contemplation"), en: M. DUPUY (dir.), Pierre de Bérulle. Œuvres complètes, Paris 1996, vol. 3, p. 129: "Les Chrétiens sont dédiés et appelés par vocation comme essentielle, à la contemplation (...). Sont appellés à la contemplation, non simplement par inspiration, mais par l'état et la condition de la manière de vie et grâce qu'ils ont reçue au baptême". Actualmente, el Catecismo de la Iglesia Católica expresa esta doctrina, distinguiendo entre la llamada de todos a la contemplación y las gracias extraordinarias que la acompañan en algunos casos: "Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque gracias especiales o signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para así manifestar el don gratuito hecho a todos" (CEC, 2014). En la Parte preliminar, sección I.3.b) hemos hecho una referencia a este tema al hablar del debate sobre la "cuestión mística". 245 Carta 19-III-1967, 32. 246 Sobre el debate teológico en torno a estos temas en el siglo XX, cfr. M. BELDA – J. SESÉ, La cuestión mística, Pamplona 1998, 364 pp. 247 Amigos de Dios, 307. 248 Amigos de Dios, 308. Según J.L. ILLANES, cabe ver "en ese aludir a la distinción entre ascética y mística, para dejar la cuestión en suspenso, un simple recurso para marcar distancias respecto a un debate teológico en el que el fundador del Opus Dei no deseaba entrar. Cabe también –y no faltan argumentos para ello– darles un alcance mayor, interpretándolas como una advertencia, discreta pero clara, sobre los límites de algunos de los planteamientos acuñados por la teología espiritual de los siglos XVII y XVIII y, en consecuencia, como un toque de atención respecto a la necesidad de un enfoque de la vida espiritual más teologal y unitario" (Existencia cristiana y mundo, cit., p. 329 s.). 249 Es Cristo que pasa, 126. 250 "Amans (...) quasi idem factus amato" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 28, a. 2, c). Cfr. M. D'AVENIA, La conoscenza per connaturalità in San Tommaso d'Aquino, Bologna 1992, 219 pp. 251 Amigos de Dios, 220. 252 Los dones del Espíritu Santo son, según R. GARRIGOU-LAGRANGE, "doblemente sobrenaturales, no sólo por su esencia como las virtudes teologales sino también por su modo de acción" que sobrepasa la medida humana ya que "el alma es dirigida y movida inmediatamente por la inspiración divina" (Perfection chrétienne et contemplation, Paris 1923, t. I, p. 34). Los dones se estudiarán en el capítulo 6º, apartado 5.1. 253 Apuntes de una meditación, 26-XI-1967 (AGP, P09, p. 87). 254 Amigos de Dios, 307. 255 Un autor medieval, maestro de vida contemplativa, se refiere así a esta doble connaturalidad: "Somos estirpe tuya, Señor, estirpe de Dios, como dice el Apóstol (cfr. Hch 17, 28) (...), dioses e hijos del Altísimo (Sal 81, 6), y podemos reivindicar para nosotros, gracias a un cierto parentesco espiritual, una profunda afinidad contigo, a partir del momento en que, en virtud del Espíritu de adopción, tu Hijo no ha desdeñado compartir nuestro nombre, y nosotros, con Él y por Él, obedientes al mandato del Salvador y siguiendo su enseñanza, nos atrevemos a decir: Padre nuestro que estás en los Cielos (Mt 6, 9)" (GUILLERMO DE SAINT-THIERRY, De contemplando Deo, 20). 256 Es Cristo que pasa, 113. 257 Apuntes de la predicación, 18-VIII-1968 (AGP, P01 1968 p. 197). 258 Es Cristo que pasa, 107. 259 Es Cristo que pasa, 118. A continuación de estas palabras cita Jn 6, 57 y 14, 21. La misma idea Es Cristo que pasa, 116. 260 Es Cristo que pasa, 163. 261 Apuntes de una meditación, 19-III-1975 (AGP, P01 1991, p. 1079). 262 Carta 2-X-1958, 4. 263 Carta 24-III-1931, 59. 264 Apuntes de la predicación, 2-XI-1964 (AGP, P01 IX-1967, p. 11). 265 Ibid. 266 Forja, 738. 267 Carta 9-I-1932, 14-15. El texto de santo Tomás incluido en el Supplementum, proviene de In IV Sent., d. 44, q. 2, a. 1, q. 3, y se refiere a la condición de los santos después de la resurrección de los cuerpos. Las palabras "contemplar... en nada impide (a los santos) la divina contemplación", significan que la contemplación de la verdad en las cosas creadas no es obstáculo para la contemplación de Dios. Con razón ha señalado un autor, aunque sin citar este texto del Aquinate, "la coherencia entre el pensamiento de santo Tomás y el mensaje de san Josemaría, en cuanto que en ambos encontramos una primacía de la contemplación, la cual representa (...) también un elemento vivificante para toda la vida práctica" (B. OLIVARES BOGESKOV, Primacía de la contemplación y santificación del trabajo, en: AA.VV., Trabajo y espíritu, cit., p. 161). Cfr. J.P. MANGLANO, Análisis antropológico del trabajo contemplativo, en: "Excerpta e dissertationibus in Philosophia" 1 (1991) 483 y 494-495. 268 Apuntes de la predicación, 30-X-1964 (AGP, P01 VII-1967, p. 7). Quizá no sea necesario repetir que, aunque dirige estas palabras a los fieles del Opus Dei, propone el mismo ideal a todos los fieles corrientes. 269 Carta 11-III-1940, 15. J. MARITAIN habla de la contemplación en medio del mundo como de un tipo de contemplación "oculta" o "disfrazada", a diferencia de la contemplación "abierta" de los religiosos contemplativos: cfr. Il contadino della Garona, Brescia 1980, p. 339; en la p. 333, nota 119, parece abandonar esta idea; cfr. también ID., Action et contemplation, Paris 1938, p. 146. En san Josemaría no se encuentra ninguna distinción de este tipo. 270 Cfr. A. QUERALT, "Contemplativus in actione", en AA.VV. (E. ANCILLI – M. PAPAROZZI, dirs.), La mistica. Fenomenologia e riflessione teologica, vol. II, Roma 1984, p. 331. Para la afirmación de Nadal cita: Comentarii de Instituto Societatis Jesu (Ed. M. Nicolau, S.J.), (Monumenta Historica Societatis Jesu, 90), 162-163, 80-82. Sobre el tema puede verse también E. CORETH, In actione contemplativus, en "Zeitschrift für Katholische Theologie" 76 (1954) 55-82. 271 A. QUERALT, "Contemplativus in actione", cit., p. 332. Para algunos, esta fórmula expresa la vida "mixta" mejor que la de "contemplata aliis tradere" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 188, a. 6, c), porque no restringe la acción apostólica a la predicación sino que incluye otras obras de caridad (cfr. G. THILS, Nature et spiritualité du clergé diocésain, Bruges 1946, p. 288). 272 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 180, a. 2. 273 A. ROYO MARÍN, Teología de la perfección cristiana, 2ª ed., Madrid 1955, p. 637, 411. Una crítica a esta concepción puede verse en J. LÓPEZ DÍAZ, Virtudes humanas y contemplación cristiana, en: L. TOUZE (dir.), La contemplazione cristiana: esperienza. e dottrina. Atti del IX Simposio della Facoltà di Teologia dell'Università della Santa Croce, Roma 2007, pp. 525-537. Cfr. también T. ŠPIDLÍK, La preghiera secondo la tradizione dell'Oriente cristiano, cit., pp. 231-238 (La "praxis" conduce a la "theoria"). 274 Carta 8-XII-1949, 26. 275 Así lo hace SANTO TOMÁS DE AQUINO en S.Th. II-II, q. 182, a. 1, c. El Aquinate recoge en este punto la interpretación que hizo san Gregorio Magno del pensamiento de san Agustín. 276 J. RATZINGER, El nuevo Pueblo de Dios, Barcelona 1972, p. 42. 277 Carta 29-VII-1965, 1. 278 Ibid., 23. 279 Carta 31-V-1954, 20. 280 Carta 6-V-1945, 25. Estas palabras se han introducido con una frase que habla de la correspondencia a la gracia. San Josemaría se refiere concretamente a la gracia de la vocación al Opus Dei. Nos parece que la afirmación se puede hacer extensiva en el sentido indicado. 281 Carta 9-I-1932, 14. 282 Amigos de Dios, 149. 283 Apuntes íntimos, 673 (del 26-III-1932). 284 Amigos de Dios, 306. 285 Amigos de Dios, 310. 286 Carta 2-X-1939, 13. 287 Es Cristo que pasa, 48. 288 J.I. MURILLO, El trabajo como manifestación de Dios, en: AA.VV., Trabajo y espíritu, cit., p. 146. 289 Ibid. 290 Maritain explica que la contemplación en actividades que requieren la atención de la mente es una contemplación presente no sólo virtualmente sino "en acto" "al menos en el supraconsciente del espíritu, única sede donde el amor puede estar continuamente en acto" (J. MARITAIN, Il contadino..., cit., p. 334). El autor remite a la obra de V. OSENDE, Fruits of Contemplation, St. Louis 1953, pp. 157-159, donde afirma que, si bien no podemos fijar nuestra mente sobre dos objetos contemporáneamente, ni estar pensando siempre, sí que podemos amar siempre. Por lo que se refiere a san Josemaría, nos parece que sus textos no presentan la contemplación en esos casos –en las actividades que exigen la atención de la mente– como una actividad inconsciente. Más bien dan a entender que se puede ser consciente del amor con el que se está trabajando o realizando cualquier actividad de ese tipo. No obstante, es una cuestión abierta que requerirá un estudio más detallado. 291 Carta 6-V-1945, 25. 292 Amigos de Dios, 296-297. 293 Apuntes de la predicación (AGP, P04 1975, vol. III, p. 213). La jaculatoria latina está tomada del Misal Romano. En la liturgia actual, se encuentra en la Antífona de entrada del 2º Domingo de Cuaresma: "Tibi dixit cor meum, quaesivi vultum tuum, vultum tuum, Domine, requiram..." (Sal 26 [27], 8-9). 294 Apuntes de una meditación, 25-XII-1973 (AGP, P09, p. 200). 295 Carta 9-I-1932, 70. 296 Carta 6-V-1945, 40. 297 Es Cristo que pasa, 57. 298 Camino, 778. 299 Apuntes de la predicación, 21-VI-1972 (AGP, P01 VII-1972, p. 9). 300 Carta 19-III-1967, 143. 301 Camino, 784. 302 Camino, 290. 303 Camino, 788. 304 Apuntes de la predicación (AGP, P01 VII-1968, p. 9). 305 Carta 15-X-1948, 8. 306 Carta 24-III-1930, 21. 307 Apuntes de la predicación (AGP, P01 III-1970, p. 9). 308 Carta 6-V-1945, 28. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO SEGUNDO Notas 1 Instrucción, 19-III-1934, 36. 2 Ibid. 3 Estas dos últimas expresiones son sinónimas en la Sagrada Escritura: cfr. R. SCHNACKENBURG, Reicg Gottes, en J. B. BAUER (dir.), Bibeltheologitches Wörterbuch, Graz-Köln, pp. 468.478; D. C. DULING, Kingdom of God, Kingdom of Heaven, en D. Friedman (ed.), The Anchor Bible Dictionary, New York 1994, vol. IV, pp. 49-69. 4 Es Cristo que pasa, 180. Cfr. Es Cristo que pasa, 166. 5 M. SCHMAUS, Teología dogmática, vol. IV (La Iglesia), Madrid 1960, p. 105 (orig. Alemán Katholische Dogmatik, München 1955). Remite para este tema a F. MUSSNER, Zoé. Die Anschauung von "Leben" im vierten Evangelium, München 1952. 6 SAN AGUSTÍN, De Genes. Ad litt., 8, 6, 12. Cfr. 1Ts 2, 12. 7 Con las palabras "venga a nosotros tu reino" -comenta san Cipriano- "pedimos que se haga presente en nosotros el Reino de Dios (...). Porque no hay un solo momento en que Dios deje de reinar, ni puede empezar lo que siempre ha sido y nunca dejará de ser. Pedimos a Dios que venga a nosotros el reino que tenemos prometido, el que Cristo nos ganó con su sangre y su pasión, para que nosotros, que antes servimos al mundo, tengamos parte en el reino de Cristo, como Él nos ha prometido con aquellas palabras: "venid vosotros benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo"" (SAN CIPRIANO, De dominica oratione, 3). 8 Instrucción, 19-III-1934, 36. 9 Es Cristo que pasa, 180. 10 No faltan importantes obras dedicadas al tema: cfr., p.ej., J. BONSIRVEN, Le règne de Dieu, Paris 1957, 299 pp.; R. SCHNACKENBURG, Gottes Herrschaft und Reich, Freiburg-Basel-Wien, 1959 (trad. cast.: Reino y reinado de Dios, Madrid 1967, 363 pp.). 11 Cfr. Lumen gentium, 3, 5, 6, 13, 36, 44 y 50. 12 Esta misma idea se repite en otros textos manuscritos de sus Apuntes íntimos, fechados en 1931: pueden verse en A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei. Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, 3 vols., Madrid 1997-2003, vol. I, capítulo V, 5. 13 Homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, 28-V-1972, en Amar a la Iglesia, Madrid 1986 2, p. 43. 14 Es Cristo que pasa, 11 (homilía fechada en 1951). Cfr. Conversaciones, 94, donde cita un texto de Pablo VI del 12-II-1966, que recuerda a los esposos cristianos que "esa dilatación del reino de Dios y las posibilidades de penetración de la Iglesia en la humanidad para llevar la salvación, la eterna y la terrena, está confiada también a su generosidad". 15 Es Cristo que pasa, 121 (homilía fechada en 1966). Cfr. Es Cristo que pasa, 160, 170, 183, etc.; Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972, en Amar a la Iglesia, cit., p. 18 s. (citando a san Cipriano, uno de los Padres prenicenos que más hablan del Reino, como se dirá luego) y p. 36. 16 Cfr. Es Cristo que pasa, 179-187. 17 Es Cristo que pasa, 185. 18 Sobre el sentido de los principales textos del Nuevo Testamento relativos al Reino de Cristo, cfr. CASALINI, I misteri della fede. Teologia del Nuovo Testamento, Jerusalem 1991, pp. 498-506. Es interesante comprobar cómo el uso de los textos del Nuevo Testamento por parte de san Josemaría está de acuerdo con las interpretaciones que propone esta documentada obra de Teología bíblica. Para el sentido de Mt 28, 18, que san Josemaría cita en diversas ocasiones (p.ej., en las homilías El fin sobrenatural de la Iglesia y Lealtad a la Iglesia), cfr. J. GNILKA, Das Matthäusevangelium, vol. 2, Freiburg-Basel-Wien 1988, p. 508 ss. 19 Es Cristo que pasa, 179. 20 Es Cristo que pasa, 186. 21 M. SCHMAUS, Teología dogmática, vol. IV (La Iglesia), cit., p. 653. Cfr. A. FEUILLET, Le Règne de Dieu et la personne de Jésus d'après les Évangiles synoptiques, en: A. ROBERT – A. FEUILLET, Introduction à la Bible, vol. II, Tournai 1959, pp. 717-818. Según J. SCHLOSSER, esta opinión es prácticamente unánime entre los exegetas (cfr. Regno di Dio, en AA.VV. (J.-Y. LACOSTE, dir.), Dizionario critico di Teo logia, Roma 2005, p. 1113). 22 La tesis se encuentra en autores de la teología protestante liberal como J. Weiss y, más radicalmente, en A. Schweitzer. Una crítica de las diversas posiciones, puede verse en F.-M. BRAUN, Neues Licht auf die Kirche. Die protestantische Kirchendogmatik in ihrer neuesten Entfaltung, Freiburg 1946, pp. 103-132. 23 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 5. 24 Pueden verse numerosos testimonios en A. BOLAND, Royaume de Dieu et royauté du Christ. II. Le Christ et le Royaume chez les Péres, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 13 (1988), col. 1041-1058. P. HÜNER-MANN destaca los de san Ireneo, Orígenes, Tertuliano y san Cipriano, en la época anterior al Concilio de Nicea (325), y los de san Jerónimo, san Agustín y Casiano en la época posterior: cfr. Regno di Dio: Teologia storica, en AA.VV. (J.-Y. LACOSTE, dir.), Dizionario critico di Teologia, cit., p. 1115-1116. 25 EUSEBIO, Historia ecclesiastica, III, 20, 4. 26 Es Cristo que pasa, 180. 27 Es Cristo que pasa, 179. 28 Cfr. SAN GREGORIO MAGNO, In Evangelia homiliae, II, 32, 6. 29 P. HÜNERMANN, Regno di Dio: Teologia storica, cit., p. 1116. 30 "Nomen regni a regendo est sumptum; regere autem providentiae actus est; unde secundum hoc aliquis regnum habere dicitur quod alios sub sua providentia habet; et ideo secundum hoc homines in Regno Dei esse dicuntur, quod eius providentiae perfecte subduntur. Providentiae autem est ordinare in finem. In finem autem ordinantur et ea quae distant a fine, secundum quod perducuntur ad finem; et ea quae iam assecuta sunt finem, secundum quod in fine conservantur. (...) Unde et Regnum Dei, quasi antonomastice, dupliciter dicitur: quandoque congregatio eorum qui per fidem ambulant; et sic Ecclesia militans Regnum Dei dicitur: quandoque autem illorum collegium qui iam in fine stabiliti sunt; et sic ipsa Ecclesia triumphans Regnum Dei dicitur; et hoc modo esse in Regno Dei idem est quod esse in beatitudine" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, In IV Sent, d. 49, q. 1, a. 2, qla. 5, c). 31 ID., Super Ev. Matth., c. 16, lect. 3. 32 Ibid., c. 26, lect. 4. 33 Una exposición teológica reciente, con bibliografía, puede verse en J.J. ALVIAR, Escatología, Pamplona 2004, capítulos III y IV. 34 Cfr. A. BOLAND, Royaume de Dieu et royauté du Christ, cit., en especial las col. 1074-1089. 35 SAN IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios espirituales (primera ed. en 1548), 137-148, 365. 36 San Juan Eudes fue canonizado por Pío XI en 1925, año en que san Josemaría recibe la ordenación sacerdotal. No sabemos si por entonces leyó alguna de sus obras. 37 PÍO XI, Enc. Quas primas, 11-XII-1925 (DS 3675). 38 Ibid. (DS 3676). 39 Ibid. (DS 3679). 40 Es Cristo que pasa, 179. 41 Cfr. CONC. VATICANO II, Decl. Dignitatis humanae. 42 Cfr. ID., Const. past. Gaudium et spes, 33-39. 43 JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, 17. 44 Ibid. 45 Ibid. 46 Cfr. Es Cristo que pasa, 180 y 184; El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., passim. No pretendemos establecer concordancias con la encíclica Redemptoris missio. Simplemente tomamos ocasión de este documento para hacer ver que en san Josemaría no se presenta este problema doctrinal. 47 Puede ser útil recordar que "economía", del griego oikonomia (= dirección o administración de una casa), término que la Neo-Vulgata traduce con dispensatio (cfr. 1Co 9, 17; Ef 1, 10; Ef 3, 2; Ef 3, 9; Col 1, 25), indica aquí la obra de la restauración de la comunión entre Dios y los hombres por medio de Jesucristo; es decir, el modo en el que Dios dispensa la gracia divina a los hombres, según el plan de salvación que ha trazado, y dispone su Reino. Este modo ha sido enviar al Hijo para redimir al hombre del pecado; por eso se llama "economía de la Redención", la cual comprende también el envío del Espíritu Santo para unir a los hombres con Cristo formando la Iglesia. 48 Para la interpretación de los textos hemos utilizado especialmente la obra de CASALINI, I misteri della fede. Teologia del Nuevo Testamento, cit. 49 Apuntes de una meditación, 25-XII-1972 (AGP, P09, p. 188). Al decir que "no se ha vestido de hombre" quiere indicar, como es obvio, que no ha tomado una simple apariencia o un disfraz, sino que es verdadero hombre, como se subraya en la cita sucesiva. Esto no impide que el término "vestido" o "revestido" se pueda aplicar en otro sentido a la Humanidad del Señor: para indicar que se ha presentado visiblemente a nosotros. Así lo hace san Josemaría cuando escribe, p.ej.: Nos detenemos delante del Niño, de María y de José: estamos contemplando al Hijo de Dios revestido de nuestra carne (Es Cristo que pasa, 12). 50 Es Cristo que pasa, 107. Cfr. Hb 4, 14; Jn 8, 46. 51 "Recapitular" es traducción de recapitulare, usado en la Neo-Vulgata: reunir bajo la cabeza, someter a la cabeza. En la Vulgata, versión que emplea san Josemaría, el término usado es instaurare (instaurare omnia in Christo), que viene a significar lo mismo, pero que pierde la referencia a "cabeza", propia del término original (ajnakefalaiwvsasqai). La Colecta de la Misa de Cristo Rey sigue utilizando el término "instaurare": Omnipotens sempiterne Deus, qui in dilecto Filio tuo, universorum Rege, omnia instaurare voluisti, concede propitius.... 52 J.J. ALVIAR, Escatología, cit., p. 135. Sobre la relación entre Reino de Dios y Reino de Cristo, cfr. ibid., pp. 102-108. 53 JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, 16. 54 Ibid., 18. Un excelente estudio de un profesor de la Universidad de Navarra, publicado poco después del fallecimiento de Josemaría Escrivá de Balaguer y que, por tanto, refleja el estado de la cuestión teológica en esa época, es el de A. GARCÍA-MORENO, Pueblo, Iglesia y Reino de Dios, Pamplona 1982, 368 pp. Para una síntesis más reciente de la relación entre Reino de Dios e Iglesia, cfr. A. GARUTI, Il mistero della Chiesa, Roma 2004, pp. 96-100. 55 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 5. O bien, "germen, inicio e instrumento", como dice la Enc. Redemptoris missio, 18. 56 Es Cristo que pasa, 180. 57 Es Cristo que pasa, 151. Cfr. F.M. MOSCHNER, Las parábolas del Reino de los Cielos, Madrid 1957. Se trata de una obra destinada a la formación espiritual. Desde su aparición en castellano, en la colección "Patmos" de la editorial Rialp, san Josemaría recomendaba su lectura. El original alemán, Das Himmelreich in Gleichnissen, es de 1951. 58 Es Cristo que pasa, 151. 59 Es Cristo que pasa, 91. 60 Amigos de Dios, 267. Cfr. Forja, introducción; Es Cristo que pasa, 80; Amigos de Dios, 256, 267; etc. 61 Via Crucis, XIV Estación, 2. 62 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 3. 63 SAN FAUSTINO, De Trinitate, 39. "En el Antiguo Testamento se ungía a los sacerdotes y a los reyes, como consta de David (cfr. 1S 16, 1 ss) y Salomón (cfr. 1R 1, 1 ss). Se ungía también a los profetas, como en el caso de Eliseo que fue ungido por Elías (cfr. 1R 19, 1 ss). Y todo esto se puede aplicar a Cristo, que fue Rey: "reinará para siempre en la casa de Jacob" (Lc 1, 33); fue asimismo sacerdote, que se ofreció a sí mismo como sacrificio al Padre (cfr. Ef 5, 2); y fue profeta que preanunció el camino de la salvación: "el Señor tu Dios suscitará un profeta de los hijos de Israel" (Dt 18, 15)" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, Expositio in Ps. XLIV, 5). 64 La noción de "testimonio", presente de modo especial en el cuarto evangelio, es imprescindible para captar en qué consiste el "enseñar" de Jesús. Sobre esta noción puede verse P. O'CALLAGHAN, El testimonio de Cristo y de los cristianos. Una reflexión sobre el método teológico, en: "Scripta Theologica" 38 (2006) 501-568. La sección 4ª, "Cristo el Testigo verdadero", concluye: "Cristo testimonia al Padre ante los hombres, con lo que hace y con lo que dice, hasta el punto de aceptar la muerte de Cruz; al mismo tiempo, el Padre reivindica a Cristo y le revela ante los creyentes, sobre todo resucitándolo de entre los muertos; finalmente, en la persona de Cristo, la verdad profesada y el Testigo se identifican" (ibid., p. 543). Cuando digamos más adelante que el cristiano es enviado por Cristo a "enseñar" habrá que tener en cuenta la riqueza que encierra esta expresión. Enseñar el Evangelio no se limita a comunicar unos conocimientos sino que incluye dar testimonio de la verdad con la propia vida. Sólo así el cristiano puede ser buen instrumento para transmitir la misma vida de Cristo. 65 Tal como la hemos descrito en los párrafos anteriores, la mediación sacerdotal de Jesucristo incluye santificar, enseñar y gobernar. Conviene hacer una aclaración terminológica a este respecto. Muchas veces se dice que Cristo es "Sacerdote, Maestro y Rey", y que el triple munus de Cristo es "santificar, enseñar y regir". Esto es exacto, pero puede llevar a establecer una correspondencia inadecuada entre las dos tríadas, diciendo que Cristo es Sacerdote porque nos santifica (análogamente a como es Maestro porque enseña, y Rey porque gobierna); de ser así, el sacerdocio de Cristo haría referencia sólo a la santificación, cuando en realidad implica también enseñar la verdad y guiar a la santidad. Por esto, aquí hemos preferido decir que Cristo, como Mediador entre Dios y los hombres, es Sacerdote, y que su mediación sacerdotal descendente tiene un triple aspecto: santificar, enseñar y gobernar. Es decir, el Sacerdocio de Jesucristo abarca ese triplex munus. Esto ayudará a considerar, p.ej., que es propio del "alma sacerdotal" del cristiano no sólo ofrecer sacrificios en unión con Cristo, sino también enseñar la doctrina y guiar por el camino de la santidad como buen pastor: es decir, ejercer todos los oficios que encierra la mediación sacerdotal. A. VANHOYE, uno de los mayores especialistas en la Epístola a los Hebreos, ha mostrado que el sacerdocio de Cristo, tal como lo presenta la Epístola, incluye, sin lugar a dudas, "la función sacerdotal de enseñar" (Il sacerdozio di Cristo e il nostro sacerdozio, en C.M. MARTINI – A. VANHOYE, Bibbia e vocazione, Brescia 1983, p. 192; cfr. ibid., p. 176). No obstante, en los textos del Magisterio y en los de san Josemaría, se encuentran las dos formas de referirse al triplex munus ("sacerdotale, propheticum, regale"; o bien: "sanctificandi, docendi, regendi"), lo cual se comprende porque, cuando se piensa en la función del sacerdote, viene a la mente en primer lugar la más alta función de santificar que es la de actuar in persona Christi Capitis en la celebración de la Eucaristía. Por eso, en lo sucesivo, cuando hablemos de munus sacerdotale como de uno de los tres munera, se entenderá como sinónimo de munus sanctificandi. Pero esto no quita que la predicación de la Palabra y el gobierno pastoral sean funciones sacerdotales. 66 Cfr. CEC, 783-786; 901 ss.; etc. 67 SANTO TOMÁS DE AQUINO, De regimine principum, c. 15. Cfr. Ap 1, 6; Ap 5, 10; Ap 20, 6. Cfr. AA.VV., La funzione regale di Cristo e dei cristiani, Brescia 1997, 332 pp. Todos los cristianos se llaman sacerdotes, pero no del mismo modo. Todos lo son por el sacerdocio común recibido en el Bautismo; y algunos también por el sacerdocio ministerial en el sacramento del Orden. Más adelante nos detendremos en esto. 68 Es Cristo que pasa, 183. 69 Es Cristo que pasa, 180. Cfr. Ef 2, 16; 2Co 5, 19. 70 Cfr. Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973, en Amar a la Iglesia, cit., p. 73 ss.; Via Crucis, II Estación, punto 2, y XII Estación; Amigos de Dios, 128 y 141; etc. Cfr. Jn 3, 16; Hb 2, 14-15; Hb 9, 16; etc. 71 J. RATZINGER, Il cammino pascuale, Milano 1986, p. 104 (la traducción es nuestra). 72 Es Cristo que pasa, 20. 73 Es Cristo que pasa, 14. El Sacrificio de la Cruz está presente, en cierto modo, en todos los momentos de la vida del Señor, no sólo porque todos se orientan a la Cruz, sino porque en todos ellos obedece a la Voluntad del Padre con la obediencia plena de la Cruz, aunque materialmente no haya llegado el momento de entregar la vida. 74 Es Cristo que pasa, 20. 75 Via Crucis, IV Estación. Esta idea se desarrollará más en el capítulo 7º. 76 L.F. MATEO-SECO, "Sapientia Crucis". El misterio de la Cruz en los escritos de Josemaría Escrivá de Balaguer, en: "Scripta Theologica" 24 (1992) 433. 77 Forja, 418. Cfr. Amigos de Dios, 299; Es Cristo que pasa, 14, 158. 78 Es Cristo que pasa, 21. Cfr. Es Cristo que pasa, 137. 79 "Quae quidem virtus praesentialiter attingit omnia loca et tempora. Et talis contactus virtualis sufficit ad rationem huius efficientiae" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. III, q. 56, a. 1, ad 3). 80 Cfr. Y. KRUMENACKER, L'école française de spiritualité, Paris 1999, p. 190. 81 P. DE BÉRULLE, Œuvres de piété 111, p. 313 (cit. por Y. KRUMENACKER, L'école..., cit., p. 190). 82 P. DE BÉRULLE, Grandeurs de Jésus, en Œuvres complètes, Paris 1996, t. VII, p. 119. 83 "El Hijo de Dios ha determinado consumar y completar en nosotros todos los estados y misterios de su vida. Quiere llevar a término en nosotros los misterios de su encarnación, de su nacimiento, de su vida oculta, formándose en nosotros y volviendo a nacer en nuestras almas por los santos sacramentos del Bautismo y de la Sagrada Eucaristía, y haciendo que llevemos una vida espiritual e interior, escondida con Él en Dios. Quiere completar en nosotros el misterio de su Pasión, Muerte y Resurrección (...). Del mismo modo quiere consumar y completar los demás estados y misterios de su vida en nosotros y en su Iglesia, haciendo que los compartamos y participemos de ellos, y que en nosotros sean continuados y prolongados" (SAN JUAN EUDES, La Vie et le Royaume de Jésus, III, 4, en ID., Œuvres complètes, Vannes 1905-1911, t. I, pp. 311-313; traducción tomada de la edición de la Liturgia de las Horas en castellano, Madrid 1990, viernes de la semana 33 del tiempo ordinario, oficio de lecturas). 84 Cfr. Y. KRUMENACKER, L'école française de spiritualité, cit., p. 192. La presencia de Cristo en el hoy de la liturgia ha sido subrayada en el s. XX especialmente por Odo Casel y, en el Magisterio, primero por Pío XII en la encíclica Mediator Dei, y después por la Const. Sacrosanctum Concilium del Vaticano II. En el capítulo siguiente se verá la importancia de este tema en san Josemaría. 85 Cfr. G. MANZONI, Victimale (spiritualité), en AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 16 (1994) col. 541. 86 Es Cristo que pasa, 105. 87 C. VAGAGGINI, El sentido teológico de la liturgia, Madrid 1959, p. 213. 88 Cfr., p.ej., CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 31. Un texto posterior del Magisterio hace referencia expresa a la tradición sobre este tema: "Los fieles laicos participan, según el modo que les es propio, en el triple oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo. Es este un aspecto que nunca ha sido olvidado por la tradición viva de la Iglesia, como se desprende, p.ej., de la explicación que nos ofrece san Agustín del Salmo 26. Escribe así: "David fue ungido rey. En aquel tiempo, se ungía sólo al rey y al sacerdote. En estas dos personas se encontraba prefigurado el futuro único rey y sacerdote, Cristo (y por esto 'Cristo' viene de 'crisma'). Pero no sólo ha sido ungida nuestra Cabeza, sino que también hemos sido ungidos nosotros, su Cuerpo (...). Por ello, la unción es propia de todos los cristianos; mientras que en el tiempo del Antiguo Testamento pertenecía sólo a dos personas. Está claro que somos el Cuerpo de Cristo, ya que todos hemos sido ungidos, y en Él somos cristos y Cristo, porque en cierta manera la cabeza y el cuerpo forman el Cristo en su integridad" (S. Agustín, Enarr. in Ps., 26, 2, 2)" (JUAN PABLO II, Ex.ap. Christifideles laici, 14). Sobre la denominación de los tres "munera" como "sacerdotal, profético y real", en vez de como oficios de "santificar, enseñar y guiar", téngase en cuenta lo que hemos dicho más arriba en el apartado 1.2.1. Por lo que se refiere a los textos de SANTO TOMÁS DE AQUINO, acerca de los tria munera: cfr. Expositio in Ps. XLIV, 5; In Ep. ad Hebr. I, 4; In Ep. ad Rom. I, 1. Un estudio amplio se encuentra en A. FERNÁNDEZ, Munera Christi, munera Ecclesiae (Historia de una teoría), Pamplona 1982. Sobre los munera en los Padres de la Iglesia puede verse: B. DE MARGERIE, Le Christ des Pères: prophète, prêtre et roi, Paris 2000, 217 pp. En la bibliografía teológica sobre los laicos es un esquema común: cfr., p.ej., Y.M.-J. CONGAR, Jalons pour une théologie du laïcat, Paris 1953, caps. IV, V y VI; H. ROLLET, Les laïcs d'après le Concile, Paris 1965, 301 pp. 89 Es Cristo que pasa, 106. Cfr. un texto muy semejante en Es Cristo que pasa, 120. Ambos recogen casi literalmente unas palabras de la Carta 9-I-1932, 86. Otro ejemplo: es preciso poner, con una luz espléndida en las almas, el sentido de la función profética, sacerdotal y real de los seglares (Carta 8-XII-1949, 33). Las citas en este sentido podrían multiplicarse: cfr. Carta 19-III-1967, 73; Es Cristo que pasa, 34; etc. Sobre las fechas de las cartas, recordamos lo que se dijo en la Introducción general, apartado: "Lugares" de la enseñanza de san Josemaría. 90 Es Cristo que pasa, 92-93. 91 También el sacerdocio común de los fieles se llama "real" (1P 2, 9) en el sentido de "regio", porque da un poder de someter todas las cosas a Cristo. 92 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 36. Cfr. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, 21. 93 Es Cristo que pasa, 180. 94 Ibid. 95 Ibid. 96 Es Cristo que pasa, 184. 97 Es Cristo que pasa, 93. 98 Es Cristo que pasa, 179. 99 Conversaciones, 104. 100 Es Cristo que pasa, 184. 101 Es Cristo que pasa, 186. 102 Amigos de Dios, 33. 103 Es Cristo que pasa, 179. 104 Es Cristo que pasa, 183. 105 Es Cristo que pasa, 180. 106 Ibid. 107 Apuntes de una meditación, 27-X-1963 (AGP, P01 XI-1990, p. 10). Cfr. Es Cristo que pasa, 181. 108 SAN JUAN DAMASCENO llama a la Humanidad del Señor "órgano de la Divinidad" (cfr. De fide orthodoxa, lib. 3, c. 19). 109 Es Cristo que pasa, 109. 110 Apuntes de la predicación, 18-VIII-1968 (AGP, P01 XI-1968, pp. 22-23). 111 J. RATZINGER, Theologische Prinzipienlehre, München 1982, p. 286. 112 Apuntes de una meditación, 25-XII-1973 (AGP, P09, p. 205). 113 Es Cristo que pasa, 107. 114 Camino, 382. 115 Amigos de Dios, 300. 116 Amigos de Dios, 222. 117 Apuntes de una meditación, 26-XI-1967 (AGP, P09, p. 80). Cfr. Amigos de Dios, 299. 118 "Participar en la mediación de Cristo" se entiende aquí en el sentido de "ejercer la propia participación en su sacerdocio". Es decir, se habla de participar en sentido dinámico, como acción nuestra, no en sentido estático, como algo que simplemente se posee (un niño recién bautizado "participa" del sacerdocio de Cristo pero no ejerce esa participación). 119 Carta 9-I-1959, 16. San Pablo enseña esta unidad con palabras que se refieren directamente a su propia misión: "Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos confirió el ministerio de la reconciliación" (2Co 5, 18). La enseñanza se puede ver también en el Apocalipsis: "(Jesucristo) que nos ama y nos libró de nuestros pecados con su sangre y nos ha hecho estirpe real, sacerdotes para su Dios y Padre" (Ap 1, 5-6). 120 Es Cristo que pasa, 164. 121 Ibid. 122 SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. III, q. 48, a. 6, ad 2. El Doctor Común explica este "contacto" con la Humanidad de Cristo, al tratar de la eficacia de su Pasión. Vale la pena citar sus palabras que transmiten una idea importante, aunque el lenguaje pueda resultar arcaico. Se plantea la dificultad de que "el agente corporal no obra eficientemente si no es por contacto: por eso vemos que Cristo limpió al leproso tocándole (...). Pero la Pasión de Cristo no pudo tocar a todos los hombres, luego no pudo obrar eficientemente su salvación". Su respuesta –semejante a la que vimos más arriba, respecto a la eficacia de la Resurrección– es que "la Pasión de Cristo, aunque corporal, posee una virtud espiritual por su unión con la divinidad. Y así, por contacto espiritual logra su eficacia" (ibid.). 123 Apuntes de una meditación, 12-IV-1937 (AGP, P12, p. 50). 124 Conversaciones, 115. 125 Camino, 87. Cfr. Forja, 437. 126 Es Cristo que pasa, 14. 127 Forja, 37. 128 Forja, 45. 129 Es Cristo que pasa, 115. 130 Apuntes de una meditación, 21-XI-1954 (AGP, P09, p. 21). 131 Carta 14-II-1964, 21. 132 Cfr. Forja, 430. 133 Es Cristo que pasa, 14. 134 Ibid. 135 Forja, 938. 136 Carta 8-XII-1949, 139. 137 Amigos de Dios, 299. 138 CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata VII, 2. Obviamente estas palabras se pueden aplicar no sólo a la participación en la mediación ascendente de Cristo, como haremos en este apartado, sino también a la prolongación de la mediación descendente de Cristo, que estudiaremos en el apartado siguiente. 139 Es Cristo que pasa, 120. 140 Carta 9-I-1932, 86. 141 Sobre el término "expiación" baste decir ahora que significa reparar por los pecados ofreciendo un sacrificio. Se explicará con más detalle al hablar de la penitencia, en el capítulo 8º, apartado 4.2.3 a). 142 Forja, 374. 143 Es Cristo que pasa, 120. 144 La legitimidad de los términos "corredentores" y "corredención" ha sido objeto de debate entre los teólogos. M.J. NICOLAS la ha defendido de modo convincente en su artículo La Co-rédemption, aparecido en "Revue Tomiste" 1 (1947). Cfr. también CH. JOURNET, L'Église du Verbe Incarné, Paris 1951, t. II, pp. 221-227 y 323-340. En particular se ha discutido la conveniencia de aplicar a la Santísima Virgen el título de "Corredentora", a pesar de que se viene usando desde el s. XVII y se encuentra en documentos del Magisterio pontificio (cfr. R. LAURENTIN, Le titre de Corrédemptrice, en "Marianum" 13 (1951) 396-452). El motivo de las dudas es que el término lleve a entender mal la función de María en la Redención, como si fuera igual que la de Cristo; de hecho el Concilio Vaticano II no usó este título, ni aparece en el Catecismo de la Iglesia Católica (cfr. J.L. BASTERO DE ELEIZALDE, María, Madre del Redentor, Pamplona 1995, pp. 298-302). En 1997, una comisión del XII Congreso Mariológico Internacional, encargada de estudiar la oportunidad de una definición dogmática de este título, solicitada por muchos fieles, dio un parecer negativo por motivos de oportunidad (cfr. L'Osservatore Romano, 4-VI-1997, p. 10; AA.VV., Dossier di una giornata teologica sulla richiesta di definizione dogmatica di "Maria Corredentrice, Mediatrice, Avvocata", en "Marianum" 155-156 (1999) 123-211). Para una síntesis de las diferentes posturas, cfr. L. SCHEFFCZYK – A. ZIEGENAUS, Katholische Dogmatik (V): Maria in der Heilsgeschichte, Aachen 1998, pp. 343-348; M. PONCE CUÉLLAR, María, Madre del Redentor y Madre de la Iglesia, 2ª ed., Barcelona 2001, pp. 487-488. En los escritos de san Josemaría, la expresión "Corredentora" aplicada a la Santísima Virgen (cfr., p.ej., Amigos de Dios, 287) no tiene ninguna connotación que pueda llevar a dudar de la posición subordinada de María en la obra de la Redención, como lo manifiesta la misma aplicación del término "corredentores" a todos los fieles que cooperan con Cristo. 145 Es Cristo que pasa, 96. La idea de que el cristiano es "sacerdote de su propia existencia" tiene una larga tradición que se remonta a la patrística. 146 Camino, 175. 147 Carta 24-III-1931, 15. 148 Carta 2-II-1945, 12. Sobre otros modos distintos de entender las expresiones "ser víctima" y "ofrecerse como víctima", cfr. G. MANZONI, Victimale (spiritualité), en Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 16 (1994) col. 531-545. 149 Surco, 71. 150 Cfr. Y. KRUMENACKER, L'école française de spiritualité, cit., pp. 266-267. 151 Via Crucis, XII Estación. 152 Es Cristo que pasa, 43. 153 SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Romanos, c.7. 154 Camino, 186. 155 Carta 16-VII-1933, 3. 156 Via Crucis, IX Estación. 157 Carta 6-V-1945, 27. 158 Carta 24-III-1930, 21. 159 Camino, 684. 160 Carta 14-II-1974, 22. 161 Ibid, 3. 162 L.F. MATEO-SECO, "Sapientia Crucis". El misterio de la Cruz en los escritos de Josemaría Escrivá de Balaguer, cit., p. 437. 163 Carta 9-I-1932, 83. 164 Es Cristo que pasa, 168. 165 Surco, 887. 166 Via Crucis, I Estación, punto 1. En el capítulo 4º se hablará del sentido de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual. Ahora se está tratando del fin de la vida espiritual. No obstante, vale la pena destacar que en este texto se ve claramente la conexión entre el fin y el fundamento. San Josemaría comprendió que su afán de glorificar a Dios había de tener, como roca firme de apoyo, el saberse hijo de Dios en Cristo, y cultivó el sentido de la filiación divina para que de esa conciencia surgiera el acto que es fin de la vida espiritual: dar gloria a Dios, querer que Cristo reine, edificar la Iglesia. 167 Camino, 208. Cfr. Surco, 257. Cfr. también L.F. MATEO-SECO, "Sapientia Crucis". El misterio de la Cruz en los escritos de Josemaría Escrivá de Balaguer, cit. 168 Camino, 439. Cfr. Es Cristo que pasa, 24, 37, etc. Escribe "Dolor" con mayúscula para dar a entender que no se trata de cualquier "dolor", sino de aquél que se transforma en amor redentor. 169 Forja, 521. 170 Apuntes de la predicación (AGP, P04 1972, vol. II, p. 782). Cfr. Via Crucis, XII Estación, punto 3. 171 Camino, 203. 172 Carta 2-II-1945, 5. 173 Este tema se ampliará en el capítulo 8º. Aquí nos interesa mencionar sólo su relación con el reinado de Cristo. 174 Es Cristo que pasa, 43. Cfr. Forja, 28. 175 Camino, 758. 176 Santo Rosario, IV misterio doloroso. 177 Forja, 1044. 178 Es Cristo que pasa, 43. Cfr. Forja, 28. 179 Surco, 52. 180 JUAN PABLO II se ha referido a este testimonio de san Josemaría con las siguientes palabras: "La sabiduría de la Cruz es luz que ilumina el sentido de la existencia humana. Con razón San Agustín habla de la Cruz como cátedra del Divino Maestro. Lignum illud ubi erant fixa membra morientis, etiam cathedra fuit magistri docentis (In Ioann. Ev., 119, 2). Desde esta cátedra recibimos la sublime lección del amor de Dios por nosotros (...). A cada uno nos corresponde no apartarnos de esa cátedra. Sólo así encontraremos, como le gustaba decir al Beato Josemaría Escrivá, lux in Cruce, gaudium in Cruce, requies in Cruce: la luz, la alegría, la paz que brotan del designio salvífico de Dios" (Discurso a la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, 29-V-1999, 3). 181 Forja, 1005. 182 Carta 2-II-1945, 21. 183 P. O'CALLAGHAN, El testimonio de Cristo y de los cristianos, cit., p. 546. 184 Ciertamente el Señor, para atraer a otros hacia sí, se puede servir también de quienes no le aman, pero ahora no se trata de esto sino de que el amor a Cristo implica querer ser instrumento suyo para atraer a otros hacia Él. "Seguidme y os haré pescadores de hombres" (Mt 4, 19), dice el Señor a los primeros Apóstoles. "Seguir" a Jesús (amarle, acoger su mediación) conlleva ser "pescadores de hombres" (prolongar su mediación descendente). Cfr. P. O'CALLAGHAN, The Inseparability of Holiness and Apostolate. The Christian "alter Christus, ipse Christus" in the Writings of Blessed Josemaría Escrivá, en: "Annales Theologici" 16 (2002) 135-164. 185 Es Cristo que pasa, 121. 186 Carta 9-I-1932, 86. 187 Es Cristo que pasa, 103. 188 Es Cristo que pasa, 105. Cfr. Es Cristo que pasa, 112. 189 Surco, 223. Cfr. Surco, 287, y Es Cristo que pasa, 146. 190 Camino, 82. 191 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I, q. 43, a. 1, c. 192 Apuntes de la predicación, 7-VII-74 (AGP, P04 1974, vol. II, p. 214). 193 Amigos de Dios, 244. 194 Apuntes de una meditación, 25-XII-1972 (AGP, P09, p. 193). 195 Carta 24-X-1965, 25. 196 Carta 9-I-1959, 44. 197 Carta 24-III-1930, 3. 198 En el capítulo 5º se hablará ampliamente de este tema. 199 P. O'CALLAGHAN, El testimonio de Cristo y de los cristianos, cit., p. 543. 200 Ibid., p. 544. 201 Carta 9-I-1932, 28. 202 Carta 30-IV-1946, 44. 203 Es Cristo que pasa, 93. 204 Es Cristo que pasa, 162. 205 Es Cristo que pasa, 93. 206 Es Cristo que pasa, 182. 207 Carta 31-V-1943, 8. 208 Ibid., 2. 209 Ibid. 210 JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, 21. Cfr. CEC, 786. 211 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 3 (lo estudiaremos en el capítulo siguiente). 212 Carta a Diogneto, c. 5. 213 H.U. VON BALTHASAR, El cardenal Henri de Lubac, Madrid 1989, p. 125. Los aspectos sociales del dogma cristiano han sido lúcidamente expuestos por H. DE LUBAC en su obra Catholicisme: les aspects sociaux du dogme, Paris 1938, 373 pp. (especialmente los capítulos 2 y 11). 214 Sobre la vida social como exigencia de la persona humana, cfr. CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 25 ss. CEC ofrece una síntesis: cfr., en particular, 353, 1879, 1929, 1930. 215 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., comentario al punto 301. 216 Es Cristo que pasa, 111. 217 Forja, 452. 218 Es Cristo que pasa, 183. 219 Es Cristo que pasa, 184. 220 Ibid. 221 Es Cristo que pasa, 183. 222 Ibid. 223 Es Cristo que pasa, 184. 224 CEC, 1869. Cfr. CEC, 1865; JUAN PABLO II, Ex. ap. Reconciliatio et paenitentia, 16. "Estructuras de pecado" son las leyes y costumbres contrarias a la ley moral. San Josemaría no emplea esta expresión, relativamente reciente en el Magisterio de la Iglesia, pero lo que designa sí se encuentra en sus escritos. 225 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 36. 226 J. RATZINGER, Iglesia, ecumenismo y política, Madrid 1987, p. 277. 227 Surco, 302. 228 Carta 9-I-1959, 17. 229 Amigos de Dios, 210. 230 Conversaciones, 35. 231 Conversaciones, 112. 232 J.L. ILLANES, Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, Pamplona 2003, p. 202. 233 F.-X. GUERRA, Josemaría Escrivá, le chrétien et la cité, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana (Actas del congreso internacional en el centenario del nacimiento de Josemaría Escrivá de Balaguer), Roma 2002-2004, vol. II, p. 75. 234 Es Cristo que pasa, 123. 235 Cfr. F.-X. GUERRA, Josemaría Escrivá, le chrétien et la cité, cit., pp. 73-75. Evidentemente, el término "recristianización" puede entenderse también como un aspecto de la tarea permanente de extender el espíritu cristiano. 236 J.L. ILLANES, Existencia cristiana y mundo, cit., p. 201 s. 237 Una bibliografía sobre este tema puede verse en J.M. PERO-SANZ – J.M. AUBERT – T. GUTIÉRREZ CALZADA, Acción social del cristiano. El Beato Josemaría Escrivá y la Doctrina social de la Iglesia, Madrid 1996, 139 pp. 238 P.ej., el 15-VII-1931 escribe en sus Apuntes íntimos (n. 206): –Fines –Que Cristo reine, con efectivo reinado en la sociedad. Regnare Christum volumus! Conviene recordar que los Apuntes íntimos son anotaciones personales que no siempre pasan después a los escritos que dirige a los miembros del Opus Dei, o pasan a veces con otros términos. En este caso, la terminología que emplea en los Apuntes es la del Magisterio de Pío XI; y cambia, cuando la idea pasa a la Instrucción de 1934 (el texto citado al inicio del capítulo). 239 Cfr. M. FAZIO, Pax Christi in regno Christi. Il pontificato di Pio XI come contesto di anni decisivi nella vita del Beato Josemaría Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. II, pp. 51-68. 240 M. RHONHEIMER, Il rapporto tra verità e politica nella società cristiana. Riflessioni storico-teologiche per la valutazione dell'amore della libertà nella predicazione di Josemaría Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. VI/2, p. 173. 241 Cfr. Parte preliminar, sección I.3.b) y c). 242 Cfr. Conversaciones, 21. 243 Carta 15-VIII-1953, 18. 244 Ibid. 245 Remitimos de nuevo a la Parte preliminar, sección I.3.b) y c). 246 Camino, 301. 247 M. RHONHEIMER, Il rapporto tra verità e politica nella società cristiana, cit., p. 174. 248 Ibid. 249 Es Cristo que pasa, 183. Si alguno entendiese el reino de Cristo como un programa político, no habría profundizado en la finalidad sobrenatural de la fe (Es Cristo que pasa, 184). 250 Carta 9-I-1959, 22. 251 Cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., comentario al punto 301. 252 Es Cristo que pasa, 184. 253 Cfr. CONC. VATICANO II, Decl. Dignitatis humanae, 1, 2 y 7. 254 Conversaciones, 44. 255 Forja, 104. 256 Carta 30-IV-1946, 19. Esto no significa que sea imposible cooperar en la configuración cristiana de la sociedad sin querer que Cristo reine, e incluso sin ser cristiano. Es obvio que es posible, pero aquí no se trata esta cuestión. Se habla sólo de la vida espiritual de fieles que quieren responder a la llamada a la santidad. 257 Forja, 718. 258 Que no se trata de un riesgo teórico sino de una realidad deplorable, lo ha hecho notar A.-M. LÉONARD: "La referencia a Cristo –o más púdicamente, a los valores cristianos, a los valores evangélicos, según una terminología corrientemente usada hoy– está ciertamente evocada, pero ya no es más que (...) una banderola, una sigla, a veces incluso una sencilla "c" pequeña, lo más minúscula posible, al servicio de una empresa universitaria, escolar, hospitalaria, sindical, mutualista o política, que, en su contenido, podría lo mismo prescindir de esa referencia y, en cualquier caso, la absorbe en un horizonte exclusivamente humano. Pedid a muchas instituciones cristianas que digan su identidad cristiana, y os citarán valores que son también –y es muy feliz– valores de la laicidad y de la masonería. En la obra que estoy comentando aquí, Mons. Escrivá no habla explícitamente de esta tentación del secularismo, pero indicios muy claros muestran que la excluiría vigorosamente" (Le matérialisme chrétien de Josemaría Escrivá. Reflexions autour du livre "Entretiens avec Msgr. Escrivá", en: "Annales theologici" 17 (2003) 175). 259 Á. RODRÍGUEZ LUÑO, "Cittadini degni del vangelo" (Fil 1, 27). Saggi di etica politica, c. III: La formazione della coscienza in materia sociale e politica secondo gli insegnamenti di san Josemaría Escrivá, Roma 2005, p. 42. 260 Es Cristo que pasa, 184. 261 Carta 9-I-1959, 51. 262 PABLO VI, Ex. ap. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, 18. 263 Es Cristo que pasa, 183. 264 JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, 38. 265 Es Cristo que pasa, 125. A este respecto es significativo el sucedido que narra el Cardenal Julián Herranz. Durante una conversación personal con san Josemaría, en los años del Concilio Vaticano II, un teólogo que participaba en las sesiones conciliares "mencionó la idea de que a los laicos corresponde "animar cristiana-mente las estructuras del orden temporal, del mundo: así transformarán...". San Josemaría intervino: ¡Si tienen alma contemplativa!, porque, si no, no transformarán nada; más bien serán ellos los que se transformen: y, en lugar de cristianizar el mundo, se mundanizarán los cristianos. Poco después volvió a referirse a que los laicos deben ordenar las res temporales según el querer divino, y san Josemaría añadió rápidamente: Sí, pero primero han de estar ellos bien ordenados por dentro, siendo hombres y mujeres de profunda vida interior, almas de oración y de sacrificio. Si no, en lugar de ordenar esas estructuras, esas realidades familiares y sociales, llevarán a ellas su propio desorden personal" (J. HERRANZ, en: AA.VV., Secularidad, laicado y teología de la Cruz, Madrid 1987, p. 44, nota 3). 266 R. PELLITERO, Santificación del mundo y transformación social, en: AA.VV., El cristiano en el mundo. En el centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá, Pamplona 2003, p. 279. 267 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 31. Cfr. Lumen gentium, 37; Decr. Apostolicam actuositatem, 7. 268 Amigos de Dios, 210. 269 Ibid. 270 Carta 6-V-1945, 14. 271 Cfr. Conversaciones, 59. 272 El "omnia traham" (atraeré todo) de la Vulgata ha pasado a "omnes traham" (atraeré a todos) en la Neo-Vulgata. En cuanto a los textos griegos, bastantes manuscritos antiguos y el Diatessaron leen pavnta, que pasa a "omnia" en la Vulgata; otros, en cambio, traen pavntas, preferido por la Neo-Vulgata al traducir por "omnes". El estado actual de la crítica textual favorece esta segunda lectura (cfr. G.R. BEASLEYMURRAY, John, en: D.A. HUBBARD – J.D.W. WATTS, Word Biblical Commentary, vol. 36, Waco (Texas) 1987, p. 205). Sin embargo, en ambos casos se expresa la misma realidad, porque al atraer Jesús a todos los hombres hacia sí, atrae también todas las cosas: la redención alcanza su efecto cósmico pues la creación entera "espera ansiosa la manifestación de los hijos de Dios" (Rm 8, 19). El sentido literal del versículo, claramente relacionado con otros dos pasajes del cuarto Evangelio que hablan de "exaltación" en el mismo sentido (cfr. Jn 3, 14 s. y Jn 8, 28), no ofrece dificultades para la exégesis: "El ser exaltado se refiere no sólo a la cruz sino –a través de la cruz– al trono del cielo. El pensamiento no es que Jesús atraerá a todos hacia la cruz, sino que, como Redentor crucificado y exaltado, atraerá a todos hacia sí mismo. En virtud de su muerte y resurrección el Hijo del Hombre establece su soberanía salva-dora sobre el mundo y la ejerce atrayendo a todos hacía sí en su reino. El término "pantas" (todos los hombres) expresa la meta universal del evento escatológico, contenido en "hypsoó" ("cuando seré exaltado"): la soberanía salvadora para toda la humanidad. "No hay límite para el poder salvador de Jesús", aclara Schnackenburg, "excepción hecha de la resistencia por la falta de fe. A pesar del sabor universalista y la intención de esta frase, sigue incluyendo la fe como una condición"" (ibid., p. 214). Sobre la lectura de este pasaje en la patrística puede verse el estudio de J.L. GONZÁLEZ GULLÓN, La fecundidad de la Cruz. Una reflexión sobre la exaltación y la atracción de Cristo en los textos joánicos y la literatura cristiana antigua, Roma 2003, 286 pp. 273 Apuntes de una meditación, 27-X-1963 (AGP, P01 XI-1975, p.13). Cfr. Apuntes íntimos, 217 y 218. Te lo digo en el sentido de que me pongáis en lo alto de todas las actividades humanas; que, en todos los lugares del mundo, haya cristianos, con una dedicación personal y libérrima, que sean otros Cristos (Carta 29-XII-1940/14-II-1966, 89). 274 Carta 9-I-1932, 2. 275 Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, pp. 379 ss. 276 Entre los estudios sobre este tema señalamos: P. RODRÍGUEZ, "Omnia traham ad meipsum": el sentido de Jn 12, 32 en la experiencia espiritual de mons. Escrivá de Balaguer, en: "Romana" 13 (1991) 331-352; L.F. MATEO-SECO, "Sapientia Crucis". El misterio de la Cruz en los escritos de Josemaría Escrivá de Balaguer, cit.; A. ARANDA, El bullir de la sangre de Cristo, cit., pp. 255-278; G. DERVILLE, La liturgia del trabajo. "Levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32) en la experiencia de San Josemaría Escrivá de Balaguer, en: "Scripta Theologica" 38 (2006) 821-854. 277 Carta 15-X-1948, 41. Las palabras "trabajo profesional ordinario" están en cursiva en el texto impreso de esta Carta. 278 Ibid. Otro ejemplo es el texto de Forja, 678. 279 Cfr. capítulo 7º, apartado 3.3. 280 G. DERVILLE, La liturgia del trabajo..., cit., p. 827. 281 Carta 11-III-1940, 12-13. 282 P. RODRÍGUEZ, "Omnia traham ad meipsum". El sentido de Juan 12, 32 en la experiencia espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer, cit., p. 347. 283 Recordemos que "profano" viene del latín pro-fanus: "fuera del templo", mientras lo que "sagrado" es lo dedicado a Dios o al culto. 284 Carta 6-V-1945, 14. Cfr. Es Cristo que pasa, 112. 285 Es Cristo que pasa, 183. 286 Ibid. 287 Es Cristo que pasa, 105. 288 A.M. GONZÁLEZ, El trabajo filosófico a la luz del Beato Josemaría, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. IV, p. 164. 289 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 11; Const. Sacrosanctum concilium, 10. 290 Conversaciones, 10. Un desarrollo de esta idea se encuentra en G. DERVILLE, La liturgia del trabajo..., cit., pp. 828 ss. 291 Es Cristo que pasa, 156. 292 J. RATZINGER, La Iglesia, una comunidad siempre en camino, Madrid 1991, p. 125. 293 Carta 29-XII-1947/14-II-1966, 89. Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, pp. 379 ss. 294 Carta 14-II-1944, 19. 295 Sobre la Humanidad de Cristo como plenitud de la revelación cósmica, y por tanto del Reino de Dios, cfr. F. OCÁRIZ, La consumación escatológica en Cristo, en: ID., Naturaleza, Gracia y Gloria, Pamplona 2001, p. 347-355. 296 Es Cristo que pasa, 111. 297 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 26. Cfr. Gaudium et spes, 74; CEC, 1925, 1906-1909. 298 Surco, 933. 299 Cfr., entre los textos publicados, Forja, 702; Conversaciones, 10, 14, 24, 26, 73, 120; Es Cristo que pasa, 47, 123; Amigos de Dios, 57; etc. 300 Es Cristo que pasa, 123. 301 Amigos de Dios, 210. 302 Cfr. P. TEILHARD DE CHARDIN, El medio divino. Ensayo de vida interior, Madrid 1979, p. 30. 303 Cfr. J.M. CASCIARO, Estudios sobre Cristología del Nuevo Testamento, Pamplona 1982, pp. 308-324. 304 Cfr. TEODORETO DE CIRO, Quaestiones in Scripturam Sacram. In Ephes. 1, 10. 305 SANTO TOMÁS DE AQUINO, In Epist. ad Rom., c. 8, lect. 4 (comentario a Rm 8, 21, puesto en relación con Ap 21, 1). 306 ID., In IV Sent., d. 48, q. 2, a. 1, c. 307 F. OCÁRIZ, La consumación escatológica en Cristo, cit., p. 354. 308 Carta 31-V-1954, 17. 309 Conversaciones, 10. 310 Es Cristo que pasa, 125. 311 Cfr. Parte preliminar, sección II.2.f).2. 312 Para el marco de enseñanzas del Magisterio en este tema (sobre todo: CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 39; y CEC, 2820), y para lo referente a las posturas extremas que se acaban de mencionar, remitimos a lo que se dijo en la Parte preliminar, sección II, 2.6.2. 313 Carta 9-I-1959, 19. Cfr. Es Cristo que pasa, 95-101. La "ciudad temporal" no es aquí la "ciudad terrena" de que habla SAN AGUSTÍN cuando escribe: "Dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial" (De civitate Dei, 14, 28). Construir la "ciudad temporal" de que habla san Josemaría es precisamente tarea de amor a Dios, reinado de Cristo. 314 Es Cristo que pasa, 184. 315 Carta 6-V-1945, 15. 316 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 36. 317 ID., Decl. Dignitatis humanae, 3. 318 Carta 9-I-1959, 6. 319 Cfr., p.ej., Amigos de Dios, 200 y 206, citados en la Parte preliminar, sección II.2.e).2. 320 Conversaciones, 115. 321 Sobre el contenido de esta sección remitimos a la explicación en el lugar correspondiente del capítulo 1º. 322 Via Crucis, XIV Estación. 323 Lo veremos con amplitud en el capítulo 8º. 324 Amigos de Dios, 301-302. 325 Carta 24-III-1930, 15. 326 Carta 28-III-1973, 10. 327 Apuntes de una meditación, 3-III-1963 (AGP, P09, p. 66). 328 Camino, 628. 329 Surco, 795. 330 Forja, 28. 331 Carta 25-I-1961, 3. El trabajo, en estas palabras de san Josemaría, hace referencia a la fatiga que lo acompaña, tomando ocasión del término "labor", que emplea san Agustín para designar las penalidades de la vida presente. 332 Camino, 658. 333 Forja, 599. Cfr. Es Cristo que pasa, 6. 334 Camino, 308. 335 Carta 11-III-1940, 34. 336 Carta 16-VII-1933, 3. 337 Forja, 290. 338 Amigos de Dios, 50. 339 Camino, 279. 340 Carta 14-II-1974, 4. 341 Cfr. Camino, 380. 342 Carta 16-VII-1933, 14. 343 Carta 9-I-1959, 24. 344 Camino, 301. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO TERCERO Notas 1 Instrucción, 19-III-1934, 37. Es el mismo texto que se ha citado al inicio de los dos capítulos anteriores. 2 Cfr. Apuntes íntimos, 206 (texto del 15-VII-1931 que citamos más abajo); Camino, 833; Forja, 647; Es Cristo que pasa, 139; etc. Para otras referencias a esta jaculatoria en los Apuntes íntimos, cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", Madrid 20043, comentarios a los puntos 247, 495, 573 y 833. La jaculatoria se encuentra también varias veces en las Instrucciones y Cartas. 3 G.M. ROSCHINI, La Madre de Dios, según la fe y la teología, Madrid 19623, vol. I, p. 599. Cfr. también A. TRIACCA, Alla madre per mezzo del Figlio (ad Mariam per Iesum), en: AA.VV., Con Maria pellegrini nella fede, Roma 1988, pp. 7-19. 4 GOFFRIDUS VINDOCINENSIS, Sermo 7 de Puriicqtione Sanctae Mariae (PL 157, 266). 5 La idea está presente sobre todo en su Tratado de la verdadera devoción a la Santa Virgen María. Cfr. JUAN PABLO II, Carta del 8-XII-2003 a las Familias montfortianas, 2: lleva el título de "Ad Iesum per Mariam" y cita varios textos de san Luis María en este sentido. 6 CONC. VATICANO II, Const. Dogm. Lumen gentium, 5. Cfr. Mt 13, 31-32. 7 Es Cristo que pasa, 169. 8 Es Cristo que pasa, 96. 9 La doctrina clásica puede verse resumida en CEC, 257-258, 485, 689-690, 727. El Hijo y el Espíritu Santo obran conjuntamente el plan de salvación. El Espíritu Santo está presente en la misión del Verbo: es enviado para realizar la Encarnación, y obra en unión con el Hijo en todos los momentos de la vida del Señor, aunque su misión se manifiesta de un modo nuevo en Pentecostés. La misión del Hijo, a su vez, no concluye con la Ascensión, sino que Cristo está siempre con los suyos (cfr. Mt 28, 20), en unión con el Espíritu Santo. Sería una simplificación errónea separar las dos misiones, como si la del Hijo "durase" desde la Encarnación hasta la Ascensión, y la del Espíritu Santo comience sólo en Pentecostés. Hay un orden, pero no una separación. 10 F. OCÁRIZ, La universalidad de la Iglesia, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana (Actas del congreso internacional en el centenario del nacimiento de Josemaría Escrivá de Balaguer), Roma 2002-2004, vol. I, p. 136. Cfr. Á. DEL PORTILLO, Riflessioni conclusive, en: AA.VV., Santità e mondo, Roma 1994, pp. 221-223. La concatenación entre gloria de Dios, señorío de Cristo e Iglesia se puede ver en varios lugares del Nuevo Testamento, p.ej., Jn 17, 1-2.11.21 y Ef 1, 4-6, 9-10.17, 20-23. 11 Cfr., p.ej., Es Cristo que pasa, 139. 12 J.A. ABAD IBÁÑEZ – M. GARRIDO BONAÑO, Iniciación a la liturgia de la Iglesia, Madrid 1988, p. 340. 13 Esto es explícito en la doxología de la Traditio apostolica de san Hipólito: "Per quem tibi gloria et honor, Patri et Filio cum Spiritu Sancto, in sancta Ecclesia tua, et nunc et in saecula saeculorum"; texto etíope: "In quo tibi laus et potentia in sancta Ecclesia". Sobre el tema, cfr. H. DE LUBAC, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Madrid 1988, p. 57, nota 102. 14 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", Madrid 20043, comentario al punto 929. 15 Cfr. R. PELLITERO, Santidad y edificación de la Iglesia, en: AA.VV. (J.-I. SARANYANA, dir.), El caminar histórico de la santidad cristiana. De los inicios de la época contemporánea hasta el Concilio Vaticano II, Pamplona 2004, p. 521. 16 Conversaciones, 14. Cfr. Es Cristo que pasa, 14. Un estudio contemporáneo a san Josemaría sobre el uso de esta expresión en la literatura espiritual es el de A. THIBAUT, Édification, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 4 (1960) col. 279-293. 17 Cfr. E. CAPARROS, Servir l'Eglise: idéal du bienhereux Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/2, Roma 2004, pp. 93-125. 18 Á. DEL PORTILLO, nota 152 a la Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950. 19 En una carta de Álvaro del Portillo, escrita tres días después del fallecimiento de Josemaría Escrivá de Balaguer, comentaba que desde hacía tiempo "ofrecía al Señor su vida y mil vidas que tuviera –añadía habitualmente– por la Iglesia Santa y por el Papa, sea quien sea. Este ofrecimiento era intención diaria de su Misa, era fervor continuo de su alma (...) Así hasta la última jornada, hasta las últimas horas que pasó en la tierra. (...) Menos de tres horas antes de morir, nos urgía: (...) Hemos de amar mucho a la Iglesia y al Papa cualquiera que sea. Pedid al Señor que sea eficaz nuestro servicio para su Iglesia y para el Santo Padre" (Á. DEL PORTILLO, Carta, 29-VI-1975: AGP, P01 1975, pp. 665-666). 20 Apuntes de la predicación, 8-VI-1970 (AGP, P01 X-1970, pp. 91 y 96). 21 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 53. 22 Amigos de Dios, 282. 23 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 8. 24 Homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, 28-V-1972, en Amar a la Iglesia, Madrid 1986 2, p. 40. Sobre la noción teológica de "misterio" y su uso por parte de san Josemaría, puede verse el comentario que hicimos en nota en la Parte preliminar, II.1. Añadimos que san Josemaría se refiere con frecuencia al "misterio de la Iglesia" y que en los textos se advierte la comprensión teológica del término "misterio". P.ej., escribe: Gens sancta, pueblo santo, compuesto por criaturas con miserias: esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia. La Iglesia, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres y los hombres tenemos defectos: omnes homines terra et cinis (Si 17, 31), todos somos polvo y ceniza (Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972, en Amar a la Iglesia, cit., p. 21). Como se puede ver, al mencionar el "misterio de la Iglesia" tiene en la mente –y lo expresa con un lenguaje adecuado a la predicación– la realidad divino-humana de la Iglesia, característica de su ser "sacramento". 25 P. LOMBARDÍA, Amor a la Iglesia, en: AA.VV., Homenaje a Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, Pamplona 1986, p. 83. 26 A. MIRALLES, Aspetti dell'ecclesiologia soggiacente alla predicazione del Beato Josemaría Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/1, p. 177. 27 F. OCÁRIZ, La universalidad de la Iglesia, cit., p. 128. Sobre el término "ekklesía", cfr. P. RÍO, Usos y sentidos del término ekklesía-ecclesia. Hacia una recuperación de la historia, de la vida y de la tradición eclesial, en: "Annales Theologici" 20 (2006) 3-38. 28 Conversaciones, 59. 29 Conversaciones, 9. 30 Conviene mencionar también una desviación reciente (posterior a san Josemaría, que no la menciona), en dirección opuesta: la "reivindicación" por parte de laicos de funciones que competen principalmente a los ministros sagrados en el gobierno de las parroquias, en la liturgia y en la predicación. La ocasión ha sido a veces el problema práctico de la escasez de sacerdotes. Con más frecuencia responde a una idea equivocada de la distinción entre el sacerdocio común y el ministerial. En todo caso se trata de una forma de clericalización de los laicos que, paradójicamente, se presenta como opuesta al clericalismo (entendido como predominio del clero). Sobre esta materia puede verse el documento emanado conjuntamente por varios Dicasterios de la Santa Sede: Ecclesiae de mysterio. Instrucción sobre algunas cuestiones relativas a la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio, 15-VIII-1997. 31 Conversaciones, 47. 32 Cfr., p.ej., Conversaciones, 20, y El fin sobrenatural de la Iglesia, en cit., p. 56. 33 Homilía Sacerdote para la eternidad, 23-IV-1973, en Amar a la Iglesia, cit., p. 66. 34 Es Cristo que pasa, 53. 35 Cfr., p.ej., Conversaciones, 20. 36 Conversaciones, 59. 36 bis Lo constata J. OVERATH cuando trata de estudiar la visión de la Iglesia presente en Camino sin acudir a las demás obras de san Josemaría: cfr. Die Kirche in Josemaría Escrivá de Balaguer's "Der Weg", en: ID., Kirchengeschichte Orientierungshilfen, Standpunkte, Impulse für heute, Frankfurt-Bern-New York 1987, pp. 67 y 86. 37 Cfr., p.ej., F. OCÁRIZ, La universalidad de la Iglesia, cit., pp. 125-139; A.M. SANGUINETI, Dimensión sacramental de la vida cotidiana de los hijos de Dios en su Iglesia: un aporte teológico, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/2, pp. 215-231; A. MIRALLES, Aspetti dell'ecclesiologia soggiacente alla predicazione del Beato Josemaría Escrivá, cit.; P. RODRÍGUEZ, La comprensión de la Iglesia en "Camino", en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/2, pp. 199-212; G. ARANDA – J.R. VILLAR, El amor a la Iglesia y al Papa en "Camino", en: AA.VV., Estudios sobre "Camino", Madrid 1988, pp. 213-237. 38 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., pp. 663-664. 39 Véase sobre esta cuestión la Parte preliminar, sección II.2.d). 40 Entre las obras de eclesiología de este periodo, que dan idea de los temas que Josemaría Escrivá de Balaguer tenía a la vista, mencionamos en orden cronológico cuatro que, por su contenido y por los autores, es probable que conociera directamente: CH. JOURNET, L'Église du Verbe incarné, 2 vols., Paris 1951; M. SCHMAUS, Teología dogmática, vol. 4, Madrid 1962 (versión castellana de Katholische Dogmatik, publicada por Ediciones Rialp; citamos esta edición porque nos consta que san Josemaría la tenía a mano); G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II. Historia, texto y comentario de la constitución "Lumen gentium", 2 vol., Barcelona 1968-1969; L. BOUYER, L'Église de Dieu, corps du Christ et temple de l'Esprit, Paris 1970. 41 Sobre esta concepción "espiritual" de la Iglesia, en la que la visibilidad es secundaria y se acaba negando su sacramentalidad, cfr. J.A. MÖHLER, Symbolik, oder Darstellung der dogmatischen Gegensätze der Katholiken und Protestanten nach ihren öffentlichen Bekenntnisschriften, München-Regensburg, 1894, 9, §§ 44-51. 42 Cfr. SAN JUAN EUDES, La vie et le Royaume de Jésus dans les âmes chrétiennes, en: Œuvres complètes, t. I, Paris 1931, pp. 130 ss.; Catéchisme de la Mission, ibid., t. II, pp. 428-429. Cfr. H. MACÉ, Saint Jean Eudes et le mystère de l'Église, en: "Notre vie" 18 (1966) 1-8. 43 Cfr. DS 3050-3075. 44 CATECISMO MAYOR DE LA DOCTRINA CRISTIANA PRESCRITO POR SAN PÍO X, parte primera, cap. X, §2 (las citas y la numeración corresponden a la 38ª edición castellana, Madrid 1971, que reproduce la versión de "Razón y Fe" de 1958). 45 "Por el hecho mismo de que es cuerpo, la Iglesia se discierne con los ojos" (León XIII, Enc. Satis cognitum, 29-VI-1896, ASS 28 (1895-96) 710). San Josemaría cita este texto haciendo notar que la Iglesia es, a la vez, cuerpo místico y cuerpo jurídico (El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 45). 46 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 1. 47 Cfr., p.ej., H. DE LUBAC, Corpus mysticum: l'Eucharistie et l'Église au Moyen Âge, Paris 1949 (2ª ed. revisada y aumentada); CH. JOURNET, L'Église du Verbe in-carné, 2 vols., Paris 1951; Y.M.-J. CONGAR, Sainte Église. Études et approches ecclésiologiques, Paris 1963; O. CASEL, Mysterium der Ekklesia, Mainz 1961. Para un estudio del desarrollo de la eclesiología en este periodo, cfr. A. ANTÓN, Lo sviluppo della dottrina sulla Chiesa nella teologia dal Vaticano I al Vaticano II, Brescia 1973; El misterio de la Iglesia: evolución histórica de las ideas eclesiológicas, 2 vols., Toledo 1986-87. 48 Cfr. Y.M-J. CONGAR, Ekklesiologie, en: M. SCHMAUS – A. GRILLMEIER – L. SCHEFFCZYK – M. SEYBOLD (eds.), Handbuch der Dogmengeschichte, Freiburg im Breisgau 1971, vol. 3d, p. 116. 49 Sobre la eclesiología de la Lumen gentium es fundamental la obra de G. PHILIPS, L'Église et son Mystère au II Concile du Vatican, 2 vols., Paris 1967. Para las perspectivas teológicas abiertas por la Lumen gentium, puede verse P. RODRÍ-GUEZ (dir.), L'ecclesiologia trent'anni dopo la "Lumen gentium", Roma 1995 (en particular los artículos de G.L. MÜLLER, La comprensione trinitaria fondamentale della Chiesa nella Costituzione "Lumen gentium"; y de A. ARANDA, Cristo e la Chiesa. Sul significato trinitario del mistero della Chiesa come Corpo mistico di Cristo). Cfr. también M. SEMERARO, Mistero, Comunione e Misione. Manuale di Ecclesiologia, Bologna 1997, 272 pp. 50 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 18. 51 Conversaciones, 112. 52 Conversaciones, 59. 53 Amigos de Dios, 13. 54 Es Cristo que pasa, 184. 55 Cfr., p.ej., J. MARITAIN, Le paysan de la Garonne, Paris 1966, 414 pp.; D. VON HILDEBRAND, Das trojanische Pferd in der Stadt Gottes, Regensburg 1967, 375 pp.; J.L. GUTIÉRREZ GARCÍA, Díselo a la comunidad. Reflexiones sobre la situación de la Iglesia, Ávila 1987, 227 pp.; J. ORLANDIS, La Iglesia Católica en la segunda mitad del siglo XX, Madrid 1988, 304 pp. 56 Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, Madrid 1997-2003, vol. 3, pp. 646-660 y 694-709. 57 Conversaciones, 1. 58 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 8. 59 Lumen gentium, 21-22. 60 Cfr. J. RATZINGER, Il nuovo popolo di Dio, Brescia 1971, p. 213 (orig.: Das neue Volk Gottes: Entwürfe zur Ekklesiologie, Düsseldorf 1970 2). 61 Carta 6-V-1945, 4 y 6. 62 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., pp. 43 s. 63 Ibid., p. 56. 64 Ibid., p. 39. 65 Ibid. 66 SAN CIPRIANO, De Dominica oratione, 23 (citado en Lumen gentium, 4). 67 A. MIRALLES, Aspetti dell'ecclesiologia soggiacente alla predicazione del Beato Josemaría Escrivá, cit., p. 182. 68 Es Cristo que pasa, 133. 69 Es Cristo que pasa, 100. 70 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 42. 71 A. MIRALLES, Aspetti dell'ecclesiologia soggiacente alla predicazione del Beato Josemaría Escrivá, cit., p. 182. 72 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 45. 73 SAN BASILIO, Ep. 38, 6. 74 Cfr. J.-M.R. TILLARD, Comunione, en J.-Y. LACOSTE, Dizionario critico di Teologia, Roma 2005, p. 321. Obviamente, cuando el término "comunión" se aplica a las Personas divinas y a los fieles en la Iglesia, no se hace de modo unívoco sino análogo, ya que hay participación. 75 Cfr. CONGR. PARA LA DOCTRINADELA FE, Carta Communionis notio, 28-V-1992. Es un documento posterior a san Josemaría que citamos porque recoge y explica la doctrina del Vaticano II. 76 J.-M.R. TILLARD, Comunione, cit., p. 316. 77 Cfr. C. FABRO, La nozione metafisica di partecipazione secondo S. Tommaso d'Aquino, Torino 1950 2, p. 42; F. OCÁRIZ, El misterio de la Iglesia como koinonía y la noción metafísica de participación, en: ID., Naturaleza, Gracia y Gloria, Pamplona 2000, pp. 157-172. 78 Cfr. J.-M.R. TILLARD, Comunione, cit., p. 318. 79 Apuntes de la predicación (AGP, P01 VII-1972, p. 42). 80 "Cuando el Señor ruega al Padre que "todos sean uno, como nosotros también somos uno" (Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas inaccesibles a la razón humana, nos ha sugerido una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí a los demás" (CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 24). 81 Amigos de Dios, 76. 82 Lealtad a la Iglesia, cit., p. 34. 83 Carta 19-III-1967, 66. 84 Cfr. CEC, 751 (incluye la etimología de Iglesia: "ejkklhsiva, del griego ejk-kalei`n: llamar fuera"). 85 Esta consideración teológica, que está implícita en la enseñanza espiritual de san Josemaría sobre el fin último, se encuentra explícitamente en autores como H. DE LUBAC: "La Ekklesía (Iglesia) que ni Pablo ni ningún otro de los primeros discípulos ha imaginado jamás como una realidad totalmente invisible (...) precede, lógicamente, a los kletoi (llamados): los convoca y los reúne con miras al Reino" (Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, cit., p. 48). En las citas en castellano de esta obra introducimos algunas modificaciones sobre la traducción de la editorial Encuentro, teniendo en cuenta la edición de 2003 de las obras completas en la editorial Cerf, que reproduce la versión original de 1938: Catholicisme: les aspects sociaux du dogme. No sabemos si san Josemaría llegó a conocer esta obra. En todo caso, ya desde 1931 habla de la Iglesia como fin de la vida cristiana: cfr. la anotación de Apuntes íntimos, 206, del 15-VII-1931, citada más abajo. El texto más elaborado lo tomamos como referencia para los tres primeros capítulos: Instrucción, 19-III-1934. 86 CEC, 760. 87 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 43. 88 Es Cristo que pasa, 131. 89 Es Cristo que pasa, 128. Hace referencia a Is 11, 12. Cfr. CONC. VATICANO I, Const. dogm. Dei Filius, c. 3: DS 3014. 90 Por esto se dice que es "misterio de comunión", y no sólo "comunión", porque es el misterio o sacramento de la comunión de los hombres con Dios, es decir, el signo o manifestación visible de esa comunión, y también el instrumento para formarla (cfr. CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Communionis notio, 28-V-1992, parte I,1,4 y passim; CEC, 747). 91 SAN JUAN DAMASCENO, De Fide Orthodoxa, lib. 3, c. 19. En este punto el Damasceno es maestro de la cristología de SANTO TOMÁS DE AQUINO, que habla de la Humanidad de Jesucristo como instrumento unido a la Divinidad (cfr. S.Th. III, q. 8, a. 1, ad 1). Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la Humanidad de Jesucristo es "como el "sacramento", es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora" (CEC, 515). Aunque san Josemaría no usa estos términos, no hay duda de que la doctrina que expresan es parte integrante de su contemplación del Redentor: véanse, p.ej., las homilías El triunfo de Cristo en la humildad, La muerte de Cristo, vida del cristiano, La Ascensión del Señor a los Cielos y El Corazón de Cristo paz de los cristianos, recogidas en Es Cristo que pasa. Volveremos sobre el tema de la Iglesia como sacramento algo más adelante. 92 A.M. SANGUINETI, Dimensión sacramental de la vida cotidiana de los hijos de Dios en su Iglesia: aporte teológico, cit., p. 220. 93 Cfr., p.ej., el capítulo "Comunión de los Santos", de Camino (nn. 544-550). Sobre los "santos", cfr. Camino, 469. A la Comunión de los santos pertenecen también, aunque de otro modo, los miembros de la Iglesia que no viven vida sobrenatural. Lo diremos después. 94 CATECHISMUS ROMANUS, I, 10, 24. Dice también que este artículo del Credo es "declaración" del anterior (ibid., 23). La misma idea se encuentra en CEC, 946: "Este artículo es, en cierto modo, una explicitación del anterior". 95 CEC, 946. 96 Introduce así el capítulo "Comunión de los Santos": "El tema sigue siendo la Iglesia, como en los dos capítulos anteriores, pero ahora es la cláusula eclesiológica "communio sanctorum" la que domina las consideraciones. De la Iglesia, Madre de los fieles, se pasa a la Iglesia, comunión de los cristianos. El tránsito se realiza a través del capítulo intermedio: la "communio eucharistica"" (P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., introducción a los 544-550). 97 Surco, 615. 98 Camino, 549. No menciona explícitamente la "Comunión de los Santos", pero la frase es del capítulo sobre ese tema. 99 Forja, 846. 100 Amigos de Dios, 76. 101 Cfr. CEC, 946 ss. 102 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 40. 103 P. RODRÍGUEZ, La comprensión de la Iglesia en "Camino", cit., p. 210. "La "comunión de los santos" designa en Camino, de manera primaria, esa gran fraternidad de los fieles en la Iglesia" (ibid.). 104 Lealtad a la Iglesia, cit., p. 21. 105 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 39. "Esta consigna [de la llamada universal a la santidad recordada por el Concilio] no es una simple exhortación moral, sino una insuprimible exigencia del misterio de la Iglesia. Ella es la Viña elegida, por medio de la cual los sarmientos viven y crecen con la misma linfa sana y santificante de Cristo; es el Cuerpo místico, cuyos miembros participan de la misma vida de santidad de su Cabeza, que es Cristo; es la Esposa amada del Señor Jesús, por quien Él se ha entregado para santificarla (cfr. Ef 5, 25 ss.). El Espíritu que santificó la naturaleza humana de Jesús en el seno virginal de María (cfr. Lc 1, 35), es el mismo Espíritu que vive y obra en la Iglesia, con el fin de comunicarle la santidad del Hijo de Dios hecho hombre" (JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 16). 106 Es Cristo que pasa, 175. 107 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Exposit. in Symb. Apost., a. 10. Un comentario a esta enseñanza del Aquinate puede verse en F. OCÁRIZ, El misterio de la Iglesia como koinonía..., cit., p. 167. 108 Cfr. F. OCÁRIZ, El misterio de la Iglesia como koinonía..., cit., p. 168. 109 Es Cristo que pasa, 139. Cfr. Conversaciones, 123. Sobre la Iglesia como "familia de Dios", cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 6; JUAN PABLO II, Ex. ap. Ecclesia in Africa, 63; CEC, 1. 110 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., pp. 43 s. "Sobre las dos imágenes "Cuerpo de Cristo" y "Pueblo de Dios" se ha discutido ampliamente en el siglo XX. (...) Pío XII considera el término "Cuerpo de Cristo" como el más adecuado; el Concilio Vaticano II, en cambio, parece haber dado preferencia a la eclesiología del Pueblo de Dios (...). En la discusión postconciliar las eclesiologías del Cuerpo de Cristo y del Pueblo de Dios han sido consideradas a veces como contrapuestas y se ha favorecido esta última, ignorando voces teológicas de peso que advirtieron de los peligros (...). De todas maneras, la eclesiología del Cuerpo de Cristo tiene tan sólidas raí ces bíblicas, y una teología seria no la puede pasar por alto" (A. ZIEGENAUS, Die Heilsgegenwart in der Kirche, en: L. SCHEFFCZYK – A. ZIEGENAUS, Katholische Dogmatik, vol. VII, Aachen 2003, pp. 37-41). Según Ziegenaus, entre los teólogos que han puesto en guardia del peligro de dar demasiado peso a la consideración de la Iglesia como Pueblo de Dios, se pueden mencionar H. Schlier, Y.M.-J. Congar, J. H. Nicolas y R. Schnackenburg (cfr. ibid., pp. 39 s.). 111 Cfr. El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., pp. 46 ss.; CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 4, y Decr. Ad gentes, 4. 112 P. HÜNERMANN, Introducción a los 3800 ss. de la edición del Enchiridion Symbolorum de H. Denzinger, Freiburg 1991. 113 Es Cristo que pasa, 104. 114 Cfr. PÍO XII, Enc. Mystici corporis: DS 3805-3811. 115 "En manera alguna se ha de pensar que la estructura ordenada u "orgánica" del cuerpo de la Iglesia se limita o reduce solamente a los grados de la jerarquía..." (DS 3801). Aunque es muy clara la sintonía de san Josemaría con la Mystici corporis, no nos resulta posible decir en qué medida toma ideas de ese documento para corroborar lo que ya venía predicando desde los comienzos del Opus Dei o para desarrollar su propio mensaje. Hay también aspectos en los que prolonga la doctrina de la encíclica anticipando nuevos horizontes (p.ej. en lo que se refiere a las relaciones Iglesia-mundo, como veremos después). 116 Es Cristo que pasa, 102. 117 Lealtad a la Iglesia, cit., p. 14. 118 Es Cristo que pasa, 131. La terminología agustiniana del "Cristo total" es a veces explícita en san Josemaría: cfr., p.ej., Es Cristo que pasa, 102. 119 J.-B. BOSSUET, Allocution aux nouvelles catholiques, en ID., Œuvres oratoires, Paris 1897, t. 6, p. 508. Volvemos a señalar lo mismo que en otros casos: al citar a Bossuet no queremos dar a entender que san Josemaría se inspirase en él, sino simplemente que sus palabras son un precedente en este modo de hablar. 120 "Caput et membra sunt quasi una persona mystica" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. III, q. 48, a. 2, ad 1). Cfr. S.Th. II-II, q. 83, a. 16, ad 3; In Ep. ad Colos., c. 1, lect. 6. 121 La utiliza en la Carta 19-III-1967, 91, citando el siguiente texto del Magisterio: "Este es el dogma antiquísimo de la Comunión de los Santos, según el cual la vida de cada uno de los hijos de Dios se une en Cristo y por Cristo en admirable unión con la vida de todos los demás hermanos cristianos en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, como formando una sola mística persona (cfr. 1Co 12, 12-13)" (PABLO VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina, 1-I-1967, 4 y 5: AAS 59 (1967) 9-11). En la época en la que predica y escribe san Josemaría, varios autores profundizan en la "personalidad" de la Iglesia. Citamos solamente uno cuyas obras ciertamente conocía: CH. JOURNET, L'Église du Verbe Incarné, Paris 1951, t. II, p. 39-50 y 492-508; ID., Thélogie de l'Église, Paris 1958, pp. 193-213, etc. Tendemos sin embargo a pensar que no haya habido influjo. En otras cuestiones de relevancia eclesiológica, como la libertad de los laicos en cuestiones temporales, las posiciones de Josemaría Escrivá de Balaguer y de Charles Journet no coinciden. Lo decimos sólo como observación marginal y provisional. Es un tema que habría que estudiar a la luz de la documentación aparecida recientemente (en especial la Correspondance Journet Maritain, 5 vols., Saint Maurice 2006). También Maritain hace observaciones interesantes acerca de la "personalidad de la Iglesia". Señala que la unidad entre los miembros de la Iglesia es la unidad de una multiplicidad que, a causa del vínculo de una misma vida sobrenatural, tiene, por así decir, una "subsistencia sobrenatural creada" (J. MARITAIN, Il contadino della Garonna, Brescia 1980 (9, p. 266), de modo que se pueda hablar, en este sentido, de personalidad. 122 "In Symbolo Apostolico profitemur nos credere sanctam Ecclesiam ("Credo... Ecclesiam") et non in Ecclesiam, ne Deum Eiusque confundamus opera et ut clare bonitati attribuamus Dei omnia dona quae Ipse in Sua posuit Ecclesia" (CEC, 750). 123 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 43. 124 Ibid., pp. 40 ss. 125 Forja, 461, 584, 833; Conversaciones, 23; Es Cristo que pasa, 34, 73, 136; Amigos de Dios, 316; Lealtad a la Iglesia, passim, y El fin sobrenatural de la Iglesia, passim. 126 La distinción se encuentra bellamente expuesta en Bossuet: "La Iglesia como esposa pertenece a Cristo por elección; la Iglesia como cuerpo le pertenece por una acción muy íntima del Espíritu Santo de Dios. El misterio de la elección con el deber de las promesas, se expresa con el nombre de esposa; y el misterio de la unidad consumada por la infusión del Espíritu, se expresa con el de cuerpo (...). El primero indica unidad por amor y por voluntad, el segundo unidad natural (...). El nombre de esposa distingue para unir; el nombre de cuerpo une sin confundir" (J.-B. BOSSUET, Lettre sur le mystère de l'unité de l'Église, et les merveilles qu'il renferme, en Œuvres complètes, t. XI: Lettres diverses. Lettres de piété et de direction, IV, 32, Paris 1836, p. 294). 127 Apuntes de la predicación, 10-V-1974 (AGP, P01 1974, p. 379). "La Iglesia resplandeciente, sin mancha, arruga o cosa parecida, sino santa e inmaculada" (Ef 5, 27). 128 Carta 31-V-1943, 4. Cfr. Camino, 519. 129 "Por una profunda analogía la Iglesia se asimila al Misterio del Verbo encarnado. Pues como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como órgano de salvación a Él indisolublemente unido, de forma semejante el organismo social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que lo vivifica, para el incremento del cuerpo (cfr. Ef 4, 16)" (CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 8). San Josemaría cita este número de la Lumen gentium en las homilías Lealtad a la Iglesia y El fin sobrenatural de la Iglesia. 130 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 4; Decr. Ad gentes, 4. 131 Se equivocarían gravemente los que intentaran separar una Iglesia carismática (...) de otra jurídica o institucional... (El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., pp. 45 ss.; texto completo citado más arriba). 132 Es Cristo que pasa, 120. 133 Es Cristo que pasa, 79. 134 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 10. 135 ID., Decr. Presbyterorum ordinis, 2. Así sucede al renovar o re-presentar sacramentalmente el Sacrificio del Calvario, y al perdonar los pecados en el Sacramento de la Penitencia. Hay otras acciones que el sacerdote realiza "con la autoridad de Cristo" (p.ej., predicar auténticamente la Palabra de Dios) o "con la potestad de Cristo" (p.ej., imponer una penitencia en la Confesión u otros actos que requieren la potestad sagrada del sacramento del Orden). Pero se reserva la expresión in Persona Christi Capitis para las acciones sacerdotales que, siendo propias de Cristo Cabeza, tienen además eficacia Ex opere operato. 136 Sacerdote para la eternidad, cit., p. 71. 137 Ibid., p. 70. 138 La insistencia podría haber sido conveniente ante lectores de confesiones cristianas en las que se ha perdido la distinción esencial entre sacerdocio común y ministerial. Pero no es el caso de los fieles católicos, a quienes se dirige directamente. A estos prefiere recordarles que lo importante es la santidad, a la que todos están llamados, mientras que la dignidad del sacerdocio ministerial se encuentra en otro plano, en el de los servicios a la santidad. En ese orden sí es de una dignidad y de una grandeza que nada en la tierra supera (ibid., p. 68). 139 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 55. 140 CEC, 1554. "El término "sacerdos" designa, en el uso actual, a los obispos y a los presbíteros, pero no a los diáconos" (ibid.). En san Josemaría el término "sacer dote" equivale casi siempre a "presbítero". 141 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 21. 142 Lealtad a la Iglesia, cit., p. 30. 143 CONC. VATICANO II, Decr. Unitatis redintegratio, 3. Cfr. Const. dogm. Lumen gentium, 19. 144 ID., Const. dogm. Lumen gentium, 22. 145 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 56. 146 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 10. 147 Conversaciones, 69. 148 Carta 2-X-1939, 3. 149 Conversaciones, 59. 150 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 11. La Iglesia es ya ahora "pueblo sacerdotal" (Lumen gentium, 10; cfr. 1P 2, 9; Ap 1, 6); en la gloria será plenamente "reino de sacerdotes" (Ap 5, 10). 151 Ibid. 152 Carta 15-VIII-1953, 4. Cfr. Es Cristo que pasa, 134. 153 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 4 y 12; 1Co 12, 27-28; Ef 4, 11-15. La doctrina tradicional sobre la naturaleza de los carismas puede verse sintéticamente en CEC, 799-801. 154 Conversaciones, 61. 155 CEC, 801. 156 Cfr. A. DE FUENMAYOR – V. GÓMEZ-IGLESIAS – J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei, Pamplona 1989, passim. 157 Es Cristo que pasa, 131. 158 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 1, 9, 48; Const. past. Gaudium et spes, 42; etc. 159 Cfr. Conversaciones, 59; Lealtad a la Iglesia, cit., p. 35. 160 Lealtad a la Iglesia, cit., pp. 34 s. Cfr. Es Cristo que pasa, 53. 161 H. DE LUBAC, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, cit., pp. 52-53. A continuación cita varios testimonios de la tradición, entre ellos a SAN PEDRO DAMIÁN, según el cual la Iglesia terrestre no es sólo el "vestíbulo" de la Iglesia del Cielo (De Quadragesima, c. 9), y a SAN AGUSTÍN, que afirma: "La Iglesia actual es el Reino de Cristo y el Reino de los Cielos" (Sermo 105, 9). 162 Es Cristo que pasa, 131. 163 Conversaciones, 115. 164 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 8. 165 Cfr. INOCENCIO III, Carta del 29-XI-1202 al arzobispo de Lyon: DS 783; SANTO TOMÁS DE AQUINO, In IV Sent., d. 4, q. 1, a. 4, qla. 2. 166 H. DE LUBAC, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, cit., p. 56. Remite a J.A. MÖHLER, Carta a la condesa Stolberg (1834). Entre la abundante bibliografía sobre la sacramentalidad de la Iglesia, cfr. B. GHERARDINI, La Chiesa è sacramento. Saggio di teologia positiva, Roma 1976. 167 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 1. 168 Es Cristo que pasa, 87. La cita de SAN AGUSTÍN es de: In Ioannis Evangelium tractatus 26, 13. 169 A.M. SANGUINETI, Dimensión sacramental de la vida cotidiana de los hijos de Dios en su Iglesia, cit., p. 226. 170 Conversaciones, 112. 171 Surco, 49. Cfr. Camino, 518, 750; Surco, 275, 354, 409, 920; Forja, 471, 583, 632; etc. 172 Es una de las figuras que emplea el CONC. VATICANO II para referirse a la Iglesia, mostrando su raigambre bíblica (cfr. Const. dogm. Lumen gentium, 6; Ga 4, 26; Ap 12, 17; etc.). 173 Lealtad a la Iglesia, cit., pp. 32 ss. 174 SAN CIPRIANO, De catholicae Ecclesiae unitate, 6 (citado por san Josemaría en El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 48). 175 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 48. Como es sabido –lo recuerda también san Josemaría en esta homilía y en otros textos–, quienes no han recibido el sacramento del Bautismo (p.ej., por ignorancia no culpable), pueden estar unidos a la Iglesia y salvarse, aunque no formen parte de su cuerpo visible. Sobre el "bautismo de deseo", cfr. CEC, 2581-1259. En la misma homilía san Josemaría cita la expresión "fuera de la Iglesia no hay salvación" (Extra Ecclesiam nulla salus: DS 802, 870, 2867), mencionando textos de Orígenes y de san Agustín. JUAN PABLO II ha expuesto con profundidad esta doctrina en la Enc. Redemptoris missio, 9. Cfr. también CEC, 846-849. 176 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 8. 177 Via Crucis, XI Estación. 178 Es Cristo que pasa, 145. Cfr. Camino, 796. 179 Es Cristo que pasa, 139. 180 Es Cristo que pasa, 139. 181 Conversaciones, 112. Los textos en esta línea son numerosos: cfr., p.ej., Conversaciones, 2 y 14; Es Cristo que pasa, 53; etc. 182 Cfr. Conversaciones, 1 y 72. Hemos comentado estos textos en este capítulo, apartado 1.1. 183 Conversaciones, 2. 184 Conversaciones, 14. 185 Es Cristo que pasa, 53. 186 SAN AGUSTÍN, Sermo 96, 8. El Obispo de Hipona entiende en este sentido el texto de 2Co 5, 19: "en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo". 187 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 58. 188 Ibid., p. 57. 189 Lealtad a la Iglesia, cit., p. 26. BENEDICTO XVI ha expuesto con amplitud el carácter esencial de la caridad como tarea asistencial de la Iglesia (cfr. Enc. Deus caritas est, 25-XII-2005). 190 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., pp. 47 ss. 191 Cfr. Es Cristo que pasa, 129. 192 Es Cristo que pasa, 96. 193 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In III Sent., d. 25, q. 1, a. 2, ad 5. El Paráclito "unus et idem numero totam Ecclesiam replet et unit" (ID., De veritate, q. 29, a. 4, c). "Per Spiritum Sanctum efficimur unum cum Christo" (ID., In Ep. ad Ephes., c. 1, lect. 5). 194 Es Cristo que pasa, 87. 195 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 24, a. 7, c. 196 Entre los lugares de sus obras donde se encuentran estos puntos, cfr. Conversaciones, 2, 59; Es Cristo que pasa, 87, 96, 118, 127 ss.; Amigos de Dios, 141, 236; Sacerdote para la eternidad, cit., pp. 66 ss.; etc. 197 DS 150 (Símbolo del CONC. I DE CONSTANTINOPLA). 198 Lealtad a la Iglesia, cit., p. 15. 199 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 39. La cita de San Agustín, en: PL 40, 259. 200 Ibid., p. 40. A continuación cita a SAN JUAN DAMASCENO: "Nosotros creemos en la Iglesia de Dios, Una, Santa, Católica y Apostólica, en la que recibimos la doctrina; conocemos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo y somos bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (Adversum Icon., 12: PG 96, 1358). 201 Cfr. Lealtad a la Iglesia, cit., passim. 202 Carta 31-V-1954, 21. Cfr. también F. OCÁRIZ, La universalidad de la Iglesia, cit., p. 135. 203 Cfr. Lealtad a la Iglesia, cit., pp. 17-18. 204 Conversaciones, 22. 205 SAN IRENEO, Adversus haereses 3, 19, 1. 206 T. ŠPIDLÍK, La spiritualità dell'Oriente cristiano, Cinisello Balsamo 1995, p. 317. 207 Cfr. CH. TAYLOR, Fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna, Barcelona 1996, p. 233. 208 Cfr. ibid., p. 240. 209 "Quizá el rasgo más característico de la tradición de la Iglesia ortodoxa sea la insistencia en el Dios con nosotros, en el Espíritu Santo, y, por tanto, en la gloria o presencia irradiante de Dios en el mundo. Por el lado evangélico-luterano, la insistencia está en el valor del trabajo y de la vida en el mundo, junto al carácter central del viernes santo. (...) Al sostener el Beato Josemaría que el trabajo y la vida cotidiana en el mundo son una vocación (cfr. Conversaciones, 60) que se ha de cumplir desde la permanente presencia de Dios en dicho trabajo, lleva a cabo una síntesis muy peculiar y muy original. Si se me permite hablar así, el ecumenismo del Beato Josemaría está en su idea de unidad de vida" (R. ALVIRA, Hacer Cristo al mundo, en: AA.VV, La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/1, p. 42). 210 Carta 2-X-1939, 17. Cfr. Amigos de Dios, 226-227. 211 Cfr. F. OCÁRIZ, La Prelatura del Opus Dei: apostolado ad fidem y ecumenismo, en: E. BAURA, Estudios sobre la Prelatura del Opus Dei, Pamplona 2009, pp. 109-123. 212 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 8. 213 Cfr. PÍO XI, Enc. Non abbiamo bisogno, 29-VI-1931, parte III: AAS 23 (1931) 300-306. 214 BENEDICTO XVI, en un importante discurso, en el que trata la cuestión de la continuidad-discontinuidad de las enseñanzas del Concilio Vaticano II respecto al Magisterio anterior, pone como ejemplo también esta temática: "Si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, (...) no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios. (...) Algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción. El Concilio, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia" (Discurso a la Curia Romana, 22-XII-2005). Pone en evidencia el Papa que los mártires de la primitiva cristiandad, al morir por su fe, "murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia". Así, con una nueva visión de las relaciones entre la fe y determinados elementos del pensamiento moderno, el Concilio "revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera identidad" (ibid.). 215 La diferencia entre la noción de "libertad de las conciencias" (Pío XI) y la de "libertad social y civil en materia religiosa" (CONC. VATICANO II, Decl. Dignitatis humanae) se encuentra sintética y exactamente expresada en M. RHONHEIMER, Il rapporto tra verità e politica nella società cristiana. Riflessioni storico-teologiche per la valutazione dell'amore della libertà nella predicazione di Josemaría Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/2, pp. 162-170. La noción católica de "libertad religiosa" parte de que sólo hay una religión verdadera, la católica, y funda el derecho social y civil a la libertad religiosa en que la dignidad de la persona humana exige el respeto a su libertad por parte del Estado, que no es competente para imponer una religión ni para prohibirla (dentro de los límites del orden público). En este sentido se habla de secularidad o de laicidad del Estado. El laicismo, en cambio, pretende promover la libertad religiosa partiendo de que no hay una religión verdadera y defendiendo un relativismo religioso. 216 Conversaciones, 29. 217 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 45. 218 Instrucción, 31-V-1936, 7. 219 G. ARANDA – J.R. VILLAR, El amor a la Iglesia y al Papa en "Camino", cit., p. 221. Cfr., en este sentido, los primeros párrafos de la homilía Lealtad a la Iglesia, cit., pp. 13 ss. 220 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 5. Cfr. CEC, 541; Mt 13, 31-32. La Iglesia es el "Reino de Cristo presente ya en misterio" (CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 3), tomando el término "misterio" en su sentido teológico de "sacramento" o signo visible e instrumento de una realidad oculta, que es la unión con Dios (cfr. CEC, 774). 221 Es Cristo que pasa, 131. Texto comentado más arriba. 222 Es Cristo que pasa, 11. 223 Instrucción, 19-III-1934, 37. 224 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Sermones panegyrici in solemnitates D. Iesu Christi, hom. 1 (De Sancta Pentecoste), 3 (citado en Es Cristo que pasa, 131). 225 Es Cristo que pasa, 102; cfr. Es Cristo que pasa, 96 y 137. 226 Es Cristo que pasa, 130. 227 Es Cristo que pasa, 127-128. 228 Es Cristo que pasa, 169. 229 Apuntes de la predicación oral, 21-XI-1958 (AGP, P01 1988, p. 148). 230 Cfr. supra, apartado 1.3. (referencias del Magisterio a la Iglesia como "familia"). El término familia no se aplica sólo a la que procede del matrimonio. Hay en esta tierra una paternidad, una filiación y una fraternidad sobrenaturales (cfr. Ga 4, 19; Ef 3, 15; 1Jn 2, 1; etc.), y quienes están unidos por esos vínculos forman una familia sobrenatural. 231 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 41. 232 Es Cristo que pasa, 153. Como se ve, entre las diversas interpretaciones de Hch 2, 42, san Josemaría entiende que habla de la celebración de la Eucaristía. Lo mismo puede verse en Es Cristo que pasa, 134. 233 Carta 19-III-1967, 70. Cfr. CIC, c. 205. 234 Carta 31-V-1954, 20. 235 P.ej., sólo hay comunión plena en la profesión de la fe si hay comunión en los sacramentos y en el gobierno eclesiástico, con el reconocimiento, en este último caso, de la potestad suprema del Romano Pontífice, que también es expresión de fe. 236 No nos detenemos aquí en la cuestión de que los vínculos visibles pueden existir sin el invisible de la caridad (como sucede en el fiel que no está en gracia de Dios). Evidentemente en este caso no manifiestan la caridad de la persona en cuestión, pero en sí mismos no dejan de ser en cierta medida signos de la caridad. No de modo acabado, porque a quien no está en gracia no le es lícita la participación plena en la Eucaristía, que es el signo más propio de la comunión en la caridad. Como decíamos, no nos detenemos en este tema porque aquí hablamos sólo de la vida espiritual de quien está en gracia de Dios. 237 F. OCÁRIZ, El misterio de la Iglesia como koinonía..., cit., pp. 162-163. 238 Lealtad a la Iglesia, cit., p. 19. 239 Ibid., p. 22. 240 Es Cristo que pasa, 127. Cfr. PÍO XII, Enc. Mystici corporis, cit. (DS 3807). 241 Es Cristo que pasa, 169. 242 Véanse los textos de san Josemaría citados antes, en este mismo apartado. Especialmente, sobre el vínculo de la caridad: El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida; y consummati in unum... (Es Cristo que pasa, 87); y sobre los vínculos visibles, la cita en la que recoge el texto de Lumen gentium, 14. 243 Cfr. capítulo 2, apartado 2.2.1. 244 Camino, 933. Lo hemos comentado en el capítulo 1º, apartado 2.2.1. 245 Ya hemos explicado por qué estas dos afirmaciones sobre el amor y la Voluntad divina tienen significado diverso: cfr. capítulo 1º, apartado 2.2.1. 246 Carta 6-V-1945, 3. 247 Es Cristo que pasa, 78. 248 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., pp. 55 s. 249 Carta 15-VIII-1953, 1. 250 Lealtad a la Iglesia, cit., pp. 33 s. 251 Es Cristo que pasa, 121. 252 Es Cristo que pasa, 11. 253 Lealtad a la Iglesia, cit., pp. 34 s. Cfr. Es Cristo que pasa, 53. 254 Apuntes íntimos, 15-VII-1931, 206. 255 Es Cristo que pasa, 145. Otros ejemplos, limitándonos a las obras publicadas, pueden verse en Forja, 387, 426, 835; Conversaciones, 13, 59 a 63, 70; Es Cristo que pasa, 5, 10, 149. 256 Camino, 833. 257 Es Cristo que pasa, 130. 258 Es Cristo que pasa, 176. 259 Conversaciones, 19. 260 Es Cristo que pasa, 121. 261 Carta 24-III-1931, 31. 262 Es Cristo que pasa, 122. 263 A. GARCÍA SUÁREZ, Existencia secular cristiana, en: "Scripta Theologica" 2 (1970) 151 y 158-159. 264 Conversaciones, 61. 265 Conversaciones, 113. 266 Ibid. 267 Conversaciones, 59. 268 Conversaciones, 26. 269 Carta 9-I-1932, 82. 270 Carta 14-II-1950, 4. 271 Cfr. sección III, 3. 272 Á. DEL PORTILLO, Carta pastoral, 9-I-1993 (AGP, P17, vol. III, 379). 273 Apuntes de una meditación, 2-X-1964 (AGP, P01 1978, p. 1064). 274 Conversaciones, 47. 275 A. ARANDA, Sacerdote di Gesù Cristo. Sulla missione ecclesiale del Beato Josemaría Escrivá, en: "Romana" 17 (1993) 322. 276 Carta 31-V-1943, 1. SAN JUAN BAUTISTA MARÍA VIANNEY (1786-1859) hablaba de "servir a Dios como Él quiere ser servido" (cit. en B. NODET, Le curé d'Ars. Sa pensée. Son Coeur, Paris 1966, Xavier Mappus ed., p. 75). 277 Instrucción, 31-V-1936, 7. Un testimonio que ilustra, con sucesos concretos, la radicalidad con la que vio san Josemaría el servicio a la Iglesia como única ratio existendi del Opus Dei, se encuentra en Á. DEL PORTILLO, Las profundas raíces de un mensaje, en: Amar a la Iglesia, cit., pp. 87-93. 278 F. OCÁRIZ, La universalidad de la Iglesia, cit., p. 137. 279 Ibid., p. 138. 280 Carta 9-I-1959, 14. 281 Para este tema, remitimos una vez más a A. DE FUENMAYOR – V. GÓMEZ-IGLESIAS – J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei, cit., cap. X, pp. 421 ss. La Prelatura del Opus Dei está formada por un Prelado, sacerdotes seculares incardinados y pueblo constituido por fieles laicos, varones y mujeres, que se incorporan a ella respondiendo a la específica vocación de la que venimos hablando y que están bajo la jurisdicción ordinaria del Prelado en lo que se refiere a las actividades de formación y de apostolado propias de la Prelatura, continuando como fieles de sus respectivas diócesis. Intrínsicamente unida a la Prelatura está la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, de la que forman parte presbíteros y diáconos del clero secular incardinados en sus respectivas diócesis. Cfr. JUAN PABLO II, Const. ap. Ut sit, 28-XI-1982: AAS 75 (1983) 423-425; CONGR. PARA LOS OBISPOS, Decl. Praelaturae personales, 5-VIII-1982. 282 Conversaciones, 27. 283 Apuntes de la predicación, 28-IX-1973 (AGP, P01 X-1973, pp. 38 s.). La idea se contiene ya en Camino, 445, pero este punto se puede aplicar a cualquier unión particular de fieles dentro de la Iglesia, aunque obviamente, como hace notar el autor de la edición crítica, cuando san Josemaría lo redacta, "tiene ante sí el pusillus grex [la pequeña grey de fieles cristianos] del Opus Dei" (P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., p. 697). Aun así, hemos preferido citar un texto en el que aplica expresamente la idea a los que forman parte del Opus Dei. 284 Cfr. supra, apartado 2.1. 285 Instrucción, 31-V-1936, 54. Cfr. Carta 29-IX-1957, 76. 286 Carta 6-V-1945, 23. 287 Camino, 955. 288 Apuntes de la predicación, 21-XI-1958 (AGP, P01 1988, p. 148). 289 Cfr. L. TOUZE, Paternidad divina y paternidad sacerdotal, en: AA.VV., El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Pamplona 2000, pp. 655-664. 290 En el capítulo 4º hablaremos ampliamente de la filiación y en el 6º de las manifestaciones de caridad fraterna. 291 Cfr. F. OCÁRIZ, Evangelización, proselitismo y ecumenismo, en: "Scripta Theologica" 38 (2006) 617-636. En este artículo, que cita el manuscrito del presente libro en la nota 42, se encuentra más desarrollada la argumentación que ofrecemos a continuación sobre la existencia de un uso del término "proselitismo" como acción moralmente positiva. Cfr. también CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, "Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la Evangelización", 3-XII-2007, 12 y nota 49, donde se afirma que el término "proselitismo" tiene un sentido negativo y otro positivo: de hecho "se ha usado frecuentemente como sinónimo de actividad misionera [de la Iglesia]". 292 Surco, 192. Lo estudiaremos en el capítulo 6º, apartado 1.2.2. a). 293 Cfr. K.G. KUHN, Prosélytos, en: G. KITTEL-G. FRIEDRICH, Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, VI, 729-730. 294 P.ej., en un antiguo texto hebreo, el Midrash Rabbah, se afirma que "quien se acerca a un pagano y lo convierte debe considerar que es como si lo hubiera creado" (Gen. Rab., 39, 14). 295 Sobre los motivos por los cuales los prosélitos resultaban ser peores que sus maestros, cfr., p.ej., los comentarios que SANTO TOMÁS DE AQUINO recoge en Catena Aurea, in Matth., cap. 23, 5. 296 SAN JUSTINO, Dialogus cum Tryphone, 28, 2. 297 Cfr. SAN AGUSTÍN, Contra Faustum, 16, 29. 298 BENEDICTO XVI se hace eco de esta peculiaridad de su lengua natal, dejando entender al mismo tiempo que hay un proselitismo legítimo y necesario, que apela a la libertad, para que se abra a la voz de Dios: "Wir drängen unseren Glauben niemandem auf: diese Art von Proselytismus ist dem Christlichen zuwider. Der Glaube kann nur in Freiheit geschehen. Aber die Freiheit der Menschen, die rufen wir an, sich für Gott aufzutun; ihn zu suchen, ihm Gehör zu schenken" (Homilía en München, 10-IX-2006). 299 Lessico Universale Italiano, vol. XVII, p. 742. 300 Diccionario de la Real Academia española, voz "proselitismo". 301 B. MONDIN, Dizionario Storico e Teologico delle Missioni, Roma 2001, p. 380. Según este autor, el significado negativo que ha comenzado a tener recientemente el término proselitismo tiene su origen en la actividad de las sectas de matriz protestante (cfr. ibid.). 302 En las ediciones en lenguas europeas en las cuales el término tiene un uso negativo, se le ha traducido con otras expresiones ("Menschen gewinnen"; "Winning new apostles"). No obstante, en una reciente edición bilingüe castellano-inglés, el traductor ha mantenido "proselytism" (A. BYRNE (ed.), J. Escrivá: "Camino. The way". An annotated bilingual edition, London 2001, p. 273). Cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., pp. 864-865. 303 Carta 8-XII-1949, 186. 304 Carta 24-X-1965, 61. San Josemaría pone en cursiva las palabras "dar testimonio": se refiere, evidentemente, a la actitud de limitar el apostolado al buen ejemplo, sin tomar la iniciativa de argumentar con la palabra, mientras los demás no lo pidan. En sentido contrario, cfr. 2Tm 4, 2: "opportune, importune". 305 Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, vol. I, cit., cap. V, 4. 306 Surco, 211. No existe aún la edición crítica de esta obra de san Josemaría y no sabemos la fecha de estas palabras. Por el número que cita (los 2500 millones de almas), se puede pensar que las escribió en la década de 1950. Sobre el "ignem veni...", cfr. también Forja, 52, y Es Cristo que pasa, 170. 307 Carta 19-III-1954, 24. 308 Carta 9-I-1932, 21. 309 Instrucción, 19-III-1934, 36. 310 Forja, 826. 311 Es Cristo que pasa, 102. En los textos publicados, la frase aparece ya en una homilía del 14-IV-1960 (cfr. Es Cristo que pasa, 87). El CONC. VATICANO II la emplea en el Decr. Presbyterorum ordinis, 14, aplicándola a la vida de los presbíteros. Sobre la relación de este texto con la predicación de san Josemaría, cfr. Á. DEL PORTILLO, Sacerdotes para una nueva evangelización, en: AA.VV., La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, Pamplona 1990, p. 995. Una fórmula semejante se encuentra en la Const. dogm. Lumen gentium, 11. 312 Un testimonio autorizado de la fecundidad de esta doctrina es el libro del segundo sucesor de san Josemaría al frente del Opus Dei: J. ECHEVARRÍA, Eucaristía y vida cristiana, Madrid 2005, 245 pp. Para un estudio de Teología dogmática sobre este punto, cfr. Á. GARCÍA IBÁÑEZ, La Santa Messa, centro e radice della vita del cristiano, en: "Romana" 28 (1999) 148-165; M.M. OTERO, El "alma sacerdotal" del cristiano, en: "Scripta Theologica" 13 (1981) 629-654. Son numerosos los estudios que citan esta enseñanza, aunque no estén centrados en ella. También ha inspirado obras de espiritualidad, como la ya clásica de F. SUÁREZ VERDAGUER, El sacrificio del Altar, Madrid 1989, 319 pp. y la más reciente J. ECHEVARRÍA, Vivir la Santa Misa, Madrid 2010, 196 pp. 313 Es Cristo que pasa, 84-85. 314 SAN JUAN DAMASCENO, De fide orthodoxa, 13 (citado en Es Cristo que pasa, 85). 315 CATECHISMUS ROMANUS, I, 10, 19. 316 ibid., II, 4, 32. 317 Cfr. también el CEC, sobre los frutos de la Comunión: "La Eucaristía hace la Iglesia. Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo" (CEC, 1396). 318 JUAN PABLO II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, 21. 319 Conversaciones, 123. 320 Es Cristo que pasa, 169. 321 CONC. DE TRENTO, Sessio XXII, Doctrina de ss. Missae sacrificio, cap. 2: DS 1743. Cfr. Sacerdote para la eternidad, cit., p. 74. 322 Sacerdote para la eternidad, cit., p. 73. Cfr. Es Cristo que pasa, 179; El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., pp. 53 y 59; etc. La expresión "renovación incruenta" es utilizada en las traducciones al castellano y al italiano del término "instauratur" del Catecismo de Trento (cfr. CATECHISMUS ROMANUS, II, 4, 70 y 76) y por el Magisterio contemporáneo a san Josemaría. Entre los textos del Magisterio pontificio que hablan de la Misa como "renovación" o "renovación incruenta" del Sacrificio del Calvario, pueden verse: LEÓN XIII, Enc. Mirae caritatis, ASS 34 (1901-02) 645 y 653 ("...admirabile modo renovatur (...) incruenta et mystica renovatio est..."); PÍO XI, Enc. Miserentissimus Redemptor, AAS 20 (1928) 170 ("...incruento modo renovatur..."); PÍO XII, Enc. Mediator Dei, AAS 39 (1947) 580 ("... repraesentet et innovet..."). 323 Cfr. CEC, 1366; JUAN PABLO II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, 11-12. 324 P.ej., enseña JUAN PABLO II que en la Misa "se renueva y se hace presente de modo incruento" el Sacrificio del Calvario (Discurso, 5-VI-1983). Cfr. también JUAN PABLO II, Ep. Dominicae cenae, 24-II-1980, 9; Discurso, 1-VI-1983; CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instr. Sacerdotium ministeriale, 6-VIII-1984, 3. 325 "Nuestro Salvador (...) instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y Sangre para perpetuar así el Sacrificio de la Cruz..." (CONC. VATICANO II, Const. Sacrosanctum concilium, 47). Texto citado por san Josemaría en Carta 19-III-1967, 76. 326 Entre la amplísima bibliografía sobre este tema, citamos un artículo de un autor bien conocido por san Josemaría: R. GARRIGOU-LAGRANGE, An Christus non solum virtualiter sed etiam actualiter offerat Missas quae quotidie celebrantur, en: "Angelicum" 19 (1942) 105-118. Una formulación reciente de esta doctrina puede verse en CEC, 1085. Cfr. Á. GARCÍA IBÁÑEZ, L'Eucaristia, dono e mistero. Trattato storico-dogmatico sul mistero eucaristico, Roma 2006, pp. 529-534. 327 CONC. VATICANO II, Const. Sacrosanctum concilium, 47. 328 Conversaciones, 113. 329 Es Cristo que pasa, 83; cfr. 80, 161; Amigos de Dios, 199; Surco, 684; Sacerdote para la eternidad, cit., p. 69. 330 Cfr. DS 1257, 1640, 1651, etc. 331 Á. GARCÍA IBÁÑEZ, La Santa Messa, centro e radice della vita cristiana, cit., pp. 156-157. Sobre el desarrollo de la doctrina en este aspecto, por A. Vonier, O. Casel, Ch. Journet y otros autores contemporáneos a san Josemaría, puede verse el tratado del mismo Á. GARCÍA IBÁÑEZ, L'Eucaristia, dono e mistero. Trattato storico-dogmatico sul mistero eucaristico, cit., pp. 341-366. 332 Es Cristo que pasa, 94. 333 Es Cristo que pasa, 86. Alude a la oración del celebrante antes de la comulgar en el Misal Romano: "Domine Iesu Christe, Fili Dei vivi, qui ex voluntate Patris, cooperante Spiritu Sancto, per mortem tuam mundum vivificasti..." 334 Es Cristo que pasa, 87; cfr. Es Cristo que pasa, 85. 335 Es Cristo que pasa, 88. 336 Cfr. SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catecheses 22, 3. Texto al que remite Es Cristo que pasa, 87. 337 Es Cristo que pasa, 102. El Catecismo lo expresa con las siguientes palabras: la Santa Misa "es también el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza" (CEC, 1368). 338 Es Cristo que pasa, 86. 339 Amigos de Dios, 296. 340 Conversaciones, 113. 341 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 11. Asistir a Misa es la acción más noble o importante por su objeto. En la práctica, la acción más importante será la que se haya realizado con más amor. De todas formas, la naturaleza del Sacrificio del Altar reclama que participar en él sea también el acto en el que se procura poner la máxima intensidad del amor (cfr. Es Cristo que pasa, 87). 342 Nos ocuparemos de nuevo de la Liturgia –de la Eucaristía y de los demás sacramentos–, considerándolos como "medios" de santificación, en el capítulo 9º, apartado 2. 343 CONC. VATICANO II, Const. Sacrosanctum concilium, 7. 344 Sacrosanctum concilium, 10. 345 ibid. 346 ibid. 347 Estamos aplicando lo que dijimos, en general, sobre la edificación de la Iglesia, en los apartados 2.1. y 2.2. de este capítulo 3º. 348 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. Sacrosanctum concilium, 2. 349 ibid. Cfr. ID, Decr. Unitatis redintegratio, 15. Más arriba hemos citado el principal documento en este sentido, hasta la fecha: JUAN PABLO II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, cap. II ("La Eucaristía edifica la Iglesia"). 350 CONC. VATICANO II, Const. Sacrosanctum concilium, 9. 351 Sacrosanctum concilium, 12. 352 ibid. 353 CONC. DE TRENTO, Sessio XIII, Decretum de ss. Eucharistia, cap. 3: DS 1639. Cfr. CONC. VATICANO II, Decr. Presbyterorum ordinis, 5. 354 Conversaciones, 113. Por el contexto resulta evidente que se refiere a la Comunión dentro de la Misa, como requisito de la participación plena en la celebración eucarística. 355 San Josemaría recomienda esa participación diaria (cfr. capítulo 9º, apartados 2.3.1 y 2.3.2), pero lo que decimos aquí se puede aplicar también cuando esa frecuencia no es posible o cuando todavía no es una realidad en el proceso personal de crecimiento en vida cristiana. 356 Es Cristo que pasa, 88. Entre los libros de espiritualidad cuya lectura recomendaba san Josemaría está una pequeña obra centrada en el punto que comentamos: V.M. BERNADOT, De la Eucharistie à la Trinité, Paris 1920, 144 pp. (las ediciones en castellano son numerosas). 357 Forja, 830. 358 PÍO XII, Enc. Mediator Dei, 20-XI-1947: AAS 39 (1947) 577. 359 Forja, 882. 360 Forja, 541. 361 Es Cristo que pasa, 106. 362 Apuntes de la predicación (AGP, P01 VI-1970, p. 11). 363 Es Cristo que pasa, 151. 364 Apuntes de una meditación, 14-IV-1960 (AGP, P01 IV-1965, p. 10). 365 Apuntes de una meditación, II-1972 (AGP, P09, p. 161). 366 Es Cristo que pasa, 120. 367 Es Cristo que pasa, 88. 368 Cfr., p.ej., Camino, 269 y 270. 369 Es Cristo que pasa, 154. 370 El fin sobrenatural de la Iglesia, cit., p. 53. 371 ibid. 372 Forja, 745. 373 Camino, 528. 374 Carta 11-III-1940, 11. Cfr. CEC, 1332. 375 "[Se llama] Santa Misa porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (missio) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana" (CEC, 1332). 376 Conversaciones, 123. 377 Sacerdote para la eternidad, cit., p. 75. 378 Es Cristo que pasa, 71. 379 Es Cristo que pasa, 157-158. 380 Instrucción, 1-IV-1934, 1. 381 ibid., 3. Cfr. Es Cristo que pasa, 156. 382 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 3. 383 Cfr. A.M. SANGUINETI, Dimensión sacramental de la vida cotidiana de los hijos de Dios en su Iglesia, cit., p. 224-225. 384 Camino, 533. Para el cristiano que procura vivir la vida de Cristo, estas palabras se pueden referir tanto a la celebración litúrgica como al resto de la jornada unida a la Misa. 385 Es Cristo que pasa, 154. 386 Apuntes de una meditación, 19-III-1968 (AGP, P09, p. 98). 387 Forja, 69. El inicio de la homilía pronunciada por el fundador del Opus Dei en el campus de la Universidad de Navarra, en 1967, ilustra esta doctrina de la Santa Misa como centro al que se han de dirigir todas las acciones de un cristiano, y concretamente la vida ordinaria en medio del mundo. Cfr. Conversaciones, 113. 388 Cfr. SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, 10, 6. 389 Á. GARCÍA IBÁÑEZ, La Santa Messa, centro e radice della vita del cristiano, cit., p. 162. 390 Cfr. sección I.3.b). 391 F. MUGNIER, Roi, Prophéte, Prêtre avec le Christ, Paris 1937, p. 215. 392 Carta 2-II-1945, 11. 393 Conversaciones, 115. 394 Es Cristo que pasa, 156. 395 Camino, 876. 396 Camino, 270. 397 Para un estudio más detenido, cfr. J. FERRER ARELLANO, Almas de Eucaristía: reflexiones teológicas sobre el significado de esta expresión en San Josemaría Escrivá, Madrid 2004, 126 pp. 398 Instrucción, 1-IV-1934, 1-3. Cfr. Forja, 835. 399 Cfr. sobre todo los recuerdos de los dos primeros sucesores de san Josemaría al frente del Opus Dei: Á. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid 1993, especialmente el cap. 9 ("El Pan y la Palabra"); J. ECHEVARRÍA, Memoria del Beato Josemaría, Madrid 2000, cap. 3, 6 ("Todo el día una Misa") y n. 7 ("Alma de Eucaristía"). 400 Apuntes de la predicación (AGP, P01 VI-1970, p. 11). 401 Cfr., p.ej., Camino, 276 y 495. 402 A. BLANCO, Madre di Dio e Madre degli uomini. Studio sulla devozione mariana di San Josemaría e sul rapporto con l'unità di vita, en: "Romana" 37 (2003) 313. 403 J.A. RIESTRA, La maternità spirituale di Maria nell'esperienza mariana di san Josemaría Escrivá, en: "Annales Theologici" 16 (2002) 487-488. Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, cap. VIII. 404 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., p. 646 (introducción al capítulo "La Virgen"). 405 Es Cristo que pasa, 89. La doctrina es tradicional. Posteriormente a san Josemaría ha sido desarrollada por Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia, cap. VI. F. OCÁRIZ comenta estas palabras haciendo notar que la intervención de la Virgen tiene su origen en la maternidad divina de María, al ser la sangre derramada por Cristo de algún modo su misma sangre; pero no se reduce a esto, sino que se trata de una "intervención actual" en cuanto que "el dolor de la Madre [al pie de la Cruz] formó parte, y parte importante, del dolor del Hijo, y en cuanto que Jesús, ofreciendo al Padre su vida por la salvación del mundo, ofreció –asumido en su propio sacrificio, en koinonía, y no simplemente "añadido"– el ofrecimiento realizado por María de la vida del Hijo y de su propio martirio espiritual" (F. OCÁRIZ, María y la Eucaristía, en: "Scripta de Maria" serie II, 1 (2004) 41). 406 Artículo La Virgen del Pilar, en: AA.VV., Libro de Aragón, Zaragoza 1976, p. 31. 407 Ibid. 408 Cfr. CEC, 972. Enseguida veremos esta enseñanza en los textos de san Josemaría. 409 Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, p. 14. 410 Apuntes de la predicación (AGP, P01 I-1954, p. 10). 411 Forja, 555. Cfr. Forja, 227; Camino, 496; etc. 412 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 53. 413 "Ecclesiae... typus et exemplar" (CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 53). 414 Lumen gentium, 65. 415 Es Cristo que pasa, 176. 416 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 62. 417 Lumen gentium, 53. 418 Es Cristo que pasa, 141. 419 Amigos de Dios, 282. 420 Apuntes de la predicación, 9-IX-1971 (AGP, P01 X-1971, p. 14). 421 Á. DEL PORTILLO, Carta pastoral, 9-I-1978 (AGP, P17, vol. II, 147). 422 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 61. 423 Es Cristo que pasa, 141. 424 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 62. 425 Es Cristo que pasa, 139. 426 Cfr. F. OCÁRIZ, María y la Trinidad, en ID., Naturaleza, Gracia y Gloria, cit., cap. VII (especialmente el apartado 3). 427 Es Cristo que pasa, 173. 428 Conversaciones, 87. 429 Es Cristo que pasa, 148. 430 Es Cristo que pasa, 142. 431 Cfr. la homilía Por María hacia Jesús, 4-V-1957, en Es Cristo que pasa, 139-149. 432 Santo Rosario, presentación. San Josemaría escribió los comentarios a los misterios del Rosario en diciembre de 1931, durante la Novena a la Inmaculada (cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, pp. 408-410). En los meses precedentes había recibido muchas luces sobre el reinado de Cristo, la vida contemplativa en medio del mundo y el espíritu de filiación divina (de agosto a noviembre de 1931). En este contexto surgen los comentarios que publicaría en 1934, con pocas modificaciones, bajo el título Santo Rosario. 433 Cfr. Camino, 292. 434 Camino, 495. 435 Es Cristo que pasa, 149. 436 Es Cristo que pasa, 145. 437 Ibid. 438 Sobre el contenido de esta sección remitimos a la explicación que hemos dado en el lugar correspondiente del capítulo 1º. 439 Camino, 57. 440 Forja, 516, 923. 441 Apuntes de una meditación, 21-XI-1954 (AGP, P09, p. 21). 442 Carta 9-I-1959, 44. 443 Carta 28-III-1955, 7. 444 Surco, 46. 445 Conversaciones, 9. 446 Carta 29-VII-1965, 44. Cfr. Camino, 527. 447 Carta 31-V-1943, 32. 448 Conversaciones, 59. 449 Surco, 353. 450 Lealtad a la Iglesia, cit., p. 33. 451 Forja, 136. 452 Apuntes de la predicación, 1-I-1959 (AGP, P01 VI-1961, p. 13). 453 Es Cristo que pasa, 142. Reflexión conclusiva de la Parte I 1 Es Cristo que pasa, 65. 2 Forja, 685. 3 Es Cristo que pasa, 102. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría Visión general de la parte segunda Notas 1 «Cum unumquodque appetat suam perfectionem, illud appetit aliquis ut ultimum finem, quod appetit ut bonum perfectum et completivum sui ipsius» (Santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 1, a. 5, c). La perfección del sujeto es la razón del último fin: «Omnes appetunt suam perfectionem adimpleri, quae est ratio ultimi finis» (ibid., a. 7, c). 2 «enim Dei vivens homo; vita autem hominis visio Dei» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, IV, 20, 7). Hemos comentado este texto en el capítulo 1º, apartado 1.1.1. 3 J.L. Illanes, Mundo y santidad, Madrid 1984, p. 38. 4 Amigos de Dios, 299. 5 Es Cristo que pasa, 58; cfr. Amigos de Dios, 110. 6 Es Cristo que pasa, 96. 7 Forja, 987. 8 Es Cristo que pasa, 17. 9 Amigos de Dios, 33. 10 Símbolo Quicumque (DS, 76). 11 En el capítulo 5º nos referiremos, como parte de la base conceptual empleada para exponer la enseñanza de san Josemaría, a la distinción entre persona, naturaleza y potencias, y a la relación entre la libertad y la dimensión espiritual de la persona humana. 12 Juan Pablo II, Enc. Dives in Misericordia, 30-XI-1980, 1; cfr. Enc. Veritatis Splendor, 6-VIII-1993, 40. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO CUARTO Notas 1 El nervio central es el sentido de la filiación divina (Á. del Portillo, Presentación a "Es Cristo que pasa", p. 13 de la primera edición, Madrid 1973). Cfr. J. Echevarría, Itinerarios de vida cristiana, Barcelona 20012, p. 11. 2 F. Ocáriz, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, en: Id., Naturaleza, Gracia y Gloria, Pamplona 2000, p. 179. Para varios puntos nos inspiramos en este amplio artículo, publicado originalmente en: "Scripta Theologica" 13 (1981) 513-552. 3 Carta 25-I-1961, 54. Cfr. Es Cristo que pasa, 64 y 126; Camino, 265; Forja, 987; Conversaciones, 102. 4 Es Cristo que pasa, 126. 5 Carta 9-I-1959, 60. 6 Conversaciones, 47. 7 Camino, 274. 8 Ibid. 9 Cfr. Es Cristo que pasa, 10. 10 Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei. Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid 1997-2003, vol. I, pp. 388-392. 11 Ibid., p. 388. 12 Apuntes íntimos, 296 (texto citado en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, p. 388). 13 Ibid., 334 (texto citado en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, p. 389). 14 Instrucción, mayo 1935/septiembre 1950, nota 28. 15 Carta 9-I-1959, 60. 16 Cfr. A. Léonard, Expérience spirituelle, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 4 (1960) col. 2004-2005. La bibliografía sobre la noción de "experiencia" en la vida espiritual es muy amplia en el siglo xx, sobre todo a partir de la obra de J. Mouroux, L'expérience chrétienne: introduction à une théologie, Paris 1952, 376 pp. 17 ...cognitio Dei experimentalis (San Buenaventura, In III Sent., d. 35, q. 2, c). 18 Alia autem est cognitio divinae bonitatis seu voluntatis affectiva seu experimentalis, dum quis experitur in seipso gustum divinae dulcedinis et complacentiam divinae voluntatis, sicut de Hierotheo dicit Dionysius, II cap. De div. Nom. (Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 97, a. 2, ad 2). 19 Carta 8-XII-1949, 41. El texto completo se encuentra citado en los párrafos siguientes. 20 Ibid. 21 Cfr. J.L. Illanes, Experiencia cristiana y sentido de la filiación divina, en: "PATH" 7/2 (2008) 474. Más adelante citaremos algunos textos en los que se percibe su reflexión sobre la doctrina de san Pablo. 22 Carta 8-XII-1949, 41. 23 Carta 9-I-1959, 60. 24 San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, II, 10, 4. 25 Ibid. 26 Ibid. 27 Ibid. Según San Juan de la Cruz, la esfera sensitiva y sus potencias no pueden esencialmente y propiamente gustar los bienes espirituales, porque no tienen la capacidad proporcionada, ni en esta vida ni en la futura (Cántico espiritual, 40, 5). 28 Cfr. M. Canévet, Sens spirituel, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 14 (1989) col. 598-617; J. Mouroux, L'expérience chrétienne, cit., cap. 10 (Le sentir spirituel), pp. 281-323. 29 A. Stolz, Teologia della mistica, Brescia 19472, p. 192. 30 Cfr. M. Canévet, Sens spirituel, cit. 604-611. 31 Es Cristo que pasa, 103. 32 El ojo de la carne no puede alcanzar la visión de la esencia (de Dios); por tanto, para que le sea otorgado un descanso congruente a la visión beatífica, verá la Divinidad en sus efectos corporales, en los que aparecerán manifiestamente los indicios de la divina majestad: principalmente, en la carne de Cristo; y después, en los cuerpos de los santos; y luego en todos los otros cuerpos. Por tanto, será preciso que también los otros cuerpos reciban un mayor influjo de la divina bondad: pero no cambiando su naturaleza, sino añadiéndoseles la perfección de una cierta gloria. Y esto será la renovación del mundo; de donde sucederá a la vez que se renovará el mundo y el hombre será glorificado (nto Tomás de Aquino, In IV Sent., d. 48, 2, a. 1, c). 33 Carta 9-I-1959, 60. 34 Escribe "Abba!" sin acento, como hace la Vulgata en Mc 14, 36, Rm 8, 15 y Ga 4, 6 al transcribir el término arameo que el texto griego vierte como Abba. En cambio, cuando cita traducciones al castellano suele escribir Abbá!, con acento, como es usual en numerosas versiones. 35 Un interesante estudio bíblico puede verse en M.Á. Tábet, La oración de Jesús: "Abbá, Padre" (Mc 14, 36), en: AA.VV., El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo (XX Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra), Pamplona 2000, pp. 63-71. 36 J. Jeremias, Kennzeichen der ipsissima vox Jesu, en: A. Wikenhauser (dir.), Synoptische Studien, München 1953, pp. 86-89. Cfr. Id., Neutestamentliche Theologie. I. Die Verkündigung Jesu, Gütersloh 1971. La tesis de Jeremias ha sido aceptada por numerosos exegetas. Cfr. J. Schlosser, Le Dieu de Jésus: étude exégétique, Paris 1987, 281 pp. 37 Es Cristo que pasa, 64. 38 Carta 9-I-1959, 60. 39 Amigos de Dios, 143. 40 Es Cristo que pasa, 66. 41 Cfr. H. Schlier, La lettera ai Romani, Brescia 1982, pp. 417 s. 42 Es Cristo que pasa, 64. 43 Amigos de Dios, 95. 44 Á. del Portillo, Mons. Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios (discurso en la Universidad de Navarra, 12-VI-1976), en: AA.VV., Una vida para Dios, Madrid 1992, p. 39. 45 Es Cristo que pasa, 118; cfr. 131. 46 Cfr. CEC, 292. 47 Cfr. Casalini, I misteri della fede. Teologia del Nuovo Testamento, Jerusalem 1991, pp. 212-213. En la misma línea, A. Vanhoye, Lettera ai Galati. Nuova versione, introduzione e commento, en: AA.VV., I Libri Biblici. Nuovo Testamento, vol. 8, Milano 2000, p. 109. 48 Es Cristo que pasa, 133. 49 Ya vimos en la Parte preliminar, sección II.2 a), cómo distingue san Josemaría entre gracia creada habitual (gracia santificante) y gracia increada (el Espíritu Santo), y cómo usa los textos de san Cirilo de Alejandría, excluyendo una causalidad formal o "quasi-formal" del Paráclito en la elevación sobrenatural. Nos parece que lo más conforme con su doctrina espiritual es considerar la elevación sobrenatural, en su conjunto, como una adopción filial. La infusión de la gracia creada, participación en la naturaleza divina, da el "ser formal" (accidental) de la nueva criatura. El Espíritu Santo funda ese nuevo modo de ser sobrenatural con su presencia propia de inhabitación en el alma, es decir con su presencia en cuanto enviado por el Padre y el Hijo que también inhabitan en el cristiano que vive vida sobrenatural. 50 Es Cristo que pasa, 87. 51 H. Schlier, La Lettera ai Romani, cit., p. 419. 52 J. Galot, Adozione divina, en: AA.VV. (L. Borriello, dir.), Dizionario di mistica, Ciudad del Vaticano 2000, p. 55. 53 Nos referimos a J. Bellamy según el cual, en los primeros siglos, el dogma de la filiación divina era tan conocido y, por así decir, tan popular entre los fieles, que los Padres se servían de él como base de argumentación para mostrar otros dogmas, con ocasión de las herejías de Arrio y de Macedonio. Véase sobre todo san Cirilo de Alejandría (PG 75, col. 610, 1086, 1087, 1098, 1122, etc.). Por lo demás, les entusiasmaba resaltar la excelencia y la sublimidad de la adopción sobrenatural. Para ellos era tema de consideraciones elevadas y a la vez prácticas (Adoption surnaturelle, en: AA.VV., Dictionnaire de Théologie Catholique, 1 (1909) col. 426). 54 Cfr. ibid. El autor incluye una extensa serie de referencias patrísticas sobre este punto. 55 San Juan Crisóstomo, Sermones panegyrici in solemnitates D. Iesu Christi, hom. 1, De Sancta Pentecoste, 3-4 (citado en Es Cristo que pasa, 131). 56 Carta 9-I-1959, 60. 57 Forja, 430. La anotación manuscrita de la que procede este punto de Forja, se encuentra en Apuntes íntimos, 864, del 8-XI-1932 (AGP, P01 1991, pp. 507 s.). 58 Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, cap. VI, especialmente las pp. 335-337 (dificultades relacionadas con su situación de sacerdote de una diócesis –la de Zaragoza– distinta de la de residencia –la de Madrid–, en la que resultaba muy arduo obtener permiso de la autoridad eclesiástica para permanecer en ella), pp. 351-366 (sobre la dura persecución religiosa en España, con incendios de iglesias y numerosos mártires), y pp. 394-404 (sobre la apurada situación material en la que se encontraban su madre y sus hermanos), etc. 59 Apuntes de una meditación, 28-IV-1963 (AGP, P01 XII-1963, pp. 12-13). 60 Via Crucis, I Estación, 1. 61 Apuntes de una meditación, 28-IV-1963 (AGP, P01 XII-1963, pp. 12-13). 62 J.-M.R. Tillard, Comunione, en: J.-Y. Lacoste (dir.), Dizionario critico di Teologia, Roma 2005, p. 320. 63 Via Crucis, XI Estación. La referencia a Ga 2, 19 está implícita en el "me clavo en la Cruz", que corresponde al "estoy crucificado con Cristo". 64 Ibidem, Via Crucis, XIV Estación. También aquí la referencia a Ga 2, 20 está implícita en el "morir... para que Cristo viva en nosotros", que corresponde al "no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí". 65 Según Albert Vanhoye, la frase vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20) completa la perspectiva [del versículo anterior]. Pablo, que afirma haber padecido la muerte (Ga 2, 19), precisa ahora que vive, pero vive como muerto resucitado: muerto al propio yo, vivo por Cristo. La muerte al propio yo se añade a la muerte a la ley y demuestra que la ruptura con la ley no debe entenderse en el sentido de una emancipación que abriría paso al egoísmo y al libertinaje. Al contrario, se trata de renunciar al propio yo para dejar todo el espacio a la vida de Cristo que es una vida de amor generoso (Lettera ai Galati. Nuova versione, introduzione e commento, cit., p. 71. La cursiva es nuestra). Del mismo modo, para Juan Leal "la aplicación a la mortificación ascética no es extraña al texto [de Ga 2,19] (...). En el bautismo muere todo lo que es pecado, pero las pasiones y concupiscencias que llevan al pecado y nacen de él, van muriendo conforme se progresa en la vida cristiana" (Carta a los Gálatas. Traducción y comentario por Juan Leal, en Aa.Vv., La Sagrada Escritura. Texto y comentario por profesores de la Compañía de Jesús. Nuevo Testamento, vol. II, Madrid 1962, pp. 614-615). 66 Apuntes de una meditación, 28-IV-1963 (AGP, P01 XII-1963, pp. 13-14). 67 Via Crucis, XIV Estación, 2. 68 A. Vanhoye, Lettera ai Galati, cit., p. 72. 69 Ibid. 70 Entre los comentarios clásicos, contemporáneos a san Josemaría, puede verse, p.ej., J. Leal, Carta a los Gálatas. Traducción y comentario, en: AA.VV., La Sagrada Escritura, vol. II, Madrid 1972, pp. 614-616. Entre los más recientes, cfr. R.N. Longenecker, Galatians, en: AA.VV. (D.A. Hubbard -G.W. Barker, eds.), Word Biblical Commentary, vol. 41, Dallas 1990, pp. 92-93. 71 Carta 8-XII-1949, 41. 72 Es Cristo que pasa, 30. 73 Es Cristo que pasa, 100. 74 Carta 11-III-1940, 8. 75 Cfr. San Agustín, Confessiones, 10, 37-40, y passim. 76 Cfr. San Francisco de Asís, Paráfrasis del Padrenuestro, 7-8. 77 Cfr. San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 27, 1. 78 Cfr. Santa Teresa de Lisieux, Historia de un alma, 1, 14; 9, 56; 10, 26; etc. 79 Pueden verse diversos testimonios de santos en D. de Pablo Maroto, Experiencia mística de la paternidad de Dios, en: AA.VV., El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Pamplona 2000, pp. 547-558. Cfr. también J. Sesé, La conciencia de la filiación divina, fuente de vida espiritual, en: ibid., pp. 495-517. 80 Carta 9-I-1959, 60. 81 San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, III, 19, 1. 82 San Cirilo de Alejandría, Thesaurus de sancta et consubstantiali Trinitate, 33. 83 Cfr. San Agustín, Sermo 185, 3. 84 Una síntesis de estas posturas puede verse en A. Aranda, Identità cristiana: i fondamenti, Roma 2007, pp. 220-227. 85 Cfr. también San Ignacio de Antioquía, Ep. ad Smyrnaeos, 1-3; Ep. ad Trallianos, 9. 86 Cfr. A. Grillmeier, Jesus der Christus im Glauben der Kirche, vol. I, Freiburg 1979, pp. 187 ss.; A. Orbe, Cristología gnóstica. Introducción a la soteriología de los siglos II y III, Madrid 1976, vol. I, pp. 380-412. 87 B. Studer, Docetismo, en: AA.VV., Dizionario patristico e di antichità cristiane, vol. I, Casale Monferrato 1983, p. 1001. 88 Cfr. Conversaciones, 113 y 121; Amigos de Dios, 74. 89 Congr. para las Causas de los Santos, Decreto sobre el ejercicio heroico de las virtudes del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, 9-IV-1990, §3: AAS 82 (1990) 1451. 90 Apuntes de una meditación, 25-XII-1972 (AGP, P09, p. 188). 91 Es Cristo que pasa, 12. 92 Es Cristo que pasa, 109. 93 Amigos de Dios, 201 (remite al Símbolo Quicumque). 94 K. Adam, Jesus Christus, Augsburg 1934, cap. I. 95 Conferencia Episcopal Alemana, Katholischer Erwachsenenkatechismus. Das Glaubensbekenntnis der Kirche, Kevelaer 1985, p. 216. Cfr. también DS 355, 358, 414. 96 Es Cristo que pasa, 180. 97 Amigos de Dios, 274. 98 Una exposición de Teología dogmática con un planteamiento que facilita la reflexión de Teología espiritual puede verse en: F. Ocáriz – L.F. Mateo-Seco –J.A. Riestra, El misterio de Jesucristo, Pamplona 1991, cap. III (pp. 136 ss.). 99 Amigos de Dios, 178. 100 Unas palabras de San Pedro Crisólogo sugieren la misma idea: Ergo quod Creator in creatura sua, quod Deus invenitur in carne, creaturae honor est, non est Creatoris iniuria (Sermo 148: PL 52, 596). 101 Es Cristo que pasa, 112. 102 Conversaciones, 55. 103 Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 24, a. 3, ad 2. 104 En el capítulo 7º se estudiará la santificación del trabajo y de las demás actividades temporales. 105 M.J. Soto Bruna, Elegidos antes de la creación del mundo. Verbo e imagen en la doctrina del Beato J. Escrivá de Balaguer sobre la persona humana, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. III, p. 30. 106 Amigos de Dios, 73. 107 Es Cristo que pasa, 61. En otro momento, contemplando a Jesús que siente hambre y busca alimento en una higuera (cfr. Mt 21, 18), comenta: Tenía hambre. ¡El Hacedor del universo, el Señor de todas las cosas padece hambre! ¡Señor, te agradezco que –por inspiración divina– el escritor sagrado haya dejado ese rastro en este pasaje, con un detalle que me obliga a amarte más, que me anima a desear vivamente la contemplación de tu Humanidad Santísima! Perfectus Deus, perfectus homo (Símbolo Quicumque), perfecto Dios, y perfecto Hombre de carne y hueso, como tú, como yo (Amigos de Dios, 50). 108 Es Cristo que pasa, 121. 109 Es Cristo que pasa, 122. Cfr. 1Tm 2, 4; Tt 2, 13; 2P 1, 1. 110 Es Cristo que pasa, 106. Cfr. Es Cristo que pasa, 122; Amigos de Dios, 256. 111 Es Cristo que pasa, 106. 112 El término "mundo" tiene aquí la acepción negativa de "pecado en el mundo" (cfr. Rm 5, 12). Ya hemos hecho notar otras veces que en san Juan –lo mismo que en otros libros de la Sagrada Escritura– hay también un significado positivo de "mundo" como creación de Dios (cfr. Jn 3, 16). 113 Al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires (Juan Pablo II, Carta ap. Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994, 37). En la Carta Novo millennio ineunte, 6-I-2001, vuelve a recordar el gran número de mártires cristianos en el siglo xx, y comenta: la Iglesia ha encontrado siempre, en sus mártires, una semilla de vida. Sanguis martyrum, semen christianorum (Tertuliano, Apol., 50, 13: PL 1, 534). Esta célebre "ley" enunciada por Tertuliano, se ha demostrado siempre verdadera ante la prueba de la historia. ¿No será así también para el siglo y para el milenio que estamos iniciando? (n. 41). 114 Carta 30-IV-1946, 46. 115 Cfr. Casalini, I misteri della fede. Teologia del Nuovo Testamento, cit., pp. 363-364. 116 Cfr. G.F. Hawthorne, Philippians, en: AA.VV., Word Biblical Commentary, vol. 43, Texas 1983, pp. 85-86 y 89. 117 Cfr. J. Gnilka, La lettera ai Filippesi, en: AA.VV., Commento teologico al Nuovo Testamento, vol. X/3, Brescia 1972, pp. 210 y 217-219. 118 En el capítulo 5º, apartado 2.2, se hablará más ampliamente de este tema. 119 Camino, 283. 120 L. Scheffczyk, Die Heilsverwirklichung in der Gnade, en: L. Scheffczyk – A. Ziegenaus, Katholische Dogmatik, vol. VI, Aachen 1998, p. 309. 121 Carta 2-II-1945, 11. Las palabras "como pide nuestra vocación" se refieren a la llamada específica al Opus Dei, pero se pueden aplicar en general a la vocación a la santidad en medio del mundo. 122Señalamos algunos textos, marcando en negrita los que san Josemaría cita con más frecuencia: a) En los sinópticos, cfr. Mt 5, 45; Mt 6, 9.26; Mt 10, 29; Mt 16, 17; Mt 18, 10.14.19; Mt 23, 9;Mc 8, 38; Mc 11, 25; Mc 13, 32; Mc 14, 36; Lc 2, 49; Lc 6, 36; Lc 10, 21-22; Lc 11, 2.13; Lc 12, 30.32; Lc 15, 11 ss.; Lc 22, 29.41; Lc 23, 34.36; Lc 24, 49 etc. b) En san Juan, cfr. Jn 1, 12-13; Jn 3, 3-5.14-15; Jn 8, 28; Jn 11, 52; Jn 12, 32.36; Jn 14, 7.23; 1Jn 2, 29; 1Jn 3, 1-3; 1Jn 4, 7.8.16; 1Jn 5, 1-5; etc. c) En san Pablo los pasajes son muy numerosos; además de los que hablan del ser o de la vida del cristiano "en Cristo", cfr., principalmente, Rm 8, 14-30; Ga 2, 20; Ga 3, 26-27; Ga 4, 4-7;; Ef 1, 4-5. 123 Cfr. J.-H. Nicolas, Les profondeurs de la grâce, Paris 1969, p. 59; I.-H. Dalmais, Divinisation (II. Patristique grecque), en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 3 (1957) col. 1387. 124 Ch. Baumgartner, Grâce, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 6 (1967) col. 718. Según este autor, la idea se encuentra implícita ya en Ignacio de Antioquía, explícita en Ireneo, y gobierna en particular el pensamiento de Atanasio y de Cirilo de Alejandría (ibid.). 125 Después de distinguir entre la generación del Hijo de la sustancia del Padre y la creación del hombre, enseña que Dios nos ha justificado deificándonos: haciéndonos hijos suyos. Manifestum est ergo, quia homines dixit deos, ex gratia sua deificatos, non de substantia sua natos. (...) Iustificando, filios Dei facit. Dedit enim eis potestatem filios Dei fieri (Io 1, 12). Si filii Dei facti sumus, et dii facti sumus: sed hoc gratiae est adoptantis, non naturae generantis (San Agustín, Enarrationes in Psalmos 49, 2: PL 36, 565). Cfr. Id., Contra Faustum, III, 3, 2: PL 42, 215; Ep. 140 ad Honoratum, 4, 10: PL 33, 541). 126 Cfr. G. Bardy, Divinisation (III. Chez les Pères latins), en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 3 (1957) col. 1395 s. 127 Cfr., principalmente, In III Sent., d. 10, q. 2; S.Th. I, q. 33, a. 3; III, q. 23. 128 S. Hahn, Grace and Conversion in the Writings of Blessed Josemaría, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/1, pp. 115-118. 129 Cfr. Conc. de Trento, Sessio V: Decr. de peccato originali: DS 1515. 130 La gratia gratum faciens, en santo Tomás, o lo que después se llamará "gracia santificante", o también "gracia de la justificación". 131 Conc. de Trento, Sessio VI: Decr. de iustificatione: DS 1524; cfr. DS 1515, 1529, 1531. 132 Ch. Baumgartner, Grâce, cit., col. 711. Según G. Biffi el problema venía de antes: [La teología escolástica] a partir del siglo XIV, al poner en el centro de sus indagaciones el concepto de "gracia accidental" [o "gracia creada"], terminó por no dar a la "gracia increada" (la inmanencia de las tres Personas divinas en el justo) toda la atención que se merecía (L'enigma dell'uomo e la realtà battesimale, Torino 2006, p. 58). A continuación, el autor propone recuperar la visión dominante de la escolástica precedente que partía de la inhabitación del Espíritu Santo también para justificar la existencia de una "novedad sobrenatural" inherente a todo bautizado (ibid.). Se refiere a la visión de Alejandro de Hales, de san Buenaventura y de santo Tomás (en este último caso, remite a In II Sent., d. 26. q. 1, a. 1). 133 De hecho, la doctrina sobre la filiación divina adoptiva está poco presente incluso en el Catecismo Romano. Véase lo que dijimos al respecto en la Parte preliminar, sección II.3. En cambio, en el Catecismo de la Iglesia Católica se encuentra de nuevo en primer plano a lo largo de todo el texto. 134 La filiación divina sobrenatural y la gracia santificante son realidades inseparables pero distintas: la filiación divina es una propiedad personal (Santo Tomás de Aquino, S.Th. III, q. 23, a. 4, c), que eleva a la persona, mientras que la gracia eleva su naturaleza. La distinción metafísica entre persona y naturaleza –necesaria para hablar del misterio de Cristo: una Persona divina en dos naturalezas, la divina y la humana–, es imprescindible también para hablar del cristiano: persona humana elevada a la dignidad de hijo de Dios, con su naturaleza humana elevada por la participación en la naturaleza divina. En el capítulo siguiente, en el contexto de la libertad humana, veremos la idea (que seguimos aquí) de que el constitutivo esencial de la personalidad es el actus essendi (como acto intensivo de ser). Adelantamos que esta comprensión de la metafísica tomista no es la única posible dentro del marco general del tomismo. 135 Una vía para aclarar esta cuestión es considerar el paralelismo entre la creación del hombre (la constitución en su ser natural) y la "re-creación" (la elevación sobrenatural), que lleva a descubrir una cierta correspondencia de la relación entre "forma" y "esse" que se da en los dos casos. Por la creación Dios constituye las cosas en su ser natural mediante una forma natural recibida en la misma cosa creada, y también en la elevación Dios constituye el alma en un nuevo ser (esse gratiae) mediante una forma creada (la gracia) (Santo Tomás de Aquino, In I Sent., q. 1, a. 1, ad 3). En ambos casos forma dat esse (De Veritate, q. 5, a. 8, ad 10), o lo que es lo mismo, esse consequitur formam (S.Th. I, q. 9, a. 2, c). En el caso de la creación, la expresión significa que la forma natural determina el modo de ser, y también que recibe y limita el acto de ser. En el caso de la re-creación sólo significa lo primero: la forma "gracia" determina el modo de ser sobrenatural que es el "ser hijo de Dios". En este sentido se dice que "por la gracia somos hechos hijos de Dios". La filiación divina es el mismo modo de ser sobrenatural de quien recibe la gracia santificante. Sobre este punto pueden verse las interesantes reflexiones de F. Ocáriz, Naturaleza, Gracia y Gloria, cit., pp. 95-100. 136 Según S. Lyonnet, cuando San Pablo habla de la filiación adoptiva divina no toma el término "adopción" de la legislación grecorromana, como afirman otros autores, o al menos no lo toma exclusivamente de ahí, sino del Antiguo Testamento, donde Yaveh adopta como hijo al pueblo de Israel (cfr. Esd 4, 22; Os 11, 1; Is 63, 7-16; Jr 3, 19; Sb 8, 13; etc.), el pueblo de la Alianza (cfr. Quaestiones in Epistolam ad Romanos, II, Roma 1956, p. 19). En el Nuevo Testamento la adopción del cristiano se encuentra en el marco de la Nueva Alianza que implica una nueva participación en la vida divina. 137 Cfr. H. Rondet, Gratia Christi: essai d'histoire du dogme et de théologie dogmatique, Paris 1948, p. 340. 138 Ya hicimos notar en la Parte preliminar, sección II.2.b), que la primera edición castellana de Die Mysterien des Christentums (publicada originalmente en Freiburg i. Br. en 1865), es sólo de 1950. 139 Cfr. E. Mersch, Filii in Filio, en: "Nouvelle revue théologique" 65 (1938) 551-582; 681-702; 809-830. 140 Cfr. S. Dockx, Fils de Dieu par grâce, Paris 1948, 147 pp. 141 En la medida en que se pueda decir que los diccionarios de Teología reflejan los intereses teológicos de una época, es significativo señalar que en el amplio léxico dirigido por K. Rahner (AA.VV., Sacramentum mundi. Theologisches Lexikon für die Praxis, 4 vols., Freiburg 1967-69) no existen las voces "filiación divina", "adopción", "hijos de Dios", ni hemos visto otras que traten de la filiación adoptiva con algún detenimiento. Tampoco se le dedica especial atención dentro de voces como "gracia", "santidad" y "bautismo". Algo semejante sucede en la enciclopedia teológica dirigida por P. Eicher (AA.VV., Neues Handbuch theologischer Grundbegriffe, München 1984-85). El concepto no ocupa en estas obras un puesto de relieve. En el clásico Dictionnaire de Théologie Catholique (iniciado bajo la dirección de A. Vacant; consta de 18 vols. publicados entre 1908 y 1972) no existe la voz "filiación divina" pero sí la equivalente "adoption surnaturelle", aunque el tema no se trata con la extensión que cabría esperar (cfr. ibid., vol. I (1925) col. 425-437); también hay una breve referencia a la filiación divina en la voz "Grâce" (cfr. ibid., vol. VI/2 (1925) col. 1613-1615). En el Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique (13 vols. publicados entre 1937 y 1994, iniciados bajo la dirección de M. Viller), tampoco hay una voz dedicada a la filiación divina; en este caso, la voz adoption divine está vacía y remite a "Divinisation" y a "Grâce". Dentro de esta última hay un apartado dedicado a la filiación adoptiva (cfr. ibid., 1 (1965) col. 708-726, de Ch. Baumgartner). Algunos diccionarios recientes, mucho más breves que los señalados, dedican al tema una atención proporcionalmente mayor. Por ejemplo, el Dictionnaire Théologique de L. Bouyer (Paris 1990; voces "Adoption surnaturelle" y "Filiation"); el Dizionario enciclopedico di spiritualità, dirigido por E. Ancilli (3 vols., Roma 1990; voz "Adozione divina"); el Dizionario di Teologia fondamentale, dirigido por R. Latourelle (Assisi 1990; voz "Abbá"). La obra de este género que trata el tema con más amplitud (siempre en términos proporcionales a la extensión total) es el reciente Diccionario de Teología dirigido por C. Izquierdo, Pamplona 2006 (voz "Filiación divina", pp. 415-420, de A. Aranda). Entre las obras de Teología moral que dan relieve a la filiación adoptiva, señalamos: E. Colom -Á. Rodríguez Luño, Scelti in Cristo per essere santi: elementi di teologia morale fondamentale, Roma 20033, 425 pp.; R. Tremblay – S. Zamboni (dir.), Figli nel Figlio. Una teologia morale fondamentale, Bologna 2008, 429 pp. 142 Beato Columba Marmión, Le Christ dans ses mystères, Maredsous 1919, 495 pp. Cfr. también, del mismo autor, Le Christ, idéal du prêtre, Maredsous 1922, 392 pp. 143 Id., Jesucristo en sus misterios, III, 6 (p. 52 en la edición española de Editorial Litúrgica, Barcelona 1948). 144 Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, pp. 405 y 415, donde cita Apuntes íntimos, 307 y 562 (del 2-X-1931 y del 14-I-1932, respectivamente). 145 Apuntes íntimos, 560, 13-I-1932; texto citado en P. Rodríguez, Santo Rosario. Edición crítico-histórica, Madrid, 2010, p. 82. 146 P. Rodríguez, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., p. 945. 147 J.L. Illanes, Experiencia cristiana y sentido de la filiación divina, cit., p. 468. Según este autor, el hecho se explica porque en los primeros años treinta y paralelamente a la experiencia que le condujo a la honda percepción de la realidad de la filiación divina y a la vivencia de su sentido, se dio en el Fundador del Opus Dei lo que uno de los estudiosos de su pensamiento, Pedro Rodríguez, ha calificado de "eclosión de la infancia espiritual" (Edición crítico-histórica de "Camino", cit., p. 944) (ibid.). 148 Ibid., p. 469. 149 Apuntes de la predicación, 25-VIII-1968 (AGP, P01 XI-1968, p. 27). 150 Apuntes de la predicación, 20-XII-1974 (AGP, P01 XII-1974, pp. 29-30). 151 Entre los estudios de teología sistemática mencionamos: A. García Suárez, La primera persona trinitaria y la filiación divina adoptiva, en: AA.VV., XVIII Semana española de Teología, Madrid 1961, pp. 69-114; F. Ocáriz, Hijos de Dios en Cristo. Introducción a una teología de la participación sobrenatural, Pamplona 1972, 162 pp.; R. García de Haro, Cristo, fundamento de la moral: los conceptos básicos de la vida moral en la perspectiva cristiana, Barcelona 1990, 190 pp.; A. Aranda, Llamados a ser hijos del Padre. Aproximación teológica a la noción de filiación divina adoptiva, en: AA.VV., El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, cit., pp. 251-272. 152 Cfr. C. Bermúdez Merizalde, Hijos de Dios uno y trino por la gracia. La filiación divina, fundamento y raíz de una espiritualidad, en: "Annales Theologici" 7/2 (1993) 347-368; Id., Hijos de Dios Padre en la vida cotidiana. El sentido de la filiación divina en las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: "Pensamiento y cultura" 1 (2002) 155-167; J. Burggraf, El sentido de la filiación divina, en: AA.VV., Santidad y mundo, Pamplona 1996, pp. 109-127; M.C. Calzona, Filiación divina y cristiana en el mundo, en: AA.VV., La misión del laico en la Iglesia y en el mundo, Pamplona 1987, pp. 299-308; J.L. Illanes, Filiación divina: ontología y vivencia existencial, en: AA.VV., El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, cit., pp. 537-545; F. Ocáriz, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, cit.; F.J. Sesé, La conciencia de la filiación divina, fuente de vida espiritual, en: "Scripta Theologica" 31 (1999) 471-493; J. Stöhr, La vida del cristiano según el espíritu de filiación divina, en: "Scripta Theologica" 24 (1992) 879-893. En los últimos años han visto la luz también varias obras de espiritualidad sobre este tema: p.ej., F. Fernández Carvajal – P. Beteta, Hijos de Dios: la filiación divina que vivió y predicó el beato Josemaría Escrivá, Madrid 1995, 239 pp.; M. Eguíbar, Vida de infancia espiritual, Madrid 2006, 172 pp.; A. Mardegan, Tra le braccia del Padre: scritti scelti sulla paternità divina, Genova 2000, 186 pp. (antología de textos de san Josemaría, con un interesante estudio preliminar de 44 pp.). 153 Es Cristo que pasa, 64. 154 Es Cristo que pasa, 133. 155 Carta 19-III-1967, 93. 156 Es Cristo que pasa, 103. 157 Es Cristo que pasa, 48. Cfr. Ef 2, 19. 158 Es Cristo que pasa, 160. Cfr. Jn 1, 12-13; 2P 1, 4. 159 Carta 2-II-1945, 8. 160 Santo Tomás de Aquino, S.Th. I, q. 33, a. 3, c; cfr. S.Th. III, q. 32, a. 3, c. 160 bis S.Th. III, q. 41, a. 3, c. 161 Carta 19-III-1967, 93. El pasaje del Ordo Missae al que alude se encuentra en una de las oraciones del ofertorio del Misal de San Pío V: Deus, qui humanae substantiae dignitatem mirabiliter condidisti et mirabilius reformasti... 162 Santo Tomás de Aquino, In Ioann. Ev., c. 1, lect. 8. El Aquinate afirma con frecuencia que filiatio adoptionis est participata similitudo filiationis naturalis (S.Th. III, q. 23, a. 4, c; cfr. S.Th. I, q. 33, a. 3, c; S.Th. II-II, q. 45, a. 6, c; III, S.Th. II-II, q. 3, a. 5, c y ad 2; S.Th. II-II, q. 24, a. 3, c; In Ep. ad Rom., c. VIII, lect. 6; In Ioann. Ev., c. I, lect. 8; etc.). Sobre la filiación divina como participación de la Filiación subsistente, cfr. F. Ocáriz, Hijos de Dios en Cristo, cit., pp. 93-111. 163 Cfr. Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 22. Mediante la gracia recibida en el Bautismo, el hombre participa en el eterno nacimiento del Hijo a partir del Padre, porque es constituido hijo adoptivo de Dios: hijo en el Hijo (Juan Pablo II, Homilía, 22-III-1980). Son numerosos los textos de Juan Pablo II en los que menciona esta expresión. 164 S. Hahn, Grace and Conversion in the Writings of Blessed Josemaría, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/1, p. 117. 165 Cfr., p.ej., Es Cristo que pasa, 65, 112, 118, 183; Amigos de Dios, 2. 166 Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. III, q. 23, a. 1, c. 167 M.J. Scheeben, Los misterios del cristianismo, Barcelona 19572, pp. 406-407. 168 F. Ocáriz, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, cit., p. 184. 169 Es Cristo que pasa, 86. El texto se refiere a la Misa como acción de las tres Personas divinas, pero la afirmación de la "unidad de la acción eficazmente santificadora de las tres Personas" es de validez general y por eso la aplicamos a la adopción sobrenatural. 170 Filiatio proprie convenit hypostasi vel personae, non autem naturae, unde in prima parte dictum est quod filiatio est proprietas personalis (Santo Tomás de Aquino, S.Th. III, q. 23, a. 4, c; cfr. De Veritate, q. 29, a. 1, ad 1). 171 Carta 9-I-1932, 29. 172 Es Cristo que pasa, 133. 173 Amigos de Dios, 306. 174 F. Ocáriz, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, cit., p. 191. 175 J. Stöhr, La vida del cristiano según el espíritu de filiación divina, cit., p. 884. 176 Que la Santísima Trinidad esté presente en el hombre no significa, obviamente, que el hombre "contenga" a Dios, como si Dios estuviera circunscrito a un lugar. Puede aplicarse a esta presencia sobrenatural lo que afirma santo Tomás en relación con la presencia de inmensidad (presencia de Dios en todas las criaturas): los seres espirituales contienen a las cosas en las que están, como el alma contiene al cuerpo, y por esto Dios está en las cosas como quien las contiene (Santo Tomás de Aquino, S.Th. I, q. 8, a. 1, ad 2). 177 Cfr. F. Ocáriz, Hijos de Dios en Cristo, cit., p. 132; Id., Naturaleza, Gracia y Gloria, cit., p. 88. Esta expresión indica que el Hijo es enviado por el Padre al alma para que el hombre sea hijo en el Hijo, mediante el envío del Espíritu Santo. Es decir, tanto el Hijo como el Espíritu Santo son enviados al cristiano ("misiones invisibles") para introducirle en la vida de las procesiones divinas como hijo adoptivo, pero hay un "orden" en estas misiones: para que el Hijo sea enviado, es enviado el Espíritu Santo; o bien: por el envío del Espíritu Santo es enviado también el Hijo. San Josemaría refleja esta misteriosa dinámica cuando escribe, p.ej., que el Espíritu Santo, haciéndonos hermanos de Cristo nos conduce hacia Dios Padre (Conversaciones, 67). 178 Amigos de Dios, 145. Cfr. Lc 11, 2; Forja, 71. Un estudio doctrinal del tema, en sintonía espiritual con san Josemaría, es el de A. García Suárez, La primera persona trinitaria y la filiación divina adoptiva, cit., pp. 69-114. 179 Es Cristo que pasa, 66. Cfr. Rm 8, 29. 180 Exiit enim, non quomodo natus, sed quomodo datus (San Agustín, De Trinitate, V, 14, 15: PL 42, 921). 181 Es Cristo que pasa, 134. El texto es de san Cirilo de Alejandría, Thesaurus de sancta et consubstantiali Trinitate, 34 (PG 75, 609). En el capítulo 6º, nota 20 explicamos que estas palabras no significan que el Espíritu Santo se comunica al cristiano como "forma" suya (no se trata de causalidad formal), pero tampoco es una unión extrínseca. 182 Carta 24-III-1931, 9 (citando S.Th. II-II, q. 24, a. 7, c.; en cursiva en el texto de san Josemaría). 183 Es Cristo que pasa, 136 (a continuación remite a Ga 4, 6 y Rm 8, 15). 184 Es Cristo que pasa, 65. 185 Carta 9-I-1932, 29. 186 Es Cristo que pasa, 21. 187 Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 22. 188 Cfr. Santo Tomás de Aquino, In IV Sent., d. 43, q. 1, a. 2, sol. 1. 189 San Cirilo de Jerusalén, Catecheses, 22, 3 (citado en Es Cristo que pasa, n.87). 190 M.J. Scheeben, Los misterios del cristianismo, cit., pp. 406-407. 191 F. Ocáriz, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, cit., p. 186. 192. 192 La denominación del cristiano como "ipse Christus" aparece, p.ej., en Surco, 166; Forja, 74; Es Cristo que pasa, 11, 96, 104, 107, 115, 120, 121, 183, 185; Amigos de Dios, 6; Conversaciones, 58; Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973, en: Amar a la Iglesia, Madrid 19862, p. 70; Via Crucis, VI Estación y X Estación, punto 5. La "identificación con Cristo" aparece ya en Consideraciones espirituales, Cuenca 1934, donde se lee: (los santos) no serían santos si cada uno de ellos no se hubiera identificado con Cristo (p. 100). La frase pasó después literalmente al n. 947 de Camino. El origen es una anotación del 24-XII-1931, en Apuntes íntimos, n. 503; y la misma expresión –"identificación con Cristo"– se encuentra en otra anotación del día siguiente, 25-XII-1931, en Apuntes íntimos, n. 511 (cfr. P. Rodríguez, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., ad loc.). 193 Cfr. A. Aranda, "El bullir de la sangre de Cristo". Estudio sobre el cristocentrismo del Beato Josemaría Escrivá, Madrid 2000, pp. 227-254; Id., En torno al "alter Christus, ipse Christus", de S. Josemaría Escrivá, en: AA.VV., Dar razón de la esperanza, Pamplona 2004, pp. 763-793. 194 A. Aranda, "El bullir de la sangre de Cristo", cit., p. 283. 195 Ibid. 196 Cfr. R. Gerardi, "Alter Christus": La Chiesa, il cristiano, il sacerdote, en: "Lateranum" 1 (1981) 116. 197 M.J. Scheeben, Los misterios del cristianismo, cit., p. 400. 198 San Cipriano, De idolorum vanitate, XV: PL 4, 603-604 (en lugar de "imitati" algunas versiones traen "secuti", según la edición de Migne). 199 Cornelio a Lapide, Commentaria in Scripturam Sacram, vol. 18, París 1880, col. 226. 200 San Juan Eudes, Jesús doliente, cap. 21, punto 3 (traducción de Le Cœur admirable, en: Œuvres choisies, t. VIII, Paris 1937, 283 pp.). 201 Cfr. Beato Columba Marmión, Jesucristo vida del alma, Barcelona 1955, p. 39. 202 R. Plus, Cristo en nosotros, Barcelona 19414, p. 2 (orig. francés: Le Christ en nous, Toulouse 1922). Una edición de 1931 de esta obra, se encontraba en la biblioteca que usaba san Josemaría, contigua a su dormitorio, en Roma. 203 Juan Pablo II, Discurso, 1-V-1988; cfr. Id., Homilía, 2-VII-1980; Discurso, 13-III-1982; Homilía, 21-VI-1987. 204 Hay una cierta analogía entre la elevación sobrenatural de la persona humana y el misterio de la Encarnación del Verbo. Este misterio, en efecto, es la asunción (assumptio) de una naturaleza humana por la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Al ser asumida, esa naturaleza humana es divinizada, introducida en la Santísima Trinidad como naturaleza humana del Hijo, y se transforma en instrumento unido a la Persona del Verbo para obrar nuestra salvación. Algo análogo se cumple en el misterio de la elevación sobrenatural del hombre. Santo Tomás no tiene inconveniente en describirlo con el mismo término, assumptio: "Assumptio quae fit per gratiam adoptionis, terminatur ad quandam participationem divinae naturae" (Santo Tomás de Aquino, S.Th. III, q. 3, a. 4, ad 3; cfr. Comp. Theol., II, 4). Ciertamente no utiliza la palabra en el mismo sentido, porque la persona humana no es asumida en la elevación como lo es la naturaleza humana de Cristo, unida hipostáticamente a la naturaleza divina. Pero se puede decir que hay en el cristiano una impronta de este supremo misterio que permite decir que es "otro Cristo". "La Encarnación del Hijo de Dios (...) considerada como asunción de la Naturaleza Humana de Cristo por la Persona divina, podemos contemplarla como la cumbre única y trascendente de la elevación sobrenatural de lo humano" (F. Ocáriz, Naturaleza, Gracia y Gloria, cit., p. 82). 205 K. Koch, Kontemplativ mitten in der Welt. Die Wiederentdeckung des Taufpriestertums beim seligen Josefmaría Escrivá, en: C. Ortiz (dir.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Köln 2002, pp. 318-319. 206 Es Cristo que pasa, 104. 207 Véase, p.ej., el siguiente texto de R. Plus: "Mais "autre Christ", le baptisé peut et doit l'être par bien mieux que cela: par une identification avec Lui qui devrait tendre à devenir la plus intime possible" (Dieu en nous, Toulouse 1919, p. 54). Este autor cita en su apoyo a F. Prat que, comentando Ga 2, 20, habla de "identité mystique" del cristiano con Cristo (Plus no indica dónde; seguramente se refiere a la obra La Teologia di San Paolo, Torino 1961, vol. II, p. 289). 208 Es Cristo que pasa, 103. 209 Cfr. G. Kittel – G. Friedrich, Grande Lessico del Nuovo Testamento, Brescia 1965, vol. I, col. 574-581; G. Bouwman, L'imitazione di Cristo nella Bibbia, Roma 1968, p. 91. 210 Amigos de Dios, 299. Un interesante y sintético comentario de la enseñanza de san Josemaría sobre la noción de imitación de Cristo como identificación con Él puede verse en P. Olivier, La filiation divine: vocation et liberté, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. III, pp. 45-48 ("Filiation divine et imitation du Christ"). 211 F. Ocáriz, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, cit., p. 187. Las últimas palabras están tomadas de Michael Schmaus (citaremos el texto más abajo). 212 Carta 9-I-1932, 86. Cfr. Es Cristo que pasa, 120. 213 Es Cristo que pasa, 104. Cfr. Forja, 74. 214 Santo Tomás de Aquino, In III Sent., d. 27, q. 1, a. 1, c. 215 Cfr. ibid.; S.Th. I-II, q. 28, a. 1, c; q. 77, a. 4, ad 4; In VIII Ethic., lect. 1, 6; etc. 216 Es Cristo que pasa, 135. 217 Es Cristo que pasa, 58. 218 Es Cristo que pasa, 106. 219 M. Schmaus, Teología dogmática, vol. V, Madrid 1959, p. 68. Como base de esta afirmación, el autor remite a San Agustín, Enarrationes in Psalmos, 17, 51 y 90, sermo II, 1 (según la numeración de Migne: PL 36, 154 y PL 37, 1159, respectivamente). 220 Cabe recordar que en este tema se han dado algunos errores. P.ej., la siguiente proposición atribuida a Eckhart y condenada por Juan XXII en 1329: "Nosotros nos transformamos totalmente en Dios y nos convertimos en Él. De modo semejante a como en el sacramento el pan se convierte en cuerpo de Cristo; de tal manera me convierto yo en Él, que Él mismo me hace ser una sola cosa suya, no cosa semejante: por el Dios vivo es verdad que allí no hay distinción alguna" (DS 960). No está claro que la proposición, procedente de la predicación de Eckhart en alemán, según parece, refleje realmente su pensamiento, mucho más matizado en sus obras en latín (cfr. el documentado artículo de F. Vernet, Eckhart, en: Aa.Vv, Dictionnaire de Théologie Catholique, 4/2 (1924) col. 2057-2081). En todo caso es erróneo afirmar que no hay distinción alguna entre el cristiano y Cristo. En el siglo xx, el Magisterio ha tenido que salir al paso de otros errores en este ámbito, como el "pancristismo" que disuelve el ser del cristiano en el de Cristo (cfr. Pío XII, sobre la obra de K. Pelz, Der Christ als Christus: AAS 32 (1940) 502 y AAS 33 (1941) 24). Sobre otras confusiones, cfr. Pío XII, Enc. Mystici Corporis, 29VI-1943: AAS 35 (1943) 234 (DS 3816). 221 De hecho, San Hilario comenta el texto "Yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros", refiriéndolo a la Eucaristía: "Él está en el Padre por su naturaleza divina, mientras que nosotros estamos en Él por su nacimiento humano y Él está en nosotros por la celebración del sacramento [la Eucaristía]. "El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por Mí". Él vive, pues, por el Padre, y de la misma manera que Él vive por el Padre, nosotros vivimos por su carne (...). Cristo, por su carne, habita en nosotros, seres carnales, para que por Él nosotros lleguemos a vivir de modo semejante a como Él vive por el Padre" (De Trinitate, 8,13-16). 222 Jesucristo en cuanto hombre, o por su Humanidad, sólo está sustancialmente presente en el Cielo y en la Eucaristía, no en todas partes, como lo está por su Divinidad. Es clásica la fórmula: "Christus secundum humanitatem in coelo est; secundum divinitatem, ubique" (Hugo de San Víctor, De Sacramentis, lib. II, part. I, c. 13; cfr. Pedro Lombardo, Sent. lib. IV, d. 10, 2). Ya en el Conc. II de Nicea (año 787) la Iglesia rechazó como herética la teoría de que la Humanidad de Cristo no está circunscrita: "Si alguno no admite que Cristo, nuestro Dios, está circunscrito según su Humanidad, sea anatema" (sesión VIII: DS 606). El error de que la Humanidad del Señor está sustancialmente presente en todas partes ha sido designado con el nombre de "ubicuidad" de la Humanidad de Cristo (cfr. A. Michel, Ubiquisme, en: AA.VV., Dictionnaire de Théologie Catholique, 15/2 (1950) col. 2042). En este artículo el autor se refiere sobre todo al error luterano del "ubiquismo" (col. 2034 ss.), sobre la presencia eucarística, que también trata en la voz Hypostatique (Union) del vol. VII, col. 542-549. Hace ver que en el fondo de estas ideas hay un error acerca de la "communicatio idiomatum" en Cristo, que lleva a atribuir a la naturaleza humana lo que es propio de la naturaleza divina, en gran parte por no distinguir bien entre naturaleza y persona. 223 A. Deissmann constató que la expresión aparece 164 veces en las epístolas paulinas (en todas excepto en la Carta a Tito): cfr. Die neutestamentliche Formel "In Christo Iesu", Marburg 1892. La fórmula no siempre tiene un sentido místico, es decir, referido al misterio de la unión del cristiano con Cristo, pero sí en la mayor parte de los casos. Sobre los sentidos de la expresión, cfr. A. Wikenhauser, Die Christusmystik des Apostels Paulus, 2ª ed., Freiburg 1956. 224 Se citan estos textos a modo de ejemplos, sin pretensión de exhaustividad. Como señala Fitzmyer, san Pablo emplea principalmente cuatro preposiciones para indicar distintos aspectos del influjo de Cristo en el cristiano: "dia", "eis", "syn" y "en". La primera ("dia" = por, a través de) generalmente expresa la mediación de Cristo en frases cuyo sujeto es el Padre, como p.ej. 1Ts 4, 14; 5, 9 y Rm 1, 5. La segunda ("eis" = en, con idea de movimiento e inserción) se encuentra sobre todo en el contexto de la fe y del bautismo en Cristo, e indica el comienzo de la condición del cristiano "en Cristo" (cfr. 1Co 10, 2): a partir de su estado original "en Adán" (cfr. 1Co 15, 22) y "en la carne" (Rm 7, 5), el creyente es introducido formalmente "en Cristo" por la fe y el bautismo: eis Christon significa así el movimiento de incorporación a Cristo. La tercera preposición ("syn" = con) significa o bien la identificación del cristiano con los actos redentores de la vida de Cristo (sufrir con Él; ser crucificado con Él; morir con Él; ser sepultado con Él; resucitar con Él; ser glorificado con Él; reinar con Él), o bien la asociación del cristiano a Cristo en la gloria futura, su destino de estar "con Cristo", "con el Señor" (cfr. 1Ts 4, 17; Rm 6, 8 y 8, 32; 2Co 4, 14). Por último, la preposición "en" (= en) ha sido interpretada en el sentido de encontrarse en un "espacio", de modo que "en Christo" viene a significar la inmersión del cristiano en el ámbito o en la atmósfera espiritual, por así decir, de Cristo glorioso y del Espíritu Santo. El uso más frecuente de la expresión "en Cristo" es el que indica la estrecha unión entre Cristo y el cristiano: una inclusión o incorporación que significa una cierta simbiosis o comunidad de vida (cfr. 2Co 5, 17); esta unión vital se expresa también con la fórmula "Cristo en mí" (cfr. Ga 2, 20; 2Co 13, 5; Rm 8, 10; Col 1, 27; Ef 3, 17) (cfr. J.A. Fitzmyer, Teología de San Pablo, Madrid 1975, pp. 175-178). 225 San Ignacio de Antioquía, Ep. ad Ephesios, 9, 2. 226 Orígenes, Comm. in Ev. Ioann., I, 6. 227 San Cirilo de Jerusalén, Catecheses, 21 [Mystagogica 3], 1. 228 San Gregorio de Nisa, De perfecta christiani forma. Este texto figura actualmente en la Liturgia de las Horas bajo el título "Christianus alter Christus" (feria segunda de la XII semana del tiempo ordinario, Ad Officium lectionis). 229 Recogida en PG 43, 439 ss. La homilía se atribuyó por error a san Epifanio de Salamina. Suele datarse en el s. iv (cfr. J. Quasten, Patrología, vol. II, Madrid 1962, p. 413). 230 Hom. Sancto et magno Sabbato: PG 43, 462. 231 San Cirilo de Alejandría, In Ev. Ioann., 10, 2. 232 San Agustín, Sermo 25, 7. In Epistolam Ioannis ad Parthos, 1, 2 (PL 35, 1979). 233 "Ergo gratulemur et agamus gratias, non solum nos christianos factos esse, sed Christum (...). Admiramini, gaudete, Christus facti sumus" (Id., In Ioann. Ev., 21, 8: PL 35, 1568). 234 "Tamquam agnus immaculatus fuso sanguine suo redimens nos, concorporans nos sibi, faciens nos membra sua, ut in illo et nos Christus essemus" (Id., Enarr. in Psalmos, 26, 2, 2: PL 36, 200). 235 "Ideo subiunxit, et ego in ipsis; tamquam diceret, quoniam ego sum et in ipsis. Aliter enim est in nobis tamquam in templo suo; aliter autem quia et nos ipse sumus, cum secundum id quod ut caput nostrum esset, homo factus est, corpus eius sumus" (Id., In Ioann. Ev., 111, 6: PL 35, 1925). 236 Sobre la filiación divina y la configuración con Cristo en la vida espiritual según el pensamiento de santo Tomás, pueden verse las excelentes páginas de J.-P. Torrell, Tommaso d'Aquino, maestro spirituale, Roma 1998, pp. 146-176. 237 Nicolás Cabasilas, De vita in Christo, lib. 1. El texto en griego y en francés (La vie en Christ) se encuentra en: "Sources chrétiennes", 361, Paris 1989. En castellano fue publicado por Ediciones Rialp (La vida en Cristo, Madrid 1952²), en una colección de libros de espiritualidad ("Patmos") que san Josemaría utilizaba habitualmente. 238 Cfr. Santa Teresa de Jesús, Vida, c. 18, 2.14; San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, 1 (entre otros muchos textos, en ambos casos). 239 "Un chrétien c'est le Christ vivant sur la terre" (en: M. Dupuy, Vivre pour Dieu en Jésus-Christ (textes de Mr. Olier), Paris 1995, p. 140. 240 San Juan Eudes, Tratado sobre el Reino de Jesús, 3, 4 (orig.: Le Royaume de Jésus [1637], en: Œuvres choisies, t. I [La vie et le royaume de Jésus dans les âmes chrétiennes], Paris 1931, 613 pp.). 241 E. Mersch, Le Corps Mystique du Christ, Paris 19362, vol. II, pp. 376-377. 242 M. Schmaus, Teología dogmática, vol. V, Madrid 1959, pp. 67-68. 243Cfr. Es Cristo que pasa, 102-116. 244 Es Cristo que pasa, 103, 104, 106, 107, 112. 245 Donde "se contiene verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero" (Conc. de Trento, Sessio XIII: Canones de ss. Eucharistiae sacramento, can. 1: DS 1651). 246 Cfr. Carta 19-III-1967, 93 (texto citado más arriba). 247 Cfr. ibid., 58. 248 Cfr. Carta 24-III-1931, 9 (texto citado más arriba; es cita de S.Th. II-II, q. 24, a. 7, c). 249 CEC, 300. 250 Cfr. Sal 138; Santo Tomás de Aquino, In Ioann. Ev., I, 5. 251 Cfr. San Agustín, Super Gen. ad litt., c. 8; Santo Tomás de Aquino, S.Th. III, q. 7, a. 13, c. 252 Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. I, q. 38, a. 1, S.Th. I, q. 43, a. 5, c. 253 Una exposición más detallada puede encontrarse en J. López Díaz, La identificación con Cristo según Santo Tomás, en: "Excerpta e dissertationibus in Sacra Theologia" (Universidad de Navarra) 44 (2003) 104-127. Cfr. también: F. Ocáriz, Naturaleza, Gracia y Gloria, cit., pp. 95-106. 254 "De plenitudine eius nos omnes accepimus" (Jn 1,16). Santo Tomás comenta este versículo del prólogo de San Juan fijándose en tres diversos significados de la preposición "de": eficiencia, consustancialidad y parcialidad. En primer lugar señala que recibir la gracia "de" Cristo (de su plenitud) significa que Él es causa eficiente de la gracia ("la gracia proviene "de" Cristo como la luz proviene "del" sol", dice santo Tomás en su comentario); en segundo lugar, significa que hay una consustancialidad entre Cristo y nosotros (así como cuando se dice que el Hijo es "del Padre" se afirma que es "de la sustancia del Padre", consustancial a Él, así nosotros al recibir la gracia "de Cristo" somos consustanciales con Él porque recibimos al Espíritu Santo, gracia increada, que es uno y el mismo en Cristo y en nosotros); en tercer lugar, recibir la gracia de la plenitud de Cristo significa que la gracia creada se encuentra en nosotros de modo parcial y limitado, mientras que en Cristo se halla total y plenamente (cfr. In Ioann Ev., c. I, lect. 10). En este comentario, junto con la afirmación de que la Humanidad de Cristo es causa "instrumental", se encuentran todos los elementos necesarios para poder afirmar una presencia virtual permanente de Cristo en el cristiano en gracia, como diremos a continuación. 255 Santo Tomás de Aquino, S.Th. III, q. 8, a. 1, ad 1. Cfr. San Juan Damasceno, De Fide Orthodoxa, lib. 3, c. 19. 256 Sobre el sentido en que se dice que es infinita la gracia del alma humana de Cristo, cfr. J.A. Riestra, Cristo y la plenitud del Cuerpo Místico, Pamplona 1985, 219 pp. 257 Santo Tomás de Aquino, S.Th. III, q. 19, a. 1, c. 258 Por tanto, el término "virtual" no se emplea aquí en el sentido en que se habla, p.ej., de "realidad virtual" en el ámbito de la informática donde se toma "virtual" como equivalente a "simulado", "imaginario", etc. 259 Sobre el tema en la doctrina de santo Tomás, cfr. J. Larrú, Cristo en la acción humana, según los comentarios al Nuevo Testamento de Santo Tomás de Aquino, Roma 2004, 515 pp. (especialmente el cap. I: "Cristo en el horizonte de la acción humana como un motus"). 260 Cfr. F. Ocáriz, Naturaleza, Gracia y Gloria, cit., cap. IV. 261 Santo Tomás de Aquino, In III Sent., d. 13, q. 2, a. 1, ad 2. El mismo término, traductio, que santo Tomás emplea para referirse a la participación de la gracia de Cristo, lo utiliza para la transmisión de la naturaleza humana de padres a hijos (cfr. Id., In II Sent., d. 20, q. 2, a. 3, ad 3). 262 Id., In III Sent., d. 13, q. 2, a. 1, ad 2. 263 Id., S.Th. I, q. 8, a. 1, c. 264 Id., S.Th. III, q. 48, a. 6, arg. 2. 265 Ibid., ad 2. 266 Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 22. Cfr. Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 8; Santo Tomás de Aquino, Comp. Theol., I, c. 196; In Ioann. Ev., c. 14, lect. 5. 267 Santo Tomás de Aquino, S.Th. III, q. 48, a. 6, ad 2. Cfr. ibid., q. 68, a. 1, ad 1. 268 Pío XII, Enc. Mystici Corporis, 29-VI-1943: AAS 35 (1943) 192, 197, 230: DS 3813. 269 Juan Pablo II, Discurso, 24-V-1989, 4. 270 Carta 29-VII-1965, 4. 271 Conversaciones, 14. 272 San Josemaría omite estas últimas palabras en la cita probablemente porque la idea está ya presente en las primeras. 273 Cfr. Santo Tomás de Aquino, Quodlibet. II, q. 2, a. 3; C. Fabro, La nozione metafisica di partecipazione, Torino 1950, pp. 317 ss.; Id., Elementi per una dottrina tomistica della partecipazione, en: "Divinitas" 11 (1967) 559-586. 274 "Es importante dejar constancia de que en un momento histórico en el que social y jurídicamente no era aceptada la igualdad entre el hombre y la mujer, san Josemaría vio con clarividencia que esto era un error" (A. Aparisi Miralles, El feminismo de la complementariedad en el pensamiento de san Josemaría Escrivá, en: AA.VV., Trabajo y espíritu. IV Simposio internacional "Fe y cultura contemporánea", Pamplona 2004, p. 357). 275 Conversaciones, 14. Este texto es de 1968 pero las ideas se encuentran desde mucho antes en la predicación de san Josemaría. 276 Posteriormente esta doctrina ha sido expuesta en documentos magisteriales. En orden cronológico son: Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. In-ter insigniores (sobre la cuestión de la admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial), 15-X-1976; Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem, 15-VIII-1988, 26-27; CEC 1577; Juan Pablo II, Carta ap. Ordinatio sacerdotalis, 22-V-1994; Congregación para la Doctrina de la Fe, Respuesta acerca de la doctrina de la Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, 28-X-1995. 277 "Character sacramentalis est quaedam participatio sacerdotii Christi in fidelibus eius" (Santo Tomás de Aquino, S.Th. III, q. 63, a. 5, c). El carácter bautismal, siendo una realidad diversa de la gracia santificante –"aliter est in anima gratia, et aliter character" (ibid., ad 1)– atestigua que el cristiano ha sido hecho hijo de Dios y partícipe de la naturaleza divina por la gracia en el Bautismo. Aunque después perdiera la gracia, queda siempre la impronta indeleble del carácter sacramental que le capacita para ser mediador entre Dios y los hombres y le recuerda y en cierto modo le pide, como al hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11 ss.), que vuelva a la casa del Padre para vivir en comunión con Dios. El carácter bautismal permanece sin la gracia santificante pero la evoca o añora y tiende a ella o la "reclama". 278 Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973, cit., p. 73. 279 Surco, 499; Forja, 369; etc. 280 Cfr. infra, apartado 3.1.2. 281 Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. III, p. 772. 282 Vid. las obras citadas al final del apartado 2.1. ("Fuentes y contexto teológico") de este capítulo. 283 Es Cristo que pasa, 64. 284 Carta 25-I-1961, 54. 285 Apuntes de la predicación, 6-VII-1974 (AGP, P04 1974, vol. II, p. 164). 286 F. Ocáriz, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, cit., p. 199. 287 Conversaciones, 102. 288 Amigos de Dios, 26. 289 Forja, 468. 290 Es Cristo que pasa, 31. 291 Como hace notar santo Tomás, es corriente emplear en Teología el término "sentir" para designar la certeza de la percepción intelectual (que por esto se llama también "sentencia"), por analogía con los sentidos corporales, que perciben con certeza su objeto sensible propio (cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. I, q. 54, a. 5, ad 1). 292 L. Polo, Acerca de la plenitud, en: "Nuestro Tiempo" 162 (1967) 642. 293 Es Cristo que pasa, 10. Por el contexto de estas palabras se ve que san Josemaría está hablando de la piedad de los hijos de Dios para con su Padre. No limita la virtud de la piedad a las manifestaciones de amor y de honra a los padres de esta tierra y a la patria, como hace santo Tomás, que reserva a la virtud de la "religión" el culto a Dios como Creador (cfr. S.Th. II-II, q. 101, a. 1, c); sólo cuando ese culto se dirige, bajo la acción del Espíritu Santo, a Dios como Padre, lo incluye en la "piedad", entendida como don del Espíritu Santo: "exhibere cultum Deo ut Creatori, quod facit religio, est excellentius quam exhibere cultum patri carnali, quod facit pietas quae est virtus. Sed exhibere cultum Deo ut Patri est adhuc excellentius quam exhibere cultum Deo ut Creatori et Domino. Unde religio est potior pietate virtute, sed pietas secundum quod est donum, est potior religione" (cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 121, a. 1, ad 2). Diversos autores tomistas amplían la noción de "virtud de la piedad". Para ellos, su primera acepción es la del culto a Dios como Padre (cfr. D.M. Prümmer, Manuale Theologiae moralis, Barcelona 1945, vol. II, 569). Para san Josemaría, la virtud de la piedad no tiene por objeto solamente el culto exterior sino, más en general, el trato filial con Dios. 294 Cfr. B. Neunheuser, Pietà, en: AA.VV. (E. Ancilli, dir.), Dizionario enciclopedico di spiritualità, vol. 2, Roma 1990, pp. 1954-1955. El autor de este artículo pone de relieve la extensión de la "piedad", pero no presta atención a su relación con la filiación. 295 Conversaciones, 102. 296 Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 121, a. 1, c. Lo estudiaremos en el capítulo 6º, apartado 5.1. 297 Cfr. Carta 9-I-1959, 60 (texto citado al inicio de este capítulo). 298 Amigos de Dios, 92. 299 Consagración al Espíritu Santo, Solemnidad de Pentecostés, 30-V-1971 (AGP, P01 XII-1983, p. 10). 300 "Este espíritu de filiación divina, tan propio de la Obra, es el don de piedad, concedido por el Espíritu Santo" (Á. del Portillo, nota 3 a Instrucción, 19-III1934, 1). 301 Según Santo Tomás, el don de piedad diviniza los actos que proceden de la voluntad: cfr. S.Th. I-II, q. 68, a. 4, c. 302 Santo Tomás relaciona la filiación divina también con el don de sabiduría: "Conformari Deo quadam filiatione divina adoptiva pertinet ad donum sapientiae" (S.Th. I-II, q. 69, a. 4 c). Cfr. C. González Ayesta, El don de la sabiduría según Santo Tomás. Divinización, filiación y connaturalidad, Pamplona 1998, pp. 173-178. 303 En el capítulo 6º, apartado 5, se hablará de los siete dones del Espíritu Santo. 304 Amigos de Dios, 146. 305 Ibid. 306 Consagración al Espíritu Santo, cit. 307 Amigos de Dios, 26. 308 Cfr. apartados 1.2.1 y 1.2.2. 309 Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 31. Cfr. 1Co 10, 31. 310 Carta 2-II-1945, 1. 311 Ibid. San Josemaría suele decir que el "eje" o el "quicio" de la vida espiritual es la santificación del trabajo profesional, como estudiaremos en el capítulo 7º; y también afirma, como ya sabemos, que el "fundamento" es el sentido de la filiación divina. Al aplicar ahora estos dos términos a la "mentalidad laical" y al "alma sacerdotal", respectivamente, está indicando, en nuestra opinión, que la primera –la "mentalidad laical"– es esencial a la santificación en medio del mundo y, en particular, a la santificación del trabajo profesional, que es el "eje"; y que la segunda –el alma sacerdotal– es esencial para quien busca la santidad apoyándose en el fundap>mento de la filiación divina. Es decir, no es que la "mentalidad laical" y el "alma sacerdotal" sean otro "quicio" y otro "fundamento" distintos a los de la santificación del trabajo y el sentido de la filiación divina, sino que pertenecen esencialmente a ellos. 312 Monseñor Álvaro del Portillo ha visto reflejada la unión de estos dos rasgos en el mismo sello del Opus Dei, la Cruz inscrita en una circunferencia que representa el mundo: En las enseñanzas de san Josemaría, escribe, "estos dos rasgos se encuentran inseparablemente unidos, como la Cruz en las entrañas del mundo. La Cruz nos recuerda que hemos de identificarnos con Cristo para corredimir con Él: por tanto, que el alma de un hijo de Dios, sacerdote o laico, ha de ser, necesariamente, un alma sacerdotal. Y el mundo es para nosotros el "lugar" de esa identificación: la vida profesional, familiar y social, que todos, laicos y sacerdotes conjuntamente, tratamos de santificar, a través del ejercicio mismo de las actividades temporales o del sacerdocio ministerial, con mentalidad plenamente laical, sin confundir lo humano y lo divino pero sin separarlos, como no hay en Cristo confusión ni separación, sino íntima unión, entre su naturaleza humana y la divina" (Carta pastoral, 9-I-1993: AGP, P17, vol. III, 372). 313 Carta 2-II-1945, 12. En este texto san Josemaría no menciona expresamente el alma sacerdotal, pero está implícita cuando habla de "ser mediadores en Cristo Jesús". 314 Á. del Portillo, Carta pastoral, 9-I-1993 (AGP, P17, 375). Cfr. M. Busca, L'anima sacerdotale del cristiano, Milano 2010, pp. 67 s. Según este autor, "los "sentimientos de Jesús" a los que se refiere san Pablo, y el alma sacerdotal que nos recuerda el fundador del Opus Dei indican sustancialmente la misma realidad, significándola en el primer caso como más presente en nuestro Redentor, y en el segundo como presente en el alma del cristiano" (ibid., p. 68). 315 Apuntes de la predicación: citado por Á. del Portillo, Carta pastoral, 9-I-1993 (AGP, P17, vol. III, 377). 316 Carta 19-III-1954, 7. 317 Á. Rodríguez Luño, "Cittadini degni del vangelo" (Flp 1, 27). Saggi di etica politica, Roma 2005, p. 42 (dentro del capítulo tercero, titulado: La formazione della coscienza in materia sociale e politica secondo gli insegnamenti di san Josemaría Escrivá). 318 Cfr. Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 36. 319 Más en general, la Iglesia reconoce y protege también la libertad de los fieles para ejercer el apostolado. Cfr. CIC, can. 225 y 227). 320 Carta 29-IX-1957, 55. Cfr. P. Donati, Senso e valore della vita quotidiana, cit., pp. 221-263 (en particular pp. 255 ss.: "...verso una nuova "laicità civile"..."). 321 Cfr. Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 36 y 56. 322 Carta 9-I-1959, 31. 323 A. Cattaneo, "Anima sacerdotale e mentalità laicale": il rilievo ecclesiologico di un'espressione del Beato Josemaría Escrivá, en "Romana" 34 (2002), p. 179. Cfr. M. Busca, L'anima sacerdotale del cristiano, cit., p. 69. 324 "Compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas" (CIC, c. 747). En los escritos de san Josemaría, hay "reflexiones teológico-morales sobre la acción de los cristianos en el terreno social y político, pero no encontramos en ellos lo que comúnmente se entiende por "ideas u opiniones políticas". Este hecho corresponde a una línea de conducta reflexivamente asumida y constantemente respetada" (A. Rodríguez Luño, "Cittadini degni del vangelo" (Flp 1, 27), cit., p. 36 s.). 325 Carta 2-II-1945, 1. Volveremos a tratar de la unión entre "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" en el capítulo 7º, apartado 1.5.1. Entonces haremos más hincapié en que la "mentalidad laical" del cristiano necesita del "alma sacerdotal", mientras que ahora nos hemos fijado sobre todo en que el "alma sacerdotal" de un fiel llamado a santificarse en medio del mundo reclama la "mentalidad laical". 326 Véase, por ejemplo, A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, cap. IV, pp. 208-216. En general, la compenetración mutua entre "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" en la personalidad de san Josemaría está certeramente descrita e ilustrada con sucesos de su vida en el libro de P. Urbano, El hombre de Villa Tevere, Barcelona 2008, 538 pp. 327 Cfr. R. Herrando Prat de la Riba, Los años de seminario de Josemaría Escrivá en Zaragoza (1920-1925), Madrid 2002, pp. 321-374 (Apéndice documental). Algunos testimonios pueden verse también en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, pp. 213-216. 328 A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, p. 213. 329 Se trataba de Ricardo Fernández Vallespín: cfr. ibid., p. 538. 330 San Agustín, In Ioann. Ev., 26,4-6. 331 Cfr. Alonso Rodríguez, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, Madrid 19548, parte I, tratado 1º. 332 Carta 25-I-1961, 54. 333 Carta 24-III-1931, 7. Cfr. Mt 7, 24-25. 334 Es Cristo que pasa, 64. 335 Es Cristo que pasa, 65. 336 Surco, 61. 337 San León Magno, Sermo 1 in Nativitate Domini, 3. 338 De hecho, Benedicto XVI ha propuesto este planteamiento a todos los cristianos: "Nuestra gran dignidad consiste en que no sólo somos imagen, sino hijos de Dios. Y esto es una invitación a vivir nuestra filiación, a tomar cada vez mayor conciencia de que somos hijos adoptivos en la gran familia de Dios. Es una invitación a transformar este don objetivo en una realidad subjetiva, decisiva para nuestro pensar, para nuestro actuar, para nuestro ser" (Discurso, 15-XI-2006). 339 Carta 11-III-1940, 2. 340 Apuntes de la predicación (AGP, P01 VI-1969, p. 13). 341 F. Ocáriz, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, cit., p. 206. 342 Es Cristo que pasa, 65. 343 Amigos de Dios, 145. 344 Amigos de Dios, 150. Cfr. Forja, 331. 345 Es Cristo que pasa, 65. 346 Ibidem. 347 Es Cristo que pasa, 135. 348 Cfr. Es Cristo que pasa, 7; Santo Tomás de Aquino, S.Th. I, q. 21, a. 3, c. 349 Es Cristo que pasa, 135. 350 Camino, 766. 351 Es Cristo que pasa, 103. 352 Es Cristo que pasa, 106. 353 F. Ocáriz, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, cit., p. 187. 354 Amigos de Dios, 252. 355 Es Cristo que pasa, 120. 356 Es Cristo que pasa, 121. 357 Amigos de Dios, 246. 358 Es Cristo que pasa, 168. 359 Un ejemplo admirable de esta actitud es la vida de María Ignacia García Escobar, una de las primeras mujeres del Opus Dei, incorporada a la Obra en 1932 cuando se encontraba gravemente enferma: cfr. J.M. Cejas, La paz y la alegría: María Ignacia García Escobar en los comienzos del Opus Dei, 1896-1933, Madrid 2001, 234 pp. 360 F. Ocáriz, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, cit., p. 210. 361 Cfr. apartado 1.2.1. 362 Cfr. CEC, 299 y CEC, 1029; Sal 15, 5; Col 1, 12 y Col 3, 24; Tt 3, 7; 1P 1, 4. 363 Es Cristo que pasa, 183. 364 Carta 11-III-1940, 2. Cfr. Es Cristo que pasa, 183; Conversaciones, 114. En el capítulo 7º se tratará con amplitud la santificación de las realidades terrenas; aquí se pretende sólo mostrar que el fundamento de esa santificación es el sentido de la filiación divina. 365 Es Cristo que pasa, 106. 366 Es Cristo que pasa, 102. 367 Camino, 533. 368 Forja, 830. 369 En la Carta 19-III-1967, 66, san Josemaría incluye una cita del Conc. de Vienne (DS 901), que contiene esta idea. La comparación es antigua: cfr. San Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, 2, 85-89: PL 15, 1583-1586. Ha sido propuesta de nuevo en el Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 5. Cfr. también CEC, 766 y 1067. 369bis Pablo VI, Discurso, 21-XI-1964. 369ter Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 53. 370 Camino, 518. 371 F. Ocáriz, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, cit., p. 195. 372 San Cipriano, De catholicae Ecclesiae unitate, 6 (citado en la homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, 28-V-1972, en Amar a la Iglesia, cit., p. 57). 373 Conversaciones, 113. Cfr. Es Cristo que pasa, 139. 374 Secuencia Lauda Sion: expresión citada en Es Cristo que pasa, 152. 375 J. Echevarría, Eucaristía y vida cristiana, Madrid 20052, pp. 31-32. 376 Carta 9-I-1932, 1. Seremos lo que el Señor espera: buenos hijos de la Iglesia y del Papa (Apuntes de la predicación, 9-I-1972 (AGP, P01 II-1972, p. 51); etc. 377 Apuntes de la predicación, 11-V-1965 (AGP, P01 I-1976, p. 113). 378 Apuntes de la predicación, 28-V-1964 (AGP, P01 VII-1964, p. 47). 379 Cfr. CEC, 198. 380 Conc. Vaticano I, Const. dogm. Pastor aeternus: DS 3059. El texto recoge palabras del Concilio de Florencia: DS 1307. 381 Apuntes de la predicación, 21-XI-1958 (AGP, P01 II-1988, p. 44); 30-XI1964 (AGP, P02 XII-1964, p. 33); etc. 382 Como ha afirmado el Concilio Vaticano II, los ministros sagrados reciben una "paternidad en Cristo" (Decr. Prebyterorum Ordinis, 16), como pastores de la Iglesia. Sobre el Obispo como padre, cfr. Juan Pablo II, Ex. ap. Pastores gregis, 16-X-2003, 7, 10, 33, 37, 42, etc. 383 Carta 28-III-1955, 29. 384 Carta 16-VI-1960, 27. 385 Carta 6-V-1945, 23. 386 J. Echevarría, Homilía, 24-IV-1994, en: "Romana" 18 (1994) 131. 387 Camino, 507; Forja, 624; etc. 388 Es Cristo que pasa, 171. 389 Cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 63. 390 Es Cristo que pasa, 38. Cfr. Es Cristo que pasa, 178. 391 Es Cristo que pasa, 38. 392 Amigos de Dios, 293. 393 Camino, 506. 394 Es Cristo que pasa, 11. 395 Cfr. capítulo 3º, apartado 4.2. 396 Cfr., p.ej., la homilía Madre de Dios, Madre nuestra, en Amigos de Dios, 274-293. 397 Amigos de Dios, 281. En este texto se ve cómo san Josemaría usa el término "identificación" con flexibilidad. De todas formas, aunque la "identificación con María" de que habla aquí no tenga el mismo sentido que la "identificación con Cristo", tampoco se reduce a una imitación exterior, precisamente porque Ella interviene como Madre en la infusión de la vida sobrenatural. 398 Camino, 560; Forja, 624; Amigos de Dios, 174; etc. 399 San Agustín escribe que "ambos (María y José) merecieron ser llamados padres de Cristo; no sólo aquella madre, sino también aquel padre como esposo que era de su madre, ambos por medio de la mente, no de la carne" (De nuptiis et concupiscentia, I, 11, 12). Juan Pablo II expone este misterio en la Ex. ap. Redemptoris custos, 15-VIII-1989 (cfr. especialmente, 7-8 y 19). 400 Es Cristo que pasa, 39. Cfr. L.M. Herrán, La devoción a San José en la vida y enseñanzas de Mons. Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, en: "Estudios josefinos" 68 (1980) 147-189; I. Soler, San José en los escritos y en la vida de San Josemaría. Hacia una teología de la vida ordinaria, en: "Estudios josefinos" 118 (2005) 259-284. 401 Apuntes de la predicación, V-1974 (AGP, P04 1974, vol. I, p. 65). 402 Apuntes de una meditación, 25-XII-1973 (AGP, P09, p. 205). 403 Apuntes de una meditación, 19-III-1971 (AGP, P09, p. 133). 404 Carta 2-II-1945, 8. 405 Cfr. S. Lyonnet, Quaestiones in Epistolam ad Romanos, cit., p. 19. 406 A. Vanhoye, Lettera ai Galati. Nuova versione, introduzione e commento, cit., p. 108. 407 Amigos de Dios, 34. 408 En el capítulo siguiente nos detendremos más en esta relación entre vida sobrenatural y libertad cristiana. 409 H. Schlier, La lettera ai Romani, cit., p. 417. 410 Carta 24-III-1931, 9. 411 Carta 2-II-1945, 8. 412 Surco, 739. 413 Amigos de Dios, 146. 414 Amigos de Dios, 142. El texto es de una homilía en el Domingo in albis, después de Resurrección, en el que la liturgia eucarística comienza con el texto de 1P 2, 2. Por eso se refiere a la "invitación de la Iglesia". 415 F. Ocáriz, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, cit., p. 219. 416 Santo Rosario, "Al lector". 417 Amigos de Dios, 148. Cfr. Camino, 93. 418 Es Cristo que pasa, 65. 419 Conversaciones, 114. 420 Es Cristo que pasa, 17. 421 Cfr. Es Cristo que pasa, 75. 422 Es Cristo que pasa, 64. 423 Ibid. 424 Amigos de Dios, 136. 425 Cfr., p.ej., Camino, 124; Forja, 119, 424, 643; Conversaciones, 115; Es Cristo que pasa, 78, 80, 169; Amigos de Dios, 185. 426 Cfr. Forja, 534; Es Cristo que pasa, 13; Amigos de Dios, 255; etc. 427 Cfr. Es Cristo que pasa, 135. 428 Incluimos a continuación una síntesis de la explicación sobre el contenido de esta sección que hemos dado en el lugar correspondiente del capítulo 1º (volumen I): Los textos de san Josemaría contienen con mucha frecuencia aplicaciones prácticas de la doctrina que enseña. Sin embargo, pocas veces nos hemos detenido a comentarlas, ya que nuestro intento es explicar teológicamente el espíritu. Por este motivo nos ha parecido conveniente incluir al final de cada capítulo un apartado con "algunas aplicaciones prácticas". Nos limitaremos a mencionar unos pocos ejemplos de los muchos que podrían ponerse. 429 Es Cristo que pasa, 133. 430 Carta 24-III-1931, 4-6. 431 Es Cristo que pasa, 104. 432 Carta 8-VIII-1956, 40. 433 Ibid. 434 Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, nota 28. 435 Camino, 860. 436 Amigos de Dios, 146. 437 Es Cristo que pasa, 10. 438 Carta 24-III-1931, 7. 439 Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, nota 28. 440 Es Cristo que pasa, 64. 441 Cfr. ibid., 186; Amigos de Dios, 190; etc. 442 Carta 14-II-1944, 18. 443 Carta 31-V-1954, 30. 444 Ibid. 445 Apuntes de una meditación, 14-IV-1960 (AGP, P01 II-1965, p. 11). 446 Forja, 2. 447 Surco, 61. 448 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 202). 449 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 294). 450 Via Crucis, IX Estación, punto 4. 451 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 296). 452 Surco, 60. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO QUINTO Notas 1 J. Philippe, La liberté intérieure, Paris 2004, 166 pp. Cabe destacar especialmente el ensayo teológico de J. Burggraf, Libertad vivida con la fuerza de la fe, Madrid 2006, 212 pp., obra que cita a san Josemaría y se encuentra en sintonía con su mensaje, al que la autora ha dedicado otros estudios. 2 J.J. Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana (Actas del congreso del centenario del nacimiento san Josemaría), Roma 2002-2004, vol. III, p. 81. Una atinada selección de textos de san Josemaría sobre la libertad se encuentra en el volumen preparado por A. Mardegan, Una libertà da vivere. Brani scelti di Josemaría Escrivá (presentazione di Javier Echevarría), Milano 2004, 257 pp. 3 P. Urbano, El hombre de Villa Tevere, Barcelona 2008, p. 259. 4 Apuntes de la predicación, 10-IV-1974 (AGP, P01 V-1974, p. 86). La idea se repite de diversos modos en sus obras y en su predicación: cfr., p.ej., Conversaciones, 104; Es Cristo que pasa, 131; Amigos de Dios, 24, 171; etc. 5 A. Llano, Libertad y trabajo, en: AA.VV., Trabajo y espíritu. Sobre el sentido del trabajo desde las enseñanzas de Josemaría Escrivá en el contexto del pensamiento contemporáneo, Pamplona 2004, p. 185. 6 Ibid. 7 Entre las homilías publicadas hay dos expresamente dedicadas a la libertad: La libertad, don de Dios (cfr. Amigos de Dios, 23-38) y El respeto cristiano a la persona y a su libertad (cfr. Es Cristo que pasa, 67-72). Pero la presencia del tema en su predicación excede con mucho a estos dos textos. 8 A. García-Moreno, Aspectos de la libertad en Josemaría Escrivá, en: AA.VV., El caminar histórico de la santidad cristiana, Pamplona 2004, p. 395. 9 Especialmente el artículo Las riquezas de la fe (diario “ABC”, Madrid, 2-XI1969) y la entrevista sobre la libertad política de los miembros del Opus Dei publicada en el mismo diario “ABC”, el 24-III-1971. 10 J.J. Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría Escrivá, cit., p. 81. 11 Amigos de Dios, 25. 12 Ibid. 13 Forja, 144; Conversaciones, 29, 59, 66, 67; Es Cristo que pasa, 17, 99; Amigos de Dios, 26, 31, 169; etc. 14 Instrucción, 8-XII-1941, 59. 15 Amigos de Dios, 32. 16 Es Cristo que pasa, 184. 17 M. Rhonheimer, Transformación del mundo. La actualidad del Opus Dei, Madrid 2006, p. 107. 18 C. Fabro, El temple de un Padre de la Iglesia, en: AA.VV., Santos en el mundo, Madrid 1992, p. 42. 19 Ll. Clavell, La libertad ganada por Cristo en la Cruz. Aproximación teológica a algunas enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá sobre la libertad, en: “Romana” 33 (2001) 247. 20 Á. del Portillo, nota 28 a la Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950. 21 J. Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Madrid 2000, p. 148. 22 Ll. Clavell, Personas libres, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. III, p. 116. 23 J.J. Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría, cit. p. 90. Lo mismo se puede decir respecto a los sacerdotes seculares. Sobre la relación entre la secularidad de los laicos y de los sacerdotes seculares puede verse la Parte preliminar, sección I.3.e). Como diremos más adelante, san Josemaría predica una “mentalidad laical”, común a sacerdotes seculares y a laicos, que se caracteriza esencialmente por el amor a la libertad en las cuestiones temporales y su ejercicio práctico en ellas. 24 Ibid., p. 98. 25 Principalmente son los siguientes, en orden alfabético: Ll. Clavell, La libertad ganada por Cristo en la Cruz, cit.; M. Codina, La libertad humana, don de Dios que es Padre. En torno a una homilía del Beato Josemaría Escrivá, en: AA.VV., El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Pamplona 2000, pp. 633-642; R. Crespo, El concepto de libertad en Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, en: AA.VV., Un mensaje siempre actual, Buenos Aires 2002, pp. 259-265; C. Fabro, El primado existencial de la libertad, en: AA.VV., Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, Pamplona 1981, pp. 341-356; A. García-Moreno, Aspectos de la libertad en los escritos de San Josemaría Escrivá, cit., pp. 393-406; M. Heers, La liberté des enfants de Dieu, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. I, pp. 199-219; J. Larrea Holguín, El amor a la libertad en el pensamiento y la conducta del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: AA.VV., Un mensaje siempre actual, cit., pp. 617-626; J.J. Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del beato Josemaría Escrivá, cit., pp. 81-99. Mencionamos también el artículo de F. Ocáriz, El Espíritu Santo y la libertad de los hijos de Dios, en Id., Naturaleza, Gracia y Gloria, Pamplona 2000, cap. 5, pp. 107-121; aunque el autor no se propone directamente tratar la enseñanza de san Josemaría, ofrece una base teológica para profundizar en ella. 26 En Amigos de Dios, 23-38. 27 Cfr. Amigos de Dios, 299. 28 Remitimos a lo que se dijo en la Parte preliminar, sección I.3.a), sobre la libertad como tema central del pensamiento moderno. 29 Carta 30-IV-1946, 1. 30 Ibid., 2. 31 Conversaciones, 53. 32 Conversaciones, 35. 33 Camino, 435. 34 Amigos de Dios, 32. 35 Cfr. San Agustín, De libero arbitrio, 2, 13, 37. 36 Carta 30-IV-1946, 3. 37 Una comparación crítica de la libertad en las enseñanzas de san Josemaría y en diversos autores del pensamiento moderno puede encontrarse esbozada en el siguiente artículo, que da idea de la complejidad del tema: E. Cases, La libertad en el beato Josemaría, en: AA.VV., El cristiano en el mundo. En el centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá (1902-2002), Pamplona 2003, pp. 137-155. Cfr. también, F. Inciarte, Die Bedeutung der Freiheit für den seligen Josemaría Escrivá, en: C. Ortiz (dir.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Köln 2002, pp. 419-432. 38 J.J. Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría Escrivá, cit., p. 81. 39 Es Cristo que pasa, 184. 40 P.ej., cita la encíclica Libertas en Amigos de Dios, 32 y en Carta 19-III1967, 84. Las referencias a documentos posteriores relacionados con la libertad son numerosas. 41 Remitimos a la Parte preliminar, sección I.3.b). 42 Amigos de Dios, 32. 43 C. Fabro, Un maestro di libertà cristiana: Josemaría Escrivá de Balaguer, en: L’Osservatore Romano", 2-VII-1977. Sobre el pensamiento de este autor, cfr. A. Acerbi, La libertà in Cornelio Fabro, Roma 2002, 277 pp. 44 C. Fabro, El primado existencial de la libertad, cit., p. 350. 45 Conversaciones, 2. 46 J.J. Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría Escrivá, cit, p. 98. 47 Carta 29-IX-1957, 55. Cfr. P. Donati, Senso e valore della vita quotidiana, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. I, pp. 221-263 (en particular pp. 255 ss.: «...verso una nuova “laicità civile"...»). 48 En el capítulo 7º, apartado 1.5.1, veremos que la “cristiana mentalidad laical" que predica san Josemaría es inseparable del “alma sacerdotal". 49 Esto se puede ver, p.ej., en la homilía La libertad, don de Dios. De las 14 notas a pie de página que no son referencias a la Sagrada Escritura, 5 remiten a san Agustín y 4 a santo Tomás. Según Alejandro Llano, la visión de la libertad arraigada en la tradición agustiniana y tomista permite a san Josemaría comprender las insuficiencias de una cultura que absolutiza la libertad y la priva de su fundamento en Dios (Cfr. A. Llano, La libertad radical, en: AA.VV., Acto de homenaje al Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador de la Universidad de Navarra, Pamplona 1992, p. 97). 50 Amigos de Dios, 24. 51 Cfr. Conc. Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, c. 1: DS 3002 y 3005; Jr 18, 6; Rm 9, 21; etc. 52 Amigos de Dios, 25. 53 Es Cristo que pasa, 99. 54 Cfr., p.ej., Amigos de Dios, 24 y 27. La doctrina tradicional puede verse en Santo Tomás de Aquino, S.Th. I, q. 83. 55 Amigos de Dios, 231. 56 A. Rodríguez Luño, Ética general, 4ª ed. renovada, Pamplona 2001, p. 205. 57 Amigos de Dios, 23. La cita de san Agustín es: Sermo 159, 13. 58 Amigos de Dios, 38. Cfr. Via Crucis, introducción; Es Cristo que pasa, 130. 59 La estrecha relación entre filiación adoptiva y libertad puede verse reflejada en las palabras de Jesús: «los hijos son libres» (Mt 17, 26). Como el contexto es el pago de impuestos, bastantes versiones traducen: “Los hijos están exentos". Sin embargo parece que el Señor está aplicando una afirmación general a una situación particular: puesto que “los hijos son libres (ejvv leuqHroi)", están exentos de pagar impuestos. Para una exposición de Teología bíblica sobre la noción de “libertad de los hijos de Dios", cfr. C. Spicq, Teología moral del Nuevo Testamento, Pamplona 1970, vol. 2, cap. IX. 60 Amigos de Dios, 26. 61 Conversaciones, 22. 62 Sobre el tema de que la gracia santificante hace “más libres" porque hace “más espirituales", véase más abajo el apartado 1.3.a). 63 Ll. Clavell, Personas libres, cit., p. 115. Es obvio que cuando afirma que la filiación divina “permite entender" la libertad, se refiere a que permite entender mejor su plenitud de sentido (que se encuentra en vivir como hijos de Dios). No significa que la libertad humana no se pueda entender con la sola luz de la razón. 64 Amigos de Dios, 26. 65 Recuérdese que la filiación adoptiva es una «propiedad personal» (Santo Tomás de Aquino, S.Th. III, q. 23, a. 4, c). Cfr. capítulo 4º, apartado 2.2.2. 66 Es Cristo que pasa, 99. 67 Lo mismo puede verse, p.ej., en la homilía Amar al mundo apasionadamente: No podríais realizar ese programa de vivir santamente la vida ordinaria, si no gozarais de toda la libertad que os reconocen –a la vez– la Iglesia y vuestra dignidad de hombres y de mujeres creados a imagen de Dios. La libertad personal es esencial en la vida cristiana (Conversaciones, 117). Esta concatenación de los conceptos de “imagen de Dios", “dignidad" y “libertad" de la persona humana, está presente a lo largo de las homilías La libertad, don de Dios y El respeto cristiano a la persona y a su libertad, y también en otros textos como, p.ej., Conversaciones, 5, 14, 22. 68 Nos referimos a los términos “persona", “naturaleza" y “libertad". Decimos que en la enseñanza de san Josemaría está presupuesta la prioridad del ser persona respecto a la libertad “según nuestra comprensión de esos términos", porque esta comprensión no es la única posible dentro del pensamiento de santo Tomás, marco conceptual de referencia de la enseñanza de san Josemaría. Por ejemplo, el filósofo Leonardo Polo establece una distinción entre metafísica y antropología fundada en la distinción entre el ser de que trata la metafísica y el ser en el caso del hombre (el ser persona humana); este último implica en el pensamiento de Polo una “libertad trascendental" que da razón de la libertad moral (cfr L. Polo, La libertad trascendental, Pamplona 2005, 151 pp., capítulo 2º; Id., Persona y libertad, Pamplona 2007, 270 pp.). Aquí no recurrimos a este concepto de libertad como trascendental del ser del hombre, sino que, partiendo de la distinción entre “acto de ser" (esse ut actus) y esencia (o naturaleza), en la línea del pensamiento de autores como Étienne Gilson y Cornelio Fabro, diremos que la libertad pertenece esencialmente a la persona humana no por su acto de ser sino por la dimensión espiritual de su esencia o naturaleza. Es posible que la noción de “libertad trascendental" del profesor Polo no sea inconciliable con la de libertad en el pensamientos de esos otros autores, pero no es este el lugar para dilucidarlo. En todo caso, la virtualidad del pensamiento de Polo para exponer la doctrina espiritual de san Josemaría se manifiesta claramente en los diversos estudios que le ha dedicado y que citamos a lo largo del presente capítulo. Según Concepción Naval, su antropología contiene «los elementos conceptuales necesarios para profundizar en la doctrina del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer sobre la libertad como don de Dios» (La confianza: exigencia de la libertad personal, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. III, p. 237; se refiere en particular a la obra de L. Polo, Antropología trascendental, t. I: La persona humana, Pamplona 1999, 245 pp.). 69 Amigos de Dios, 23. 70 Es Cristo que pasa, 184. 71 Ll. Clavell, Personas libres, cit., p. 104. 72 Este tema se puede esclarecer algo recordando la distinción entre persona y naturaleza, distinción que no es un antojo superfluo sino algo imprescindible para hablar del misterio de Jesucristo –una Persona (divina) en dos naturalezas (la divina y la humana)– y para toda la antropología cristiana. El individuo de la especie humana se denomina de un modo singular: “persona", porque no es sólo “algo" sino “alguien" a quien Dios quiere por sí mismo. La persona humana es el hombre singular y concreto en su totalidad real, mientras que la naturaleza es el elemento formal sustancial de la persona (cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. III, q. 2, a. 2; De unione Verbi Incarnati, a. 3). Cada persona se distingue de las demás no sólo por su materia formada, como se distinguen entre sí los animales de la misma especie, sino por su forma substancial, el alma humana, que es espiritual y subsistente. Pues bien, el acto que hace ser a esa forma espiritual (actus essendi) y a través de ella a toda la naturaleza humana individuada, alma y cuerpo unidos sustancialmente, es el constitutivo de la personalidad en sentido ontológico (no en sentido psicológico). «Supuesta la naturaleza espiritual, ¿cuál es el constitutivo de la personalidad? De acuerdo con santo Tomás, la respuesta es inmediata: el acto de ser, que es la perfección última y actualidad fundante de la naturaleza» (F. Ocáriz, Naturaleza, Gracia y Gloria, cit., p. 47). Estos son los elementos indispensables para entender lo que queremos decir al afirmar que la libertad pertenece esencialmente a la persona humana por razón de su naturaleza espiritual –o, más exactamente, por la dimensión espiritual de su naturaleza compuesta de cuerpo y alma–, pero no es lo que constituye a la persona en "esta persona (singular)". Esto último, el constitutivo ontológico de la personalidad, no es la naturaleza humana, ni por tanto la libertad que pertenece esencialmente a la naturaleza humana, sino el propio "acto de ser" (actus essendi) de la persona. Cada persona humana es autónoma y esencialmente libre porque su acto de ser es acto de una esencia o naturaleza no sólo material sino también espiritual y por tanto libre. «Es la autonomía ontológica de la persona lo que funda su libertad práctica» (J. Rassam, La Métaphysique de Saint Thomas, Paris 1968, p. 118). La libertad es también un principio originario, pero en el orden de la existencia, en cuanto constitutivo del dominio de los propios actos y, en este sentido, de la personalidad en sentido psicológico, del propio "yo" (cfr. C. Fabro, L’io e l’esistenza e altri brevi scritti (a cura di Ariberto Acerbi), Roma 2006, p. 79). 73 Para hacerse cargo de lo que está en juego cabe observar que si, invirtiendo el orden conceptual indicado, nos preguntásemos primero por la libertad y después por la persona humana, correríamos el riesgo de hablar de una libertad impersonal, como un absoluto, sin más límites que los que quiera imponerse a sí misma (p.ej.: "mi libertad acaba donde comienza la de los demás"). Este pensar en una libertad absoluta que convive con otras libertades que la limitan, o que se limitan mutuamente, es un planteamiento que está ausente en pensadores como Leonardo Polo, al que nos acabamos de referir; en cambio, es típico de un sector del pensamiento existencialista que, partiendo de bases idealistas, ha puesto la meta de la libertad en su "emancipación", primero de Dios y luego de todo lo que aparezca como un límite no autónomamente establecido. Se ha desencadenado así un proceso emancipador interminable, presidido por el conflicto dialéctico y sin un punto de referencia que permita encauzar la libertad hacia el bien de la persona. Sobre el tema, cfr. J.M. Barrio, Los límites de la libertad: su compromiso con la realidad, Madrid 1999, 155 pp. Una superación de estos conflictos se puede ver en las obras del mismo Leo-nardo Polo citadas antes, por un camino que parte del pensamiento de santo Tomás y ofrece un posible e interesante desarrollo de la noción de persona como "persona libre". 74 Conversaciones, 34. 75 Amigos de Dios, 32. 76 C. Fabro, Momenti dello spirito, Assisi 1982, p. 204. La cita prosigue: «no el Dios abstracto de los filósofos (el Dios de Aristóteles, el Dios de Platón, el Dios de Epicuro), sino el Dios de Cristo, porque es un hecho histórico que Cristo se ha hecho hombre, que el Verbo se ha hecho carne» (ibid.). 77 «Liber est causa sui» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., I, q. 96, a. 4, c, citando la Metafísica de Aristóteles). 78 A. Llano, Libertad y trabajo, cit., p. 188. En la misma línea se ha escrito también, reflexionando sobre las enseñanzas de san Josemaría, que «el que no descubre a Dios en el corazón de su libertad, se ignora a sí mismo» (P. Olivier, La filiation divine: vocation et liberté, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. III, p. 55). 79 «Tenemos una libertad necesitada de amor [es don del amor de Dios] y vertida hacia el amor, que necesariamente nos saca de nosotros mismos y nos vuelca hacia otra persona, en un sentido que exige la libre reciprocidad. Esto vale especialmente ante Dios» (J.J. Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría Escrivá, cit., p. 82). 80 L. Flamarique, Realidad histórica, libertad, amor mundi, en: AA.VV., El cristiano en el mundo, cit., p. 110. 81 C. Fabro, El primado existencial de la libertad, cit., p. 346 (la cursiva en el original). «La esencia de la existencia es la realidad de la libertad, así como la esencia de la libertad es la posibilidad de elevarse al Absoluto» (Id., La preghiera nel pensiero moderno, Roma 1979, p. 23). 82 Observa Cornelio Fabro que «en el ámbito existencial, que es el campo de la acción y, por tanto, de la formación del yo y de la persona, el primer principio es la voluntad, cuyo centro dinámico es la libertad. Es bien sabido que el pensamiento moderno ha exaltado la libertad como constitutivo único del hombre y como fundamento de sí misma (…). En realidad, el primado natural de la libertad ni significa que ésta se fundamente a sí misma, como si fuese algo originario en sentido absoluto (…). El verdadero primado de la libertad significa que, por su misma naturaleza, la energía primaria de la voluntad tiende a la formación de la persona…» (ibid., pp. 342 y 344). Leonardo Polo ha evidenciado la fuerza de la concepción de la libertad que tiene san Josemaría, en contraste con la debilidad del intento de autofundarla, es decir, de mantener una absoluta autonomía respecto a Dios. Su idea sobre el don de la libertad, escribe Polo, «se encuadra propiamente en la unidad vital donalmente fundada (...). Ser hijo de Dios implica la desaparición del a priori subjetivo. El planteamiento adecuado de la cuestión de la persona humana, central para la Antropología, arranca del hallazgo del valor donal de la libertad» (L. Polo, El concepto de vida en Mons. Escrivá de Balaguer, en: AA.VV., La personalidad del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Pamplona 1994, p. 173). La persona humana despliega su libertad respondiendo a la iniciativa divina «que la respalda anticipándose a su misma intimidad» (ibid., p. 193). 83 Apuntes de la predicación, 25-VI-1972 (AGP, P01 VII-1972, p. 9). 84 Ibid. 85 Cfr. Parte preliminar, sección II.1. 86 Es Cristo que pasa, 133. 87 J. Ballesteros, Toda persona es digna. No toda opinión es válida, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. III, p. 72. 88 Amigos de Dios, 35. 89 L. Polo, El hombre como hijo, en: J. Cruz (ed.), Metafísica de la familia, Pamplona 1995, p. 324. 90 Es Cristo que pasa, 129. 91 Amigos de Dios, 26. 92 Amigos de Dios, 24. En este mismo sentido trae a colación varias veces las siguientes palabras del Conc. Vaticano II: «Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a Él, alcance la plena y bienaventurada perfección» (Const. past. Gaudium et spes, 17): cfr. Conversaciones, 104; Amigos de Dios, 36; etc.). 93 Cfr. C. Cardona, Metafísica del bien y del mal, Pamplona 1987, pp. 105 s. El resumen de este aspecto del pensamiento de Cardona lo hemos tomado de Ll. Clavell, Personas libres, cit., p. 107. 94 Cfr. San Agustín, De Genes. ad litt., 8, 6, 12 (texto citado más adelante en nota). 95 Ll. Clavell, Personas libres, cit., p. 106. 96 Amigos de Dios, 36. 97 Amigos de Dios, 24. 98 Es la definición clásica de libre arbitrio como «vis electiva mediorum servato ordine finis» (M. Prümmer, Manuale Theologiae moralis, Friburgo 1935, vol. I, p. 41). Este autor atribuye la definición a Santo Tomás de Aquino, S.Th. I, q. 83, a. 4; en realidad no se encuentra ahí literalmente, sino que es una interpretación de ese texto del Aquinate. 99 A. Pezoa Bissières, La libertad moral en las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: la noción de finalidad, en: AA.VV., La grandezza della vita ordinaria, cit., vol. III, p. 121. “Elegir el último fin" significa que el hombre puede poner su fin en Dios o, rechazándole, en algo diverso (el placer, el poder, etc.), aunque en ningún bien creado encontrará efectivamente la felicidad. Visto desde fuera del sujeto, la libertad presupone una determinación respecto al fin último, que es Dios; pero visto desde la perspectiva del sujeto mismo es autodeterminación respecto al fin, ya que puede proponérselo o no como fin último. «No raramente se ha insistido de modo unilateral en la libertad como capacidad de elegir los medios, dejando de lado el hecho de que, en primer lugar, es el poder de proponerse (…) el fin último» (Ll. Clavell, Metafisica e libertà, Roma 1996, p. 184). 100 Es Cristo que pasa, 113. 101 Reflexionando sobre el precepto de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal (cfr. Gn 2, 16-17), que Dios señaló a Adán y a Eva, comenta el Obispo de Hipona: «Yo, que he considerado mucho este asunto, no tengo palabras para ponderar cuánto me agrada la sentencia que dice que no era nocivo aquel árbol por su alimento, pues el que hizo todas las cosas sobremanera buenas no instituyó en el paraíso cosa ninguna mala, sino que el mal para el hombre provino de la trasgresión del precepto. Pues convenía al hombre que se le prohibiera alguna cosa, para que, colocado bajo el Señor Dios, pudiera merecer la posesión de su Señor con la virtud de la obediencia. Obediencia que puedo decir con seguridad que es la virtud propia de la criatura racional, que actúa bajo la potestad de Dios; y también que el primero y mayor de todos los vicios es el orgullo, que lleva al hombre a querer usar de su potestad para la ruina, y tiene el nombre de desobediencia» (San Agustín, De Genes. ad litt., 8, 6, 12). Cfr. 1Ts 2, 12. 102 Es Cristo que pasa, 129. 103 Amigos de Dios, 33. 104 Es Cristo que pasa, 61. Remite a Hb 4, 15. 105 Amigos de Dios, 25. 106 Santo Tomás de Aquino, S.Th. I, q. 62, a. 9, ad 3. Cfr. CEC, 474. 107 Es Cristo que pasa, 17. 108 Ll. Clavell, La libertad ganada por Cristo en la Cruz, cit., p. 254. 109 K. Adam, Jesus Christus, Düsseldorf 19467 (orig. de 1934), p. 246. 110 Amigos de Dios, 26. 111 Amigos de Dios, 25. 112 Ibid. 113 Via Crucis, X Estación. 114 Amigos de Dios, 27. 115 J. Burggraf, Libertad vivida: con la fuerza de la fe, Madrid 20062, p. 8. La autora cita en este tema a san Josemaría, poniendo de relieve el valor de su enseñanza sobre la libertad. 116 Amigos de Dios, 28. 117 Amigos de Dios, 30. 118 Ll. Clavell, La libertad ganada por Cristo en la Cruz, cit., p. 255. Cfr. J. Echevarría, Maestro, Sacerdote, Padre. Perfil humano y sobrenatural del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. I, Roma 2002, p. 80. 119 Amigos de Dios, 31. 120 Ibid.. 121 A. Millán Puelles, Amor a la libertad, en: AA.VV., Homenaje a Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, Pamplona 1986, p. 26. 122 Amigos de Dios, 25. 123 Amigos de Dios, 38. 124 Es Cristo que pasa, 42. 125 Carta 24-III-1931, 10. Habla aquí de un “principio de resistencia a la gracia". Esto equivale a un “principio de resistencia al buen uso de la libertad bajo la acción de la gracia". Ahora nos fijamos en la resistencia al buen uso de la libertad; en el apartado siguiente, sobre la relación entre gracia y libertad, veremos que esa resistencia es resistencia a la gracia. 126 Amigos de Dios, 33. 127 Entre los textos de san Josemaría, pueden verse, p.ej., Forja, 11; Es Cristo que pasa, 18 y Amigos de Dios, 33. Sobre la doctrina moral tradicional, cfr. CEC, 1264; Conc. de Trento, Sessio V: Decr. de peccato originali: DS 1515; Santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 77, a. 2 c. En el capítulo 8º hablaremos extensamente de este tema (apartado 2.2.1) y de otros aspectos de la lucha cristiana. 128 Amigos de Dios, 34. 129 Ibid. 130 Amigos de Dios, 35. 131 Amigos de Dios, 38. 132 A. Millán Puelles, Amor a la libertad, cit., p. 27. 133 Cfr. H. Schlier, La lettera ai Romani, Brescia 1982, p. 207; A. Vanhoye, Lettera ai Galati, Milano 2000, p. 124; Á. Rodríguez Luño, Introduzione allo studio della morale in san Paolo, en: “Annales Theologici" 21 (2007) 417-450. 134 Carta 6-V-1945, 39. 135 Es Cristo que pasa, 41. Hemos dicho antes que san Josemaría hace una aplicación espiritual de Ga 3, 11, pero el sentido literal no deja de estar presente, como puede verse en la referencia a “la ley que vivía todo judío practicante". En otras ocasiones habla de san José como heredero de las promesas hechas a Abrahán, a Jacob y a Moisés (cfr. ibid., 42) y de las tradiciones de Israel, en cuanto varón que descendía de una estirpe ilustre: la de David y Salomón (Es Cristo que pasa, 40). 136 Es Cristo que pasa, 41. 137 Carta 9-I-1959, 59. 138 Es Cristo que pasa, 75. 139 Amigos de Dios, 33. 140 Es Cristo que pasa, 184. Sobre la noción de ley divina cfr. E. Burkhart, La grandeza del orden divino. Aproximación teológica a la noción de ley, Pamplona 1977, caps. I y II. 141 Carta 19-III-1967, 83. Al final de la primera frase sobre la ley natural incluye la siguiente referencia: Cfr. Pío XII, Enc. Summi Pontificatus, 20-X-1939: AAS 31 (1939) 423. 142 Cfr. Santo Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta, Prologus; S.Th. I-II, q. 91, a. 2. El Magisterio pontificio remite a esta noción de ley en diversos documentos (cfr., p.ej., Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 12 y 44; CEC, 1955). 143 Conversaciones, 113. 144 Cfr. F. Inciarte, Derecho natural o derecho racional: treinta tesis y una propuesta, en Id., Liberalismo y republicanismo. Ensayos de filosofía política, Pamplona 2001, p. 185. Esto ha sido puesto profundamente de relieve por Juan Pablo II en la encíclica Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 46-50, donde impugna tanto las concepciones “fisicistas" de la ley natural como las “idealistas". Ambas tienen consecuencias negativas para la libertad. En el primer caso quedaría determinada por la naturaleza corporal del hombre y las leyes físicas; en el segundo, estas leyes carecerían de significado para la libertad, dejando de lado la unión sustancial de cuerpo y espíritu que es propia de la naturaleza humana. Ninguno de estos extremos se encuentra en san Josemaría. 145 Carta 9-I-1959, 35. 146 Cfr., p.ej., Amigos de Dios, 44, 69, 173, 236. 147 San Agustín, In Ep. Ioannis ad Parthos, VII, 8. En otro lugar escribe que «in recte faciendo ideo nullum est vinculum necessitatis, quia libertas est caritatis» (Id., De natura et gratia, 65, 78: PL 44, 486). No significa que no se tengan deberes morales, sino que quien ama los cumple libremente y se excede por amor. 148 Apuntes de la predicación, 1-I-1965 (AGP, P02 I-1965, p. 16). 149 Es Cristo que pasa, 99. 150 L. Scheffczyk, Die Gnade in der Spiritualität von Josemaría Escrivá, en: C. Ortiz (dir.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, cit., p. 64. 151 Ibid., p. 68. Cfr. Amigos de Dios, 23. 152 «El que peca contra Dios conserva el libre albedrío en cuanto a la libertad de coacción, pero lo ha perdido en cuanto a la libertad de culpa» (Santo Tomás de Aquino, De Malo, q. 6, ad 23). San Josemaría cita este texto en Amigos de Dios, 37. Para una exposición más detallada de la distinción anterior puede verse: A. Rodríguez Luño, Ética general, cit., pp. 201-210. Sobre el primer significado, cfr. Santo Tomás de Aquino, In Ep. ad Rom., c. 2, lect. 3. 153 El término que emplea la versión griega del Antiguo Testamento para el concepto de libertad es “eleuthería". En la cultura griega clásica no se refería directamente a la libertad interior de la persona, sino a su estado o situación en la sociedad a libertad en cuanto opuesta a esclavitud. Pero en el Nuevo Testamento “eleuthería" no indica un estado exterior, jurídico, sino la libertad de los hijos de Dios, que no están sometidos a ciertas prescripciones de la Antigua Ley porque han sido liberados por Cristo. 154 Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 17. 155 CEC, 405. Cfr. CEC, 1264; Conc. de Trento, Sessio V: Decr. de peccato originali, 2: DS 1512. 156 CEC, 1990. 157 Esta “nueva naturaleza” no es nueva en el sentido de que “sustituya” a la naturaleza humana o de que se “superponga”, sino en el sentido de que ésta es elevada por la gracia, que la renueva profundamente. La naturaleza humana no es aniquilada ni reemplazada, sino perfeccionada. Del mismo modo, la “libertad nueva” no es otra libertad, sino la misma libertad humana propia de la “nueva naturaleza”. 158 Es Cristo que pasa, 17. Las palabras se refieren, de modo inmediato, a la tendencia del hombre a “defenderse” ante los requerimientos divinos, quedando de ese modo prisionero del propio egoísmo. 159 La gracia santificante «addit spirituale» (Santo Tomás de Aquino, De veritate, q. 27, a. 6, ad 1); por la infusión de la gracia, Dios otorga a la persona humana un «esse spirituale gratuitum» (ibid., q. 27, a. 1, ad 3). 160 Cfr. apartado 1.2.1. 161 Cfr. Conc. de Trento, Sessio V: Decr. de peccato originali, 1: DS 1511; Hb 2, 14-15; CEC, 407. 162 Carta 24-III-1931, 21. De la lucha contra las tentaciones se hablará en el capítulo 8º, apartado 3. 163 Surco, 887. 164 Camino, 738. 165 Cfr. R. García de Haro, La vida cristiana, Pamplona 1992, pp. 248-255. El autor, profesor de Teología moral fallecido en 1994, dedicó varios artículos al estudio de la enseñanza de san Josemaría; en las páginas que acabamos de citar puede verse un planteamiento de la vida moral empapado de la conciencia de la libertad, en sintonía con su mensaje. 166 Es Cristo que pasa, 131. 167 Amigos de Dios, 36. 168 Es Cristo que pasa, 13. «Las gracias actuales designan las intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación» (CEC, 2000). No son, como la gracia santificante, un don “habitual", una cualidad permanente; son mociones “actuales" del Espíritu Santo para que conozcamos, queramos o realicemos alguna cosa (cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 110, a. 2, c). 169 Es Cristo que pasa, 77. 170 Tradicionalmente se afirma que «la iniciativa divina en la obra de la gracia previene, prepara y suscita la respuesta libre del hombre» (CEC, 2022). 171 Carta 14-II-1974, 22. La oración «dirigat...» era del Domingo XVIII después de Pentecostés. En el actual Misal Romano figura como colecta del sábado de la cuarta semana de Cuaresma. 172 Sobre la noción de “gratia invicta", cfr. San Agustín, De correptione et gra tia, 12, 38; y sobre la “suavitas amoris", cfr. Id., Enarrationes in Psalmos, 13. 173 Cfr. CEC, 2022. 174 Surco, 668. 175 No se mencionan aquí otros muchos aspectos de la relación entre gracia y libertad, que se estudian en Teología dogmática. Baste recordar que, en este tema, la doctrina católica se aleja tanto de la postura pelagiana que tiende a prescindir de la gracia y confiar en las solas fuerzas humanas para alcanzar la salvación, como de la postura luterana según la cual el hombre no puede hacer nada para su salvación, salvo confiar en Dios (cfr. CEC, 406). 176 Cfr. Es Cristo que pasa, 173. 177 Cfr. CEC, 1828. 178 C. Echevarría Falla, Libertad y estructura de las virtudes en el Beato Josemaría, en: AA.VV., Hacia una educación más humana. En torno al pensamiento de Josemaría Escrivá, San José de Costa Rica 2002, p. 65. 179 Amigos de Dios, 34. A continuación de estas palabras, san Josemaría cita una explicación de Santo Tomás que concluye así: «Cuando [el hombre] peca, obra fuera de razón, y entonces se deja conducir por impulso de otro, sujeto en confines ajenos, y por eso el que acepta el pecado es siervo del pecado (Jn 8, 34)» (In Ioann. Ev., c. 8, lect. 4). 180 Amigos de Dios, 37. Cfr. Jn 8, 34. 181 «In via Dei stare retrocedere est» (San Gregorio Magno, Regula pastoralis, p. 3, c. I). 182 A. Llano, Libertad y trabajo, cit., p. 185. 183 A. Millán Puelles, Amor a la libertad, cit., p. 33. 184 «...quanto aliquis plus habet de caritate, plus habet de libertate» (Santo To más de Aquino, In III Sent., d. 29, a. 8, qla. 3, s.c.). 185 Amigos de Dios, 38. 186 Forja, 819. 187 Amigos de Dios, 24. 188 Conversaciones, 34. 189 J.J. Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría Escrivá, cit., p. 85. 190 Ibid., p. 81. 191 Amigos de Dios, 30. 192 Es Cristo que pasa, 138. 193 Conversaciones, 117. Cfr. CEC, 1734. 194 Ll. Clavell, Personas libres, cit., p. 108. 195 W. Onclin, Mgr. Escrivá de Balaguer: un grand fondateur disparu, en: “La "Libre Belgique", 2 de julio de 1975. 196 Cfr., p.ej., Conversaciones, 14, 26, 28, 38, 60, 65, 66, 77, 78, 84, 98, 100, 118; Es Cristo que pasa, 27, 99, 124, 184; Amigos de Dios, 11, 32. 197 Carta 9-I-1951, 25. 198 J.M. Barrio, Educar en libertad. Una pedagogía de la confianza, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/1, p. 97. 199 Camino, 755. 200 Es Cristo que pasa, n. 99. 201 Cfr. supra (nota 63); el artículo se encuentra en las pp. 229-242 del citado vol. III. 202 Surco, n. 850. 203 Forja, n. 214. 204 Apuntes de la predicación (AGP, P10, n. 197). 205 Surco, 145. 206 En otros casos sí la menciona, con aplicaciones concretas que ahora no tratamos: cfr. Conversaciones, 100; Es Cristo que pasa, 79, 129; Amigos de Dios, 35; etc. 207 C. Naval, La confianza: exigencia de la libertad personal, cit., p. 240. 208 Ibid., p. 239. 209 Ibid., p. 240. 210 Amigos de Dios, 159. 211 Sobre los conceptos básicos de este apartado puede verse M. Rhonheimer, La perspectiva de la moral, Madrid 2000, pp. 169-197. 212 Es Cristo que pasa, 164. Sobre el tema, cfr. J.M. Yanguas, Amar “con todo el corazón” (Dt 6, 5). Consideraciones sobre el amor del cristiano en las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, en: “Romana” 26 (1998) 144-157; C. Vidal Montecinos, El corazón humano en las enseñanzas de san Josemaría, en: H. Ospina (ed.), Colección Centenario, nº 9, San José de Costa Rica 2003, 45 pp. 213 J.F. Sellés, La verdad del corazón, en: AA.VV., Tres estudios sobre el pensamiento de san Josemaría Escrivá, Cuadernos de Anuario Filosófico, nº 158, Pamplona 2003, p. 27. 214 Es Cristo que pasa, 166. 215 CEC, 1705. Cfr. Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 17. 216 Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 6, a. 1, c. 217 Id., S.Th. I-II, q. 17, a. 1, ad 2. 218 Cfr., p.ej., Camino, 479. Véase la explicación de este punto en P. Rodríguez, Edición crítico-histórica de “Camino”, Madrid 2004³, ad loc. Cfr. también Surco, 2; Forja, 870. 219 Apuntes de una meditación, 21-XI-1954 (AGP, P09, p. 19). 220 Carta 19-III-1967, 134. 221 Apuntes de la predicación, 27-IX-1967 (AGP, P03 XII-1967, p. 19). Cfr. también Amigos de Dios, 32. 222 Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles III, c. 109. 223 Amigos de Dios, 27. 224 L. Polo, El concepto de vida en Mons. Escrivá de Balaguer, cit., p. 173. 225 Ibid. 226 Es Cristo que pasa, 35. 227 Amigos de Dios, 35. 228 Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 24. 229 L. Polo, Acerca de la plenitud, en: “Nuestro Tiempo” 162 (1967) 632. 230 Carta 30-IV-1946, 1. Cfr. Rm 8, 35.38 y 39. Sobre el “porque me da la gana” como el motivo “más sobrenatural”, cfr. J.B. Torelló, Was ist Berufung?, en E. Burkhart – J.B. Torelló, Berufung und Elternhaus, Wien 1989, pp. 1-13. 231 Cfr. Santo Tomás de Aquino, De malo, q. 6. 232 Apuntes de una meditación, febrero de 1972 (AGP, P09, p. 154). 233 Forja, 396. Cfr. Camino, 293. 234 Amigos de Dios, 26. 235 Santo Tomás de Aquino, In III Sent., d. 35, q. 1, a. 1, sol. 4. 236 Carta 24-III-1931, 36. Después se hablará del influjo de las pasiones. 237 Ibid., 49. 238 Para un estudio de Teología bíblica sobre el sentido de este texto, con el trasfondo de las enseñanzas de san Josemaría, cfr. A. García-Moreno, “Veritas libera-bit vos” (Jn 8, 32), en: AA.VV., El cristiano en el mundo, cit., pp. 113-136. 239 Amigos de Dios, 26. 240 Cfr. Santo Tomás de Aquino, In Ioann. Ev., c. 8, lect. 4. 241 «Así como el efecto de la misión del Hijo fue conducir al Padre, el efecto de la del Espíritu Santo es conducir a los fieles al Hijo. Y el Hijo, como es la misma Sabiduría generada, es la misma verdad: ego sum via, veritas et vita (Jn 14, 6). Por tanto, el efecto de ambas misiones es hacer a los hombres partícipes de la divina sabiduría y conocedores de la verdad: el Hijo nos da la doctrina, por ser el Verbo, y el Espíritu Santo nos hace capaces de recibir tal doctrina» (Santo Tomás de Aquino, In Ioann. Ev., c. 14, lect. 26; cfr. Summa contra gentiles IV, c. 21). 242 Es Cristo que pasa, 135. 243 Es Cristo que pasa, 133. 244 Conversaciones, 2; cfr. Surco, 389. 245 Ll. Clavell, La libertad ganada por Cristo en la Cruz, cit., p. 267. Sobre el tema de la “formación”, explica A. Rodríguez Luño: «Cuando se habla aquí de formación, no se entiende propiamente la comunicación de soluciones concretas prefabricadas e irreformables, cerradas al diálogo constructivo. Formar es más bien promover una sensibilidad hacia las exigencias del bien común, así como estimular un pensamiento que, a la luz de la fe, permita progresar en la comprensión de la realidad y del cambio social» (“Cittadini degni del vangelo” (Fil 1, 27). Saggi di etica politica, c. III: La formazione della coscienza in materia sociale e politica secondo gli insegnamenti di san Josemaría Escrivá, Roma 2005, p. 50). 246 Ll. Clavell, La libertad ganada por Cristo en la Cruz, cit., p. 271. De la formación cristiana se hablará en el capítulo 9º, apartado 4. 247 Carta 31-V-1954, 24. 248 Amigos de Dios, 38. 249 Forja, 396. Cfr. Camino, 293. 250 Amigos de Dios, 29. 251 Apuntes de la predicación, 21-VI-1972 (AGP, P01 VII-1972, p. 13). 252 Ibid. 253 Ibid. 254 Santo Tomás de Aquino, In Ioann. Ev., c. 5, lect. 6. Cfr. Id., De caritate, a. 6 s.c. 255 Cfr. A. Malo Pé, Antropología de la afectividad, Pamplona 2004, 238 pp.; F.R. Quiroga, La madurez afectiva, San José de Costa Rica 2003, 176 pp. (con una bibliografía selecta); D. von Hildebrand, El corazón: un análisis de la afectividad humana y divina, Madrid 1997, 224 pp.; R. Yepes, La persona y su intimidad, Pamplona 2004, 112 pp.; J.L. Lorda, Para una idea cristiana del hombre, Madrid 1999, 139 pp.; L. Polo, La persona humana y su crecimiento, Pamplona 1996, 264 pp. Estas obras, de las que citamos sólo las ediciones recientes en castellano, ofrecen interpretaciones de la afectividad diversas entre sí, dentro de la antropología cristiana, y citan a san Josemaría, excepto la de von Hildebrand. 256 Conversaciones, 114. Cfr. CEC, 365. 257 A. Blanco, Alcuni contributi del beato Josemaría alla comprensione dei rapporti tra fede e ragione, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/1, p. 256. 258 Los autores de Teología moral que siguen a Santo Tomás entienden generalmente que los sentimientos influyen directamente en el juicio de la razón y, a través de ella, en la voluntad. 259 Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 22, a. 1, c; S.Th. I-II, q. 22, a. 2, c y ad 2. 260 «Los sentimientos o pasiones designan las emociones o impulsos de la sensibilidad que inclinan a obrar o a no obrar en razón de lo que es sentido o imaginado como bueno o como malo» (CEC, 1763). 261 “Sentimiento” es un estado afectivo producido por alguna impresión; “emoción”, una reacción afectiva producida por sensaciones, recuerdos o ideas; y “afecto”, una inclinación o sentimiento de simpatía hacia algo o alguien. Como se ve, se habla de sentimiento como de algo más permanente, mientras que el término emoción suele designar una realidad momentánea o pasajera. 262 Santo Tomás de Aquino habla de once pasiones: seis que proceden del apetito concupiscible y cinco del irascible (cfr. S.Th. I-II, q. 23, a. 4, c). 263 «En sí mismas, las pasiones no son buenas ni malas. Sólo reciben calificación moral en la medida en que dependen de la razón y de la voluntad. Las pasiones se llaman voluntarias “o porque están ordenadas por la voluntad, o porque la voluntad no se opone a ellas” (Santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 24, a. 1)» (CEC, 1767). Las pasiones antecedentes no son ni buenas ni malas en el sentido de que de por sí no constituyen pecado; pero tener pasiones antecedentes que inclinan al mal, es un mal, y tener pasiones que inclinan al bien, es un bien. 264 Camino, 140. 265 Pertenece a la perfección «que el hombre se mueva al bien no sólo con la voluntad, sino también con el apetito sensitivo. Como dice el Salmo 83: “mi corazón y mi carne se regocijan en el Dios vivo”; entendiendo por “corazón” el apetito intelectivo [la voluntad], y por “carne” el apetito sensitivo» (Santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 24, a. 3, c). 266 R. Alvira, Hacer Cristo al mundo, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/1, p. 41. 267 Camino, 548. 268 Forja, 519. 269 Cfr. Surco, 411. 270 Cfr. Surco, 750. 271 Es Cristo que pasa, 108. Cfr. Es Cristo que pasa, 146. 272 Cfr. CEC, 1762. 273 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 18). 274 Cfr. CEC, 1767. 275 Carta 24-X-1965, 28. 276 Surco, 166. 277 Forja, 750. 278 Apuntes de una meditación, junio de 1972 (AGP, P09, p. 181). Por el contexto, se ve que san Josemaría emplea aquí el término “sensualidad” como equivalente a “sensibilidad”, para designar en general las tendencias de los apetitos sensibles. 279 Camino, 706. 280 Camino, 723. 281 Aunque los términos “temperamento” y “carácter” sean muy próximos en el lenguaje común, no se identifican. Por temperamento entendemos aquí un conjunto de inclinaciones íntimas que brotan de la constitución psicosomática del individuo. El temperamento (o como quiera llamarse a esa base psicosomática) no cambia, mientras que el carácter se puede corregir y mejorar. 282 Camino, 20. 283 Surco, 417; cfr. Surco, 440. 284 Camino, 947. 285 Camino, 4. Este punto, como todos los de Camino, se dirige tanto a varones como a mujeres. Las palabras “esto vir” (cfr. 1S 18, 17; 2S 10, 12; 1R 2, 2; etc.) hacen referencia a la virtud de la fortaleza, como explica P. Rodríguez, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., ad loc. 286Apuntes de una meditación, 2-X-1962 (AGP, P09, p. 60). 287 Es Cristo que pasa, 107. 288 C. Ortiz de Landázuri, La reinvención innovadora del carácter en “Camino”, “Surco” y “Forja”, en: AA.VV., Tres estudios sobre el pensamiento de san Josemaría Escrivá, cit., pp. 79-115. 289 Santo Tomás de Aquino, In III Sent., d. 29, a. 8, qla. 3, s.c. 290 Apuntes de una meditación, 26-XI-1967 (AGP, P09, p. 79). Cfr. Amigos de Dios, 297-299. 291 P. Rodríguez, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., p. 220. 292 Ibid., p. 239. 293 Cfr. Camino, 4. 294 Cfr. Amigos de Dios, 94. 295 Cfr. B. Castilla, Consideraciones sobre la antropología “varón-mujer” en las enseñanzas del Beato Josemaría, en: “Romana” 11 (1995) 434-447. 296 Conversaciones, 87. 297 Ibid. 298 Ibid. 299 Camino, 652. 300 Forja, 676. 301 Es Cristo que pasa, 26. 302 Forja, 690. 303 Conversaciones, 87. 304 Apuntes de la predicación (AGP, P02 VIII-1974, p. 36). 305 Camino, 982. 306 Aunque ya se ha dicho, recordemos que no tendría sentido hablar de una “libertad de” respecto a la ley moral natural, que precisamente indica el bien de la persona y es constitutiva de su naturaleza y de su libertad. 307 Apuntes de la predicación, 25-VI-1972 (AGP, P01 VII-1972, p. 9). 308 Es Cristo que pasa, 184. 309 Cfr. Es Cristo que pasa, 67-72. 310 Cfr. Pío XI, Enc. Non abbiamo bisogno, 29-VI-1931, parte III, §7: AAS 23 (1931) 301 s. El concepto se encuentra de modo explícito ya en León XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20-VI-1888, en: Acta Leonis, vol. VIII, p. 237 s. 311 Amigos de Dios, 32. 312 Conversaciones, 44. 313 Es Cristo que pasa, 99. 314 Amigos de Dios, 32. 315 Carta 9-I-1932, 66. 316 Lo de “injusta” está sobreentendido en las palabras citadas. Evidentemente san Josemaría no excluye que haya casos de justa coacción, como sucede cuando la autoridad pública recluye a un delincuente. 317 Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 10. 318 Carta 31-V-1954, 19. 319 Á. Rodríguez Luño, Relativismo, verdad y fe, en: “Romana” 42 (2006) 153. 320 Carta 11-III-1940, 65. 321 Conversaciones, 104. 322 Carta 8-VIII-1956, 38. Sobre la dimensión educativa de la libertad en san Josemaría, cfr. J.J. Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría Escrivá, cit., pp. 85-89. 323 A.M. González, El trabajo filosófico a la luz del Beato Josemaría, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. IV, Roma 2003, p. 178. Son interesantes las consideraciones de la autora acerca de cómo la fe cristiana fundamenta doctrinalmente el pluralismo en lo opinable: «La fe no es una filosofía, sino un don (...). Ese don nos proporciona un criterio que en cierto modo nos libera de conceder valor absoluto a nuestros logros humanos, también nuestros logros teóricos. (...) La fe nos libera, no del amor a la verdad, pero sí del peligro de identificar la verdad con nuestras propias teorías, con nuestro propio y personal itinerario. (...) La fe nos capacita para ejercitarnos en un desprendimiento peculiar, sin el cual todo pluralismo es ficticio, un desprendimiento que se manifiesta, entre otras cosas, en la prontitud para recibir cualquier género de crítica. A partir de aquí, los inconvenientes para vivir el pluralismo son ya únicamente morales: la propia falta de humildad, el amor a la propia excelencia» (ibid.). 324 Carta 25-I-1961, 41. 325 Conversaciones, 9. 326 Ibid. 327 Conversaciones, 59. 328 Conversaciones, 98. 329 Se puede ver en la enseñanza de san Josemaría un precedente de la doctrina que se encuentra en la base del siguiente canon del Código de Derecho Canónico de 1983: «Los fieles laicos tienen derecho a que se les reconozca en los asuntos terrenos aquella libertad que compete a todos los ciudadanos; sin embargo, al usar de esa libertad, han de cuidar de que sus acciones estén inspiradas por el espíritu evangélico, y han de prestar atención a la doctrina propuesta por el magisterio de la Iglesia, evitando a la vez presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio, en materias opinables» (CIC, can. 227). 330 Conversaciones, 30. 331 Carta 11-III-1940, 27. Pueden verse al respecto algunos hechos biográficos que ilustran esta enseñanza, en P. Urbano, El hombre de Villa Tevere, cit., pp. 259 282. 332 Cfr. F. Inciarte, Die Bedeutung der Freiheit für den seligen Josemaría Escrivá, en: C. Ortiz (dir.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Köln 2002, pp. 419-432. El interés de este excelente artículo deriva también de las referencias que hace el autor a las circunstancias históricas en las que san Josemaría hubo de defender la libertad política de los fieles laicos (sobre todo las de España, entre 1940 y 1975). Aquí nos centramos en la doctrina sobre la libertad; no podemos detenernos a comentar ese cuadro histórico. Un testimonio significativo es el de M. Aznar, Amigo de la libertad, en: R. Serrano (ed.), Así le vieron: testimonios sobre monseñor Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1992, pp. 25-31. 333 Á. Rodríguez Luño, “Cittadini degni del vangelo” (Fil 1, 27), cit., p. 36 s. 334 Ibid., p. 45. 335 A. García-Moreno, Aspectos de la libertad en Josemaría Escrivá, cit., p. 397. El autor remite a Conversaciones, 12 y 48. 336 Conversaciones, 118. 337 Carta 9-I-1932, 1. 338 G.J. Zanotti, La libertad en el orden temporal según el pensamiento de Escrivá de Balaguer, en: AA.VV., Un mensaje siempre actual, cit., p. 65. 339 Ibid., p. 67. 340 Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei. Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid 1997-2003, vol. III, pp. 518-544. 341 Carta 9-I-1959, 35. 342 Artículo Las riquezas de la fe, cit. Cfr. Conversaciones, 11, 77. 343 Artículo Las riquezas de la fe, cit. 344 J.J. Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría, cit., p. 90. 345 Carta 24-X-1965, 52. 346 Conversaciones, 67. 347 J.J. Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría, cit., p. 96. 348 Conversaciones, 67. 349 Artículo Las riquezas de la fe, cit. 350 Ibid. Transcribimos más ampliamente el pasaje: La conciencia de la limitación de los juicios humanos nos lleva a reconocer la libertad como condición de la convivencia. Pero no es todo, e incluso no es lo más importante: la raíz del respeto a la libertad está en el amor (...) porque cada persona tiene un precio infinito, y un destino eterno en Dios: por cada una de ellas ha muerto Jesucristo. 351 J.J. Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría, cit., p. 98. 352 Cfr. Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 2 y 7. 353 Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 1. 354 Ibid. 355 Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 5. El Estado debe «facilitar las condiciones propicias que favorezcan la vida religiosa» (Dignitatis humanae, 6). 356 Conversaciones, 73. 357 M. Rhonheimer, Verdad y política en una sociedad cristiana. Josemaría Escrivá y el amor a la libertad: presentación en perspectiva histórico-teológica, en: Id., Transformación del mundo, cit., p. 143. «Indudablemente Josemaría Escrivá fue un pionero del redescubrimiento de este espíritu de profundo respeto a la libertad, caracterizado por el rechazo de toda forma de coerción de las conciencias» (Ibid., p. 142). 358 C. Orrego Sánchez, La libertad religiosa y la continuidad doctrinal del Concilio Vaticano II. El testimonio cualificado del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: AA.VV., Un mensaje siempre actual, cit. p. 460. 359 Conversaciones, 44. 360 Carta 9-I-1959, 31. 361 Cfr. Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 5 y 6 (textos citados más arriba). 362 Carta 19-III-1967, 39. 363 «Todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla» (Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 1). 364 Carta 9-I-1959, 31. 365 Ibid., 38. 366 Cfr. Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 6 y 13. 367 C. Orrego Sánchez, La libertad religiosa y la continuidad doctrinal del Concilio Vaticano II, cit., p. 464 (el autor remite en este punto a Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 6-I-2001, 51). 368 Surco, 302. 369 Surco, 311. 370 Es Cristo que pasa, 185. 371 Cfr. Congr. para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis nuntius, 6-VIII-1984, e Instr. Libertatis conscientia, 22-III-1986. «La Teología de la liberación reaccionaba contra una religiosidad burguesa e individual, promoviendo la acción de los cristianos [en el terreno social, político y económico]. (…) Esto llevó a ver a la Iglesia como instrumento de reconstrucción de la sociedad secular y no como medio de salvación. La salvación –el crecimiento del Reino de Dios– se realizaba por medio de esa reconstrucción de la sociedad secular (…). La Teología de la liberación ponía la Iglesia al servicio del Reino que alcanzaría su plenitud con la libertad de los oprimidos» (M. de Salis, Concittadini dei santi e familiari di Dio. Studio storico-teologico sulla santità della Chiesa, Roma 2009, p. 226). El autor señala que la Teología de la liberación ponía el acento en la misión de los cristianos de contribuir a la instauración de la justicia social y, en general, al progreso temporal, pero lo hacía confundiendo esa meta, fruto del esfuerzo humano, con la salvación, don sobrenatural de Dios (cfr. ibid., p. 227). 372 Apuntes de la predicación, 29-VII-1974 (AGP, P04 1974, vol. II, p. 427). Cfr. Camino, 208. 373 Es Cristo que pasa, 167. 374 Camino, 387. 375 M. Rhonheimer, Transformación del mundo, cit., p. 108. 376 Ibid., p. 120, nota 47. 377 Cfr. P. Rodríguez, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., ad loc. 378 Carta 16-VII-1933, 7. 379 Carta 6-V-1945, 34. 380 Pablo VI, Enc. Humanae vitae, 25-VII-1968, 29. Texto citado nuevamente por Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 95. 381 J. Ballesteros, Toda persona es digna. No toda opinión es válida, cit., pp. 75-76. 382 Ibid., p. 77. 383 J.J. Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría Escrivá, cit., pp. 93-94. 384 Carta 19-III-1967, 39. 385 Carta 24-X-1965, 62. 386 Carta 24-X-1942, 9. 387 Cfr. M. Seckler, “Compelle intrare”, en: AA.VV., Lexikon für Theologie und Kirche, 3ª ed. (1994), vol. 2, col. 1285 ss. 388 Carta 24-X-1942, 9. 389 Amigos de Dios, 37. 390 Camino, 390. 391 Camino, 391. 392 Amigos de Dios, 38. 393 C. Echevarría Falla, Libertad y estructura de las virtudes en el Beato Josemaría, cit., p. 65. 394 Amigos de Dios, 29. 395 Misal Romano. Vigilia pascual. Renovación de los compromisos bautismales. 396 CEC, 1740. 397 Carta 31-V-1954, 24. 398 San Agustín, In Ioann. Ev. 41, 10 (pasaje citado por Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 13). 399 Misal Romano, Vigilia pascual. Renovación de los compromisos bautismales. 400 Cfr. A. Vanhoye, Lettera ai Galati, cit., p. 123. 401 Carta 14-II-1974, 8. 402 Estudiaremos estos medios en el capítulo 9º. 403 Apuntes de la predicación, 25-VI-1972 (AGP, P01 VII-1972, pp. 10-11). 404 Ibid. 405 Ibid. 406 Apuntes de la predicación, 25-VI-1972 (AGP, P01 VII-1972, p. 8). 407 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 19). La imagen se encuentra ya en San Agustín: «La carga de Cristo es tan leve que levanta (...) Que esta carga sea para ti cual es el peso de las alas para las aves; si lo tienen se levantan, si lo pierden quedarán en tierra» (Sermo 68, 12). 408 Sobre el contenido de esta sección remitimos a la explicación que hemos dado en el lugar correspondiente del capítulo 1º y que hemos vuelto a señalar en el 4º, que abre este volumen. 409 Camino, 19. Recuérdese lo que dijimos en la Parte preliminar, sección I.4, acerca de este punto de Camino. Al hablar de “jefe” o de “caudillo”, san Josemaría no está pensando en la política, y menos aún en un líder concreto. Está pensando en la actividad apostólica. Su imagen del líder, que se inspira en la figura de Jesucristo, trasciende absolutamente la de cualquier dirigente político. 410 Carta 30-IV-1946, 2. 411 Carta 11-III-1940, 47. 412 Carta 19-III-1967, 134. 413 Á. del Portillo, Carta pastoral, 19-III-1992 (AGP, P17, vol. III, 321). La cita final procede de apuntes de la predicación, 2-X-1972. 414 Carta 6-V-1945, 37. 415 Carta 31-V-1954, 22. 416 Ibid. 417 Forja, 659. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO SEXTO Notas 1 Mencionamos sólo algunos estudios específicos: M. Belda, La pedagogía de la humildad en "Camino", en: AA.VV., El caminar histórico de la santidad cristiana, Pamplona 2004, pp. 285-295; V. Bosch, Para una "Teología de la sinceridad", a través de los escritos del Beato Josemaría Escrivá, en: "Annales Theologici" 16 (2002) 165-183; J.M. Casciaro, Magnanimidad en la vida del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: AA.VV., El cristiano en el mundo. En el centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá (1902-2002), Pamplona 2003, pp. 331-346; R. Corazón, La virtud de la sinceridad en la espiritualidad de San Josemaría Escrivá, en: AA.VV., Tres estudios sobre el pensamiento de San Josemaría Escrivá, Cuadernos de Anuario Filosófico 158, Pamplona 2003, pp. 55-77; C. Echeverría Falla, Libertad y estructura de las virtudes en el Beato Josemaría, en: AA.VV., Hacia una nueva educación más humana. En torno al pensamiento de Josemaría Escrivá, San José de Costa Rica 2002, pp. 55-65; C. Fabro, Virtù umane e soprannaturali nelle omelie di mons. Escrivá. Ascetica e teologia in "Amici di Dio", en: "Studi Cattolici" 265 (1983) 181-185; J.L. Illanes, Trabajo, caridad, justicia, en: AA.VV., Santidad y mundo (Actas del simposio teológico de estudio en torno a las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá), Pamplona 1996, pp. 211-248. Remitimos también a un estudio amplio de Teología moral sobre el conjunto de las virtudes cristianas, que cita con frecuencia a san Josemaría: R. García de Haro, La vida cristiana, Pamplona 1992, cap VII (especialmente las pp. 615-670). 2 C. Echevarría Falla, Libertad y estructura de las virtudes en el Beato Josemaría, cit., p. 65. 3 Cfr. AAS 82 (1990) 1450-1455. 4 Cfr. Á. del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid 1993, 252 pp.; J. Echevarría, Memoria del Beato Josemaría, Madrid 2000, 357 pp. Al testimonio de estos dos testigos de excepción hay que añadir el de otros muchos cuyas declaraciones constituyen la base documental de la Positio super vita et virtutibus de la Causa de Canonización (Roma 1988): texto en archivo de la Congregación para las Causas de los Santos. 5 "Al verlas vivir[las virtudes] se conoce de modo espontáneo e intuitivo que "para mí lo bueno es ser laboriosa y lo malo perezosa"; "lo bueno es ser generosa y lo malo es ser egoísta"" (C. Echevarría Falla, Libertad y estructura de las virtudes en el Beato Josemaría, cit., p. 64). 6 Catecismo mayor de San Pío X, 856 (parte 5ª, cap. 1º, §1º). 7 Cfr. CEC, 1803. 8 Cabría precisar más la relación entre "elegir bien" y "usar bien la libertad". Tendríamos que hablar de la intención del fin y la elección de las acciones, y de la relación entre ambas. "La virtud moral es intención firme y estable de los fines virtuosos (...) y también elección y realización de las acciones que aquí y ahora encarnan esos fines. Las virtudes morales tienen, pues, un acto intencional y un acto electivo" (A. Rodríguez Luño, Ética general, 4ª ed. renovada, Pamplona 2001, p. 218). Cfr. M. Rhonheimer, La prospettiva della morale, Roma 1994, pp. 177-182. 9 A. Rodríguez Luño, La scelta etica. Il rapporto fra libertà e virtù, Milano 1988, p. 156. "La virtud moral no es un automatismo que lleva a hacer siempre lo mismo sin necesidad de elegir. La virtud no suprime la elección, sino que la perfecciona; no nos ahorra la decisión, sino que nos permite elegir bien en las más variadas circunstancias" (Id., Ética general, cit., p. 214). Cfr. también C. Caffarra, Viventi in Cristo, Milano 19812, p. 143. 10 J. Porter, Virtù, en: AA.VV. (J.-Y. Lacoste, dir.), Dizionario critico di Teologia, Roma 2005, p. 1469. 11 A. Rodríguez Luño, La scelta etica. Il rapporto fra libertà e virtù, cit., p. 160. 12 Una buena sistematización puede verse en T. Trigo, Virtud, en: AA.VV. (C. Izquierdo, dir.), Diccionario de Teología, Pamplona 2006, pp. 1023-1033. 13 Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 23, a. 3, ad 2. 14 Carta 8-XII-1949, 35. 15 Cfr. A. Rodríguez Luño, Ética general, cit., p. 213. Se suele considerar que la prudencia no es propiamente una virtud moral porque perfecciona el intelecto, pero en cuanto que lo perfecciona en vista del obrar moral, se puede incluir entre las "morales". Su misión no es sólo la de juzgar sino la de dirigir a las demás potencias de modo conforme a las exigencias de las virtudes morales (cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 58, a. 3, ad 1). 16 Cfr. CEC, 1810. 17 Amigos de Dios, 74. Cfr. Amigos de Dios, 91. Otras veces dice que tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos (Es Cristo que pasa, 166). L. Scheffczyk comenta que este principio "demuestra ciertamente la unión orgánica entre naturaleza y gracia y ha de considerarse una defensa potente contra todo tipo de extrinsecismo en la doctrina de la gracia" (Die Gnade in der Spiritualität von Josemaría Escrivá, en: C. Ortiz (dir.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Köln 2002, p. 71). 18 Amigos de Dios, 75. 19 CEC, 1822. 20 Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 24, a. 7, c. La definición se repite varias veces en sus obras (cfr. Summa contra gentiles, IV, cc. 17 y 21; In Ep. ad Rom., c. 5, lect. 1; etc.). San Josemaría la cita en Carta 24-III-1931, 9: más adelante reproducimos el texto. La Vulgata y la Neo-Vulgata emplean en varios lugares el término "caritas" para traducir el griego "agape" cuyo significado bíblico es de gran riqueza. Designa el Amor entre el Padre y el Hijo en el seno de la Santísima Trinidad, y también el amor con el que Dios nos ama y el amor con el que el cristiano ama a Dios y a sus hermanos (cfr. G. Kittel – G. Friedrich, Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, vol. I, Stuttgart 1933, pp. 20-55; pueden verse también las consideraciones de Benedicto XVI, en la encíclica Deus caritas est, 25-XII-2005, 2-8). Se trata de tres aplicaciones distintas del término. Concretamente, nuestro amor a Dios no es el Espíritu Santo, sino la caridad que infunde el Espíritu Santo. San Josemaría evita aquí dos planteamientos: 1º) El de considerar que el Espíritu actúa en el alma como "desde fuera"; en este sentido cita en una ocasión el siguiente texto de San Cirilo de Alejandría: "El Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina sustancia, como si Él fuera ajeno a ella; no es de esa manera como nos conduce a la semejanza divina, sino que Él mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de este modo, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre a la imagen de Dios" (Thesaurus de sancta et consubstantiali Trinitate, 34; citado en Es Cristo que pasa, 134). 2º) El planteamiento opuesto sería pensar que el Espíritu Santo se une al cristiano como "forma" suya, interpretando el texto anterior de san Cirilo en este sentido. San Josemaría evita esta lectura recordando numerosas veces que el Paráclito habita en el cristiano como en un templo y derrama en el alma el don creado de la caridad (cfr. Es Cristo que pasa, 49). Distingue con precisión entre la caridad creada y la increada (el Espíritu Santo). Su concepción está en la línea de las siguientes palabras de Santo Tomás de Aquino: "El acto de la caridad no lo impulsa el Espíritu Santo moviendo la mente humana de suerte que ésta sea sólo movida y en manera alguna principio de movimiento", sino que "es necesario que para realizar el acto de caridad haya en nosotros una forma habitual sobreañadida a la potencia natural" (S.Th. II-II, q. 23, a. 2, c). 21 Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 23, a. 1, c. 22 Es Cristo que pasa, 169. 23 Misal Romano, Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, Oración colecta. 24 Santo Tomás de Aquino, In III Sent., d. 27, q. 1, a. 1, c. 25 Carta 2-II-1945, 8. 26 Surco, 739. 27 Amigos de Dios, 6. 28 CEC, 1827. 29 Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 24, a. 1, s.c. 30 Es Cristo que pasa, 173. 31 Es Cristo que pasa, 71. 32 Amigos de Dios, 231. 33 Ibid. Cfr. Forja, 100. 34 Cfr. Es Cristo que pasa, 166; Amigos de Dios, 117. 35 "Simpliciter autem et totaliter bonus dicitur aliquis ex hoc quod habet voluntatem bonam, quia per voluntatem homo utitur omnibus aliis potentiis; et ideo bona voluntas facit hominem bonum simpliciter; et propter hoc virtus appetitivae partis secundum quam voluntas fit bona, est quae simpliciter bonum facit habentem" (Santo Tomás de Aquino, De virtutibus in communi, q. 1, a. 9, ad 16). Cfr. Id., In III Ethic., lect. 6, 4). 36 Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 40. 37 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 25). 38 Conversaciones, 110. 39 Cfr. CEC, 1822. 40 Cfr. Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 24. 41 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 155). 42 Carta 19-III-1967, 84. Sobre el amor natural a Dios, afirma el Aquinate: "Diligere autem Deum super omnia est quiddam connaturale homini (...). Unde homo in statu naturae integrae dilectionem sui ipsius referebat ad amorem Dei sicut ad finem, et similiter dilectionem omnium aliarum rerum. Et ita Deum diligebat plus quam seipsum, et super omnia. Sed in statu naturae corruptae homo ab hoc deficit secundum appetitum voluntatis rationalis, quae propter corruptionem naturae sequitur bonum privatum, nisi sanetur per gratiam Dei. Et ideo dicendum est quod homo in statu naturae integrae non indigebat dono gratiae superadditae naturalibus bonis ad diligendum Deum naturaliter super omnia; licet indigeret auxilio Dei ad hoc eum moventis. Sed in statu naturae corruptae indiget homo etiam ad hoc auxilio gratiae naturam sanantis" (Santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 109, a. 3). 43 La caridad "non fundatur principaliter super virtute humana, sed super bonitate divina" (Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 23, a. 3, ad 1). 44 Es Cristo que pasa, 119 (remite a pie de página a Dt 6, 6-7). En el mismo párrafo cita otros textos de la Escritura: El justo encuentra en la ley de Yavé su complacencia y a acomodarse a esa ley tiende, durante el día y durante la noche (Sal 1, 2). Por la mañana pienso en ti (cfr. Sal 62, 7); y, por la tarde, se dirige hacia ti mi oración como el incienso (cfr. Sal 140, 2). Toda la jornada puede ser tiempo de oración: de la noche a la mañana y de la mañana a la noche (ibid.). Un Padre de la Iglesia se refiere así a la oración durante el sueño: "Cuando el Espíritu Santo establece su morada en el hombre, éste no puede dejar de orar, porque el Espíritu Santo no deja nunca de rezar en él. Ya sea que duerma o que vele, la oración no abandona nunca su alma. Mientras come o bebe, cuando se encuentra acostado inmerso en el sueño, o, al contrario, en el trabajo, el perfume de la oración se desprende espontáneamente de su alma. Ya no reza solamente en determinados períodos, sino continuamente" (San Isaac de Nínive, Tratados, 35). San Juan Crisóstomo plantea la oración como una plegaria "que no esté limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas, sino que se prolongue día y noche sin interrupción" (Hom. 6: De precatione). San Jerónimo escribe que "el Apóstol nos manda orar siempre, y para los santos el sueño mismo es oración" (Ep. ad Eustochium, 22, 37). Es posible que san Josemaría se refiriese a estas palabras cuando comentaba: No sabéis qué consuelo he tenido cuando, después de repetir durante años y años que para un alma contemplativa hasta el dormir es oración, me encontré un texto de San Jerónimo que dice lo mismo (Apuntes de una meditación, 26-XI-1967: AGP, P09, p. 82). 45 Conversaciones, 62. 46 Es Cristo que pasa, 46. 47 Conversaciones, 62. 48 Camino, 417. 49 Carta 24-III-1931, 9. 50 Camino, 170. Sobre los precedentes de esta comparación en san Juan de la Cruz, cfr. P. Rodríguez, Edición crítico-histórica de "Camino", Madrid 2004³, ad loc. 51 Amigos de Dios, 67. Se refiere concretamente al trabajo convertido en oración, pero nos parece evidente que se puede aplicar a todos los quehaceres que se procuran transformar en diálogo con Dios. 52 Es Cristo que pasa, 120. 53 Cfr. CEC, 1121. 54 Surco, 499. Cfr. Forja, 369; etc. 55 Via Crucis, XI Estación. 56 Cfr. Camino, 161, 321, 578, 737, etc. 57 Amigos de Dios, 232. 58 Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 25, a. 1, c. 59 Forja, 34. 60 Instrucción, 9-I-1935, 41 (en cursiva en el original). 61 Amigos de Dios, 44. 62 Amigos de Dios, 223. 63 Es Cristo que pasa, 36. 64 Ibid. 65 F. Ocáriz, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, en: Id., Naturaleza, Gracia y Gloria, Pamplona 2000, p. 196. 66 Amigos de Dios, 230. 67 Camino, 463. 68 Este tema ha sido admirablemente expuesto por Benedicto XVI en la encíclica Deus Caritas est, 25-XII-2005, 34-35. "La íntima participación personal en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte así en un darme a mí mismo: para que el don no humille al otro, no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona" (n. 34). "Quien es capaz de ayudar reconoce que, precisamente de este modo, también él es ayudado" (n. 35). 69 Instrucción, 8-XII-1941, 64. 70 Amigos de Dios, 231. 71 Ya San Agustín salía al paso de esas distorsiones: "El que ama al prójimo debe hacer tanto bien a su cuerpo como a su alma, y esto no consiste sólo en acudir al médico, sino también en cuidar el alimento, la bebida, el vestido, la habitación y proteger el cuerpo contra todo lo que pueda resultar molesto..." (De moribus Ecclesiae catholicae et de moribus manichaeorum, 1, 28, 56). 72 Es Cristo que pasa, 72. Este orden se manifiesta en otros muchos textos. Cfr., p.ej., Camino, 467. 73 Cfr. Amigos de Dios, 236. 74 Es Cristo que pasa, 98. 75 Es Cristo que pasa, 106. 76 Carta 11-III-1940, 7. 77 Es Cristo que pasa, 106. 78 Amigos de Dios, 230. 79 Cfr. Camino, 280; Es Cristo que pasa, 71; Amigos de Dios, 235. 80 Amigos de Dios, 230. 81 Amigos de Dios, 208. 82 Surco, 518. 83 Es Cristo que pasa, 90. 84 Conc. de Trento, Sessio XXII, Doctrina et canones de ss. Missae sacrificio, cap. 2: DS 1743. 85 Camino, 571. 86 Es Cristo que pasa, 166. 87 Cfr. Amigos de Dios, 118. 88 Artículo Las riquezas de la fe, en diario "ABC", Madrid, 2-XI-1969. 89 Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 28, a. 4, c. 90 No se ha de concluir, evidentemente, que el apostolado ad fidem –dirigido a los no católicos para que se incorporen a la Iglesia Católica– deba esperar mientras haya católicos que no reciban formación. Sería una simplificación, ya que muchos rehúsan esa formación mientras que hay no católicos deseosos de recibirla. Cuando Pablo y Bernabé predicaban el Evangelio se dirigieron en primer lugar a los judíos, pero cuando éstos se opusieron, hablaron a los paganos. "Era necesario anunciaros a vosotros [los judíos] en primer lugar la palabra de Dios, pero ya que la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos volvemos a los gentiles" (Hch 13, 46). 91 En la línea de lo que se ha dicho en la nota anterior, conviene señalar que puede haber cristianos que sean pobres porque no quieren trabajar. A esos se les puede hacer en ocasiones un mayor bien invitándoles a trabajar que dándoles de comer (cfr. 2Ts 3, 10). En cambio hay muchos no cristianos necesitados de ayuda material y sin posibilidad de valerse por sí mismos, a los que la caridad lleva a socorrer materialmente, sin postergarlos por sus ideas o su religión. Esto no se opone a que la caridad incline a preocuparse especialmente de los cristianos, y más aún si padecen necesidad a causa de la fe (porque son perseguidos o marginados por su fe). 92 Es Cristo que pasa, 62. 93 Didaché, XII, 5. 94 Ibid. 95 Conversaciones, 61. 96 Cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 8. El Magisterio pontificio habla de "opción preferencial por los pobres": cfr., p.ej., Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 30-XII-1987, 42. 97 El término solidaridad tiene connotaciones diversas. Aquí nos basta señalar su acepción más general como el saberse y sentirse "solidarios", es decir, ligados a otros in solidum por una causa común que comporta ciertas obligaciones. Se opone al individualismo y al desinterés por los problemas de los demás. 98 Carta 14-II-1950, 20. Cfr. también, p.ej., Forja, 453 y Es Cristo que pasa, 146. 99 Un modo tradicional parte de considerar que el hecho de compartir la misma naturaleza humana implica una cierta unión entre los hombres. Se habla de "la comunidad humana" o de "la humanidad", no como simple conjunto de todos los hombres, sino como "la familia humana" que se forma por generación y educación desde nuestros primeros padres e implica unos vínculos con todos. Santo Tomás de Aquino, inspirándose en un principio enunciado por Porfirio (s. III-IV), según el cual "por la participación en la misma especie, todos los hombres forman como un solo hombre", comenta: "Así como en una persona hay muchos miembros, así en la naturaleza humana hay muchas personas" (Comp. Theol., c. 196; cfr. In Ep. ad Rom., c. 5, lect. 4). Utiliza este paralelismo sobre todo para explicar la transmisión del pecado original, porque la participación en la misma naturaleza humana crea una solidaridad de todos con Adán. "Todos los hombres nacidos de Adán pueden ser considerados como un solo hombre en cuanto que poseen la misma naturaleza (...) como muchos miembros de un mismo cuerpo" (S.Th. I-II, q. 81, a. 1, c), y san Pablo enseña que, en Adán, de algún modo hemos pecado todos (cfr. Rm 5, 12-19). Las miserias que padecen los demás miembros de la familia humana como consecuencia del primer pecado –como el dolor, la ignorancia, las injusticias, etc.–, han de verse de algún modo como propias y causadas en cierta medida también por los pecados personales. Algo semejante vale para la solidaridad de todos con Cristo, nuevo Adán, Cabeza de la humanidad redimida, porque ha asumido nuestra naturaleza para redimir a todos los que forman con Él el género humano (cfr. Rm 5, 17-21; In III Sent., d. 18, q. 1, a. 6, sol. 1): no hemos sido salvados desde fuera de la naturaleza humana sino desde dentro; gracias a esto podemos ser corredentores con Cristo contribuyendo a reparar las miserias que proceden del pecado. 100 Carta 8-XII-1949, 192-193. En el Opus Dei, estas "visitas a los pobres" (y enfermos) son un medio específico de formación para las personas jóvenes, practicado y establecido por el fundador desde los comienzos de la Obra. 101 Surco, 228. 102 Cuando la Sagrada Escritura habla de los "pobres" se refiere a veces a los que están oprimidos o humillados pero confían en Dios (los "pobres de Yahvé"); en otras ocasiones incluye a todos los hombres, pues a causa del pecado todos somos indigentes. 103 Cfr. capítulo 5º, apartado 3.1.3. 104 Apuntes de la predicación, 19-III-1975 (AGP, P09, pp. 217-218). 105 Á. del Portillo, Carta pastoral, 9-I-1993 (AGP, P17, vol. III, 385-388). 106 Amigos de Dios, 227. 107 Ibid. 108 Amigos de Dios, 231. 109 Es Cristo que pasa, 71. 110 Forja, 565. 111 Apuntes de una meditación, 29-III-1956 (AGP, P01 VIII-1962, p. 16). 112 Ibid. 113 Cfr. Santo Tomás de Aquino, De virtutibus in communi, a. 5, ad 5. 114 Camino, 160. 115 Carta 9-I-1932, 77. 116 Apuntes de la predicación, 15-IX-1971 (AGP, P01 X-1971, p. 43). 117 Es Cristo que pasa, 167 (las palabras caridad oficial están en cursiva en el texto original). 118 Carta 14-II-1974, 23. 119 Es Cristo que pasa, 36. 120 Surco, 192. Cfr. Conversaciones, 62. 121 Surco, 191. 122 Carta 11-III-1940, 54. 123 Carta 16-VII-1933, 13. 124 Carta 9-I-1959, 16. 125 Es Cristo que pasa, 36. 126 Apuntes de la predicación (AGP, P01 IX-1955, p. 58). La palabra "cariño" indica un amor afectuoso, "humano", que no es sólo acto de "pura voluntad" sino de toda la persona: surge del corazón (voluntad, razón y sentimientos, como ya se dijo en el capitulo 5º), lo cual no significa que en él dominen los sentimientos o que responda sólo a ellos, porque entonces tampoco sería verdadero amor "humano". En este capítulo usamos frecuentemente el término porque sirve para transmitir la idea de que la caridad comprende los sentimientos y no es algo "seco", "frío", "formal" u "oficial", etc. Existe también el peligro contrario, de que "cariño" se interprete como algo empalagoso, sentimental y quizá por eso san Josemaría emplea con frecuencia expresiones como "cariño noble y recio". 127 Amigos de Dios, 229. 128 Ibid. 129 Amigos de Dios, 233. 130 Amigos de Dios, 225. 131 Apuntes de la predicación, 1-XI-1964 (AGP, P01 I-1966, p. 12). 132 Carta 14-II-1974, 23. 133 Carta 16-VI-1960, 21. 134 Carta 29-IX-1957, 76. 135 Cfr. Forja, 632. 136 Carta 11-III-1940, 7. 137 Forja, 954. 138 Apuntes de la predicación (AGP, P01 IV-1971, p. 64). 139 Instrucción, 8-XII-1941, 95. 140 Forja, 312. 141 J.M. Barrio, Educar en libertad. Una pedagogía de la confianza, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, vol. V/1, Roma 2003, pp. 96-97. 142 Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, nota 84. 143 Ibid. 144 Ibid. El "primer literato de Castilla" es Miguel de Cervantes. 145 Carta 29-IX-1957, 35. 146 Surco, 399. 147 Apuntes de la predicación, 18-XI-1972 (AGP, P11, p. 21). 148 Surco, 442. 149 Camino, 20. 150 Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. I, q. 21, a. 3, c. "¿No sabéis que tener misericordia significa hacerse uno mismo miserable, condoliéndose del otro?" (San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae et de moribus manichaeorum, 1, 28, 56). 151 Cfr. capítulo 4º, apartado 1.2.3. 152 Carta 29-IX-1957, 35. 153 Aunque la caridad corrige lo que aparta de Dios, en este texto Jesús dice: "si tu hermano peca contra ti...", y no "si peca contra Dios". Un modo de entenderlo es considerar que la corrección se refiere a faltas que se pueden advertir en los demás, no a las que únicamente conoce Dios, como son las intenciones del corazón. La corrección no se ha de hacer juzgando las intenciones, sino los hechos que se manifiestan externamente. Corrijo al que peca "contra mí" porque realiza algo que puedo advertir como falta, pero le corrijo porque aquello no agrada a Dios. 154 Carta 29-IX-1957, 34. 155 Forja, 146. 156 Forja, 566. 157 Forja, 641. 158 Forja, 147. 159 Forja, 146. 160 Apuntes de la predicación, 4-V-1968 (AGP, P02 X-1968, p. 48). Cfr. Surco, 644. 161 Surco, 328. Cfr. Mt 6, 22-23; Mt 7, 3-5. 162 Apuntes de la predicación, 13-IV-1972 (AGP, P01 VI-1972, p. 45). 163 Apuntes de la predicación, 7-IV-1974 (AGP, P01 V-1974, p. 72). 164 Apuntes de la predicación, 18-V-1974 (AGP, P01 X-1974, p. 97). 165 Amigos de Dios, 231. 166 Camino, 838. 167 Es Cristo que pasa, 182. 168 Carta 14-IX-1951, 11. Cfr. Jn 16, 2. 169 Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, pp. 227 ss.; vol. II, pp. 464 ss.; vol. III, pp. 188 ss. y 572 ss. 170 Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 25, a. 4, c. 171 Forja, 529. 172 Camino, 297. 173 Carta 6-V-1945, 22. 174 Ibid. 175 Carta 29-VII-1965, 34. 176 Ibid., 45. 177 Instrucción, 31-V-1936, 67. 178 Ibid., nota 95. 179 Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 25, a. 5, c. 180 Ibid. 181 Carta 29-VII-1965, 46. 182 Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 25, a. 4, c. 183 Camino, 930. 184 El hombre "no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás" (Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 24). 185 Camino, 783. 186 Surco, 739. 187 Amigos de Dios, 236. 188 Amigos de Dios, 215. Cfr. Camino, 731. 189 Forja, 117. 190 Es Cristo que pasa, 58. 191 Apuntes de una meditación, 3-III-1963 (AGP, P09, pp. 63-64). 192 Apuntes de la predicación (AGP, P01 III-1970, p. 10). 193 Apuntes de una meditación, 3-III-1963 (AGP, P09, pp. 63-64). 194 No hablamos de casos patológicos. La cita de san Josemaría que se reproduce a continuación comienza prudentemente con las palabras "Casi todos...". Porque no todos los que tienen "problemas personales" –no se refiere a las preocupaciones o desvelos que no faltan nunca en quien ama, sino a los conflictos que manifiestan falta de unidad interior–, los tienen por egoísmo. Hay quienes padecen enfermedades psíquicas que tienen esos efectos y, sin embargo, aman a Dios con todo su corazón y santifican esas difíciles situaciones. San Josemaría no habla aquí de estos casos, sino de conflictos interiores en personas con suficiente salud mental que proceden del "egoísmo de pensar en sí mismos". Ni mucho menos quiere decir que todos los "problemas personales" se resuelvan simplemente con buena voluntad. En ocasiones remite al médico (cfr. Camino, 706). 195 Carta 24-III-1931, 15. 196 Apuntes de la predicación, 9-IV-1974 (AGP, P01 V-1974, p. 134). 197 "Caritas est radix fidei et spei, inquantum dat eis perfectionem virtutis. Sed fides et spes, secundum rationem propriam, praesupponuntur ad caritatem, ut supra dictum est. Et sic caritas sine eis esse non potest" (Santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 65, a. 5, ad 2; cfr. S.Th. I-II, q. 62, a. 4, c). 198 Cfr. S.Th. I-II, q. 65, a. 5, ad 1. 199 Es Cristo que pasa, 134. Sobre los términos bíblicos correspondientes a estas tres virtudes, cfr. M. Lubomirski, Vita nuova nella fede, speranza e carità, Roma 2000, pp. 19-185 (estudia con más extensión la fe y la esperanza). 200 Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 24, a. 1, ad 2. 201 La afirmación de que "la caridad presupone la fe" se puede entender como referida a la fe muerta o a la fe viva. En el primer caso se está hablando de quien no está en gracia de Dios y significa que para recibir la caridad y comenzar amar a Dios es preciso "antes" (temporalmente) creer en Él. En el segundo caso se aplica a quien está en gracia de Dios y entonces significa que el amor a Dios "presupone" la fe viva, no en sentido temporal sino dentro del mismo acto. Aquí empleamos la afirmación en este segundo sentido. 202 A. Blanco, Alcuni contributi del beato Josemaría alla comprensione dei rapporti tra fede e ragione, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/1, p. 259. 203 San Agustín, Sermo de Symbolo, c. 1. Santo Tomás de Aquino recoge esta expresión: cfr., p.ej., S.Th. II-II, q. 2, a. 2, c. 204 Por razones de espacio, no se desarrollan aquí otros aspectos de relieve para la vida espiritual, como los motivos de credibilidad, que hacen que sea razonable creer; el carácter voluntario del acto de fe, que hace que, bajo la acción de la gracia, podamos creer el mismo fundamento de la fe (creemos lo que Dios ha revelado porque creemos a Dios que lo ha revelado): esto no es contrario a la razón pero la supera, y por eso creer implica una entrega voluntaria a Dios. Sobre estos temas, cfr. F. Ocáriz – A. Blanco, Revelación, fe y credibilidad, Madrid 1998, cap. VII; A. Blanco – A. Cirillo, Cultura e Teologia. La Teologia come mediazione specifica tra fede e cultura, Milano 2001, cap. III. 205 Cfr. Amigos de Dios, 190 ss. 206 Amigos de Dios, 193. 207 Amigos de Dios, 196. 208 Ibid. 209 Apuntes de una meditación, 21-XI-1954 (AGP, P09, p. 21). 210 Carta 28-III-1955, 7. 211 J.L. Illanes, Tratado de Teología espiritual, Pamplona 2007, p. 362. 212 Carta 19-III-1967, 43. Cfr. P. Río, Doctrina y unidad de vida a la luz de las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/1 pp. 271-311 (especialmente las pp. 281-292, donde la autora estudia la citada expresión de san Josemaría). 213 Es Cristo que pasa, 10. 214 Carta 28-III-1955, 7. 215 Camino, 961. 216 Apuntes de una meditación, 4-II-1962 (AGP, P01 XII-1968, pp. 79-80). 217 Á. Del Portillo, Discurso conclusivo del Convenio teológico de estudio sobre las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá (Roma, 12-14 octubre 1993), en: AA.VV., Santidad y mundo, cit., p. 292. Cfr. E. Tolansky, The Dynamic Role of the Intellectual in the Message of Blessed Josemaría, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, vol. V/2, cit., pp. 237-249. 218 Carta 31-V-1943, 8. 219 Carta 9-I-1932, 28. 220 Es Cristo que pasa, 45. 221 Cfr., p.ej., Es Cristo que pasa, 32 y, en general, la homilía En la Epifanía del Señor (en Es Cristo que pasa, 31-38). 222 Cfr. F. Ocáriz, La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia, en: P. Rodríguez – F. Ocáriz – J.L. Illanes, El Opus Dei en la Iglesia, Madrid 1993, p. 150; G. Moreschini, Vocazione e realtà ecclesiale, en: AA.VV., Vocazione e società, Padova 1970, p. 63. 223 Carta 24-III-1931, 47. 224 Ibid. 225 Ibid. 226 Carta 28-III-1955, 26. 227 Instrucción, 1-IV-1934, 20. 228 Instrucción, 8-XII-1941, 61. 229 Es Cristo que pasa, 77. 230 No os santificaréis si os pasáis la vida esperando la ocasión grande, para ser heroicas –escribe san Josemaría a sus hijas en el Opus Dei–. (...) En cambio, hay una multitud de pequeñeces que requieren heroísmo: algunas, por su continuidad; otras, precisamente por su escaso relieve humano. Por eso emplea el Señor esta fórmula de canonización: quia super pauca fuisti fidelis, super multa te constituam, intra in gaudium domini tui (Mt 25, 21); porque has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho, entra en el gozo de tu señor (Carta 29-VII-1965, 55). 231 Forja, 497. 232 Camino, 588. 233 Carta 24-X-1942, 68. 234 "Por la fe" equivale aquí a "por medio de la fe" o "a través de la fe": cfr. A. Vanhoye, Lettera ai Galati, Milano 2000, p. 98. 235 Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. III, q. 68, a. 1, ad 1. 236 Camino, 857. 237 Amigos de Dios, 119; Surco, 127; Via Crucis, IX Estación, punto 4. 238 Forja, 929. 239 Carta 24-III-1931, 55. 240 Apuntes de la predicación (AGP, P04 1974, vol. II, pp. 600-601). 241 Carta 24-III-1931, 16-17. 242 Camino, 581. 243 "Por la fe, Abel ofreció a Dios un sacrificio mejor que el de Caín (...). Por la fe, Abrahán obedeció al ser llamado para ir al lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba. (...) Por la fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac (...). Por la fe, Moisés, ya adulto, se negó a ser llamado hijo de la hija del Faraón, y prefirió verse maltratado con el pueblo de Dios que disfrutar el goce terreno del pecado, estimando que el oprobio de Cristo era riqueza mayor que los tesoros de Egipto" (Hb 11, 4 ss.). 244 Camino, 579. 245 Cfr., p.ej., Camino, 664; Surco, 166, 447, 774, 756; Forja, 657, 730, 996; Conversaciones, 16; Es Cristo que pasa, 174; Amigos de Dios, 196, 200, 206. 246 Camino, 279. 247 Ibid. 248 Es Cristo que pasa, 172. 249 Ibid. 250 Carta 24-III-1931, 12. 251 Conversaciones, 67. 252 Cfr. CEC, 1817-1818. 253 No obstante hay que señalar que actualmente asistimos a una recuperación de la importancia de esta virtud gracias también a la encíclica Spe salvi de Benedicto XVI (30-XI-2007). 254 Cfr. Amigos de Dios, 205-221. 255 Apuntes de la predicación, 9-I-1971 (AGP, P01 II-1971, p. 39). 256 Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 18, a. 1, c. Indirectamente, san Josemaría lo afirma en Surco, 780. 257 Santo Tomás de Aquino lo explica así: "La caridad hace que el hombre se una a Dios por Él mismo (...). La esperanza y la fe, en cambio, hacen que el hombre se una a Dios como principio del que nos vienen otras cosas. De Dios nos viene el conocimiento de la verdad y el alcanzar la bondad perfecta. Por eso la fe une al hombre con Dios en cuanto es para nosotros principio del conocimiento de la verdad (...); y la esperanza en cuanto es para nosotros principio de perfecta bondad. Por la esperanza nos apoyamos en el auxilio divino para alcanzar la felicidad" (S.Th. II-II, q. 17, a. 6, c; cfr. S.Th. II-II, q. 18, a. 1, c). 258 Amigos de Dios, 208. 259 Carta 11-III-1940, 2. Cfr. Es Cristo que pasa, 65. 260 Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 17, a. 8, c. 261 Amigos de Dios, 205. 262 Camino, 668. Cfr. Forja, 1008; Rm 5, 2. 263 Apuntes de la predicación (AGP, P01 I-1969, p. 66). 264 Camino, 758. Hemos comentado esta expresión de san Josemaría en el capítulo 2º, apartado 2.3.4. 265 Camino, 139. 266 San Agustín, Confessiones, 1, 1, 1. San Josemaría cita este texto en la homilía La esperanza del cristiano: cfr. Amigos de Dios, 208. 267 Forja, 1005. 268 Cfr. P. O'Callaghan, La virtù della speranza e l'ascetica cristiana in alcuni scritti del beato Josemaría Escrivá, en: "Romana" 23 (1996) 262-279. 269 Himno Salve Regina. 270 Cfr. Amigos de Dios, 302. 271 No entramos en el debate histórico sobre el llamado "amor puro", en el siglo XVII, entre Bossuet y Fenelon. No nos consta que san Josemaría se refiera nunca a este debate. Desde luego, una concepción del amor a Dios que prescinda de la esperanza teologal de felicidad en la unión con él, es extraña a su pensamiento. Cfr., p.ej., Camino, 668. 272 CEC, 1818. 273 Camino, 661. 274 Surco, 58. 275 Amigos de Dios, 206. 276 Forja, 617. 277 Surco, 795. 278 Amigos de Dios, 208. 279 J. Peña Vial, "Mística ojalatera" y realismo en la santidad de la vida ordinaria, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. IV, p. 133. Sobre la expresión "mística ojalatera", cfr. en este mismo capítulo, apartado 4.2.2. 280 Amigos de Dios, 209. 281 Amigos de Dios, 211. 282 Forja, 914. 283 Amigos de Dios, 173. 284 Cfr. capítulo 3º, apartado 2.3. 285 Camino, 790. 286 Apuntes de la predicación, 29-XII-1959 (AGP, P01 1977, pp. 1324-1326). 287 J.L. Illanes, Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, Pamplona 2003, p. 241. 288 Camino, 1. 289 Los frutos son siempre de Jesucristo, pero quiere contar con instrumentos. Sin embargo estos a veces no aparecen (son los "otros que han trabajado antes"). Así como la acción de Cristo no se ve y sin embargo es lo principal, así también sucede a veces que los frutos proceden de instrumentos que tampoco se ven, o sea, de los que sembraron, más que de los que recogen. 290 Instrucción, 9-I-1935, 19. 291 Amigos de Dios, 221. 292 Cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 31. 293 Amigos de Dios, 210. 294 Es Cristo que pasa, 123. 295 Amigos de Dios, 219. 296 Amigos de Dios, 208. 297 Surco, 780. En este texto cita Rm 4, 18 según la Vulgata. La Neo-Vulgata traduce: "contra spem, in spe". 298 Carta 24-X-1942, 58. 299 J. Peña Vial, "Mística ojalatera" y realismo en la santidad de la vida ordinaria, cit., p. 133. La expresión de san Josemaría ha inspirado el testimonio de uno de los primeros miembros del Opus Dei: P. Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos, Madrid 19958, 251 pp. 300 Cfr. Santo Tomás de Aquino, Quaestio disputata "De spe", a. 1; S.Th. II-II, q. 17, a. 4, c. 301 "Obiectum enim spei est bonum futurum arduum possibile haberi. Ad hoc ergo quod aliquis speret, requiritur quod obiectum spei proponatur ei ut possibile. Sed obiectum spei est uno modo beatitudo aeterna, et alio modo divinum auxilium, ut ex dictis patet" (Id., S.Th. II-II, q. 17, a. 7). 302 Amigos de Dios, 218. 303 Cfr. CEC, 1817. 304 Es Cristo que pasa, 176. 305 Ibid. 306 Amigos de Dios, 207. 307 Amigos de Dios, 207. 308 Cfr. capítulo 8º, apartado 2.3. 309 Carta 24-III-1931, 55. Sobre el bonum arduum como objeto de la esperanza, cfr. Santo Tomás de Aquino, Quaestio disputata "De spe", a. 1. 310 Amigos de Dios, 219. 311 Amigos de Dios, 215. 312 Ibid. 313 Amigos de Dios, 216. 314 Apuntes de la predicación, 8-XII-1968 (AGP, P01 I-1969, pp. 25-26). 315 Amigos de Dios, 212. 316 Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 48 (texto citado por san Josemaría en la Carta 19-III-1967, 96). 317 Cfr. M. Belda, La pedagogía de la humildad en "Camino", cit., pp. 285-295. Antes que san Josemaría, diversos autores han señalado la singularidad de la humildad respecto a las demás virtudes humanas. 318 Para un recorrido histórico, cfr. P. Adnès, Humilité, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 7 (1969) 1136-1187. 319 T. Sciadini, Umiltà, en: AA.VV. (E. Ancilli, dir.), Dizionario enciclopedico di spiritualità, vol. 3, Roma 1990, p. 2580. 320 El texto dice "manso y humilde de corazón". Sin embargo, la tradición no considera la mansedumbre fundamento de todas las virtudes. Sobre la relación entre mansedumbre y humildad, ver más abajo, apartado 4.4.2. 321 H. Daniel-Rops, Préface a "L'Imitation de Notre Seigneur Jésus-Christ" (edición de la Librairie Arthème Fayard), Paris 1961, p. 13. 322 Apuntes de la predicación (AGP, P01 III-1962, p. 7). 323 Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 161, aa. 2 y 4. 324 Santa Teresa de Jesús, Castillo interior, VI, 10, 8. 325 Cfr. Es Cristo que pasa, 164. En el capítulo 5º, apartado 2 in principio, al hablar del influjo de intelecto, voluntad y sentimientos en la libertad, hemos explicado brevemente lo que la Biblia designa con el término "corazón". 326 Surco, 259. 327 Es una afirmación clásica. San Josemaría la repite, mencionando a veces a otros autores. P.ej., en la Carta 24-III-1931, 33, cita a san Agustín (Sermo 69, reproducido más abajo); en otra ocasión recuerda la expresión de Cervantes: Ha dicho aquél, que es el primer literato de Castilla, que la humildad es la base y el fundamento de todas las virtudes, y sin ella no hay ninguna que lo sea (Carta 24III-1931, 34). Por otra parte, la etimología de la palabra humildad es significativa: proviene del latín humus, el sustrato orgánico que permite el crecimiento de las plantas. 328 Carta 24-III-1930, 20. 329 Carta 6-V-1945, 31. 330 Cfr. P. Adnès, Humilitè, cit., col. 1136. 331 San Atanasio, Oratio contra Arianos, 1, 41. 332 Amigos de Dios, 86. 333 Carta 6-V-1945, 31. 334 Si este texto se aplica a la vida de quien está en gracia de Dios, como hacemos aquí, significa que cuanto más ahonda un hijo de Dios en la humildad, con la ayuda de las gracias actuales, más se dispone a recibir nueva gracia y crecer así en santidad. También se puede aplicar a quien no está en gracia de Dios, y entonces significa (al menos para lo que tratamos ahora) que puede prepararse a recibir la gracia procurando ser humilde (con una humildad "humana" que es base de la humildad del cristiano), reconociendo sus pecados, etc. Dios no niega su gracia a los humildes, y quien se esfuerza en practicar esta virtud humana tendrá, al recibir la gracia santificante, una buena base para crecer en la vida cristiana. 335 San Agustín, De Sancta virginitate, 51. 336 Id., Sermo 69. Existe una nota autógrafa de san Josemaría en la que copia, en latín, este texto del santo obispo de Hipona (cfr. P. Rodríguez, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., comentario al punto 590). 337 Es fundamento "ut removens prohibens" (Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 161, a. 5, ad 2). 338 Amigos de Dios, 98. 339 Apuntes de la predicación, 7-VI-1975 (AGP, P01 VII-1975, p. 219). San Josemaría señala que toma estas palabras de san José de Calasanz. 340 Carta, 28-I-1975 (AGP, P01 VII-1975, p. 158). Cfr. J.M. Casciaro, Fundamentos bíblicos del lema "ocultarme y desaparecer" de San Josemaría Escrivá, en: AA.VV., Signum et Testimonium, Pamplona 2003, pp. 273-295. 341 Carta 24-III-1930, 20-21. 342 Carta 24-III-1931, 37. 343 Ibid., 29. 344 Es Cristo que pasa, 72. 345 Cfr. Santo Tomás de Aquino, De virtutibus in communi, q. 1, a. 9, ad 16 (texto citado en nota al inicio del capítulo). 346 Camino, 675. 347 Amigos de Dios, 233. 348 R. Corazón, La virtud de la sinceridad en la espiritualidad de San Josemaría Escrivá, cit., p. 63. 349 Carta 6-V-1945, 30-31. 350 Cfr. Camino, 376 ss.; Surco, 555 ss.; Forja, 140, 508; Conversaciones, 119; Es Cristo que pasa, 53, 148; Amigos de Dios, 89-90; etc. Sólo en las obras publicadas hasta la fecha habla más de 40 veces de la virtud de la naturalidad. No nos detenemos a estudiar en qué sentido es "parte" de la humildad. Como es sabido, Santo Tomás de Aquino habla de partes de una virtud en tres sentidos: como partes integrales, subjetivas y potenciales (cfr. S.Th. II-II, q. 48, a. 1, c). Aquí basta decir que la naturalidad posee la esencia de la humildad pero no agota todas sus manifestaciones. Por eso decimos que es "parte". 351 Amigos de Dios, 121. Como se puede ver, en este texto habla de "normalidad" y de "naturalidad"; nos parece que para san Josemaría son términos equivalentes. En otra homilía recogida igualmente en Amigos de Dios (nn. 89-90), se refiere, junto con la naturalidad, a la sencillez. Las menciona, en una ocasión, como dos virtudes distintas y, en otra, como una sola. Parece claro que la sencillez en el trato con los demás se identifica prácticamente con la naturalidad; pero, por otra parte, tiene aspectos que no necesariamente hacen referencia a los demás, y en este sentido es una virtud distinta (cfr. infra, apartado 3.3.3). 352 Conversaciones, 24. La luz de Cristo que había prendido en sus corazones les llevaba a santificar sus actividades, no a abandonarlas ni a cambiarlas, si eran honradas. "No dejamos de frecuentar el foro, el mercado, los baños, las tiendas, las oficinas, las hosterías y ferias; no dejamos de relacionarnos, de convivir con vosotros en este mundo. Con vosotros navegamos, vamos a la milicia, trabajamos la tierra y de su fruto hacemos comercio. Y vendemos al pueblo para vuestro uso los productos de nuestros quehaceres y fatigas" (Tertuliano, Apologeticum, c. 42, 1-3). "Los cristianos –se lee en otro documento del siglo II – no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su idioma, ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. (...) Adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable y, por confesión de todos, sorprendente" (Ep. ad Diognetum, c. V, 1 ss.). Son del mundo si ser mundanos: viven con naturalidad cristiana. 353 Cfr. Parte preliminar, apartado I.1. 354 Conversaciones, 24. 355 Carta 24-III-1930, 8. 356 Apuntes de una meditación, 9-I-1959 (AGP, P18, p. 90). 357 Camino, 379. 358 Cfr. Es Cristo que pasa, 21, 111-112; Amigos de Dios, 121. 359 Camino, 380. Cfr. Camino, 842. 360 Camino, 641. En este punto de Camino y, en general, en la enseñanza de san Josemaría, la "discreción" se sitúa "en el horizonte de la vida de cristianos corrientes, de ciudadanos iguales a los demás, que se esfuerzan por santificar su trabajo y testimoniar de manera inequívoca su fe católica, pero sin "publicidad" y tratando de vivir secularmente una "vida escondida con Cristo en Dios" (cfr. Col 3, 3)" (P. Rodríguez, "Camino". Edición crítico-histórica, cit., comentario al punto 641). Más adelante, san Josemaría decidió prescindir de la palabra "discreción" para que no fuera malentendida (cfr. ibidem). 361 Amigos de Dios, 94. 362 Carta 6-V-1945, 32. El conocimiento propio es "condición" de la humildad mientras no va unido a la aceptación de lo que se es. Cuando incluye esa aceptación es ya humildad verdadera. 363 Forja, 342. 364 Amigos de Dios, 94. 365 Carta 24-III-1931, 4. Cfr. Camino, 599; Es Cristo que pasa, 133. 366 Carta 6-V-1945, 32. Cfr. Amigos de Dios, 108. 367 Camino, 604. 368 Camino, 612. 369 Amigos de Dios, 106. 370 Carta 24-XII-1951, 42. 371 Carta 31-V-1954, 13. 372 Carta 24-XII-1951, 42. 373 Conversaciones, 40. 374 Carta 24-III-1930, 20. 375 Carta 9-I-1932, 66. 376 Ibid., 64. 377 Carta 14-IX-1951, 49. 378 Cfr. apartado 3.2.1. 379 Carta 8-XII-1949, 195. 380 Carta 9-I-1932, 66. En Conversaciones, 30, el fundador responde a quienes han sugerido maliciosamente que, con la excusa de la humildad colectiva, pretende encubrir secretos. Esa calumnia –así la califica– tiene su origen en la dificultad que encuentran algunos para comprender que los fieles del Opus Dei son fieles corrientes y que su incorporación a la Obra no cambia su condición en la Iglesia y en la sociedad civil, diversamente de lo que sucede en el caso de los religiosos. Por eso no se presentan oficialmente con el título de miembros de la Obra, ni utilizan distintivos particulares, ni tampoco la Obra publica datos y estadísticas acerca de su vida profesional, familiar o social. No hay en esto secreto sino adecuación a la realidad de las cosas, humildad: respeto a lo que representa la vinculación al Opus Dei. En su propio ambiente, con los colegas de profesión o en el círculo familiar y de amistades –es decir, allí donde puede tener relevancia para los demás el propio modo de vivir coherentemente la fe cristiana–, los fieles del Opus Dei manifiestan con naturalidad su vinculación a la Obra (cfr. también Conversaciones, 34 y 41). 381 Carta 24-III-1931, 34. 382 Carta 11-III-1940, 60. 383 Apuntes de la predicación, 8-IV-1971 (AGP, P01 V-1971, pp. 43-44). 384 Cfr. V. Bosch, Para una "Teología de la sinceridad", a través de los escritos del Beato Josemaría Escrivá, cit.; R. Corazón, La virtud de la sinceridad en la espiritualidad de San Josemaría Escrivá, cit. 385 Apuntes de la predicación, 8-IV-1974 (AGP, P01 V-1974, pp. 130-131). 386 Carta 24-III-1931, 34. Con "perseverar" se refiere aquí a la perseverancia en la entrega a Dios en el Opus Dei, pero se extiende, en general, a la perseverancia en el amor a Dios, que siempre es dinámica, es decir, implica un crecimiento constante en la caridad. 387 R. Corazón, La virtud de la sinceridad en la espiritualidad de San Josemaría Escrivá, cit., p. 59. 388 Ibid., p. 56. 389 Cfr., p.ej., Forja, 710; Conversaciones, 93. 390 Cfr. Amigos de Dios, 141. 391 Surco, 325. Cfr. Forja, 328. 392 Forja, 127. En el capítulo 9º, apartado 4, se hablará de la dirección espiritual como medio de santificación. 393 R. Corazón, La virtud de la sinceridad en la espiritualidad de San Josemaría Escrivá, cit., p. 63. 394 Ibid., p. 65. 395 Forja, 875. El texto de la Escritura es Jr 18, 6. Cfr. Si 33, 13. 396 Santo Tomás de Aquino trata la docilidad como parte de la prudencia (cfr. S.Th. II-II, q. 49, a. 3); aquí la consideramos parte de la humildad. La diferencia tiene su origen en la concepción de la humildad, que santo Tomás presenta dentro de la templanza que perfecciona la facultad concupiscible (cfr. S.Th. II-II, q. 161, a. 4), mientras que para nosotros radica en todas las facultades del alma. Esta diversa concepción de la humildad afecta también a la colocación de otras virtudes. 397 Es Cristo que pasa, 130. 398 Es Cristo que pasa, 135. 399 Cfr. Camino, 56; Forja, 427; etc. 400 Es Cristo que pasa, 65. Cfr. Camino, 868, 887, 893. 401 Conversaciones, 110. Cfr. Conversaciones, 112; Es Cristo que pasa, 18. 402 Es Cristo que pasa, 180. 403 Amigos de Dios, 160. 404 Cfr. Es Cristo que pasa, 20. 405 Cfr. Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. 406 Cfr. Amigos de Dios, 102; Camino, 581; Surco, 434; Es Cristo que pasa, 18. 407 Es Cristo que pasa, 34. 408 Es Cristo que pasa, 24. 409 Es Cristo que pasa, 125. 410 Es Cristo que pasa, 52. 411 Amigos de Dios, 90. 412 Es Cristo que pasa, 87. Al decir que el Paráclito es caridad, se refiere a que es la caridad infinita (increada), no la caridad que derrama en el cristiano. 413 Surco, 566. 414 G. Tanzella-Nitti, "Perfectus Deus, perfectus homo". Riflessioni sull'esemplarità del mistero dell'Incarnazione del Verbo nell'insegnamento del Beato Josemaría Escrivá, en: "Romana" 25 (1997) 370 s. 415 Amigos de Dios, 75. 416 Es Cristo que pasa, 174. 417 Aparece 25 veces sólo en las obras editadas; el mayor número en Surco y en Amigos de Dios. 418 Cfr. DS 76. 419 Cfr. Forja, 290; Amigos de Dios, 176, 201. De la perfección humana de Jesucristo forman parte también las dotes intelectuales y físicas que poseía de modo excelente, pero la perfección humana es principalmente perfección moral. 420 Es Cristo que pasa, 109. 421 Amigos de Dios, 73. 422 Es Cristo que pasa, 125. 423 Amigos de Dios, 93. 424 Amigos de Dios, 72. 425 Amigos de Dios, 74. 426 El valor divino de lo humano es el significativo título de un conocido libro de Jesús Urteaga (1921-2009), publicado en 1948, que ha visto numerosas ediciones en diversos idiomas. Se trata de una de las primeras obras que intentaron transmitir la enseñanza de san Josemaría sobre la vida cristiana. 427 CEC, 1804. Siendo tradicional esta definición del Catecismo, representa también en parte una cierta novedad al referirse a las "virtudes humanas" que en el cristiano están elevadas por la gracia. Este planteamiento se encuentra ya en las enseñanzas de san Josemaría. 428 Santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 64, a. 4, c. 429 Conversaciones, 62. 430 Amigos de Dios, 74; cfr. Amigos de Dios, 91. 431 G. Tanzella-Nitti, "Perfectus Deus, perfectus homo". Riflessioni..., cit., p. 372. 432 Amigos de Dios, 74-75. C. Fabro comenta, refiriéndose a este texto, que "esta página vale un tratado de ascética y mística" (Virtù umane e soprannaturali nelle omelie di mons. Escrivá, cit., p. 184). 433 Surco, 652. 434 Amigos de Dios, 75. 435 Amigos de Dios, 91. 436 Conversaciones, 62. 437 Es Cristo que pasa, 107. 438 San Agustín, De moribus Ecclesiae, lib. I, c. 15, 25. Enseguida citaremos más ampliamente este texto al hablar de la conexión entre las virtudes. 439 San Gregorio Magno, Moralia in Iob, lib. 10, 7. 440 Carta 15-X-1948, 30. 441 Es Cristo que pasa, 50. 442 G. Tanzella-Nitti, "Perfectus Deus, perfectus homo". Riflessioni..., cit., p. 372. 443 CEC, 1827. 444 Cfr., p.ej., Amigos de Dios, 72. Es la división que emplea el Catecismo de la Iglesia Católica: cfr. 1805 y 1834. Las cuatro virtudes se mencionan, conectadas, en Sb 8, 7. Como es sabido, la división se encuentra en Platón (República, lib. IV, 427 e; 433 b-c; etc.) y la adoptan varios Padres de la Iglesia. 445 Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 48, a. 1, c. 446 Cfr. Amigos de Dios, 73-93. 447 Cfr., p.ej., Santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 65. Magistralmente lo explica San Agustín: "La inseparabilidad de las virtudes ha sido propuesta por todos los filósofos que proclaman las virtudes necesarias para la vida (...). El motivo por el cual piensan que, si uno posee una virtud, las posee todas y, si le falta una, no posee ninguna, es que la prudencia no puede ser ni débil, ni injusta, ni intemperante: pues si tuviese alguno de tales defectos, no sería prudente. Y si la prudencia es tal cuando es fuerte, justa y templada, donde ella está, consigo estarán las demás. Del mismo modo, la fortaleza no puede ser ni imprudente, ni intemperante, ni injusta; asimismo la templanza debe ser prudente, fuerte y justa; así como la justicia no es tal si no es al mismo tiempo prudente, fuerte y templada. De modo que, cuando existe una de esas virtudes, allí están igualmente también las otras; y cuando las otras faltan, aquella no es auténtica, aunque por algún motivo pueda parecerlo" (Epistula 167, 2, 4-5). 448 San Agustín considera incluso que la "cuádruple división [de las virtudes] no expresa más que varios afectos de un mismo amor, y es por eso que no dudo en definir estas cuatro virtudes como distintas funciones del amor (...). La templanza es el amor que totalmente se entrega [con alma y cuerpo] a la cosa amada; la fortaleza es el amor que todo lo soporta con facilidad por aquello que ama; la justicia es el amor únicamente esclavo de su amado, por lo que es un recto señorío; la prudencia es amor que elige con sagacidad los medios más adecuados y rechaza los contrarios" (De moribus Ecclesiae, I, 15, 25). 449 Amigos de Dios, 85. 450 Amigos de Dios, 164. Una síntesis de la concepción tradicional de la prudencia puede verse en CEC, 1806. Entre los estudios sobre esta virtud, san Josemaría conocía probablemente el de J. Pieper, Traktat über die Klugheit, München 1949 (trad. cast.: La prudencia, Madrid 1957, 155 pp.). 451 Amigos de Dios, 83. 452 Amigos de Dios, 180. El contexto de esta frase es la virtud de la castidad: la prudencia enseña a no ponerse en peligro de pecado, y así custodia el amor a Dios. Pero la frase tiene una aplicación más general, porque la prudencia indica en cada situación concreta la "medida" de las demás virtudes, haciendo posible que sean informadas por la caridad. De este modo "custodia el Amor". 453 Amigos de Dios, 85. 454 Amigos de Dios, 88. 455 Carta 24-XII-1951, 4. 456 San Agustín, De moribus Ecclesiae, I, 15, 25. 457 Camino, Introducción; cfr. Camino, 33, 384; Surco, 595; Forja, 450, 713, 840; etc. 458 Conversaciones, 93. 459 Amigos de Dios, 87. 460 Amigos de Dios, 86. Remite a Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 47, a. 8. 461 Amigos de Dios, 87. 462 Amigos de Dios, 86. 463 Ibid. 464 Instrucción, 31-V-1936, 43. 465 Amigos de Dios, 88. 466 Amigos de Dios, 86. 467 Ibid. 468 Es Cristo que pasa, 60. 469 J. Peña Vial, "Mística ojalatera" y realismo en la santidad de la vida ordinaria, cit., p. 121. 470 Carta 9-I-1932, 4. 471 Conversaciones, 116; cfr. Conversaciones, 88. 472 Camino, 837. 473 Carta 24-III-1931, 22. 474 J. Peña Vial, "Mística ojalatera" y realismo en la santidad de la vida ordinaria, cit., p. 130. 475 Apuntes de una meditación, 27-III-1975 (AGP, P09, p. 230). 476 No nos detenemos en disquisiciones sobre otros usos del término orden. Puede verse, Santo Tomás de Aquino, In I Sent., d. 20, q. 1, a. 3, sol. 1; S.Th. IIII, q. 26, a. 1. 477 Camino, 79. 478 Conversaciones, 88. 479 Ibid. 480 Hablaremos del "plan de vida" en el capítulo 9º, apartados 5.1. y 5.3. 481 Camino, 3. 482 Forja, 806. La "perseverancia" es aquí la perseverancia en el amor a Dios, en el camino de la propia vocación a la santidad. 483 Cfr. Amigos de Dios, 83; Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 58, a. 1, c.; CEC, 1807. 484 Por radicar las dos virtudes en la voluntad, la relación entre ambas es particularmente estrecha. En la Sagrada Escritura la santidad es llamada "justicia" (cfr. Mc 6, 20; etc.); "santo" es el "justo", el que está "ajustado" con Dios y con los demás, lo que sólo es posible por la caridad que nos permite obrar de un modo divino, como hijos de Dios. 485 Amigos de Dios, 172. 486 Amigos de Dios, 83. 487 Amigos de Dios 488 Amigos de Dios, 172. 489 Carta 8-XII-1949, 187. Cfr. Camino, 440. 490 Amigos de Dios, 83. 491 V. Ferrero Muñoz, La plenitud de la justicia, en: AA.VV., Trabajo y espíritu. Sobre el sentido del trabajo desde las enseñanzas de Josemaría Escrivá en el contexto del pensamiento contemporáneo, Pamplona 2004, p. 367. 492 Amigos de Dios, 173. 493 Ibid. 494 Cfr. Amigos de Dios, 172. 495 Cfr. Es Cristo que pasa, 167. 496 Camino, 407. 497 Forja, 697. Cfr. Conversaciones, 117. 498 Carta 24-III-1931, 12. 499 Camino, 999. 500 Á. del Portillo, Carta pastoral, 19-III-1992 (AGP, P17, vol. III, 348). 501 Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 104, a. 2, ad 3. 502 Carta 19-III-1967, 41. Cfr. Es Cristo que pasa, 17. 503 Surco, 374. 504 Es Cristo que pasa, 17. Estas palabras no están en contraste con la expresión obedecer ciegamente al superior (Camino, 941) sino que sirven para entenderla. "Obedecer ciegamente" no significa "sin inteligencia", sino con una confianza total en que Dios nos guía por medio de las personas que tienen la misión de dirigirnos en la vida espiritual (presupuesta la evidencia de que el mandato que se recibe no sea ofensa a Dios). 505 Carta 6-V-1945, 39. 506 Surco, 374. 507 Surco, 375. 508 Carta 31-V-1954, 22. 509 Cfr. H. Balz – G. Schneider, Dizionario Esegetico del Nuovo Testamento, cit., vol. II, col. 1719. 510 San Agustín, De Genes. ad litt., 8, 6, 12. 511 "Virtus moralis habet rationem virtutis in quantum participat virtutem intelectualem" (Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 47, a. 5, ad 1; cfr. S.Th. I-II, q. 55, a. 4, ad 3). 512 Apuntes de la predicación (AGP, P01 XI-1966, p. 12). 513 Es Cristo que pasa, 173. El texto se refiere a la obediencia a Dios, pero en este caso presenta la actitud de la Virgen también como ejemplo de la virtud humana de la obediencia. 514 I. de Celaya, Libertad y obediencia en la formación sacerdotal, en AA.VV. (L.F. Mateo-Seco, dir.), La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales: XI Simposio internacional de teología de la Universidad de Navarra, Pamplona 1990, p. 703. 515 Ibid., pp. 703-704. 516 Es Cristo que pasa, 17. 517 Apuntes de la predicación (AGP, P01 XII-1966, p. 12). 518 "Hay dos posibles impedimentos para que la voluntad humana se someta a la rectitud de la razón. El primero es que la atracción por algo deleitable la aleje de lo que muestra la recta razón: y esto se evita por la templanza. El segundo es que la voluntad se aparte de lo que indica la recta razón porque resulte difícil. Para quitar este obstáculo es necesaria la fortaleza, por la cual se resiste a las dificultades" (Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 123, a. 1, c). 519 CEC, 1808. 520 Amigos de Dios, 77. Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 123, a. 3, c. 521 Cfr. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 14; CEC, 405. 522 Es Cristo que pasa, 76. 523 Cfr. Amigos de Dios, 222-237. 524 Amigos de Dios, 232. 525 Amigos de Dios, 71. 526 Camino, 11. 527 Cfr. P. Rodríguez, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., ad loc. 528 Camino, 316. 529 Carta 9-I-1959, 59. 530 Cfr., p.ej., Es Cristo que pasa, 2. 531 Apuntes de la predicación (AGP, P01 1973, p. 443). 532 Surco, 149. Cfr. Camino, 994. 533 Cfr. Surco, 66; Es Cristo que pasa, 80; Amigos de Dios, 17, 131, 213; etc. 534 Camino, 728. Cfr. Amigos de Dios, 218. 535 Amigos de Dios, 246. Remite a 2R 22, 2. 536 Cfr. Camino, 508, 610; Surco, 92, 137, 920; Forja, 527, 1055; etc. 537 Cfr., p.ej., Camino, 19. 538 Camino, 508. 539 Carta 24-III-1931, 47. Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 136, a. 4, c. 540 Cfr. Amigos de Dios, 78. 541 Ibid. 542 Surco, 668. 543 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 227). 544 Cfr. Camino, 8; Surco, 112, 773, 860, 932; Forja, 115, 169, 343, 423, 467, 536, 642, 772, etc. 545 Amigos de Dios, 79. 546 Cfr. Camino, 8; Forja, 642. 547 Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 157, aa. 1-2. 548 Es Cristo que pasa, 136. 549 Camino, 10. Cfr. Amigos de Dios, 79. 550 Sobre el sentido del "heredar"-"poseer" la tierra, en el Nuevo Testamento, cfr. H. Balz – G. Schneider, Dizionario Esegetico del Nuovo Testamento, Brescia 2004, vol. II, col. 49-52. 551 Cfr. Es Cristo que pasa, 185-186. 552 Es Cristo que pasa, 185. 553 Camino, 934. 554 Surco, 366. 555 Cfr. Camino, 924, 983, 997. 556 Camino, 983. 557 Amigos de Dios, 80. 558 Es Cristo que pasa, 167. 559 J. Ballesteros, Toda persona es digna. No toda opinión es válida, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. III, p. 73. 560 Camino, 430. 561 Camino, 817. 562 Surco, 526; cfr. Surco, 858. 563 Apuntes de una meditación, 19-III-1975 (AGP, P09, p. 216). 564 Amigos de Dios, 84. 565 Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. 566 Amigos de Dios, 84. "La templanza cría al alma..." es otro modo de remitir al término griego "sophrosyne", que significa "buena crianza": el señorío y la sobria moderación que distingue a quien ha recibido una esmerada educación. El término aparece en 2Tm 1, 7 y Tt 2, 2, pero la Neo-Vulgata lo traduce por sobriedad, en el primer caso, y por prudencia en el segundo, virtudes que sin duda están implicadas de distinto modo en la "sophrosyne" pero sin identificarse totalmente con ella (cfr. J. Pieper, Zucht und Maß, München 1949, pp. 10-12). En san Josemaría la noción está en plena sintonía con la del Catecismo de la Iglesia Católica: "La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados" (CEC, 1809). 567 Cfr. CEC, 2341. 568 Amigos de Dios, 84. 569 Es Cristo que pasa, 24. Cfr. CEC, 2331. 570 Quizá se pueda señalar una ligera diferencia de matiz entre los dos términos. Al hablar de castidad se tiende a pensar en las manifestaciones externas de la virtud, mientras que la pureza evoca más bien la interioridad, el corazón, como parece sugerir la oración litúrgica que pide: "ut tibi casto corpore serviamus, et mundo corde placeamus" (Misal Romano, Missae ad diversa, Collecta: esta oración se encontraba también entre los textos de preparación para la Santa Misa; san Josemaría la recitaba a diario). También el Catecismo de la Iglesia Católica apunta en esta dirección (cfr. CEC, 2520 s.). No obstante, después de examinar los escritos de san Josemaría, tendemos a pensar que los usa prácticamente como sinónimos. 571 Cfr. Amigos de Dios, 177-179, 184; CEC, 2337. 572 Es Cristo que pasa, 5. 573 Amigos de Dios, 185. 574 Cfr. Amigos de Dios, 184-185. 575 Es Cristo que pasa, 25. La referencia a Santo Tomás de Aquino en el texto publicado es bastante amplia: S.Th. I-II, q. 31 y II-II, q. 141 576 Cfr. Amigos de Dios, 175-189. 577 Es una idea que pertenece al patrimonio común de la antropología cristiana: cfr., p.ej., Juan Pablo II, Ex. ap. Familiaris consortio, 22-XI-1981, 11; CEC, 2332 y 2361. 578 Cfr. Amigos de Dios, 179. 579 Forja, 15. 580 Amigos de Dios, 179. 581 Ibid. 582 Apuntes de la predicación, 9-XI-1959 (AGP, P01 V-1978, pp. 20-21). 583 Camino, 119. 584 Amigos de Dios, 175. A continuación cita el comentario de un Padre de la Iglesia a esa bienaventuranza: "Guardan un corazón sano los que poseen una conciencia completamente limpia o los que aman la castidad. Ninguna virtud es tan necesaria como ésta para ver a Dios" (San Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 15, 4). 585 Cfr. Amigos de Dios, 177. La imagen de las alas tiene tras de sí una antigua tradición: cfr. San Agustín, Sermo 68, 12. 586 Camino, 130. 587 Clemente de Alejandría, Stromata, 55, 1. 588 CEC, 2332. 589 Camino, 129. 590 Ciertamente también puede promover la moralidad pública quien no viva la castidad, pero lo hará "a pesar de no vivirla". Aquí hablamos de que la castidad impulsa positivamente a crear un ambiente moral sano que facilite el desarrollo de la persona humana. Juan Pablo II habla de promover una auténtica "ecología humana" (Enc. Centesimus annus, 1-V-1991, 38; cfr. CEC, 2344). 591 Camino, 124. 592 Amigos de Dios, 177. 593 Es Cristo que pasa, 25. 594 Camino, 118, 119, 129 y 131. 595 Camino, 119; cfr. Camino, 280. 596 Es Cristo que pasa, 25. 597 Amigos de Dios, 177. 598 Es Cristo que pasa, 5. 599 Es Cristo que pasa, 24-25. El Magisterio pontificio contemporáneo a san Josemaría dedicó importantes documentos al matrimonio y a la familia en los que se trata con amplitud la castidad conyugal, desde la encíclica Casti connubii de Pío XI (31-XII1930) a la Humanae vitae de Pablo VI (25-VI-1968), pasando por la Constitución Gaudium et spes, parte II, cap I, del Conc. Vaticano II. San Josemaría hace eco en su predicación a este cuerpo de doctrina, desde la perspectiva de la santificación de la vida familiar que le sitúa por encima de planteamientos minimalistas. La doctrina moral acerca de lo que es lícito e ilícito en las relaciones conyugales está claramente afirmada, pero de un modo sobrio. El acento está puesto en el ideal de convertir todo en oración. Lo veremos en el capítulo 7º, apartado 3.1.1. 600 Carta 8-XII-1949, 35. La expresión tradicional "corazón indiviso", aplicada al celibato, se inspira en 1Co 7, 34. Sobre el celibato, cfr. Volumen I, Parte preliminar, III.2.a).2 (pp. 221-224). 601 Cfr. Camino, 164. 602 Amigos de Dios, 183. 603 Cfr. Camino, 161. 604 Cfr. Camino, 134. 605 Amigos de Dios, 185. 606 San Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 15, 1. 607 Amigos de Dios, 114. Es un modo común de referirse al sentido más radical de esta virtud. Juan Pablo II, p.ej., habla de la pobreza de espíritu como un "desprendimiento y desapego coherente de sí mismo" (Homilía, 1-XI-2000, 3). 608 Conversaciones, 111. 609 Cfr., p.ej., Camino, 631, 632, 636. 610 Conversaciones, 110. 611 Ibid. 612 Ibid. 613 Amigos de Dios, 118. 614 Conversaciones, 110. 615 Ibid. 616 Instrucción, 31-V-1936, nota 137. Un claro precedente se encuentra en San Alfonso María de Ligorio, Breve pratica per la perfezione raccolta dalle dottrine di S. Teresa, en: Opere di S. Alfonso Maria de Liguori, Torino 1845-1880, p. 462; La vera sposa di Gesù Cristo, en: Opere Ascetiche di S. Alfonso M. de Liguori, Roma 1933 ss., vol. XIV, pp. 323-343. 617 Amigos de Dios, 122. 618 Cfr. Amigos de Dios, 45-46, 50-52. 619 Amigos de Dios, 125. 620 Ibid. 621 Amigos de Dios, 117. 622 Camino, 194. 623 Cfr. Camino, 636. 624 Conversaciones, 111. 625 Cfr. Camino, 631. En esta línea se puede recordar aquí que Juan Pablo II habló del "enfriamiento religioso causado por el consumismo" (Carta ap. Novo millennio ineunte, 6-I-2001, 46). La facilidad para consumir bienes, en bastantes países, ha arrastrado a muchos a no practicar la virtud de la pobreza, llevando a un enfriamiento de la caridad. 626 Conversaciones, 110. Este texto se ha citado antes con más amplitud. 627 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 180). 628 Cfr. J.L. Illanes, La vida ordinaria entre la irrelevancia y el heroísmo, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. IV, p. 36. 629 Cfr. Benedicto XIV, De servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione, Prati 1839-1842, III, 21, 7. 630 San Agustín, De civitate Dei, lib. X, 21. 631 Benedicto XIV, De servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione, cit., III, 22, 1. 632 Cfr. Benedicto XV, Decreto de las virtudes heroicas del venerable Antonio M. Gianelli: AAS 12 (1920) 172. Cfr. Pío XII, Homilía 5-IV-1948: AAS 40 (1948) 149]. 633 Benedicto XV, Decreto de las virtudes heroicas..., cit., p. 173. 634 Es Cristo que pasa, 82. 635 Carta 24-III-1930, 19. 636 El tema de la lucha cristiana queda para el capítulo 8º. Aquí lo mencionamos sólo porque es exigencia de la perfección de la caridad y es lo que hace que esa perfección se llame "heroísmo". 637 Amigos de Dios, 3. 638 Es Cristo que pasa, 9. 639 Carta 24-III-1930, 19. 640 Es Cristo que pasa, 50. Cfr. Surco, 500; Conversaciones, 116. 641 Carta 8-VIII-1956, 40. 642 Amigos de Dios, 134. 643 Carta 29-VII-1965, 55. San Josemaría menciona varias veces la figura de Tartarín de Tarascón para exponer esta idea (cfr. Es Cristo que pasa, 36; Amigos de Dios, 8; etc.). Se trata de un personaje de las novelas de A. Daudet, una de las cuales, de 1872, lleva ese nombre. 644 Es Cristo que pasa, 36. 645 Carta 24-III-1930, 19. 646 Camino, 813. Cfr. Forja, 85. 647 Camino, 204. 648 J. Orlandis, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, Maestro de vida cristiana, Pamplona 1976, pp. 26-27. 649 Camino, 509. Cfr. Es Cristo que pasa, 172. 650 Cfr. Camino, 277; Es Cristo que pasa, 58; Santo Tomás de Aquino, Super Symbolum Apostolorum, c. 6 ("En la Cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes..."). 651 "Sobre él reposará el Espíritu del Señor, espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia, de piedad y de temor del Señor" (Is 11, 2, según la Vulgata). Siguiendo el texto masorético, la Neo-Vulgata trae solamente seis (falta el de piedad). El texto hebreo de Is 11, 2 repite, entre los seis dones que menciona, el del temor en el v. 3, pero la versión griega de los LXX tradujo esta segunda referencia al temor con un término diferente: "De ahí derivan los siete dones de la devoción católica" (R. Brown – J. Fitzmyer – R. Murphy, Nuovo Grande Commentario Biblico, Brescia 1997, p. 310). Fiel a una antiquísima tradición que arranca de los Padres, el Catecismo de la Iglesia Católica mantiene los siete dones (cfr. CEC, 1831 y 1845). En general, el Magisterio pontificio posterior a la publicación de la Neo-Vulgata continúa refiriéndose al sacrum septenarium: véanse, p.ej., los siete Discursos de Juan Pablo II, del 9-IV al 11-VI-1989. 652 "Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad" (Ga 5, 22-23, según la Vulgata). También en este caso la Neo-Vulgata trae un número menor, siguiendo el texto griego: solamente menciona nueve (en lugar de "paz, paciencia" figura sólo "paz"; y en lugar de "modestia, continencia, castidad", sólo "continencia"). Como sucede con los dones, esta diferencia entre las dos versiones no significa que el número tradicional de los frutos haya quedado sin fundamento. El Catecismo de la Iglesia Católica continúa mencionando los doce y remite a la Vulgata (cfr. CEC, 1832). Por lo demás, las diferencias no tienen mucho relieve, si se considera lo que dice santo Tomás, citando a san Agustín, respecto al número de los frutos: san Pablo no hace una enumeración completa (hay otros muchos); señala sólo algunos para mostrar el género de conducta de los que "viven según el Espíritu Santo" (cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 70, a. 3, ad 4). 653 Amigos de Dios, 92. 654 Un interesante resumen de este debate puede verse en C. González Ayesta, El don de sabiduría según Santo Tomás, Pamplona 1998, capítulo I, pp. 15-65 ("Discusiones sobre los Dones del Espíritu Santo en la Teología del siglo XX"). Santo Tomás de Aquino expone su visión principalmente en In III Sent., d. 34, q. 1, a. 2, c (donde divide los dones en dos grupos, correspondientes a la "vida contemplativa" y a la "vida activa"); S.Th. I-II, qq. 68 y 70 (sobre los dones y los frutos en general); S.Th. II-II, qq. 8, 9, 19, 45, 52, 121, 139 (sobre cada uno de los dones en correspondencia con las siete virtudes principales: las tres teologales y las cuatro cardinales). Diversos estudios señalan una evolución del pensamiento del Aquinate en cuanto a la relación entre virtudes y dones (que evidentemente afecta a la comprensión de los dones mismos). En san Josemaría no se encuentra este tema. Tomamos la doctrina de santo Tomás como marco conceptual básico de nuestra exposición, sirviéndonos también del estudio de M.M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Madrid 1983, 407 pp. (orig.: Les dons du Saint-Esprit, Paris 1964). En cuanto al Magisterio de la Iglesia, nos parece que la encíclica de León XIII, Divinum illud munus (9-V-1897), sobre el Espíritu Santo, es un claro punto de referencia de la enseñanza de san Josemaría, que cita este documento varias veces en sus escritos. 655 CEC, 1831. 656 Cfr. León XIII, Enc. Divinum illud munus, 9-V-1897: Acta Leonis XIII, vol. XVII, 141. 657 Amigos de Dios, 306. 658 Cfr. A. Gardeil, Dons du Saint-Esprit, en: AA.VV., Dictionnaire de Théologie Catholique, 4 (1920) col. 1738 s.; M.-M. Labourdette, Dons du Saint-Esprit, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 3 (1957) col. 1616-1631. 659 Santo Tomás de Aquino, In III Sent., d. 34, q. 1, a. 3. 660 Ibid. Cfr. S.Th. I-II, q. 68, a. 1. 661 M.M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, cit., p. 154. Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 68, a. 4, c.; CEC, 1831. Cuando Philipon dice "máxima perfección" entendemos que se trata de una "perfección divina", o sea, de un modo divino de obrar, no simplemente de la "máxima perfección humana", porque eso es propio de las mismas virtudes. 662 Artículo La Virgen del Pilar, en: AA.VV., Libro de Aragón, Zaragoza 1976, p. 11. 663 Amigos de Dios, 297. 664 Es Cristo que pasa, 174. 665 C. Fabro, La nozione metafisica di partecipazione, Torino 1950, p. 306. 666 Apuntes de una meditación, 26-XI-1967 (AGP, P09, p. 87). 667 Juan Pablo II refleja la tradición sobre la primacía de este don cuando afirma que es "el primero y el mayor de los dones" (Discurso, 9-IV-1989, 1). 668 Consagración al Espíritu Santo, con fecha del 30 de mayo de 1971, Solemnidad de Pentecostés, día en el que el fundador quiso consagrar el Opus Dei al Espíritu Santo. Es el texto en el que trata más directamente de los dones y frutos. Sobre la historia y el significado de esta consagración, cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. III, pp. 610 ss. 669 Apuntes de una meditación, junio de 1972 (AGP, P09, p. 176). 670 Es Cristo que pasa, 133. Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 45, a. 2, ad 1. "Sapientia" viene de "sapere": saborear, gustar. Cfr. la antiquísima oración litúrgica: "Deus, qui corda fidelium Sancti Spiritus illustratione docuisti, da nobis eodem spiritu recta sapere et de eius semper consolatione gaudere". 671 Apuntes de una meditación, 29-X-1967 (AGP, P18, p. 330). Cfr. Conversaciones, 116 y 121. 672 Es Cristo que pasa, 133. 673 Cfr. ibid. 674 Cfr. Amigos de Dios, 315. 675 Surco, 607. 676 Es Cristo que pasa, 174. 677 Ibid. 678 Es Cristo que pasa, 10. Remitimos a lo que se dijo sobre esto en el capítulo 4º, apartado 3.1. 679 Consagración al Espíritu Santo. 680 Amigos de Dios, 92. Sobre la relación entre el don de piedad y la filiación divina, puede verse Juan Pablo II, Discurso, 28-V-1989. 681 Es Cristo que pasa, 185. 682 Forja, 739. Como se puede ver, llama "beatería" a las manifestaciones externas de piedad en una persona que no cumple sus deberes profesionales, etc. Es una falsa piedad, una apariencia de intimidad con Dios, la deformación de una vida que es "beata" o feliz por la verdadera intimidad con Dios. 683 Carta 6-V-1945, 25. 684 Cfr. capítulo 7º, apartado 1.5.1. 685 Carta 25-I-1961, 54. 686 Lo decimos sólo a modo de hipótesis, ya que no se deduce inmediatamente de los textos de san Josemaría que citaremos, sino de su lectura en el conjunto del espíritu de santificación en medio del mundo que transmite. 687 Cfr. J. López Díaz, Virtudes humanas y contemplación cristiana, en: AA.VV. L. Touze, dir.), La contemplazione cristiana: esperienza e dottrina, Roma 2007, pp. 527 s. 688 Santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 68, a. 4, c. 689 Consagración al Espíritu Santo. Se designa también "don de inteligencia". 690 Es Cristo que pasa, 174. 691 Consagración al Espíritu Santo. 692 Ibid. 693 Surco, 283. 694 Consagración al Espíritu Santo. 695 Cfr. Camino, 728. 696 Carta 19-III-1967, 133. 697 Consagración al Espíritu Santo. 698 Camino, 435. 699 Forja, 260. 700 L. Scheffczyk, Die Gnade in der Spiritualität von Josemaría Escrivá, cit., pp. 75-76. 701 Consagración al Espíritu Santo. Cfr. Ga 5, 22-23 (según la Vulgata, como decíamos más arriba). Cfr. los mismos doce frutos en CEC, 1832. 702 Amigos de Dios, 92. 703 Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. I-II, q. 70, a. 3, ad 4 (citando a san Agustín). 704 Surco, 94. 705 Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 29, a. 3, c. 706 Refiriéndose específicamente a los sacerdotes, el Conc. Vaticano II asocia la unidad de vida a la caridad señalando que "en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad" (Decr. Presbyterorum ordinis, 14). El mismo principio se puede aplicar a todo fiel. 707 Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 28, a. 4, c. 708 Ibid. 709 A. Vanhoye, Lettera ai Galati, cit., p. 138. 710 Forja, 332. 711 Cfr. Forja, 105; Camino, 308. 712 Surco, 61. 713 Amigos de Dios, 108. 714 Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, 69. 715 Ibid. 716 Camino, 662. 717 Apuntes de una meditación, 25-XII-1973 (AGP, P09, p. 206). 718 Carta 16-VII-1933, 12. 719 Amigos de Dios, 92. "La tristeza es un vicio causado por el desordenado amor de sí mismo, que no es un vicio especial, sino la raíz general de todos ellos" (Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 28, a. 4, ad 1). 720 Camino, 260. 721 Cfr. Forja, 252. 722 Amigos de Dios, 92. 723 San Agustín, De civitate Dei, XIX, 13, 1. 724 Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 29, a. 4, c. 725 Camino, 759. Cfr. Lc 2, 14 [Vg]. 726 Camino, 300. Cfr. Mt 6, 24. 727 Es Cristo que pasa, 73. 728 Cfr., p.ej., Camino, 758; Surco, 8, 78; Forja, 174, 900; Es Cristo que pasa, 9; etc. 729 Forja, 174. 730 Camino, 768. 731 Surco, 59. 732 Carta 16-VII-1933, 3. 733 L. Scheffczyk, Die Gnade in der Spiritualität von Josemaría Escrivá, cit., p. 77. 734 Es Cristo que pasa, 122. 735 Es Cristo que pasa, 124. 736 Sobre el contenido de esta sección remitimos a la explicación que hemos dado en el lugar correspondiente del capítulo 1º y que hemos vuelto a señalar en el 4º, que abre este volumen. 737 Carta 8-VIII-1956, 37. 738 Camino, 57. 739 Apuntes íntimos, 864 (8-XI-1932) (cit. en P. Rodríguez, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., comentario al punto 57). 740 Ibid. Cfr. Forja, 430. 741 Forja, 282. 742 Forja, 958. 743 Apuntes de la predicación (AGP, P01 III-1970, pp. 7-8). 744 Ibid., p. 11. 745 Carta 24-III-1931, 50. 746 Amigos de Dios, 194. 747 San Agustín, Soliloquia II, c. 1. 748 Es Cristo que pasa, 18. 749 Surco, 628. Con la expresión "varones de deseos" alude a Dn 9, 23: "vir desideriorum es tu". 750 Forja, 591. 751 Apuntes de una meditación, junio de 1972 (AGP, P09, p. 176). 752 El adjetivo "esponsal" no figura en el diccionario de la lengua castellana, pero se encuentra frecuentemente en las obras sobre la vida espiritual. El término castellano equivalente sería "nupcial" o "matrimonial". 753 Una síntesis del tema, en general, puede verse en: P. Adnès, Mariage spirituel, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 10 (1980) col. 388-408 (con bibliografía); T. Álvarez, Matrimonio spirituale, en: AA.VV. (E. Ancilli, dir.), Dizionario enciclopedico di spiritualità, v. II, Roma 1990, pp. 1542-1547. 754 Cfr. Camino, 496; Surco, 801; Forja, 227, 461, 555, 584, 833; Conversaciones, 23; Es Cristo que pasa, 34, 73, 136, 145, 171, 176; Amigos de Dios, 274, 316; Homilía Lealtad a la Iglesia, passim; etc. De la Iglesia como esposa de Cristo, en la enseñanza de san Josemaría, hemos hablado en el capítulo 3º, apartado 1.4. La Santísima Virgen es "esposa" en el mismo sentido, porque ha concebido al Hijo por obra del Espíritu Santo y porque a través de su mediación los cristianos somos engendrados a la vida sobrenatural (cfr. capítulo 3º, apartado 4). 755 Forja, 461. Habitualmente dice "mi madre la Iglesia" o "nuestra madre la Iglesia" u otras expresiones filiales: cfr. Camino, 518, 750; Surco, 49, 275, 354, 369, 409, 920; Forja, 461, 471, 583; etc. 756 Apuntes tomados de la predicación, 12-XI-1956 (AGP, P02 XI-1956, p. 9); lo mismo, p.ej., en AGP, P02 V-1957, p. 13 y en AGP, P02 XI-1957, p. 11. La encíclica Sacra virginitas, 7, cita, por ejemplo, a san Atanasio: "A las que hacen profesión de esta virtud [la virginidad], la Iglesia católica acostumbra llamarlas esposas de Cristo" (Apologia ad Constantium, 33). 757 En los textos escritos procedentes de la predicación oral hemos encontrado sólo dos veces en las que se refiere al alma como esposa de Cristo. Es posible que haya alguna más en las grabaciones completas de los encuentros con personas. 758 Cfr. F. Capucci, Josemaría Escrivá, santo. L'iter della causa di canonizzazione, Milano 2009, p. 20. 759 En el capítulo 4º hemos citado numerosos textos en este sentido. 760 Sobre el tema remitimos a L. Touze, L'avenir du célibat sacerdotal et sa logique sacramentelle, Paris 2009, 281 pp. 761 Santo Tomás de Aquino, In IV Sent., d. 6, q. 1, a. 2, sc. 762 Sobre los usos de la analogía y de la metáfora, cfr. R. Díaz Dorronsoro, Los nombres de Dios, de Jesucristo y de la Iglesia: el recurso a la metáfora y a la analogía, Valencia 2009, pp. 17-66. 763 Conversaciones, 92. Otros ejemplos: Camino, 824; Forja, 435; Es Cristo que pasa, 166; Amigos de Dios, 184. 764 Es Cristo que pasa, 104. 765 R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, Buenos Aires 19444 (edición de Desclée), parte III, c. 1, p. 552 (dentro de la sección "Fundamentos teológicos de la terminología de los escritores de espiritualidad"). El autor hace esta consideración después de haber distinguido entre "analogía propia" (la que se emplea al decir que el cristiano es hijo de Dios) y "metáfora" (la que se usa al afirmar que el cristiano es "esposo de Dios"). Cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. I, q. 1, a. 9, ad 3. 766 Es Cristo que pasa, 142. 767 Forja, 503. 768 Usamos la expresión "vida consagrada" en el sentido que tiene en Juan Pablo II, Ex. ap. Vita consecrata, 25-III-1996, 10, para designar el estado de vida de los que se consagran a Dios por la profesión de los votos de pobreza, castidad y obediencia. 769 Cfr. Sacra Congr. pro Cultu Divino, Ordo consecrationis virginum, 30-V-1970; CIC, c. 604; CEC, 923-924; San Ambrosio, Exhort. virg., 31; De virginibus III, 3, 9; Pseudo Ambrosio, Laps. virg., 5, 20. Una breve síntesis del tema en los Padres puede verse en C. Tibiletti, Vergini - verginità - velatio, en: AA.VV., Dizionario patristico e di antichità cristiane, Casale Monferrato 1983, col. 3560. 770 CIC, c. 607. Las fuentes de este canon son: Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 44; Decr. Perfectae caritatis, 1, 12 (cfr. Codex iuris canonici auctoritate Ioannis Pauli PP. II promulgatus: fontium annotationes, Città del Vaticano 1989, ad loc.). 771 En época reciente, Juan Pablo II ha hecho un uso amplio de esta metáfora, extendiéndola a cualquier fiel: cfr. Ex. ap. Mulieris dignitatem, 15-VIII-1998, 25. 772 Apuntes de la predicación, X-1972 (AGP, P04 1972, vol. II, p. 830). 773 Piénsese, por ejemplo, en el testimonio de santa Teresa de Lisieux que se siente hija pequeña de Dios. No obstante, Jean Galot, después de un recorrido histórico sobre lo que ha representado el misterio de la adopción filial en la época patrística, se pregunta: "¿Esta perspectiva filial ha sido suficientemente mantenida y desarrollada sucesivamente en la tradición mística?" (tradición –hacemos notar– representada mayoritariamente por religiosos). Su respuesta es negativa, al constatar que "la figura del Padre no parece haber recibido toda la atención que merece; no ha sido reconocida en todo su valor la función paterna. Esperamos que la experiencia de la filiación divina ponga mayormente en evidencia el rostro de Aquél que Cristo nos ha enseñado a llamar "Padre"" [J. Galot, Adozione divina, en: AA.VV. (L. Borriello, dir.), Dizionario di mistica, Ciudad del Vaticano 2000, p. 55]. 774 Camino, 291. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría Visión general de la parte tercera Notas 1 J. L. ILLANES, La santificación del trabajo, Madrid 200110, p. 176. 2 De la oración para pedir gracias por intercesión de san Josemaría. 3 Para aclarar los diversos modos en que se habla de “medios” puede servir el ejemplo del caminante que ha de subir una empinada cuesta y se ayuda de una cuerda. Para él es “medio” el terreno en el que apoya sus pasos (“por medio de ese terreno”, avanza); también es “medio” el esfuerzo que debe realizar (“por medio del esfuerzo”, sube la cuesta); finalmente, es “medio” la cuerda a la que se agarra para subir y que le une a la cima a la que quiere llegar (“por medio de la cuerda”, gana altura). Como se ve, en los tres casos –el terreno, el esfuerzo y la cuerda– se habla de “medios”, pero de distinto modo porque es diversa la razón formal de ser medio en cada uno de ellos. Aquí usaremos la expresión “medios” unas veces en el primer sentido (hablaremos, por ejemplo, de que el trabajo es medio de santificación), otras en el segundo (la santidad se alcanza por medio de la lucha cristiana), y otras en el tercero (diremos que los sacramentos, la oración y la formación cristiana son medios de santificación). No obstante, la noción de “medios” se cumple más estrictamente en este tercer sentido, como explicaremos al inicio del capítulo 9º, y por eso hemos dado el título de “Medios de santificación” a ese capítulo. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO SÉPTIMO Notas 1 También podríamos haber escogido como título: "la santificación de la vida cotidiana", o "la santificación en medio del mundo", u otras expresiones semejantes que san Josemaría emplea. Cfr. P. RODRÍGUEZ, La santificación del mundo en el mensaje fundacional del Beato Josemaría Escrivá, en: AA.VV. (J.L. ILLANES – J.R. VILLAR – R. MUÑOZ – T. TRIGO – E. FLANDES, dirs.), El cristiano en el mundo. En el centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá (1902-2002). XXIII Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Pamplona 2003, pp. 48-49. 2 BEATO JUAN PABLO II, Discurso 7-X-2002, 2 (a los participantes en la canonización de san Josemaría, al día siguiente de la ceremonia). El presente volumen ve la luz después de la beatificación de Juan Pablo II, el 1-V-2011, por eso lo citaremos habitualmente con el título de Beato. 3 P. DONATI, Senso e valore della vita quotidiana, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, (Actas del congreso internacional en el centenario del nacimiento de Josemaría Escrivá de Balaguer), Roma 2002-2004, vol. I, p. 242. 4 J. ECHEVARRÍA, Itinerarios de vida cristiana, Barcelona 2001, p. 211 (el cap. 16, titulado "Santificación del trabajo", pp. 209-221, contiene una síntesis de la enseñanza de san Josemaría). 5 En el Magisterio reciente, cfr., p.ej., BEATO JUAN PABLO II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981; Ex. ap. Familiaris Consortio, 22-XI-1981; Enc. Sollicitudo Rei Socialis, 30-XII-1987. 6 Cfr. G. ARANDA, Gen 1-3 en las homilías del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: "Scripta Theologica" 24/3 (1992) 895-919. 7 Cfr. CEC, 302. "Si, según el relato del Génesis, Dios crea al hombre ut operaretur, consiguientemente ha de facilitarle la consecución del fin para el que ha sido creado, a saber, la posibilidad de perfeccionar el mundo, de transformarlo y de darle un sentido humano. Y esto sólo puede tener lugar si la naturaleza está sin "acabar" y, por tanto, si realmente se encuentra abierta a ulteriores perfecciones. Lo cual no se explica sólo en razón de una intrínseca perfectibilidad, sino también por ser objeto del trabajo humano" (M.P. CHIRINOS, Ens per accidens: una perspectiva metafísica para la cotidianidad, en: "Acta Philosophica" 13 (2004) 288). 8 La doctrina de la Iglesia puede verse sintéticamente en CEC, 2332-2335. Sobre la distinción personal como "diferencia de género", cfr. CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, 31-V-2004, passim. Este último documento desacredita una visión antropológica en la que "para evitar cualquier supremacía de uno u otro sexo, se tiende a cancelar las diferencias, consideradas como simple efecto de un condicionamiento histórico-cultural. En esta nivelación, la diferencia corpórea, llamada sexo, se minimiza, mientras la dimensión estrictamente cultural, llamada género, queda subrayada al máximo y considerada primaria. El obscurecerse de la diferencia o dualidad de los sexos produce enormes consecuencias de diverso orden. Esta antropología, que pretendía favorecer perspectivas igualitarias para la mujer, liberándola de todo determinismo biológico, ha inspirado de hecho ideologías que promueven, por ejemplo, el cuestionamiento de la familia a causa de su índole natural bi-parental, esto es, compuesta de padre y madre, la equiparación de la homosexualidad a la heterosexualidad y un modelo nuevo de sexualidad polimorfa" (ibid., 2). En las obras de san Josemaría no hay referencias directas a esta problemática ("ideología de género"), pero se encuentran los elementos de la antropología cristiana desde los que se impugna, en el documento que acabamos de citar, esa visión sólo corporal del sexo y sólo cultural del género. 9 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 36. 10 Conversaciones, 114. 11 Ibid., 60. 12 Desde luego, el tema se encuentra en las obras sobre las enseñanzas de san Josemaría, como son la mayor parte de las que hemos incluido en la Bibliografía (cfr. volumen I, pp. 595 ss.), pero también en otras muchas obras (cfr., p.ej., AA.VV., Vita quotidiana esperienza di santità, Roma 2011, 188 pp.; o la sección sobre "Espiritualidad y trabajo", de R. ISENBERG, en Grundkurs Spiritualität, editado por el Instituto de Espiritualidad de Münster, Stuttgart 2000, sección 5.1; en este último caso, el planteamiento es diverso al nuestro). 13 Carta 9-I-1932, 3. 14 CH. MUNIER, Lavoro, en: AA.VV. (A. DI BERARDINO, dir.), Dizionario Patristico e di Antichità Cristiane, Casale Monferrato 1983, vol. II, col. 1913. Cfr., CH. MUNIER, L'Église dans l'Empire Romain, IIe-IIIe siècles: Église et cité, Paris 1979, 307 pp. 15 C. BURINI, La spiritualità della vita quotidiana nel II e III secolo, en C. BURINI – E. CAVALCANTI, La spiritualità della vita quotidiana negli scritti dei Padri, Bologna 1988, p. 97. 16 W. HEINZELMANN, Der Brief an Diognet, die Perle des christlichen Althertums, übersetzt und gewürdigt, Erfurt 1896. 17 Ep. ad Diognetum, c. V, 1 ss. Cfr. D. RAMOS-LISSÓN, La secularidad en la "Epístola a Diogneto", V-VII, en: AA.VV., La misión del laico en la Iglesia y en el mundo, Pamplona 1987, pp. 269-278. 18 Cfr. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Protrepticus, 10, 100, 4; ORÍGENES, Contra Celsum, I, 29; III, 56 ss.; TERTULIANO, Apologeticus, 42, 2-3. 19 Además de las obras citadas en las notas anteriores, cfr., p.ej., J. GNILKA, Die frühen Christen: Ursprünge und Anfang der Kirche, Freiburg 1999, 348 pp.; A. HAMMAN, La vie quotidienne des premiers chrétiens (95-197), Paris 1971, 300 pp.; W.A. MEEKS, The first urban Christians: the social world of the Apostle Paul, 2ª ed., New Haven 2003, 303 pp.; M. SORDI, I cristiani e l'Impero romano, Milano (ed. revisada) 2006, 234 pp. 20 CH. MUNIER matiza esa desestima del trabajo productivo que suele atribuirse a la cultura griega, limitándola a los llamados trabajos serviles (cfr. Lavoro, cit., col. 1913). La perspectiva cristiana del tema en san Josemaría está bien expuesta en M.P. CHIRINOS, Humanismo cristiano y trabajo. Reflexiones en torno a la materia y al espíritu, en: AA.VV., Trabajo y espíritu. Sobre el sentido del trabajo desde las enseñanzas de Josemaría Escrivá en el contexto del pensamiento contemporáneo, Pamplona 2004, pp. 45-65. 21 Cfr. D. INNERARITY, La comprensión aristotélica del trabajo, en: "Anuario Filosófico" 23/2 (1990) 69-108. 22 Cfr. P. DONATI, Senso e valore della vita quotidiana, cit. p. 234. 23 Cfr. L. MEYER, St. Jean Chrysostome, maître de perfection chrétienne, Paris 1933 (especialmente pp. 288-297: La perfection chrétienne dans le monde). Entre los textos del Crisóstomo pueden verse en este sentido la homilía 7 sobre el evangelio de san Mateo (PG 57, 81) y la homilía sobre el versículo "Saludad a Priscila y Aquila" (Rm 16, 13) (PG 51, 190). 24 Pueden verse ejemplos en M. VILLER – K. RAHNER, Ascetica e mistica nella Patristica, Brescia 1991 (orig. de 1939), pp. 265-276 (cap. 11: La santità nel mondo). 25 En el siglo IV se comienza a ver la consagración a Dios en la vida monástica como "un segundo Bautismo". Se habla de este modo sólo por analogía, naturalmente, porque la consagración religiosa no es un sacramento, pero aun así la fórmula y otras semejantes "encierran el peligro de minimizar la consagración bautismal, de situar la vida cristiana en el mundo a un nivel inferior (...). Juan Casiano llama a los cristianos del mundo "christiani sub lege" y a los del claustro "sub evangelio". La Regula Magistri pone una separación neta entre el mundo y el claustro: (...) en el claustro se es "huésped de Dios", en el mundo "ciudadano del diablo"" (K. SUSO FRANK, Vie consacrée, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, t. 16, Paris 1993, col. 658). Cfr. F. PUIG, El uso de la categoría "consagración" en vísperas del Concilio Vaticano II, en: "Annales Theologici" 22 (2008) 295-323; ID., La consacrazione religiosa. Virtualità e limiti della nozione teologica, Milano 2010, 361 pp. 26 Remitimos al volumen I, Parte preliminar, apartado I.2. 27 Cfr. CH. TAYLOR, Sources of the Self. The Making of the Modern Identity, Cambridge (Mass.) 1989, Part III: The Affirmation of Ordinary Life (pp. 211 ss.). 28 Cfr. J. HUIZINGA, El otoño de la Edad media, Madrid 1994 (1ª ed. de 1919), especialmente el cap. IV. 29 Cfr. C. MICHON, La prose du monde, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. IV, pp. 101-103. 30 "[En la perspectiva existencial] la vida cotidiana tiene carácter primario y fundamental, es decir, existencial constitutivo. Tiene carácter primario porque es en ella donde se abre en primer lugar el horizonte del mundo, de la familia y de la sociedad. Tiene carácter fundamental porque en la vida cotidiana se viven los valores fundamentales de la vida privada y pública. Tiene carácter existencial constitutivo porque es en la vida cotidiana donde el sujeto, cualquiera, se siente ante sí mismo, es decir, ante su proyecto de vida" (C. FABRO, Essere nel mondo, 1978, Premessa nº 1: obra inédita; hemos tomado la cita de ID., L'io e l'esistenza e altri brevi scritti, Roma 2006, pp. 18-19). El director de esta edición, Ariberto Acerbi, añade a las palabras de Fabro que "la cotidianidad (...) es el sólido fundamento empírico en el que solamente se puede recomprender el yo en la concrección de su ser, más allá de cualquier delimitación abstracta o parcial" (ibid., p. 19). Una referencia a la fenomenología como corriente que valoriza la vida cotidiana, puede verse en P. DONATI, Senso e valore della vita quotidiana, cit., p. 233. 31 Sobre el heroísmo de las virtudes, cfr. volumen II, pp. 465-471 (capítulo 6º, apartado 4.6). 32 M. RHONHEIMER, Transformación del mundo. La actualidad del Opus Dei, Madrid 2006, p. 105. 33 F. OCÁRIZ, Vocación a la santidad en Cristo y en la Iglesia, en: AA.VV. Santidad y mundo. Estudios en torno a las enseñanzas del Beato Josemaría, Pamplona 1996, p. 52 (hemos retocado algo la traducción castellana del original italiano publicado en AA.VV, Santità e mondo, Roma 1994, pp. 40-41). 34 Cfr. M. RHONHEIMER, Transformación del mundo, cit., pp. 57-77. De la vida ordinaria en los reformadores se ocupa también, comparándola con la enseñanza de san Josemaría, C. MICHON, en La prose du monde, cit., pp. 95-111. 35 Ibid., pp. 60-61. Hemos escrito en cursiva "santificada", para destacar que se usa en el sentido de la teología protestante. En los dos párrafos siguientes tomamos algunas ideas del libro citado. 36 CH. TAYLOR, Sources of the Self, cit., p. 217. Nótese que en alemán, "llamada" y "profesión" tienen la misma raíz: Berufung y Beruf. 37 Citado en ibid., p. 223. Cfr. V. TRANQUILLI, Il concetto di lavoro da Aristotele a Calvino, Milano-Napoli 1979, 629 pp. 38 M. RHONHEIMER, Transformación del mundo, cit., p. 67. 39 Conversaciones, 114. 40 Ibid., 22. 41 M. RHONHEIMER, Transformación del mundo, cit., pp. 72-74. 42 Cfr. CH. TAYLOR, L'età secolare, Milano 2009, pp. 11-15. En esta nueva obra del autor de Sources of the Self, se distinguen tres aplicaciones del término secularización: como un fenómeno social y político que radica en la pérdida e incluso en la ausencia de relevancia de la religión en la vida pública; o como un fenómeno personal que consiste en la disminución de la fe y de la práctica religiosa, con el alejamiento de Dios y de la Iglesia por parte de las personas; o como la transición, en las personas y en la sociedad, de una situación en la que asumir la fe era un hecho normal, no problemático, a otra en la que se considera como una opción posible entre varias. Aquí, en nuestra frase sobre la Acción Católica "en una sociedad que se seculariza", nos referimos a la primera aplicación. Más adelante haremos referencia a la segunda (cfr. nota 310). 43 Esto vale, p.ej., para la doctrina de J. CARDIJN, fundador de la J.O.C., organismo especializado de la Acción Católica: "[Les jeunes travailleurs] doivent être chrétiens partout, à l'atelier, à l'usine, à la rue, à la maison, aussi bien qu'à l'église (...). Ils doivent voir que le travail peut être la plus expressive des prières..." (Manuel de la J.O.C., Bruxelles 1930, p. 69; la primera edición es de 1925). 44 Cfr. A. MIRALLES, La misión de la Iglesia y las realidades temporales, en: "Romana" 44 (2007) 180-197. En p. 186, citando el Decreto Apostolicam actuositatem, 7, distingue entre la misión de la Jerarquía y la de los fieles, sin separarlas. 45 Sobre el sentido en que san Josemaría es considerado como precursor del Concilio Vaticano II, cfr. vol. I, pp. 96-97 (Parte preliminar, I, 3, e). JUAN PABLO II afirmó que el mensaje de san Josemaría "ha anticipado a esa teología del laicado, que caracterizó después a la Iglesia del Concilio y del postconcilio" (Discurso, 19-VIII-1979). Para más detalles sobre la enseñanza de san Josemaría en relación con otros autores de la teología del laicado, remitimos a la Parte preliminar, apartado I. Cfr. también algunas valoraciones en obras recientes de historia de la Teología: J. SESÉ, Historia de la espiritualidad, Pamplona 2005, p. 289-294; J.L. ILLANES – J.I. SARANYANA, Historia de la Teología, 3ª ed., Madrid 2002, pp. 336-337; J. BELDA, Historia de la Teología, Madrid 2010, pp. 271-272. 46 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 34. Cfr. A. MIRALLES, La missione della Chiesa verso le realtà temporali, en: ID., Ecclesia et sacramenta, Siena 2011, pp. 127-142. 47 Título de la primera homilía del volumen Amigos de Dios. 48 El término "mundo" aparece más de trescientas veces en las obras publicadas hasta la fecha. Nos limitamos a remitir a algunos pasajes que nos parecen suficientemente representativos del significado que acabamos de describir: Conversaciones, 9, 10, 24, 26, 59-61, 70, 72, 112, 113-118; Es Cristo que pasa, 112, 123. Una presentación teológica general del término, útil como marco de la enseñanza de san Josemaría puede verse en J.L. ILLANES, voz "Mundo", en Gran Enciclopedia Rialp, Madrid 1985. En ámbito filosófico, sobre el trasfondo de la relación naturaleza-cultura, señalamos por su interés el artículo de L. FLAMARIQUE, Realidad histórica, Libertad, amor mundi, en: AA.VV., El cristiano en el mundo, cit., pp. 97-112. Las reflexiones filosóficas de la autora sobre el sentido del amor al mundo configurado por la libertad humana, "que implica tanto la afirmación como la negación del mundo" (p. 112), proporcionan una base para comprender el pensamiento de san Josemaría sobre el amor cristiano al mundo. 49 Cfr., p.ej., Conversaciones, 114; Es Cristo que pasa, 71 y 147. 50 Cfr., p.ej., Es Cristo que pasa, 8 y 112. 51 Cfr. Conversaciones, 10-12, 19; Amigos de Dios, 61. 52 Cfr. Surco, 311 (donde menciona la "cultura" entre las "realidades materiales"); Conversaciones, 114 (donde habla de las "tareas civiles" y "seculares" como sinónimo de las "materiales" e incluye entre ellas no sólo el trabajo en el "taller" y en el "campo" –que recaen directamente sobre la materia–, sino también "la cátedra universitaria" y "todo el inmenso panorama del trabajo", es decir, también los trabajos llamados intelectuales). 53 Cfr. Conversaciones, 9-11, 22, 114. 54 Cfr. ibid., 99, 112-116, 123; Es Cristo que pasa, 14, 21, 110, 148; Amigos de Dios, 262, 273. "En el pensamiento del beato Josemaría Escrivá, la vida cotidiana tiene este último significado, el de la totalidad de la vida de cada día. Pero siendo que por lo general la vida cotidiana comprende acciones repetitivas y de poca importancia humana, él tiende en sus escritos y predicación a considerar principalmente la vida que se repite todos los días, la vida de poca importancia o vida ordinaria" (J.A. GODDARD, Contenido y significado de la vida cotidiana en los escritos del Beato Josemaría, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. IV, p. 184). 55 También estas actividades deben realizarse con "perfección profesional" y se puede aplicar a ellas, en cierto modo, el espíritu de santificación del trabajo profesional, como veremos en el apartado 2.1.1.e. 56 Sobre lo que entendemos por "apartamiento del mundo", cfr. volumen I, pp. 227-228. Lógicamente, lo que san Josemaría enseña acerca de la santificación de la vida ordinaria secular puede tener también aplicación, en diversos aspectos, para las ocupaciones ordinarias dentro de la vida religiosa. 57 Conversaciones, 18, 28, 47, 59, 112; Es Cristo que pasa, 91, 120, 182, 184; Amigos de Dios, 10. 58 Ya nos hemos referido a este tema en la Parte preliminar, apartado II.2.f-1 (vol. I, pp. 169-182). 59 Cfr. C. ORTIZ DE LANDÁZURI, El sentido del mundo en Josemaría Escrivá, en: AA.VV., El cristiano en el mundo, cit., pp. 79-96. El autor de este artículo relaciona dos sentidos de "mundo", que designa como "teológico" y "meramente humano" (términos que aquí no empleamos porque no expresan bien la distinción que nosotros deseamos destacar) con algunas metáforas, como las del "fuego", "camino" y "sembrador", que san Josemaría emplea a menudo cuando se refiere a la santificación y al apostolado en medio del "mundo". Esto le permite hacer algunas interesantes observaciones acerca del sentido del mundo en san Josemaría. 60 Cfr. Forja, 703; Conversaciones, 113; Es Cristo que pasa, 112. 61 Cfr., p.ej., Camino, 18, 414, 939; Forja, 569; Amigos de Dios, 63. 62 Algunos los hemos comentado ya: p.ej., Jn 12, 32: "Et ego, si exaltatus fúero a terra, omnia traham ad meípsum" [Vg] (cfr. vol. I, pp. 425-441: capítulo 2º, apartado 3.2.1). Otros los veremos en este mismo capítulo: p.ej., Jn 17, 15: "Non rogo, ut tollas eos de mundo, sed ut serves eos ex malo" (cfr. infra, apartado 1.5.2). Se trata sólo de dos ejemplos. Los pasajes de la Escritura en los que se encuentra expresado el espíritu de santificación en medio del mundo son numerosos. 63 G.K. CHESTERTON, The Everlasting Man (primera edición, London 1925), en: "Collected Works", vol. II, San Francisco 1986, p. 321. 64 J.P. WAUCK, San Josemaría Escrivá. Un cammino attraverso il mondo, Torino 2008, p. 9 (la traducción es nuestra). 65 Es Cristo que pasa, 20. 66 BEATO JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en el Congreso con ocasión del centenario del nacimiento del fundador del Opus Dei, 12-I-2002, 2. 67 Es Cristo que pasa, 14. 68 A. ARANDA, Identidad cristiana y configuración del mundo. La fuerza configuradora de la secularidad y del trabajo santificado, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. I, p. 195. El autor hace esta afirmación a la vista del conjunto de los escritos de san Josemaría, incluyendo los que aún están pendientes de publicación en edición crítica. Sobre la relación del trabajo del cristiano con el de Cristo en Nazaret, cfr., del mismo autor, Lavoro in Cristo dell'alter Christus, en: ID., Identità cristiana: i fondamenti, Roma 2007, pp. 341-346. 69 Es Cristo que pasa, 174. 70 Cfr. Amigos de Dios, 206. Sobre la presencia de este texto paulino en la enseñanza de san Josemaría, cfr. J.M. CASCIARO, Fundamentos bíblicos del lema "ocultarme y desaparecer" de san Josemaría Escrivá, en: AA.VV. (J. CHAPA, ed.), Signum et testimonium, Pamplona 2003, pp. 285-286. 71 Es Cristo que pasa, 17. 72 Ibid., 14. 73 Ibid., 162. 74 Carta 11-III-1940, 11. Cfr. Forja, 518. 75 Santo Rosario, 4º Misterio doloroso. 76 Camino, 178. Este texto es también un ejemplo del profundo "sentido" de la filiación divina y de la identificación con Cristo, tema estudiado en el capítulo 4º, que caracteriza las enseñanzas de san Josemaría, particularmente las que se refieren al dolor. Interesantes consideraciones sobre la luz que puede aportar este planteamiento en el ejercicio de las profesiones sanitarias pueden verse en P. BINETTI, Riflessioni sul significato del dolore negli insegnamenti del Beato Josemaría Escrivá, en: "Annales Theologici" 9 (1995) 409-443; I. CECCARINI – S. GROSSI GONDI – P. RASCHIELLI (dirs.), Il significato del dolore nell'insegnamento del Beato Josemaría Escrivá, Roma 2002, 103 pp. 77 Cfr. Camino, 277. 78 Via Crucis, XI Estación, 2. 79 Camino, 815. Cfr. A. MALO, El sentido antropológico cristiano de la frase: "Haz lo que debes y está en lo que haces", en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. III, pp. 127-140. 80 Cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., p. 914 (comentario al punto 815 de Camino). 81 "...in confinio corporum et incorporearum substantiarum, quasi in horizonte existens aeternitatis et temporis" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentiles, II, c. 80). Cfr. S.Th. I, q. 117, a. 2, c.; De potentia, q. 3, a. 29, arg. 27. 82 BENEDICTO XVI se ha referido de modo penetrante a este misterio comentando la institución de la Eucaristía en la Última Cena. Después de afirmar que en ese momento se cumple lo que antes había anunciado: "Tengo poder para entregar mi vida y tengo poder para recuperarla" (Jn 10, 18), añade: "Él da su vida sabiendo que precisamente así la recupera. En el acto de dar la vida está incluida la resurrección (...). Ya ahora ofrece la vida, se ofrece a sí mismo y, con ello, la obtiene de nuevo ya ahora" (Jesús de Nazaret, vol. II., Madrid 2011, p. 486) 83 Via Crucis, XIV Estación. 84 Forja, 917; cfr. Amigos de Dios, 239. 85 Camino, 355. 86 Cfr. Amigos de Dios, 39-54. 87 Ibid., 54. 88 Apuntes de una meditación, 27-III-1975 (AGP, P09, p. 230). Unas palabras del BEATO JUAN PABLO II pueden servir para ilustrar esta idea: "En el trabajo, merced a la luz que penetra dentro de nosotros por la Resurrección de Cristo, encontramos siempre un tenue resplandor de la vida nueva, del nuevo bien, casi como un anuncio de los nuevos cielos y la tierra nueva (2P 3, 13; Ap 21, 1), los cuales, precisamente mediante la fatiga del trabajo son participados por el hombre y por el mundo (...). Se descubre en esta cruz y fatiga, un bien nuevo que comienza con el mismo trabajo" (Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, 27). 89 Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, 14. 90 Conversaciones, 113. 91 Apuntes de una meditación, 19-III-1968 (AGP, P09, p. 98). Se ha hablado de este tema en el vol. I, p. 564 (capítulo 3º, apartado 3.2.2, sobre "Hacer del día una misa"). 92 Apuntes de una meditación, 27-III-1975 (AGP, P09, p. 230). 93 Camino, 185. Cfr. Forja, 522, 941; Es Cristo que pasa, 69; etc. 94 Empleamos aquí el término "profano" en el sentido en que lo usa san Josemaría en el texto citado a continuación, es decir, como "lo no sagrado en sí mismo", excluyendo las acepciones negativas del término ("deshonesto", "sacrílego", etc.). "Actividades profanas" son todas las actividades humanas nobles que tienen por objeto las realidades de este mundo (por eso las llamamos también "intramundanas"), como cultivar un terreno, cocinar, construir una casa, etc. 95 Es Cristo que pasa, 112. 96 J.A. GODDARD, Contenido y significado de la vida cotidiana en los escritos del Beato Josemaría, cit., p. 186. 97 Amigos de Dios, 314. Cfr. Forja, 553; Conversaciones, 26 y 34; Es Cristo que pasa, 21. 98 Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, 5-6. La palabra "trabajo" se puede entender en sentido subjetivo (como al decir: yo trabajo), y entonces significa la actividad de trabajar, o en sentido objetivo (como cuando se dice: mira este trabajo), y entonces significa el resultado del trabajo: una mesa, un libro, una teoría científica, etc. 99 Recordemos que por ahora nuestro análisis se extiende a todas las realidades temporales; más adelante se restringirá primero a una de ellas –al trabajo profesional–, y después a las otras dos: familia y sociedad. 100 F. OCÁRIZ, El concepto de santificación del trabajo, en ID., Naturaleza, gracia y gloria, Pamplona 2001, p. 263. 101 Cfr. volumen I, c. I, apartado 3.1.1 (p. 309). Así como Dios ha creado todas las cosas en el Hijo, la Palabra divina (cfr. Jn 1, 3; Col 1, 16), de modo que sus obras, las criaturas, son "palabra" suya (cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones disputatae, q. 4, a. 4, c), así también, en cierta manera, las obras de los hijos adoptivos, partícipes del poder creador, pueden convertirse en "palabras" de su diálogo con Dios –en oración–, si están hechas en el Hijo, imitando el obrar de Dios que todo lo ha realizado con Sabiduría y Amor: "omnia in sapientia et caritate fecisti..." (MISAL ROMANO, Plegaria Eucarística IV). 102 Apuntes de una meditación, 4-IV-1955 (AGP, P09, p. 30). 103 Es Cristo que pasa, 48. San Josemaría refiere estas palabras al trabajo, pero evidentemente se pueden extender a los quehaceres familiares y sociales. 104 Es Cristo que pasa, 119. Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 34. 105 Camino, 825. 106 Es Cristo que pasa, 48. Cfr. J.I. MURILLO, El trabajo como manifestación de Dios, en: AA.VV., Trabajo y espíritu, cit., p. 146. Ya vimos con más detalle este tema en el volumen I, pp. 331-334 (capítulo 1º, apartado 3.3.3). 107 Carta 24-III-1931, 59. 108 BEATO JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en el Congreso con ocasión del centenario del nacimiento del fundador del Opus Dei, 12-I-2002, 2. Nos parece que, en esta afirmación, las palabras "mientras se realizan diversas ocupaciones", equivalen a "al realizar diversas ocupaciones" o "en la realización de las diversas ocupaciones". Por el contexto se ve que Juan Pablo II no se refiere a un "rezar mientras se trabaja" sino a "convertir el mismo trabajo en oración" (para lo cual ciertamente es muy conveniente rezar mientras se trabaja, siempre que sea posible; pero transformar el trabajo en oración no consiste sólo en eso: volvemos a remitir a las pp. 331-334 del volumen I). 109 Conversaciones, 114. 110 Cfr. C. IZQUIERDO, "No necesito milagros". La acción de Dios en el mundo y en la vida del cristiano, según el Beato Josemaría, en: AA.VV., El cristiano en el mundo, cit., p. 515. 111 Apuntes de una meditación, 29-IX-1967 (AGP, P18, pp. 330-331). Como decíamos, al mencionar al Opus Dei, en esta meditación se está refiriendo ante todo al mensaje espiritual que predica; en este sentido el texto no se dirige sólo a los fieles del Opus Dei sino a cualquiera que busque la santificación en la vida ordinaria. Obviamente, sus palabras tienen un sentido particular para quienes forman parte del Opus Dei, porque se saben llamados por Dios a encarnar y a difundir este espíritu con unos medios y modos específicos. 112 Ibid. 113 SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 93, a. 1, c. El hombre puede reconocer esa impronta de la Sabiduría divina con la luz de su razón, porque esta luz es participación de la ley eterna en el hombre: la ley natural (cfr. ibid., q. 91, a. 2, c). La fe viva permite además descubrir la ordenación de toda la creación a Cristo. Sobre este tema, cfr. BEATO JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 40-43. 114 BEATO JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 43. La última frase es de SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 91, a. 2, c. El CONCILIO VATICANO II recuerda que "la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal mediante la cual Dios ordena, dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y de su amor, el mundo y los caminos de la comunidad humana. Dios hace al hombre partícipe de esta ley suya, de modo que el hombre, según ha dispuesto suavemente la Providencia divina, pueda reconocer cada vez más la verdad inmutable" (Decl. Dignitatis humanae, 3). 115 Es Cristo que pasa, 48. 116 Carta 24-III-1930, 13. 117 Amigos de Dios, 241. 118 Forja, 741. Cfr. Amigos de Dios, 310 (donde san Josemaría aplica Cant 3, 2 a la búsqueda de Dios en los quehaceres de la vida cotidiana). 119 Carta 9-I-1932, 2. Al decir que comprendió esto "muy pronto" nos referimos concretamente al 7-VIII-1931, momento en que entendió de un modo nuevo las palabras: "et ego si exaltatus fuero a terra..." (cfr. vol. I, pp. 424-441). 120 Amigos de Dios, 221. Cfr. ibid., 308. 121 Carta 15-X-1948, 20. 122 Sobre el sentido en que se puede hablar de una presencia de Cristo en cuanto hombre en el cristiano, cfr. volumen II, capítulo 4º, apartados 2.3 y 2.4 (pp. 78 ss.). 123 Forja, 658. 124 Cfr. SAN AGUSTÍN, In Ioannis Evangelium, 24, 1. 125 C. IZQUIERDO, "No necesito milagros", cit., p. 515. La cita interior es de Es Cristo que pasa, 160. 126 Camino, 362. 127 El cristiano sabe que Dios hace milagros: que los realizó hace siglos, que los continuó haciendo después y que los sigue haciendo ahora, porque non est abbreviata manus Domini (Is 49, 1), no ha disminuido el poder de Dios... (Es Cristo que pasa, 50). 128 C. IZQUIERDO, "No necesito milagros", cit., p. 518. 129 Camino, 583. Cfr. Forja, 235; Amigos de Dios, 263. 130 Amigos de Dios, 308. 131 Camino, 815. El punto procede de Consideraciones espirituales, publicado en 1934. Para el autor de la edición crítico-histórica la frase final se inspira en el clásico age quod agis, de Plauto. Pero en Camino este adagio "está fecundado por la savia de la dignidad humana y cristiana (...): que lo que hagas, sea lo que debes..., es decir, la Voluntad de Dios (...) y, por tanto, pon al hacerlo el corazón y el alma" (P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., p. 914). 132 Sobre el "deber de amar", BENEDICTO XVI ha escrito: "El amor puede ser "mandado" porque antes es dado" (Enc. Deus caritas est, 25-XII-2005, 14). 133 A. MALO, El sentido antropológico cristiano de la frase "Haz lo que debes y está en lo que haces", cit., p. 136. Junto a esta extensión del término "deber" en la frase de san Josemaría, el autor hace notar algo semejante respecto a la extensión del "hacer": "el verbo hacer no se usa sólo con sentido productivo o poietico (significado propio), sino también práctico (actuar) e incluso teórico (contemplar): el carpintero hace no sólo una mesa, sino también acciones buenas o malas e, incluso, oración. Es decir, el término hacer recoge la fenomenología completa de la operatividad humana (...), tiene en cuenta tanto la dimensión productiva como la ética y la contemplativa" (ibid., pp. 129-131). Aunque esto es cierto en general, aquí no lo aplicaremos a la frase que estamos comentando, porque si se entendiera el "hacer" como "contemplar" quizá sería redundante el "está en lo que haces"; y si se tomara el "hacer" en sentido práctico, podría ser redundante el "haz lo que debes", ya que sólo se debe hacer el bien. Por eso, en el caso concreto de este punto de Camino, tomamos el "hacer" sólo en el sentido "productivo" de hacer algo material o intelectual: cocinar, estudiar, etc. 134 Ibid., p. 135. 135 Apuntes de la predicación, 19-VI-1955 (AGP, P01 XII-1961, p. 18). 136 Camino, 772. 137 Ibid., 837. 138 Ibid. 139 Ibid. 140 Ibid. 141 Amigos de Dios, 63. Recuérdese que estamos hablando de la santificación de la realidades temporales en cuanto actividades. Otra cosa son los efectos, a los que nos referiremos luego. Las últimas palabras del texto citado se pueden referir también a esto último (de hecho las repetiremos después), pero el resto se refiere claramente a la actividad, más que a sus efectos. 142 Ibid., 296. 143 Cfr. L. POLO, Acerca de la plenitud, en: "Nuestro Tiempo" 162 (1967) 634. 144 A. MALO, El sentido antropológico cristiano de la frase "Haz lo que debes y está en lo que haces", cit., pp. 137-138. 145 Amigos de Dios, 250; cfr. ibid., 66. 146 L. POLO, El concepto de vida en Mons. Escrivá de Balaguer, en: AA.VV., La personalidad del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Pamplona 1994, p. 179. 147 A. MALO, El sentido antropológico cristiano de la frase "Haz lo que debes y está en lo que haces", cit., p. 140. La expresión "vibración de eternidad" está tomada de san Josemaría: cfr. Amigos de Dios, 239; Forja, 917. 148 Cfr. Gn 2, 3; Ex 28, 38.43 y Ex 29, 29; 1R 9, 3; 2Cro 5, 3; Is 52, 1. 149 CEC, 2085. 150 Conversaciones, 114. 151 Es Cristo que pasa, 120. 152 SANTO TOMÁS DE AQUINO, In IV Sent., d. 48, q. 2, a. 1, c. Cfr. F. OCÁRIZ, La revelación en Cristo y la consumación escatológica de la historia y del cosmos, en ID., Naturaleza, gracia y gloria, cit., pp. 347-355. Las palabras del Doctor Angélico que hemos citado se refieren a la consumación escatológica del mundo, pero al ser la gracia una incoación de la gloria, puede sostenerse que cuando el cristiano procura santificar las actividades temporales, se da en esas mismas realidades una cierta incoación de la transformación futura. Lo cual no significa que haya continuidad entre ambas. Como ya señalamos en la Parte preliminar (cfr. volumen I, p. 182 y p. 192, nota 609), este asunto es tema de discusión entre las posturas escatologistas y encarnacionistas. San Josemaría no se puede encuadrar en ninguna de esas posiciones, tal como han sido planteadas. No afirma que haya continuidad entre el perfeccionamiento del mundo por parte del hombre y el estado último, escatológico de la creación; pero tampoco piensa que ese perfeccionamiento sea irrelevante en los planes de Dios o que no represente ya ahora una cierta reverberación de la gloria divina. Afirma, respecto al cuerpo ––y de algún modo se puede extender a las realidades creadas que son objeto de la acción de los hijos de Dios–, que la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa (Es Cristo que pasa, 103) y mantiene que el hombre está llamado a buscar esa mejora del mundo trabajando para que refleje mayormente la gloria de Dios y dársela él mismo en su corazón. 153 Amigos de Dios, 308. 154 Es Cristo que pasa, 120. 155 Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, 111. 156 PABLO VI, Discurso del 23-IV-1969. 157 Ibid. 158 Cfr. ibid.; CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 34 (cfr. también 31, 35 y 36; y Decr. Apostolicam actuositatem, 7). 159 Carta 14-II-1950, 20. 160 Carta 19-III-1954, 10. 161 Conversaciones, 114. 162 Ibid. 163 Forja, 718. 164 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 25. Cfr. Const. dogm. Lumen gentium, 36. La futura edición crítica de Forja quizá podrá aclarar si el precedente texto de san Josemaría es cronológicamente anterior o posterior al Concilio. En todo caso, la idea es connatural a su predicación. 165 ID., Const. dogm. Lumen gentium, 36. Quizá resulte superfluo hacer notar que no hay la menor sombra de integrismo en este concepto de sanear las estructuras de la sociedad "si en algún caso incitan al pecado", como dice el Concilio, o de "purificarlas de las ocasiones de pecado", con palabras de san Josemaría (cfr. Es Cristo que pasa, 120), haciendo así que "se conformen con los principios que rigen una concepción cristiana de la vida" (Forja, 718: texto que se acaba de citar), lo cual asegura a los hombres lo que necesitan "para vivir de acuerdo con su dignidad" (ibid.). Santificar las estructuras no es clericalizarlas sino ponerlas al servicio de la dignidad del hombre llamado a vivir como hijo de Dios. San Josemaría rechaza expresamente el integrismo político-religioso (cfr. Conversaciones, 44; hemos tratado este tema en la Parte preliminar, apartado I.4.1: vol. I, pp. 107-112). 166 Conversaciones, 97. 167 Amigos de Dios, 171. Cfr. Conversaciones, 48. 168 Forja, 703. 169 Publicada con el título Amar al mundo apasionadamente: cfr. Conversaciones, 113 ss. Cfr. J. L. ILLANES – A. MÉNDIZ, Edición crítico-histórica de "Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer", Madrid 2012, pp. 473-508. 170 Cfr. P. RODRÍGUEZ, La "homilía del campus": el sentido de un mensaje, en: "Nuestro Tiempo" 586 (2003) 30-43; ID., Vivir santamente la vida ordinaria. Consideraciones sobre la homilía pronunciada por el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer en el campus de la Universidad de Navarra, 8-X-1967, en: "Scripta Theologica" 24/2 (1992) 397-418; A.-M. LÉONARD, Le matérialisme chrétien de Josemaría Escrivá. Réflexions autour du livre Entretiens avec Mgr. Escrivá, en: "Annales Theologici" 17/1 (2003) 167-184; M.S. FERNÁNDEZ-GARCÍA, Materialismo cristiano. Audacia y licitud, en: AA.VV., Trabajo y espíritu, cit., pp. 249-258. 171 Poco antes que san Josemaría, había empleado esta expresión J. DANIELOU en su obra Mythes païens et mystère chrétien, Paris 1967: "Un chrétien n'est pas plus spiritualiste que matérialiste; (...) Il y a un matérialisme chrétien, non pas au sens où pour le chrétien tout se réduirait à la matière, ce qui tomberait exactement dans l'erreur inverse de privilégier exclusivement l'esprit, mais au sens où la matière est quelque chose qui est parfaitement valable, une des expressions de la création de Dieu, en sorte que, à travers elle nous pouvons saisir quelque chose de Dieu, comme à travers l'esprit" (p. 62). Hemos tomado este texto de G. DERVILLE, Histoire "mystique". Les sacrements de l'initiation chrétienne chez Danielou, Roma 2000, p. 432. Señala que la obra de Danielou fue publicada en abril de 1967, unos meses antes, por tanto, que la homilía de san Josemaría a la que nos referimos (8-X-1967); a la vez, hace notar que el concepto está presente en san Josemaría desde tiempo atrás (cfr. ibid., pp. 433-436). Según H.D. DEI, Materialismo cristiano y paradoja espiritualista. El cristianismo y el concepto de hombre en la gnosis valentiniana, Buenos Aires 1974, 102 pp., la incomprensión de la realidad de la Encarnación y del valor de la materia por parte de algunos autores cristianos antiguos contribuyó a la formación de la mentalidad espiritualista de carácter gnóstico. En cambio, la idea de un "materialismo cristiano", no la expresión, se encuentra en autores cristianos del s. XX, como Chesterton: "Después de que la Encarnación se convirtiera en la idea central de nuestra civilización, era inevitable que hubiera un retorno al materialismo en el sentido de valorar en serio la materia y la fábrica del cuerpo. Una vez que Cristo resucitó era inevitable que resucitara también Aristóteles" (G.K. CHESTERTON, Santo Tomás de Aquino, Buenos Aires 1986, pp. 105-106; obra publicada en 1933). 172 Conversaciones, 114. 173 Ibid. 174 Ibid. 175 Ibid. 176 Ibid. 177 Como ejemplos de tareas "materiales" menciona las que tienen lugar en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo (ibid). Cfr. Surco, 311. Véase lo que dijimos sobre la equivalencia entre "realidades temporales" y "realidades materiales" en el apartado 1.2. ( "Observaciones terminológicas"), pp. 37-39. 178 Conversaciones, 115. En el contexto cultural en el que san Josemaría predica, los "materialismos cerrados al espíritu" son el materialismo dialéctico marxista, de una parte, y el materialismo práctico hedonista de matriz individualista-liberal, de otra. Luego volveremos sobre estos fenómenos. 179 Ibid., 116. 180 Ibid., 115. La cita interna es de la Const. past. Gaudium et spes, 38. No hemos encontrado precedentes literales de que los sacramentos son "huellas de la Encarnación del Verbo". En todo caso, la doctrina es tradicional. Las siguientes palabras son del comentario de Santo Tomás al Salmo 16 [17] 5: "petit Christus pro Ecclesia ut gressus eius perficiantur, et vestigia, idest sacramenta, non moveantur". Sin embargo, fuera de este texto, no usa la metáfora de las "huellas" sino el concepto de "signo". Lo mismo otros autores como el BEATO RAMÓN LLULL (RAIMUNDO LULIO [1232-1315]), que escribe: "Sacramentum altaris est signum incarnationis Domini nostri Iesu Christi" (Liber clericorum, III, 4). Consta que san Josemaría tenía a mano las obras de este autor (cfr. J. GIL SÁENZ, La biblioteca de trabajo de san Josemaría Escrivá de Balaguer en Roma, Tesis de Licenciatura en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma 2012, p. 184). 181 Conversaciones, 114. 182 Cfr. SAN JUAN DAMASCENO, De fide orthodoxa, l. 3, c. 19 (PG 94, 1080). 183 El término "teándrico" (divino-humano) lo emplea san Juan Crisóstomo (s. IV-V); aplicado a las acciones de Cristo por medio de su humanidad, lo utiliza también el Pseudo-Dionisio en el s. VI. Según SANTO TOMÁS indica que "la operación divina de Cristo se sirve de su operación humana, y ésta participa del poder de su operación divina" (S.Th. III, q. 19, a. 1, ad 1). 184 Es Cristo que pasa, 103. Unas palabras de ÁLVARO DEL PORTILLO ilustran hermosamente esta enseñanza de san Josemaría: "¿Qué contemplamos dirigiendo la mirada al Cielo?", se pregunta, en el contexto de una reflexión sobre la Asunción de la Virgen. Y responde: "La Humanidad Santísima de Cristo, Cuerpo y Alma, y la de su Santísima Madre, también cuerpo y alma, plenamente glorificadas, divinizadas, como primicia de lo que será nuestra gloria, cuando el mismo Cristo transformará nuestro cuerpo de bajeza en cuerpo glorioso como el suyo (Flp 3, 21). Pero no olvidéis que ya ahora la deificación de nuestra alma por la gracia se extiende de algún modo al cuerpo. (...) Y esa misma gracia divina nos hace capaces de santificar –de divinizar– todas las realidades nobles de este mundo, como un anticipo de los nuevos cielos y de la nueva tierra (cfr. 2Pe 3, 13), cuando al final de los tiempos Dios lo será todo en todas las cosas (cfr. 1Co 15, 28). ¿No os da alegría ver cumplido en la Santísima Virgen el ideal de nuestra vida?" (Carta, 19-III-1992, 71: AGP, P17, III, p. 361). El 28-VI-2012, mientras se ultimaba este volumen III, el Papa Benedicto XVI ha aprobado la Declaración de la Congregación para las Causas de los Santos sobre las virtudes heroicas del Siervo de Dios Álvaro del Portillo que, a partir de este momento, comienza a ser llamado Venerable. 185 Cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios (Conversaciones, 116). Comentaremos esta frase más adelante. 186 Ibid., 121. 187 Cfr. CONC. DE TRENTO, Sessio XIII. De sacramento Eucharistiae, c. 3: DS 1640. Las palabras entrecomilladas en este párrafo son frases, ya citadas en los párrafos precedentes, de la homilía de san Josemaría que se viene comentando. 188 Conversaciones, 116 189 J.A. GODDARD, Contenido y significado de la vida cotidiana en los escritos del Beato Josemaría, cit., p. 189. 190 Cfr. S. IRENEO DE LYÓN, Adversus haereses, 5, 2, 2-3. 191 Cfr. Conversaciones, 115 (texto citado más arriba). 192 Cfr. Camino, 677; Forja, 15, 23. 193 K. MARX, Thesen über Feuerbach (1845), en MARX-ENGELS, Werke, Berlin 1969, vol. 3, p. 533. 194 A.M. GONZÁLEZ, El trabajo filosófico a la luz del Beato Josemaría, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. IV, p. 159. 195 Cabría señalar también la diferencia radical entre el "materialismo cristiano" y otras corrientes de pensamiento que, desde fuera del ámbito cristiano, valoran a su modo las realidades materiales, como la "ecología profunda", distinta en parte del ambientalismo y de otros tipos de ecologismo (cfr. L. FERRY, La ecología profunda, en "Vuelta" 192 (1992) 31-43). San Josemaría no las menciona y por eso no nos detenemos en ellas. Baste decir que la "ecología profunda" no es un pensamiento antropocéntrico; la valoración de la materia no se ordena a la perfección del hombre; la especie humana sería una de tantas facetas de una misma realidad en constante desarrollo. En este cuadro no hay lugar para las verdades acerca del hombre y del mundo contenidas en el Génesis. 196 M.P. CHIRINOS, Humanismo cristiano y trabajo, cit., p. 62. Como se puede ver, la autora refiere el quid divinum a la misma realidad material, como diciendo que hay allí un algo divino por haber sido creada por Dios. Esto es indudable, pero nos parece que san Josemaría quiere decir algo más. Habla del quid divinum refiriéndose al descubrimiento de la voluntad de Dios en las actividades que tienen por objeto esa realidad. De todas formas, el texto de la autora deja abierto este sentido. 197 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 62). 198 Apuntes de la predicación, 6-II-1967 (AGP P03, IV-1967, pp. 20-21). Cfr. P. URBANO, El hombre de Villa Tevere, 3ª ed., Barcelona 1995, p. 275. 199 Amigos de Dios, 81. 200 Conversaciones, 116. 201 Camino, 272. La expresión se encuentra en autores espirituales del s. XVI, como SAN JUAN DE ÁVILA (Audi filia, Madrid 1970, c. 75, p. 747): cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., comentario al 272. 202 Conversaciones, 116. 203 Ibid. 204 Ibid. 121. 205 Cfr. Camino, 813-830 (capítulo "Cosas pequeñas"). En la edición crítico-histórica, P. RODRÍGUEZ muestra la presencia de la expresión en los Apuntes íntimos de san Josemaría, al menos desde 1932 (véase el comentario al 813). 206 Cfr. volumen I, pp. 294-298. 207 Cfr. volumen II, pp. 465-471. 208 Cfr. volumen I, pp. 295-296. 209 Forja, 489. 210 Es Cristo que pasa, 50. 211 Amigos de Dios, 63. 212 A. MACHADO, Proverbios y cantares, XXIV: citado en Conversaciones, 116. 213 ALONSO RODRÍGUEZ, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, parte 1ª, tratado I, cap. 9, Madrid 19548, p. 43 (en el capítulo 10 continúa con la misma materia). 214 Cfr. E. HENNESSEY, La noción de "cosas pequeñas" en cuatro autores espirituales del "Siglo de Oro" español, Roma 2009, 314 pp. 215 Cfr. volumen II, pp. 155-156. Se trata de una relación distinta de la que se encuentra en santa Teresa de Lisieux. La importancia de las cosas pequeñas en san Josemaría está ligada al sentido de la filiación divina, no al "camino de infancia espiritual" de santa Teresita. El autor de la edición crítico-histórica de Camino hace notar que el tema no aparece "como directa expresión del camino de "infancia espiritual" [de santa Teresa de Lisieux] sino que va a significar el amor a Dios y al prójimo en la santificación de la actividad del cristiano. (...) [San Josemaría], que seguía un verdadero "camino de infancia" en su relación con Dios, sintiéndose "niño pequeño" ante el Señor, veía con claridad meridiana que no todos tenían por qué hacer suyo ese camino (...). Y a la vez, veía con la misma claridad que el "cuidado de las cosas pequeñas" no era algo "optativo", sino una dimensión fundamental, constitutiva, de la santificación del trabajo profesional y de la vida cotidiana, que él enseñaba" (P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., p. 911: Introducción al capítulo "Cosas pequeñas"). 216 Apuntes de la predicación, 7-IV-1970 (AGP, P01 XII-1982, p. 252). 217 Surco, 493. Cfr. Amigos de Dios, 55. 218 Cfr. volumen I, pp. 22-23. 219 Á. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid 1993, p. 78. 220 Ibid. 221 Ibid., p. 185. 222 Cfr. P. URBANO, El hombre de Villa Tevere, Barcelona 1995, cap. XV (pp. 311 ss.). La autora refleja muy bien este rasgo. 223 Amigos de Dios, 122. 224 Forja, 703. 225 "Desde su comienzo (cfr. Mt 18, 10) a la muerte (cfr. Lc 16, 22), la vida humana está rodeada de su custodia (cfr. Sal 34, 8; Sal 91, 10-13) y de su intercesión (cfr. Jb 33, 23-24; Za 1, 12; Tb 12, 12). "Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida" (S. BASILIO, Eun. 3, 1)" (CEC, 336). Cfr. B. STUDER, "Angelologia", en: AA.VV., Dizionario Patristico e di Antichità Cristiane, Casale Monferrato 1983, vol. I, col. 195-202; I. BOER, en: H. BALZ – G. SCHNEIDER, Dizionario esegetico del Nuovo Testamento, Brescia 2004, col. 35-41. 226 R. LAVATORI, Gli angeli: la loro presenza e la loro azione nella vita cristiana secondo il beato Josemaría, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/1, p. 146. 227 Ibid., p. 149. 228 Ibid. 229 Como miembros de la corte celestial, cfr. Dn 7, 10; Sal 158, 1-2; Mt 26, 53; Lc 2, 15. Como adoradores e intérpretes de la gloria de Dios, cfr. Is 6, 1-4; Mt 18, 10; Ap 5, 11-12. Como embajadores de sus designios, cfr. 2R 1, 3; Jc 6, 11-18; Za 3, 4-6; Dn 2, 22; Lc 1, 11-26; Mt 28, 2-5; Jn 20, 12. Cfr. CEC, 328 ss. 230 Palabras citadas en Á. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, cit., p. 159. 231 Es Cristo que pasa, 63. 232 Camino, 562. 233 Carta 29-VII-1965, 52. Se dirige directamente a las mujeres del Opus Dei que se dedican a la administración doméstica de los Centros de la Obra, pero es evidente que la enseñanza no queda circunscrita a ese ámbito. 234 Cabe observar aquí, por inciso, que si antiguamente se había comparado la vida eremítica y monástica, apartada del mundo, a la de los ángeles, poniéndola bajo su protección (cfr. B. STUDER, Angelologia, cit., col. 198), san Josemaría descubre que también nos ayudan a encontrar a Dios en las tareas seculares y civiles. 235 Conversaciones, 116. Cfr. Surco, 309. 236 Apuntes de una meditación, 24-VI-1937 (AGP, P12, p. 133). 237 Cfr. CEC, 331-333. 238 SAN GREGORIO MAGNO, In Evangelia homiliæ, 8, 2: citado en Es Cristo que pasa, 187. 239 Cfr. R. LAVATORI, Gli angeli: la loro presenza e la loro azione nella vita cristiana secondo il beato Josemaría, cit., p. 137-155. 240 Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei. Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid 1997-2003, vol. I, pp. 478-479. 241 Camino, 563. Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, pp. 454, 490. 242 Apuntes de una meditación, 24-VI-1937 (AGP, P12, p. 133). 243 Amigos de Dios, 63. 244 Conversaciones, 113. 245 P. DONATI, Senso e valore della vita quotidiana, cit., p. 221. 246 Cfr. ibid., pp. 222-223, 236. 247 Ibid., p. 235. 248 Ibid, p. 236. 249 Forja, 736. 250 R. ALVIRA, Filosofía de la vida cotidiana, Madrid 1999, p. 9. 251 C. MICHON, La prose du monde, cit., p. 96. El tema lo trata también P. DONATI, Senso e valore della vita quotidiana, cit., pp. 221-263. Cfr., además, C. ORTIZ DE LANDÁZURI, El caminar histórico hacia el Reino de Cristo en Josemaría Escrivá. El redescubrimiento de lo ordinario en "Camino", "Surco" y "Forja", en: AA.VV. (J.-I. SARANYANA, dir.), El caminar histórico de la santidad cristiana. De los inicios de la época contemporánea hasta el Concilio Vaticano II, Pamplona 2004, pp. 497-516. 252 R. ALVIRA, Filosofía de la vida cotidiana, cit., p. 9. 253 Es Cristo que pasa, 141. 254 Conversaciones, 87. 255 Ibid., 116. 256 Carta 29-VII-1965, 52. 257 Ibid. 258 Ibid. Cfr. Es Cristo que pasa, 50. La "prosa de cada día" es una expresión semejante a la de "prosa del mundo" forjada al parecer por Hegel, quien la emplea, tanto para referirse a los límites que imponen al hombre las ocupaciones de la vida cotidiana, como, más positivamente, al intrínseco valor de las actividades domésticas y productivas de la sociedad burguesa (cfr. C. MICHON, La prose du monde, cit., p. 96). 259 Apuntes de la predicación, 1951 (AGP, P01 1977, p. 73). 260 Ibid. 261 Apuntes de una meditación, 19-VIII-1951 (AGP, P01 XII-1961, p. 15). 262 Es Cristo que pasa, 50; Surco, 500. Cfr. vol. II, pp. 465-471 (capítulo 6º, apartado. 4.6). 263 Surco, 290. 264 P. DONATI, Senso e valore della vita quotidiana, cit., p. 235. 265 Camino, 206. 266 Ibid., 813. 267 Amigos de Dios, 67. 268 Surco, 500. Cfr. Camino, 823. 269 PABLO VI, Discurso a los representantes de Institutos seculares, 2-II-1972, AAS 64 (1972) 208. 270 Ibid. 271 "Laicis indoles saecularis propria et peculiaris est" (CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 31; cfr. BEATO JUAN PABLO II, Ex. ap. Christifideles laici, 30-XII-1988, 15). No volvemos a repetir aquí lo que se dijo sobre el tema en la Parte preliminar, apartado I.3.e (pp. 97-102). Recordemos solamente que "secularidad" viene del latín saeculum, siglo, entendido no como período de tiempo sino como el conjunto de realidades temporales de la sociedad civil. Los fieles laicos se designan como "seglares" porque han de santificar esas actividades que configuran el "siglo", es decir, la sociedad civil en cada época (cfr. J.L. ILLANES, voz "Secolarità", en E. ANCILLI (dir.), Dizionario enciclopedico di spiritualità, cit., vol. 3, pp. 2278-2282). También hay fieles de vida consagrada que son "seculares", pero se trata de una secularidad que difiere tanto de aquella que se puede afirmar de los religiosos como de la que es propia de los laicos (cfr. BEATO JUAN PABLO II, Discurso, 5-X-1994, 4). Sobre el tema en general, cfr. J.-I. SARANYANA, El debate teológico sobre la secularidad cristiana (1930-1990), en: AA.VV. (J.-I. SARANYANA, dir.), El caminar histórico de la santidad cristiana, cit., pp. 105-130; J. MIRAS, Fieles en el mundo. La secularidad de los laicos cristianos, Pamplona 2000, 95 pp. 272 En las obras publicadas hasta el presente aparecen numerosas veces los adjetivos "secular" y "seculares", referidos siempre a los laicos y a los sacerdotes seculares. El término "secularidad" aparece frecuentemente en sus Cartas. 273 Á. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, Pamplona 19913, p. 184. 274 Conversaciones, 60. 275 Ibid., 9. 276 SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I, q. 43, a. 1, c. 277 Cfr. vol. I, pp. 97-103 (dentro del apartado I.3.e). 278 Á. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, cit., p. 185. La determinación de las funciones profanas que no sean congruentes con el estado de presbítero es una cuestión prudencial, competencia de la autoridad eclesiástica, que dependerá de las connotaciones que adquieren algunas profesiones, como la política o la psiquiatría, en unas determinadas circunstancias culturales e históricas. Álvaro del Portillo añade a continuación una interesante comparación con la consagración religiosa: "En cambio, en los religiosos -testigos públicos, nomine Ecclesiae, del espíritu de las bienaventuranzas (cfr. Lumen gentium, 31 b) y por tanto del nuevo cielo y de la nueva tierra- se produce una verdadera separación. Es esa separación a curis et negotiis saecularibus [en nota cita a san Jerónimo, san Benito, santo Tomás de Aquino y Suárez] la que produce, la que hace posible, el testimonio escatológico público que es propio y esencial del estado religioso. Hasta el punto de que si no consistiese en eso la sustancia teológica del estado religioso, no tendría razón de ser tal estado eclesiástico" (ibid., pp. 185-186). La "separación a curis et negotiis saecularibus" tiene lugar en la consagración religiosa por la asunción de los votos propios del estado religioso, ya que -en nuestra opinión- la naturaleza de esos votos comporta una nueva relación con las actividades temporales. Sin embargo, puede haber votos que no cambien esa relación ni, por tanto, la secularidad. En todo caso, a san Josemaría no le interesan, para quienes siguen su enseñanza, ni votos, ni promesas, ni forma alguna de consagración (...), diversa de la consagración que ya todos recibieron con el Bautismo (Conversaciones, 20). Pero de aquí no se puede deducir que cualquier voto o promesa separe del mundo. San Josemaría no lo afirma. Dependerá del objeto del voto o de la promesa. En cuanto a los religiosos que son sacerdotes, se sigue de lo anterior que no les corresponde la secularidad del mismo modo que a los sacerdotes seculares, pues están llamados a ejercer su ministerio de acuerdo con su vocación propia, que comporta una "separación" del mundo, aunque no sea externa y material, como se vio en la Parte preliminar. Cfr. vol. I, pp. 97-98 y 215 ss. 279 Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973, en: Amar a la Iglesia, Madrid 19862, p. 67. 280 "Indoles sacra el organice exstructa communitatis sacerdotalis..." (CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 11). 281 Cfr. Conversaciones, 21. 282 Ibid., 11. Cfr. ibid., 9. 283 Cfr. A. GARCÍA SUÁREZ, Existencia secular cristiana. Notas a propósito de un libro reciente, en: "Scripta Theologica" 2 (1970) 146. 284 Conversaciones, 59. 285 Ibid., 9. 286 Ibid., 59. 287 Ibid., 66. 288 Ibid. 289 Cfr. vol. II, pp. 113-120 (capítulo 4º, apartado 3.1.2: "Alma sacerdotal" con "mentalidad laical"). 290 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 36. 291 Á. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, cit., p. 26. 292 Carta 19-III-1954, 7. San Josemaría no habla aquí, explícitamente, de "mentalidad laical", pero nos parece claro que la visión que transmite responde a ese concepto. El texto continúa con una cita paulina: "porque quiso el Padre poner en Él la plenitud de todo ser y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz" (Col 1, 19-20). 293 "Para el laico es especialmente importante no maltratar las cosas, usarlas sin olvidar ni un momento la naturaleza peculiar de cada una, actuar respetando la autonomía que, en su orden, tienen las realidades temporales. La seriedad en lo humano, en lo profesional, es importante para el cristiano, tanto desde el punto de vista de su fidelidad a la ciudad terrena, como del de su fidelidad a la llamada sobrenatural" (J.L. ILLANES, La santificación del trabajo, Madrid 200110, p. 96). 294 Carta 9-I-1959, 31. Cfr. CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 36 y 56. 295 Carta 6-V-1945, 27. 296 Carta 14-II-1950, 3. 297 Conversaciones, 116. 298 Ibid. 299 Ibid., 117. 300 Ibid. 301 G. REDONDO, Historia de la Iglesia en España (1931-1939), vol. I, Madrid 1993, p. 32. Al clericalismo nos hemos referido ya en otros momentos, desde distintos puntos de vista: cfr. vol. I, p. 64, nota 101 y pp. 460-461; vol. II, pp. 118-119, 262. 302 Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 12 y 40-44. 303 Cfr. vol. II, pp. 46-53. Comprender la autonomía de las realidades temporales a la luz de la Encarnación redentora es muy propio de la enseñanza san Josemaría. 304 Cfr. CONC. VATICANO II, Decl. Dignitatis humanae, 2 y 7. Se ha escrito, con fórmula pertinente, que "es esencial para la libertad política y la libertad civil que esté permitido usarlas mal: de otro modo no existiría libertad alguna" (M. RHONHEIMER, Cristianismo y laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja, Madrid 2009, p. 185). 305 Conversaciones, 50. 306 Carta 29-IX-1957, 55. Cfr. P. DONATI, Senso e valore della vita quotidiana, cit., pp. 255 ss. ("...verso una nuova "laicità civile"..."). 307 É. GILSON, Por un orden católico, Madrid 1936, pp. 132-133 (citado por G. REDONDO, Historia de la Iglesia en España..., cit., p. 89). El original de la obra de Gilson (Pour un ordre catholique) es de 1934, antes de la guerra civil española y del régimen confesional que la siguió a partir de 1939. No obstante, nos parece que sus palabras retratan bien el tipo de clericalismo que se encuentra en el trasfondo del texto citado de la homilía de san Josemaría. 308 Carta 2-II-1945, 1. 309 "Los cristianos viven en el mundo sin ser del mundo" (Ep. a Diogneto, c. 6). 310 Es Cristo que pasa, 125. 311 Carta 19-III-1954, 5. Cfr. Forja, 569; Camino, 939. San Josemaría comenta frecuentemente Jn 17, 15-16. Cuando habla de "no ser mundanos" se refiere al "no son del mundo", de este texto; y cuando dice que "hemos de estar en el mundo y ser del mundo", quiere decir lo mismo que "no los saques del mundo". Su lectura del pasaje evangélico no se aleja del sentido literal: cfr. G.R. BEASLEY–MURRAY, John, en D.A. HUBBARD – J.D.W. WATTS, Word Biblical Commentary, vol. 36, Waco (Texas) 1987, pp. 299 ss. 312 Cfr. Camino, 279. 313 J.L. ILLANES, Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, Pamplona 2003, p. 43. 314 Ibid. 315 Es un amor que "lleva al cristiano a participar con todas sus fuerzas en la construcción de su historia" (L.F. MATEO-SECO, Sapientia Crucis. El misterio de la Cruz en los escritos de Josemaría Escrivá de Balaguer, en: "Scripta Theologica" 24 (1992) 426). 316 Amigos de Dios, 206. A continuación cita Col 3, 1-3: "buscad las cosas de arriba...". 317 Surco, 290. La cita corresponde a Jn 3, 16. Cfr. Conversaciones, 118; también A.M. GONZÁLEZ, El trabajo filosófico a la luz del Beato Josemaría, cit., p. 164. 318 J. PEÑA VIAL, Mística ojalatera y realismo en la santidad de la vida ordinaria, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. IV, p. 126. 319 La interpretación de 2Tm 4, 10 en el sentido indicado es común entre los exegetas: cfr. L. OBERLINNER, Le Lettere pastorali. La Seconda Lettera a Timoteo (vol. XI/2.2. de AA.VV., Commento Teologico al Nuovo Testamento), Brescia 1999, p. 249; P. IOVINO, Lettere a Timoteo (vol. 15 de AA.VV., I Libri Biblici), Milano 2005, p. 225. Ya los Padres entendían el pasaje como una traición de Demas por amor a lo mundano: cfr. SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Ep. II ad Timotheum homiliae, ad loc. 320 Cfr. Surco, 158, 716; Forja, 89. Volveremos a encontrar el tema del aburguesamiento al hablar de las tentaciones del "mundo" y de la tibieza, en el capítulo 8º, apartado 3.2.2. (pp. 325-331) y apartado 5 (pp. 409-421). Son conceptos muy próximos en la predicación de san Josemaría. 321 Carta 9-I-1959, 19. 322 Amigos de Dios, 210. 323 Es Cristo que pasa, 21. 324 Cfr. CH. TAYLOR, L'età secolare, Milano 2009, p. 13. Como decíamos en la nota 40, este autor distingue tres aplicaciones del concepto de secularización. Ahora nos referimos a la segunda. Un interesante recorrido por los autores que han estudido recientemente este tema puede verse en M.A. FERRARI, Il processo moderno di secolarizzazione, en: "Acta Philosophica" 18 (2009) 163-172. 325 Apuntes de la predicación, 20-V-1973 (AGP, P01 IV-1973, pp. 16-17). 326 Un tratado reciente sobre esta materia, con un enfoque afín al que late en las enseñanzas de san Josemaría, es el de P. O'CALLAGHAN, Christ our Hope: an Introduction to Eschatology, Washington D.C. 2011, 358 pp. 327 Pueden verse, p.ej., los capítulos "Postrimerías" de Camino (nn. 734-753), "Más allá", de Surco (nn. 875-898) y "Eternidad" de Forja (nn. 987-1055). Cfr. C. ORTIZ DE LANDÁZURI, El sentido escatológico del trabajo en san Josemaría, cit., pp. 163-180. 328 Forja, 987. 329 Camino, 746. 330 A. NIETO, La hora de un santo. El tiempo en las enseñanzas de san Josemaría Escrivá de Balaguer, en: "Romana" 51 (2010) 432. 331 Cfr. Camino, 741; Surco, 879, 886. 332 Surco, 895. 333 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 21. 334 A los ya citados (Camino, 741 y Surco, 879, 886), se pueden añadir, p.ej., Camino, 752 y 753; Surco, 881 y 894. No obstante, lo que suele pretender es apartar del mal uso de las realidades temporales, más que subrayar su fugacidad: cfr. Camino, 747. 335 Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. II, pp. 673-684. 336 Camino, 738. 337 Cfr. Amigos de Dios, nn. 39-54. 338 Ibid., 39. 339 Ibid., 40. 340 Ibid., 41. 341 Ibid. 342 Ibid., 46. 343 Ibid., 47. 344 Ibid., 54. 345 Cfr. Surco, 875, 876. 346 Es Cristo que pasa, 152. 347 Surco, 876. La idea se encuentra expresada también de otros modos: cfr. Forja, 1022. 348 Cfr. Es Cristo que pasa, 103 (texto citado más arriba, en 1.4.2.a). Las palabras que ahora interesan son: la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa. Cfr. también Amigos de Dios, 220; Forja, 1013. 349 C. CARDONA, La clave de Forja, en: M.A. GARRIDO GALLARDO (dir.), La obra literaria de Josemaría Escrivá, Pamplona 2002, pp. 141-142. 350 Apuntes de una meditación, 25-XII-1972 (AGP, P09, p. 186). 351 Sobre este tema, cfr. vol. I, pp. 390 ss. (capítulo 2º, apartado 2.3.1). 352 Surco, 52. 353 Forja, 1005. 354 Carta 9-I-1932, 59. 355 W. MAY, Divine Filiation and Our Mission to Continue Christ's Redemptive Work in the World, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. IV, cit., p. 66. 356 Hemos contado doce en las Cartas. En la predicación oral las alusiones son más frecuentes. 357 ORÍGENES, Comm. in Lucam, Discurso 38, 1-2. En esta línea, el Catecismo de la Iglesia Católica dice bellamente que "las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo" (CEC, 1717). 358 P. MELONI, Beatitudini, en: AA.VV., Dizionario Patristico e di Antichità Cristiane, Milano 2006, vol. I, col. 752. 359 Ibid. 360 Carta 25-I-1961, 52. 361 Ibid., 53. 362 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. Lumen gentium, 31. 363 Conversaciones, 14. Para la doctrina de la Iglesia sobre este punto, cfr. CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, 31-V-2004. Una síntesis del profundo cambio operado por Cristo para restablecer la relación original entre el hombre y la mujer, puede verse en B. WITHERINGTON, voz "Women (NT)", en D.N. FREEDMAN, The Anchor Bible Dictionary, New York 1992, vol. VI, pp. 957-961. 364 Años más tarde recordará que poco después del 2-X-1928 había escrito: Nunca habrá mujeres –ni de broma– en el Opus Dei (Apuntes de una meditación, 14-II-1964: AGP, P09, p. 74. El escrito donde anotó esta frase, entre 1928 y 1930, no se conserva). Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, p. 322. 365 Cfr. F.R. QUIROGA, 14 de febrero de 1930: la transmisión de un acontecimiento y un mensaje, en: "Studia et documenta" 1 (2007) 163-189. 366 Á. DEL PORTILLO, Carta pastoral, 24-I-1990, 8 (AGP, P17, II, p. 469). 367 Apuntes de una meditación, 14-II-1955 (AGP, P01 II-1955, p. 6). 368 Conversaciones, 14. 369 BEATO JUAN PABLO II, Ex. Ap. Mulieris dignitatem, 15-VIII-1988, 7. 370 Cfr. A. ARANDA, Identità cristiana: i fondamenti, Roma 2007, p. 127 (se refiere en particular a la inclinación al dominio por la fuerza o la seducción). 371 Cfr. B. CASTILLA Y CORTÁZAR, Considerazioni sull'antropologia "uomo-donna" nell'insegnamento del Beato Josemaría Escrivá, en: "Romana" 21 (1995) 434-447; A.M. ARAUJO DE VANEGAS, Mujer: dignidad y vocación, en: AA.VV., Un mensaje siempre actual, Buenos Aires 2002, pp. 341-352. 372 Conversaciones, 90. 373 Ibid., 14. Como vimos en el capítulo 4º, apartado 2.5 (vol. II, pp. 104-106), san Josemaría recuerda que sólo el varón es sujeto de la ordenación sacerdotal. Su visión del sacerdocio común y de la cooperación con el ministerial ayuda no poco a comprender que esta reserva no implica ninguna injusta discriminación. 374 M.H. DA GUERRA PRATAS, Una nueva luz sobre el significado del trabajo, en: AA.VV., Trabajo y espíritu, cit., p. 261. 375 Conversaciones, 87. 376 Carta 29-VII-1965, 4. 377 Conversaciones, 87. 378 Ibid., 90. Cfr. A.L. CARRERAS, El modo femenino de dialogar y comunicarse, en: AA.VV., Un mensaje siempre actual, cit., pp. 373-388. 379 Conversaciones, 87. 380 Ibid. Años más tarde, el BEATO JUAN PABLO II escribió que Dios "confía (a la mujer) de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer –sobre todo en razón de su feminidad– y ello decide principalmente su vocación" (Ex. ap. Mulieris dignitatem, 15-VIII-1988, 30). 381 Conversaciones, 87. 382 M.P. CHIRINOS, Un'antropologia del lavoro. Il "domestico" come categoria, Roma 2005, p. 107. 383 J. DE GROOT, La mujer en la economía divina: de los Padres de la Iglesia a san Josemaría, en: "Romana" 39 (2004) 288. 384 Ibid. 385 M.H. DA GUERRA PRATAS, Una nueva luz sobre el significado del trabajo, cit., p. 263 s. 386 Cfr. Es Cristo que pasa, 24 (respecto a la familia) y Amigos de Dios, 57 (respecto al trabajo). 387 "Oh Dios que, por mediación de la Santísima Virgen, concediste a san Josemaría gracias innumerables escogiéndole como instrumento fidelísimo para fundar el Opus Dei, camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano, haz que yo sepa también...". 388 Entre los numerosos testimonios que se podrían citar sobre esta afirmación, nos parece significativo el de J. HAALAND MATLARY, profesora de la Universidad de Oslo: "Cuando finalmente descubrí que la oración ha de preceder y penetrar el trabajo, entendí la verdadera espiritualidad de Escrivá. El trabajo sin una perspectiva sobrenatural es bueno, útil, loable, y desarrolla tanto las virtudes humanas como la sociedad, pero no es más que eso. Este trabajo no es santificado; no santifica ni al trabajador ni a sus colegas" (Work, a Path to Holiness, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. I, p. 159). 389 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 31-36; Const. past. Gaudium et spes, 33-39; Decr. Apostolicam actuositatem, 1-3, 7. "Con sobrenatural intuición –afirmó el BEATO JUAN PABLO II en la homilía de la beatificación– el Beato Josemaría predicó incansablemente la llamada universal a la santidad y al apostolado. Cristo convoca a todos a santificarse en la realidad de la vida cotidiana; por ello, el trabajo es también medio de santificación personal y de apostolado cuando se vive en unión con Jesucristo" (Homilía, 17-V-1992). Cfr. ID., Discurso, 19-III-1979, y Discurso, 12-I-2002. Véase también el Decreto para la introducción de la Causa de Beatificación y Canonización, 19-II-1981, publicado en la "Rivista Diocesana di Roma" 3-4 (1981) 372. 390 J. HAALAND MATLARY, Work, a Path to Holiness, cit., p. 169. 391 CEC, 2427. El Catecismo reenvía a la Const. past. Gaudium et spes, 34. Más en general, la afirmación se apoya en el entero capítulo III de la Constitución. 392 Un dato puede servir para dar una primera idea: la voz "Travail" no se incluyó en 1950 en el Dictionnaire de Théologie Catholique (le hubiera correspondido el vol. 15/2, de ese año); sí, en cambio, en 1991, en el Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique (vol. 15, col. 1186-1250). 393 S. WEIL, Echar raíces, Madrid 1996, p. 87 (original en francés publicado póstumamente en 1949). Cfr. H. JAMES, Work and the Idea of Work in the First Half of the Twentieth Century, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. II, pp. 109-118. 394 Cfr. G. FARO, Il lavoro nell'insegnamento del Beato Josemaría Escrivá, Roma 2000, pp. 37-70: interesante estudio sobre el trabajo en la cultura contemporánea, como contexto de la enseñanza de san Josemaría. 395 Cfr. AA.VV. (A. NEGRI, dir.), Filosofia del lavoro. Storia antologica, vol. VII [sobre el siglo XX], Milano 1981, 868 pp. Esta obra de 7 volúmenes es una recopilación de textos sobre el trabajo, precedentemente publicados en otros lugares, de autores de diversa orientación: unos en la línea de la tradición cristiana, como los de J. MARITAIN (Azione e contemplazione, en pp. 196 ss.), H. RONDET (Lavoro: concetto e lessico, en pp. 217 ss.; traducción de: Eléments pour une théologie du travail, publicado en: "Nouvelle Revue Théologique" 7 (1955) 27-32; este artículo tiene una segunda parte en pp. 123-143) y J. PIEPER (Lavoro intellettuale ed arti liberali, en pp. 737 ss.; tomado de: Muße und Kult, München 1955, pp. 21-44); otros, en cambio, no, como los de Heiddeger y Freud. Precede una amplia introducción de Negri (pp. 13-151) con apartados de desigual valor. 396 Una síntesis de las posturas de algunos de esos autores se puede encontrar en G. BIANCHI, Dalla parte di Marta: per una teologia del lavoro, cap. III, Brescia 1986, pp. 125-189. 397 Entre los estudios sobre el trabajo en la Sagrada Escritura, señalamos el de M. CIMOSA, Lavoro e progresso nell'Antico Testamento, en: AA.VV., Lavoro – Progresso – Ricerca, nella Bibbia, Roma 2003, pp. 14-63; y, especialmente, el de R. FABRIS, Il lavoro nel Nuovo Testamento, en ibid., pp. 81-172. Hace algunos decenios se había afirmado que "una Teología puramente bíblica del trabajo resulta bastante improductiva" (J. DAVID, La fuerza creadora del hombre. Teología del trabajo y de la técnica, en J. FEINER – M. LÖHRER, Mysterium salutis, vol. II/II, Madrid 1970, p. 881). A la vista de los estudios que acabamos de citar y de otros (cfr., p.ej., la bibliografía de la voz "Travail" del Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 15 (1991) 1189-1190 y 1206-1207), parece claro que actualmente esta afirmación es insostenible. 398 Cfr. Es Cristo que pasa, 39-56. 399 Cfr. Amigos de Dios, 55-72. 400 Conversaciones, 55. 401 CH. MUNIER, Lavoro, cit., col. 1912. Remite, a modo de ejemplo, a ARÍSTIDES, Apologia, 15; TERTULIANO, Apologeticus, 42, 1-2; CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata, 1, 25-26. Anterior a estos textos es la Didaché, 12, 3-5: "[Si uno] quiere establecerse entre vosotros, que tenga un oficio, que trabaje y gane su sustento. Y si no tiene oficio, proveed conforme a vuestra prudencia, de modo que no haya entre vosotros ningún cristiano ocioso. Caso de que no quiera hacerlo así, es un traficante de Cristo. Estad alerta contra los tales". Más adelante citaremos también la Carta a Diogneto, del siglo II. Otros textos pueden verse en E. PERETTO, Il lavoro nella tradizione dei Padri fino al Concilio di Nicea, en: AA.VV. Lavoro – Progresso – Ricerca nei Padri della Chiesa, cit., pp. 26-120. Cfr. también AA.VV. (S. FELICI, dir.), Spiritualità del lavoro nella catechesi dei Padri del III-IV secolo, Roma 1986, 284 pp. 402 Cfr. SAN IRENEO, Adversus haereses, V, 33, 2; CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Protrepticus, 115, 1. 403 CH. MUNIER, Lavoro, cit., col. 1913. En relación con SAN CLEMENTE ROMANO, remite a I Clemente, 34, 1. 404 Cfr. B.H. VANDENBERGHE, Saint Jean Chrysostome et la dignité du travail, en: "La Vie Spirituelle" 406 (1955) 479. 405 Cfr. SAN JUAN CRISÓSTOMO, In ep. ad Romanos homiliae, 2, 5 (PG 60, 407). 406 O. PASQUATO, Vita spirituale e lavoro in Giovanni Crisostomo, en: S. FELICI (dir.), Spiritualità del lavoro nella catechesi dei Padri nel III-IV secolo, cit., p. 130 (el texto del Crisóstomo está tomado de la homilía In illud: Salutate Priscillam et Aquilam, I, 5: PG 51, 195). 407 Cfr. A. QUACQUARELLI, L'educazione al lavoro: dall'antica comunità cristiana al monachesimo primitivo, en: S. FELICI (dir.), Spiritualità del lavoro nella catechesi dei Padri nel III-IV secolo, cit., pp. 15-25. 408 P. DONATI se refiere a las diferencias entre "ora et labora" y "convertir el trabajo en oración", señalando que la Regla benedictina, punto de referencia de una gran época monástica y de civilización, "ha representado y representa el binomio de una vida ordenada según la complementariedad (...) entre cultus y labor" en la que "el trabajo es visto como una pausa del momento sacro". En cambio, "el mensaje del Beato Josemaría abre paso a un modo cristiano de vida secular (pero no secularizado) que transforma el obrar práctico (el trabajo) en contemplación" (Senso e valore della vita quotidiana, cit., p. 245). 409 Cfr. J.L. ILLANES, Lavoro, en: AA.VV. (E. Ancilli, dir.), Dizionario Enciclopedico di spiritualità, cit., vol. 2, p. 1407. 410 Cfr. G. ANGELINI, La teologia cattolica e il lavoro, en: "Teologia" 8 (1983) 7. 411 W. KORFF, Arbeit, II. Kultur- u. geistesgeschichtlich, en: AA.VV., Lexikon für Theologie und Kirche, vol. I, Freiburg-Basel-Rom-Wien 1993, col. 919. El autor ofrece una interesante síntesis de la evolución del concepto de trabajo en Smith, Ricardo, Fichte y Marx. Sus consideraciones se extienden al tema de la relación del trabajo con la construcción de la sociedad, que nosotros consideraremos más adelante. 412 G. GATTI, La Teologia del lavoro ieri e oggi, en: AA.VV. (S. FELICI, dir.), Spiritualità del lavoro nella catechesi dei Padri nel III-IV secolo, cit., p. 273. 413 A.M. GONZÁLEZ, El trabajo filosófico a la luz del Beato Josemaría, cit., p. 158. 414 M.-D. CHENU, Trabajo, en H. FRIES (dir.), Conceptos fundamentales de Teología, IV, Madrid 1967, p. 368. El autor fue uno de los primeros en elaborar un estudio teológico del trabajo (Pour une théologie du travail, Paris 1955, 123 pp.). Lo hace con un método histórico, en un contexto fuertemente afectado por el marxismo, asumiendo algunos de sus planteamientos de un modo quizá no suficientemente crítico (cfr. I. BIFFI – G. COLOMBO, Presenza e influsso di M.D. Chenu medievalista in Italia, en "Teologia" 16 (1991) 182-235). Cabe señalar también que el Dictionnaire de Théologie Catholique, incluyó la voz "Travail" por primera vez en una actualización de 1971. El artículo comienza reconociendo que "la ausencia de este artículo en el D.T.C. es el síntoma de una carencia en la teología" (AA.VV., Dictionnaire de Theologie Catholique, 17 (1971) 4216). 415 H. FITTE, Algunos estudios teológicos sobre el trabajo en la primera mitad del siglo xx. Elementos para contextualizar la doctrina del Beato J. Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. IV, pp. 39-40. Cfr. ID., Il pensiero teologico sul lavoro umano: il Concilio Vaticano II, Giovanni Paolo II, e il beato Josemaría Escrivá, en: "Annales theologici" 15 (2001) 117-159. 416 Entre los más difundidos cabe mencionar: J. MESSNER, Die soziale Frage, Wien 1938, 742 pp. 417 A. TANQUEREY, Précis de théologie ascétique et mystique, Paris 1923, Parte I, cap. V, art. II, § IV. 418 P.ej., D.M. PRÜMMER, en los tres volúmenes de su Manuale Theologiae Moralis, Freiburg 1914 –obra tan apreciable en otros aspectos– dedica un solo número al deber de trabajar (I, 569) y otro a los trabajos prohibidos en días festivos (II, 492). Son numerosas las consideraciones de moral profesional, referidas a diferentes trabajos, pero falta una reflexión teológica, desde la ética y la antropología, sobre el sentido y valor del trabajo en la vida cristiana. 419 PÍO XI, Discurso, 31-I-1927 a la "Opera dei Ritiri delle Giovani Operaie", publicado en L'Osservatore Romano 3-II-1927, p. 3, en forma de artículo en el que se transmite lo que ha dicho el Papa sin citar textualmente sus palabras. Aquí lo citamos por el volumen Discorsi di Pio XI (a cura di D. Bertetto), Torino 1960, vol. I, p. 675 (la traducción es nuestra; el texto completo del discurso, en las pp. 673-676). 420 Cfr. lo que dijimos sobre Cardijn y la Acción católica en la Parte preliminar, apartado I.3.b): vol. I, pp. 65-66. 421 "Ils [les jeunes salariés] doivent pouvoir s'y sanctifier [dans leur usine, leur bureau, etc.], y sanctifier leur travail, leur vie. Ils doivent pouvoir collaborer à la transformation chrétienne du monde du travail, du milieu ouvrier, à la rechristianisation de leurs frères et de leurs soeurs de travail" (J. CARDIJN, Manuel de la J.O.C., Bruxelles 1930, p. 19; citamos por la segunda edición belga de este Manual que es una remodelación de la primera de 1925; Cardijn no figura como autor sino como inspirador del Manuel). Más adelante se lee: "Ils [los trabajadores] doivent voir que le travail peut être la forme la plus expressive des prières, qu'il peut être le plus fécond des sacrifices s'il est uni au sacrifice journalier du Sauveur" (Ibid., pp. 68-69). Cfr. también J. CARDIJN, Laïcs en première ligne, Paris-Bruxelles 1963 (en particular las pp. 67-75, con el artículo "La mission terrestre de l'homme et de l'humanité", publicado originalmente en noviembre de 1951). Otro autor, capellán de la J.O.C., escribe pocos años después: "Ce n'est pas à côté de mon devoir que je dois me sanctifier mais avec, dans et par lui" (R. PLUS, Méditations Jocistes, Toulouse 1932, t. II, p. 12). Cfr. también H. ROLLET, Le travail, les ouvriers et l'Église, Paris 1959. 422 Apuntes íntimos, 971, del 28-III-1933: texto citado en: P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., p. 368 (comentario al punto 175 de Camino). 423 Cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., p. 22; A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, p. 339. 424 Conversaciones, 34. Cfr. ibid, 26 y 55 ; Es Cristo que pasa, 20; Amigos de Dios, 81 y 210: en todos estos lugares se refiere expresamente a que su predicación sobre el sentido cristiano del trabajo se remonta a 1928. 425 Camino, 359. 426 Cfr. PH. JOURDAN, La spiritualité du travail dans la Jeunesse Ouvrière Chrétienne, 1925-1939, Roma 2006, 333 pp. 427 G. PHILIPS, Misión de los seglares en la Iglesia, San Sebastián 1956 (original de 1954), p. 206. 428 J.L. ILLANES, La santificación del trabajo, cit., p. 112. 429 Amigos de Dios, 296. 430 Instrucción, 8-XII-1941, 73. 431 Carta 2-X-1939, 13. 432 Cfr. vol. I, pp. 323-334 (capítulo 1º, apartado 3.3). 433 Conversaciones, 55. 434 Cfr. H. FITTE, Il graduale approfondimento della nozione di lavoro umano nel magistero pontificio, en: "Annales Theologici" 5 (1991) 107-129; Lavoro umano e redenzione. Riflessione teologica dalla "Gaudium et spes" alla "Laborem exercens", Roma 1996, 287 pp. Cfr. también, sobre los pronunciamientos del Magisterio desde la Rerum novarum hasta nuestros días, G. FROSINI, L'attività umana. Per una teologia del lavoro, cit., pp. 128-155. 435 Cfr. G. THILS, Théologie des réalités terrestres, Louvain 1946-1948; Y.M.-J. CONGAR, Jalons pour une théologie du laïcat, Paris 1953; M.-D. CHENU, Pour une théologie du travail, Paris 1955. 436 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 33-39. 437 Ibid., 67. Lo que el Concilio dice en este documento a propósito del trabajo, supone la doctrina de la constitución dogmática Lumen gentium sobre la misión de los laicos (cfr., de modo particular, 31) y las enseñanzas del decreto Apostolicam actuositatem, 7 sobre el orden temporal. 438 Conversaciones, 55. 439 Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, 25. 440 Ibid., 26. 441 Ibid., 27. 442 Á. DEL PORTILLO, Carta pastoral, 30-IX-1975 (AGP, P17, vol. II, 47). Este texto fue citado por Mons. JAVIER ECHEVARRÍA en la Misa de acción de gracias por la canonización de san Josemaría, el 7-X-2002, en la Plaza de san Pedro. La observación del autor es válida no sólo para el materialismo sino para cualquier forma de ateísmo. "El trabajo humano, desconectado de su raíz y significación divina, se convierte con frecuencia en ocasión de desprecio del hombre y de su dignidad o también, en ocasión de envanecimiento y autoafirmación del hombre que sueña con ser autónomo" (M. LLUCH BAIXAULI, Trabajo de Cristo y trabajo del cristiano, en: AA.VV. Trabajo y espíritu, cit., p. 125). 443 Carta 11-III-1940, 35. 444 Cfr. J. ECHEVARRÍA, Itinerarios de vida cristiana, Barcelona 2001, c. 16 ("Santificación del trabajo"), pp. 209-221; G. FARO, Il lavoro nell'insegnamento del beato Josemaría Escrivá, cit. El autor, antes de presentar con precisión la enseñanza de san Josemaría, dedica un amplio espacio a la noción de trabajo en la historia deteniéndose en la época moderna, sobre todo en la visión luterana y en la marxista. Una síntesis de las ideas filosóficas y teológicas sobre el trabajo puede verse en J.L. ILLANES, Trabajo, en C. IZQUIERDO (dir.) – J. BURGGRAF – F.M. AROCENA, Diccionario de Teología, Pamplona 2006, pp. 961-970. Del mismo J.L. ILLANES señalamos: Ante Dios y en el mundo. Apuntes para una teología del trabajo, Pamplona 1997, 239 pp. Interesante también, como intento de manual sobre el tema: G. FROSINI, L'attività umana. Per una teologia del lavoro, Cinisello Balsamo 1994, 299 pp. 445 Es Cristo que pasa, 47. Cfr. Forja 702. La misma secuencia de ideas se encuentra en el CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 67 (texto citado más arriba). 446 Es Cristo que pasa, 47. 447 P.ej., H. ARENDT en su importante y controvertida obra, The Human Condition, Chicago 1958, distingue entre "labor", "work" y "action". 448 Cfr. Forja, 687; Conversaciones, 10, 26, 55; Es Cristo que pasa, 120. 449 Cfr. T. MELENDO, La dignidad del trabajo, Madrid 1992, p. 104. Cfr. también R. CORAZÓN, Fundamentos para una filosofía del trabajo, Pamplona 1999, 124 pp.; ID., Filosofía del trabajo, Pamplona 2007, 164 pp.; M.P. CHIRINOS, Claves para una antropología del trabajo, Pamplona 2006, 228 pp. El Catecismo de la Iglesia Católica menciona estos elementos con las siguientes palabras: "El trabajo humano procede directamente de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a prolongar, unidas y para mutuo beneficio, la obra de la creación dominando la tierra (cfr. Gn 1, 28; Const. past. Gaudium et spes, 34; Enc. Centesimus annus, 31)" (CEC, 2427; cfr. CEC, 302 y 310). 450 Es Cristo que pasa, 47. 451 Ibid. 452 Conversaciones, 10. 453 "Dios no se ha limitado a poner al hombre en el mundo, sino que le ha confiado su custodia y el mandato de dominarlo. Este mandato va unido al de la obediencia a Dios, en la prohibición de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal (Gn 2, 15-17)" (D. ARMENDÁRIZ MORENO, La bondad originaria del trabajo, en: AA.VV. Trabajo y espíritu, cit., p. 240). La prohibición a la que se refiere este autor tiene un sentido más amplio en la Biblia, pero nada impide ver ahí la necesidad de obedecer a Dios –cumplir su Voluntad– en el trabajo. 454 Es Cristo que pasa, 47. 455 Jesús pronuncia las palabras "mi padre no deja de trabajar, y yo también trabajo", después de haber curado a un paralítico en día de sábado, motivo por el que le persiguen los judíos, que no trabajan en sábado para imitar el "descanso" de Dios al concluir la obra creadora (cfr. Gn 2, 2). Santo Tomás hace notar que ese "descanso" no significa que deje de obrar, pues mantiene todas las criaturas en el ser ("Et quidem licet in sabbato requieverit a novis creaturis condendis, nihilominus tamen semper et continue usque modo operatur, creaturas in esse conservando": In Ioann. Ev., c. 5, lect. 2); por lo mismo, Cristo obra también en día de sábado. Pero aquí nos interesa destacar que el trabajo del Señor, al que se refiere este texto, consiste en la curación de un paralítico: es un trabajo que repara las consecuencias del pecado, por el que ha entrado el dolor en el mundo; un trabajo con sentido redentor. También el trabajo de los hijos de Dios al perfeccionar la creación, posee un sentido redentor, como afirma san Josemaría. 456 Conversaciones, 10. San Josemaría está hablando aquí del trabajo del cristiano y por eso dice que contribuye a "ordenar cristianamente las realidades temporales", pero esto incluye ordenarlas según la ley natural, lo cual es tarea de todo hombre cuando trabaja, no sólo de los cristianos. 457 Es Cristo que pasa, 47. 458 Cfr. R. SCHENK, ¿El trabajo es la corrupción o la perfección del ser humano?, en: AA.VV., Idea cristiana del hombre, Pamplona 2002, pp. 267-283; J. SANGUINETI, L'umanesimo del lavoro nel Beato Josemaría Escrivá, en: "Acta Philosophica" 1 (1992), 264-278. 459 "Omnia in sapientia et caritate fecisti..." (MISAL ROMANO, Plegaria Eucarística IV). 460 "Inter Creatorem et creaturam non potest tanta similitudo notari, quin inter eos maior sit dissimilitudo notanda" (CONC. LATERANENSE IV, año 1215: DS 806). 461 A.M. GONZÁLEZ, El trabajo filosófico a la luz del Beato Josemaría, cit., p. 163. La autora prosigue señalando que "esta radicación antropológica del trabajo (...) constituye el pórtico natural a una teología del trabajo que lo contempla en conexión con el mandato del Génesis y lo integra en la obra de la Redención: descubriéndolo como el lugar privilegiado en el que se manifiesta el amor al mundo característico de los hijos de Dios" (ibid.). 462 J.L. GONZÁLEZ-ALIÓ, ¿Qué es santificar el trabajo?, citado por J.M. RIERA MUNNÉ, La capacidad "transformadora" del trabajo, en: AA.VV. (J.-I. SARANYANA, dir.), El caminar histórico de la santidad cristiana, cit., p. 583 (según el autor, el artículo de González-Alió, teólogo y profesor de la Universidad de Navarra fallecido el 5-II-2002, ha sido publicado en internet). 463 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 24. 464 Es Cristo que pasa, 47: texto completo citado al incio de este apartado 2.1. 465 En este sentido san Josemaría cita a veces el texto de Jb 5, 7 por la Vulgata ("homo nascitur ad laborem et avis ad volatum") o por la traducción castellana ("el hombre nace para trabajar, como las aves para volar"): cfr., p.ej., Amigos de Dios, 57. Como se sabe, en la Neovulgata cambia el sentido: "homo generat laborem, et aves elevant volatum". Las traducciones actuales a partir de los textos originales se alejan aún más de la Vulgata. 466 La palabra castellana "trabajo", lo mismo que travail en francés y travalho en portugués, proviene de tripalium, que en el latín tardío designaba un instrumento de tortura. También el término latino labor, y sus derivados en diversas lenguas modernas, hace referencia al esfuerzo o cansancio (cfr. J.L. ILLANES, Ante Dios y en el mundo, cit., p. 39). La identificación entre trabajo y fatiga ha empobrecido el sentido cristiano del trabajo, como señala con vehemencia Rondet: "Durante mucho tiempo se ha repetido que el trabajo es castigo por el pecado original. Después del pecado original, el hombre ha de ganarse el pan con el sudor de su frente, cultivar la tierra en la que nacen espontáneamente zarzas y espinas. Pero esta verdad incontestable ha sido deformada o simplificada con frecuencia. Estaríamos tentados, por reacción, de dejar de lado este aspecto de la realidad y de proclamar: el trabajo es un gozo, unicamente un gozo, esfuerzo creador, medio de recrearse plasmando el mundo, transformando la naturaleza" (H. RONDET, Eléments pour une théologie du travail, en: "Nouvelle Revue Théologique" 7 (1955) 28). 467 Surco, 482. Cfr. Es Cristo que pasa, 47. 468 J.-M. AUBERT, La santificación en el trabajo, en: AA.VV., Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei. En el 50º aniversario de su fundación, Pamplona 19852, p. 218. 469 W. KORFF, Arbeit, II. Kultur- u. geistesgeschichtlich, cit., col. 919. Otros autores matizan esta afirmación señalando que en la Antigüedad clásica sólo se consideraban degradantes algunas formas muy duras de trabajo manual que no dejaban espacio a la amistad, la familia y la vida social (cfr. CH. MUNIER, Lavoro, cit., col. 1913). 470 Cfr. ARISTÓTELES, Metafísica, I, 2, 982 b 21-29; V. TRANQUILLI, Il concetto di lavoro da Aristotele a Calvino, Milano-Napoli 1979, 629 pp. 471 ARISTÓTELES, Metafísica, IX, 6, 1048b. 472 W. KORFF, Arbeit, II. Kultur- u. geistesgeschichtlich, cit. 473 Ibid. 474 R. ALVIRA, ¿Qué significa trabajo?, en: AA.VV., Estudios sobre la encíclica Laborem exercens, Madrid 1987, p. 186. 475 Cfr. T. ALVIRA, Ética y estética de la obra bien hecha, en VV.AA., El hombre: inmanencia y trascendencia, Pamplona 1991, pp. 1199-1211. Este autor es hermano de Rafael, citado en la nota anterior. San Josemaría alude a la superación de la distancia de tiempo en el trabajo, en Amigos de Dios, 296. 476 Una interesante exposición de este tema, en relación con la enseñanza de san Josemaría, puede verse en M.P. CHIRINOS, Humanismo cristiano y trabajo, cit., pp. 45-60. 477 Es Cristo que pasa, 47. 478 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 62). 479 Es Cristo que pasa, 47. 480 Ibid. 481 Ibid. 482 Cfr. Camino, 110, 545; Surco, 781; Forja, 69, 362, 501, 703, 713, 739; Conversaciones, 19, 22, 70; etc. En total más de cien veces en las obras publicadas, contando también las formas del tipo "tarea profesional", "actividad profesional", etc. 483 Varias veces habla de una profesión u oficio determinado –munus publicum–, bien conocido por todos... (Carta 31-V-1954, 8). Profesional viene del latín professio: declaración, manifestación. 484 Carta 25-I-1961, 11. Sobre la noción de profesión pueden verse los trabajos de F. MÚGICA, La profesión: enclave ético de la moderna sociedad diferenciada, Pamplona 1998; Profesión y diferenciación social en Simmel, Pamplona 1999. 485 La expresión "profesión u oficio" aparece unas 20 veces en los escritos publicados de san Josemaría (cfr. Forja, 713; Conversaciones, 4, 18, 21, 24, 43, 70, 119; Es Cristo que pasa, 44, 46, 110; Amigos de Dios, 3, 54, 210, 273, 316). A efectos del espíritu de santificación del trabajo profesional, son términos equivalentes. En nuestra opinión, la distinción depende sólo del hecho de que por "oficio" se entiende, en el contexto en que predica san Josemaría, una profesión manual, que no requiere estudios universitarios sino un aprendizaje al menos práctico, aunque con frecuencia también teórico en escuelas de "formación profesional". 486 Carta 6-V-1945, 13. 487 Cfr. Conversaciones, 109 488 A.M. GONZÁLEZ, El trabajo filosófico a la luz del Beato Josemaría, cit., p. 158. Sobre la distinción entre el trabajo profesional y otros trabajos, cfr. también J.L. ILLANES, La santificación del trabajo, cit., cap. II. 489 Conversaciones, 10, 19, 35, 62. Cfr. Es Cristo que pasa, 53, 174; etc. 490 "En el progreso de la sociedad, la filosofía o la especulación deviene, como cualquier otra labor, el oficio y ocupación principal o exclusiva de una clase particular de ciudadanos. Y, también como cualquier otra labor, se subdivide en un gran número de ramas distintas (...). Cada individuo se vuelve más experto en su propia rama concreta, más trabajo se lleva a cabo en el conjunto y, por ello, la cantidad de ciencia resulta considerablemente expandida" (A. SMITH, La riqueza de las naciones, Madrid 2001, p. 41; orig.: The Wealth of Nations, Libro I, capítulo 1). Un interesante estudio comparativo con la enseñanza de san Josemaría es el de R. LÁZARO CANTERO, Trabajo, mundo y paz social. Un diálogo entre Adam Smith y Josemaría Escrivá de Balaguer, a través de Simone Weil, en: AA.VV., Trabajo y espíritu, cit., pp. 107-119. 491 "La ciencia es actualmente una "profesión especializada" al servicio del conocimiento de la realidad..." (M. WEBER, La ciencia como profesión, Madrid, 1992, p. 84; orig.: Wissenschaft als Beruf). 492 Cfr., p.ej., Conversaciones, 4, 69; Amigos de Dios, 265. 493 Cfr. P. RODRÍGUEZ, Opus Dei: Estructura y misión. Su realidad eclesiológica, Madrid 2011, pp. 141-146. 494 Via Crucis, XI Estación, 4. 495 Amigos de Dios, 265. 496 Apuntes de la predicación (AGP, P01 III-65, p. 11). 497 Apuntes de la predicación, 4-VI-1970 (AGP, serie A4, t700604). 498 Es Cristo que pasa, 47. Anotamos que este texto ha sido citado por BENEDICTO XVI en un Discurso a la Confederación italiana de artesanos, 31-III-2007, en el que propone a los trabajadores la enseñanza de "un santo de nuestro tiempo [san Josemaría Escrivá]" (ibid.). Anteriormente, Pablo VI había afirmado que "no sólo se debe santificar la profesión sino que la misma profesión debe ser santificante" (Homilía 15-XII-1963, 6, en: "L'Osservatore Romano", 16/17-XII-1963). 499 Ibid. 500 G. TANZELLA-NITTI, "Perfectus Deus, perfectus homo". Riflessioni sull'esemplarità del mistero dell'Incarnazione del Verbo nell'insegnamento del Beato Josemaría Escrivá, en: "Romana" 25 (1997) 374. 501 Al ser hecho hijo de Dios en Cristo por el Bautismo, el cristiano recibe también el sacerdocio común para prolongar la misión de Cristo. Quien es hecho hijo es constituido sacerdote, no al revés. El don del sacerdocio común "sigue" ontológicamente al don de la filiación divina en Cristo, aunque subsista si se pierde por el pecado grave la vida de hijo de Dios. 502 Conversaciones, 55. Cfr. Es Cristo que pasa, 45, 122. 503 Carta 15-X-1948, 7. 504 P. BERGLAR, Opus Dei. Leben und Werk des Gründers Josemaría Escrivá, Salzburg 1983, p. 289. 505 Ibid. 506 J.L. ILLANES, La santificación del trabajo, cit., p. 101. 507 Conversaciones, 10. 508 Cfr. vol. I, pp. 308-312 (capítulo 1º, apartado 3.1). 509 Camino, 359. 510 F. OCÁRIZ, Naturaleza, gracia y gloria, cit., p. 267. 511 Es Cristo que pasa, 48. 512 Forja, 698. Este punto continúa: ¡y trabajar bien!, con seriedad humana y sobrenatural. Ahora nos estamos fijando sólo en la necesidad de trabajar; después se hablará de la perfección en el trabajo. 513 Amigos de Dios, 81. 514 Ibid. 515 Surco, 494. 516 Carta 24-III-1931, 10. 517 Surco, 505. Cfr. SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de san Mateo, 35, 4; CEC, 1866. 518 Cfr. Amigos de Dios, 39-54; Camino, 357. 519 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 54, a. 2, ad 1. 520 Camino, 15. 521 Cfr. Amigos de Dios, 62. 522 Carta 24-III-1931, 19. 523 Forja, 163. 524 Carta 24-XII-1951, 82. 525 Cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., p. 1050 (comentario al punto 998), donde cita un autor que ha estudiado la tradición de la laus asini en la literatura española, incluyendo también textos de san Josemaría (H. FLASCHE, Geschichte der spanischen Literatur, III, Bern-Sttutgart 1989, p. 95). 526 Forja, 380. 527 Camino, n. 998. 528 Forja, 381. 529 Cfr. Forja, 607. Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, p. 320. 530 Amigos de Dios, 137. 531 Forja, 381. Cita el salmo por la Vulgata. 532 Es Cristo que pasa, 181. 533 Camino, 606. Esta consideración tiene su origen en un hecho que relata en sus Apuntes íntimos: Esta mañana, como de costumbre (...), me acerqué un instante al Sagrario, para despedirme de Jesús diciéndole: Jesús, aquí está tu borrico... Tú verás lo que haces con tu borrico... –Y entendí inmediatamente, sin palabras: "Un borrico fue mi trono en Jerusalem". Este fue el concepto que entendí, con toda claridad (Apuntes íntimos, 543, del 4-I-1932, citado en: A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, p. 416). Los biógrafos de san Josemaría y el autor de la edición crítico-histórica de Camino hacen notar las resonancias autobiográficas de la alegoría del borrico. "Se consideraba a sí mismo un borrico, un borrico de Dios, y por la vivencia de sus miserias se llama a sí mismo "borrico sarnoso"" (P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de "Camino", cit., p. 588 [comentario al punto 420] donde remite también a los comentarios de los puntos 606, 998 y 493). "Se veía como un humilde y despreciable borrico sobre el que, de golpe, impusieran una carga preciada y gravosa" (A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, p. 302; a lo largo de los capítulos V y VI el autor cita numerosos textos de los Apuntes íntimos en esta línea). 534 Á. DEL PORTILLO, nota 143 a Instrucción, 9-I-1935, 221. 535 Cfr. Forja, 607; Amigos de Dios, 137. 536 Es Cristo que pasa, 46. 537 Conversaciones, 60. 538 Remitimos a lo que se dijo en el capítulo 6º, apartado 4.2.2. sobre la "mística ojalatera" (vol. II, pp. 426-430). 539 Carta 15-X-1948, 33. 540 Es Cristo que pasa, 10. Cfr. Conversaciones, 63. 541 BEATO JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en el Congreso con ocasión del centenario del nacimiento del fundador del Opus Dei, 12-I-2002, 2. 542 Es Cristo que pasa, 48. 543 Ibid., 47. 544 BEATO JUAN PABLO II, Discurso, 3-VII-1986, 3. 545 Carta 15-X-1948, 34. Estas palabras se dirigen expresamente a los fieles del Opus Dei, pero en su núcleo son aplicables a todos los cristianos. 546 J.L. ILLANES, La santificación del trabajo, cit., p. 92 s. 547 Carta 15-X-1948, 7. 548 Ibid., 7. Al hablar de "vocación divina" san Josemaría se refiere en este texto expresamente a la entrega a Dios en el Opus Dei. Sin embargo, por la misma naturaleza de esa vocación, sus consideraciones valen sustancialmente para cualquier fiel corriente. 549 Amigos de Dios, 81. 550 Forja, 713. 551 Es Cristo que pasa, 50. 552 Amigos de Dios, 55. 553 Forja, 698. 554 Ibid. 555 Carta 31-V-1954, 18. 556 Es Cristo que pasa, 50. 557 Conversaciones, 10. 558 R. CORAZÓN, Filosofía del trabajo, cit., p. 159. 559 Amigos de Dios, 61. 560 Carta 15-X-1948, 26. 561 Amigos de Dios, 72. Este texto se citará más ampliamente y se comentará algo más adelante. 562 A.M. GONZÁLEZ, El trabajo filosófico a la luz del Beato Josemaría, cit., p. 178. 563 Cfr. C. LLANO CIFUENTES, La santificación del trabajo y la ética profesional, en: AA.VV., Un mensaje siempre actual, cit., pp. 549-556. 564 También contribuye a la perfección del mundo quien realiza bien su trabajo aunque no lo haga por amor a Dios. En este caso, el trabajo no manifiesta el amor del que lo lleva a cabo, pero tiene objetivamente la forma del amor y sirve a la manifestación de la gloria de Dios ayudando a los demás a glorificarle. Esta cuestión la plantea en otros términos G. THILS, en Teologia delle realtà terrene, cit., pp. 46-47. También puede verse en L. POLO, Ética. Hacia una versión moderna de los temas clásicos, Madrid 1997, p. 99, donde reflexiona acerca de la adaptación del mundo al hombre por medio de su trabajo. 565 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 39. 566 Ibid. 567 Forja, 713. Cfr. Amigos de Dios, 57. 568 Surco, 859. 569 Camino, 781. 570 Cfr. Amigos de Dios, 116 (en relación con Mt 6, 25 ss.) y 118 (en relación con los medios). 571 Apuntes de una meditación, 27-VIII-1937 (AGP, P12, p. 255). 572 Carta 15-X-1948, 15. 573 Apuntes de la predicación, 24-XII-1970 (AGP, P01 1971, pp. 37-38). 574 J. CANOSA, I mezzi soprannaturali nella funzione amministrativa di governo secondo l'insegnamento del beato Josemaría Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. III, pp. 259-260. Aunque el contexto de esta observación es muy específico, nos parece que tiene validez general. 575 Camino, 404. 576 Carta 15-X-1948, 4. Cfr. CEC, 2427. 577 Conversaciones, 116. 578 Ibid. 579 Cfr., p.ej., Surco, 402. 580 Carta 29-VII-1965, 38. 581 Surco, 527. 582 Carta 15-X-1948, 15. 583 Forja, 703. 584 Surco, 110. 585 Es Cristo que pasa, 17. 586 Cfr. Camino, 815. 587 Forja, 51. 588 F.R. QUIROGA, Trabajo y afectividad en las enseñanzas de san Josemaría Escrivá de Balaguer, en: AA.VV., Trabajo y espíritu, cit., pp. 390-392. 589 Ibid., p. 392. Hace referencia a J. MARÍAS, Breve tratado de la ilusión, Madrid 19903, p. 106. 590 Cfr. Amigos de Dios, 63 y 164. 591 Carta 9-I-1932, 15. 592 "Finis est causa causalitatis in omnibus causis" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, In I Sent., d. 45, q. 1, a. 3. Cfr. F. OCÁRIZ, Naturaleza, gracia y gloria, cit., cap. XII (El concepto de santificación del trabajo), p. 267. 593 Carta 15-X-1948, 18. 594 Carta 8-XII-1949, 58. 595 Ibid. 596 Al respecto observa J.L. ILLANES que "el dominio que el hombre posee sobre el mundo se sitúa en dependencia y en el interior del dominio que sobre ese mismo mundo posee Dios (...); en consecuencia no puede ejercerse de forma despótica, sino respetuosa de la verdad de los seres y, por tanto, ecológica" (Sentido y dimensiones del trabajo, en: AA.VV., Estudios sobre el Catecismo de la Iglesia Católica, Madrid 1996, p. 258). 597 Cfr. capítulo 1º, apartado 3.3 (vol. I, pp. 323-334). 598 Camino, 272. 599 Es Cristo que pasa, 48. Cfr. J.I. MURILLO, El trabajo como manifestación de Dios, en: AA.VV., Trabajo y espíritu, cit., p. 146. 600 Apuntes de la predicación, 2-XI-1964 (AGP, P01 VII-1967, p. 9). 601 Amigos de Dios, 56. 602 Carta 11-III-1940, 15. 603 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 71). 604 Ibid. 605 Apuntes de la predicación, 30-X-1964 (AGP, P01 VII-1967, pp. 13-14). Los versos son de SAN JUAN DE LA CRUZ, Poesías, 6, 1. 606 Apuntes de la predicación, 2-XI-1964 (AGP, P01 IX-1967, p. 11). 607 Amigos de Dios, 296. 608 En el capítulo 2º, apartado 3.2.1. (vol. I, pp. 425-433), hemos comentado varios textos de san Josemaría sobre este punto. Ahora nos centramos en su aplicación más propia, al trabajo profesional. 609 Carta 11-III-1940, 12. 610 Instrucción, 1-IV-1934, 1. 611 Apuntes de una meditación, 27-X-1963: AGP, P01 XI-1975, p. 13. 612 Carta 29-XII-1947/14-II-1966, 89. 613 En el fondo del alma, entendí con un sentido nuevo, pleno, aquellas palabras de la Escritura: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Apuntes de una meditación, 27-X-1963: AGP, P01 XI-1975, p. 13). 614 Á. DEL PORTILLO, nota 1 a la Instrucción, 1-IV-1934. 615 Es Cristo que pasa, 183. 616 Cfr. supra, apartado 1.3.2. 617 Amigos de Dios, 206. 618 Cfr. supra, apartado 1.3.1. 619 Vía Crucis, XI Estación, 5. 620 Camino, 277; cfr. 178. 621 Amigos de Dios, 68. 622 Cfr. Via Crucis, VII Estación, 3. 623 Camino, 1. 624 Instrucción, 1-IV-1934, 1. 625 Ibid., 3. 626 Conversaciones, 60. Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Ex. ap. Christifideles laici, 30-XII-1988, 14-17; 34-44. 627 Es Cristo que pasa, 53. 628 Ibid., 120. 629 Cfr. LEÓN XIII, Enc. Divinum illud munus, 9-V-1897: DS 3328. 630 Es Cristo que pasa, 120. 631 Apuntes de la predicación, 27-V-1962 (AGP, P01 II-1969, p. 11). Cfr. C. GONZÁLEZ-AYESTA, El trabajo como una Misa, en: "Romana" 50 (2010) 200-218. La autora se sirve de una paradoja: "De una parte San Josemaría afirma que en la santa Misa se halla todo lo que el Señor espera de un cristiano [cita Es Cristo que pasa, 88] (...); de otra parte, nos dice con igual rotundidad que el templo no es el lugar por antonomasia de la vida cristiana" [cita Conversaciones, 113], para concluir que "la paradoja no es más que aparente: precisamente la participación en la santa Misa descubre al cristiano el auténtico valor de la realidad temporal cuya gestión le es encomendada: la posibilidad concreta de santificarla y de santificarse a través de ella" (ibid., pp. 217-218). 632 G. DERVILLE, La liturgia del trabajo. "Levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32) en la experiencia de san Josemaría Escrivá de Balaguer, en: "Scripta Theologica" 38/2 (2006) 828. El autor sostiene que puede hablarse –en sentido análogo, obviamente– de una "liturgia del trabajo" (cfr. ibid., pp. 821-854). 633 Cuando menciona la tríada "santificar el trabajo, santificarse y santificar a los demás con el trabajo", suele poner en primer lugar "santificarse en el trabajo": cfr. Conversaciones, 18, 24, 55, 62; Es Cristo que pasa, 23, 44, 122 (éste último referido al matrimonio, no al trabajo); Homilía Sacerdote para la eternidad, cit. p. 66. En un caso, en las obras publicadas, comienza la tríada con "santificarse en el trabajo": cfr. Conversaciones, 70, pero enseguida se refiere primero a "santificar el trabajo". 634 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 39. 635 Conversaciones, 70. 636 Es Cristo que pasa, 65. 637 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 35. El trabajo "produce ante todo un efecto interior al sujeto (un efecto en él, sobre él). Con palabras gráficas podríamos decir que el trabajo construye sobre todo y ante todo al hombre mismo, a la vez que construye casas, carreteras, máquinas..." (A. BLANCO, El valor antropológico del trabajo, fundamento de su valor teológico, en: AA.VV., El cristiano en el mundo, cit., p. 200). 638 A. MALO, El sentido antropológico cristiano de la frase "Haz lo que debes y está en lo que haces", cit., p. 131. 639 F. INCIARTE, Christentum für die Masse, en C. ORTIZ (dir.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Köln 2002, p. 89. 640 Carta 15-X-1948, 20. 641 Cfr. capítulo 4º, apartado 3.3 (vol. II, pp. 143-153). 642 A. ARANDA, Trabajo diario santificado y santificador. Sobre la contribución de san Josemaría Escrivá a la espiritualidad y a la teología, en: AA.VV., Trabajo y espíritu, cit., p. 32. 643 Amigos de Dios, 57. 644 Ibid., 297. 645 Ibid., 56. 646 Es Cristo que pasa, 65. 647 No hace falta volver a explicar que también la correspondencia libre está suscitada por las gracias (actuales) del Espíritu Santo, pero sólo pueden germinar si el cristiano no las rechaza (el rehusarlas sí que está en sus manos). 648 Es Cristo que pasa, 138. 649 R. MIER Y TERÁN, La libertad en el trabajo, don de Dios, en: AA.VV., La grandezza della vita ordinaria, cit., vol. IV, p. 146. 650 Es Cristo que pasa, 48. 651 A. LLANO CIFUENTES, Libertad y trabajo, en: AA.VV., Trabajo y espíritu, cit. 189. 652 Carta 31-V-1954, 17. Cfr. E. COLOM, Trabajo creativo y desarrollo personal, en: AA.VV., El cristiano en el mundo, cit., pp. 173-191. 653 Amigos de Dios, 72. 654 Es Cristo que pasa, 183. 655 Cfr. Camino, 82. De la expiación se hablará en el capítulo siguiente. 656 Apuntes de la predicación (AGP, P01 X-1973, p. 38). 657 Conversaciones, 62. Sobre el "apostolado de amistad y de confidencia", cfr. Capítulo 6º, apartado 1.2.2 (vol. II, pp. 321-324). 658 Ibid., 31. 659 Ibid., 21. 660 Ibid., 29. 661 Cfr., p.ej., Camino, 346 y 347. 662 Es Cristo que pasa, 122. 663 Apuntes de la predicación, 23-VI-1974 (AGP, P04 1974, I, p. 660). 664 Carta 15-X-1948, 31. 665 Camino, 372. Cfr. Surco, 193, 263, 483, 491, 781; Amigos de Dios, 60. 666 Es Cristo que pasa, 183. 667 Camino, 372. 668 Surco, 491. 669 Carta 9-I-1959, 17. 670 Cfr. Conversaciones, 81. 671 M. LLUCH BAIXAULI, Trabajo de Cristo y trabajo del cristiano, cit., p. 125. 672 Apuntes de una meditación, 27-X-1963 (AGP, P01 XI-75, p. 13). 673 Conversaciones, 10. 674 Ibid., 86. 675 Apuntes de la predicación, 19-III-1972 (AGP, P02 IV-1972, p. 20). 676 Cfr., p.ej., Forja, 636. 677 Homilía Lealtad a la Iglesia (4-VI-1972), en: Amar a la Iglesia, Madrid 19862, p. 20. Cfr. Surco, 183; Amigos de Dios, 9. 678 Carta 9-I-1932, n. 12. El intelectual "es un trabajador como cualquier otro, pero el impacto de su trabajo puede tener repercusiones de enorme alcance. Como el cirujano que realiza una operación muy complicada tiene en sus manos, por la misma naturaleza de su trabajo, la vida del paciente, así el intelectual puede tener en sus manos las almas y los espíritus de mucha gente" (E. TOLANSKY, The Dynamic role of the Intellectual in the Message of Blessed Josemaría, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/2, Roma 2004, p. 241). 679 Carta 9-I-1959, 13. 680 Ibid. 681 Camino, 301. Cfr. Surco, 183; Amigos de Dios, 9. 682 J.L. ILLANES, Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, cit., p. 195. 683 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 24. 684 Cfr. ibid., 48. 685 Entre los estudios de conjunto sobre la enseñanza de san Josemaría acerca de la familia, remitimos especialmente a T. MELENDO, San Josemaría Escrivá y la familia, Madrid 2003, 213 pp. Cfr., también, AA.VV., Un amor siempre joven: enseñanzas de San Josemaría sobre la familia, Madrid 2003; R. BOSCA, Luminosos y alegres. El pensamiento y la praxis sobre el matrimonio y la familia en el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Un aporte a la espiritualidad del matrimonio cristiano, en: AA.VV., Un mensaje siempre actual, cit., pp. 327-339; C. BURKE, El Beato Josemaría Escrivá y el matrimonio. Camino humano y vocación sobrenatural, en: "Romana" 19 (1994) 374-384; R. DÍAZ DORRONSORO, La naturaleza vocacional del matrimonio cristiano en las enseñanzas del beato Josemaría, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/2, pp. 7-20; M. DOLZ, Una pedagogia della fede in famiglia. A proposito di alcuni insegnamenti del Beato Josemaría Escrivá, "Romana" 32 (2001) 114-127; M. GAS I AIXENDRI, El matrimonio sacramental a la luz de las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá: el sacramento, don para la santificación de los esposos y de la vida de la familia, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/2, pp. 21-35; F. GIL HELLÍN, La vida familiar, camino de santidad, en: "Romana" 25 (1997) 347-363; A. VÁZQUEZ, Como las manos de Dios: matrimonio y familia en las enseñanzas de Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid 2002, 351 pp. 686 Camino, 27. 687 Conversaciones, n. 91. 688 Es Cristo que pasa, 23. 689 Ibid., 78. 690 Apuntes de la predicación (AGP, P09, p. 133). La tradición de llamar "trinidad de la tierra" a la Sagrada Familia está ampliamente reflejada en el arte. Un ejemplo es el retablo de Giulio Cesare Procaccini (†1625), que representa el tránsito de san José, con el título "Trinitas in terra", en la iglesia de san Giuseppe, en Milán. Lo característico de san Josemaría es el consejo a ir "de la trinidad de la tierra a la Trinidad del Cielo", como ya vimos (cfr. capítulo 4º, apartado 3.2.3.c: vol. II, pp. 141-143). 691 Es Cristo que pasa, 30. 692 Ibid., 78. 693 Cfr. Conversaciones, 103. 694 P. MENA GONZÁLEZ, Matrimonio, procreación y sexualidad en las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: AA.VV., Un mensaje siempre actual, cit., p. 389. 695 Conversaciones, 91. Comentando estas palabras se ha escrito que "pocas veces en la historia de la Iglesia ha sido proclamada de este modo no sólo la bondad constitutiva del matrimonio, sino su pleno sentido vocacional de santidad" (C. BURKE, El Beato Josemaría Escrivá y el matrimonio, cit. p. 382). 696 M.P. CHIRINOS, Una proposta filosofica per la santificazione del lavoro: il "negozio contemplativo", en: "Romana" 45 (2007) p. 353. 697 M. GAS I AIXENDRI, El matrimonio sacramental a la luz de las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, cit., p. 32. 698 Conversaciones, 121. 699 Es Cristo que pasa, 25. 700 Cfr., p.ej., la homilía El matrimonio, vocación cristiana, en Es Cristo que pasa, 22-30. 701 Apuntes de la predicación, 1-VI-1974 (AGP, P11, p. 32). 702 Cfr. Es Cristo que pasa, 25. 703 Ibid. 704 Conversaciones, 94. Cfr. CEC, 2373, donde queda afirmado el valor permanente de la doctrina de la Iglesia acerca de las familias numerosas. 705 P. CORIGLIANO, Un lavoro soprannaturale. La mia vita nell'Opus Dei, Milano 2008, p. 114 (citamos al autor con su nombre completo, aunque firma el libro con el apelativo familiar de Pippo). 706 M. BRANCATISANO MANZI, Claves antropológicas de unos consejos. El Beato Josemaría y el amor matrimonial, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. VII, p. 25. De interés, en este mismo artículo, son las consideraciones sobre otros consejos de san Josemaría, frecuentes en sus coloquios con esposos, como: "¿Quieres a tu marido? ¿Lo quieres también con sus defectos?" (cfr. ibid., pp. 28-29). 707 R. BOSCA, Luminosos y alegres. El pensamiento y la praxis sobre el matrimonio y la familia en el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, cit., p. 338. 708 Ibid. 709 Conversaciones, 121. 710 R. BOSCA, Luminosos y alegres..., cit., p. 338. 711 Ibid. 712 Conversaciones, 100. Cfr. Es Cristo que pasa, 27. 713 Cfr. M. DOLZ, Una pedagogia della fede in famiglia. A proposito di alcuni insegnamenti del Beato Josemaría Escrivá, cit. 714 Conversaciones, 104. Cfr. E. BURKHART – J.B. TORELLÓ, Berufung und Elternhaus, Wien 1990. 715 Forja, 21. Cfr. Conversaciones, 101; Es Cristo que pasa, 78. 716 Conversaciones, 87. 717 Ibid. 718 Cfr. Es Cristo que pasa, 148. 719 Conversaciones, 87. Las ideas que venimos mencionando se encuentran sobre todo en la Carta 29-VII-1965, dedicada a los trabajos del hogar, y más directamente a la Administración doméstica de los Centros del Opus Dei. Cfr. también B. CASTILLA Y CORTÁZAR, Considerazioni sull'antropologia "uomo–donna" nell'insegnamento del Beato Josemaría Escrivá, cit., 4 y 5. 720 Apuntes de la predicación, 25-V-1974 (AGP, P11, pp. 37 s.). Cfr. Conversaciones, 87. 721 Conversaciones, 89. 722 Cfr. P.M. CHIRINOS, Claves para una antropología del trabajo, cit., cap. VII ("Verdad y estatuto científico de los trabajos manuales"), pp. 157-180. 723 Es Cristo que pasa, 22. 724 CEC, 2207. 725 M.P. CHIRINOS, Una proposta filosofica per la santificazione del lavoro: il "negozio contemplativo", cit. p. 353. 726 A. LLANO CIFUENTES, El diablo es conservador, Pamplona 2001, p. 124. 727 Es Cristo que pasa, 30. 728 Apuntes de la predicación, 21-X-1972 (AGP, P11, p. 133). 729 Cfr. CONC. VATICANO II, Decl. Gravissimum educationis, 5-7. 730 Sobre este planteamiento, cfr. C.J. ERRÁZURIZ MACKENNA, Las iniciativas apostólicas de los fieles en el ámbito de la educación. Aspectos canónicos, en: "Romana" 11 (1990) 279-294. 731 Apuntes de la predicación, 1-VI-1974 (AGP, P11, p. 130). Cfr. V. MONAGLE, The Role of the Family in Promoting Education, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. VI, pp. 41-49. 732 Hemos tratado este tema en el capítulo 6º, apartado 1.2.2 (vol. II, pp. 318-336). 733 Amigos de Dios, 165. 734 Carta 9-I-1959, 39. Al hablar aquí de las leyes civiles, presupone evidentemente la doctrina clásica acerca de la observancia de las leyes justas, conformes a la ley moral natural. Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Enc. Evangelium vitae, 25-III-1995, 68-74; E. BURKHART, La grandeza del orden divino. Aproximación teológica a la noción de ley, Pamplona 1977, pp. 204-210. 735 Amigos de Dios, 165. 736 Cfr. A. RODRÍGUEZ LUÑO, "Cittadini degni del vangelo" (Fil 1, 27), cit., pp. 56 ss. 737 Surco, 46. 738 A. DE FUENMAYOR – V. GÓMEZ-IGLESIAS – J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Pamplona 1989, p. 63. Cfr. Camino, 380. 739 Carta 9-I-1959, 5. 740 Forja, 715. 741 Ibid., 717. A veces le viene a la mente en este contexto la alegoría que emplea Jesús en el discurso sobre el fin del mundo (cfr. Mt 24, 28; Lc 17, 37), aplicándola a lo que considera la honda necesidad de no abandonar ningún campo de acción en el que los hombres honestamente trabajen, porque ubicumque fuerit corpus, illic congregabuntur et aquilae (Mt 24, 28) (Carta 14-II-1950, n. 21). 742 A. RODRÍGUEZ LUÑO, "Cittadini degni del vangelo" (Fil 1, 27), cit., p. 50. 743 Ibid. 744 M. SPIEKER, Josemaría Escrivá y la cuestión social. Sobre la ética política de los cristianos, en: AA. VV., Trabajo y espíritu, cit., p. 337. 745 Forja, 104. 746 Conversaciones, 90. 747 CEC, 2184. Cfr. CATECHISMUS ROMANUS, III, 4, 9. Entre los documentos más recientes del Magisterio sobre este tema, posteriores a san Josemaría, cabe destacar: BEATO JUAN PABLO II, Carta ap. Dies Domini, 31-V-1998. Sobre la incidencia de los dos lugares bíblicos citados (Ex 20, 8-11 y Gn 2, 1-3) en la Patrística, cfr. P. SINISCALCO, Lavoro e riposo nella prospettiva terrena ed escatológica, en S. FELICI (dir.), Spiritualità del lavoro nella catechesi dei Padri nel III-IV secolo, cit., pp. 27-37. Cfr. también J. RATZINGER, La fiesta de la fe, Bilbao 1999, 204 pp. 748 H. THOMAS, Sociedad burguesa del trabajo o sociedad postindustrial del tiempo libre. La alienación es la pérdida de la fiesta, AA. VV., Trabajo y espíritu, cit., p. 423. 749 M. LLUCH BAIXAULI, Trabajo de Cristo y trabajo del cristiano, cit., p. 124. 750 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 67; CIC, can. 1247; CEC, 2184 ss.; BEATO JUAN PABLO II, Carta ap. Dies Domini, 31-V-1998, 64-68 y passim. Cfr. C. SOLER, Sobre el sentido del domingo en el Vaticano II y en la "Dies Domini", en: AA.VV. (J.-I. SARANYANA, dir.), El caminar histórico de la santidad cristiana, pp. 601-612. 751 Camino, 357. Cfr. Amigos de Dios, 62. Otra cosa bien distinta es el ocio contemplativo, del que no hablamos aquí (cfr. J. PIEPER, El ocio y la vida intelectual, Madrid 1974³, 340 pp.). 752 En Amigos de Dios, 152, se puede ver cómo traduce san Josemaría estas palabras, aunque en un contexto diverso al del descanso. 753 Surco, 514. 754 Amigos de Dios, 10. 755 Cfr. Camino, 373; Forja, 65; etc. 756 Cfr. Es Cristo que pasa, 108. 757 Amigos de Dios, 121. 758 Camino, 975. 759 Las consideraciones que acabamos de hacer en este párrafo se refieren al influjo del trabajo profesional en la configuración de la sociedad, tema que hemos tratado al hablar de "santificar con el trabajo". En este sentido se sitúan fuera del presente apartado, en el que nos debíamos limitar a la santificación de las relaciones sociales que nacen del hecho de ser miembro de la sociedad. No obstante ponen de manifiesto que la santificación de la sociedad reclama también el trabajo profesional, como lo reclama asimismo la santificación de las realidades familiares. Se vislumbra de este modo que el trabajo profesional ocupa una posición singular en el entramado de las actividades que un fiel laico ha de santificar. 760 Es Cristo que pasa, 45. 761 Carta 29-IX-1957, 73. 762 Carta 29-VII-1965, 5. Cfr. Conversaciones, 34. 763 J.L. ILLANES, Ante Dios y en el mundo, cit., p. 114. 764 La noción de "unidad de vida" se expondrá en el epílogo. Se trata de un concepto con el que se puede compendiar toda la enseñanza de san Josemaría, 765 Las siguientes palabras podrían dar la impresión contraria: la santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que –inmersos en las realidades temporales– estamos decididos a tratar a Dios (Amigos de Dios, 61). Sin embargo, como se puede ver en el mismo párrafo, pocas líneas antes, está hablando del Opus Dei y extiende la consideración a todas las personas que desean vivir ese espíritu específico. 766 A. ARANDA, Trabajo diario santificado y santificador. Sobre la contribución de san Josemaría Escrivá a la espiritualidad y a la teología, cit., p. 29. 767 Carta 25-I-1961, 10. 768 Ibid., 11. 769 J.L. ILLANES, Ante Dios y en el mundo, cit., p. 113. La cursiva es nuestra. 770 Instrucción, 8-XII-1941, 1. También escribe que el eje de nuestra vocación [a la santidad en el Opus Dei] está en la santificación del trabajo ordinario (Carta 25-I-1961, 11). Cfr. Amigos de Dios, 61. 771 Carta 25-I-1961, 41. 772 Carta 14-II-1950, 20. 773 CONC. VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, 11. Cfr. CEC, 2207. 774 Carta 15-X-1948, 4. Cfr. Es Cristo que pasa, 47. 775 Ibid. Se trata del mismo texto citado al comienzo de la sección 2.1, parcialmente reproducido en el párrafo anterior. 776 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 25. 777 Ibid. 778 "Homo non ordinatur ad communitatem politicam secundum se totum, et secundum omnia sua: et ideo non oportet quod quilibet actus eius sit meritorius vel demeritorius per ordinem ad communitatem politicam. Sed totum quod homo est, et quod potest et habet, ordinandum est ad Deum: et ideo omnis actus hominis bonus vel malus habet rationem meriti vel demeriti apud Deum quantum est ex ipsa ratione actus" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 21, a. 4, ad 3). 779 J.L. ILLANES, Ante Dios y en el mundo, cit., p. 118. 780 Sobre el contenido de esta sección remitimos a la explicación que hemos dado en el lugar correspondiente del capítulo 1º (cfr. vol. I, p. 335) 781 Surco, 311. 782 Amigos de Dios, 9. 783 Instrucción, 8-XII-1941, 84. 784 Forja, 740. 785 Carta 14-II-1974, 4. 786 Forja, 569. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO OCTAVO Notas 1 Es Cristo que pasa, 176. Cfr. Amigos de Dios, 23. 2 Forja, 429. 3 Sobre la gracia y la libertad, cfr. capítulo 5º, apartado 1.3 (vol. II, pp. 202-214). 4 Es Cristo que pasa, 73-82. 5 Cfr. Camino, 707-733 (“Lucha interior”); Surco, 125-180 (“Luchas”); Forja, 58-157 (“Lucha”). 6 L. SCHEFFCZYK, Die Gnade in der Spiritualität von Josemaría Escrivá, en: AA.VV., Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Köln 2002, p. 72. 7 P. URBANO, El hombre de Villa Tevere, Barcelona 1995, p. 74. 8 Sobre la lucha ascética en la Sagrada Escritura, cfr. CH. CAMELOT, Ascèse et mortification dans le Nouveau Testament, en: AA.VV., L’ascèse chrétienne et l’homme contemporain, Paris 1951, pp. 13-29. 9 Cfr. Jb 7, 1; Mt 11, 12; Mc 3, 27; Rm 7, 23 ss.; 1Co 9, 24-27; 2Tm 2, 5; 1Ts 5, 8; Ef 6, 12-17; etc. 10 Es Cristo que pasa, 96 y 137; Forja, 759. 11 De estos medios se hablará en el capítulo 9º. 12 PSEUDO-MACARIO, Homiliae, 12, 5: texto citado en Amigos de Dios, 129, donde remite a PG 34, 559. 13 Cfr., p.ej., Sermones 19 y 128. El influjo de san Agustín es particularmente significativo: cfr. D. RAMOS-LISSÓN, La presencia de san Agustín en las homilías del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: “Scripta Theologica” 25 (1993), 901-941. 14 Cfr. J.B. BAUER, Alle origini dell’ascetismo cristiano, Brescia 1983, 110 pp.; L. BOUYER, L’ascèse de l’époque patristique, en: AA.VV., L’ascèse chrétienne et l’homme contemporain, Paris 1951, pp. 31-46; J. GRIBOMONT, Ascesi, en: AA.VV., Dizionario Patristico e di Antichità cristiane, Casale Monferrato 1983, col. 388-391; M. VILLER – K. RAHNER, Ascetica e mistica nella patristica. Un compendio della spiritualità cristiana antica, cit., 314 pp. 15 Cfr. A. MONTANARI, “Che cosa fate più di noi?” Ascesi cristiana e novità dell’Evangelio, en: AA.VV., Ascesi e figura cristiana dell’agire, Milano 2005, pp. 9-51. Reproduce un texto antiguo, de la primera época del monaquismo en los alrededores de Alejandría, centro entonces de cultura griega: «Se cuenta que algunos filósofos [paganos] (...) interrogaron un día a un monje diciendo: “¿Qué hacéis vosotros en el desierto más que nosotros? Ayunáis, pero también nosotros ayunamos; veláis, pero también nosotros velamos. Todo lo que hacéis vosotros lo hacemos también nosotros. Entonces, ¿qué hacéis de más en el desierto?” El anciano les respondió: “Esperamos en la gracia de Dios y custodiamos nuestro corazón”. Ellos respondieron: “Eso no lo podemos hacer nosotros”, y se fueron habiendo recibido una lección» (S. CHIALÀ – L. CREMASCHI (eds.), I Padri del Deserto. Detti editi e inediti, Magnano 2002, pp. 75-76). En la respuesta del monje se puede ver que la lucha del cristiano, a diferencia del pagano, es una cooperación con la gracia, no un simple esfuerzo humano, y que su objetivo no es conquistar el dominio de sí sino la pureza del corazón, esto es, remover lo que estorba al amor a Dios y adquirir los sentimientos de Cristo, identificarse con Él. 16 Publicada en Venecia en 1589, la obra de Scupoli ha visto un gran número de ediciones en diversas lenguas. Aquí hemos usado la italiana de la editorial San Paolo, Cinisello Balsamo 1992, 209 pp. 17 Por esta razón quizá sea pertinente distinguir entre precedentes y fuentes de san Josemaría en el tema de la lucha cristiana, entendiendo por “precedentes” las enseñanzas concretas que se encuentran en autores anteriores, aunque en un contexto diverso del laical y con un sentido en parte diferente al que tienen en san Josemaría, y por “fuentes” aquellas que san Josemaría ha acogido en su enseñanza, tomándolas de otros autores en el mismo sentido en que las han formulado. Tendemos a pensar que generalmente se encontrarán sólo “precedentes”, pero esta cuestión únicamente se podrá afrontar de modo riguroso cuando se disponga de las ediciones críticas de sus obras. Una primera información se puede obtener consultando la edición crítico-histórica de Camino, no sólo el capítulo 34 (“Lucha interior”), donde son escasas las referencias a precedentes o a fuentes, sino toda la obra, que de un modo u otro trata siempre de la lucha por la santidad. Cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, Madrid 2004³, 1237 pp. 18 Cfr. Amigos de Dios, 213. 19 De las 103 veces que aparece la palabra “lucha” en los escritos publicados hasta la fecha, sólo 11 veces habla de “lucha interior” y 6 de “lucha ascética”. 20 Es Cristo que pasa, 74. 21 P. URBANO, El hombre de Villa Tevere, cit., p. 74. 22 Cfr. Es Cristo que pasa, 73-82. 23 Forja, 735. 24 Cfr. Es Cristo que pasa, 73. 25 Ibid., 74. 26 En estos textos paulinos no se encuentra el término “ascesis”. San Pablo no habla de “asceta” sino de “luchador” o “combatiente” en 1Co 9, 25: «qui in agone contendit»), o “atleta” en 2Tm 2, 5: «si autem certat quis in agone...»). Sólo más tarde se aplicarán estos textos a la “ascesis”. En la frase de san Josemaría que se cita a continuación, reconduce la “lucha ascética” al “deporte”. Sobre el tema, cfr. G. COSTA, L’agonismo della vita cristiana: impegno, entusiasmo, ardore per la vittoria. Uso e significato delle metafore sportive negli scritti di Paolo, en: “Itinerarium” 7 (1999) 189-230. Cfr. también J. DE GUIBERT, Ascèse, Ascétisme, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, t. 1, Paris 1937, col. 936-938, y 977-990; M. VILLER – M. OLPHE-GALLIARD, en ibid., col. 960-976. 27 Forja, 169. 28 Cfr. H. WINDISCH, en: G. KITTEL – G. FRIEDRICH, Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, Stuttgart 1933-1979, vol. I, col. 492-494; R. SCHNACKENBURG, Ascesis, en J.B. BAUER (dir.), Diccionario de Teología Bíblica, Barcelona 1967, col. 115-120. 29 Cfr. J. GRIBOMONT, Ascesi, cit., col. 388. 30 Cfr. A. MONTANARI, “Che cosa fate più di noi?” Ascesi cristiana e novità dell’Evangelio, cit., p. 21. 31 P.ej., Clemente, en la línea de los filósofos estoicos, exhorta a practicar una dura disciplina del cuerpo, a huir de las comodidades, a buscar la moderación y la templanza, pero «en estas mortificaciones no falta la imitación de Cristo, expresamente mencionada: “Reflexiona: sabiendo que Dios ha sido coronado de espinas, ¿no te parece un insulto a la Pasión de Nuestro Señor coronar tu cabeza de flores?” (Clemente de Alejandría, Pedagogo II, 8, 73)» (M. VILLER – K. RAHNER, Ascetica e mistica nella patristica. Un compendio della spiritualità cristiana antica, Freiburg i. B. 1991, p. 78. La base de esta obra es el texto de Marcel Viller, La Spiritualité des premiers siècles chrétiens, de 1930, al que Karl Rahner añadió en 1939 el aparato crítico que documenta las afirmaciones). Orígenes es el primero que se sirve frecuentemente del término “ascesis” en las Homilías sobre Jeremías. 32 Cfr. Rm 7, 23; 1Co 9, 25; Ef 5, 11 y 6, 12; Flp 1, 27-30 y 3, 12; 1P 5, 8; Ap 12, 7 y 19, 11; etc. 33 Cfr. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ep. ad Romanos, 3, 2; 5, 3; Ep. ad Ephesios, 1, 2; 3, 1; etc. 34 Cfr. ORÍGENES, In Numeros homiliae, 10, 2. 35 Cfr. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata, IV, 7, 43, 4. 36 Según Viller, el celibato es modelo de lucha porque «no se puede conservar sin esfuerzo (...), comporta necesariamente la mortificación» (M. VILLER – K. RAHNER, Ascetica e mistica nella patristica. Un compendio della spiritualità cristiana antica, cit., p. 60). 37 Ya sabemos que para san Josemaría no es así, como vimos al hablar de la castidad (cfr. capítulo 6º, apartado 4.5.1: vol. II, pp. 451-459). Cuando hace referencia a esta terminología –sucede raramente–, es sólo para destacar que quienes recibían el don del celibato en los inicios del cristianismo, no se apartaban del mundo: los primeros fieles cristianos –incluso aquellos ascetas y aquellas vírgenes, que dedicaban personalmente su vida al servicio de la Iglesia– no se encerraban en un convento: se quedaban en medio de la calle, entre sus iguales (Instrucción, 8-XII-1941, 81; un texto semejante en Carta 6-V-1945, 24; no hemos encontrado otros lugares en los que use estos términos). 38 Cfr. J. GRIBOMONT, Ascesi, cit., col. 390. 39 Un ejemplo: El Señor se complace en las oraciones, en los sacrificios, en los cantos de los ascetas, reunidos en lauras y monasterios (AGP, P12, p. 229). Sólo hemos encontrado otros dos textos semejantes. 40 SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Matthaeum homiliae, 7, 7. 41 Cfr. Homilía sobre la expresión “He visto al Señor”, 6, 1 (PG 56, 136); Homilía sobre la expresión “Saludad a Priscila y Aquila”, 1, 3 (PG 51, 190 s.). 42 Amigos de Dios, 308. 43 Citamos sólo dos ejemplos representativos de ese periodo: J. LECLERCQ, Ascesi cristiana, Alba 1955, 171 pp. (vol. 2 di “Saggi di morale cattolica”); A. STOLZ, L’ascesi cristiana, Brescia 19452, 195 pp. 44 Basta una rápida revisión de los volúmenes de la “Bibliographia Internationalis Spiritualitatis”, del Pontificium Institutum Spiritualitatis O.C.D. (Teresianum), para advertir la drástica disminución de publicaciones sobre el asunto en los últimos decenios. En el primer volumen de la “Bibliographia” (correspondiente a 1966), figuran todavía más de 60 títulos en el apartado “Ascetica”, mientras que en el volumen 39, de 2007 (referente a las publicaciones de 2004), hay solamente 3 títulos de publicaciones sobre “Doctrina ascetica” y otros 13 sobre “Praxis ascética: dolor”. En realidad, la postergación del tema viene de antes: cfr., p.ej., J. ESTEBAN, S.J., ¿Penitencia en el siglo xx?, en: “Manresa” 30 (1958) 210, donde el autor elogia el hecho de que en Camino haya un capítulo dedicado a la penitencia: «Conforta ver (...) que el Fundador de una institución tan orientada a la acción como el Opus Dei, dedique en su “Camino” un capítulo a la penitencia. Permítase copiar dos líneas de tan precioso librito: “Bendito sea el dolor –Amado sea el dolor–... Di a tu cuerpo: prefiero tener un esclavo a serlo tuyo” (Núms. 208 y 214)» (ibid.). El tema de la lucha cristiana ha quedado confinado prácticamente a la categoría de los libros de espiritualidad (cfr., p.ej., A. GENTILI, Vengo a portare la spada. La vita cristiana come combattimento spirituale, Milano 2004, 188 pp.). Pero incluso en este sector escasea. 45 «El pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado» (PÍO XII, Radiomensaje, 26-X-1946). El BEATO JUAN PABLO II cita esta frase comentando «que ha llegado a ser casi proverbial» (Ex. ap. Reconciliatio et paenitentia, 2-XII-1984, 18). 46 Cfr. apartado I.3.a) (vol. I, pp. 55-57). 47 Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Ex. ap. Reconciliatio et paenitentia, 2-XII-1984, 18. Una descripción de los aspectos culturales que explican el abandono de la lucha ascética, puede verse en J.M. GARRIDO LUCEÑO, El ascetismo, ¿una reliquia del pasado?, en: “Isidorianum” 32-33 (2007) 111-150. El autor realiza un recorrido histórico desde la cultura griega, que reconoce valor al ascetismo moral, hasta Nietzsche que lo considera negador de la vida, y Max Scheler que refuta esta última tesis. La conclusión es que en nuestros días, para el tipo de hombre dominado por el «hedonismo, el consumismo, la permisividad y el relativismo (...) la ascética muere por falta de motivación. Es así como ha llegado el ascetismo a su nadir, el punto más bajo de su larga historia (...). Su desaparición en la actual sociedad va ligada a un modelo de hombre (...) tendente a confundir el esfuerzo con el mal» (ibid., p. 149). Cfr. también G. ANGELINI, Gli “ideali ascetici”. Pertinenza e limiti della lettura ascetica del cristianesimo, en: AA.VV., Ascesi e figura cristiana dell’agire, cit., pp. 53-95. 48 Cfr. J. LORTZ, La Riforma in Germania, Milano 1971, p. 187. 49 Cfr. M. FAZIO, Storia delle idee contemporanee, Roma 2005, pp. 21-32. 50 I. KANT, Die Metaphysik der Sitten, II, 2, 2, §53 (lo hemos tomado de la edición italiana: Metafisica dei costumi, Laterza, Roma 19892, pp. 365-366). 51 Cfr. F. NIETZSCHE, Genealogía de la moral, 2, 22 (en el vol. VI** de la edición italiana de las obras completas, Milano 1968, p. 293). La idea de la moral cristiana como represión recorre casi todas sus obras; cfr. p.ej., Ecce homo, 7 (en el vol. VI*** de la citada edición italiana, Milano 1970, p. 383). Cfr. G. ANGELINI, Il conflitto tra verità e valore nella critica di Nietzsche alla morale, en: “Teologia” 3 (1978) 256-291. La idea de Nietzsche abre paso a una nueva noción de “pecado”, sin referencia a Dios. El pecado es lo que “ofende al hombre”: lo que le hace infeliz e impide su espontaneidad. La visión de la lucha cristiana como represión de la espontaneidad ejercerá un influjo notable en la cultura del siglo XX. Pero el cristianismo no se opone a la espontaneidad humana sino a su deformación por el pecado entendido como ofensa a Dios y degradación del hombre, simultáneamente. Ambos aspectos son inseparables. Por una parte, al ser Dios el fundamento del respeto a la dignidad del hombre, «es vano esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado» (BEATO JUAN PABLO II, Ex. ap. Reconciliatio et paenitentia, 2-XII-1984, 18; cfr. Enc. Centesimus annus, 1-V-1991, 25). Por otra, «ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres» (CEC, 407). 52 Cfr. J.B. TORELLÓ, Psicoanálisis y Confesión, Madrid 19752, 212 pp.; P. GRELOT, Péché originel et rédemption: examinés à partir de l’épître aux Romains, Paris 1973, 429 pp. En el capítulo 1º, pp. 25 ss., de esta última obra puede verse una aguda crítica a las tesis de Freud sobre el pecado y su arbitraria interpretación de la Biblia, concretamente de la figura de Moisés. 53 Un ejemplo de su sombría visión del arrepentimiento y de la lucha contra el pecado puede verse en F. ENGELS – K. MARX, La Sagrada Familia, Buenos Aires 1973, p. 193: la persona queda reducida a exterioridad social, a merced de cualquier manipulación. 54 Conversaciones, 1. 55 Carta 14-II-1974, 10. 56 Es Cristo que pasa, 74. 57 Señalamos solamente algunos que han alcanzado gran difusión, con numerosas reediciones en diversos idiomas: S. CANALS, Ascética meditada, Madrid 197411, 204 pp.; F. FERNÁNDEZ CARVAJAL, Hablar con Dios (8 vols., con meditaciones para cada día), Madrid 1987-1991; ID., La tibieza, Madrid 200212, 191 pp.; F. SUÁREZ VERDAGUER, La Virgen Nuestra Señora, Madrid 198518, 246 pp.; J. URTEAGA, El valor divino de lo humano, Madrid 197118, 263 pp. 58 Aparte del interesante artículo de V. GARCÍA-HOZ, Sobre la pedagogía de la lucha ascética en “Camino”, en: AA.VV., Estudios sobre “Camino”, Madrid 1988, pp. 181-211, no conocemos otras publicaciones de conjunto sobre la lucha ascética en el mensaje de san Josemaría. 59 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 13. 60 Ibid. 61 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 401. 62 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 13. 63 Camino, 386. 64 «Malum privatio est boni, et non negatio pura» (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I, q. 48, a. 5, ad 1): el mal es privación del bien, no pura negación. Cfr. ID., S.Th. I, q. 14, a. 10, c; q. 48, a. 2, ad 2 y a. 6, c; De Malo, q. 1, a. 1, c. Estudios clásicos sobre el tema son los de A.D. SERTILLANGES, Le problème du mal (El problema del mal, 2 vols., Madrid 1951-1954); y CH. JOURNET, Il male: saggio teologico, Roma 1963, 349 pp. La falta de ordenación al fin último puede provenir o del mismo objeto del acto que se quiere realizar (en este sentido hay actos intrínsecamente malos, que por su objeto no son nunca ordenables a Dios) o del fin al que se ordena ulteriormente un acto que por su objeto podría haberse ordenado a Dios. Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 78. 65 Carta 28-III-1955, 24. 66 Es Cristo que pasa, 184. 67 Forja, 103. 68 Surco, 864. 69 CEC, 405. 70 «El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación. Es esto lo que explica la división íntima del hombre» (CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 13). Esta división interior, tal como la describe la Carta a los Romanos, consiste, según Heinrich Schlier, en que «el hombre en su existencia histórica, en el actuarse concreto de su vivir, recusa su ser criatura y no se acaba de adherir a lo que quiere [al bien], sino a lo que el pecado dominador quiere en él (...). El pecado le pone delante la ley de Dios que como criatura conoce y ama, de modo que de este encuentro nazca en él solamente una experiencia de pecado y de muerte. El pecado hace que el hombre vea la ley como algo que excita en él la tendencia hacia el propio yo» (H. SCHLIER, La lettera ai Romani, Brescia 1982, pp. 383 y 390). 71 CEC, 405; cfr. CEC, 1707 y 1426. Para un estudio del tema en san Pablo, cfr. F. VARO, La lucha del hombre contra el pecado. Exégesis de Rom 7, 14-25, en: “Scripta Theologica” 16 (1984) 9; P. GRELOT, Péché originel et rédemption: examinés à partir de l’épître aux Romains, cit. 72 Es Cristo que pasa, 75. 73 En este texto y en otros (cfr. Es Cristo que pasa, 4, 5, 6 y 9; Amigos de Dios, 211), no reduce el término “concupiscencia” a las tendencias desordenadas de las facultades sensibles, sino que lo aplica a la inclinación al mal en general, comprendiendo la tendencia a la soberbia, o a la envidia, etc., como acabamos de ver. Esto no impide que en diversas ocasiones lo aplique sólo a las tendencias desordenadas del apetito sensible (cfr., p.ej., Camino, 127, 237, 375; Forja, 477; etc.). También el Catecismo afirma unas veces que la “concupiscencia” es «un movimiento del apetito sensible que contraría la obra de la razón humana» (CEC, 2515), y otras llama «triple concupiscencia» (CEC, 377) a los tres aspectos mencionados en 1Jn 2, 16, donde, junto a la “concupiscencia de la carne y de los ojos” (apetito sensible), se menciona la “soberbia de la vida”; o sea, bajo el término “concupiscencia” incluye también este último aspecto que no pertenece a la esfera sensible. Se puede pensar que la concupiscencia es una herida que afecta a toda la persona humana debilitándola para querer y realizar el verdadero bien (y, en este sentido, inclinando al mal), pero a través de la facultad “apetitiva”. 74 Carta 24-III-1931, 21. Cfr. Amigos de Dios, 184. 75 Forja, 119. 76 CONC. DE TRENTO, Sessio V, Decr. de peccato originali, 5: DS 1515. Cfr. Rm 6, 12; 2Tm 3, 6; Tt 3, 3; y CEC, 418, 1264 y 2515. 77 Es Cristo que pasa, 75 (parte del texto citado poco más arriba). 78 Ibid. 79 Cfr. infra, apartado 2.4.3. 80 Es Cristo que pasa, 159. 81 Amigos de Dios, 214. 82 Carta 2-II-1945, 5. 83 Carta 8-VIII-1956, 40. 84 CEC, 407. Cfr. Hb 2, 14; 1Jn 5, 19; 1P 5, 8. 85 «Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de San Juan: “el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres» (CEC, 408). Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Ex. ap. Reconciliatio et paenitentia, 2-XII-1984, 16; CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 37. 86 Cfr. ibid., 104, 208; capítulo 2º, apartado 2.3.3 (vol. I, pp. 396-401). 87 Es Cristo que pasa, 98. 88 Ibid., 167. 89 La comparación con la guerra en la que se ha vencido la batalla decisiva se encuentra originalmente en O. CULLMANN, Christus und die Zeit, Zürich 1946. 90 Carta 9-I-1959, 3. 91 CEC, 2015. 92 Cfr. Camino, 306; Es Cristo que pasa, 74 y 76; Amigos de Dios, 217. 93 Carta 28-III-1973, 9. 94 Amigos de Dios, 13. 95 Es Cristo que pasa, 75. 96 Carta 24-III-1931, 10. 97 Ibid. 98 Forja, 599. Cfr. Es Cristo que pasa, 6. 99 Carta 24-III-1931, 5. 100 Ibid., 9. 101 Apuntes de una meditación, febrero de 1972 (AGP, P09, p. 152). 102 Amigos de Dios, 303. 103 Es Cristo que pasa, 147. 104 Forja, 416. 105 Cfr. CONC. DE TRENTO, Sessio VI, Decr. de iustificatione, can. 16: DS 1566. 106 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 313). 107 Apuntes de la predicación (AGP, P01 IV-1972, p. 58). 108 Ibid., p. 59. 109 Apuntes de la predicación (AGP, P01 V-1982, p. 80). 110 Carta 2-II-1945, 8. 111 Es Cristo que pasa, 58. 112 Las formulaciones son diversas. A modo de ejemplos, cfr. Camino, 790 y 815; Surco, 151, 158, 739; Forja, 397, 925; Es Cristo que pasa, 81; Amigos de Dios, 217. 113 Apuntes de la predicación, 1-I-1972 (AGP, P01 1972, p. 58). 114 A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei. Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, 3 vols., Madrid 1997-2003, vol. III, pp. 638 s. 115 Á. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei. Realizada por Cesare Cavalleri, Madrid 1993, p. 125. 116 Surco, 158. 117 Carta 28-III-1955, 24. 118 Forja, 169. 119 Afirmar que “sólo ama el que lucha por amor” (o que “para amar a Dios hay que luchar, pero ha de ser una lucha por amor”), no es una tautología, como hicimos notar en el vol. I, pp. 286-289 (capítulo 1º, apartado 2.2.1). 120 Cfr. Camino, 293 y 787; Forja, 396 y 447. 121 Apuntes de la predicación, 9-XI-1966 (AGP, P01 III-1975, p. 20). 122 Carta 24-III-1931, 19. 123 Forja, 990. 124 Ibid., 312. 125 Surco, 739. 126 Carta 24-III-1931, 49. 127 Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, nota 137. 128 Forja, 69. 129 Ibid., 826. 130 BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, vol. II, Madrid 2011, p. 486. Hemos citado este texto en el capítulo 7º, p. 49, nota 82. Puede verse allí la aplicación a la santificación de la vida cotidiana. 131 Via Crucis, XIV Estación. 132 En el capítulo 9º se estudiarán sistemáticamente los medios de santificación. 133 Es Cristo que pasa, 74. 134 Forja, 655. 135 Cfr. Es Cristo que pasa, 58. 136 Via Crucis, VI Estación. 137 Ibid. 138 Forja, 397. 139 Amigos de Dios, 210. 140 Es Cristo que pasa, 106. 141 Sobre esta noción, cfr. capítulo 4º, apartado 3 (vol. II, pp. 106 ss.). 142 Carta 8-VIII-1956, 40. 143 Es Cristo que pasa, 142. 144 Carta 25-I-1961, 54 (texto en cursiva en el original). Cfr. 1Jn 4, 6. 145 Es Cristo que pasa, 64. 146 Ibid., 65. 147 Ibid. 148 Amigos de Dios, 108. 149 Via Crucis, II Estación. 2. 150 Amigos de Dios, 201. 151 Es Cristo que pasa, 138. 152 Ibid., 78. 153 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 167). 154 C. BERMÚDEZ MERIZALDE, Aspectos de la doctrina de la gracia en los comentarios de Santo Tomás a las epístolas paulinas, Roma 1990, p. 108. En este tema san Josemaría sigue de cerca la doctrina de santo Tomás, expuesta rigurosamente en el estudio citado (cfr., en particular, las pp. 94-109). 155 Es Cristo que pasa, 114. 156 L. SCHEFFCZYK, Die Gnade in der Spiritualität von Josemaría Escrivá, cit., p. 73. 157 Ibid. 158 Ibid. 159 Cfr., p.ej., Camino, 386 y 788; Surco, 104 y 973; Forja, 308, 315, 973, 994; Es Cristo que pasa, 22, 58, 73-82 (homilía La lucha interior); Amigos de Dios, 162; etc. 160 Cfr. vol. II, pp. 202-214. 161 Amigos de Dios, 214. 162 Algunos textos de los Padres con interpretaciones diversas sobre este pasaje pueden verse en M. SHERIDAN, La Bibbia commentata dai Padri. Antico Testamento, vol. I/2, Roma 2004, pp. 321-328. No conocemos un comentario de san Josemaría a este pasaje. Sus enseñanzas sintonizan con algunas de las consideraciones de san Agustín y de san Juan Crisóstomo, pero nos parece que la importancia que reconoce a la libertad de los hijos de Dios y a la necesidad de la gracia, pueden llevar a la comprensión de este episodio en la línea que hemos señalado. 163 Forja, 659. Cfr. CEC, 407. 164 Cfr. Forja, 118; Amigos de Dios, 299. 165 Carta 8-VIII-1956, 40. 166 Amigos de Dios, 76. 167 En la introducción del capítulo 6º se ha expuesto resumidamente la diferencia entre “virtudes humanas” y “virtudes sobrenaturales” (cfr. vol. II, pp. 288-292). 168 Amigos de Dios, 232. 169 Ibid., 91. 170 Cfr. capítulo 9º, apartado 1.1, pp. 449-457. 171 Es Cristo que pasa, 80. Nos parece que aquí emplea “ascética” en lugar de “lucha” por un motivo literario: simplemente para evitar una repetición de palabras (el texto procede de una homilía). 172 Ibid., 82. 173 A modo de ejemplo, el Lexikon für Theologie und Kirche, cuyos once tomos editados entre los años 1993 y 2001 recogen miles de voces, no incluye la de “mortificación”, que estaba presente, en cambio, en la edición anterior (voz “Abtötung”, en el vol. I, Freiburg 1957, col. 95 s.). La nueva edición sigue otra línea. En una voz sobre “ejercicios de penitencia” se ejemplifican, como fenómenos presentes en muchas religiones, algunas mortificaciones corporales, y después se lee: «El anterior aprecio [hacia los ejercicios de penitencia] quedaba matizado al prescribir con frecuencia la consulta al confesor para elegirlos. Hoy hay mayores reservas, basadas en parte en el hedonismo popular, pero también en una mayor atención a deformaciones psíquicas y, dentro de la Iglesia, en una comprensión más profunda de la redención» (P. LIPPERT, voz “Bußübungen”, en: AA.VV., Lexikon für Theologie und Kirche, vol. II, Freiburg-Basel-Rom-Wien 1994, col. 858). Nos parece que esta apreciación, junto con la desaparición del término en el Lexikon, resulta ambigua y empobrece –contrariamente a lo que sugiere el autor de la voz– la participación del cristiano en la redención. 174 La necesidad de la mortificación proviene de la realidad «de una naturaleza que tiende a encerrarse en sí misma y a buscar en sí misma la propia consistencia y la propia suficiencia» (G. CHALMETA, Introduzione al personalismo etico, Roma 2003, p. 88). Citamos de intento una obra sobre el personalismo, para poner de manifiesto que la mortificación no se opone a la afirmación del valor de la persona humana. Al contrario, como el autor añade poco después, «el sacrificio, con la correspondiente renuncia y mortificación, es el único camino hacia la libertad» (ibid.). Remite en estos puntos a un destacado exponente del personalismo como es J. DE FINANCE, Existence et liberté, Lyon 1955. 175 La penitencia implica varios aspectos: contrición o arrepentimiento por el pecado, desagravio por la ofensa a Dios y conversión. No son términos sinónimos, como veremos después, pero son inseparables. De hecho, es frecuente que cada uno se emplee para designar todo lo que incluye la noción de penitencia, como, p.ej., en el siguiente texto: «[La penitencia es] ante todo conversión, término con el que se trata de traducir la palabra del texto griego metánoia, que literalmente significa cambiar radicalmente la actitud del espíritu para hacerlo volver a Dios (...). Penitencia significa también arrepentimiento» (BEATO JUAN PABLO II, Ex. ap. Reconciliatio et paenitentia, 2-XII-1984, 26). Sobre el significado de metánoia en el Nuevo Testamento, cfr. H. MERKLEIN, en H. BALZ – G. SCHNEIDER, Dizionario esegetico del Nuovo Testamento, cit., vol. II, col. 354-363. 176 Puede servir un ejemplo: cuando un cristiano aparta la mirada de una publicidad escandalosa, lo puede hacer como mortificación de la concupiscencia y como penitencia por el pecado de escándalo. Podría hacerlo sólo como mortificación o sólo como penitencia, pero de por sí lo uno reclama lo otro, y el acto adquiere mayor plenitud de sentido si está presente la intención de realizarlo como mortificación y como penitencia. 177 Camino, 223. 178 Cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., p. 417 (comentario al punto 223). A su vez, esta autora pudo haberse inspirado para la distinción en san Juan de la Cruz y en Alonso Rodríguez: cfr. M. DIEGO SÁNCHEZ, Francisca Javiera del Valle: Decenario al Espíritu Santo, Madrid 1994, p. 117. 179 Cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., p. 371. 180 Amigos de Dios, 138. 181 Cfr., p.ej., ibid. 182 Cfr., p.ej., Surco, 992; Forja, 149 y 411; Amigos de Dios, 135, 138, 186. 183 Via Crucis, XIV Estación. 184 «No se puede olvidar –escribe L. SCHEFFCZYK en su estudio sobre san Josemaría– que la naturaleza es una naturaleza vulnerada y caída. Por eso, la elevación y perfección de la naturaleza por la gracia, su asimilación continua a lo sobrenatural, no debe entenderse como un mero armonizarse y perfeccionarse (Höherführung) humanista de la naturaleza. Este perfeccionarse no se puede realizar, según Escrivá, sino bajo el signo de la Cruz. Esto significa que la naturaleza, idónea para esa perfección y destinada a la unión, puede corresponder a la gracia sólo por el camino de la crucifixión. Por eso, “la Cruz es omnipresente” para los que quieren “de verdad seguir” a Cristo» (Die Gnade in der Spiritualität von Josemaría Escrivá, cit., p. 71). 185 Cfr. Es Cristo que pasa, 106 y 122. 186 Forja, 773. 187 Cfr., p.ej., Camino, 574; Forja, 149, 208, 403, 408, 784, 817; Es Cristo que pasa, 57; Amigos de Dios, 136 y 138; Via Crucis, IX Estación, punto 5. 188 Cfr., p.ej., Surco, 981, 990; Forja, 149 y 154; Conversaciones, 108; Es Cristo que pasa, 9; Amigos de Dios, 122. 189 Forja, 518. Cfr. Amigos de Dios, 134. 190 Es Cristo que pasa, 9. 191 Cfr. Amigos de Dios, 129. 192 Surco, 981. Este texto menciona sólo el “espíritu de mortificación”, pero puede entenderse como referido también al “espíritu de penitencia”. 193 Forja, 784. En este caso menciona sólo la penitencia pero comprende también la mortificación. 194 Forja, 149. De modo semejante, en otro momento, llama mortificaciones a obras como aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... (Camino, 173). 195 BEATO JUAN PABLO II, Ex. ap. Reconciliatio et paenitentia, 2-XII-1984, 4. 196 Cfr., p.ej., en las obras publicadas: Camino, 48; Surco, 927; Forja, 409 y 935; Amigos de Dios, 13, 71, 132, 150, 160. 197 Amigos de Dios, 132. 198 Cfr. supra, apartado 1.4.a. 199 Forja, 149. 200 De hecho, algunos de los ejemplos de penitencia contenidos en este texto, los menciona también en Camino, 173 como ejemplos de mortificación. 201 Amigos de Dios, 138. 202 Estudiaremos estos medios en el capítulo 9º. Ahora nos interesa decir solamente que es necesario luchar para ponerlos en práctica. 203 Camino, 716. 204 Amigos de Dios, 138. 205 Forja, 83. 206 Ibid., 773. 207 El sentido literal de este texto paulino ofrece notables dificultades a los exegetas (cfr., p.ej., F. MANZI, Seconda Lettera ai Corinzi. Nova versione, introduzione e commento, Milano 2002, pp. 189-196; R.P. MARTIN, 2Corinthians, en D.A. HUBBARD – G.W. BARKER – J.D.W. WATTS – R.P. MARTIN, Word Biblical Commentary, vol. 40, Waco [Texas] 1986, pp. 87-89). Parece claro que al hablar de “cuerpo” se refiere a la manifestación de la persona. 208 Cfr. S. LÉGASSE, Tentation, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, t. 15, Paris 1990, col. 193-212; W. POPKES, en H. BALZ – G. SCHNEIDER, Dizionario esegetico del Nuovo Testamento, cit., t. II, col. 872-879. 209 Cfr., p.ej., Amigos de Dios, 119. 210 «Alia est tentatio seductionis, alia tentatio probationis» (SAN AGUSTÍN, Ep. 205, 16). 211 Cfr. CEC, 2846. 212 «Tentatio solet dici provocatio ad peccandum» (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 79, a. 1, arg. 2). 213 SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 80, a. 3, ad 3. 214 SAN AGUSTÍN, Enarrationes in Psalmos, 60, 2-3: CCL 39, 776. 215 Carta 24-III-1931, 21. 216 Ibid., 20. 217 Carta 8-XII-1949, 97. Sobre el tema, inspirándose en la enseñanza de san Josemaría, cfr. E. JULIÁ, La belleza de ser cristiano, Madrid 2008, pp. 197-200. 218 Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Ex. ap. Reconciliatio et paenitentia, 2-XII-1984, 26. 219 Sobre este texto se han avanzado diversas interpretaciones: una ascética –que es la que seguimos aquí y que se encuentra también en san Josemaría (cfr. Amigos de Dios, 180)–, otra referida a una enfermedad corporal del Apóstol, y otra a las persecuciones que sufre. Como ejemplo de estas posibles interpretaciones en un texto contemporáneo al de san Josemaría que acabamos de mencionar, cfr. P. GUTIÉRREZ, Segunda Carta a los Corintios, ad loc., en: AA.VV., La Sagrada Escritura (Nuevo Testamento), vol. II, Madrid 1962, pp. 579-583. 220 Carta 24-III-1931, 20. Cfr. Es Cristo que pasa, 66. 221 Surco, 136. 222 Amigos de Dios, 180. 223 Camino, 132. Cfr. ibid., n. 834; Amigos de Dios, 185. 224 Surco, 137. 225 Carta 24-III-1931, 21. Cfr. Amigos de Dios, 184. 226 A. BYRNE, comentario al 708 en Camino / The Way. Spanish text & English translation. Annoted edition, Herefordshire 20022, p. 249. Cfr. CATECHISMUS ROMANUS, IV, 15, 4. La cita de SAN AGUSTÍN proviene de Sermo 158, 4, PL 38, 864. 227 Camino, 708. 228 CEC, 2851. 229 Es la distinción que propone SANTO TOMÁS DE AQUINO: «Hoc autem [la tentación al pecado] est vel a principio intrinseco, scilicet ex corruptione carnis, et sic dicitur tentatio a carne; vel a principio extrinseco, et hoc dupliciter: quia illud quod exterius est, vel impugnat per modum obiecti, et sic est tentatio a mundo, cuius rebus corda hominum alliciuntur ad peccandum; vel per modum agentis, qui trahit ad peccatum persuadendo, terrendo, blandiendo, et sic de aliis: et sic dicitur esse tentatio ab hoste, scilicet diabolo» (In II Sent., d. 27, q. 1, a. 1, c). 230 Carta 24-III-1931, 13. Cfr. Camino, 724, 750. La oración a san Miguel se encuentra en el Misal Romano anterior a la reforma de 1970, en uso actualmente como “forma extraordinaria” del rito romano (cfr. BENEDICTO XVI, Motu proprio Summorum Pontificum, 7-VII-2007, art. 1). 231 Carta 28-III-1973, 18. 232 Camino, 384. 233 Ibid., 725. 234 Cfr. R. LAVATORI, Gli angeli: la loro presenza e la loro azione nella vita cristiana secondo il beato Josemaría, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana (Actas del congreso del centenario del nacimiento de san Josemaría), Roma 2002-2004, vol. V/1, p. 154 s. 235 Camino, 576. 236 Es Cristo que pasa, 63. 237 CEC, 2849. Cfr. ibid., 2725; Mt 4, 11; Mt 26, 36-44. 238 Cfr. Santo Rosario, 1º misterio doloroso. 239 Carta 24-III-1931, 21. Como veremos en el capítulo 9º, apartado 3.3.2, pp. 564-565, san Josemaría considera la mortificación como “oración de los sentidos”; por eso podemos englobarla aquí en la oración. 240 Cfr. vol. II, pp. 406-408 (capítulo 6º, apartado 3.3.1). 241 Carta 17-VI-1973, 26. 242 Cfr., p.ej., Camino, 236; Forja, 127; Amigos de Dios, 188 s. 243 Amigos de Dios, 188. 244 Carta 24-III-1931, 38. 245 Carta 14-II-1974, 22. 246 Amigos de Dios, 188. 247 CEC, 395. 248 Amigos de Dios, 180. «Quien confía en Dios, no tema al demonio» (SAN AMBROSIO, De sacramentis, 5, 30). 249 Cfr. capítulo 7º, apartado 1.2 (pp. 36-37). 250 San Juan habla de este peligro: «No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Pues todo lo que hay en el mundo –la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida– no procede del Padre, sino del mundo. Y el mundo es pasajero, y también sus concupiscencias; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre» (1Jn 2, 15-17). Citamos a pie de página este texto porque no vamos a hablar ahora directamente de las tentaciones que provienen del desorden de la concupiscencia –lo haremos en el apartado siguiente–, pero nos interesa señalar que ese desorden comporta particular receptividad para las tentaciones del mundo. 251 Surco, 343. 252 Amigos de Dios, 130. 253 Forja, 89. 254 Ibid. 255 Surco, 158. 256 Es Cristo que pasa, 168. 257 Camino, 737. 258 Ibid. 259 Es Cristo que pasa, 126. 260 Ibid., 125. 261 Cfr. vol. II, pp. 364-383 (capítulo 6º, apartado 2.2.), con los textos ahí citados, y también Camino, 32; Forja, 342. 262 Cfr. Amigos de Dios, 156. 263 Carta 9-I-1932, 74. El texto continúa: Pero eso no significa que haya de ser insoportable. Su celo nunca debe ser un celo amargo; su corrección nunca debe ser hiriente; su ejemplo nunca debe ser una bofetada moral, dada en la cara de sus amigos. 264 Surco, 36. 265 Camino, 939. Cfr. Forja, 569. 266 Camino, 946. 267 Cfr. vol. I, pp. 394-395 (capítulo 2º, apartado 2.3.2). 268 Camino, 31. 269 Apuntes de la predicación, 16-II-1964 (AGP, P01 III-1970, p. 11). 270 Cfr. Forja, 557; Amigos de Dios, 44, 69, 173, 236; etc. 271 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 91). 272 Forja, 119. 273 Un profundo comentario exegético de este texto puede verse en H. SCHLIER, La lettera ai Romani, cit., pp. 379-392. 274 Forja, 119. 275 Es Cristo que pasa, 5. 276 Ibid., 6. 277 Ibid. 278 Via Crucis, XIV estación. Cfr. E. JULIÁ, La belleza de ser cristiano, cit., pp. 201-204 (“Significado de la mortificación”). 279 Es Cristo que pasa, 77. 280 Amigos de Dios, 161. 281 Apuntes de una homilía, 2-X-1968 (AGP, P02 1968, p. 168). 282 Carta 11-III-1940, 11. Cfr. Es Cristo que pasa, 9; Amigos de Dios, 129. 283 Camino, 181. 284 Cfr., p.ej., A. TANQUEREY, Compendio de Teología ascética y mística, Madrid 1930, parte II, lib. 2, cap. III, 751 ss.). En otros autores la terminología es diversa pero la división obedece sustancialmente a los mismos criterios: cfr., p.ej., J. AUMANN, Teologia spirituale, Roma 1980, cap. 8º, pp. 209-230. 285 Forja, 1050. 286 Apuntes de una meditación, junio de 1972 (AGP, P09, p. 180). 287 Camino, 856. 288 Apuntes de la predicación, 12-IV-1974 (AGP, P01 V-1974, p. 135). Cfr. SANTA TERESA DE JESÚS, Vida, 17, 7; 30, 16. 289 Surco, 135. 290 Conversaciones, 88. 291 Cfr. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata II, 9, 45. Cfr. S. LILLA, Apátheia, en: AA.VV., Dizionario Patristico e di Antichità cristiane, cit., col. 265 s. 292 Amigos de Dios, 303. 293 Conversaciones, 108. Sobre la relación entre “sentimientos” y “pasiones”, puede verse el capítulo 5º, apartado 2.2 (vol. II, pp. 231 ss.). 294 Forja, 518. 295 El “dominio de sí” o el “señorío” están más lejos aún de la acepción corriente de “apatía”: “dejadez, indolencia, falta de vigor o de energía”, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua. San Josemaría usa normalmente “apatía” con esta acepción, o sea, para designar un defecto (acepción que se aleja bastante del sentido de apátheia en la cultura griega). 296 Camino, 160. 297 Forja, 486. Cfr. Camino, 170. La comparación con un “hilillo sutil” es clásica al menos desde SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo, I, 11, 4. 298 Carta 29-XII-1947/14-II-1966, 38. Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol II., p. 480. San Josemaría propone a todos esta enseñanza en Forja, 803. 299 Forja, 403. 300 Amigos de Dios, 186. La cita es: SAN GREGORIO MAGNO, Moralia, 21, 2, 4. Los textos sobre este tema son numerosos: cfr., p.ej., Camino, 183, 184; Surco, 660, 682; Forja, 415. 301 Cfr. Camino, 49, 443, 447, 654, etc. En Surco dedica un capítulo a “La lengua”: 899-926. 302 Cfr. Camino, 173, 447, etc. 303 Forja, 90. 304 Camino, 143. Sobre las fuentes de estos episodios, cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., comentario al 143. 305 Es Cristo que pasa, 9. 306 Ibid., 37. 307 Ibid. 308 Camino, 757. 309 Santo Rosario, 4º misterio doloroso. 310 «Todos los fieles, cada uno a su modo, están obligados por ley divina a hacer penitencia; sin embargo, para que todos se unan en alguna práctica común de penitencia, se han fijado unos días penitenciales, en los que se dediquen los fieles de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia, a tenor de los cánones que siguen» (CIC, can. 1249). 311 Cfr., p.ej., Es Cristo que pasa, 61. 312 Amigos de Dios, 188. Hace referencia a Mc 9, 29, según la Vulgata: «Esta raza [de demonios] no puede ser expulsada por ningún medio, sino con la oración y el ayuno». En la Neovulgata se ha suprimido “y el ayuno”, que no figura en importantes versiones antiguas, así como el entero versículo de Mt 17, 21 (paralelo al anterior). En todo caso, esto no quita fundamento bíblico a la recomendación del ayuno, del que se habla en Mt 4, 2 y Mt 6, 16-18. 313 Camino, 231. 314 Remitimos a las voces correspondientes de dos diccionarios en los que se pueden ver numerosos testimonios sobre la práctica de estas mortificaciones en la historia y una amplia bibliografía: L. GOUGAUD, Cilice, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, t. 3, Paris 1957, col. 899-902; É. BERTAUD, Discipline (instrument de pénitence), en ibid., col. 1302-1311; T. GOFFI, Disciplina, en: AA.VV., Dizionario enciclopedico di spiritualità, Roma 1990, vol. 1, pp. 811-814. Cfr. también, A. LÉONARD, Nomenclature des procédés ascétiques en usage dans l’Église, en: AA.VV., L’ascèse chrétienne et l’homme contemporain, Paris 1951, pp. 119-147 (en general, todos los capítulos de la primera parte de esta obra son de interés para el tema que nos ocupa). 315 Via Crucis, X Estación, punto 2. 316 Surco, 903. 317 Camino, 214. Cfr. ibid., n. 196. 318 Via Crucis, XI Estación, punto 2. 319 J.M. MOLINER, Historia de la espiritualidad, Burgos 1971, p. 18. 320 Ibid. 321 SAN GREGORIO MAGNO, Moralia, 20, 41, 78: PL 76, 185. 322 SAN GREGORIO DI NISA, De virginitate, 22. 323 Palabras citadas por Á. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, cit., p. 201. 324 Instrucción, 31-V-1936, nota 95. 325 Ibid. 326 Apuntes de la predicación, 1-I-1969 (AGP, P01 1969, p. 61). 327 Carta 29-IX-1957, 39. 328 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 14; Flp 3, 1. 329 Cfr., p.ej., Camino, 200, 311, 899; Surco, 834, 903; Forja, 845; Amigos de Dios, 135, 139. 330 Cfr. apartado 3.2.2, b). 331 Á. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, cit., p. 201. 332 Amigos de Dios, 135-136. En este y en otros textos se advierte el sólido fundamento que tiene, en la enseñanza de san Josemaría, la práctica tradicional de ofrecer a Dios las dificultades cotidianas como pequeños sacrificios, práctica a la que se ha referido BENEDICTO XVI, Enc. Spe salvi, 30-XI-2007, 40. 333 Camino, 185. 334 Cfr. ibid., 231. Sobre la práctica, por parte de san Josemaría, de penitencias materialmente “grandes”: cfr. Á. DEL PORTILLO, Sacerdotes para una nueva evangelización, Discurso de clausura del Simposio de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra sobre la formación sacerdotal, 20-IV-1990, en: “Romana” 10 (1990) 85-98. 335 Carta 24-III-1930, 15. Cfr. Forja, 784. 336 Cfr. Camino, 205 y 813. 337 Apuntes de una meditación, 13-IV-1954 (P01, IV-1963, p. 10). 338 Amigos de Dios, 139. 339 Via Crucis, III Estación, punto 5. 340 SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 71, a. 6; II-II, q. 118, a. 5; III, q. 86, a. 4, ad 1, etc. Cfr. SAN AGUSTÍN, De diversis quaestionibus ad Simplicianum, 1, 2, 18; CEC, 1848, 1855. 341 Forja, 1024. 342 Remitimos a algunos estudios de Teología moral que presentan, en nuestra opinión, un marco adecuado para exponer las enseñanzas de san Josemaría sobre este tema en la vida espiritual: cfr. E. COLOM – A. RODRÍGUEZ LUÑO, Scelti in Cristo per essere santi – I. Elementi di Teologia morale fondamentale, Roma 1999, cap. XI (“Il peccato e la conversione”), pp. 335-381; E. CÓFRECES – R. GARCÍA DE HARO, Teología Moral fundamental. Fundamentos de vida cristiana, Pamplona 1998, cap. VIII (“La lucha contra el pecado y la conversión permanente”), pp. 469-567. Mencionamos también el artículo de P. PALAZZINI, Il peccato, en: AA.VV., Il peccato, Milano 1959, pp. 184-223 (el título del artículo coincide con el del volumen). Este último estudio, además de presentar sintéticamente un marco general de la doctrina sobre el tema, habla en particular de la conciencia de la filiación divina como fundamento de la lucha contra el pecado, en sintonía con la enseñanza de san Josemaría. Recientemente, con una perspectiva filial: S. ZAMBONI, Allontanamento e ritorno alla casa del Padre: peccato e conversione, en: R. TREMBLAY – S. ZAMBONI, Figli nel Figlio. Una Teologia Morale fondamentale, Bologna 2008, pp. 297-318. 343 Camino, 386. 344 Es Cristo que pasa, 114. 345 CONC. DE TRENTO, Sessio VI, Decr. de iustificatione, c. 4: DS 1524. 346 Ibid., c. 7: DS 1528. Cfr. ID., Sessio V, Decr. de peccato originali, 5: DS 1515; CEC, 1989. 347 Cfr. CONC. DE TRENTO, Sessio V, Decr. de peccato originali, c. 5: DS 1515. 348 Carta 24-III-1931, 15. A veces firmaba incluso “el pecador”, a pesar de sentirse unido a Dios (cfr. Forja, 171). 349 Via Crucis, XIV Estación, punto 5. 350 Sobre la comprensión actual de esta fórmula, cfr. Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación entre la Iglesia Católica y la Federación luterana mundial, del 31-X-1999, 29-30. 351 Surco, 134. 352 Ibid. Cfr. Via Crucis, VI Estación, punto 3. 353 Cfr. CEC, 1849, 1855 y 1857; SAN AGUSTÍN, Contra Faustum, 22, 27. 354 Puede verse el comentario clásico de C. SPICQ, L’Épître aux Hébreux, Paris 1952, vol. II, pp. 167-178. 355 SAN FRANCISCO DE ASÍS, Admonitio, 5, 3. 356 CATECHISMUS ROMANUS, 1, 5, 11. Cfr. CEC, 598. 357 Surco, 993. 358 Forja, 550. 359 PÍO XII, Radiomensaje, 26-X-1946. 360 Es Cristo que pasa, 95. 361 Cfr. CEC, 1855, 1865, 1861. 362 Forja, 1002. 363 Cfr. Camino, 141, 749; Surco, 890; etc. 364 Amigos de Dios, 243. Cfr. Surco, 134; Via Crucis, VI Estación, punto 3. En vez de “horror”, otras veces habla de “odio al pecado”: cfr., p.ej., Forja, 1024. 365 Carta 9-I-1932, 19. El texto de 1Jn 3, 9-10 no está citado literalmente sino glosado. Una traducción literal de la Vulgata sería: «Todo el que ha nacido de Dios no peca, porque el germen divino permanece en él; no puede pecar porque ha nacido de Dios. En esto se distinguen los hijos de Dios y los hijos del diablo». 366 Sobre la relación entre conciencia del pecado y salud psíquica, cfr. J.B. TORELLÓ, Psicoanálisis y confesión, Madrid 1975, 212 pp. El autor conoció de cerca a san Josemaría y lo cita en sus obras. 367 Es Cristo que pasa, 159. 368 Cfr., p.ej., Amigos de Dios, 304; Forja, 1024. 369 Amigos de Dios, 243. «El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes» (CEC, 1863). «No merece una pena eterna sino temporal» (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-II, q. 88, a. 2, c; “venial” viene del latín venia, perdón). No priva de la gracia santificante, pero si permanece sin arrepentimiento, «dispone poco a poco a cometer el pecado mortal» (ibid.; cfr. BEATO JUAN PABLO II, Ex. ap. Reconciliatio et paenitentia, 2-XII-1984, 17). 370 Carta 8-XII-1949, 149. 371 Forja, 114. 372 Cfr. CEC, 1862. 373 A veces se llaman también pecados “de debilidad” o “de fragilidad” a aquellos pecados mortales que se cometen bajo el dominio de las pasiones. Pero el nombre de “pecados de debilidad” sugiere que la voluntariedad no ha sido plena, mientras que en el pecado mortal el consentimiento de la voluntad siempre es pleno. Por eso resulta ambigua la expresión “pecados mortales de debilidad” y puede incluso esconder una excusa (cfr. Camino, 713). En cambio está justificado hablar de “pecados veniales de debilidad”, que también se llaman “faltas leves” o “fallos” (nos parece que san Josemaría emplea estos términos como sinónimos). 374 Camino, 330. 375 SANTA TERESA DE JESÚS lo describe vivamente: «Que esto me parece a mí es pecado sobrepensado, y como quien dice: Señor, aunque os pese, haré esto; ya veo que lo veis, y sé que no lo queréis, y lo entiendo; pero quiero más seguir mi antojo y apetito que no vuestra voluntad» (Camino de perfección, c. 41, 4). 376 Surco, 139. 377 Apuntes de la predicación, 18-XI-1972 (AGP, P11, p. 21). Cfr., capítulo 6º, apartado 1.2.2.d (vol. II, pp. 327-330). 378 Carta 29-IX-1957, 21. 379 Carta 19-III-1967, 86. 380 Sobre la diferencia entre “culpa” y “pena”, cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I, q. 48, a. 5. 381 CONC. DE TRENTO, Sessio VI, Decr. de iustificatione, cap. 11: DS 1537. 382 Ibid. 383 Surco, 763. Una síntesis de este tema, siguiendo la enseñanza de san Josemaría, puede verse en J. ECHEVARRÍA, Itinerarios de vida cristiana, Barcelona 2001, cap. 7 (“Pecado y perdón”), pp. 87-98. 384 Amigos de Dios, 131. 385 Carta 24-III-1931, 11. 386 Camino, 211. 387 Forja, 168. 388 E. CÓFRECES – R. GARCÍA DE HARO, Teología Moral fundamental. Fundamentos de vida cristiana, cit., p. 48 s. Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 14, a. 1. 389 Es Cristo que pasa, 178. 390 Ibid., 64. 391 Forja, 172. 392 Cfr., p.ej., Via Crucis, VIII Estación, punto 2. En abstracto se podrían señalar algunas diferencias. La contrición es un concepto teológico, mientras que el arrepentimiento se puede entender como simple pesar humano por una acción que se desearía no haber cometido, como sucede cuando uno se arrepiente de un error que no es un pecado. En el ámbito de la vida espiritual cristiana, en el que nos movemos, los dos términos coinciden. 393 Cfr. Forja, 161 y 349; Es Cristo que pasa, 59. 394 Cfr. Camino, 712; Surco, 134; Es Cristo que pasa, 57, 63; etc. 395 CONC. DE TRENTO, Sessio XIV, Doctrina de sacramento paenitentiae, cap. 4, De contritione: DS 1676. Cfr. CEC, 1451. 396 Cfr. CEC, 1432; CONC. DE TRENTO, Sessio VI, Decr. de iustificatione, cap. 5: DS 1525. 397 Forja, 170. 398 Ibid., 112. 399 L. SCHEFFCZYK, Die Gnade in der Spiritualität von Josemaría Escrivá, cit., p. 67. 400 Es Cristo que pasa, 96. Cfr. CEC, 1431. 401 Cfr. CEC, 1452, 1453; CONC. DE TRENTO, DS 1677, 1705, 1778. 402 Carta 24-III-1931, 24. 403 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In IV Sent., d. 46, q. 2, a. 2; S.Th. II-II, q. 21, aa. 1 y 4. 404 Amigos de Dios, 148. 405 Apuntes de una meditación, 29-X-1967 (AGP, P06, vol. IV, p. 42). Cfr. Surco, 480. 406 Carta 24-III-1931, 11. 407 Surco, 144; cfr. 143. 408 Apuntes de una meditación, 25-XII-1973 (AGP, P09, p. 203). 409 Forja, 444. 410 Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973, en: Amar a la Iglesia, Madrid 19862, p. 79. 411 Surco, 258. 412 Cfr. F.M. REQUENA, San Josemaría Escrivá de Balaguer y la devoción al Amor Misericordioso (1927-1935), en: “Studia et Documenta” 3 (2009) pp. 139-173. Las afirmaciones de este párrafo las hemos tomado de la documentada monografía del mismo autor: Católicos, devociones y sociedad durante la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República. La Obra del Amor Misericordioso en España (1922-1936), Madrid 2008, pp. 25 y 193. 413 Cfr. Es Cristo que pasa, 96. 414 Camino, 182. 415 Apuntes de una meditación, 13-IV-1954 (AGP, P18, p. 57). 416 Apuntes de una meditación, 25-XII-1973 (AGP, P09, p. 203). 417 Forja, 476. Cfr. Camino, 914. 418 Apuntes de una meditación, Cuaresma 1972 (AGP, P09, p. 158). 419 Sobre el tema, cfr., p.ej., J. ORLANDIS, La Iglesia católica en la segunda mitad del siglo xx, Madrid 1998, pp. 92-95 420 Apuntes de una meditación, 25-XII-1973 (AGP, P09, p. 202). 421 Apuntes de una meditación, Cuaresma 1972 (AGP, P09, p. 157). 422 Es Cristo que pasa, 138. 423 Ibid., 123. 424 Ibid. 425 Cfr. ibid. 426 Forja, 23. 427 Es Cristo que pasa, 64. 428 Se habla de “conversión” sobre todo cuando una persona abraza la verdadera fe, o cuando decide comenzar o recomenzar a vivir de modo coherente con ella (cfr., p.ej., Camino, 285; Surco, 145, 278; Forja, 32, 237; Es Cristo que pasa, 58); se habla de “contrición” cuando reacciona por haber cometido tal o cual pecado (cfr., p.ej., Camino, 712; Surco, 174, 134, 839; Forja, 172; Es Cristo que pasa, 76; Amigos de Dios, 112, 214, 264). 429 Es Cristo que pasa, 57. J.M. YANGÜAS, en un estudio sobre la relación de la “opción fundamental”, tal como viene descrita por la encíclica Veritatis splendor (6-VIII-1993), con la doctrina de san Josemaría, afirma: «La unidad de vida, cuyo germen es puesto con la primera conversión, se hace al mismo tiempo tarea, fin, meta. De este modo, el camino de la perfección cristiana es camino de progreso en unidad de vida. Se trata de conseguir que la dinámica propia de la primera decisión, de la primera conversión, arrastre consigo en un único movimiento, cada vez más, todas las dimensiones humanas que directa o indirectamente están bajo el dominio de la libertad» (Unità di vita e opzione fondamentale, en: “Annales Theologici” 9 (1995) 457 s.). 430 Es Cristo que pasa, 114. 431 Forja, 384. Cfr. Camino, 292; Forja, 119; Es Cristo que pasa, 75 y 114; Amigos de Dios, 13, 214, 219; etc. 432 Camino, 254. 433 Surco, 161. Se refiere al Sal 76, 11 [Vg]: «Et dixi: Nunc coepi! Haec mutatio dexterae Excelsi». El versículo correspondiente de la Neovulgata (Sal 77, 11) no conserva el Nunc coepi! 434 Es Cristo que pasa, 75. 435 Ibid., 76. 436 CEC, 1472. La doctrina se encuentra con palabras semejantes en el CATECHISMUS ROMANUS, II, 5, 65-66. Recordemos que la “pena temporal”, en el caso de la justicia humana, es la que impone el juez a quien ha cometido un delito: p.ej., una multa o un tiempo de cárcel. En el caso del pecado grave, la pena temporal es la que permanece una vez remitida la culpa y la pena eterna. 437 Apuntes de la predicación, 26-IV-1970 (AGP, P01 VIII-1970, pp. 16-17). 438 Apuntes de una meditación, Cuaresma 1972 (AGP, P09, p. 159). 439 Amigos de Dios, 214. 440 Cfr. Es Cristo que pasa, 178; Amigos de Dios, 214, 219; etc. Los textos en este sentido son muy numerosos en la predicación durante los últimos años de su vida. 441 Es Cristo que pasa, 75. 442 Forja, 191. 443 Camino, 310. Cfr. Rm 13, 14. 444 Apuntes de la predicación, 27-V-1970 (AGP, P01 X-1970, p. 26). 445 Cfr. CEC, 1434. Para esta división se toma pie de las palabras del Señor en el Sermón de la Montaña: «Cuando des limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha...» (Mt 6, 3). «Cuando oréis, no seáis como los hipócritas...» (Mt 6, 5). «Cuando ayunéis no os finjáis tristes...» (Mt 6, 16). El texto no habla de “penitencia”. 446 No hemos encontrado ningún texto en el que la mencione como tres grupos de obras de penitencia, aunque no podemos excluir absolutamente que lo haga alguna vez en el epistolario personal o en apuntes que no hemos consultado. 447 CEC, 1434, que remite a Mt 6, 1-18. Cabe hacer notar que la conversión es siempre respecto a Dios, pero puede tener lugar a través de un cambio de actitud respecto a uno mismo (p.ej., prescindir por amor a Dios de una comodidad que se buscaba habitualmente) o directamente respecto a Dios (p.ej., destinar más tiempo diario exclusivamente a la oración) o respecto a los demás (p.ej., hacer a otra persona, por amor a Dios, un servicio que antes se omitía). 448 Amigos de Dios, 138. 449 Cfr. Camino, 82, 210, 215, 222, 234, 424; Surco, 258; Forja, 153, 225, 400, 431, 604; etc. 450 Cfr. J. ROLOFF, en H. BALZ – G. SCHNEIDER, Dizionario esegetico del Nuovo Testamento, cit., t. I, col. 1732-1735; S. LYONNET, “Hilasterion” in Rm 3, 25, en S. LYONNET – L. SABOURINT, Sin, Redemption and Sacrifice, Roma 1970, pp. 158 ss. 451 El Sacrificio de la Cruz es “expiatorio” y “propiciatorio”. Sobre la aplicación de estos dos términos a la Santa Misa, cfr. Á. GARCÍA IBÁÑEZ, L’Eucaristia, dono e mistero. Trattato storico-dogmatico sul mistero eucaristico, Roma 2006, pp. 313-317. Entre los documentos del Magisterio, cfr., p.ej., LEÓN XIII, Enc. Caritatis studium, 28-VII-1898: ASS 31 (1898-1899) 12. 452 Amigos de Dios, 140. 453 Es Cristo que pasa, 121. 454 Via Crucis, Prólogo. 455 G. ROVIRA, Teología y pastoral de la mortificación cristiana, en: “Scripta theologica” 16 (1984) 791 s. 456 Camino, 182. 457 Es Cristo que pasa, 9. 458 Véanse al respecto las palabras de BENEDICTO XVI sobre la institución de la Eucaristía, que hemos citado en el capítulo 7º, p. 49, nota 82: «Él da su vida sabiendo que precisamente así la recupera. En el acto de dar la vida está incluida la resurrección (...). Ya ahora ofrece la vida, se ofrece a sí mismo y, con ello, la obtiene de nuevo ya ahora» (Jesús de Nazaret, vol. II, Madrid 2011, p. 486). 459 Via Crucis, XIV Estación. 460 Es Cristo que pasa, 168. 461 Surco, 258. 462 Carta 9-I-1932, 83. 463 Homilía Sacerdote para la eternidad, cit., p. 79. Cfr. Forja, 604. 464 Cfr. L. MORALDI, Expiation, en: AA.VV. Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, t. 4, Paris 1961, col. 2042 s. 465 Forja, 785. Cfr. capítulo 2º, apartado 2.3.1. (vol. I, pp. 390 ss.). 466 Amigos de Dios, 132. 467 Cfr. T. GOFFI, Disciplina, cit., p. 812. Algunas deformaciones de la expiación, como la de los “flagellanti” en el s. XIV, fueron condenadas por el Magisterio (Clemente VI en 1349). Cfr. P. BAILLY, Flagellants, en: AA.VV. Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, t. 5, Paris 1964, col. 392-408. Recuérdese también lo que se dijo más arriba (468 Cfr. A. TESSAROLO, Espiazione, en: AA.VV., Dizionario enciclopedico di spiritualità, cit., vol. II, pp. 945 s.; E. GLOTIN, Réparation, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, t. 13, Paris 1987, col. 374-409. 469 Camino, 194. 470 Forja, 225. 471 Camino, n. 221. 472 Cfr. apartado 2.3.2., b). 473 Amigos de Dios, 132. 474 Himno Vexilla Regis. 475 Cfr. CEC, 1472. 476 Cfr. ibid.,1471-1479. 477 Carta 19-III-1967, 92. Cita a PABLO VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina, 1-I-1967, 8: AAS 59 (1967) 16 s. 478 Via Crucis, XIII Estación, punto 5. Cfr. Es Cristo que pasa, 82. 479 Camino, 571. 480 Como es sabido, la doctrina de SAN JUAN DE LA CRUZ acerca de las purificaciones del alma es muy amplia y profunda. Llama noches a las purificaciones, porque en ellas el alma «camina como de noche, a oscuras» (Subida del Monte Carmelo, lib. 1, cap. 1, 1), y distingue entre la noche de los sentidos y la noche del espíritu, y en ambos casos entre purificación activa y pasiva. San Josemaría conoce bien al Doctor místico, lo cita en sus escritos y recomienda la lectura de sus obras, pero no es posible señalar aquí hasta qué punto esa doctrina se refleja en sus propias enseñanzas. No emplea los mismos esquemas, pero están presentes los elementos principales, vistos desde la perspectiva de la santificación en medio del mundo. También en este último caso –en el que se encuentran la mayor parte de los fieles corrientes– se ha de buscar la purificación con radicalidad no menor de la que propone el místico castellano, pero en la vida ordinaria. En este sentido, la enseñanza de san Josemaría tiene unas características propias que no se encuentran en el santo carmelita. 481 Es Cristo que pasa, 58. 482 Forja, 41. Sobre la mediación de Santa María en la lucha interior, cfr. Es Cristo que pasa, 149 (lo citamos al final del capítulo). 483 Cfr. Forja, 516 y 935. 484 Cfr. ibid., 514. 485 Camino, 58. 486 Surco, 266. 487 Santo Rosario, 4º misterio gozoso. 488 Forja, 160. 489 Camino, 216. 490 Santo Rosario, 4º misterio gozoso (se acaba de citar más ampliamente este texto). 491 Cfr., p.ej., además de los textos citados en este apartado, Forja, 3, 5, 41, 894. 492 Cfr., p.ej., Surco, 475. 493 F. CAPUCCI, Croce e abbandono. Interpretazione di una sequenza biografica (1931-1935), en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. II, p. 179. El autor se refiere con estas palabras, concretamente, a algunos episodios de la vida de san Josemaría. 494 Amigos de Dios, 141. 495 Camino, 219. 496 Esto no significa que apruebe el mal que hacen otros al calumniar o al cometer una injusticia; ni tampoco significa que no deba oponer nunca resistencia. Dependerá de los bienes que estén en juego (ya nos hemos referido a este tema en el vol. II, p. 266). De lo que ahora se trata es sólo del valor purificador de esas circunstancias. 497 Cfr. A. DERVILLE, Plaie, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, t. 12/2, Paris 1986, col. 1794. El anhelo de “meterse en las llagas de Jesucristo” se encuentra en textos de san Josemaría desde 1938 (cfr. Camino, 58, 288, 555; Amigos de Dios, 302 s.; Via Crucis, XII Estación, punto 2; etc.). Esta devoción, grata a SAN BERNARDO (cfr. Sermo 61 in Cantica Canticorum, 3-5), se remonta según A. Byrne a san Agustín. «“Entrar en las llagas de Cristo” tiene una larga tradición en la Iglesia. San Agustín escribe en De Symbolo, 2: “Mostrará sus llagas a sus enemigos, de modo que Él, que es la verdad, los convencerá diciendo: He aquí el hombre que habéis crucificado, al que habéis infligido esas llagas. Reconoced el costado que habéis perforado. Se abrió para vosotros y por vosotros, pero no habéis querido entrar” (citado por S. Tomás, en S.Th. III, q. 54, a. 4)» (Camino/The Way. Spanish text & English translation, cit., comentario al punto 288, p. 113). 498 Amigos de Dios, 301-302. 499 Ibid., 303. 500 Cfr. Camino, 756. 501 Surco, 160. 502 Cfr. Camino, 287. 503 Ibid., 788. 504 Forja, 165. 505 Vid. supra. Cfr. también, p.ej., Camino, 183, 375. 506 Via Crucis, X Estación, punto 2. 507 Camino, 163. 508 Ibid., 166. Sobre el origen de la expresión “dolor de muelas en el corazón”, cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., ad loc. 509 Forja, 412. 510 Vimos ya que este sometimiento es razonable: capítulo 6º, apartado 2.1 (vol. II, pp. 346 ss.) 511 SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 4, a. 8, ad 2. Citado en Carta 24-III-1931, 16. 512 Carta 24-III-1931, 16-17. 513 Surco, 776. 514 Apuntes de la predicación, 13-VII-1968 (AGP, P01 X-1968, pp. 35-36). Cfr. Forja, 312. 515 Es Cristo que pasa, 76. 516 Esta enseñanza ha inspirado incluso una conocida obra de espiritualidad: J. URTEAGA, Los defectos de los santos, Madrid 19875 (1ª ed. de 1978), 406 pp. 517 Surco, 399. 518 Forja, 403. 519 Carta 8-VIII-1956, 40. 520 Camino, 42. 521 Ibid., 43. 522 Ibid., 374. 523 Surco, 998. 524 Apuntes de la predicación, 17-VI-1964 (AGP, P02 IX-1964, p. 23). 525 Ibid. 526 Apuntes de la predicación (AGP, P02 V-1967, p. 24). 527 Apuntes de la predicación (AGP, P02 VIII-1971, p. 14). 528 Apuntes de la predicación (AGP, P02 IX-1971, p. 18). 529 Surco, 399. 530 Es Cristo que pasa, 9. 531 Forja, 604. 532 Es Cristo que pasa, 168. 533 Ibid., 123. 534 Camino, 1. 535 Amigos de Dios, 219. 536 Sobre los conceptos de scandalum y de cooperatio ad malum puede verse, p ej.: E. COLOM – A. RODRÍGUEZ LUÑO, Scelti in Cristo per essere santi. – I. Elementi di Teologia morale fondamentale, cit., pp. 373-375. 537 Apuntes de la predicación, 13-VII-1974 (AGP, P04 1974, vol. 2, pp. 635-636). En este texto san Josemaría se dirige a mujeres y emplea las palabras del Salmo para aludir concretamente a los escándalos en el modo de vestir. La traducción del Salmo ha cambiado en la Neo-Vulgata: «Errores quis intellegit? Ab occultis munda me» (Ps 18 [19], 13). 538 Camino, 836. 539 Surco, 864. La expresión se repite en Forja, 848 –citado a continuación–, y en Es Cristo que pasa, 72, así como en otros lugares de los escritos en vía de publicación. Lo hemos comentado ya, desde diferentes puntos de vista, en este capítulo, apartado 1.1., y en el capítulo 6º, apartado 1.2.2.f (vol. II, pp. 334-336). 540 Forja, 848. Cfr. Lc 16, 8. 541 Cfr. capítulo 6º, apartado 1.2.1.c) (vol. II, pp. 324-326). 542 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 1ª parte, cap. III y IV; y 2ª parte, passim. 543 Es Cristo que pasa, 110. 544 A. TANQUEREY, Compendio de Teología ascética y mística, cit., parte II, lib. 2, cap. IV, 1270. Una precisa síntesis del concepto de tibieza se encuentra en C. GENNARO, Tiepidezza, en: AA.VV., Dizionario enciclopedico di spiritualità, cit., vol. 3, pp. 2519-2531. Sobre la historia del concepto, cfr. A. BOLAND, Tiédeur, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, t. 15, Paris 1991, col. 917-935. Sobre sus manifestaciones, cfr. VIRGILIO DE SAN ALBERTO, La tiepidezza, en: “Rivista di vita spirituale” 3 (1949) 43-70. 545 Estos matices se perciben bien en la obra de F. FERNÁNDEZ CARVAJAL, La tibieza, Madrid 200212 (primera ed. de 1978), 191 pp., inspirada en la enseñanza de san Josemaría. 546 Cfr. G. ANGELINI – J.-CH. NAULT – R. VIGNOLO, Accidia e perseveranza, Milano 2005, 99 pp.; J.-CH. NAULT, La saveur de Dieu: l’acédie dans le dynamisme de l’agir, Paris 2006, 558 pp. 547 CEC, 2094. 548 Apuntes de la predicación, 22-IV-1973 (AGP, P01, V-1973, p. 156). 549 Camino, 257. 550 Ibid., 427. 551 Ibid., 328. 552 Del “medium virtutis” hemos hablado en el capítulo 6º, apartado 4.1.1 (vol. II, p. 416). 553 Surco, 541. 554 Cfr. Amigos de Dios, 83. 555 Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, 141. Cfr., p.ej., Es Cristo que pasa, 11; Amigos de Dios, 207. 556 Cfr., p.ej., Camino, 325, 331, 988; Surco, 146. 557 Camino, 331. 558 Ibid., 988. 559 Ibid., 325. Cfr. Ap 3, 15 s. 560 Camino, 327. 561 Ibid., 33. 562 Ibid. 563 Cfr. Amigos de Dios, 42. 564 Forja, 489. 565 Camino, 837. 566 Camino, 293. 567 Ibid., 331. 568 Amigos de Dios, 18. 569 Camino, 967. 570 SANTO TOMÁS DE AQUINO enseña que, aun cuando todos los actos de caridad disponen al crecimiento de esta virtud, tan sólo cuando el hombre realiza un acto más fervoroso («actum ferventiorem dilectionis») merece que Dios se la aumente. Se da entonces un progreso real en la caridad. En cambio, los actos de caridad menos fervorosos –llamados también actos remisos– no la hacen crecer (cfr. S.Th. II-II, q. 24, a. 6, c). 571 Amigos de Dios, 150. 572 Camino, 551. 573 Es Cristo que pasa, 174. 574 Surco, 10. 575 Cfr. SANTA TERESA DE JESÚS, Vida, cap. 7, 8 y 19. 576 Camino, 326. 577 SAN AGUSTÍN, In Ep. Ioann. ad Parthos, 1, 6. 578 Camino, 327. 579 Ibid., 326. 580 Ibid., 706. 581 Surco, 262. 582 Cfr. ibid., 789; Forja, 9; etc. 583 Cfr. SAN JUAN DE LA CRUZ, Noche oscura, I, c. 9, 2-3. 584 Forja, 224. 585 Surco, 146. 586 Apuntes de la predicación, 11-VI-1974 (AGP, P04, vol. I, p. 396). 587 Sobre la noción de “cosas pequeñas” en la vida espiritual, cfr. capítulo 1º, apartado 2.2.2.c). 588 Apuntes de la predicación, XII-1945 (AGP, P18, p. 30). 589 Camino, 329. 590 Ibid., 494. 591 SANTA TERESA DE JESÚS, Meditaciones sobre los Cantares, cap. 2, 18 (en la edición de las Obras completas, Editorial de Espiritualidad, Madrid 1984, p. 1079). 592 Forja, 109. 593 Surco, 142. 594 Forja, 481. 595 Cfr. capítulo 6º, apartado 3.3.1 (vol. II, pp. 406-408). 596 Surco, 148. 597 JUAN PABLO II, Discurso, 7-X-2002, 2. 598 V. GARCÍA-HOZ, Sobre la pedagogía de la lucha ascética en “Camino”, cit., p. 182. Cfr. también, del mismo autor, Pedagogía de la lucha ascética, Madrid 19634, 512 pp. 599 Cfr. Camino, 831-851. 600 Ibid., 307. 601 A. BYRNE, en Camino/The Way. Spanish text & English translation, cit., anotación al punto 306, p. 118. El autor remite a unos 40 puntos del libro en los que ha individuado esos aspectos. 602 Cfr. vol. I, p. 49. 603 J.M. YANGÜAS, Unità di vita e opzione fondamentale, cit., p. 459. Cfr. Camino, 817. 604 Cfr. capítulo 1º, apartado 2.2.2.c (vol. I, pp. 294-298) y capítulo 7º, apartado 1.4.2.a (vol III, pp. 76-87). 605 Cfr. la monografía de E. HENNESSEY, La noción de “cosas pequeñas” en cuatro autores del “Siglo de Oro” español, Roma 2009, 314 pp. El autor señala como motivación de su estudio la búsqueda de precedentes de la enseñanza de san Josemaría, y los encuentra efectivamente en estos cuatro autores. 606 Conversaciones, 114. 607 Via Crucis, III Estación, 2. 608 Camino, 307. Acabamos de citar algo más arriba el punto completo. Cfr. Amigos de Dios, 186. 609 Apuntes de una meditación, abril 1972 (AGP, P09, p. 164 s.) 610 Es Cristo que pasa, 77. 611 Camino, 250. 612 Carta 8-VIII-1956, 40. 613 Sobre la historia de esta práctica de vida espiritual, cfr. A. LIUINA – A. DERVILLE, Examen particulier, en Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, t. 4, Paris 1961, col. 1838-1849. 614 Camino, 205. El “hombre de Dios” es el jesuita irlandés P. William Doyle (1873-1917): véase el comentario de P. Rodríguez a este punto en la edición crítico-histórica de Camino. 615 Camino, 241. 616 Ibid., 240. 617 Amigos de Dios, 78. 618 Es Cristo que pasa, 75. 619 Carta 8-VIII-1956, 40. 620 Ibid., 36. 621 Ibid. 622 Apuntes de la predicación (AGP, P01 XI-1960, p. 12). 623 Forja, 332. 624 Amigos de Dios, 116. 625 Surco, 171. 626 Camino, 211. 627 Forja, 169. 628 Amigos de Dios, 135. 629 Ibid., 216; cfr. Forja, 245. 630 Camino, 822. 631 Ibid., 720. 632 Forja, 169. 633 Ibid., 26 634 Es Cristo que pasa, 129. 635 Amigos de Dios, 182. 636 Apuntes de la predicación, 25-XI-1972 (AGP, P03 1980, p. 392 s.). 637 Es Cristo que pasa, 76. 638 Cfr. Camino, 405. 639 Surco, 169. 640 Forja, 223. 641 Ibid., 998. 642 Camino, 267. 643 Amigos de Dios, 152. 644 R. ALVIRA, Filosofía de la vida cotidiana, Madrid 1999, p. 55. “Felicitario”: portador de felicidad. 645 Cfr. capítulo 6º, apartado 5.2 (vol. II, pp. 488-489). 646 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 29, aa. 3-4. 647 SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, XIX, 13, 1. 648 Es Cristo que pasa, 73. 649 Forja, 806. Cfr. Surco, 510. 650 Camino, 308. 651 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 299). 652 Apuntes de la predicación (AGP, P01 IV-1969, p. 11). 653 Es Cristo que pasa, 144. 654 Surco, 78. 655 Es Cristo que pasa, 73. 656 Forja, 102. Sobre esta cuestión, cfr. J. ECHEVARRÍA, Eucaristía y vida cristiana, Madrid 2005, pp. 199-201. 657 Ibid., 649. La vida de san Josemaría es ejemplo de esta característica. Él mismo lo experimentaba, cuando escribía: Se comprende que muchas veces hayan dicho –aunque nada te importe el “qué dirán”– que eres “hombre de paz” (Forja, 174). Una paz que era corolario de su lucha por amor a Dios. Pilar Urbano comenta en su libro sobre los años romanos de san Josemaría, que «el nervio que anima esa alegría con paz, ese gaudium cum pace, es la lucha» (P. URBANO, El hombre de Villa Tevere, cit., p. 74). 658 Cfr. Misal Romano, Solemnidad de Cristo Rey, Prefacio. 659 Carta 16-VII-1933, 14. 660 Cfr. Amigos de Dios, 117. 661 Es Cristo que pasa, 73. 662 Ibid., 123. 663 Sobre el contenido de esta sección remitimos a la explicación que hemos dado en el lugar correspondiente del capítulo 1º. 664 Carta 24-III-1931, 2. 665 Ibid., 24. 666 Carta 28-III-1955, 25. 667 Surco, 960. 668 Carta 28-III-1955, 31. 669 Es Cristo que pasa, 149. 670 Ibid., 63. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría CAPÍTULO NOVENO Notas 1 Es Cristo que pasa, 78. 2 Forja, 10. 3 Es Cristo que pasa, 78. 4 Camino, 470. 5 Apuntes de la predicación (AGP, P01 VII-1984, p. 9). 6 Ibid. Suele repetir esta observación, como testimonia Á. DEL PORTILLO, Carta pastoral, 1-IV-1984 (AGP, P01 VII-1984, p. 9). 7 Cfr. Es Cristo que pasa, 8; Surco, 483. 8 Amigos de Dios, 175. 9 Cfr., p.ej., Forja, 702; Conversaciones, 10, 24, 27, 63, 109. 10 Cfr., p.ej., Forja, 119. 11 Cfr. Camino, 272. 12 Cfr. Surco, 847. 13 Cfr., p.ej., Camino, 472. 14 Camino, 324. 15 Cfr., p.ej., Camino, 472, 487; Forja, 218. 16 Cfr. Camino, 95; Surco, 859; Forja, 841; Amigos de Dios, 107. La distinción entre “medios materiales” y “medios humanos” no es rígida en los textos de san Josemaría. Algunas veces llama “medios humanos” a los “medios materiales” (cfr. Forja, 284; Conversaciones, 68), porque se puede entender que la primera expresión comprende la segunda, pero no es lo general. 17 Via Crucis, IV Estación, punto 4. Cfr. Surco, 859. 18 Camino, 95; Surco, 859; Forja, 284 y 841. 19 Surco, 859. 20 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I, q. 12, a. 5, ad 3; q. 94, a. 1, ad 3. 21 Sobre esta distinción, cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 49, a. 1, c. Cabe una comparación: para ir de una ciudad a otra, son medios: a) saber conducir un automóvil (que es una cualidad del sujeto); b) el automóvil mismo (como instrumento que está fuera del sujeto); y c) conducir el automóvil (que es el acto del sujeto que consiste en utilizar ese instrumento). En este último caso (c), se cumple más propiamente la razón de medio para llegar a la otra ciudad. El límite de este ejemplo está en que utilizar el medio (conducir un automóvil) no es todavía poseer el fin, mientras que los medios sobrenaturales de santificación implican ya una cierta posesión del fin. 22 Según el enfoque de la Teología espiritual que hemos adoptado en este libro (la “perspectiva de la primera persona”), cuando afirmamos que los sacramentos son medios de santificación no hablamos de los sacramentos en sí mismos, sino de la participación en ellos; cuando decimos que la oración es medio de santificación nos referimos a la acción de dedicar unos tiempos concretos a la oración buscando el diálogo con Dios en esos momentos; del mismo modo, al señalar que la formación cristiana es medio de santificación nos referimos al acto de recibirla a través de alguno de los diversos cauces posibles, colectivos o individuales. 23 En las Iglesias orientales se administra a los niños, en una misma ceremonia, el Bautismo, la Confirmación y la Comunión sub specie vini, mientras que en el rito latino los niños sólo son bautizados –y en algunos casos confirmados–, mientras que la recepción de la Eucaristía se difiere a la edad de la discreción. San Josemaría recibió el Bautismo el 13-I-1902, a los cuatro días de nacer, y la Confirmación el 23-IV-1902, cuando sólo tenía tres meses, como no era infrecuente en aquella época, en España. La Primera Comunión la recibió, en cambio, a los 10 años, el 23-IV-1912. Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei. Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid 1997-2003, vol. I, pp. 26-28; 50-51. 24 Camino, 87. Cfr. Es Cristo que pasa, 32, 118, 154; Forja, 437. 25 La raíz de la santidad «es la gracia de Cristo y, en consecuencia, la vida sacramental, momento cualificado del encuentro con Cristo y, en el centro de esa vida, la Eucaristía. Pero las realidades sacramentales, y el encuentro con Cristo que de ellas fluye, no pueden ni deben ser vividos como una sucesión de eventos sacros que se yuxtaponen a una existencia confinada a la profanidad, sino como momentos privilegiados para entrar en comunión con un Dios presente no sólo en esos momentos, sino en todo momento y en todo lugar» (J.L. ILLANES, Ante Dios y en el mundo. Apuntes para una Teología del trabajo, Pamplona 1997, p. 47). Por lo demás, en el caso de un adulto, la participación en los sacramentos debe ser también oración. 26 Para ilustrar la interrelación entre la participación en la naturaleza y en la vida divinas, puede servir un ejemplo: cuando una familia adopta un niño, lo constituye (legalmente) en miembro de la familia. Puede suceder que no quiera tratar a sus padres ni obedecerles, y entonces no se comporta como hijo sino como extraño. Pero también puede ocurrir que quiera a sus padres cada vez más y desee obedecerles en todo. Entonces los padres le considerarán más hijo suyo, le confiarán sus cosas y le entregarán su herencia. La filiación lleva al trato, y el trato “realiza” la filiación. En la vida sobrenatural, Dios nos adopta como hijos, no sólo legalmente sino haciéndonos partícipes de su naturaleza. Si el cristiano trata a Dios como hijo mediante la oración, será introducido cada vez más en la participación de la vida divina hasta recibir la herencia de la gloria. 27 En el vol. I, pp. 376 ss. (capítulo 2º, apartado 2), hemos hecho amplio uso de los tria munera Christi. 28 Forja, 462. 29 Amigos de Dios, 9. El texto continúa poco después hablando del campo de santificación, la vida ordinaria: Tú y yo aprovecharemos hasta las más banales oportunidades que se presenten a nuestro alrededor, para santificarlas, para santificarnos y para santificar a los que con nosotros comparten los mismos afanes cotidianos, sintiendo en nuestras vidas el peso dulce y sugestivo de la corredención (ibid.). 30 Cfr. Camino, 470-491. 31 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, Madrid 2004³, p. 625. 32 Camino, 475. Cfr. ibid., 473. 33 Forja, 614. 34 Camino, 961. P. Rodríguez señala aquí «una clara resonancia de una de las formulaciones de Chautard en El alma de todo apostolado. El cap. II de la Parte II de este libro se titula: “Las obras de celo no deben ser otra cosa que el desbordamiento exuberante de la Vida interior” (J.B. CHAUTARD, El alma de todo apostolado, 1927, p. 42)» (P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., p. 1019). San Josemaría disponía de un ejemplar de la obra de Chautard (Ed. Ibérica, 4ª ed., Madrid 1933), en el que escribió de su puño y letra la fecha “11-enero-1939”; cita una frase en Camino, 108 y consta que recomendaba su lectura (cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., comentarios a los 81 y 108). 35 Camino, 82. 36 Instrucción, 19-III-1934, 32. 37 Cfr., p.ej., Camino, 528; Forja, 835; Es Cristo que pasa, 120; Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973, en Amar a la Iglesia, Madrid 19862, pp. 75 ss. 38 Cfr., p.ej., Conversaciones, 35, 60, 63. 39 Es Cristo que pasa, 9. Cfr. ibid., 78. 40 Amigos de Dios, 272. 41 Es Cristo que pasa, 104. 42 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 1. Cfr. ibid., nn. 9 y 48; Const. past. Gaudium et spes, 42. 43 Es Cristo que pasa, 131. Hemos comentado este texto en el capítulo 3º, apartado 1.5 (vol. I, pp. 495-501), explicando la distinción entre la Iglesia como sacramento y los siete sacramentos, y las consecuencias para la vida cristiana: la edificación de la Iglesia es fin último, mientras que los sacramentos son medios. 44 Es Cristo que pasa, 110. 45 Ibid. Cfr. Jn 20, 21. 46 La Humanidad Santísima de Cristo, como instrumento unido hipostáticamente a la naturaleza divina, posee la plenitud de la gracia de la que todos participamos (cfr. Jn 1, 14.16; SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentiles IV, c. 41). El cristiano es también instrumento para comunicar la gracia, no unido hipostáticamente a la divinidad, pero tampoco separado, como el agua en el sacramento del bautismo (cfr. S.Th. III, q. 62, a. 5, c). Del tipo de unión hemos hablado en el capítulo 4º, apartado 2.4 (vol. II, pp. 95-102). 47 Apuntes íntimos, 1756: citado en A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, p. 452. 48 Camino, 961. 49 Cfr. Surco, 92; Conversaciones, 66. 50 Forja, 276. 51 Amigos de Dios, 214. 52 Cfr. capítulo 7º, apartado 2.2.1, pp. 153 ss. 53 Surco, 3. 54 Camino, 716. 55 Amigos de Dios, 1. 56 Ibid., 67. 57 Camino, 272. Sobre el origen de la expresión “industrias humanas”, cfr. capítulo 7º, pp. 86 y 195. 58 Amigos de Dios, 149. Cfr. Camino, 269. 59 Cfr. Camino, 178 y 277. 60 Camino, 82. 61 Carta 31-V-1943, 9. 62 Cfr. Surco, 483 63 Amigos de Dios, 258. Cfr. Forja, 984; Amigos de Dios, 30. 64 Es Cristo que pasa, 121. 65 Cfr. Camino, 82 (citado más arriba). 66 Apuntes de una meditación, 13-X-1963 (AGP, P18, p. 232). Sobre el sentido en que san Josemaría entiende el “compelle intrare”, cfr. vol. II, pp. 271-272 (capítulo 5º, apartado 3.1.4). 67 Apuntes de la predicación, 14-II-1960 (AGP, P01 III-1978, pp. 276-277). 68 Surco, 24. 69 Sirve a tu Dios con rectitud, séle fiel... y no te preocupes de nada: porque es una gran verdad que “si buscas el reino de Dios y su justicia, El te dará lo demás –lo material, los medios– por añadidura” (Camino, 472). 70 Es Cristo que pasa, 80. Sobre el “apostolado personal de amistad y confidencia”, cfr. Parte preliminar, apartado I.3.c (vol. I, p. 75) y apartado III.3.b (vol. I, p. 237); capítulo 6º, apartado 1.2.2.b (vol. II, pp. 321-324). 71 Surco, 503. 72 Apuntes de la predicación 23-IX-1962 (AGP, P01 V-1963, p. 8). 73 Cfr. Conversaciones, 18. 74 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 35). 75 Forja, 674. 76 Cfr. Es Cristo que pasa, 8. 77 Surco, 403. 78 Ibid., 147. 79 Camino, 781. Cfr. ibid., 416; Surco, 697. En todos estos textos cita Jn 15, 5. 80 Forja, 571; cfr. 731. 81 Camino, 471. En la edición crítico-histórica se citan, como posible precedente de este punto, unas palabras atribuidas a santa Teresa de Jesús: «Teresa y tres ducados no son nada; pero Dios, Teresa y tres ducados, bastan y sobran» (cfr. OTILIO RODRÍGUEZ, Leyenda áurea teresiana, Madrid 1970, pp. 35-38). 82 Camino, 479. Cfr. Surco, 106. 83 Camino, 11 y 401; Surco, 96. Sobre el origen de esta expresión, cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, pp. 448 y 508 ss. 84 Camino, 473. 85 Amigos de Dios, 117. 86 Cfr. Camino, 799. 87 Apuntes de una meditación, 16-IV-1954 (AGP, P18, p. 71). 88 Camino, 372. 89 Apuntes de una meditación, 16-IV-1954 (AGP, P18, p. 70). 90 Ibid. 91 Camino, 978. 92 Cfr. Surco, 175. 93 Apuntes de la predicación (AGP, P07, vol. 5, p. 236). 94 Es Cristo que pasa, 159. Cfr. Camino, 792. 95 Conversaciones, 114. 96 Ibid. 97 Ibid., 115. 98 Es Cristo que pasa, 103 y 105. Sobre el sentido en que Cristo está presente en el cristiano, cfr. capítulo 4º, apartado 2.4 (vol. II, pp. 95-103). 99 Ibid., 131. «Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina» (CEC, 1131). San Josemaría recuerda en varias ocasiones esta doctrina tradicional acerca de los siete sacramentos: cfr., p.ej., Es Cristo que pasa, 78; Amigos de Dios, 141. Como se ve en el texto citado, distingue este “sentido estricto” de sacramento del análogo que se puede atribuir a la Iglesia y al cristiano que tiene vida sobrenatural. Sobre este tema, cfr. capítulo 3º, apartado 1.5 (vol. I, pp. 495-501). 100 Apuntes de una meditación, 29-IX-1967 (AGP, P18, pp. 330-331). Hemos expuesto este tema en el capítulo 7º, pp. 58-60; 108-109. 101 A lo largo de este apartado hablaremos a menudo de “participar” en un sacramento, en lugar de “recibir” o “asistir”, para significar que el cristiano toma parte activa. Cuando alguna vez usemos el término “asistir”, por evitar una repetición de palabras, debe entenderse en sentido activo, no en el pasivo de un simple “estar presente”. Cfr. CONC. VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, 5. 102 Una interesante reflexión sobre este tema en la enseñanza de san Josemaría se encuentra en A.M. SANGUINETI, Dimensión sacramental de la vida de los hijos de Dios en su Iglesia: un aporte teológico, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana (Actas del congreso del centenario del nacimiento de san Josemaría), Roma 2002-2004, vol. V/2, pp. 215-231. El planteamiento dista no poco de aquellos otros, más frecuentes, para los que la vida sacramental se reduce a la participación en los sacramentos (cfr., p.ej., J. CASTELLANO, Spiritualità sacramentale, en E. ANCILLI (dir.), Dizionario enciclopedico di spiritualità, Roma 1990, vol. 3, pp. 2217-2218). 103 Homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, 28-V-1972, en Amar a la Iglesia, cit., p. 49. 104 Apuntes de la predicación (AGP, P03 IV-1965, p. 13). 105 Es Cristo que pasa, 80. Si no hubiera abandono voluntario sino imposibilidad de recibirlos, hay que tener presente que Dios puede comunicar la gracia inmediatamente, sin servirse de los sacramentos (cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 16). 106 Ibid., 78. 107 Apuntes de la predicación (AGP, P03 IV-1965, p. 13). 108 Conversaciones, 113. 109 Forja, 69. Cfr. capítulo 3º, apartado 3.2.2 (vol. I, pp. 564-568). 110 Carta 19-III-1967, 75. 111 Ibid., 74 (las tres frases están resaltadas también en el original). El Catecismo de la Iglesia Católica, parte III, expone sintéticamente estos principios. Señalamos un estudio teológico que cita varias veces las enseñanzas de san Josemaría: A. MIRALLES, Los sacramentos cristianos, Madrid 2000, 565 pp. Cfr. también, del mismo autor: Ecclesia et sacramenta, Roma 2012, parte II, 1, pp. 197-214 (“Gracia, Fe y Sacramento”) y parte II, 4, pp. 241-256 (“Misterio y sacramento en la teología actual”). 112 Cfr. Es Cristo que pasa, 96; CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 10. 113 Conversaciones, 115. Sobre esta expresión vid. capítulo 7º, p. 80, nota 180. 114 SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. III, q. 62, a. 5, c. 115 CEC, 1116. Cfr. Lc 5, 17; Lc 6, 19; Lc 8, 46. «Lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios [los sacramentos]» (SAN LEÓN MAGNO, Sermo 74, 2). 116 CEC, 1127. Cfr. CONC. DE TRENTO, Sessio VII, Decretum de sacramentis, can. 5 y 6: DS 1605 y 1606. Cristo «está presente con su virtud en los sacramentos» (CONC. VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7: texto citado por san Josemaría en la Homilía Sacerdote para la eternidad, cit., p. 66). Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Discurso, 24-V-1989, 4. 117 El Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía se llaman «sacramentos de iniciación», porque mediante ellos «se ponen los fundamentos de toda vida cristiana» (CEC, 1212): «fundamentan la vocación cristiana común de todos los discípulos de Cristo, que es vocación a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo» (CEC, 1533). 118 Es Cristo que pasa, 106. Con pequeñas diferencias, san Josemaría repite estas palabras en otros lugares: cfr., p.ej., ibid., 20. 119 Ibid., 128. 120 Apuntes de la predicación, X-1972 (AGP, P04 1972, II, p. 663). 121 Amigos de Dios, 13. 122 Ibid., 282. 123 Forja, 640. 124 SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. III, q. 63, a. 2, c, citando al Pseudo Dionisio. Estas palabras se refieren a los sacramentos que imprimen carácter, el primero de los cuales es el Bautismo. 125 Es Cristo que pasa, 96. 126 Ibid., 120. 127 Conversaciones, 91. 128 Cfr. ibid., nn. 24, 47, 58, 91, etc. 129 Amigos de Dios, 206. Cfr. Col 3, 1-3. 130 Es Cristo que pasa, 120. 131 Ibid., 81. 132 Ibid., 78. 133 Ibid., 80. 134 Ibid. 135 Ibid., 83. San Josemaría amaba esta fórmula y la empleaba frecuentemente: cfr. ibid., 80, 83, 161; Amigos de Dios, 199; Surco, 684. Cfr. CEC, 1374 y 1413, que cita al CONC. DE TRENTO (DS 1640 y 1651). 136 Cfr. capítulo 3º, apartado 3 (vol. I, pp. 542 ss.). 137 Es Cristo que pasa, 87. 138 Forja, 69; Es Cristo que pasa, 87. Hemos citado varios textos en el capítulo 3º, apartado 3 (vol. I, pp. 542 ss.). Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 11. 139 Cfr. capítulo 3º, apartado 3.2 (vol. I, pp. 550 ss.). 140 Es Cristo que pasa, 87. 141 No es este el lugar para exponer la doctrina y disciplina católicas al respecto. Baste una cita: «Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar» (CEC, 1385). 142 TERTULIANO, De paenitentia, 4, 2. Cfr. CONC. DE TRENTO: DS 1542; CEC, 1446. 143 Camino, 310. Cfr. Rm 13, 14. 144 Conversaciones, 58. 145 Es Cristo que pasa, 80. Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 11; CEC, 1521. 146 Como es sabido, la Unción de los enfermos «no es un sacramento sólo para aquellos que están a punto de morir. Por eso, se considera tiempo oportuno para recibirlo cuando el fiel empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez» (CONC. VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, 73). Cfr. CEC, 1514. 147 Apuntes de la predicación, 24-V-1974 (AGP, P04 1974, I, p. 43). 148 Apuntes de la predicación, 15-VI-1974 (AGP, P04 1974, I, 454). 149 Remitimos en particular a las homilías Sacerdote para la eternidad y El matrimonio, vocación cristiana. La primera, fechada el 13-IV-1973, figura en el volumen Amar a la Iglesia, cit., pp. 56-82; la segunda, de Navidad de 1970, en Es Cristo que pasa, 22-30. 150 P.ej., los que reciben el presbiterado en la Iglesia de rito latino, adquieren el compromiso del celibato y, por tanto, no tienen intención de recibir nunca el matrimonio. Por la misma razón, quien recibe el sacramento del Matrimonio en la Iglesia latina, no tiene intención de recibir el Orden. 151 En primer lugar, hay que recordar que ninguna mujer puede recibir la ordenación sacerdotal: «“Sólo el varón (‘vir’) bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación” (CIC, can. 1024). El Señor Jesús eligió a hombres (“viri”) para formar el colegio de los doce apóstoles (cfr. Mc 3, 14-19; Lc 6, 12-16), y los apóstoles hicieron lo mismo cuando eligieron a sus colaboradores (1Tm 3, 1-13; 2Tm 1, 6; Tt 1, 5-9) que les sucederían en su tarea (...). La Iglesia se reconoce vinculada por esta decisión del Señor. Esta es la razón por la que las mujeres no reciben la ordenación» (CEC, 1577). Esta doctrina fue declarada irreformable por JUAN PABLO II: «Con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia (...), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia» (Ep. Ap. Ordinatio sacerdotalis, 22-V-1994, 4). Poco tiempo después, la CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE ha aclarado, a propósito de este documento pontificio: «Esta doctrina exige un asentimiento definitivo, dado que, fundada en la Palabra de Dios escrita y constantemente conservada y aplicada en la Tradición de la Iglesia desde el comienzo, ha sido propuesta infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal. Por tanto, en las presentes circunstancias, el Sumo Pontífice, en el ejercicio de su propio ministerio de confirmar a los hermanos (cfr. Lc 22, 32), ha propuesto la misma doctrina con una declaración formal, afirmando explícitamente lo que se debe considerar siempre, en todas partes y por todos los fieles, como perteneciente al depósito de la fe» (AAS 87 (1995) 1114). Años antes de esas intervenciones del Magisterio, san Josemaría había afirmado, al reclamar a favor de la mujer el reconocimiento de su plena igualdad de derechos dentro de la Iglesia, que debe exceptuarse la capacidad de recibir las sagradas órdenes, también por razones de derecho divino: cfr. Conversaciones, 14. 152 Es Cristo que pasa, 78. «De la unión conyugal procede la familia, en la que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana que, por la gracia del Espíritu Santo, quedan constituidos por el Bautismo en hijos de Dios para perpetuar el Pueblo de Dios en el decurso de los tiempos» (CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 11). Cfr. CEC, 1661. 153 Es Cristo que pasa, 79. Cfr. CEC, 1581. 154 Homilía Sacerdote para la eternidad, cit., p. 70. Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 11. 155 CEC, 1534. 156 A la centralidad de estos dos sacramentos en la vida de la Iglesia y de cada fiel se ha referido el BEATO JUAN PABLO II en la Encíclica Redemptor hominis (4-III-1979), 20, concluyendo que «la Iglesia que se prepara continuamente para la nueva venida del Señor, debe ser la Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia». 157 Es Cristo que pasa, 89. 158 Ibid., 87 159 Ibid. 160 Sobre la participación interior y la exterior, cfr. J. ECHEVARRÍA, Vivir la Santa Misa, Madrid 2010, 196 pp. El autor, Prelado del Opus Dei, recorre cada una de las partes de la celebración eucarística, explicando su sentido y ofreciendo orientaciones para tomar parte activamente y prolongar la Misa a lo largo del día, al hilo de las enseñanzas de san Josemaría. 161 Apuntes de la predicación, 22-V-1970 (AGP P01 X-1970, p. 25). 162 Conversaciones, 113. 163 Es Cristo que pasa, 89. En la Misa está presente Cristo Cabeza y Cuerpo, y, por tanto, junto con Nuestro Señor, toda su Iglesia (Carta 28-III-1955, 5). 164 ÁNGEL GARCÍA IBÁÑEZ lo define con precisión: «La celebración eucarística de la Iglesia es el cumplimiento del memorial instituido por Jesucristo, que re-presenta, in sacramento, el único sacrificio de nuestra redención, en la plenitud del misterio pascual del Señor, permitiendo a la Iglesia participar en él (La Eucaristía, Don y Misterio. Tratado histórico-teológico sobre el misterio eucarístico, Pamplona 20092, p. 483). Remitimos a este manual para los aspectos dogmáticos que se encuentran en la base de nuestra exposición de Teología espiritual. El autor cita varias veces las enseñanzas de san Josemaría. 165 Apuntes de la predicación, 14-IV-1960 (AGP, P01 II-1965, p. 11). Cfr. Ap cap. 5, 7, 19, passim. Cfr. S. HAHN, The Lamb’s Supper: the Mass as Heaven on Earth, New York 1999, 174 pp. 166 Apuntes de la predicación, 14-IV-1960 (AGP, P01 II-1965, p. 11). 167 Homilía Sacerdote para la eternidad, cit., p. 80. 168 MISAL ROMANO, Ordinario de la Misa. En el Orate fratres el sacerdote «pide la ayuda de la oración para el sacrificio propio, que al mismo tiempo lo es de la comunidad, a fin de que sea aceptable a Dios» (J.A. JUNGMANN, El sacrificio de la Misa, Madrid 1951, p. 724). 169 Es Cristo que pasa, 88. 170 Ibid., 89. 171 Ibid., 94. 172 Forja, 436. Se refiere directamente al sacerdote que “dice la Misa”, pero está claro que se ha de aplicar a todos los fieles presentes porque no son simples espectadores sino que concurren al ofrecimiento del Sacrificio del Altar, como hemos recordado antes. 173 Forja, 829. 174 Cfr. CONC. DE TRENTO, Sessio XIII, 11-X-1551, Doctrina de Sacramento Eucharistiae, cap. 3: DS 1639. 175 Es Cristo que pasa, 91. 176 Camino, 536; cfr. 539. 177 Ibid., 534. El punto hace referencia a la Comunión diaria. Esta práctica había sido impulsada por SAN PÍO X con el Decreto Sacra Tridentina Synodus, 20-XII-1905 (DS 3375-3383). Gracias a las disposiciones de este Papa, san Josemaría pudo recibir la Primera Comunión a los 10 años (el 23-IV-1912, como ya hemos dicho), edad temprana para aquella época y continuar recibiéndola con frecuencia a partir de entonces, hasta convertirse pronto en diaria. En la década de 1930, la Comunión diaria era ya una práctica no rara entre los fieles. 178 Forja, 834. Entre los ejemplos de que se sirve para fomentar las mejores disposiciones al recibir la Eucaristía, cfr. Forja, 828. 179 Es Cristo que pasa, 92. 180 Ibid. En los párrafos sucesivos comenta cada uno de estos títulos, que pueden servir de guía para dirigirse a Jesús en la Eucaristía. 181 Forja, 934. La expresión “meterse en las llagas de Jesucristo” se remonta a san Agustín (cfr. p. 395, nota 497). 182 BENEDICTO XVI, Discurso a los participantes en un curso promovido por la Penitenciaría Apostólica, 25-III-2011, §2. 183 Sobre su dedicación a la administración de este sacramento, cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, vol. I, cit., cap. IV y V. 184 Cfr. capítulo 8º, apartado 4.2.2 (pp. 376-379). 185 Homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, 28-V-1972, en Amar a la Iglesia, cit., p. 53. 186 Cfr. 1Co 11, 28-29; CEC, 1457. «Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental, a no ser que concurra un motivo grave y no haya oportunidad de confesarse; y, en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes» (CIC, can. 916). 187 Apuntes de la predicación 20-V-1970 (AGP, P01 X-1970, p. 26). Cuando dice “con una sombra” se refiere a una sombra de duda positiva, fundada, de haber cometido un pecado mortal. No se refiere obviamente a los pecados veniales. En la predicación de san Josemaría no hay trazas del rigorismo jansenista que exigía tales disposiciones para recibir dignamente la Eucaristía que prácticamente nadie se podía considerar preparado. De hecho, como ya hemos dicho antes en nota, san Josemaría impulsa a recibirla diariamente, siguiendo las orientaciones del Magisterio, sobre todo desde san Pío X. Por lo demás, procura alejar siempre a las personas de los “escrúpulos” (en el sentido de este término en la Teología moral, que enseguida veremos). 188 Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Ex. ap. Reconciliatio et paenitentia, 2-XII-1984, 28. En este texto el Romano Pontífice se refiere a la crisis de la Penitencia en las décadas precedentes al documento, es decir, durante la época en que predica san Josemaría. 189 Apuntes de la predicación, 12-IV-1974 (AGP, P01 V-1974, p. 105). 190 Es Cristo que pasa, 78. 191 Carta 19-III-1967, 90. El texto resaltado es del original, donde remite al CONC. DE TRENTO, Sessio XIV, 25-XI-1551, Doctrina de Sacramento paenitentiae, cap. 3: DS 1673. 192 Ibid. Lo resaltado en el original. En este caso, remite a otro texto de la misma sesión de Trento: DS 1680. 193 Ibid. Lo resaltado en el original. También aquí remite a la misma sesión de Trento: DS 1680 y 1681. 194 Apuntes de la predicación, 16-IV-1973 (AGP, P01 1973, p. 163). 195 Apuntes de la predicación, 23-IV-1962 (AGP, P01 1962, p. 64). En varias ocasiones repite los mismos adjetivos. 196 Cfr. CONC. DE TRENTO, Sessio VI, 13-I-1547, Decr. de iustificatione, cap. 14: DS 1543; Sessio XIV, 25-XI-1551, Doctr. de sacramento paenitentiae, cap. 5: DS 1679. 197 Cfr., p.ej., Apuntes de la predicación, 8-X-1972 (AGP, P04 1972, II, p. 675): texto citado más abajo, nota 207. 198 Carta 19-III-1967, 87. 199 Ibid. Pío XII había salido en defensa de la confesión frecuente ante la opinión de quienes se oponían a ella argumentando que, para el perdón de los pecados veniales, bastaba la recepción de la Eucaristía: «Para progresar cada día con más fervor en el camino de la virtud, queremos encomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin inspiración del Espíritu Santo; con el que aumenta el justo conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se desarraigan las malas costumbres, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia en virtud del sacramento» (PÍO XII, Enc. Mystici Corporis, 29-VI-1943: AAS 35 (1943) p. 235). La enseñanza sobre la confesión de los pecados veniales se encuentra ya en la citada sesión XIV del Concilio de Trento (DS 1680). El Catecismo de la Iglesia Católica resume lo esencial acerca de la práctica de la confesión frecuente en el 1458. 200 Apuntes de la predicación, 12-IV-1974 (AGP, P01 1974, p. 233). 201 Amigos de Dios, 219. 202 Cfr. J.A. ABAD, La confesión frecuente, en: AA.VV., Diccionario de Teología, Pamplona 2006, pp. 804-805. Según G. MEERSSEMAN, Dossier de l’ordre de la Pénitence au xiiie s., Fribourg 1961, p. 120, la confesión semanal comienza a ser practicada en la provincia romana de los dominicos en 1249. Hemos tomado este dato de PH. ROUILLARD, Pénitence, en: AA.VV., Catholicisme (G. JACQUEMET, dir.), vol. X, Paris 1985, col. 1146. 203 Cfr. capítulo 8º, apartado 4.2.1 (pp. 365-369). 204 Surco, 132. 205 Cfr. T. GOFFI, Scrupolo, en: AA.VV., Dizionario enciclopedico di spiritualità, Roma 1990, vol. 3, pp. 2272-2276; J.-F. CATALAN, Scrupule, en: AA.VV. Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 14 (1990) col. 461-467. 206 Camino, 259. 207 Ibid., 258. 208 Decimos “tradicional” porque san Josemaría no es el primero que da un consejo de este género. No se trata, sin embargo, de una recomendación unánime en la tradición de la Iglesia. La historia de la práctica del Sacramento de la Penitencia es muy compleja, como puede verse en la extensa voz Pénitence, de varios autores, en el Dictionnaire de Théologie Catholique, 12 (1933) col. 722-1138, y Confession, en ibid., 3 (1908) col. 828-974. Cfr. también P. ADNÉS, Pénitence, en: AA.VV., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 2 (1984) col. 943-1010. 209 Cfr. CIC, c. 966. 210 Apuntes de la predicación, 8-X-1972 (AGP, P04 1972, II, p. 675). 211 Es Cristo que pasa, 34. 212 Carta 29-IX-1957, 19. 213 La disciplina canónica sobre el sigilo sacramental vigente en tiempos de san Josemaría no ha cambiado, por lo que se refiere al sacerdote: cfr. CIC, can., 983, 984, 1388; CEC, 1467 y 2490. 214 Carta 8-VIII-1956, 31. 215 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 3. 216 Camino, 528. 217 MISAL ROMANO, Misa vespertina en la Cena del Señor, Super oblata. Cfr. CONC. VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, 2; Const. dogm. Lumen gentium, 3. 218 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 11. 219 Camino, 548. 220 Apuntes de la predicación, 2-VII-1974 (AGP, P04 1974, II, p. 211). 221 Apuntes de la predicación, 16-VI-1974 (AGP, P04 1974, I, p. 503). 222 Apuntes de la predicación, 6-VII-1974 (AGP, P04 1974, II, p. 209). 223 Apuntes de la predicación, 1-VII-1974 (AGP, P04 1974, II, p. 70). 224 Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7. San Josemaría se refiere a este número de la Constitución en la homilía Sacerdote para la eternidad, cit., p. 66. 225 Conversaciones, 9. 226 «La santa madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la Liturgia misma y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano, linaje escogido sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido (1P 2, 9; cfr. 2, 4-5)» (CONCILIO VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, 14). El Derecho de la Iglesia refleja este deseo: «Todos los fieles que asisten, tanto clérigos como laicos, concurren tomando parte activa, cada uno según su modo propio, de acuerdo con la diversidad de órdenes y de funciones litúrgicas» (CIC, can., 899 § 2). 227 BEATO JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles laici, 30-XII-1988, 23. 228 Carta 30-IV-1946, 15. 229 Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, pp. 544-546. 230 J. ECHEVARRÍA, Memoria del Beato Josemaría, Madrid 2000, p. 244. 231 Cfr. Conversaciones, 9. 232 Conversaciones, 113. 233 Según PEDRO RODRÍGUEZ, el “Movimiento litúrgico” fue «muy vivido por Josemaría Escrivá y su entorno» (Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., comentario al punto 86). Para este autor es notable «la fuerte conexión que Escrivá muestra tener, ya en los años 30, con importantes dimensiones del Movimiento litúrgico europeo» (ibid., comentario al punto 528). Cfr. ibid., comentarios a los puntos 536 y 543, donde se recoge parte de la correspondencia con el P. Germán Prado, benedictino del monasterio de Silos. Ver también J.L. GUTIÉRREZ MARÍN, La vida litúrgica en “Camino” (1932-1939). San Josemaría Escrivá y el movimiento litúrgico, en J.R. VILLAR (ed.), Communio et sacramentum, Pamplona 2003, pp. 417-434; A. LIVI, L’Opus Dei e il rinnovamento liturgico, en: AA.VV., Uno stile cristiano di vita, Milano 1972, pp. 78-95. 234 PÍO XII, Enc. Mediator Dei, 20-XI-1947: AAS 35 (1943) 336. 235 Ibid. 236 Camino, 522. 237 SAN BASILIO, De Spiritu Sancto, 27, 66. 238 Forja, 833. 239 Carta 6-V-1945, 29. 240 Camino, 543. En este punto –a propósito del altar, la cruz, la casulla amplia, las severas líneas del cáliz, etc.– se refleja «el sentido –también estético– de la “celebración” que el autor tenía (...), muy en la línea del Movimiento litúrgico» (P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., ad loc.). 241 Entre los abusos se encontraban «la confusión de funciones, especialmente por lo que se refiere al ministerio sacerdotal y a la función de los laicos (recitación indiscriminada y común de la plegaria eucarística, homilías pronunciadas por laicos, distribución de la Comunión por parte de laicos mientras los sacerdotes se eximen)» (CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO, Instr. Inæstimabile donum, 3-IV-1980, prœmio). 242 Cfr. J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia: una introducción, Madrid 2011, caps. 2, 5, 9-10, 12-13, passim. 243 Á. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el fundador del Opus Dei, Madrid 1993, pp. 138-139. La cita interna es de la “Carta enviada en nombre del Papa PABLO VI a todos los obispos y otros superiores eclesiásticos, junto con el libro Iubilate Deo, el 14 de abril de 1974”. Álvaro del Portillo explica, a continuación de las palabras que se acaban de citar, que la autoridad eclesiástica invitó a san Josemaría, como a otros sacerdotes de edad avanzada, a continuar celebrando la Santa Misa con la forma del rito latino anterior a la reforma que, como es sabido, es la actual “forma extraordinaria” del mismo rito (cfr. BENEDICTO XVI, Carta ap. Summorum Pontificum, 7-VII-2007). 244 Apuntes de la predicación, 30-XI-1969 (AGP, P01 I-1970, pp. 74-75). El Cardenal A. MAYER, que fue Prefecto de la Congregación para el Culto Divino, afirmó en la homilía de la Misa de acción de gracias por la beatificación de Josemaría Escrivá, el 20 de mayo de 1992, que «con su profunda piedad y fiel obediencia a las prescripciones de la Iglesia en esta materia (litúrgica), el Beato Josemaría ha aportado una significativa contribución a la correcta aplicación de la renovación litúrgica querida por el Concilio Vaticano II» (en: “Romana” 14 (1992) 52). 245 Camino, 541. 246 Ibid. 247 Es Cristo que pasa, 92. Cfr. Camino, 530. 248 Sal 26[25], 8. Cfr. Es Cristo que pasa, 89. 249 Camino, 542. 250 Forja, 836. 251 Ibid. 252 Instrucción, 9-I-1935, 254. 253 Camino, 527. 254 Apuntes de la predicación, 27-I-1974 (AGP, P01 1974, p. 272). 255 Apuntes de la predicación, 24-XII-1956 (AGP, P01 III-1957, p. 37). 256 Instrucción, 9-I-1935, nota 167. 257 Es Cristo que pasa, 88. La homilía a que nos referimos ocupa los nn. 83 a 94. 258 Ibid. 259 Ibid. 260 Forja, 644. Cfr. F.M. AROCENA, Liturgia y vida, Madrid 2011, 154 pp. (el autor cita frecuentemente las enseñanzas de san Josemaría). 261 CONC. VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, 9. 262 Ibid., 12. 263 Ibid. 264 Camino, 86. 265 Cfr. Es Cristo que pasa, 119. Menciona la tradicional denominación de la liturgia como “lex orandi”, parte de la fórmula “lex orandi, lex credendi” inspirada en san Próspero de Aquitania (s. V). Cfr. Camino, 86; Forja, 644; Es Cristo que pasa, 65-66. 266 Carta 6-V-1945, 29. 267 Camino, 87. 268 Carta 19-III-1967, 74. En este texto, después del “ex opere operato”, cita al CONC. DE TRENTO, Sessio VII, 3-III-1547, Decr. de Sacramentis, can. 8 de Sacr. in genere: DS 1608. 269 Apuntes de la una meditación, 12-IV-1937 (AGP, P12, p. 50). 270 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., p. 296. 271 Amigos de Dios, 294. 272 Camino, 107. 273 BEATO JUAN PABLO II, Enc. Dominum et Vivificantem, 18-V-1986, 65. 274 SANTA CATALINA DE SIENA, El Diálogo, cap. 1, Madrid 1955, p. 176. 275 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 28, a. 1, c. Cfr. ARISTÓTELES, Ethic. IX, cap. 4. 276 Amigos de Dios, 299. 277 CEC, 2558. El “misterio” es la unión del cristiano con Dios realizada por la Eucaristía, cumbre de la vida sacramental. Este misterio, dice el Catecismo, exige que los hombres “lo celebren y vivan de él”: lo celebran cada vez que participan en el Sacrificio de la Misa y reciben la Comunión, y viven de él por medio de la oración y de la transformación de sus actividades en oración. 278 Suplemento de autor desconocido a las obras de SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilía 6 sobre la oración (PG 64, 462-463). Cfr. 1P 2, 2: «Apeteced, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que con ella crezcáis hacia la salvación». 279 F. OCÁRIZ, Naturaleza, gracia y gloria, Pamplona 2000, p. 49. 280 Remitimos al capítulo 4º, apartado 2 (vol. II, pp. 60 ss.). Allí vimos que la nueva relación sobrenatural con Dios que adquiere quien recibe el don de la filiación adoptiva, implica una novedad de ser, no del ser de la persona en cuanto acto de la esencia (esse ut actus), sino en cuanto acto de la relación con Dios. Por esta razón decimos que la oración –por medio de la cual se intensifica esa relación– santifica al cristiano “en lo más profundo de su ser”. 281 CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Orationis formas (sobre algunos aspectos de la meditación cristiana), 15-X-1989, 3. Cfr. ibid., 18. 282 Con las palabras “según su Voluntad” queremos decir que aquí la concesión de la gracia no está ligada a un signo sacramental –ex opere operato–, ni tampoco a la acción del que ora, ex opere operantis. 283 B. OLIVARES BOGESKOV, Primacía de la contemplación y santificación del trabajo en santo Tomás de Aquino. Un estudio comparativo con la doctrina de san Josemaría, en: AA. VV., Trabajo y espíritu. IV Simposio internacional “Fe y cultura contemporánea”, Pamplona 2004, p. 152. 284 Amigos de Dios, 249. 285 Apuntes de la predicación, 28-IX-1973 (AGP, P01, p. 143). 286 De la “vida de oración” se ha tratado en el capítulo 1º, apartado 3 (vol. I, pp. 306 ss.). 287 Cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., pp. 289 ss. 288 Cfr., p.ej., Camino, 561; Forja, 1003. 289 Como es sabido, la tradición cristiana sobre la oración se halla resumida en la parte IV del Catecismo de la Iglesia Católica. Un valioso conjunto de estudios sobre la oración, que abarca todas las épocas y las diversas espiritualidades, se encuentra en E. ANCILLI (dir.), La preghiera. Bibbia, Teologia, Esperienze storiche, 2 vols., Roma 1990, 514 pp. y 480 pp. Sobre la oración cristiana en los primeros siglos, cfr. A. HAMMAN, La preghiera nella Chiesa antica, Torino 1994, 232 pp.; más en general: ID., Compendio sulla preghiera cristiana, Milano 1989, 221 pp.; S. PINCKAERS, La prière chrétienne, Fribourg 1989, 316 pp. 290 Es Cristo que pasa, 119. 291 Forja, 315. Cfr. Amigos de Dios, 180. 292 Camino, 91. 293 Ibid., 114. 294 Cfr. J. LÓPEZ DÍAZ, Oración, en: AA.VV. (C. IZQUIERDO, J. BURGGRAF, F.M. AROCENA, dirs.), Diccionario de Teología, Pamplona 2006, pp. 749-759. 295 CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata VII, cap. 7. «El hombre espiritual trata a Dios como a un amigo íntimo, de corazón a corazón» (ibid.). 296 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom. 6: De precatione. 297 ID., De fide orthodoxa, 3, 24. Cfr. CEC, 2559. Cuando SANTO TOMÁS DE AQUINO cita la definición anterior, recuerda también unas palabras de Dionisio que expresan la idea de la oración como diálogo: «Cuando invocamos a Dios en nuestras oraciones, con el espíritu estamos cara a cara con Él» (cfr. S.Th. II-II, q. 83, a. 1, ad 2). No obstante, conviene advertir que santo Tomás y otros muchos autores utilizan el término “oración” principalmente en el sentido de súplica o petición (cfr. S.Th. II-II, q. 83, a. 1, c). 298 CEC, 2561. 299 CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Orationis formas, cit., 3. 300 Ibid. 301 Apuntes de la predicación, 4-IV-1955 (AGP, P01 IV-1969, p. 11). Cfr. Conversaciones, 102. 302 Apuntes de una meditación, 27-III-1975 (AGP, P09, p. 225). 303 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, 2. 304 Algunos de los salmos citados con más frecuencia en su predicación son el 2, en el que contempla el misterio de la filiación divina y el reinado de Cristo; el 8, que habla de la gloria de Dios reflejada en la creación y de la dignidad del hombre, hijo suyo, amado personalmente por Dios y llamado a ser intérprete de su gloria; el 50 [51], el salmo Miserere que recitaba a diario. 305 Cfr. Amigos de Dios, 142-153. 306 «En esta sola palabra “Padre” radica todo el misterio de su vida y de su oración [de Cristo]» (J. JEREMIAS, Das Gebetsleben Jesu, en: ZNW 25 (1926) 140). 307 Amigos de Dios, 145. 308 Cfr. Lc 6, 12; Lc 11, 1-2; Camino, 104; Es Cristo que pasa, 108; etc. 309 Cfr. J. ECHEVARRÍA, Getsemaní. En oración con Jesucristo, Barcelona 2005, 272 pp. Esta obra se inspira en la predicación de san Josemaría acerca de la oración de Jesús en el Huerto, citando numerosos textos (cfr., p.ej., Forja, 753; Amigos de Dios, 216; Via Crucis, I Estación, punto 1). 310 J. STÖHR, La vida del cristiano según el espíritu de filiación divina, en: “Scripta Theologica” 24 (1992) 884. 311 Amigos de Dios, 306. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa con estas palabras: «La oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo» (CEC, 2565). 312 Carta 8-XII-1949, 142. 313 Símbolo Quicumque: DS 76. 314 CEC, 2564. Citamos aquí este Catecismo, posterior a san Josemaría, simplemente como testimonio de una enseñanza tradicional de la Iglesia. 315 Es Cristo que pasa, 91. 316 Forja, 182. Cfr. Jn 15, 15; Rm 8, 29; CEC, 2616. 317 Forja, 643. 318 Apuntes de la predicación, 8-XII-1972 (AGP, P01 IX-1973, p. 8). 319 Es Cristo que pasa, 136. Remite a Ga 4, 6 y a Rm 8, 15. 320 Forja, 430. 321 Ibid. 322 Amigos de Dios, 306. 323 Camino, 319. 324 Apuntes de la predicación, 8-XII-1972 (AGP, P01 IX-1973, pp. 7-8). La imagen del “hilo directo” le viene sugerida a san Josemaría porque, en aquella época, la prensa mundial hablaba de una línea de teléfono directa entre la Casa Blanca y el Kremlin. 325 El texto es célebre: «[Cristo] ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros» (SAN AGUSTÍN, Enarrationes in Psalmos, 85, 1). 326 CEC, 2564. 327 Forja, 358. 328 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, 2. Cfr. Ef 2, 18; CEC, 2664. 329 Carta 6-V-1945, 4. Varias veces llama así al Paráclito. 330 Cfr. Es Cristo que pasa, 138. 331 Forja, 583. 332 Es Cristo que pasa, 119. 333 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, 12. 334 CEC, 2586. 335 Forja, 534. 336 Amigos de Dios, 64. 337 Camino, 502. 338 Es Cristo que pasa, 174. 339 Amigos de Dios, 290. 340 Es Cristo que pasa, 140. 341 Ibid., 38. 342 Cfr. CEC, 2635. 343 Cfr. MISAL ROMANO, Prefacio de los Santos, I. 344 Camino, 561. Las palabras de SANTA TERESA se encuentran en Libro de la Vida, 6, 8. 345 Pueden verse estas invocaciones más abajo, en el apartado 3.2.3.c. 346 Camino, 91. El “conocerle y conocerte” se encuentra en SAN AGUSTÍN: «Noverim me, noverim te, nec aliquid cupiam nisi te»: que me conozca, Señor, y que te conozca, y que no desee otra cosa sino sólo a Ti (Soliloquia II, 1). 347 Amigos de Dios, 26. 348 Es Cristo que pasa, 174. 349 Amigos de Dios, 245. 350 Apuntes de la predicación, 28-IX-1973 (AGP, P01 X-1973, p. 38). 351 P. URBANO, El hombre de Villa Tevere, Barcelona 1995, p. 170. 352 SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo, lib. 2, cap. 22, 3. 353 Amigos de Dios, 299. 354 Ibid. 355 Ibid., 249. 356 Es Cristo que pasa, 154. Cfr. Camino, 322. 357 Camino, 267. 358 Apuntes de la predicación, 11-IV-1974 (AGP, P01 V-1974, pp. 146-147). 359 Apuntes de la predicación, 8-XII-1971 (AGP, P01 XII-1971, pp. 7-8). 360 Cfr. Forja, 830. 361 CEC, 2628. 362 Forja, 263. 363 Decid como una jaculatoria interior, sin el rumor de las palabras: Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto (AGP, P01 XII-1971, p. 10). 364 CEC, 2639. 365 Via Crucis, VI Estación, 4. La jaculatoria, inspirada en Flp 4, 6 y en 1Tm 5, 18, proviene de una antigua oración litúrgica recogida actualmente en el MISAL ROMANO, Commune Doctorum Ecclesiae, 2ª Misa, Post communionem. 366 Apuntes de la predicación, 24-XII-1972 (AGP, P01 XII-1973, p. 59). Cfr. CEC, 2638. 367 Surco, 813. 368 Via Crucis, VI Estación, 4. 369 Cfr. TERTULIANO, De oratione (PL 1, 1149-1194). 370 CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata VII, 7 (PG 9, 455). 371 CEC, 2631. Se cita la oración del publicano: «ten compasión de mí que soy pecador» (Lc 18, 13). 372 Apuntes de una tertulia, 12-IV-1974 (AGP, P01 V-1974, p. 136). Se trata de la respuesta de san Josemaría a una pregunta, durante una de sus estancias en Portugal, sobre cómo obtener luz de Dios en momentos de dificultad. 373 Forja, 349. 374 Cfr. apartado 3.2.3.d. 375 Amigos de Dios, 243. Cfr. Es Cristo que pasa, 174. 376 Es Cristo que pasa, 8. 377 Ibid., 119. 378 Cfr. CEC, 2098. 379 Cfr. vol. I, pp. 326-329 (capítulo 1º, apartado 3.3). 380 Cfr., p.ej., A. ROYO MARÍN, Teología de la perfección cristiana, 2ª ed., Madrid 1955, p. 637, 411. 381 CEC, 2705. 382 SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 83, a. 1. 383 Es Cristo que pasa, 8. 384 SAN BUENAVENTURA, In III Sent., d. 17, q. 3, arg. 2. 385 Surco, 457. 386 Camino, 891. 387 SAN HILARIO DE POITIERS, In Psalmos, 60, 2. 388 SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de perfección [ms. de Valladolid], 26, 4-5. 389 Apuntes de la predicación, 28-IX-1973 (AGP, P01 X-1973, p. 38). 390 Camino, 92. La cita es del Salmo 38(39), 4 (Vg). Sobre la aplicación de este texto a la oración, cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., ad loc. 391 Surco, 464. 392 Apuntes de la predicación, 28-XII-1959 (AGP, P01 VIII-1960, p. 14). Cfr. Es Cristo que pasa, 107. 393 CEC, 1085. 394 Camino, 584. 395 Instrucción, 9-I-1935, 248-249. 396 Via Crucis, IX Estación, punto 4. 397 Apuntes de la predicación, 12-IV-1974 (AGP, P01 V-1974, p. 135). 398 Amigos de Dios, 253. 399 Ibid. Cfr. ibid., 222; Forja, 8. Según José María Casciaro, biblista y profundo conocedor de la enseñanza de san Josemaría, «la clave hermenéutica resumida en la fórmula “como un personaje más”, es sustancialmente original del Beato Josemaría, aunque tenga raíces en la literatura exegética cristiana» (J.M. CASCIARO, La “lectura” de la Biblia en los escritos y en la predicación del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: “Scripta Theologica” 34 (2002) 142). 400 F. VARO, San Josemaría Escrivá, lector de la Sagrada Escritura, en: “Romana” 40 (2005) 187. 401 Cfr., p.ej., Camino, 811. 402 Apuntes de la predicación (AGP, P01, VIII-1982, p. 88). La idea pertenece a la tradición espiritual. P.ej., Georges Chevrot atribuye a Mons. Charles Gay (1815-1892), autor de numerosas obras de espiritualidad, una frase semejante: «hablar a Dios de las almas a las que se habla de Dios» (G. CHEVROT, El pozo de Sicar, Madrid 1975, p. 269). 403 Carta 24-X-1942, 58. 404 Amigos de Dios, 239. 405 CEC, 2713. 406 SANTA TERESA DE JESÚS, Castillo interior, VII, 1, 8. 407 Apuntes de la predicación, 8-X-1972 (AGP, P04 1972, I, p. 48). 408 Cfr. vol. I, pp. 312-334 (capitulo 1º, apartado 3.2). 409 SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 180, a. 2, ad 3. 410 Cfr. CEC, 2713. 411 No hace falta exponer aquí las nociones de “contemplación adquirida” y “contemplación infusa”, ni detenerse en las polémicas teológicas acerca de la pertenencia o no de la segunda al desarrollo ordinario de la vida de oración. Es una cuestión de la que no se ocupa san Josemaría. Para un estudio histórico y teológico de este tema puede verse C. GARCÍA, Teología espiritual contemporánea. Corrientes y perspectivas, Burgos 2002, cap. I y II. 412 Apuntes de la predicación, 30-X-1964 (AGP, P01 VII-1967, p. 7). 413 Amigos de Dios, 307. 414 Camino, 90. Cfr. Amigos de Dios, 145. 415 Amigos de Dios, 244. 416 Forja, 1003. No hemos encontrado literalmente en las obras de santa Teresa las palabras entre comillas. Seguramente la futura edición crítico-histórica de Forja podrá aclararlo. 417 Amigos de Dios, 151. 418 Camino, 99. 419 Apuntes de una meditación, 21-XI-1954 (AGP, P09, p. 18). 420 La división es frecuente a partir del siguiente texto de un autor del s. XII: «Mientras pensaba un día en los ejercicios del hombre espiritual, percibí repentinamente cuatro grados: la lectio, la meditatio, la oratio y la contemplatio (...). La lectio es la aplicación del espíritu a las Sagradas Escrituras. La meditatio es la investigación cuidadosa de una verdad escondida, con la ayuda de la razón. La oratio es la devota aplicación del corazón hacia Dios para alejar el mal y obtener el bien. La contemplatio es la elevación a Dios del alma que es arrebatada a saborear los goces eternos (...). La lectio busca la dulzura de la vida bienaventurada; la meditatio la encuentra; la oratio la pide; y la contemplatio la saborea. Es lo que dice el Señor: “buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7, 7). Buscad leyendo y encontraréis meditando; llamad rogando y entraréis contemplando. La lectio lleva el alimento a la boca, la meditatio lo mastica, la oratio le saca el sabor, y la contemplatio es este sabor mismo, que da gozo y regenera» (GUIDO II EL CARTUJO, Scala claustralium, 1, 3). 421 Amigos de Dios, 243, 249 y 255. Diversas orientaciones prácticas de san Josemaría para aprender a hacer oración pueden verse, p.ej., en E. BURKHART, Christliches Gebetsleben, 2ª ed., Wien 1995, 60 pp. 422 Carta 24-III-1931, 18. Cfr. Amigos de Dios, 152. 423 Cfr. M.-F. BERROUARD – CH. BERNARD – F. DE SAINTE-MARIE, Enfance spirituelle, en: AA.VV. Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 4 (1960) col. 682-714. Según este artículo, la expresión “infancia espiritual” surgió alrededor del siglo XIII, se difundió en el siglo XVII y se hizo popular gracias a las enseñanzas de Santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897), aunque ella misma no la usa para designar su “caminito” de vida espiritual. 424 Es Cristo que pasa, 135. 425 J. ECHEVARRÍA, Memoria del Beato Josemaría, cit., p. 204. 426 Cfr. M.H. GUERRA PRATAS, La vida de infancia en san Josemaría. Una introducción, en: “Scripta Theologica” 42 (2010) 617. 427 P. RODRÍGUEZ – C. ANCHEL – J. SESÉ, Santo Rosario. Edición crítico-histórica, Madrid 2010, p. 90. 428 Carta 8-XII-1949, 41. Sobre la experiencia de 1931, cfr. vol. II, pp. 23 ss. (capítulo 4º, apartado 1). 429 Cfr. P. RODRÍGUEZ – C. ANCHEL – J. SESÉ, Santo Rosario. Edición crítico-histórica, cit., pp. 90-92 y 95-97, donde pueden leerse varias anotaciones de sus Apuntes íntimos en este sentido, especialmente las que corresponden a la novena previa a la fiesta de la Inmaculada Concepción de ese año de 1931, durante la cual redactó la primera versión del libro Santo Rosario. Bastantes de estas anotaciones pasaron después a los capítulos “Infancia espiritual” y “Vida de infancia”, de Camino. 430 Es Cristo que pasa, 65. 431 Hacemos notar que no es necesario llamar “vida de infancia” a este núcleo, en caso de que se prefiera reservar esa expresión a los modos específicos de que hablaremos a continuación. Se le podría designar, entonces, “vida de hijos pequeños de Dios” o con otros términos. 432 En el vol. II, pp. 67-68 (capítulo 4º, apartado 2.1), nos hemos referido a este tema distinguiendo entre “sentido de la filiación divina” y “vida de infancia”. Es lo mismo que ahora queremos decir al discernir entre un “núcleo de la vida de infancia” que sería exigencia del sentido de la filiación divina y, por tanto, válido para todos, y unos “modos de la vida de infancia”, que caracterizan la de san Josemaría y que pueden ser diversos en cada persona. 433 Apuntes de la predicación, 25-VIII-1968 (AGP, P01 XI-1968, p. 27). 434 Es Cristo que pasa, 10. 435 Ibid. Cfr. M.P. RÍO, Piedad, doctrina y unidad de vida a la luz de las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/1, pp. 271-311. 436 Camino, 858. 437 Cfr. C. CARDONA, La clave de Forja, en: M.A. GARRIDO GALLARDO (dir.), La obra literaria de Josemaría Escrivá, Pamplona 2002, pp. 138-150. La enseñanza de que la santidad es la plenitud de la filiación divina (Carta 2-II-1945, 8) ayuda a comprender que el “hacerse como niños” consiste precisamente en crecer como hijos de Dios, ya que “si no os hacéis como niños no entrareis en el reino de los cielos”, es decir, no llegaréis a la plenitud de vuestro ser hijos de Dios. 438 Es Cristo que pasa, 135. 439 Carta, 28-I-1975 (AGP, P01 VII-1975, p. 158). Cfr. J.M. CASCIARO, Fundamentos bíblicos del lema “ocultarme y desaparecer” de San Josemaría Escrivá, en: AA.VV., Signum et Testimonium, Pamplona 2003, pp. 273-295. 440 Apuntes íntimos, 562: citado en A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, p. 415, nota 206. 441 Es Cristo que pasa, 135. 442 Ibid., 10. 443 Amigos de Dios, 143. 444 Apuntes de una meditación, 24-XII-1967 (AGP, P01 I-1968, p. 43). 445 Apuntes de la predicación, 20-XII-1974 (AGP, P01 XII-1974, pp. 29-30). 446 Forja, 347. 447 Camino, 859. 448 En otros momentos habla igualmente de la vida de infancia, que he recomendado siempre a los míos, dejándolos en libertad (Carta 8-XII-1949, 41). 449 P. RODRÍGUEZ – C. ANCHEL – J. SESÉ, Santo Rosario. Edición crítico-histórica, cit., p. 98. En las pp. 98-100 los autores hablan de la libertad que san Josemaría fomentaba en este sentido. 450 Camino, 852. 451 Yo no he conocido en los libros el camino de infancia [de santa Teresa de Lisieux] hasta después de haberme hecho andar Jesús por esa vía (Apuntes íntimos, 560, 13-I-1932: citado en A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, p. 415). 452 Ayer, por primera vez comencé a hojear un libro que he de leer despacio muchas veces: “Caminito de infancia espiritual” por el P. Martín. Con esa lectura, he visto cómo Jesús me ha hecho sentir, hasta con las mismas imágenes, la vía de Santa Teresita (...). Leeré también despacio la “Historia de un alma”. Creo que ya la leí una vez, pero sin darle importancia, sin que, al parecer, dejara poso en mi espíritu (Apuntes íntimos, 562, 14-I-1932: citado en A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, p. 415). 453 Santa Teresita (...) logró de mi Ángel Custodio que me enseñara hoy a hacer oración de infancia (Apuntes íntimos, 307, 2-X-1931: citado en A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, p. 405). 454 Cfr. F. GALLEGO LUPIÁÑEZ, Influencia de Santa Teresa del Niño Jesús en el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: “Carmelus” 47/1 (2000) 91-108; M.H. GUERRA PRATAS, La vida de infancia en san Josemaría. Una introducción, cit., en: “Scripta Theologica” 42 (2010) 626-632. 455 Camino, 860. 456 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., pp. 953-954. 457 Para la espiritualidad de santa Teresita remitimos al estudio de F.-M. LÉTHEL, L’amore di Gesù: la cristologia di santa Teresa di Gesù Bambino, Città del Vaticano 1999, 331 pp. Sobre el “amor filial y el amor esponsal”, cfr. vol. II, pp. 495-506. 458 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., p. 945. 459 C. FABRO, El temple de un Padre de la Iglesia, Madrid 2002, p. 77. 460 CEC, 2703. 461 Ibid. 462 Ibid., 2701. 463 Camino, 84. 464 CEC, 2766. 465 Santo Rosario, Prólogo. Sobre el origen de este texto, cfr. P. RODRÍGUEZ – C. ANCHEL – J. SESÉ, Santo Rosario. Edición crítico-histórica, cit., p. 123. 466 Camino, 85. 467 Santo Rosario, Prólogo. 468 Camino, 553. 469 Ibid., 551. Cfr. Amigos de Dios, 150. 470 Forja, 432. 471 CEC, 2729. 472 Camino, 890. 473 Apuntes de la predicación (AGP, P10, 330). 474 Camino, 92. «Incluso la más interior de las oraciones no podría prescindir de la oración vocal» (CEC, 2704). 475 Apuntes de la predicación, 16-X-1972 (AGP, P01 IX-1973, p. 9). 476 Apuntes de la predicación, IX-1973 (AGP, P01 X-1973, pp. 30-31). 477 CEC, 2704. 478 Amigos de Dios, 296. 479 Carta 24-III-1930, 17. 480 Es Cristo que pasa, 9. Cfr. ibid., 78. 481 Cfr. capítulo 8º, apartado 3.3 (pp. 335-351). 482 Carta 17-VI-1973, 5. Lo mismo puede decirse de otros gestos: una inclinación de cabeza ante el crucifijo de un altar, un saludo a una imagen de la Virgen, etc. 483 Cfr. supra, apartado 1.1. 484 Camino, 804. 485 Cfr. Surco, 497; Forja, 439; Amigos de Dios, 242. Cfr. también, más en general, Camino, 82, 800; Surco, 455; Forja, 571, 664, 911, 957; Es Cristo que pasa, 120. 486 Amigos de Dios, 238. 487 Forja, 919. 488 Ibid., 407. 489 Amigos de Dios, 239. Cfr. Camino, 961. 490 Forja, 72. 491 L. POLO, El concepto de vida en Mons. Escrivá de Balaguer, en: AA.VV., La personalidad del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Pamplona 1994, p. 191. 492 Carta 14-II-1974, 22. Estas palabras se refieren expresamente a la corrección fraterna, que es un medio de formación cristiana; parece claro que se pueden aplicar a cualquier otro cauce. Las dos formas de acción del Paráclito aparecen también con claridad en el capítulo “Dirección”, de Camino, donde se habla primero de sus inspiraciones interiores y, después, de su actuación a través de la dirección espiritual, cauce privilegiado para la formación, como veremos: cfr. Camino, 57-58 (acción del Espíritu Santo); 59-60, 62 (dirección espiritual). 493 Carta 28-III-1955, 30. Dirige estas palabras a los miembros del Opus Dei pero, como en tantas otras ocasiones, tienen una aplicación general. Cfr. Forja, 846. 494 Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, pp. 199 ss. 495 A. DE FUENMAYOR – V. GÓMEZ-IGLESIAS – J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Pamplona 1989, p. 45. 496 Apuntes de una meditación, 21-XI-1954 (AGP, P09, p. 21). 497 Carta 8-XII-1949, 91. 498 Conversaciones, 63. 499 Carta 6-V-1945, 39. 500 A. LLANO CIFUENTES, La libertad radical, en: AA.VV., Josemaría Escrivá de Balaguer y la universidad, Pamplona 1993, p. 261. En esta línea, aunque en un horizonte conceptualmente diverso, el pedagogo V. GARCÍA-HOZ entiende, comentando las enseñanzas de san Josemaría, que «la educación (...) es el proceso de ayuda a un sujeto para que llegue a ser verdaderamente libre» (Tras las huellas del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Ideas para la educación, Madrid 1997, p. 79). 501 Baste pensar en el capítulo 1º de Camino, con el título “Carácter”; en la homilía Virtudes humanas (cfr. Amigos de Dios, 123-140); en su insistencia en estas virtudes a lo largo de Surco; en su visión de la formación universitaria, que transmite en la entrevista “La Universidad al servicio de la sociedad” (Conversaciones, 73-86) y en los discursos recogidos en el libro Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, Pamplona 1993, 276 pp. Véase sobre este tema la interesante conferencia de M.A. VITORIA, Educación y espiritualidad. Algunas ideas de san Josemaría sobre la educación, Rennes 2012 (en imprenta: Actas del Coloquio sobre Education et éducateurs chrétiens, en el “Institut Catholique de Rennes”, bajo la dirección de Hervé Pasqua, 13-X-2011). 502 Discurso en la investidura de Doctores Honoris Causa en la Universidad de Navarra, 25-X-1960, en Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, cit., p. 70. 503 Cfr. vol. II, pp. 246-268 (capítulo 5º, apartado 3.1). 504 Surco, 428. Á. DEL PORTILLO comenta que este texto «ilumina los contenidos y el tono de la formación que, con su vida y su magisterio, transmitía a quienes, para formarse, se acercaban a él o a los centros del Opus Dei difundidos en todo el mundo» (Rendere amabile la verità, Roma 1995, p. 432). Cfr. J. NUBIOLA, La tarea del filósofo, en: AA.VV., El cristiano en el mundo. En el centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá (1902-2002), Pamplona 2003, p. 464. 505 Surco, 566. 506 Cfr. ibid., 365. 507 Cfr. vol. II, pp. 413 ss. (capítulo 6º, apartado 4.1). Cuando esta formación humana se dirige a personas que no están bautizadas, no se trata propiamente de un medio de santificación, pero les prepara a recibir el don de la fe. 508 Carta 6-V-1945, 25. 509 Carta 9-I-1959, 33. 510 Cfr. capítulo 8º, apartado 2.2.1 (pp. 285-288). 511 Carta 24-X-1965, 34. 512 Es Cristo que pasa, 10. Para un estudio de la expresión “piedad de niños y doctrina de teólogos”, cfr. M.P. RÍO, Piedad, doctrina y unidad de vida a la luz de las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, en: AA.VV., La grandeza de la vida corriente, cit., vol. V/1, pp. 281-292. 513 Á. DEL PORTILLO, Riflessioni a conclusione del Convegno Teologico di studio sugli insegnamenti del Beato Josemaría Escrivá (Roma 12 a 14-X-1993), en ID., Rendere amabile la verità, Roma 1995, p. 433. 514 Ibid., p. 374. 515 Surco, 192; Conversaciones, 62 y 66. 516 Sobre el “apostolado de amistad y confidencia”, cfr. vol. II, pp. 321-324 (capítulo 6º, apartado 1.2.2.b). Sobre el ideal de “poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas”, cfr. vol. I, pp. 411 ss. (capítulo 2º, apartado 3). 517 Forja, 949. 518 Camino, 792. 519 Carta 6-V-1945, 13. 520 Ibid., 15. 521 Cfr. capítulo 7º, pp. 161-163; 180-188. La formación para la santificación del trabajo es parte esencial de la labor específica de la Prelatura del Opus Dei que busca «sanctificationem in labore et per laborem professionalem in quolibet sociali coetu promovere» (BEATO JUAN PABLO II, Const. Apost. Ut sit, 28-XI-1982, proemio). 522 Carta 14-II-1974, 22. Hemos citado arriba este texto más ampliamente. 523 Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 10, 18 y 27; Decr. Presbyterorum Ordinis, 2 y 6. De la tarea de los Pastores se ocupa la Teología Pastoral (que también trata otras cuestiones sobre la misión apostólica de todos los miembros de la Iglesia). Se trata de una parte de la Teología próxima a la Espiritual, pero distinta de ella: cfr. Á. GRANADOS, Identidad y método de la Teología Pastoral, Valencia 2010, 249 pp. San Josemaría insiste a los sacerdotes seculares en la obediencia, la unidad y la comunión pastoral que el Presbítero ha de vivir delicadamente con su propio Ordinario (Conversaciones, 8). 524 Surco, 927. 525 Conversaciones, 9. 526 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 27. 527 Cfr. Conversaciones, 93 (El consejo de otro cristiano y especialmente –en cuestiones morales o de fe– el consejo del sacerdote...: texto completo citado más abajo). 528 También el Catecismo de la Iglesia Católica emplea esta expresión tradicional: cfr. 1435, 2690, 2695. Es frecuente asimismo en el magisterio de Benedicto XVI.: cfr., p.ej., Discurso, 30-VI-2010. 529 Para una síntesis de la naturaleza e historia de la dirección espiritual, cfr. J. STRUs´, Direzione spirituale, en E. ANCILLI (dir.), Dizionario enciclopedico di spiritualità, cit., vol. 1, pp. 793-806. Cfr. también, L.M. MENDIZÁBAL, Dirección espiritual. Teoría y práctica, Madrid 20004, 368 pp. (con amplia bibliografía hasta el 2000); M. RUIZ JURADO, El discernimiento espiritual, Madrid 2002, 329 pp. 530 Conversaciones, 93. Estas palabras se aplican a toda tarea de dirección espiritual, no sólo a los medios de dirección personal (de una sola persona) sino también a los de dirección colectiva (de varias personas a la vez). Después comentaremos estos dos cauces en concreto; ahora nos referimos a la dirección espiritual en general. 531 R. CORAZÓN, La virtud de la sinceridad en la espiritualidad de San Josemaría Escrivá, en: AA.VV., Tres estudios sobre el pensamiento de San Josemaría Escrivá, Cuadernos de Anuario Filosófico 158, Pamplona 2003, p. 72. 532 Ibid. 533 Conversaciones, 93. 534 SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentiles, IV, c. 22. 535 Carta 8-VIII-1956, 38. Sobre la dimensión educativa de la libertad en san Josemaría, cfr. J.J. SANGUINETI, La libertad en el centro del mensaje del Beato Josemaría Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. III, pp. 85-89. 536 Cfr. vol. I, pp. 155-169 (Parte preliminar, apartado II.2.e). 537 Conversaciones, 113. 538 Apuntes de la predicación, 29-III-1956 (AGP, P01 1958, p. 19). Cfr. Surco, 84; Amigos de Dios, 187. 539 Un reciente documento de la Congregación para el Clero lo afirma con las siguientes palabras, citando a san Josemaría: «El director espiritual debe ayudar en la relación personal con Dios (concretizar la participación en la eucaristía y la oración, el examen de conciencia, la unidad de vida), a formar la conciencia, ayudar a santificar la familia, el trabajo, las relaciones sociales, la actuación en la vida pública. “Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración. No salimos nunca de lo mismo: todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con El, de la mañana a la noche. Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enrecia en una unidad de vida sencilla y fuerte” (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 10)» (CONGR. PARA EL CLERO, El sacerdote ministro de la misericordia divina. Subsidio para confesores y directores espirituales, 9-III-2011, 122). 540 Conversaciones, 19. Estas palabras se refieren concretamente a la dirección espiritual de los miembros del Opus Dei, pero evidentemente la enseñanza es general. 541 Apuntes de la predicación, 11-X-1970 (AGP, P01 XII-1970, pp. 25 s.). 542 Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, nota 29. Las “Normas de nuestra vida espiritual” son las prácticas de piedad que forman parte del plan de vida espiritual de los fieles del Opus Dei (cfr. infra, apartado 5.2). 543 Carta 9-I-1932, 48. 544 Conversaciones, 90. 545 Carta 6-V-1945, 34. 546 Conversaciones, 69. 547 Apuntes de la predicación, 1-I-1959 (AGP, P01, XI-1961, p. 70). 548 Conversaciones, 93. 549 Cfr., por ejemplo, L.M. MENDIZÁBAL, Dirección espiritual. Teoría y práctica, cit., p. 3. 550 Apuntes de la predicación, 18-X-1960 (P01 II-1973, p. 14). 551 Á. DEL PORTILLO, nota 136 a la Instrucción, 8-XII-1941, 102. 552 Cfr. pp. 150 s., de la edición publicada en 1944. 553 Camino, 61. 554 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., ad loc., p. 275. 555 Conversaciones, 69. 556 Surco, 192. Cfr. Conversaciones, 62. Hemos hablado del “apostolado de amistad y confidencia” sobre todo en el vol. II, pp. 321-324 (capítulo 6º, apartado 1.2.2.b. 557 Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, 65. 558 Este gobierno se llama “pastoral” porque es el gobierno del Buen Pastor (cfr. Jn 10, 11-29): un gobierno en orden a la santidad y, por tanto, un servicio (ayudar a ser santos) que comporta, por parte de quien lo ejerce, el deber de ir por delante con el ejemplo. 559 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 27. 560 Carta 8-VIII-1956, 38. 561 Carta 10-VI-1971, 3. 562 Carta 8-VIII-1956, 38. 563 L.M. MENDIZÁBAL, Dirección espiritual. Teoría y práctica, cit., p. 57. 564 «Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos participan en su oficio real y son llamados por Él para servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. Viven la realeza cristiana, antes que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos el reino del pecado (cfr. Rm 6, 12); y después en la propia entrega para servir, en la justicia y en la caridad, al mismo Jesús presente en todos sus hermanos, especialmente en los más pequeños (cfr. Mt 25, 40). Pero los fieles laicos están llamados de modo particular para dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario. Cuando mediante una actividad sostenida por la vida de la gracia, ordenan lo creado al verdadero bien del hombre, participan en el ejercicio de aquel poder, con el que Jesucristo Resucitado atrae a sí todas las cosas y las somete, junto consigo mismo, al Padre, de manera que Dios sea todo en todos (cfr. Jn 12, 32; 1Co 15, 28)» (BEATO JUAN PABLO II, Ex. ap. Christifideles laici, 30-XII-1988, 14). Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 36; Decr. Apostolicam actuositatem, 2 y 10. 565 Véase el texto de Conversaciones, 93 citado más arriba. 566 Apuntes de la predicación, 18-X-1965 (AGP, P01 XII-1966, p. 12). 567 Es Cristo que pasa, 34. 568 Camino, 59. 569 Ibid., 60. Cfr. ibid., 62. 570 P.J. CORDES, El discernimiento espiritual en la vida del cristiano, en: AA.VV., El cristiano en el mundo. En el centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá, Pamplona 2003, p. 267. 571 Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, cit., vol. I, pp. 468-471. 572 Conversaciones, 16. 573 También se puede hablar de dirección espiritual cuando el que la recibe está simplemente abierto a seguir los consejos de otra persona en materia de vida espiritual, aunque no se haya planteado expresamente recibir dirección. Esto es frecuente en el “apostolado personal de amistad y de confidencia”. 574 Cfr. Camino, 64 y 973. Otras veces la designa con nombres diversos, como charla o conversación fraterna. 575 Sobre la práctica de la dirección espiritual, cfr. F. FERNÁNDEZ CARVAJAL, Para llegar a puerto, Madrid 2011, 296 pp. El autor se inspira en las enseñanzas de san Josemaría y transmite una gran experiencia. 576 Carta 8-VIII-1956, 37. San Josemaría dirige estas palabras a los sacerdotes del Opus Dei, pero parece claro que pueden aplicarse a todos los que han de orientar almas. 577 Ibid. 578 Ibid., 38. La cita del clásico castellano es de PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA, El alcalde de Zalamea (1640), Jornada I («Al rey, la hacienda y la vida se ha de dar, / pero el honor es patrimonio del alma, / y el alma sólo es de Dios»). 579 Forja, 399. 580 Ibid., 559. 581 Carta 8-VIII-1956, 38. Cfr. Lc 15, 4-5. 582 Instrucción, 31-V-1936, nota 130. 583 Ibid. 584 Carta 6-V-1945, 39. 585 C. NAVAL, La confianza: exigencia de la libertad personal, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. III, p. 230. 586 Carta 29-IX-1957, 55. 587 Amigos de Dios, 159. 588 Cfr. SAN JUAN DE LA CRUZ, Llama de amor viva, 3, 3. 589 Surco, 951. 590 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 57, a. 4, ad 3. 591 Carta 8-XII-1949, 66. 592 Forja, 628. 593 Amigos de Dios, 78. 594 Es Cristo que pasa, 75. 595 Cfr. Apuntes de una meditación, 25-XII-1973 (AGP, P09, p. 208). Cfr. 2Co 4, 7; 2Tm 2, 20. 596 Carta 29-IX-1957, 25. 597 Forja, 312. Cfr. Mt 7, 14. San Josemaría repite frecuentemente esta idea, con las mismas palabras u otras semejantes. 598 Carta 28-III-1955, 25. 599 Carta 29-IX-1957, 34. 600 Instrucción, 8-XII-1941, 23. 601 SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 40, a. 5, ad 1. 602 Instrucción, 31-V-1936, 20. Como se puede ver, los textos de san Josemaría que venimos citando se encuentran en diversas obras. La fuente principal de su enseñanza en este tema no es Camino. Estudiar el discernimiento espiritual sólo en esta obra no puede dar un resultado satisfactorio, más aún si se hace una lectura selectiva, con prejuicios, y desde una óptica que impide comprender el mensaje de san Josemaría, como sucede en el artículo de J.M. CASTILLO, La ”Imitación de Cristo” y “Camino”: del discernimiento privatizado a la anulación del discernimiento, en: “Concilium”, 14 (1978) 539-551. No obstante, el autor reconoce que ambos libros «han ejercido un influjo importante en el pueblo cristiano. Desde este punto de vista pueden considerarse como dos obras “típicas” y, por consiguiente, como dos paradigmas de espiritualidad» (p. 539). 603 Instrucción, 31-V-1936, nota 77. 604 Nos referimos obviamente a la dirección espiritual fuera del Sacramento de la Penitencia. Dentro del sacramento se trataría de la obligación del sigilo sacramental, sujeto a particulares normas (cfr. CIC, can., 983 y 1388). 605 Para la doctrina clásica sobre el tema, cfr., p.ej., D.M. PRÜMMER, Manuale Theologiae Moralis, Barcelona 1945, vol. II, 175. 606 Apuntes de la predicación, 11-X-1970 (AGP, P01 XII-1970, p. 25). 607 Carta 2-II-1945, 19. 608 Forja, 468. 609 C. NAVAL, La confianza: exigencia de la libertad personal, cit., p. 237. Cfr. vol. II, pp. 176-186 y 218-220 (capítulo 5º, apartados 1.2.1 y 1.4.2). 610 Ibid. 611 Carta 29-IX-1957, 54. 612 Carta 24-III-1931, 38. Cfr. también capítulo 8º, apartado 3.2.1, p. 324. 613 Forja, 127. 614 Ibid. Cfr. Amigos de Dios, 188-189. 615 Carta 24-III-1931, 41. 616 Ibid. 617 Ibid., 34. 618 Del vínculo entre sinceridad, humildad y caridad hemos hablado en el vol. II, pp. 405-411 (capítulo 6º, apartado 3.3). 619 Sobre la relación de la docilidad con la sinceridad y la humildad, cfr. ibid. 620 Es Cristo que pasa, 130. 621 Forja, 599. Véase lo que hemos dicho más arriba, en el apartado 4.2.2.b, sobre la posibilidad de equivocación en quien imparte la dirección espiritual y la actitud de quien la recibe. 622 Ibid., 1015. 623 Camino, 755. 624 Forja, 85. 625 Cfr. Camino, 76-78, 307, 309. 626 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., comentario al punto 76. 627 Conversaciones, 111. 628 Forja, 737. 629 Amigos de Dios, 149. Son frecuentes las referencias al “plan de vida” en san Josemaría: cfr., p.ej., Camino, 76-78, 307, 899; Surco, 149, 381, 412, 512, 739; etc. 630 Cfr. E. CAMINO, El “plan de vida” en las enseñanzas del Beato Josemaría, en: AA.VV., El cristiano en el mundo, cit., p. 531. 631 Es Cristo que pasa, 75. Cfr. capítulo 8º, apartado 6.1.3, pp. 425-426. 632 P.ej. el ofrecimiento de obras al inicio de la jornada (cfr. Amigos de Dios, 296.); el rezo del Angelus (cfr. ibid., 290.); la lectura de la Sagrada Escritura (Forja, 754); la lectura de un libro espiritual (cfr. Camino, 116-117); el examen de conciencia (cfr. Camino, 235; Surco, 142; Forja, 109); los días de retiro espiritual (cfr. Camino, 245; Surco, 177); etc. 633 Concretamente, el “plan de vida espiritual” para los fieles del Opus Dei puede verse en el Codex iuris particularis Operis Dei, Título III, especialmente los 81-82 (cfr. A. DE FUENMAYOR – V. GÓMEZ-IGLESIAS – J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei, cit., Apéndice 73, p. 639 s.) 634 Á. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid 1993, pp. 51-58. 635 Camino, 551. 636 Ibid., 272. 637 Cfr. ibid., 268. 638 Cfr., p.ej., ibid., 265. 639 Carta 9-I-1932, 15. 640 Es Cristo que pasa, 119. 641 Codex iuris particularis Operis Dei, cit., 82. 642 Carta 29-IX-1957, 69. Cfr. Forja, 737. 643 Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, nota 70. 644 Amigos de Dios, 152. 645 Forja, 81. Sobre los “palos pintados de rojo”, cfr. también Amigos de Dios, 151. 646 Amigos de Dios, 18. El trato con Dios en las normas de piedad –se ha escrito comentando las enseñanzas de san Josemaría– «no es simple medio para realizar mejor las actividades prácticas, sino que la vida interior es en sí el acto propiamente feliz del cual se nutre toda otra felicidad realizada en las operaciones prácticas» (B. OLIVARES BOGESKOV, Primacía de la contemplación y santificación del trabajo en santo Tomás de Aquino. Un estudio comparativo con la doctrina de san Josemaría, cit., p. 152 s.). 647 Camino, 77. 648 Á. DEL PORTILLO, Carta, IX-1975 (AGP, P17, vol. I, p. 25). 649 E. CAMINO, El “plan de vida” en las enseñanzas del Beato Josemaría, cit., p. 531. 650 Cfr. capítulo 8º, apartado 5.2, pp. 413-415. 651 Amigos de Dios, 18. 652 Ibid., 149. 653 Apuntes de la predicación, 10-X-1956 (AGP, P02 X-1957, p. 7). Literalmente también en AGP, P02 X-1963, p. 38; P01 I-1965, p. 9; P02 III-1967, p. 6). 654 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 1, a. 1, ad 1; q. 18, a. 8, ad 1. 655 Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, nota 9. 656 Ibid. 657 Apuntes de la predicación, 1-I-1975 (AGP, P01 I-1975, p. 68). 658 Ibid. 659 Carta 15-X-1948, 21. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría EPÍLOGO Notas 1 Surco, 443. 2 Cfr. p.ej., Camino, 2, 353, 579; Surco, 308, 549; Forja, 694, 738-739; Es Cristo que pasa, 10, 11, 126; Amigos de Dios, 165; Conversaciones, 114. 3 Como sucede con el resto de su mensaje, san Josemaría ha enseñado la “unidad de vida” también con su ejemplo (cfr. CONGR. PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS, Decreto sobre el ejercicio de las virtudes heroicas del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, 9-IV-1990: AAS 82 (1990) 1451). 4 Camino, 940. El punto se refiere específicamente a la unidad con los demás. Sin embargo, la afirmación tiene validez general. 5 «Además de la unidad entitativa del viviente, la vida posee siempre también cierta unidad dinámica, operativa, derivada de la conexión entre los principios inmediatos de operaciones y, sobre todo, de la finalidad última a la que se dirige ese operar, que necesariamente es única» (I. DE CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, en: “Scripta Theologica” 13 (1984) 304). 6 Recordemos que la división en estas tres partes, sin que sea la única posible para exponer la enseñanza de san Josemaría, tiene su fundamento en los elementos de esa enseñanza que hacen referencia a una estructura de la vida cristiana: el llamar “cimiento” al sentido de la filiación divina, “eje” a la santificación del trabajo profesional, y “fin” a la contemplación en la vida cotidiana poniendo a Cristo en la cumbre de las actividades humanas y haciendo de la Misa el “centro y la raíz” de la vida interior (cfr. vol. I, pp. 25-26 de la Introducción general). 7 Leonardo Polo ha hecho notar, en este sentido, que la unidad de vida admite mayor o menor intensidad: «La concentración de la vida en sus aspectos integrantes es su misma intensidad unitaria. La intensidad viene a ser de este modo un trascender interno que supera la dispersión (...) no tan sólo como unum in multis, porque tales muchos son previamente el contenido uno que revierte en ellos confirmándolos, reuniéndolos y trascendiéndolos a la vez» (L. POLO, El concepto de vida en Mons. Escrivá de Balaguer, en: AA.VV., La personalidad del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Pamplona 1994, p. 194). 8 M. BELDA, El Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, pionero de la unidad de vida cristiana, en: AA.VV., El cristiano en el mundo, Pamplona 2003, pp. 467-482. Antes que Josemaría Escrivá de Balaguer, J. CARDIJN había usado expresiones muy similares y prácticamente equivalentes a la de “unidad de vida”. Concretamente, en el contexto de su apostolado social en las décadas de 1920 y 1930, habla de la necesidad de “poner unidad en la vida de los trabajadores” de modo que sean cristianos en todo lugar, tanto en la fábrica o en el hogar como en la iglesia: «Remettons de l’unité dans la vie des travailleurs. (...) Ne permettons pas de cloisons étanches dans leur vie d’ouvrier: leur destinée éternelle doit rester en contact avec leurs intérêts temporels; ils doivent être chrétiens partout, à l’atelier, á l’usine, à la rue, à la maison, aussi bien à l’église» (Manuel de la J.O.C., Bruxelles 1930, pp. 68-69). 9 Según R. LANZETTI, «los lugares fundamentales al respecto (...) parecen ser los siguientes: JUAN XXIII, Litt. enc. Pacem in terris, 11-IV-1963, CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 43; PABLO VI, Ex. ap. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, 20. La unidad de vida ha sido también solicitada para los presbíteros (cfr. Decr. Presbyterorum Ordinis, 14) y los religiosos (cfr. Decr. Perfectae caritatis, 18)» (L’unità di vita e la missione dei fedeli laici nell’Esortazione Apostolica “Christifideles laici”, en: “Romana” 9 (1989) 301). A los textos del Concilio que menciona Raúl Lanzetti quizá se pueden añadir Lumen gentium, 35; Gaudium et spes, 37; Apostolicam actuositatem, 4 y Ad gentes, 21. Nos limitamos a citar un solo pasaje: «Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno. Pero no es menos grave el error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse totalmente a las actividades terrenas, como si éstas fueran ajenas del todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época» (Gaudium et spes, 43). 10 Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Ex. ap. Christifideles laici, 30-XII-1988, 17 y 59. 11 R. LANZETTI, L’unità di vita e la missione dei fedeli laici nell’Esortazione Apostolica “Christifideles laici”, cit., p. 300. 12 P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, Madrid 2004³, p. 512 (introducción al capítulo 15). Cfr. ibid., p. 579 (comentario al punto 411). 13 M.P. RÍO, Piedad, doctrina y unidad de vida a la luz de las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana (Actas del congreso en el centenario del nacimiento de Josemaría Escrivá de Balaguer), Roma 2002-2004, vol. V/1, p. 273. 14 J. MORALES MARÍN, Introducción a: AA.VV., Estudios sobre Camino, Madrid 1988, p. 21. 15 Cfr. A. ARANDA, La lógica de la unidad de vida. Identidad cristiana en una sociedad pluralista, Pamplona 2000, 224 pp. 16 Cfr. J.L. ILLANES, Tratado de Teología espiritual, Madrid 2007, pp. 544-555. 17 Cfr., en particular, I. DE CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, cit., pp. 655-674; D. LE TOURNEAU, Las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá sobre la unidad de vida, en: “Scripta Theologica” 31 (1999) 633-676. 18 Acaba de publicarse de nuevo en J.L. ILLANES – A. MÉNDIZ, Edición crítico-histórica de “Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer”, Madrid 2012, pp. 473-508. 19 Cfr. P. RODRÍGUEZ, Vivir santamente la vida ordinaria. Consideraciones sobre la homilía pronunciada por el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer en el campus de la Universidad de Navarra, 8-X-1967, en: “Scripta Theologica” 24 (1992) 406. 20 Conversaciones, 114-116. 21 D. LE TOURNEAU, Las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá sobre la unidad de vida, cit., p. 641. 22 Amigos de Dios, 68. 23 «El amor de Dios es unitivo, en cuanto que arrastra al afecto del hombre desde la multitud a la unidad (...). En cambio el amor propio disgrega el afecto del hombre en cuanto que, amándose, quiere para su bien cosas temporales que son múltiples y diversas» (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 73, a. 1, ad 3). 24 I. DE CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, cit., p. 657. 25 «Es imposible que un mismo hombre pueda tener varios fines últimos, no subordinados entre sí» (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I-II, q. 1, a. 5, c; cfr. ibid., a. 6, c y ad 3). 26 Camino, 300. Cfr. Amigos de Dios, 118 y 165. 27 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 10. 28 A. LLANO CIFUENTES, Universidad y unidad de vida según san Josemaría Escrivá, en: “Romana” 41 (2000) 115. 29 Conversaciones, 114. 30 Es Cristo que pasa, 126. 31 Ibid. 32 Apuntes de una meditación (AGP, P01 VII-1972, p. 8). 33 A. ARANDA, La lógica de la unidad de vida. Identidad cristiana en una sociedad pluralista, cit., p. 122. 34 Carta 19-III-1967, 143. 35 Sobre la importancia que san Josemaría reconoce a la armónica fusión entre piedad y formación doctrinal para la unidad de vida, cfr. M.P. RÍO, Piedad, doctrina y unidad de vida a la luz de las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, cit., pp. 271-311. 36 Carta 6-V-1945, 15. Cfr. A. LLANO CIFUENTES, Universidad y unidad de vida según san Josemaría Escrivá, cit., pp. 112-124. 37 M.P. RÍO, Piedad, doctrina y unidad de vida a la luz de las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, cit., p. 282. 38 Es Cristo que pasa, 10. 39 Ibid., 87. 40 Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-V-2003, cap. VI; F. OCÁRIZ, María y la Eucaristía, en: “Scripta de Maria”, serie II, 1 (2004) 33-44. Puede verse también lo que hemos dicho en el capítulo 3º, apartado 4 (vol. I, pp. 568-578). 41 Cfr. A. BLANCO, Madre de Dios y Madre de los hombres. Estudio de la devoción mariana de San Josemaría y de su relación con la unidad de vida, en: “Romana” 37 (2003) 102-130. 42 Sobre este tema, cfr. la importante obra de K. WOJTYLA, Persona y acción, Madrid 1982, 350 pp. 43 A. ARANDA, La lógica de la unidad de vida. Identidad cristiana en una sociedad pluralista, cit., p. 123. 44 A.M. GONZÁLEZ, El trabajo filosófico a la luz del Beato Josemaría, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. IV, p. 170. 45 E. JULIÁ, El santo de lo ordinario. Impresiones de la vida cotidiana junto a san Josemaría Escrivá, Alicante 2010, p. 43. 46 Cfr. vol. II, pp. 11-12 (Introducción a la Parte II). 47 Forja, 468. 48 Carta 2-II-1945, 1 (resaltado en el original). Cfr. capítulo 4º, apartado 3.1.2 (vol. II, pp. 113-120) y capítulo 7º, apartado 1.5.1 (vol III, pp. 107-114). 49 J. MIRAS, La secolarità dei fedeli laici, manifestazione vitale della speranza cristiana. Riflessioni sulla base degli insegnamenti di San Josemaría, en: “Romana” 41 (2005), p. 369 s. 50 Ibid., p. 371. 51 Conversaciones, 114. 52 San Josemaría se refiere a estos textos en Es Cristo que pasa, 5 y Amigos de Dios, 181. Recuérdese que cuando san Pablo habla aquí de “cuerpo” se refiere en general a la inclinación interior al mal, consecuencia del pecado, que se manifiesta en las tendencias sensibles (cfr. capítulo 8º, apartado 3.2, p. 320). 53 A.M. GONZÁLEZ, El trabajo filosófico a la luz del Beato Josemaría, cit., p. 170. 54 Cfr. vol. II, pp. 220 ss. (capítulo 5º, apartado 2). 55 I. DE CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, cit., p. 660. 56 Ibid. 57 A. LLANO CIFUENTES, Universidad y unidad de vida según san Josemaría Escrivá, cit., p. 115. 58 Carta 6-V-1945, 25. 59 Amigos de Dios, 26. 60 Cfr. vol. II, pp. 419-422 (capítulo 6º, apartado 4.1.2). 61 Conversaciones, 62. 62 Conversaciones, 60. Sobre el concepto de “vocación humana”, cfr. capítulo 7º, apartado 2.3.1, pp. 177-180. 63 J. MIRAS, La secolarità dei fedeli laici, manifestazione vitale della speranza cristiana, cit., p. 369. 64 A. LLANO CIFUENTES, Universidad y unidad de vida según san Josemaría Escrivá, cit., p. 116. 65 Carta 6-V-1945, 40. 66 Amigos de Dios, 76. 67 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 37. 68 Citado íntegramente en el vol. II, p. 236 (capítulo 5º, apartado 2.2.1). 69 I. DE CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, cit., p. 660. 70 Cfr. Camino, 290. 71 J. M. YANGÜAS, Unità di vita e opzione fondamentale, en: “Annales Theologici” 9 (1995) 459. 72 Á. DEL PORTILLO, Una vida para Dios. Reflexiones en torno a la figura de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid 1992, p. 230. Hemos puesto en cursiva las palabras “concesión voluntaria”, que aquí son claves. 73 I. DE CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, cit., p. 660. 74 Es Cristo que pasa, 142. 75 Amigos de Dios, 149. 76 Ibid. 77 J. ECHEVARRÍA, Maestro, Sacerdote, Padre. Perfil humano y sobrenatural del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. I, p. 76. 78 CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 43. 79 Elegimos, como ejemplo, las palabras de un autor que emplea la expresión “unidad de vida” en el sentido que tiene en san Josemaría: «La fractura de la unidad de vida del bautizado, que se caracteriza por la contraposición práctica entre su pertenencia genérica a la comunidad de los creyentes y una actitud existencial de increyente, pone de manifiesto la ruptura interna que existe en una conciencia en la que se llega a admitir la validez de una “doble verdad” y, en consecuencia, la existencia de una “doble moral”. Es fácil de advertir en esa actitud la manifestación de una falta de compromiso con la verdad, sólo conocida externamente (en la enseñanza doctrinal de la Iglesia) pero no amada» (A. ARANDA, La lógica de la unidad de vida. Identidad cristiana en una sociedad pluralista, cit., p. 127). Estas palabras se refieren también, en parte, a la manifestación externa de la unidad de vida, tema que trataremos en el apartado sucesivo (2.2). 80 Conversaciones, 114. 81 Ibid. «El Magisterio de la Iglesia ha hecho suya esta enseñanza al declarar que, en la existencia de los fieles laicos, “no puede haber dos vidas paralelas: por un lado, la vida que se llama ‘espiritual’, con sus valores y exigencias; y por otro lado, la vida llamada ‘secular’, o sea, la vida de familia, de trabajo, de relaciones sociales, de compromiso político, de actividades culturales” (Christifideles laici, 59)» (D. LE TOURNEAU, Las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá sobre la unidad de vida, cit., p. 662 s.). 82 Conversaciones, 114. 83 I. DE CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, cit., p. 662. La cita interna es de Amigos de Dios, 165. 84 Conversaciones, 116. 85 Ibid., 113. 86 Ibid. 87 J. M. YANGÜAS, Unità di vita e opzione fondamentale, cit., p. 452. 88 Es Cristo que pasa, 98. 89 Conversaciones, 102. 90 Ibid. 91 Carta 9-I-1959, 31. 92 J. M. YANGÜAS, Unità di vita e opzione fondamentale, cit., p. 454. 93 M.P. RÍO, Piedad, doctrina y unidad de vida a la luz de las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, cit., p. 289. La autora remite a Es Cristo que pasa, 135 y cita a continuación Amigos de Dios, 146: La piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos. 94 Es Cristo que pasa, 98. 95 Carta 11-III-1940, 14. 96 Apuntes de la predicación, 2-XI-1964 (AGP, P01 IX-1967, p. 11). 97 L. POLO, El concepto de vida en Mons. Escrivá de Balaguer, cit., p. 170. El autor observa que «entendida como síntesis, la unidad de vida no es dialéctica. Los dialécticos confunden unidad con totalidad» (ibid., nota 10). 98 Ibid. 99 Apuntes de una meditación, 27-III-1975 (AGP, P09, p. 230). 100 Á. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei. Realizada por Cesare Cavalleri, Madrid 1993, p. 45. Expresivamente comenta PILAR URBANO el engarce entre trabajo y contemplación en san Josemaría, muy metido siempre en Dios y, a la vez, pisando tierra: «no es un contemplativo abstraído y, mucho menos, un santo distraído» (El hombre de Villa Tevere, Barcelona 1995, p. 231). 101 Instrucción, 19-III-1934, 33. 102 J. MIRAS, La secolarità dei fedeli laici, manifestazione vitale della speranza cristiana, cit., p. 369. 103 Conversaciones, 110. 104 Es Cristo que pasa, 9. 105 Conversaciones, 90. 106 Carta 24-III-1930, 8. 107 Es Cristo que pasa, 184. 108 Instrucción, 8-XII-1941, 13. 109 Camino, 842. Cfr. Mt 5, 16; Mc 4, 21; 2Co 2, 15. Cfr. también Es Cristo que pasa, 105. 110 Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 90-94; CEC, 2573 y 2506. 111 Cfr. Martirio de Policarpo, c. 4. 112 Surco, n. 302. 113 E. REINHARDT, La legittima autonomia delle realtà temporali, en: “Romana” 15 (1992) 333 s. La cita interior es de Surco, n. 308. Una sintética exposición de este tema se puede encontrar en J. ECHEVARRÍA, Itinerarios de vida cristiana, cit., pp. 237-252 (cap. 18: “Vocación del cristiano en la sociedad”). 114 Surco, 910. Cfr. Mt 10, 16. 115 Ibid., 46. 116 Instrucción, 8-XII-1941, 13. 117 Hemos tratado este tema en el vol. I, pp. 413-424 (cap. 2º, apartado 3.1) y en el vol. II, pp. 260-268 (cap. 5º apartado 3.1.3). 118 M. RHONHEIMER, Cristianismo y laicidad. Madrid 2009, p. 115. Cfr., del mismo autor, Christentum und säkularer Staat, Freiburg im Breisgau 2012, pp. 195-229. 119 Ibid., p. 117. 120 CONC. VATICANO II, Decl. Dignitatis humanae, 3. 121 J. RATZINGER, Iglesia, ecumenismo y política, Madrid 1987, p. 277. 122 Hemos expuesto este tema en el vol. I, pp. 413-424 (cap. 2º, apartado 3.1). 123 M. RHONHEIMER, Il rapporto tra verità e politica nella società cristiana. Riflessioni storico-teologiche per la valutazione dell’amore della libertà nella predicazione di Josemaría Escrivá, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. V/2, p. 171. 124 Camino, 353. El texto está apropiadamente comentado por PEDRO RODRÍGUEZ en la Edición crítico-histórica de “Camino”. Seguimos la línea de ese comentario. 125 Para las cuestiones de orden político, cfr. M. RHONHEIMER, Christentum und säkularer Staat, cit., pp. 33-92. 126 Carta 29-IX-1957, 55. 127 Amigos de Dios, 165. 128 Surco, 945. 129 Es Cristo que pasa, 87. La cita de SAN AGUSTÍN es: In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 13 (PL 35, 1613). 130 Amigos de Dios, 233. 131 Ibid., 174. 132 Es Cristo que pasa, 65. 133 Via Crucis, XIV Estación. 134 Forja, 632. 135 Ibid., 175. 136 Conversaciones, 12. Cfr. Camino, 947; Surco, 401. 137 Conversaciones, 114. 138 J. MIRAS, La secolarità dei fedeli laici, manifestazione vitale della speranza cristiana, cit., p. 372. 139 I. DE CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, cit., pp. 662 s. 140 A. BLANCO, Madre de Dios y Madre de los hombres. Estudio de la devoción mariana de San Josemaría y de su relación con la unidad de vida, cit., p. 107. Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría INTRODUCCIÓN GENERAL Notas 1 JUAN PABLO II, Discurso, 7-X-2002, 2. Cfr. ID., Litterae decretales. Beato Iosephmariae Escrivá Sanctorum honores decernuntur, 6-X-2002: AAS 95 (2003) 745. 2 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Carta 24-III-1930, 2. En lo sucesivo se omitirá el nombre del autor en estas citas. En el cuerpo del texto se destaca el tipo de carácter para que resulte más fácil reconocer los textos de san Josemaría, que serán numerosos. Hacemos además una ligera actualización ortográfica, poniendo acentos sobre las mayúsculas, cuando corresponde, y unificamos el modo de citar la Sagrada Escritura. 3 PABLO VI, Motu proprio Sanctitas clarior, 19-III-1969: AAS 61 (1969) 149. 4 Oración para la petición de gracias a Dios por la intercesión de san Josemaría. 5 Apuntes de la predicación, 14-II-1964 (AGP, P09, p. 73). La afirmación se refiere a la institución y, como parte esencial de ella, a su espíritu de santificación en medio del mundo. San Josemaría relata lo ocurrido el 2 de octubre de 1928 en Apuntes íntimos, 306 (anotación del 2-X-1931), recogido y comentado en A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Madrid 1997, p. 293 (donde pueden verse otros textos acerca de la intervención divina en esa fecha). Las razones para aceptar el testimonio de san Josemaría son, por una parte, las mismas que valen para acoger cualquier testimonio cristiano auténtico (cfr. P. O’CALLAGHAN, El testimonio de Cristo y de los cristianos. Una reflexión sobre el método teológico, en: “Scripta Theologica” 38 (2006) 501-568; especialmente las pp. 532-539); pero además, en este caso, la credibilidad está avalada por su vida santa, según la declaración de numerosos testigos que la Iglesia ha confirmado al canonizarle. Cfr. AA.VV. (R. SERRANO ed.), Así le vieron: testimonios sobre monseñor Escrivá de Balaguer, Madrid 1992, 219 pp.; AA.VV., Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios. Testimonios sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid 1994, 447 pp. Nos parece significativo que en el documento de erección del Opus Dei en prelatura personal, se acoja el testimonio del fundador acerca de la inspiración divina que le hizo ver y le llevó a predicar su mensaje: «...Opus Dei, quod Servus Dei Iosephmaria Escrivá de Balaguer divina ductus inspiratione die II Octobris anno MCMXXVIII Matriti inivit»(JUAN PABLO II, Const. Ap. Ut sit, 28-XI-1982, proemio). Cfr. J.L. ILLANES, Datos para la comprensión histórico-espiritual de una fecha, en: “Cuadernos del Centro de Documentación y Estudios Josemaría Escrivá de Balaguer” 6 (2002) 105-147 (artículo recogido también en la obra del mismo autor, Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, Pamplona 2003, cap. III, pp. 51-98). 6 Destacamos: A. ARANDA, Perfiles teológicos de la espiritualidad del Opus Dei, en: “Scripta Theologica” 22/2 (1990) 89-111; A. DE FUENMAYOR – V. GÓMEZ-IGLESIAS – J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Pamplona 19904, 668 pp.; P. RODRÍGUEZ – F. OCÁRIZ – J.L. ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia, Madrid 1993, 346 pp.; M. RHONHEIMER, “Vosotros sois la luz del mundo”. Explicando a los jóvenes la vocación al Opus Dei, Madrid 2009, 267 pp. En la Bibliografía final se pueden ver otros títulos. Lógicamente, por el solo hecho de explicar el mensaje de san Josemaría estaremos hablando también del Opus Dei, que se inspira completamente en su enseñanza. 7 Cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, Madrid 2004³, p. 38. Trataremos con más detalle esta cuestión en la Parte preliminar, III. 8 Sobre las expresiones “vida espiritual” y “vida cristiana”, cfr. Parte preliminar, II.2.e. 9 Para una síntesis, cfr. M. BELDA, Guiados por el Espíritu de Dios, Madrid 2006, cap. 1; J.L. ILLANES, Tratado de Teología espiritual, Pamplona 2007, Parte I. 10 Cfr., p.ej., AA.VV., La Teologia Spirituale. Atti del Congresso Internazionale OCD, Roma 2001, pp. 459-638. 11 Se trata de un enfoque de la Moral al que ya se refiere santo Tomás en S.Th. III, q. 1, a. 8, cuando distingue entre fin “del” hombre y de toda criatura (finis cuius) y fin “para” el hombre, criatura consciente y libre (finis quo). El fin de todas las criaturas es la gloria de Dios pero sólo la persona humana, entre las criaturas de este mundo, puede libremente “dar” gloria a Dios. La gloria de Dios no es sólo “fin del hombre”, sino “fin para el hombre” (para su obrar libre). Autores recientes llaman perspectiva de la primera persona a la que se utiliza para estudiar las acciones humanas desde el punto de vista del sujeto que obra (o sea, del sujeto en general, diversa-mente del subjetivismo), distinguiéndola de la perspectiva de la tercera persona, la de un observador externo (cfr. sobre el tema G. ABBÀ, Felicità, vita buona e virtù, Roma 1989, pp. 97-104; M. RHONHEIMER, La prospettiva della morale, Roma 1994, pp. 32 ss.; E. COLOM – A. RODRÍGUEZ LUÑO, Scelti in Cristo per essere santi, Roma 1999, pp. 21-24). Refiriéndose a la relación entre Teología dogmática y Teología espiritual, G. MOIOLI hace notar que «la théologie [dogmatica] a restreint le champ de la foi-à-comprendre au seul aspect objectif, alors que le contenu global de la foi est au contraire l’objectivité chrétienne vécue» (Théologie spirituelle, en: “Dictionnaire de la Vie spirituelle”, Paris 1983, p. 1121). 12 Sobre este tema pueden verse varios artículos en: AA.VV. (G. ANGELINI – L. MELINA – O. BONNEWIJN, dirs.), La sequela Christi. Dimensione morale e spirituale dell’esperienza cristiana, Roma 2003, 358 pp.; en particular los de: A. SICARI, La vita dei santi come luogo teologico per la morale (pp. 117-131); J. NORIEGA, Prospettive sulla relazione tra moralità e spiritualità (pp. 199-213); C. STERCAL, Sul’“esercizio” e sull’“oggetto” di una teologia dell’esperienza (pp. 215-225). 13 Sobre la cuestión de si la Teología espiritual trata también de la vida del cristiano que no se encuentra en gracia, cfr. L. MELINA, Moralizzare o de-moralizzare l’esperienza cristiana?, en: AA.VV., La sequela Cristi. Dimensione morale e spirituale dell’esperienza cristiana, cit., pp. 85-103. 14 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 50. 15 Los autores recientes incluyen siempre en la definición de Teología espiritual o en la descripción de su método, como uno de los elementos constitutivos, la experiencia del vivir cristiano y por lo tanto las enseñanzas y la vida de los santos: cfr., p.ej., J. AUMANN, Teologia Spirituale, Roma 1991, p. 22; M. BELDA, Guiados por el Espíritu de Dios, cit., pp. 29 ss.; CH. A. BERNARD, Teologia spirituale, Torino 1982, p. 68; J.L. ILLANES, Tratado de Teología espiritual, cit., pp. 31 s. y 67 s.; F. RUIZ SALVADOR, Caminos del Espíritu. Compendio de Teología espiritual, Madrid 1978, p. 33; J. STRU´S, Teologia spirituale, en: E. ANCILLI (dir.), Dizionario enciclopedico di spiritualità, Roma 1990, vol. III. pp. 2468-2478; J. WEISMAYER, La vita cristiana in pienezza, Bologna 1989, p. 18. Según A. GUERRA, la determinación de las fuentes de la Teología espiritual «entra en la identificación de la misma» [Teología espiritual, una ciencia no identificada, en: “Revista de Espiritualidad” 39 (1980) 365]. Según D. SORRENTINO, la experiencia de los santos es un locus theologicus privilegiado de la Teología espiritual: cfr. ID., Sul rinnovamento della Teologia spirituale, en: “Asprenas” 41 (1994) 531; Teresa de Lisieux, Dottore della Chiesa. Verso la riscoperta di una teologia sapienziale, en: “Asprenas” 44 (1997) 483-514. Sobre la vida y enseñanzas de los santos como “lugar teológico”, cfr. F.-M. LÉTHEL, Connaître l’amour du Christ qui surpasse toute connaissance: la Théologie des saints, Venasque 1989, 591 pp.; ID., Théologie de l’amour de Jésus: écrits sur la Théologie des saints, Venasque 1996, 266 pp. 16 Carta 9-I-1932, 91. Comentaremos estas palabras más adelante (cfr. Parte preliminar, I). 17 Las enseñanzas de san Josemaría no son “fuente” de nuestro estudio en el mismo sentido que las fuentes de la Teología que acabamos de mencionar. Son “fuente del objeto de nuestro estudio”, o sea, fuente del objeto sobre el que recae nuestra reflexión teológica, pero no fuente de la reflexión misma, es decir, de la Teología. 18 Generalmente usaremos la siguiente edición: Sagrada Biblia. Traducida y anotada por profesores de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, 5 vols., Pamplona 1997-2004. 19 Para el Nuevo Testamento solía usar la versión bilingüe latín-castellano de FELIPE SCIO (La Sagrada Biblia traducida al español de la Vulgata latina y anotada por Felipe Scio de san Miguel. Nuevo Testamento, Sociedad Editorial La Maravilla, Barcelona 1867). También empleó, al menos en los primeros años de su predicación, la edición latín-castellano con introducción y notas de Carmelo Ballester y la traducción castellana de Félix Torres Amat (El Nuevo Testamento de Nuestro Señor Jesucristo, Sociedad de san Juan evangelista, Tournai 1936). 20 Concretamente nos consta que usaba la obra de M.J. ROUËT DE JOURNEL, Enchiridion Patristicum, Barcelona 1946, 801 pp.; y el manual de FULBERTO CAYRÉ, Patrologia e Storia della Teologia, 2 vols., Roma 1936, 786 pp. y 1002 pp. 21 Sobre las ediciones de obras de san Josemaría, cfr. M. FERNÁNDEZ MONTES – O. DÍAZ – F.M. REQUENA, Bibliografía general de San Josemaría Escrivá (1934-2002). I. Obras de San Josemaría, en: “Studia et Documenta” 1 (2007) 425-506. Para un análisis de la forma y de los contenidos de Es Cristo que pasa y de Amigos de Dios, cfr. J. PANIELLO, Las “homilías” de San Josemaría Escrivá, meditaciones del misterio de Cristo, Roma 2004, 488 pp. Cfr. también M. A. GARRIDO (ed.), La obra literaria de Josemaría Escrivá, Pamplona 2002, 262 pp. Sobre el estilo literario, cfr. J.M. IBÁÑEZ LANGLOIS, Josemaría Escrivá como escritor, Madrid 2002, 124 pp. Este último autor destaca la fuerza expresiva, sobre todo en los escritos que contienen puntos de meditación; se nota la huella de los clásicos de la literatura castellana, de los que san Josemaría era asiduo lector. Ver también G. ORTIZ DE LANDÁZURI BUSCA, Estudio literario de “Camino”, “Forja” y “Surco”, en AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, (Actas del congreso internacional en el centenario del nacimiento de Josemaría Escrivá de Balaguer), vol. II, Roma 2003, pp. 317-336. 22 Sobre este proyecto, cfr. su primer volumen: P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., pp. XV-XVI. Una recensión amplia de esta edición de Camino ofrece G. DERVILLE, Une connaissance d’amour. Note de théologie sur l’edition critico-historique de “Chemin”, en: “Studia et Documenta” 1 (2007) 191-220, y 3 (2009) 277-305. 23 Una descripción del conjunto de estos escritos, con aclaraciones sobre las fechas de composición, se encuentra en J.L. ILLANES, Obra escrita y predicación de san Josemaría Escrivá de Balaguer, en: “Studia et Documenta” 3 (2009) 203-276. 24 Apuntes íntimos, 1735 (junio de 1933), texto citado en J.L. ILLANES, Obra escrita…, p. 217. Cfr. Apuntes íntimos, 1723 (24-IV-1933), citado en ibid., donde expresa el mismo deseo. 25 Cfr. J.L. ILLANES, Obra escrita…, cit., p. 218. 26 Ibid., p. 250. 27 Para una descripción de este material, cfr. J.A. LOARTE, La predicación de San Josemaría. Descripción de una fuente documental, en: “Studia et Documenta” 1 (2007) 221-231. 28 Entre las primeras obras sobre san Josemaría con fragmentos de escritos suyos inéditos, baste recordar: S. BERNAL, Apuntes sobre la vida del fundador del Opus Dei, Madrid 1976, 323 pp.; y P. BERGLAR, Opus Dei: Leben und Werk des Gründers Josemaría Escrivá, Salzburg 1983, 364 pp. Ya en vida de san Josemaría habían aparecido libros con citas de este tipo (cfr., p.ej., P. RODRÍGUEZ, “Camino” y la espiritualidad del Opus Dei, en: “Teología Espiritual” (Revista de los Estudios generales dominicanos en España) 26 (1965) 213-245; E. GUTIÉRREZ RÍOS, José María Albareda. Una época de la cultura española, Madrid 1970, 330 pp.). El mayor número se encuentra en la biografía escrita por A. VÁZQUEZ DE PRADA y en la edición crítico-histórica de Camino, preparada por P. RODRÍGUEZ (ambas ya citadas). 29 Cfr., especialmente, Á. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid 1993, 252 pp. (sobre todo, el capítulo 5); J. ECHEVARRÍA, Memoria del Beato Josemaría, Madrid 2000, 357 pp. (de modo particular, el apartado 1.4). Podemos añadir, como testimonio personal, que hemos tenido ocasión de tratar a varios de los primeros fieles del Opus Dei, que recibieron la enseñanza de san Josemaría desde la década de 1930, y siempre les hemos oído corroborar lo que decimos. 30 J.L. ILLANES, Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, Pamplona 2003, p. 77. 31 Á. DEL PORTILLO, La santidad del Fundador del Opus Dei, en ID., Rendere amabile la verità, Città del Vaticano 1995, p. 634. 32 J. ECHEVARRÍA, Carta a los fieles de la Prelatura del Opus Dei, 1-XI-2006. 33 A. ARANDA, “El bullir de la Sangre de Cristo”. Estudio sobre el cristocentrismo del beato Josemaría Escrivá, Madrid 2000, p. 26. 34 Ibid., p. 36. 35 La más amplia y mejor documentada hasta el presente es la ya mencionada de A. VÁZQUEZ DE PRADA. De especial interés para la exposición teológica son también las obras de S. BERNAL y de P. BERGLAR, ya citadas, y las de H. DE AZEVEDO, F. GONDRAND, P. URBANO, A. SASTRE y M. DOLZ (los títulos y datos de edición pueden verse en la sección de escritos biográficos que incluimos en la Bibliografía final). 36 A modo de ejemplo remitimos a los relatos de P. CASCIARO, J.L. SORIA y J. ORLANDIS, incluidos en la Bibliografía. 37 A partir de esta documentación fue elaborada la Positio super vita et virtutibus, Roma 1988, 979 pp., con el amplio sumario de citas de los testigos, cuyo original se conserva en la Congregación para las Causas de los Santos. 38 Surco, 58. 39 Cfr. M.J. CANTISTA, Trazos principales de la personalidad del Beato Josemaría: un corazón de padre y de madre, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, cit., vol. I, Roma 2002, pp. 101-118. La autora refleja cómo la vida de san Josemaría ilumina la comprensión de su doctrina. 40 Cfr. A. TANQUEREY, Précis de théologie ascétique et mystique, Paris 1923, 449 pp.; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Les trois âges de la vie intérieure, prélude de celle du ciel. Traité de théologie ascétique et mystique, 2 vols., Paris 1948, 641 pp. y 886 pp. 41 Nos referimos, por ejemplo, a las divisiones en “tres vías” (“vía purgativa”, “vía iluminativa”, “vía unitiva”) y en “tres edades” de la vida interior (“de los principiantes”, “de los adelantados”, “de los perfectos”). La primera se inspira en el PSEUDO DIONISIO (cfr. De ecclesiastica hierarchia, 5, 1, 3), aunque se encuentra sugerida en autores precedentes (cfr. ORÍGENES, In Canticum Canticorum, prol.; Homiliae in Numeros, 27). La segunda se apoya más o menos lejanamente en SAN AGUSTÍN (De natura et gratia, 70, 97). Clásica es también la distinción entre las purificaciones activas y pasivas, del sentido y del espíritu, como camino hacia la unión mística con Dios, que describe admirablemente SAN JUAN DE LA CRUZ (cfr. Subida al Monte Carmelo y Llama de amor viva). Lo que tienen de indiscutible los esquemas de este tipo es que la vida espiritual es un proceso de crecimiento, como señala JUAN PABLO II refiriéndose expresamente a esas “tres vías” (cfr. Memoria e identidad, Roma 2005, cap. 6). Pero esto no significa que las “tres vías” constituyan un esquema obligado para la reflexión teológica y mucho menos un esquema fijo. De hecho, la división en etapas y el contenido de cada una de ellas varía según la experiencia personal de los diversos autores. 42 Cfr. Símbolo Quicumque (DS 76). San Josemaría menciona con frecuencia esta expresión (cfr. capítulo 6º, apartado 4.1). Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA Notas 1 Se citan sólo los títulos originales. Existen traducciones a numerosos idiomas. Un elenco completo de las ediciones de obras de san Josemaría se encuentra en J.M. FERNÁNDEZ MONTES – O. DÍAZ HERNÁNDEZ – F.M. REQUENA, Bibliografía general de Josemaría Escrivá de Balaguer, en: “Studia et Documenta” 1 (2007) 425-506. 2 Para una descripción del proyecto de publicación en edición crítico-histórica de estas obras y del epistolario, cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., pp. XV-XVI. Los textos aún no publicados se citan en la presente obra con la sigla y número del Archivo de la Prelatura del Opus Dei (AGP). 3 Con este título se designan las anotaciones hechas en cuadernos en 1930-39 (cfr. P. RODRÍGUEZ, Edición crítico-histórica de “Camino”, cit., p. 18 ss.). 4 Estos textos han sido recogidos en italiano por F. CAPUCCI, Josemaría Escrivá, santo, Milano 2008, 229 pp. 5 Este documento se encuentra como apéndice en los siguientes libros (los datos de edición se citan en el apartado sucesivo): A. FUENMAYOR – V. GÓMEZ-IGLESIAS –ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia. 6 Publicación semestral desde 1984. 7 Publicación anual desde 2007. 8 Un elenco completo puede verse en J.M. FERNÁNDEZ MONTES – O. DÍAZ HER-NÁNDEZ – F.M. REQUENA, Obras sobre san Josemaría (I y II), en: “Studia et Documenta” 2 (2008) 425-479; 3 (2009) 497-538. Otros elencos precedentes con comentarios: cfr. J.L. HERVÁS, La beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes bibliográficos, en: “Scripta Theologica” 27 (1995) 189-218; F. REQUENA, Cinco años de bibliografía sobre el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer (1995-2000), en: “Scripta Theologica” 34 (2002) 195-224. 9 Son las Actas del Congreso celebrado en Roma en 2002 con ocasión del centenario del nacimiento de Josemaría Escrivá de Balaguer. Contienen las contribuciones en los idiomas originales. Cada volumen lleva el título general del Congreso en italiano, castellano e inglés, y el título específico del volumen en italiano (vols. I a V/2) o en inglés y castellano (vols. VI a XIII). 10 Selección de textos de san Josemaría sobre la libertad, con una presentación de Mons. Javier Echevarría y una introducción del autor. 11 Selección de textos de san Josemaría sobre la paternidad divina, con una presentación del cardenal D. Tettamanzi y una introducción del autor. 12 Selección de textos de san Josemaría con una presentación de Mons. Javier Echevarría y una introducción del autor.